Transcribo para la página Zaratustra Sitio Web... los siguientes  textos: 


"Fidel Castro: el oficio de la palabra hablada" de Gabriel García Márquez.

"La novela de sus recuerdos" de Fidel Castro.

"Fidel, el amigo de Gabo" entrevista de Ana Catalina Baldrich a Gerald Martin.



Fuentes utilizadas:

Gabriel García Márquez, Fidel Castro: el oficio de la palabra hablada, prólogo del libro Habla Fidel de Gianni Mina, 1988.

Fidel Castro, La novela de sus recuerdos, Cubadebate, 2007.

Ana Catalina Baldrich y Gerald Martin, Fidel, el amigo de Gabo, entrevista Revista Credencial, 2014. 


La pintura es de Fabricio Vanden Broeck tomada de Letras Libres n. 130, 2009.






"Fidel Castro: el oficio de la palabra hablada" de Gabriel García Márquez



Refiriéndose a un visitante extranjero al que había acompañado durante una semana en una gira por el interior de Cuba, Fidel Castro dijo: ‘Cómo hablará ese hombre, que habla más que yo’. Basta conocer un poco a Fidel Castro para saber que era una exageración suya, y de las más grandes, pues no es posible concebir a alguien más adicto que él al hábito de la conversación. Su devoción por la palabra es casi mágica. Al principio de la Revolución, apenas una semana después de su entrada triunfal en La Habana, habló sin tregua por la televisión durante siete horas. Debe ser un récord mundial. En las primeras horas, los habaneros no familiarizados con el poder hipnótico de aquella voz, se sentaron a escucharla al modo tradicional, pero a medida que pasaba el tiempo volvían a la rutina con un oído en sus asuntos y otro en el discurso. Yo había llegado el día anterior con un grupo de periodistas de Caracas, y empezamos a escucharlos en el cuatro del hotel. Luego seguimos oyéndolo sin pausas en el ascensor, en el taxi que nos llevó a los barrios del comercio, en las terrazas floridas de los cafés, en las cantinas glaciales, y hasta en las ráfagas de las radios a todo volumen que salían por las ventanas abiertas mientras caminábamos por la calle. En toda la noche, todos habíamos cumplido con nuestra jornada sin haber perdido una palabra.



Dos cosas llamaron la atención de quienes oíamos a Fidel Castro por primera vez. Una era su terrible poder de seducción. La otra era la fragilidad de su voz. Una voz afónica que a veces parecía sin aliento. Un médico que lo escuchaba hizo una disertación tremendista sobre la naturaleza de esos quebrantos, y concluyó que aun sin discursos amazónicos como el de aquel día, Fidel Castro estaba condenado a quedarse sin voz antes de cinco años. Poco después, en agosto de 1962, el pronóstico pareció dar su primera señal de alarma, cuando se quedó mudo después de anunciar en un discurso la nacionalización de las empresas norteamericanas. Pero fue un percance transitorio que no se repitió. Han transcurrido 26 años desde entonces, Fidel Castro acaba de cumplir sesenta y uno, y su voz parece todavía tan incierta como siempre, pero continúa siendo su instrumento más útil e irresistible para el muy delicado oficio de la palabra hablada.



Tres horas son para él un buen promedio de una conversación ordinaria. Y de tres en tres horas, los días se le pasan como soplos. Como no es un gobernante académico atrincherado en sus oficinas, sino que va a buscar los problemas donde estén, a cualquier hora se ve su automóvil sigiloso, sin estruendos de motocicletas, deslizándose a altas horas de la madrugada por las avenidas desiertas de La Habana, o en una carretera apartada. De todo esto ha surgido la leyenda de que es un solitario sin rumbo, un insomne desordenado e informal, que puede hacer una visita a cualquier hora y desvelar a sus visitados hasta el amanecer.



Algo de eso era cierto al principio de la revolución, cuando aún arrastraba los hábitos de la Sierra Maestra. No solo por la extensión de sus discursos, sino porque no tenía un domicilio cierto, ni tuvo una oficina durante más de quince años, ni tenía horas fijas para nada. La sede de gobierno estaba donde estuviera él, y el poder mismo estaba sometido a los azares de su errancia. Antes pasaba de largo por noches y días enteros, y dormía a retazos, donde lo derribaba el cansancio. Ahora trata de permitirse un mínimo de seis horas de buen sueño, aunque ni él mismo sabe a qué hora empezará a dormir cada día. Según vayan las cosas, lo mismo puede ser a las diez de la noche que a las siete de la mañana del día siguiente. Dedica varias horas a los asuntos de rutina en su oficina de la presidencia del Consejo de Estado, done hay un escritorio en buen orden, muebles confortables de cuero sin curtir, y un estante de libros que reflejan muy bien la amplitud de sus gustos: desde tratados de hidroponía hasta novelas de amor. De media caja de puros que se fumaba en un día pasó a la abstinencia absoluta, sólo por tener autoridad moral para combatir el tabaquismo, en un país donde Cristóbal Colón descubrió el tabaco, y que deriva de él buena parte de sus recursos.



Su facilidad inclemente para aumentar de peso lo ha obligado a imponerse una dieta perpetua. Sacrificio inmenso, pues su apetito es de los grandes, y es un cazador insaciable de recetas de cocina, que le gusta preparar con una especie de fervor científico. Un domingo sin frenos, después de un almuerzo en forma, se tomó dieciocho bolas de helado. Pero en la vida corriente apenas si prueba un filete de pescado con vegetales hervidos, y más bien cuando lo vence el hambre que en un horario de rutina. Se mantiene en excelentes condiciones físicas con varias horas de gimnasia diaria y de natación frecuente, se restringe a una copita de whisky puro en sorbos casi invisibles, y ha logrado sobreponerse a su debilidad por los espaguetis que le enseñó a preparar el primer Nuncio Apostólico de la Revolución, monseñor Cesare Zacchi.



Sus cóleras homéricas pero momentáneas son ahora fábulas del pasado, y ha aprendido a disolver sus humores oscuros en una paciencia invisible. Total: una disciplina férrea. Pero de todos modos insuficiente, porque la escasez de tiempo le sigue imponiendo un horario insólito. Y la fuerza de su imaginación lo arrastra a lo imprevisto. Con él uno sabe dónde empieza, pero nunca sabe dónde termina. No es raro que cualquier noche se encuentre uno volando en un avión con rumbo secreto, apadrinando una boda, cazando langostas en altamar, o probando los primeros quesos franceses hechos en Camagüey.



Hace mucho tiempo dijo: ‘Tan importante como aprender a trabajar es aprender a descansar’. Pero sus métodos de descanso parecen demasiado originales, y algunos no excluyen la conversación. Una vez se despidió de una intensa sesión de trabajo casi a la media-noche, con signos visibles de agotamiento, y regresó en la madrugada restablecido por completo después de nadar dos horas.



Las fiestas privadas son contrarias a su carácter, pues es uno de los raros cubanos que no cantan ni bailan, y las muy pocas a que asiste cambian de naturaleza cuando él llega. Tal vez él no lo sepa. Tal vez no es consciente del poder con que se impone su presencia, que parece ocupar de inmediato todo el ámbito, a pesar de que no es tan alto ni tan corpulento como parece a primera vista. He visto a los más aplomados perder el dominio frente a él, extremando la compostura o exagerando el desenfado, sin imaginarse siquiera que él está tan intimidado como ellos, y tiene que hacer un esfuerzo inicial para que no lo noten. Siempre he creído que el plural de que se sirve a menudo para hablar de sus propios actos no es tan mayestático como parece, sino una licencia poética para encubrir su timidez.



El hecho es que los bailes se interrumpen, se suspende la música, se aplaza la cena, y la concurrencia se concentra en torno suyo para incorporarse a la conversación que entabla de inmediato. Así puede estar hasta cualquier hora, de pie, sin beber ni comer. A veces, antes de irse a dormir, toca muy tarde en la casa de un amigo con el cual tiene confianza para entrar sin anunciarse, y advierte que sólo va por cinco minutos. Lo dice con tanta sinceridad que ni siquiera se sienta pero poco a poco se va reanimando de pie con la nueva conversación, y al cabo de un rato se derrumba en un sillón  y estira as piernas, diciendo: ‘Me siento como nuevo’. Así es: fatigado de conversar, descansa conversando.



Una vez dijo: ‘En mi próxima reencarnación quiero ser escritor’. De hecho escribe bien y le gusta hacerlo, aun en el automóvil en marcha, y en unas libretas de apuntes que lleva siempre a mano para anotar cuanto se le ocurre, inclusive las cartas de confianza. Son libretas de papel ordinario, empastadas en plástico azul, que con los años han llegado a ser incontables en sus archivos privados. Su letra es menuda e intrincada, aunque a primera vista parece tan fácil como la de un escolar. Su modo de escribir parece de un profesional. Corrige una frase varias veces, la tacha, la intenta de nuevo en los márgenes, y no es raro que busque una palabra durante varios días, consultando diccionarios, preguntando, hasta que queda a su gusto.



En la década de los sesenta contrajo el hábito de escribir sus discursos, tan despacio y con tanto vigor, que parecían piezas de relojería. Pero esa misma virtud lo derrotó. La personalidad de Fidel Castro parecía otra al leerlos: cambiaba el tono, el estilo, hasta la calidad de la voz. En la inmensa Plaza de la Revolución, ante medio millón de personas se encontró varias veces como asfixiado por la camisa de fuerza de la letra escrita, y cada vez que podía se apartaba del texto. En otras ocasiones se encontraba con que sus mecanógrafos habían cometido un error, y en vez de corregirlo al vuelo interrumpía la lectura y hacía la enmienda con el bolígrafo tomándose todo su tiempo. Nunca quedaba satisfecho. A pesar de sus esfuerzos por darles calor y a pesar de lograrlo en muchos casos, aquellos discursos cautivos le dejaban un sentimiento de frustración. Pues decían todo lo que querían decir, y quizás lo decían mejor, pero eliminaban el mejor estímulo de su vida, que es la emoción del riesgo.



La tribuna de improvisador, por consiguiente, parece ser su medio ecológico perfecto, aunque siempre tiene que sobreponerse a una inhibición inicial que muy pocos le conocen, y que él no niega. En una nota que mandó hace unos años pidiéndome participar en algún acto público, me decía: ‘Trata de vencer por una vez tu miedo escénico como tengo que hacerlo yo con tanta frecuencia’.



Solo en casos muy especiales lleva una tarjeta con algunas notas que saca del bolsillo sin ningún ritual antes de empezar, y la mantiene al alcance de la vista. Empieza siempre con voz casi inaudible, de veras entrecortada, avanzando entre la niebla con un rumbo incierto, pero aprovecha cualquier destello para ir ganando terreno palmo a palmo, hasta que da una especia de zarpazo y se apodera de la audiencia. Entonces se establece entre él y su público una corriente de ida y vuelta que los exalta a ambos y se crea entre ellos una especie de complicidad dialéctica, y es en esa tensión insoportable donde está la esencia de su embriaguez. Es la inspiración: el estado de gracia irresistible y deslumbrante, que sólo niegan quienes no han tenido la gloria de vivirlo.



Al principio, los actos públicos empezaban cuando él llegaba, y esto era tan improbable como la lluvia. Desde hace años llega al minuto exacto, y la duración del discurso depende de la disposición del auditorio. Pero los discursos infinitos de los primeros años pertenecen a un pasado que ya se confunde con leyenda, porque lo mucho que el pueblo debía entender desde el principio está ya más que explicado, y el mismo estilo de Fidel Castro se ha hecho más compacto al cabo de tantas jornadas de pedagogía oratoria. Nunca se le ha oído repetir ninguna de las consignas de cartón piedra de la escolástica comunista, ni utilizar para nada el dialecto ritual del sistema: un lenguaje fósil que perdió  desde hace mucho tiempo el contacto con la realidad, y al cual corresponde como anillo al dedo una prensa laudatoria y conmemorativa, que más parece hecha para ocultar que para difundir. Es el anti dogmático por excelencia, cuya imaginación creativa vive rondando los abismos de la herejía. Raras veces cita frases ajenas, ni en la conversación ni en la tribuna, salvo las de José Martí, que es su autor de cabecera. Conoce a fondo los veintiocho tomos de su obra, y ha tenido el talento de incorporar su ideario al torrente sanguíneo de una revolución marxista. Pero la esencia de su propio pensamiento podría estar en la certidumbre de que hacer trabajo de masas es fundamentalmente ocuparse de los individuos.



Esto podría explicar su confianza absoluta en el contacto directo. Aún los discursos más difíciles parecen conversatorios casuales, al estilo de los que sostenía con los estudiantes en los patios de la universidad al principio de la revolución. De hecho, y sobre todo fuera de La Habana, no es raro que alguien lo interpele entre la muchedumbre de una manifestación pública, y que se entable un diálogo a gritos. Tiene un idioma para cada ocasión, y un modo distinto de persuasión según los distintos interlocutores, ya sean obreros, campesinos, estudiantes, científicos, políticos, escritores o visitantes extranjeros. Sabe situarse en el nivel de cada uno, y dispone de una información vasta y variada que le permite moverse con facilidad en cualquier medio. Pero su personalidad es tan compleja e imprevisible, que cada quien puede formarse una imagen distinta de él en un mismo encuentro.



Una cosa se sabe con seguridad: esté donde esté, como esté y con quien esté, Fidel Castro está allí para ganar. No creo que pueda existir en este mundo alguien que sea tan mal perdedor. Su actitud frente a la derrota, aun en los actos mínimos de la vida cotidiana, parece obedecer a una lógica privada: ni siquiera la admite, y no tiene un minuto de sosiego mientras no logra invertir los términos y convertirla en victoria. Pero sea lo que sea, y donde sea, todo ocurre en el ámbito de una conversación inagotable.



El tema puede ser cualquiera, según el interés del auditorio, pero a menudo ocurre lo contrario: es él quien lleva un mismo tema a todos los auditorios. Esto suele ocurrir en las épocas en que está explorando una idea que lo asedia, y nadie puede ser más obsesivo que él cuando se ha propuesto llegar al fondo de cualquier cosa. No hay un proyecto, colosal o milimétrico, en el que no se empeñe con una pasión encarnizada. Y en especial si tiene que enfrentarse a la adversidad. Nunca como entonces parece de mejor aspecto, de mejor humor, de mejor talante. Alguien que cree conocerlo le dijo: ‘Las cosas deben andar muy mal, porque usted está rozagante’.



En cambio, un visitante extranjero que lo encontraba por primera vez, me dijo hace unos años: ‘Fidel está envejecido: anoche volvió como siete veces sobre el mismo tema’. Le hice ver que esas reiteraciones casi maniáticas son uno de sus modos de trabajar. El tema de la deuda externa de América Latina, por ejemplo, había aparecido por primera vez en sus conversaciones desde hacía unos dos años, y había ido evolucionando, ramificándose, profundizándose hasta convertirse en algo muy parecido a una pesadilla recurrente. Lo primero que dijo, como una simple conclusión aritmética, fue que la deuda era impagable. Poco a poco, en el transcurso de tres viajes que hice aquel año a Las Habana, fui conociendo sus hallazgos escalonados las repercusiones de la deuda en la economía de los países, su impacto político y social, su influencia decisiva en las relaciones internacionales, su importancia providencial para una política unitaria de la América Latina. Por último convocó en La Habana un congreso masivo de especialistas, y pronunció un discurso en que no dejó pendiente ninguna de las incógnitas de sus conversaciones anteriores. Para entonces tenía ya una visión totalizadora que el solo transcurso del tiempo se ha encargado de demostrar.



Me parece que su más rara virtud de político es esa facultad de vislumbrar la evolución de un hecho hasta sus consecuencias remotas. Como si pudiera ver la mole sobresaliente de un iceberg al mismo tiempo que los siete octavos sumergidos. Pero esa facultad no la ejerce por iluminación, sino como resultado de un raciocinio arduo y tenaz. Un interlocutor asiduo podría detectar el primer embrión de una idea, y seguir su desarrollo durante muchos meses a través de su conversación empecinada, hasta que la hace pública en forma final, tal como ocurrió con la deuda externa. Ahora bien: una vez que agota el tema, es como si hubiera cumplido un ciclo vital: lo archiva para siempre.



Semejante molino verbal, desde luego, requiere el auxilio de una información incesante, bien masticada y digerida. Su auxiliar supremo es la memoria, y la usa hasta el abuso para sustentar discursos o charlas privadas con raciocinios abrumadores y operaciones aritméticas de una rapidez increíble. Su tarea de acumulación informativa principia desde que despierta. Desayuna con no menos de doscientas páginas de noticias del mundo entero. Durante el día, a pesar de su vitalidad incansable, lo persiguen por todas partes con informaciones urgentes.



Él mismo calcula que cada día tiene que leer unos cincuenta documentos. A eso hay que agregar los informes de los servicios oficiales y de sus visitantes, y todo cuanto pueda interesar a su curiosidad infinita. Cualquier exageración en este sentido sería apenas aproximada, hasta en circunstancias tan extremas como un viaje en avión. Prefiere no volar y solo lo hace cuando no hay otra alternativa. Pero vuela mal por su ansiedad de saberlo todo: no duerme ni lee, apenas come, le pide a la tripulación los manuales de navegación cada vez que tiene alguna duda, se hace explicar por qué se toma esta ruta y no esta otra, por qué cambia el ruido de las turbinas, por qué salta el avión a pesar del buen tiempo. Las respuestas tienen que ser exactas, pues es capaz de detectar la mínima contradicción en una frase casual.



Otra fuente vital de información, por supuesto, son los libros. En sus automóviles, desde el Oldsmobile prehistórico y los sucesivos Zil soviéticos, hasta el Mercedes actual, ha habido siempre una luz para leer de noche. Muchas veces se ha llevado un libro en la madrugada, y a la mañana siguiente lo comenta. Lee el inglés, pero no lo habla. En todo caso prefiere leer en castellano, y a cualquier hora está dispuesto a leer cualquier papel con letras que le caiga en las manos. Cuando necesita algún libro muy reciente que no está traducido, se lo hace traducir de emergencia. Un médico amigo le mandó por cortesía su tratado de ortopedia acabado de publicar, sin la pretensión de que lo leyera, por supuesto, pero una semana después recibió una carta suya con una larga lista de observaciones. Es lector habitual de temas económicos e históricos. Cuando leyó las memorias de Lee Iacocca, descubrió varios errores tan increíbles, que mandó a buscar la versión inglesa a Nueva York, para confrontarla con la española. En efecto, el traductor había confundido una vez más el significado de la palabra billón en los dos idiomas. Es un buen lector de literatura, y la sigue con atención. Llevo sobre mi conciencia el haberlo iniciado y mantenerlo al día en la adicción de los best-sellers de consumo rápido, como método de purificación contra los documentos oficiales.



Con todo, su fuente de información inmediata y más fructífera sigue siendo la conversación. Tiene la costumbre de los interrogatorios rápidos que se parecen a una matrioska, la muñeca rusa de cuyo interior se saca una igual más pequeña, y de la cual se saca otra igual más pequeña, y luego otra igual más pequeña, hasta la más pequeña posible. Preguntas sucesivas que él hace en ráfagas instantáneas hasta descubrir el porqué del porqué del por qué final. Al interlocutor le cuesta trabajo no sentirse sometido a un examen inquisidor. Cuando un visitante de América Latina le dio un dato apresurado sobre el consumo de arroz de sus compatriotas, él hizo cálculos mentales y dijo: ‘Qué raro, cada uno se coma cuatro libras de arroz al día’. Con el tiempo se aprende que su táctica maestra es preguntar sobre cosas que sabe para confirmar sus datos. Y en algunos casos para medir el calibre de su interlocutor, y tratarlo en consecuencia. No pierde ocasión de informarse.



El presidente colombiano Belisario Betancur, con quien mantuvo un contacto telefónico frecuente a pesar de que no se conocían ni hay relaciones diplomáticas entre los dos países, lo llamó una vez para algún asunto casual. Fidel Castro me dijo después: ‘Aproveché que ambos teníamos tiempo, para preguntarle algunos datos que no venían en los cables sobre la situación del café en Colombia’.



Son pocos los países que conoció antes de la revolución, y en los que ha visitado después en viajes oficiales se ha visto condenado al estrecho horizonte del protocolo. Sin embargo, también habla de ellos, y de otros muchos que no conoce, como si los hubiera visitado. Durante la guerra de Angola describió una batalla con tal minuciosidad en una recepción oficial, que costó trabajo convencer a un diplomático europeo de que Fidel Castro no había participado en ella. El relato que hizo en un discurso público de la captura y el asesinato del Che Guevara, el que hizo del asalto al Palacio de la Moneda y de la muerte de Salvador Allende, o el que hizo de los estragos del ciclón Flora, eran grandes reportajes hablados.



España, la tierra de sus mayores, es en él una idea fija. Su visión de la América Latina en el porvenir es la misma de Bolívar y Martí: una comunidad integral y autónoma capaz de mover el destino del mundo. Pero el país del cual sabe más, después de Cuba, son los Estados Unidos. Conoce a fondo la índole de su gente, sus estructuras de poder, las segundas intenciones de sus gobiernos, y esto le ha ayudado a sortear la tormenta incesante del bloqueo. A pesar de las restricciones del gobierno de los Estados Unidos, hay una línea aérea casi diaria entre La Habana y Miami, y no pasa un día sin que lleguen a Cuba visitantes norteamericanos de toda clase, en vuelos especiales o en aviones privados.



Fidel Castro ve a cuantos puede ver, se ocupa de que estén bien atendidos mientras esperan, y hace lo posible por dedicarles bastante tiempo para un intercambio exhaustivo de informaciones inéditas. Son verdaderos festivales de conversación. Él les canta las verdades, y soporta muy bien que se las canten a él. Da la impresión de que nada le divierte tanto como mostrar su cara verdadera a quienes llegan preparados por la propaganda enemiga para encontrarse con un caudillo bárbaro. En una ocasión, ante un grupo de congresistas de los dos partidos, hombres de negocios y hasta un oficial del Pentágono, hizo un recuento muy realista de cómo sus antepasados gallegos y sus maestros jesuitas le infundieron unos principios morales que le habían sido muy útiles en la formación de su personalidad, y concluyó: ‘Soy un cristiano’.



Fue como soltar en la mesa una granada de guerra. Los norteamericanos, formados en una cultura que solo entiende la vida en blanco y negro, saltaron por encima de las explicaciones previas y quedaron deslumbrados por el estruendo de su conclusión. Al término de la visita, ya con los primeros soles, el más observador de los parlamentarios expresó el criterio sorprendente de que nadie le parecía tan eficaz como Fidel Castro para servir de mediador entre la América Latina y los Estados Unidos.



Lo cierto es que todo el que viene a Cuba quisiera verlo de cualquier modo, aunque son muchos los que sueñan con verlo en privado. Sobre todo los periodistas extranjeros, que no consideran terminado su trabajo mientras no se lleven el trofeo de una entrevista con él. Creo que él los complacería a todos si no fuera por la imposibilidad material: en este momento hay unas trescientas solicitudes  formales en espera de un trámite que puede ser infinito.



Siempre hay un periodista que espera en un hotel de La Habana, después de haber apelado a toda clase de padrinos para verlo. Algunos esperan meses. Se indignan de no saber a ciencia cierta cuáles son los trámites certeros para llegar a él. La verdad es que no hay ninguno. No es raro que algún periodista de suerte el haga una pregunta casual en el curso de una aparición pública, y que el diálogo termine en una entrevista de varias horas sobre todos los temas imaginables. Se detiene en cada uno, se aventura por sus vericuetos menos pensados sin descuidar jamás la precisión, consciente de que una sola palabra mal usada puede causar estragos irreparables. En las muy pocas entrevistas formales suele conceder el tiempo que le soliciten, aunque él mismo prolonga después con una elasticidad imprevisible, estimulado por la dinámica del diálogo.



Sólo en casos muy especiales pide conocer antes el cuestionario. Jamás ha rehusado contestar ninguna pregunta, por provocadora que sea, ni ha perdido nunca la paciencia. A veces, las dos horas previstas se convierten en cuatro y casi siempre en seis. O en diecisiete, como fue el caso de esta entrevista que Gianni Mina le ha hecho para la televisión italiana, y que es una de las más largas que ha concedido, también de las más completas.



Al final, muy pocas entrevistas le gustan, sobre todo las transcripciones escritas, que en aras del espacio suelen sacrificar la exactitud y los matices propios de su estilo personal. Cree que las de televisión terminan desnaturalizadas por la fragmentación inevitable, y le parece injusto haber dedicado hasta cinco horas de su vida para un programa de siete minutos.



Pero lo más lamentable, tanto para Fidel Castro como para sus oyentes, es que aun los periodistas mejores, sobre todo los europeos, no tienen ni siquiera la curiosidad de confrontar sus cuestionarios con la realidad de la calle. Anhelan el trofeo de la entrevista con las preguntas que llevan escritas de acuerdo con las obsesiones políticas  y los prejuicios culturales de sus países, si tomarse el trabajo de averiguar por sí mismos cómo es en realidad la Cuba de hoy, cuáles son los sueños y las frustraciones reales de sus gentes. La verdad de sus vidas.



De este modo le quitan a los cubanos de la calle una ocasión de expresarse ante el mundo, y se niegan a sí mismos el logro profesional de interrogar a Fidel Castro, no sobre las suposiciones europeas, que son tan lejanas, sino sobre las ansiedades de su propio pueblo, y sobre todo en estas vísperas de grandes decisiones.



En fin: oyendo a Fidel Castro en tantas y tan diversas circunstancias, me he preguntado muchas veces si su afán de la conversación no obedece a la necesidad orgánica de mantener a toda costa el hilo conductor de la verdad en medio de los espejismos alucinantes del poder. Me lo he preguntado en el transcurso de numerosos diálogos, públicos y privados. Pero sobre todo en los más difíciles y estériles, con quienes pierden ante él la burocracia empantanada, cuya incompetencia sobrenatural ha obligado al propio Fidel Castro, casi treinta años después de la victoria, a ocuparse en persona de asuntos tan extraordinarios como hacer el pan y distribuir la cerveza.



Todo es distinto, en cambio, cuando habla con la gente de la calle. La conversación recobra entonces la expresividad y la franqueza cruda de los afectos reales. De sus varios nombres civiles y militares sólo le queda entonces uno: Fidel. Lo rodean sin riesgos, lo tutean, le discuten, lo contradicen, le reclaman, con un canal de transmisión inmediata por donde circula la verdad a borbotones. Es entonces, más que en la intimidad cuando se descubre el ser humano insólito que el resplandor de su propia imagen no deja ver.



Este es el Fidel Castro que creo conocer, al cabo de incontables horas de conversaciones, por las que no pasan a menudo los fantasmas de la política. Un hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una educación formal a la antigua, de palabras cautelosas y modales tenues, e incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal. Sueña con que sus científicos encuentren la medicina final contra el cáncer, y ha creado una política exterior de potencia mundial en una isla sin agua dulce, ochenta y cuatro veces más pequeña que su enemigo principal.



Es tal el pudor con que protege su intimidad que su vida privada ha terminado por ser el enigma más hermético de su leyenda. Tiene la convicción casi mística de que el logro mayor del ser humano es la buena formación de su conciencia, y que los estímulos morales, más que los materiales, son capaces de cambiar al mundo y empujar la historia. Creo que es uno de los grandes idealistas de nuestro tiempo, y que quizá sea esta su virtud mayor, aunque también ha sido su mayor peligro.



Muchas veces lo he visto llegar a mi casa muy tarde en la noche, arrastrando todavía las últimas migajas de un día desmesurado. Muchas veces le pregunté cómo iban las cosas, y más de una vez me contestó: ‘Muy bien: tenemos llenas todas las presas’.  Lo he visto abrir el refrigerador para comerse un pedazo de queso, que era tal vez lo primero que comía desde el desayuno. Lo he visto llamar por teléfono a una amiga de México para pedirle la receta de un plato que le había gustado, y lo he visto copiarla apoyado en el mostrador, entre los trastos de la cena todavía sin lavar, mientras alguien cantaba en la televisión una canción antigua: ‘La vida es un tren expreso que recorre leguas miles’.



Lo he oído en sus escasas horas de añoranza evocando los amaneceres pastorales de su infancia rural, la novia juvenil que se fue, las cosas que hubiera podido hacer de otro modo para ganarle más tiempo a la vida. Una noche, mientras tomaba en cucharaditas lentas un helado de vainilla, lo vi tan abrumado por el peso de tantos destinos ajenos, tan lejano de sí mismo, que por un instante me pareció distinto del que había sido siempre. Entonces le pregunté qué era lo que más quisiera hacer en este mundo, y me contestó de inmediato: "Pararme en una esquina".






"La novela de sus recuerdos" de Fidel Castro



Gabo y yo estábamos en la ciudad de Bogotá el triste día 9 de abril de 1948 en que mataron a Gaitán. Teníamos la misma edad: 21 años; fuimos testigos de los mismos acontecimientos, ambos estudiábamos la misma carrera: Derecho. Eso al menos creíamos los dos. Ninguno tenía noticias del otro. No nos conocía nadie, ni siquiera nosotros mismos.



Casi medio siglo después, Gabo y yo conversábamos, en vísperas de un viaje a Birán, el lugar de Oriente, en Cuba, donde nací la madrugada del 13 de agosto de 1926. El encuentro tenía la impronta de las ocasiones íntimas, familiares, donde suelen imponerse el recuento y las efusivas evocaciones, en un ambiente que compartíamos con un grupo de amigos del Gabo y algunos compañeros dirigentes de la Revolución.


Aquella noche de nuestro diálogo, repasaba las imágenes grabadas en la memoria: ¡Mataron a Gaitán!, repetían los gritos del 9 de abril en Bogotá, adonde habíamos viajado un grupo de jóvenes cubanos para organizar un congreso latinoamericano de estudiantes. Mientras permanecía perplejo y detenido, el pueblo arrastraba al asesino por las calles, una multitud incendiaba comercios, oficinas, cines y edificios de inquilinato. Algunos llevaban de uno a otro lado pianos y armarios en andas. Alguien rompía espejos. Otros la emprendían contra los pasquines y las marquesinas. Los de más allá vociferaban su frustración y su dolor desde las bocacalles, las terrazas floridas o las paredes humeantes. Un hombre se desahogaba dándole golpes a una máquina de escribir, y para ahorrarle el esfuerzo descomunal e insólito, la lancé hacia arriba y voló en pedazos al caer contra el piso de cemento. Mientras hablaba, Gabo escuchaba y probablemente confirmaba aquella certeza suya de que en América Latina y el Caribe, los escritores han tenido que inventar muy poco, porque la realidad supera cualquier historia imaginada, y tal vez su problema ha sido el de hacer creíble su realidad. El caso es que, casi concluido el relato, supe que Gabo también estaba allí y percibí reveladora la coincidencia, quizás habíamos recorrido las mismas calles y vivido los sobresaltos, asombros e ímpetus que me llevaron a ser uno más en aquel río súbitamente desbordado de los cerros. Disparé la pregunta con la curiosidad empedernida de siempre. “Y tú, ¿qué hacías durante el Bogotazo?”, y él, imperturbable, atrincherado en su imaginación sorprendente, vivaz, díscola y excepcional, respondió rotundo, sonriente, e ingenioso desde la naturalidad de sus metáforas: “Fidel, yo era aquel hombre de la máquina de escribir”.



A Gabo lo conozco desde siempre, y la primera vez pudo ser en cualquiera de esos instantes o territorios de la frondosa geografía poética garciamarquiana. Como él mismo confesó, lleva sobre su conciencia el haberme iniciado y mantenerme al día en “la adicción de los best-sellers de consumo rápido, como método de purificación contra los documentos oficiales”. A lo que habría que agregar su responsabilidad al convencerme no solo de que en mi próxima reencarnación querría ser escritor, sino que además querría serlo como Gabriel García Márquez, con ese obstinado y persistente detallismo en que apoya como en una piedra filosofal, toda la credibilidad de sus deslumbrantes exageraciones. En una oportunidad llegó a aseverar que me había tomado dieciocho bolas de helado, lo cual, como es de suponer, protesté con la mayor energía posible.



Recordé después en el texto preliminar de Del amor y otros demonios que un hombre se paseaba en su caballo de once meses y sugerí al autor: “Mira, Gabo, añádele dos o tres años más a ese caballo, porque uno de once meses es un potrico”. Después, al leer la novela impresa, uno recuerda a Abrenuncio Sa Pereira Cao, a quien Gabo reconoce como el médico más notable y controvertido de la ciudad de Cartagena de Indias, en los tiempos de la narración. En la novela, el hombre llora sentado en una piedra del camino junto a su caballo que en octubre cumple cien años y en una bajada se le reventó el corazón. Gabo, como era de esperarse, convirtió la edad del animal en una prodigiosa circunstancia, en un suceso increíble de inobjetable veracidad.



Su literatura es la prueba fehaciente de su sensibilidad y adhesión irrenunciable a los orígenes, de su inspiración latinoamericana y lealtad a la verdad, de su pensamiento progresista.



Comparto con él una teoría escandalosa, probablemente sacrílega para academias y doctores en letras,  sobre la relatividad de las palabras del idioma, y lo hago con la misma intensidad con que siento fascinación por los diccionarios, sobre todo aquel que me obsequiara cuando cumplí 70 años, y es una verdadera joya porque a la definición de las palabras, añade frases célebres de la literatura hispanoamericana, ejemplos de buen uso del vocabulario. También, como hombre público obligado a escribir discursos y narrar hechos, coincido con el ilustre escritor en el deleite por la búsqueda de la palabra exacta, una especie de obsesión compartida e inagotable hasta que la frase nos queda a gusto, fiel al sentimiento o la idea que deseamos expresar y en la fe de que siempre puede mejorarse. Lo admiro sobre todo cuando, al no existir esa palabra exacta, tranquilamente la inventa. ¡Cómo envidio esa licencia suya!



Ahora aparece Gabo por Gabo con la publicación de su autobiografía, es decir, la novela de sus recuerdos, una obra que imagino de nostalgia por el trueno de las cuatro de la tarde, que era el instante de relámpago y magia que su madre Luisa Santiaga Márquez Iguarán echaba de menos lejos de Aracataca, la aldea sin empedrar, de torrenciales aguaceros eternos, hábitos de alquimia y telégrafo y amores turbulentos y sensacionales que poblarían Macondo, el pequeño pueblo de las páginas de cien años solitarios con todo el polvo y el hechizo de Aracataca.



De Gabo siempre me han llegado cuartillas aún en preparación, por el gesto generoso y de sencillez con que siempre me envía, al igual que a otros a quienes mucho aprecia, los borradores de sus libros, como prueba de nuestra vieja y entrañable amistad. Esta vez hace una entrega de sí mismo con sinceridad, candor y vehemencia, que le develan como lo que es, un hombre con bondad de niño y talento cósmico, un hombre de mañana, al que agradecemos haber vivido esa vida para contarla.






"Fidel, el amigo de Gabo" entrevista de Ana Catalina Baldrich a Gerald Martin



Gerald Martin conoció a Gabriel García Márquez el 21 de diciembre de 1990 y aún hoy recuerda con detalle el día que, por fin, tras esperar tres semanas en un hotel en Cuba, le avisaron que tendría 10 minutos para entrevistarse con el Nobel que lo trasnochaba desde que leyó Cien años de soledad, en el México convulso de 1968.


“Pensé en el mismo segundo de verlo que todo iba a ir bien. No sé por qué tuvo un impacto tranquilizador, su cara y sobre todo su voz. Entonces pensé que iba a ser su mejor amigo en todo el planeta. No fue exactamente así, pero ese fue el comienzo”, relata Martin sobre el día que marcó el inicio de 17 años de investigación, que incluyeron 400 entrevistas y miles de lecturas para finalmente publicar Gabriel García  Márquez. Una vida, la que es considerada la biografía más completa del Nobel de literatura.

Así, con la autoridad que le da el ser el que más datos tiene sobre Gabo, Martin habló sobre la amistad entre el colombiano y quien fuera hasta 2008 presidente de Cuba.

 


¿En qué línea ideológica y política ubicaría a Gabriel García Márquez? 

Alguien debería escribir un libro sobre esto. García Márquez toda la vida fue socialista, sin duda, aunque no sé si en sus últimos 10 años era o no realmente socialista. Yo sigo pensando que sí. Gabo pasó, creo que una semana, relacionado con una célula comunista, pero después salió enseguida y aún así, cuando fue a Europa, le era muy importante ver Europa del Este. En el año 1955 fue a Polonia y probablemente a Checoslovaquia, y volvió en 1957 muy desengañado, no le gustó lo que vio. Es muy fascinante, y la gente no lo toma suficientemente en cuenta, porque García Márquez seguía siendo socialista incluso después de ir a la Unión Soviética y sin embargo criticó lo que vio, es decir, siempre tenía una perspectiva muy crítica, incluso cuando seguía aliándose con los países socialistas. 

 


¿En qué momento se despierta la admiración de Gabriel García Márquez por Fidel Castro?

En la década de los cincuenta, García Márquez era periodista en Venezuela, y desde el comienzo de la guerrilla de Fidel Castro en Cuba, por alguna razón, una de esas cosas misteriosas, siempre le atraía la figura de Fidel. Desde Venezuela, escribió dos artículos muy favorables y entrevistó a la hermana de Fidel. Para García Márquez, Fidel era una figura, de alguna manera, un poco como Simón Bolívar. 

García Márquez siempre sabía quién iba a tener el poder, incluso a la distancia. En el 97 yo me reí de su idea de que Juan Manuel Santos iba a ser presidente de Colombia, sin embargo, años después sucedió tal y como él había dicho. De esta manera, Gabo veía, y tenía razón, que Fidel Castro iba a ser una figura muy importante para la historia de América Latina.

Entonces, durante casi 20 años, él estuvo pensando en Fidel, soñando con Fidel. Y eso a pesar de haber tenido serios disgustos y desacuerdos con Cuba cuando trabajaba en Prensa Latina a comienzos de la década de los sesenta.


 

¿Fue una amistad a pesar de todas las críticas…?

Y una amistad bastante conocida cuando comencé con mi investigación. Nunca había visto una palabra de García Márquez en contra de Fidel Castro, incluso cuando se había de-sencantado de la revolución, durante los sesenta estuvo muy desencantado, aun así insistía en que Fidel no estaba equivocado sino los demás. Gabo siempre pensaba que Fidel era una persona totalmente fuera de serie, un gran héroe latinoamericano.

 


¿Alguna vez García Márquez le dijo esto?

Sí. Y me dijo más, incluso. Me dijo una cosa que pudo haber chocado a muchos socialistas y amigos de Gabo cuando la escribí en el libro, porque lo que él me dijo hablando de Fidel, de su admiración, de sus logros y sus hazañas fue: “Fidel es un rey”. Es lo que me dijo.

Es decir que el poder de Fidel Castro va mucho más allá de nuestra época histórica, que su carisma, que su poder de embrujador de serpientes, etcétera, tiene una cosa misteriosa.

Yo estoy hablando de hace 30 años, del Gabo que era amigo en los años setenta y ochenta, esa es la visión.


 

¿Sabe usted cómo fue el día en el que Fidel y Gabo se conocieron? 

Se conocieron en el 75, cuando Gabo fue precisamente a Cuba para ver si lo podía conocer. Tuvo que esperar tres semanas o cuatro en un hotel en Cuba a que Fidel estuviera listo. 


 

¿Alguna vez alguno de los dos le contó cómo fue ese encuentro?  

No. Yo he leído muchas cosas que Gabo dijo y también entrevisté a Fidel un par de veces. Pero sí hablé mucho con quien fue uno de los revolucionarios originales y que estaba escribiendo un gran libro sobre Fidel y Gabo, pero murió antes de terminar ese libro, Núñez Jiménez. Con él hablé sobre cómo eran las interacciones de Fidel y Gabo, probablemente sus encuentros más importantes fueron privados y secretos.


 

¿Qué le contó García Márquez sobre esa amistad?

Me contó que su relación era informal y le creo, porque Gabo era muy informal, y Fidel también. Son hombres de guayabera, ambos son caribeños. Yo creo que las conversaciones entre ellos eran especialmente interesantes y trascendentales.


 

¿Qué decía Fidel sobre Gabo?

Más o menos decía que Gabo era un mago, pero un mago de la literatura. Decía que era muy inteligente, que conocía muy bien al pueblo de América Latina y además me decía que Gabo era un gran socialista, era un hombre que creía –a diferencia de los liberales que la naturaleza humana es siempre igual y no cambia– en las mejoras de los hombres y que la sociedad era capaz de mejorarse incluso, fácilmente perfeccionarse. Esas fueron las cosas que me dijo.


 

¿Qué tan a menudo conversaban estos dos amigos?

Durante alguna época, a finales de los setenta, sobre todo durante todos los ochenta, mucho. Gabo pasaba tres o cuatro meses al año en La Habana y veía a Fidel varias veces a la semana. En ese entonces había mucho que discutir y, además, algo que no hemos dicho es que García Márquez pensaba en la revolución socialista en el mundo, en que el mundo sería mejor. También pensaba siempre en las posibilidades de paz en Colombia. Además, no olvides que al mismo tiempo era amigo de Fidel Castro, de Francois Mitterrand de Francia y de Felipe González en España, además de varios presidentes de América Latina. García Márquez tenía amigos muy fuertes y podía interpretar sus posiciones de una manera muy importante en diferentes circunstancias. 

Pero para saber la realidad sobre estas cosas tenemos que esperar a que los historiadores abran archivos, yo te estoy dando realmente mis impresiones.


 

¿Sabe usted si realmente García Márquez aconsejaba a Fidel?

Gabo viajaba mucho por el mundo “libre”, eventualmente iba a Estados Unidos, tenía muy buenas relaciones en todas partes y se hizo amigo de Bill Clinton, como todo el mundo sabe. Podía ayudarle mucho a Fidel en cuanto a la cuestión de derechos humanos y yo creo que tuvo un impacto en Cuba en esta cuestión. Creo que, por ejemplo, las negociaciones de Gabo con Fidel respecto a prisioneros políticos eran muy importantes y que García Márquez sacó a más de 2.000 personas de las cárceles cubanas, esas cosas, estoy seguro, son reales. Los enemigos de Gabo dicen que no, pero yo con todo lo que he visto estoy convencido de eso.


 

¿Sabe si Fidel criticó alguna vez las obras de su amigo?

Yo solo hablé dos veces con Fidel. No hablamos mucho de literatura, hablamos más de las relaciones personales, de que Fidel cocinaba en su casa para Gabo y de cuestiones políticas. A Fidel le gustaba bastante El general en su laberinto.

 


¿Nunca se reunió con los dos?

No, nunca. Esa fue la gran decepción, cuando fui en 1997 iba a estar con los dos un tiempo, primero en privado y después en la famosa fiesta que Gabo hacía cuando estaba en Cuba, pero hubo una crisis, ahora no recuerdo cuál, ya estoy viejo. Entonces no, nunca los vi a los dos juntos y fue la gran ausencia de mi historia con Gabriel García Márquez. 


 

¿Gabo criticó alguna decisión de Fidel?

Pensaba que Fidel era terco, pensaba que la línea dura que mantenía a veces con ciertos temas era demasiada. Nunca me dijo que no estaba de acuerdo con la ejecución de Arnaldo Ochoa y De la Guardia, pero todo me indica que estaba en contra, que pensó que era un error no solamente moral sino político, pero no me lo dijo, le pregunté y no me contestó de una manera enérgica, porque obviamente eso para él era un asunto sumamente importante y grave. Entonces no puedo afirmarlo de una manera muy tajante. Él no siempre estaba de acuerdo con las decisiones de Fidel, pero Gabo tenía razón, si él hubiera criticado a Fidel Castro, sus críticas habrían salido en los titulares de todos los periódicos del mundo y los enemigos de Cuba las habrían utilizado. Yo creo que una vez definida su amistad con Fidel, era imposible que Gabo lo criticara abiertamente. 


 

¿Qué tanto influyó esta amistad en la realización de las conversaciones de paz en La Habana? 

Creo que es indudable, no lo puedo probar, pero si fuera una cuestión de apostar, yo, indudablemente, estoy absolutamente seguro de que las relaciones de Gabo con Fidel tuvieron muchísimo sino, todo que ver con las negociaciones en estos últimos años, de eso no me cabe la menor duda, es parte del legado político e histórico de García Márquez.


 

¿Alguna anécdota que recuerde de esta amistad?

Hay una famosa que dice que Gabo estaba en Cuba quejándose de que había langostas y mariscos por todas partes y que Fidel jamás le había regalado eso. Cuando llegó a casa, después de haber estado en la costa, esta estaba llena de langostas que caminaban por todas partes. Ambos eran grandes bromistas.

 


¿Cómo definiría esa amistad?

Yo diría que fue una relación muy política, diría que fue una relación en ese sentido cínica, que ambos necesitaban al otro, más de lo que necesitaban a muchos. Los enemigos de Gabo y Fidel podían decir que Gabo fue el payaso de Fidel, de alguna manera su lacayo, nunca creí en eso. Estoy seguro de que la relación era mucho más seria y sincera. Digo que también era cínica porque les convenía a ambos y le convenía a Cuba, pero también creo que era una relación sincera, ambos tenían la misma visión del mundo, sabían lo que era el poder. Era una relación de conveniencia, sincera, de una visión de mundo compartida y diría que también era una amistad verdadera.