MI KAFKA

© Frank David Bedoya Muñoz

© Ediciones Zaratustra

Edición digital: noviembre de 2020

Está permitida la reproducción en todo o en parte, siempre y cuando se citen el autor y la fuente.

Hecho en Medellín, Colombia.

Ilustración de cubierta: imagen tomada de Neue Zürcher Zeitung.



Reúno en este folleto las dos conferencias y el artículo que he escrito sobre Kafka. En realidad son tres ensayos que he escrito con una agitación muy profunda. No ofrezco nada nuevo al lector. No son verdades kafkianas para competir con el universo de estudios alrededor de la vida y obra de Kafka. Es mi lectura que devino en estas palabras. Es “Mi Kafka” y lo comparto con una lectora lejana.

 

Frank David Bedoya Muñoz

Itagüí, 20 de agosto de 2017.   

En este extraño año de pandemia logré escribir un nuevo artículo: “A Kafka también le dio el virus” y quiero agregarlo como un cuarto ensayo para esta nueva publicación. Dudé en hacer esta segunda versión de "Mi Kafka”, pero, el descubrimiento -en la noche fría de hoy- de una cita de Selma Robitschek, -la chica que aparece en el tercer ensayo-, me animó. Entonces una nueva cita, un nuevo artículo y la evidencia de que una escritura sobre Kafka “nunca” termina.

 

Frank David Bedoya Muñoz

Itagüí, 9 de noviembre de 2020.

 

 

 

 

Contenido     

 

I. Un diálogo con Franz Kafka

II. La ciudad y la literatura un diálogo con Kafka II 

III. Unas palabras, una caricia, un fracaso   

IV.  A Kafka le dio el virus






Un diálogo con Franz Kafka


¿Dónde te encuentro Kafka? Si hubieses sido un hombre sería tan fácil encontrarte, bastaría buscar una buena biografía sobre ti. Pero no eras un hombre, eras escritura. No te convertiste en un escritor, te convertiste tú «todo» en escritura misma.


He ido a mi biblioteca predilecta a buscarte y no te he encontrado. He leído doctos de todas las especies, que tratan de interpretarte, detectives que intentan descifrar los enigmas de tus escritos y no te he encontrado ¿Qué si El Proceso es una reescritura de algún texto de Dostoievski? ¿Qué si eras un consumado melancólico? ¿Qué si eras una hombre trágico? ¿Qué si eras un solitario que se reía de sí mismo y del mundo pero en «serio»? Creí que te iba a encontrar en Borges y en Deleuze por la confianza que tengo en ellos, y la verdad tampoco allí te encontré.


¿Y si eres escritura, simplemente no bastaría con leerte? No, no basta. La impresión que nos... -corrijo-, que me queda después de leerte, no es la impresión de que apareces sino por el contrario de que te escabulles... Creo que ya no sabemos si te escribías para crearte o para des-crearte.


Está también la correspondencia con las mujeres que querías y no querías poseer, tus interlocutoras preferidas. Ya no recuerdo dónde leí la tesis de que sólo las necesitabas a ellas para tener el placer de recibir o enviar una carta. ¿O será que en este punto de las cartas te estoy confundiendo con Proust? No lo sé, perdón.


Tengo que confesarte que aún guardo la ilusión de encontrar alguien que te logre definir ¿Acaso un biógrafo? ¿Un escritor? ¿Un lector? Qué absurdo me parece contigo hacer el recuento: Franz Kafka nació en tal fecha, vivió en tal parte y en tal época, escribió tales libros, murió en tal fecha, fue uno de los más grandes escritores del siglo XX. ¡Qué manía tenemos los seres humanos de definirnos por una simple enunciación de la época en que vivimos. Se llamó tal, nació y murió tal día. Yo creo que la biografía de un hombre debería responder esencialmente a la siguiente pregunta: ¿Cómo gozó? y por último, si queda tiempo y como por no dejar, ¿qué hizo?


Me encanta saber que mi nombre es tan parecido al tuyo, nuestros nombres sólo se diferencian por una letra. Como soy incapaz de definirte, voy a hacer un diálogo con vos. Ya sé que muchos me dirán que soy un loco presuntuoso, primero, porque para un diálogo se necesitan dos, y segundo, porque dirán: —¿quién carajos es usted para pretender hacer un diálogo con Kafka? Pero no me importa. Primero, porque sí estamos los dos: estás tú con tus Diarios que vengo leyéndolos amorosa y desordenadamente hace muchos meses y estoy yo con mis pensamientos que creo son tan obsesivos como los tuyos. Y segundo porque simplemente me da la gana.


Tengo que confesarte además que quisiera hablar contigo, en primer lugar sobre mujeres, porque intuyo que a los dos nos ha ido muy mal en ese tema. Pero no. No tengo cómo hacerlo: dices muy poco al respecto en tus diarios. Voy a hablar contigo de la escritura.


Amar a una mujer. Escribir. ¿No será que en el fondo es lo mismo?


Franz Kafka: “Es totalmente cierto que escribo esto porque estoy desesperado a causa de mi cuerpo y del futuro con este cuerpo”.


Frank Bedoya: Pensándolo bien, creo que nos queremos escribir, volver escritura por una inconformidad estructural con nuestro cuerpo, por un cuerpo que no gobernamos, que nos condena a algo. Que escribir no es un efecto artificioso, que escribir es el acto por el cual nos liberamos de nuestro cuerpo. Si no conseguimos escribir, es porque aún nos gana el cuerpo. Pero, prosigue por favor.


FK: “Mi fuerza no da ya para una frase más. Sí, si se tratara de palabras, si bastase colocar una palabra y pudiera uno apartarse con la tranquila conciencia de haberla llenado totalmente de uno mismo”.


FB: No sé, a estas alturas, después de conocerte un poco a vos, a Borges y Proust, uno tiene la impresión de que la tarea de la escritura es imposible. Creo que esto ya lo dijo Blanchot, y sin embargo él escribía cosas infinitas. Por mi parte, siempre he creído que de la mujer de la cual me enamoro, esa será la mujer, y no. Que ese será el libro decisivo, y no, tampoco es.... Que me escribo, que esa será la escritura y no.


FK: “Había llevado para la señora Tschissik un ramo de flores con una tarjeta de visita en la que había puesto: «con gratitud», y esperaba el momento de poder ofrecérselo. [...] Nadie había advertido mi amor, y yo había querido mostrarlo a todo el mundo y hacerlo así valioso para la señora Tschissik, en el momento de verse el ramo. [...] Con el ramo de flores, esperaba satisfacer un poco mi amor por ella, y fue totalmente inútil. Sólo es posible satisfacerlo por medio de la literatura o acostándome con ella. No escribo esto porque no lo sepa, sino porque tal vez es bueno escribir a menudo lo que nos sirve de advertencia”.


FB. ¿No será que los que se logran acostar con ellas, dejan de angustiarse y no les da la carajada de quererse volver escritores?


FK: “Progresivamente, intentaré agrupar todo lo que hay en mí de indudable, luego lo creíble, luego lo posible, etc. Es indudable mi avidez por los libros. No tanto por poseerlos o leerlos como por verlos, por convencerme de su permanente existencia en los estantes de una librería. Si en alguna parte hay varios ejemplares del mismo libro, cada uno de ellos me alegra. Es como si dicha avidez partiese del estómago, como si fuese un apetito descaminado. Los libros que yo poseo me dan menos gusto; en cambio me alegran ya los libros de mis hermanas. El deseo de poseerlos es incomparablemente menor, casi inexistente”.


FB: A eso me refería en mi última conferencia de la Escuela Zaratustra. Leer no puede convertirse en un acto vulgar burgués para adquirir un conocimiento. Leer es un goce, leer es amar. Se aman también los libros. Es otra forma de amor. Te acuerdas del Borges enamorado. Ah no, verdad, que fue él quien se fijó en vos, en lo que escribiste vos.


FK: “Aun cuando prescinda de todos los obstáculos restantes (estado físico, padres, carácter), tengo una buena disculpa para no limitarme a pesar de todo a la literatura con la alternativa siguiente: a nada puedo atreverme, mientras no lleve a término un trabajo de mayor importancia, que me satisfaga completamente. Esto es ciertamente irrefutable. Ahora siento, y lo sentía ya por la tarde, un gran deseo de arrancarme escribiendo todo este estado de desasosiego y, así como viene de las profundidades, hundirlo en las profundidades del papel, o bien dejar constancia escrita de un modo que me permitiera incorporar lo escrito íntegramente en mi interior. No se trata de un deseo estético.”


FB: ¡Y saber que en nuestras tierras nos hemos engañado tanto con eso! Acá se escribe más por vanidad, que por necesidad interior, que por amor a la verdad, que es poder develarse, nombrarse a uno mismo. Yo por eso creo que el único escritor genuino que hemos tenido en nuestra desdichada Colombia es Fernando González: ¡en su desgarradora honestidad consigo mismo es tan parecido a vos!


FK: “Mi deseo de escribir una autobiografía lo cumpliría sin duda inmediatamente en el momento en que me liberase de mi oficina. Al ponerme a escribir, debería tener ante mí un cambio tan radical, como meta transitoria, a fin de poder organizar la masa de los acontecimientos. No puedo concebir otro cambio más alentador que éste, aun siendo tan tremendamente improbable. Pero entonces, el hecho de escribir la autobiografía constituiría una gran satisfacción, porque se efectuaría con tanta facilidad como la transcripción de sueños, y sin embargo tendría para mí un resultado totalmente distinto, grande, que me influiría para siempre, un resultado que, además, sería accesible a la comprensión y a la sensibilidad de cualquier otra persona”.


FB: Me alegra que digas eso. Ya lo habían dicho Borges, Derrida. Así nos ocultemos, estamos siempre reescribiendo una autobiografía. Apareciendo y a la vez ocultándonos en una autobiografía. ¿Alguien escribirá una mejor que la que hizo Nietzsche, su Ecce Homo? No importa. ¿Te acuerdas de Nietzsche?, tú lo leíste, “y así me cuento mi vida a mí mismo”.


FK. “En mí se puede reconocer perfectamente una concentración apta para escribir. Cuando se hizo evidente en mi organismo que la literatura era la manifestación más productiva de mi personalidad, todo tendió a ella y dejó vacías todas las facultades que se orientaban hacia los placeres del sexo, de la comida, de la bebida, de la meditación filosófica, y principalmente de la música. Me atrofiaba en todos los aspectos. Esto era necesario, porque mis energías, en su totalidad, eran tan escasas que únicamente reunidas podían ser medianamente utilizables para la finalidad de escribir. Naturalmente, no di con esta finalidad de un modo autónomo y consciente; fue ella la que se encontró a sí misma y ahora se ve obstaculizada únicamente, pero de un modo radical, por la oficina. En cualquier caso no debo lamentarme porque no pueda soportar una amante, porque entienda casi tanto de amor como de música y tenga que contentarme con los efectos más superficiales y fugaces, porque la noche de fin de año cenara nabos y espinacas y bebiera un cuartillo de Ceres, y porque el domingo no pudiera asistir a la conferencia de Max sobre sus trabajos filosóficos; la compensación por todo ello es clara como la luz del día. O sea, que sólo tengo que arrojar en medio de todo este montón de cosas el trabajo de la oficina (puesto que mi desarrollo está ya concluido y, por lo que veo, no tengo más que sacrificar) para iniciar mi verdadera vida, en el curso de la cual, con el progreso de mi obra, mi rostro podrá finalmente envejecer de un modo natural”.


FB. No entiendo por qué tus exegetas se han enredado en tantos laberintos. Con esta declaración que haces es más que suficiente, ¿no crees? Yo creo que el manto de enigma que se ha levantado a tu alrededor, parte de tu simplicidad, de tu forma llana de decir lo real, lo innombrable. Tu verdadera vida efectivamente fue la escritura, ya lo habías anunciado. Bueno, igualmente más adelante das otra pista: “Casi siempre, la personalidad individual del escritor consiste en que cada uno oculta lo malo a su manera”.


FK. “Mientras escribía, acarreo de muchos sentimientos, por ejemplo, la alegría de que voy a tener algo hermoso para la Arcadia de Max; naturalmente, recordé a Freud en un pasaje”.


FB. Sí, y más adelante dices: “Yo, que quiero curarme la neurastenia trabajando”. Así estoy yo, ya ves, desde aquel controvertido texto que hice sobre Borges y Proust, o con este diálogo, tratando de descubrir cómo sí es posible pasar de la neurosis obsesiva a la creación literaria. Por lo que no logramos nombrar nos enfermamos. Con las palabras nos curamos.


FK. “Mi empleo me resulta insoportable, porque contradice mi único anhelo y mi única profesión, que es la literatura. Puesto que no soy otra cosa que literatura, y no puedo ni quiero ser otra cosa, mi empleo no podrá nunca atraerme, pudiendo en cambio destrozarme totalmente. No estoy muy lejos de esta situación. Alteraciones nerviosas de la peor especie me dominan sin interrupción”.


FB. Yo creo que por eso te queremos tanto y por eso es que los hombres modernos nos identificamos con vos tan fácilmente. No queremos trabajar, queremos escribir. En este mundo del capital no podemos dedicarnos sólo a leer y a escribir por purito placer. Bueno, sobre todo no, a los que no nos queda otra alternativa y nos toca ser empleados.


FK. “Todo se resiste a ser escrito”.


FB. Es verdad, y aun así nos obstinamos. Tú, el más obstinado de todos. FK: “Leo en Dostoyevski el pasaje que tanto me recuerda mi «Desdicha»”. 


FB: Así igual me está pasando hoy con vos.


FK: “¡Dejadme mis libros! ¡Es lo único que tengo!”


FB: Por este tipo de cosas, sos con el único que puedo hablar en estos momentos.


FK: “Aún me encuentro metido de lleno en mi sufrimiento, pero ya viene corriendo de tras de mí el enorme carro de mis planes.”


FB. Dichoso animal extraño Kafka, efectivamente así fue, superaste a todo lo humano. Humano: animal que escribe.


FK. “Cuando me examino a mí mismo para saber cuál es mi objetivo final, resulta que, en realidad, no me esfuerzo por ser una buena persona y dar satisfacción a un tribunal supremo, sino, muy al contrario, trato de tener una visión panorámica de toda la comunidad humana y animal, de descubrir sus preferencias fundamentales, sus deseos, sus ideales morales, de reducirlos a preceptos simples y de evolucionar en su dirección lo antes posible, para complacer por entero a todos y para hacerlo de tal modo (he aquí la incoherencia) que, sin perder el amor general, acabe por ser el único pecador que no será quemado, a quien se le permita desarrollar abiertamente, ante los ojos de todas las ignominias que lleva dentro. En resumen, no me importa más que el tribunal humano, y a ese pretendo engañarlo, aunque sin engañarlo del todo”.


FB. Si te comprendo bien, estás tratando de decir que vos no te esforzarte por haber sido el mejor ser humano. De hecho estás plagado de defectos. Uno de los seres humanos más imperfectos. Sin embargo, tu incapacidad para vivir lo humano te llevó a escribir, a describir el absurdo de lo todo lo humano, la locura de lo humano en el siglo XX. De ahí que sea tan difícil ponderar tu obra, y aun así, todos en algún momento nos vemos llevados, por una extraña fuerza, a querer vernos reflejados en un espejo-hombre llamado Franz Kafka. Tan sólo con ver la imagen de tu rostro, tu mirada penetrante, tus puntiagudas orejas. ¡Carajo! vos sos el que nos está mirando.


FK: “A través del cielo del vicio se conquista el infierno de la virtud”.


FB. Confiésalo, eso lo tomaste del Zaratustra de Nietzsche.


FK: “El temor es la desdicha, pero no por ello el valor es la felicidad, sino que lo es la falta de temor; no el valor, que tal vez exija más que la fuerza (en mi curso había solo dos judíos que tenían valor y ambos se pegaron un tiro ya en sus tiempos de Instituto o poco después) o sea, que no se necesita valor, sino una falta de temor, tranquila, de mirada franca, capaz de soportarlo todo. No te fuerces a nada, pero no seas infeliz por el hecho de no forzarte, o por el hecho de que, si tuvieras que hacerlo, te vieses obligado a forzarte. Y si no te fuerzas, no persigas afanosamente y sin cesar la posibilidad de forzarte. En realidad, las cosas nunca están tan claras, o efectivamente siempre lo están; por ejemplo el sexo me apremia, me tortura día y noche; tendría que superar el miedo y la vergüenza, y probablemente también la tristeza, para satisfacerlo; por otra parte, es cierto que aprovecharía inmediatamente, sin miedo ni tristeza ni vergüenza, una oportunidad que se ofreciese de modo rápido, inmediato y voluntario; pero, por todo lo dicho, queda una ley: no superar el miedo, etc. (Pero tampoco jugar con la idea de la superación); lo que si hay que hacer es aprovechar la «oportunidad», (pero no quejarse sino se presenta). [...] No existe la maldad; has cruzado el umbral; todo es bueno. Otro mundo y no tienes que hablar”.


FB: Otra vez Nietzsche. ¿Acaso Más allá del bien y del mal? Perdón, estoy hablando contigo y no con Nietzsche.


FK. “Los cinco principios que conducen al infierno (en orden genético):

1. «Tras la ventana está lo peor.» Todo lo demás es angélico, bien sea de un modo explícito o (como es el caso más frecuente) admitiendo sin hacerle caso.

2. «¡Tienes que poseer a todas las muchachas!», no como un donjuán, sino de acuerdo con la expresión diabólica «ceremonia sexual».

3. «¡No puedes poseer a esta muchacha!» y por eso mismo, no puedes. Fata Morgana celestial en el infierno.

4. «Todo es, simplemente, una necesidad física»; ya que la tienes, date por satisfecho.

5. «La necesidad física lo es todo». ¿Cómo podrías tenerlo todo? Por consiguiente, ni siquiera tienes necesidades físicas”.


FB: Me has dejado sin palabras, me hiciste acordar que hace rato prometí escribir algo que se llama desapegos y no lo he hecho.


FK: “Cada vez me da más miedo escribir cosas. Es comprensible. Cada palabra, retorcida en manos de los espíritus —este impulso de la mano es su movimiento característico—, se convierte en una lanza dirigida contra el que habla. Y muy especialmente, una observación como ésta. Y así, hasta el infinito. El consuelo sería sólo: Ocurrirá, quieras o no. Y lo que tú quieres, te sirve de bien poco. Más que un consuelo, sería esto: También tú tienes armas”.


FB. Tú dijiste esto un año antes de morir, digo, de morir físicamente, porque no has muerto, que te hiciste eterno. No quiero sugestionarme por el hecho de que son las últimas palabras de tus Diarios. De hecho, no importa, ya no son tus palabras, son las que yo escogí para este diálogo, me las apropié. Por alguna razón, escogí unas y deseché otras. Me construí un Kafka según mis necesidades. ¿Qué el que hice no sos vos? ¿Qué hay una infinidad de Kafkas? No importa. ¿Lograste nunca dejarte definir? Hace rato tenía pendiente este diálogo, y no me atrevía a iniciarlo.


Hoy he tenido que hablarles a unos jóvenes sobre vos. Espero haber estado a la altura de tu extrañeza. Que ninguno haya podido saber al fin quien es ese Franz Kafka, y por ello después te salgan a buscar.







La ciudad y la literatura un diálogo con Kafka II



Pietro Citati relató una historia conmovedora que ocurrió durante algunos de los paseos de Franz Kafka por la ciudad:


“En un paseo por el parque de Steglitz, [Kafka] se encontró a una niña que sollozaba desesperadamente, porque había perdido su muñeca. Kafka la consoló: «Tu muñeca está de viaje, lo sé, me acaba de escribir una carta». La niña estaba llena de dudas. «¿La tienes tú?». «No, la he dejado en casa, pero te la traeré mañana». Kafka regresó enseguida a casa para escribir la carta. Se sentó en el escritorio y se puso a redactarla, como si tuviese que escribir un relato, entregándose al gran juego dickensiano lleno de calor y de fantasía que siempre había sido parte integrante de él. Al día siguiente fue al parque, donde la niña lo esperaba. Le leyó la carta en voz alta. En esas horas, la muñeca explicaba con gentileza que estaba cansada de vivir en la misma familia: quería cambiar de aires, de ciudad y de país, abandonar por un tiempo a la niña, aunque la quisiera mucho. Le prometió escribirle cada día, con el resumen minucioso de sus viajes. Así, durante algún tiempo, delante de la lámpara de petróleo, Kafka describió países que nunca había visto, contó aventuras dramáticas y con final feliz, y llevo la muñeca a la escuela, donde hizo nuevas amigas. Cada vez, la muñeca aseguraba a la niña su amor, pero aludiendo a las complicaciones de la nueva vida, a otros deberes y a otros intereses. A los pocos días, la niña había olvidado la pérdida, y no pensaba más que en la ficción. El juego duró al menos tres semanas. Kafka no sabía cómo ponerle punto final. Le dio muchas vueltas, lo discutió con Dora y, finalmente, decidió hacer casar a la muñeca. Describió al joven prometido, la fiesta de petición de mano, los preparativos de la boda, la casa de la joven pareja. «Como comprenderás -concluía la muñeca-, en el futuro tendremos que renunciar a vernos»”.


Creo que Kafka le puso a aquella muñeca sus propios deseos insatisfechos: cambiar “de aires, de ciudad y de país”. Lo que pudo hacer esta muñeca, él no lo pudo hacer.


El estudioso kafkiano Klaus Wagenbach nos mostró que Kafka, en realidad, casi nunca pudo salir de su ciudad: Praga.


Esto es lo que vengo a decir hoy: para Franz Kafka la ciudad era una prisión. Nos relata Wagenbach: “En el curso de su breve vida [Kafka tuvo]: diversos viajes profesionales, algún que otro viaje de formación, un buen número de estancias en sanatorios, medio año en Berlín y unos pocos meses en la campiña de Bohemia... eso es todo”.


Decía Kafka empezando su juventud: “Praga no te suelta. Menudas zarpas tiene la madrecita”.


Irse de Praga, era lo que quería Kafka, y eso fue lo que nunca logró.


Yo no puedo saber qué es Praga. La única manera de conocer a una ciudad es amándola u odiándola. Si uno no camina a una ciudad muchas veces, por todas sus calles, por todos sus parques y por todos sus laberintos, si uno no camina una ciudad, uno no la puede amar u odiar.


Uno no puede conocer una ciudad sin haberla caminado. De nada nos serviría que yo, para esta conferencia, estudiara todos los libros que existen sobre la Praga de la época de Kafka e hiciera un buen resumen sobre esta información. De poco, serviría hoy, competir con un artículo de Wikipedia para tratar de decir qué es Praga.


La única intuición que podemos pensar hoy: es que para Kafka la ciudad moderna más que una alegría era un dolor.


Wagenbach nos sigue aportando claves: “Kafka muere el 3 de junio de 1924, siendo enterrado en el cementerio judío de Strachnitz, en Praga, la ciudad que detestaba pero de donde nunca pudo marcharse, que lo atrapó y cuyo enigma y diversidad él mismo atrapó en sus textos”.


“Kafka fue un gran paseante y un explorador metropolitano; paseaba los días festivos, paseaba de noche, paseaba también de madrugada, paseaba horas enteras y paseaba muchas veces solo. Era un hábito relacionado con su técnica de escritura; sin tomar apenas apuntes ni preparar borradores redactaba a partir de una prolongada elaboración mental del «mundo tremendo que tengo en la cabeza». Que salía «de un tirón», generalmente en horas nocturnas: «sólo así se puede escribir» anotará en el diario tras su primera experiencia con La condena. En el mismo sentido: «La firmeza que me ha dado el hecho de escribir algo, por poco que sea, es indudable y maravillosa. ¡La mirada con que ayer lo dominé todo con un paseo!»”. 


En este punto aparece una aparente contradicción. Kafka se siente atrapado en Praga, quiere irse de Praga, pero al mismo tiempo, su mayor placer es pasear al interior de su cuidad-prisión. Buscar historias, perderse en sus laberintos. Odiar a Praga, pero amarla paseándola.


Reitero que no soy capaz, no puedo hacer una descripción de Praga. Así saliera hoy en un avión desde el oriente antioqueño hacía la ciudad de Praga, la que encontraría no sería la Praga que Kafka vivió. Los autores kafkianos se ven tentados en construir mapas, viajes, diarios de lectura de Kafka, editar álbumes con las fotografías de la Praga que Kafka vivió.


Nada me dice a mí una vieja fotografía a blanco y negro de personas y edificios bellos europeos.


El autor de esta conferencia sólo conoce dos ciudades, las ciudades latinoamericanas masificadas del siglo XX y XXI: Medellín y Caracas. ¿En qué se podrán parecer las actuales Medellín y Caracas con la Praga de Kafka? Yo creo que en nada.


Como esta conferencia se llama La ciudad y la literatura, me voy a permitir abandonar por un momento a Kafka. Y les voy a compartir unos fragmentos de una escritura que surgió a partir de una experiencia de unos paseos bohemios por la ciudad de Medellín.


Yo creo, que todos los que queremos escribir, nos parecemos a Kafka en el siguiente aspecto: a algunos seres humanos nos es muy difícil adaptarnos a los ritmos de la ciudad, y hacemos unos paseos extraños, que algún observador tranquilo, en caso de que nos viera, diría: que algunos parecemos locos en la ciudad, y lo que ese posible observador ignoraría, es que lo que estamos haciendo algunos locos por ahí, es precisamente escribir la ciudad.


Acá van pues unos fragmentos de esa historia que titulé: “Autobiografía de un hombro malherido”. Escrito no por Franz en Praga, sino por Frank en Medellín. No es el contenido lo que se repite allí, sino que lo que se repite es una esencia; una esencia que es una angustia: que tenía tanto él que se le dificultaba vivir ayer en Praga, como a él que se le dificulta vivir hoy en Medellín.


Autobiografía de un hombro malherido.

El relato: «El niño que se hizo ateo sin conocer a Nietzsche» contiene muchas verdades, pero al mismo tiempo oculta algunas otras cosas; hoy quiero develar una de ellas.


Yo me hice ateo por un miedo inmenso a que ocurrieran dos cosas: Primero: que “dios” en tanto que “lo podía ver todo”, entonces, él podría ver todos mis pecados sexuales cuando yo era adolescente, pecados que cometí con alguna vecina; era tanto el temor sobre este asunto, que de tanto pensar en ello terminé descubriendo -sin leer a Nietzsche- que “dios” simplemente era una patraña. Es decir, que para fortuna mía: los placeres del “mal” me salvaron desde muy pronto de ser creyente.


Segundo: desde muy niño, antes de que surgiera mi precocidad sexual, yo, ya contenía un tipo libidinal narcisista muy grande, tan grande: que a la corta edad de siete años, yo temía que alguien “cuando escribiera mi historia” contaría tanto las virtudes como mis vicios; y yo, a la edad de siete años ya sabía que tenía más vicios que virtudes. Es curioso revelar que mi narcisismo era tan grande, que antes de cumplir diez años, yo, ya estaba preocupado por lo que iban a escribir sobre mí mis futuros biógrafos.


En el relato “Aures” conté cuál fue mi primer atisbo de conciencia. Ahora quiero repetir ese pequeño fragmento de dos párrafos, porque demuestra que yo no sólo me hice intelectual por anticipación sexual, sino que ante todo, yo me hice intelectual por un dolor inmenso, un dolor que determinó el rumbo de mi existencia, un dolor que sufrí a los tres años de edad.


Tengo tres años, en este punto sucede el primer atisbo de mi conciencia. Voy en un autobús, es de noche, estoy sentado al lado de la ventanilla, veo la oscuridad de la noche como chorreándose por la velocidad entre claros y oscuros de árboles que se suceden rápidamente. A mi lado está una señora y un señor totalmente extraños para mí; son mis tíos, pero cómo saberlo. Me llevan de regreso a Medellín porque estoy muy enfermo. No resistí el frío de la capital. Me han separado de mi familia. A pesar de mi corta edad yo no entiendo, pero ya “pienso”. Es un recuerdo que no me abandona, este episodio lo he contado mil veces y de múltiples formas; es la memoria fijada sin tiempo ni espacio de un niño que se marcha y que es condenado así a la soledad. Tampoco es una tragedia, ni nada extraordinario, simplemente fue, y no se va.


Comienzo de la soledad. En el barrio 12 de Octubre estoy sentado en lo alto de un barranco, hay un caminito. Aún tengo tres años, o quizá ya cuatro, no sé. Todas las tardes estoy sentado esperando que por ese caminito aparezca mi madre, también espero a mi padre y a mis hermanos; pero ese niño solo estaba pensando en su mamá. Fueron muchas tardes, por fin en alguna de ellas aparecieron. Mientras otros niños jugaban, yo adquirí la costumbre de quedarme quieto y ponerme a “pensar”.


Como saben mis amigos, a mí me encanta viajar por la ciudad en bicicleta, pero últimamente, de la manera más irracional, estuve tomando algunos tragos de licor antes o durante mis recorridos nocturnos en ella; al principio eran pocos tragos, y con buena música, viví unos paseos nocturnos maravillosos por la ciudad de Medellín. Pero, la noche en que celebramos el fin de la guerra entre la oligarquía y las FARC, esa noche (o sea una noche antes del tenebroso pasado domingo 2 de octubre en Colombia) me tomé no pocos tragos. Es más, de plano me emborraché del todo, total que en uno de los actos más irresponsables de mi vida: salí a media noche borracho desde el centro de Medellín hasta el sur del valle del Aburrá en mi “terremoto”. Me dormí pedaleando y sólo me desperté cuando caí brusca y velozmente sobre mi hombro derecho que sufrió el impacto violento del golpe. Así que por fortuna fue mi hombro quien recibió el golpe y no mi cabeza, que de haber sido mi cabeza, esa noche yo pude quedar muerto.


La mayor felicidad en la existencia de mi niña Juliana -que está a punto de cumplir tres años- es el instante en que todas las noches su papá regresa a casa; o cuando el papá llega muy tarde, la felicidad de mi hija es encontrarme por las mañanas en mi habitación.


Escribo esto no por una necesidad de confesión cristiana, sino porque con este episodio yo entendí por fin: por qué, no se trata de que gane el ELLO, como esperaba Nietzsche; sino que de lo que se trata: es de fortalecer el YO para gobernar el ELLO sin reprimir a este último, como esperaba Freud.


Yo siendo consecuente con el amor infinito que siento por Juliana, jamás volveré a ser tan bruto de poner en riesgo mi integridad física, de morirme antes de tiempo, y propiciarle a Juliana un dolor infinito, cuando un día le tengan que explicar “que su papá se mató borracho en una bicicleta sin escribir su obra”. Yo, Frank David, voy a procurar cuidarme en demasía, para que Juliana pueda disfrutar a su papá, hasta el día que por lo menos haya cumplido dieciocho años.


Increíblemente y aunque a nadie le interese por el momento -salvo quizá a mi madre- en este instante estoy igualito que hace atrás treinta y cinco años, en alguna casa del barrio 12 de Octubre de Medellín, en una habitación oscura, y en las tres habitaciones contiguas duermen mi tía y mi tío, aquella misma pareja que me trajeron de Bogotá para salvarme del frío, y que me dejaron en una habitación «durmiendo», pero que yo a los primeros tres años de mi vida, pasé una noche completa sin poder dormir, y por eso desde entonces, a mí no me gusta dormir de noche... y por eso, ahora, 35 años después yo estoy viviendo una

situación idéntica, salvo que ahora ya entiendo la situación, y ahora no tengo miedo, y ahora en cambio, escucho con mis audífonos, a Mercedes Sosa y tengo a esta hora despierto al corazón.


Y Mercedes Sosa canta: “... Uno se despide, insensiblemente de pequeñas cosas, lo mismo que un árbol, que en tiempo de otoño se queda sin hojas. Al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas y esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón. Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas, por eso muchacho, no partas ahora soñando el regreso que el amor es simple y a las cosas simples las devora el tiempo...”


Y esa noche lloré en silencio, sollocé por unos minutos que parecían infinitos, y mientras lloraba en esa habitación -así como cuando era un niño de tres años-, lloré y lloré... y mi hombro me estaba doliendo mucho. [...] Mi hombro está malherido, aún me sigue doliendo, mi verdadera obra está por venir.


Volvamos a Kafka, pero antes permítanme hacer otro pequeño rodeo.



No quisiera hacer una generalización, pero tengo una intuición. Los escritores escribimos, no porque tengamos unas virtudes excepcionales, sino que escribimos esencialmente es porque no sabemos vivir. Los que viven sin angustias no tienen que escribir nada.


Mi esposa hace poco, tratando de hacerme una crítica, me dijo uno de los mejor elogios que me han hecho en mi vida. Ella intentaba decirme: que conmigo no se podía hablar, porque yo “no era original”, porque yo “nunca hablaba por mí mismo”, sino que todo lo que yo hablaba era todo prestado de los libros que leía. Y me dijo estas palabras hermosas: “Usted no es usted. Usted es un libro”.


Y como yo todo lo tomo prestado de los libros, el nombre “Autobiografía de un hombro malherido”, lo copié en la mitad, de un libro reciente del filósofo Michel Serres, éste sí célebre, quien tituló su libro: “Autobiografía de un zurdo cojo”, pero esta autobiografía no son las carajadas de un neurótico que quiere ser escritor, sino que es un magistral tratado filosófico, donde Serres, nos explica las principales Figuras del Pensamiento.


En este libro, creo haber encontrado, una clave para entender la angustia de Franz Kafka en la ciudad.


Dice Michel Serres:

“Los psicólogos de todas las escuelas derivan la construcción de la identidad personal de las relaciones parentales. Cierto. Vivir exclusivamente entre ciudades estériles y conocimientos limitados a las ciencias humanas y sociales lo arrastran sin duda a esa extraña, a esa avara restricción. El Garona, sus torbellinos, sus crecidas, y sus alosas, sus gravas y sus álamos, me construyeron a mí tanto como lo hizo mi madre; las golondrinas, las hayas, la siega y los ciruelos tanto como mi padre, agricultor y marino; la felicidad extática que me dieron, más tarde, la alta mar, la alta montaña, el desierto horizontal, fragmentos de planeta sin hombres, contribuyó tanto a mi desarrollo porque aprendía, al mismo tiempo, las ciencias, comprendía entre quién, desde cuándo vivía o qué flujo del mundo me había traído al mundo.


La construcción de la identidad no procede sólo del entorno humano sino también, quizás sobre todo, de las rocas, de las aguas, plantas y bestias incluidas. La existencia urbana, estéril, exclusivamente humana y política, limita hasta tal punto, que la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos se empequeñece de un modo infantil, y esta regresión al claustro familiar pasa tanto por ser normal, que no dudamos en estrecharla más, hasta la pareja nuclear”.


Efectivamente Kafka estaba prisionero de su familia, de su ciudad. Kafka no disfrutó el campo, el aire fresco, la tierra, las rocas, el agua, no. Kafka vivió entre calles, casas y oficinas de Praga y luego, enfermo, en sanatorios. Kafka vivió en una ciudad-prisión llamada Praga. La culpa no era de Praga, quizá la culpa sólo sea la neurosis del hombre moderno que es un prisionero de su familia. ¿Cómo escapar? ¿En forma de insecto?


¿Escribiendo?

Ahora comprendo muy bien porque Kafka se sentía atado, yo que he llegado al camino de la escritura por un miedo a la ciudad. Mi hermano mayor, en cambio, siempre fuerte, triunfador, siempre vivió en la calle, viviendo fuera de los muros, y nunca se le ha ocurrido la idea estrafalaria de querer ser escritor. Por eso yo creo entender un poco a Kafka, solo por eso, y no porque haya leído algunos libros sobre él. Yo comprendo por qué Kafka padecía una condena. La condena era la ciudad.


Para mí también lo ha sido. Yo amo a Medellín y odio a Medellín. Yo hubiera querido ser campesino. Pero no, sólo soy un citadino: hijo de campesinos desarraigados.


Otro diálogo con Kafka: - Me está gustando, Kafka, esto de hacer diálogos con vos. Dilo tú Franz, dilo tú, para que Ricardo me crea. Dinos ¿por qué para ti la ciudad era una prisión?

- Si, Frank, así es: "todo es fantasía: la familia, la oficina, los amigos, la calle; todo fantasía, más cercana o más lejana, la mujer; pero la verdad más próxima es únicamente que tú aprietas la cabeza contra la pared de una celda sin ventanas ni puertas".







Unas palabras, una caricia, un fracaso.




En el año 1900, en la vieja Europa central, el joven Franz de 17 años, era vigilado obstinadamente por su madre para que no descubriera el sexo. Una criada de la familia, fue sorprendida cometiendo un acto lujurioso, con un trabajador que entró a la casa de los Kafka por unas mercancías. El trabajador no fue amonestado, porque para la moral de aquella época -y la época de ahora- ese impulso era “natural” en el varón; pero, la muchacha fue despedida inmediatamente. No fuera que ocurriera otra situación similar y el adolescente incólume, débil, primogénito del hogar, descubriera “tales inmundicias” de la carne.


Unas vacaciones familiares no excluían tan duro plan de vigilancia maternal; incluso, en esas salidas se intensificaban las miradas sobre el muchacho para evitarle algún encuentro con la excitación que ofrece el mundo exterior. El lugar elegido para el paseo fue un pueblito cerca a la casa. Lo que no sabían sus papás, es que en la maleta que preparó Franz, ya iba, el más perturbador y liberador de conciencias: un libro, un ejemplar de la obra “Así habló Zaratustra” de Nietzsche, el filósofo que moriría ese mismo año, dos meses después de esta historia.


Tampoco sabían los padres de Franz, que el tema tabú de la sexualidad, ya se lo habían expuesto gráficamente dos amigos mayores, que le explicaron en “teoría” lo que aún era muy lejano en la práctica. Por el momento, Franz iba con su libro de filosofía, donde no iba a encontrar instrucciones sobre la sexualidad, pero, sí una revolución interna existencial sin parangones.


Llegaron al hotel, y Franz encontró allí a una chica de su misma edad que se llamaba Selma. Ella inmediatamente se sintió atraída por aquel chico solitario que parecía muy inteligente, él se fijó en ella. El verano era largo. Los adultos intensificaron la vigilancia, había entrado el demonio en acción: una muchacha.

Por fin, -nos relata Reiner Stach- biógrafo de Kafka: “Selma y Franz se pusieron de acuerdo en escaparse entrada la noche, cuando todos dormían, al amplio jardín, donde, al pie de una colina, había un banco con vistas a la curva de Moldava, resplandeciente a la luz de luna. También había un bosquecillo, lo bastante alejado de todas las edificaciones, y allí, al borde de un claro, fue donde Franz, armado con una vela, sacó del bolsillo el Zaratustra de Nietzsche y empezó a leer en voz alta lo que durante el día había estado declamando para sus adentros”.


Ni el biógrafo oficial, ni el lector de la biografía que es el escritor de este pequeño texto, que no fue capaz de escribirlo como un cuento, ni los papás de Kafka, supieron si en esa noche, después de aquellas palabras de Zaratustra, leídas con la más fuerte pasión, siguió una caricia. Uno quisiera pensar que sí, que el espíritu dionisíaco atrapó a estos dos jóvenes, y que lograron burlar el puritanismo de la época, y que sintieron la vida palpitante bajo esa luna. Todo indica, que si hubo caricia o no, no hubo nada más.


Aquel misterio de la sexualidad, sólo lo enfrentaría el tímido Franz –y eso sí lo sabemos por la biografía-, tres años después cuando tendría 20 años, y luego de ello vendría el miedo, la soledad, el enigma de la mujer, y todos los silencios con los que Kafka se convertirá en escritor.


Lo que sí nos quedó, fueron unas palabras que escribió Franz en el álbum de Selma como despedida, palabras que nos llegan cien años después y que valen oro, para los que amamos a Nietzsche, para los que amamos a Kafka, y que justifican, o mejor dicho, que salvan este fracaso de no lograr escribir un cuento hoy:


“Cuántas palabras hay en este libro [Así habló Zaratustra] Están destinadas a recordar. ¡Como si las palabras pudieran recordar! Porque las palabras son malos alpinistas y malos montañeros. No alcanzan los tesoros de las cumbres ni los tesoros de las profundidades.

Pero hay un pensamiento vivo que recorre, suave, todos los valores del recuerdo como con una mano acariciante. Y cuando de esa ceniza se alza la llama, ardiente y cálida, fuerte y poderosa, y tú la miras como hechizada, entonces...

Pero no se puede escribir este casto recuerdo con mano torpe y toscas herramientas, sólo puede hacerse en estas blancas páginas carentes de exigencias. Y lo hice el 4 de septiembre de 1900”.

Franz Kafka


Pero, no logro pasar del formato racional del ensayo, no logro superar la reseña académica, no logro pasar de la razón a la belleza, de los argumentos a la literatura. Me he tirado la posible historia pasional de Selma y Franz por no saber inventar, no logro rozar siquiera la narración fantástica de Kafka y de Rulfo, y sigo escribiendo como un historiador, como un docto y no como un literato. Y reconozco esta frustración el 17 de mayo de 2017.


Tres años después (hoy 2020), en el libro de testimonios: “Cuando Kafka vino hacia mí” elaborado por Hans-Gerd Koch, encontré una cita conmovedora de Selma, quien, después de cincuenta años de la historia relatada acá escribió: “Kafka y yo nos sentábamos con frecuencia cuando éramos niños. Él me leía a Nietzsche en voz alta. [...] Sentíamos una admiración romántica el uno por el otro. Yo era bonita. Y él inteligente. Y los dos tan divinamente jóvenes. [...] En mi recuerdo, él fue mi primer amor”.





¡A KAFKA LE DIO EL VIRUS!

Pandemia de gripe de 1918



Más conocida como la «gripe española» la pandemia que afectó al mundo en el año 1918, causada por un brote del virus Influenza A del subtipo H1N1, mató entre 20 y 40 millones de personas en un solo año [1].


Reiner Stach nos relata que a “Kafka le tocó el turno en el punto culminante de la ola [de la pandemia], el 14 de octubre. El médico, doctor Kral, constató más de cuarenta grados de fiebre” [2]. Con el hecho agravante de que Kafka ya tenía en su organismo otro mal: “mycobacterium tuberculosis”.


Kafka ya había asumido esa enfermedad como “una amante” inevitable. A su amigo Weltsch le había dicho: “En cuanto a las causas de la enfermedad, no soy testarudo, pero, dado que en cierto modo estoy en posesión de los documentos originales del «caso», mantengo mi opinión y oigo cómo incluso el primer pulmón resuena en señal de asentimiento. Para curarse, es preciso ante todo la voluntad de curarse. La tengo, aunque, hasta donde esto se puede decir sin afectación, también tengo la voluntad contraria. Es una enfermedad especial, si se quiere, una enfermedad prestada, muy distinta de todas aquellas con las que he tenido que vérmelas hasta el momento. Algo así como una amante feliz que dice: «Todo lo anterior fueron sólo espejismos, sólo ahora estoy enamorado»”[3]


Kafka vivió sus últimos siete años con la tuberculosis esta enfermedad-amante que ya no lo abandonaría, lo acompañaría en su búsqueda infatigable por la escritura y en la búsqueda compleja del amor con alguna de las muchachas que lo atormentaban. La gripe española no se lo llevaría, esa fue otra enfermedad “espejismo”; pero sí lo doblegó bastante por unos largos días del año 1918.


Cuando le dio la gripe española, Kafka tuvo que confinarse, todos temían lo peor, su madre era la más angustiada. Kafka renunció a todo, “su fiebre alcanzó valores que tienen que haber asombrado al médico que acudió corriendo. [...] Kafka entró en el umbral del delirio, en el que había que contar con la posibilidad del fallo orgánico en cualquier momento. Brod escuchó horrorizado que su amigo estaba «casi deshauciado» por los médicos: al parecer, se había alcanzado ya un punto de crisis en el que el optimismo se había vuelto insostenible”. [4]


Así como en la pandemia de hoy, en esa época no se encontraba una medicina adecuada para luchar contra el virus, solo el organismo de cada quien, unas buenas condiciones asépticas y el aislamiento total le sirvió a algunas personas para superar la enfermedad. En el caso de Kafka, la gripe española no le quitó el lugar a la tuberculosis, aquella «amante privilegiada». Reiner Stach nos relata que, gracias a los cuidados, a la higiene estricta que llevó la familia y a la vigilancia médica, Kafka se salvó de esa pandemia.


La muerte se demoraría otro tanto, faltarían unos años más para el amor y para la literatura, que era lo único que a él importaba en la vida. Dada la fiebre tan alta que sufrió Kafka, mientras que tuvo la gripe española no pudo escribir nada y no sabemos qué pensó durante esa dolencia. Pero, sí conocemos su sorprendente posición respecto a la enfermedad, en una carta que le escribió meses antes a su amada Felice Bauer:


“Voy a decirte un secreto en el que yo por mi parte en estos momentos no creo en absoluto (pese a que, cuando trato de trabajar y pensar, la tiniebla que desde lejos cae sobre mí a mi alrededor tal vez pudiera convencerme), pero que tiene que ser verdad: jamás recobraré la salud. Ni más ni menos porque no se trata de una tuberculosis a la que se coloca en la tumbona y a la que se cuida hasta su curación, sino que se trata de un arma cuya necesidad seguirá siendo extrema mientras yo continúe con vida. Y ambas no pueden continuar con vida” [5]


¡Kafka, tú con la escritura le ganaste una partida de póquer a la muerte! Un siglo después, un lector tuyo que tiene miedo a la muerte -no por la muerte propia siquiera, sino por el futuro incierto de los hijos- te escribe un par de páginas para prolongar más tu memoria.


¿Te acuerdas, Kafka, que un día soñaste publicar un libro cuyo título sería «Los hijos»?


[1] Wikipedia: Pandemia de gripe de 1918.

[2] Reiner Stach, Kafka, Editorial Acantilado, 2016.

[3] Carta a Felix Weltsch, 11 de octubre de 1917.

[4] Reiner Stach, Kafka, Editorial Acantilado, 2016.

[5] Carta a Felice Bauer, 30 de septiembre de 1917.

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