La ciudad y la literatura un diálogo con Kafka II

Conferencia del historiador Frank David Bedoya Muñoz

Presentada en el Undécimo Foro Anual de Filosofía STOA

Instituto de Cultura El Carmen de Viboral, 4 de octubre de 2016.

Pietro Citati relató una historia conmovedora que ocurrió durante algunos de los paseos de Franz Kafka por la ciudad:

“En un paseo por el parque de Steglitz, [Kafka] se encontró a una niña que sollozaba desesperadamente, porque había perdido su muñeca. Kafka la consoló: «Tu muñeca está de viaje, lo sé, me acaba de escribir una carta». La niña estaba llena de dudas. «¿La tienes tú?». «No, la he dejado en casa, pero te la traeré mañana». Kafka regresó enseguida a casa para escribir la carta. Se sentó en el escritorio y se puso a redactarla, como si tuviese que escribir un relato, entregándose al gran juego dickensiano lleno de calor y de fantasía que siempre había sido parte integrante de él. Al día siguiente fue al parque, donde la niña lo esperaba. Le leyó la carta en voz alta. En esas horas, la muñeca explicaba con gentileza que estaba cansada de vivir en la misma familia: quería cambiar de aires, de ciudad y de país, abandonar por un tiempo a la niña, aunque la quisiera mucho. Le prometió escribirle cada día, con el resumen minucioso de sus viajes. Así, durante algún tiempo, delante de la lámpara de petróleo, Kafka describió países que nunca había visto, contó aventuras dramáticas y con final feliz, y llevo la muñeca a la escuela, donde hizo nuevas amigas. Cada vez, la muñeca aseguraba a la niña su amor, pero aludiendo a las complicaciones de la nueva vida, a otros deberes y a otros intereses. A los pocos días, la niña había olvidado la pérdida, y no pensaba más que en la ficción. El juego duró al menos tres semanas. Kafka no sabía cómo ponerle punto final. Le dio muchas vueltas, lo discutió con Dora y, finalmente, decidió hacer casar a la muñeca. Describió al joven prometido, la fiesta de petición de mano, los preparativos de la boda, la casa de la joven pareja. «Como comprenderás -concluía la muñeca-, en el futuro tendremos que renunciar a vernos»”2.

Creo que Kafka le puso a aquella muñeca sus propios deseos insatisfechos: cambiar “de aires, de ciudad y de país”.

Lo que pudo hacer esta muñeca, él no lo pudo hacer.

El estudioso kafkiano Klaus Wagenbach nos mostró que Kafka, en realidad, casi nunca pudo salir de su ciudad: Praga.

Esto es lo que vengo a decir hoy: para Franz Kafka la ciudad era una prisión.

Nos relata Wagenbach:

“En el curso de su breve vida [Kafka tuvo]: diversos viajes profesionales, algún que otro viaje de formación, un buen número de estancias en sanatorios, medio año en Berlín y unos pocos meses en la campiña de Bohemia… eso es todo”3.

Decía Kafka empezando su juventud: “Praga no te suelta. Menudas zarpas tiene la madrecita”4.

Irse de Praga, era lo que quería Kafka, y eso fue lo que nunca logró.

Yo no puedo saber qué es Praga. La única manera de conocer a una ciudad es amándola u odiándola. Si uno no camina a una ciudad muchas veces, por todas sus calles, por todos sus parques y por todos sus laberintos, si uno no camina una ciudad, uno no la puede amar u odiar.

Uno no puede conocer una ciudad sin haberla caminado. De nada nos serviría que yo, para esta conferencia, estudiara todos los libros que existen sobre la Praga de la época de Kafka e hiciera un buen resumen sobre esta información. De poco, serviría hoy, competir con un artículo de Wikipedia para tratar de decir qué es Praga.

La única intuición que podemos pensar hoy: es que para Kafka la ciudad moderna más que una alegría era un dolor.

Wagenbach nos sigue aportando claves:

“Kafka muere el 3 de junio de 1924, siendo enterrado en el cementerio judío de Strachnitz, en Praga, la ciudad que detestaba pero de donde nunca pudo marcharse, que lo atrapó y cuyo enigma y diversidad él mismo atrapó en sus textos”5.

“Kafka fue un gran paseante y un explorador metropolitano; paseaba los días festivos, paseaba de noche, paseaba también de madrugada, paseaba horas enteras y paseaba muchas veces solo. Era un hábito relacionado con su técnica de escritura; sin tomar apenas apuntes ni preparar borradores redactaba a partir de una prolongada elaboración mental del «mundo tremendo que tengo en la cabeza». Que salía «de un tirón», generalmente en horas nocturnas: «sólo así se puede escribir» anotará en el diario tras su primera experiencia con La condena. En el mismo sentido: «La firmeza que me ha dado el hecho de escribir algo, por poco que sea, es indudable y maravillosa. ¡La mirada con que ayer lo dominé todo con un paseo!»”6.

En este punto aparece una aparente contradicción. Kafka se siente atrapado en Praga, quiere irse de Praga, pero al mismo tiempo, su mayor placer es pasear al interior de su cuidad-prisión. Buscar historias, perderse en sus laberintos. Odiar a Praga, pero amarla paseándola.

Reitero que no soy capaz, no puedo hacer una descripción de Praga. Así saliera hoy en un avión desde el oriente antioqueño hacía la ciudad de Praga, la que encontraría no sería la Praga que Kafka vivió. Los autores kafkianos se ven tentados en construir mapas, viajes, diarios de lectura de Kafka, editar álbumes con las fotografías de la Praga que Kafka vivió. Nada me dice a mí una vieja fotografía a blanco y negro de personas y edificios bellos europeos.

El autor de esta conferencia sólo conoce dos ciudades, las ciudades latinoamericanas masificadas del siglo XX y XXI: Medellín y Caracas. ¿En qué se podrán parecer las actuales Medellín y Caracas con la Praga de Kafka? Yo creo que en nada.

Como esta conferencia se llama La ciudad y la literatura, me voy a permitir abandonar por un momento a Kafka. Y les voy a compartir unos fragmentos de una escritura que surgió a partir de una experiencia de unos paseos bohemios por la ciudad de Medellín.

Yo creo, que todos los que queremos escribir, nos parecemos a Kafka en el siguiente aspecto: a algunos seres humanos nos es muy difícil adaptarnos a los ritmos de la ciudad, y hacemos unos paseos extraños, que algún observador tranquilo, en caso de que nos viera, diría: que algunos parecemos locos en la ciudad, y lo que ese posible observador ignoraría, es que lo que estamos haciendo algunos locos por ahí, es precisamente escribir la ciudad.

Acá van pues unos fragmentos de esa historia que titulé: “Autobiografía de un hombro malherido”7.

Escrito no por Franz en Praga, sino por Frank en Medellín. No es el contenido lo que se repite allí, sino que lo que se repite es una esencia; una esencia que es una angustia: que tenía tanto él que se le dificultaba vivir ayer en Praga, como a él que se le dificulta vivir hoy en Medellín.

Autobiografía de un hombro malherido.

El relato: «El niño que se hizo ateo sin conocer a Nietzsche»8 contiene muchas verdades, pero al mismo tiempo oculta algunas otras cosas; hoy quiero develar una de ellas.

Yo me hice ateo por un miedo inmenso a que ocurrieran dos cosas:

Primero: que “dios” en tanto que “lo podía ver todo”, entonces, él podría ver todos mis pecados sexuales cuando yo era adolescente, pecados que cometí con alguna vecina; era tanto el temor sobre este asunto, que de tanto pensar en ello terminé descubriendo -sin leer a Nietzsche- que “dios” simplemente era una patraña. Es decir, que para fortuna mía: los placeres del “mal” me salvaron desde muy pronto de ser creyente.

Segundo: desde muy niño, antes de que surgiera mi precocidad sexual, yo, ya contenía un tipo libidinal narcisista muy grande, tan grande: que a la corta edad de siete años, yo temía que alguien “cuando escribiera mi historia” contaría tanto las virtudes como mis vicios; y yo, a la edad de siete años ya sabía que tenía más vicios que virtudes. Es curioso revelar que mi narcisismo era tan grande, que antes de cumplir diez años, yo, ya estaba preocupado por lo que iban a escribir sobre mí mis futuros biógrafos.

En el relato “Aures” conté cuál fue mi primer atisbo de conciencia. Ahora quiero repetir ese pequeño fragmento de dos párrafos, porque demuestra que yo no sólo me hice intelectual por anticipación sexual, sino que ante todo, yo me hice intelectual por un dolor inmenso, un dolor que determinó el rumbo de mi existencia, un dolor que sufrí a los tres años de edad.

Tengo tres años, en este punto sucede el primer atisbo de mi conciencia. Voy en un autobús, es de noche, estoy sentado al lado de la ventanilla, veo la oscuridad de la noche como chorreándose por la velocidad entre claros y oscuros de árboles que se suceden rápidamente. A mi lado está una señora y un señor totalmente extraños para mí; son mis tíos, pero cómo saberlo. Me llevan de regreso a Medellín porque estoy muy enfermo. No resistí el frío de la capital. Me han separado de mi familia. A pesar de mi corta edad yo no entiendo, pero ya “pienso”. Es un recuerdo que no me abandona, este episodio lo he contado mil veces y de múltiples formas; es la memoria fijada sin tiempo ni espacio de un niño que se marcha y que es condenado así a la soledad. Tampoco es una tragedia, ni nada extraordinario, simplemente fue, y no se va.

Comienzo de la soledad. En el barrio 12 de Octubre estoy sentado en lo alto de un barranco, hay un caminito. Aún tengo tres años, o quizá ya cuatro, no sé. Todas las tardes estoy sentado esperando que por ese caminito aparezca mi madre, también espero a mi padre y a mis hermanos; pero ese niño solo estaba pensando en su mamá. Fueron muchas tardes, por fin en alguna de ellas aparecieron. Mientras otros niños jugaban, yo adquirí la costumbre de quedarme quieto y ponerme a “pensar”.

Como saben mis amigos, a mí me encanta viajar por la ciudad en bicicleta, pero últimamente, de la manera más irracional, estuve tomando algunos tragos de licor antes o durante mis recorridos nocturnos en ella; al principio eran pocos tragos, y con buena música, viví unos paseos nocturnos maravillosos por la ciudad de Medellín. Pero, la noche en que celebramos el fin de la guerra entre la oligarquía y las FARC, esa noche (o sea una noche antes del tenebroso pasado domingo 2 de octubre en Colombia) me tomé no pocos tragos. Es más, de plano me emborraché del todo, total que en uno de los actos más irresponsables de mi vida: salí a media noche borracho desde el centro de Medellín hasta el sur del valle del Aburrá en mi “terremoto”. Me dormí pedaleando y sólo me desperté cuando caí brusca y velozmente sobre mi hombro derecho que sufrió el impacto violento del golpe. Así que por fortuna fue mi hombro quien recibió el golpe y no mi cabeza, que de haber sido mi cabeza, esa noche yo pude quedar muerto.

La mayor felicidad en la existencia de mi niña Juliana -que está a punto de cumplir tres años- es el instante en que todas las noches su papá regresa a casa; o cuando el papá llega muy tarde, la felicidad de mi hija es encontrarme por las mañanas en mi habitación.

Escribo esto no por una necesidad de confesión cristiana, sino porque con este episodio yo entendí por fin: por qué, no se trata de que gane el ELLO, como esperaba Nietzsche; sino que de lo que se trata: es de fortalecer el YO para gobernar el ELLO sin reprimir a este último, como esperaba Freud.

Yo siendo consecuente con el amor infinito que siento por Juliana, jamás volveré a ser tan bruto de poner en riesgo mi integridad física, de morirme antes de tiempo, y propiciarle a Juliana un dolor infinito, cuando un día le tengan que explicar “que su papá se mató borracho en una bicicleta sin escribir su obra”. Yo, Frank David, voy a procurar cuidarme en demasía, para que Juliana pueda disfrutar a su papá, hasta el día que por lo menos haya cumplido dieciocho años.

Increíblemente y aunque a nadie le interese por el momento -salvo quizá a mi madre- en este instante estoy igualito que hace atrás treinta y cinco años, en alguna casa del barrio 12 de Octubre de Medellín, en una habitación oscura, y en las tres habitaciones contiguas duermen mi tía y mi tío, aquella misma pareja que me trajeron de Bogotá para salvarme del frío, y que me dejaron en una habitación «durmiendo», pero que yo a los primeros tres años de mi vida, pasé una noche completa sin poder dormir, y por eso desde entonces, a mí no me gusta dormir de noche... y por eso, ahora, 35 años después yo estoy viviendo una situación idéntica, salvo que ahora ya entiendo la situación, y ahora no tengo miedo, y ahora en cambio, escucho con mis audífonos, a Mercedes Sosa y tengo a esta hora despierto al corazón.

Y Mercedes Sosa canta:

“… Uno se despide, insensiblemente de pequeñas cosas, lo mismo que un árbol, que en tiempo de otoño se queda sin hojas. Al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas y esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón. Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas, por eso muchacho, no partas ahora soñando el regreso que el amor es simple y a las cosas simples las devora el tiempo…”

Y esa noche lloré en silencio, sollocé por unos minutos que parecían infinitos, y mientras lloraba en esa habitación -así como cuando era un niño de tres años-, lloré y lloré… y mi hombro me estaba doliendo mucho.

[…] Mi hombro está malherido, aún me sigue doliendo, mi verdadera obra está por venir.

Volvamos a Kafka, pero antes permítanme hacer otro pequeño rodeo.

No quisiera hacer una generalización, pero tengo una intuición. Los escritores escribimos, no porque tengamos unas virtudes excepcionales, sino que escribimos esencialmente es porque no sabemos vivir. Los que viven sin angustias no tienen que escribir nada.

Mi esposa hace poco, tratando de hacerme una crítica, me dijo uno de los mejor elogios que me han hecho en mi vida. Ella intentaba decirme: que conmigo no se podía hablar, porque yo “no era original”, porque yo “nunca hablaba por mí mismo”, sino que todo lo que yo hablaba era todo prestado de los libros que leía. Y me dijo estas palabras hermosas: “Usted no es usted. Usted es un libro”.

Y como yo todo lo tomo prestado de los libros, el nombre “Autobiografía de un hombro malherido”, lo copié en la mitad, de un libro reciente del filósofo Michel Serres, éste sí célebre, quien tituló su libro: “Autobiografía de un zurdo cojo”, pero esta autobiografía no son las carajadas de un neurótico que quiere ser escritor, sino que es un magistral tratado filosófico, donde Serres, nos explica las principales Figuras del Pensamiento.

En este libro, creo haber encontrado, una clave para entender la angustia de Franz Kafka en la ciudad.

Dice Michel Serres:

“Los psicólogos de todas las escuelas derivan la construcción de la identidad personal de las relaciones parentales. Cierto. Vivir exclusivamente entre ciudades estériles y conocimientos limitados a las ciencias humanas y sociales lo arrastran sin duda a esa extraña, a esa avara restricción. El Garona, sus torbellinos, sus crecidas, y sus alosas, sus gravas y sus álamos, me construyeron a mí tanto como lo hizo mi madre; las golondrinas, las hayas, la siega y los ciruelos tanto como mi padre, agricultor y marino; la felicidad extática que me dieron, más tarde, la alta mar, la alta montaña, el desierto horizontal, fragmentos de planeta sin hombres, contribuyó tanto a mi desarrollo porque aprendía, al mismo tiempo, las ciencias, comprendía entre quién, desde cuándo vivía o qué flujo del mundo me había traído al mundo.

La construcción de la identidad no procede sólo del entorno humano sino también, quizás sobre todo, de las rocas, de las aguas, plantas y bestias incluidas. La existencia urbana, estéril, exclusivamente humana y política, limita hasta tal punto, que la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos se empequeñece de un modo infantil, y esta regresión al claustro familiar pasa tanto por ser normal, que no dudamos en estrecharla más, hasta la pareja nuclear”9.

Efectivamente Kafka estaba prisionero de su familia, de su ciudad. Kafka no disfrutó el campo, el aire fresco, la tierra, las rocas, el agua, no. Kafka vivió entre calles, casas y oficinas de Praga y luego, enfermo, en sanatorios. Kafka vivió en una ciudad-prisión llamada Praga.

La culpa no era de Praga, quizá la culpa sólo sea la neurosis del hombre moderno que es un prisionero de su familia. ¿Cómo escapar? ¿En forma de insecto? ¿Escribiendo?

Ahora comprendo muy bien porque Kafka se sentía atado, yo que he llegado al camino de la escritura por un miedo a la ciudad. Mi hermano mayor, en cambio, siempre fuerte, triunfador, siempre vivió en la calle, viviendo fuera de los muros, y nunca se le ha ocurrido la idea estrafalaria de querer ser escritor. Por eso yo creo entender un poco a Kafka, solo por eso, y no porque haya leído algunos libros sobre él. Yo comprendo por qué Kafka padecía una condena. La condena era la ciudad. Para mí también lo ha sido. Yo amo a Medellín y odio a Medellín.

Yo hubiera querido ser campesino. Pero no, sólo soy un citadino: hijo de campesinos desarraigados.

Otro diálogo con Kafka:

- Me está gustando, Kafka, esto de hacer diálogos con vos.

Dilo tú Franz, dilo tú, para que Ricardo me crea. Dinos ¿por qué para ti la ciudad era una prisión?

- Si, Frank, así es: "todo es fantasía: la familia, la oficina, los amigos, la calle; todo fantasía, más cercana o más lejana, la mujer; pero la verdad más próxima es únicamente que tú aprietas la cabeza contra la pared de una celda sin ventanas ni puertas"10.

Muchas gracias.

Frank David Bedoya Muñoz

Carmen de Viboral, 4 de octubre de 2016.

Notas:

1. Franz Kafka, “Tres corredores”, dibujo. Fuente:

http://blogs.elpais.com/papeles-perdidos/2011/07/con-ustedes-el-artista-franz-kafka.html

2. Pietro Citati, “Kafka”.

3. Klaus Wagenbach, “La Praga de Kafka”.

4. Ibíd.

5. Ibíd.

6. Ibíd.

7. https://sites.google.com/site/bolivarynietzsche/home/escritura-media

8. https://sites.google.com/site/bolivarynietzsche/home/en-lo-alto-de-un-barranco-hay-un-caminito

9. Michel Serres, “Autobiografía de un zurdo cojo”.

10. Franz Kafka, citado en: Pietro Citati, “Kafka”.