Tomás Carrasquilla, Fernando González y Fernando Vallejo vistos por Eduardo Escobar


 

Presentación y selección de textos por Frank D Bedoya M

 


 

Un día le dije a Fernando Vallejo que yo opinaba que los tres más grandes escritores de Antioquia eran Tomás Carrasquilla, Fernando González y él. Inmediatamente me sonrió con su rostro burlón, demoledor y me dijo que no, que ese par -Carrasquilla y González- solo fueron un par de rezanderos.

 


Ha muerto Eduardo Escobar y salí a buscar uno de sus libros, -alguno en prosa y ojalá biográfico- iba pensando yo mientras me dirigía a la biblioteca y para gran sorpresa encontré lo que buscaba, unas memorias sobre la inmensidad de las lecturas que hizo Eduardo Escobar: Cabos sueltos. La lectura como pecado capital (2017). Allí dijo que la costumbre de leer se convirtió para él “en una voluptuosa charla de amigos que aún no termina, porque la amistad no se acaba con la pantomima de la muerte”.

 


Encontré con gran satisfacción que, en este libro Eduardo Escobar, hace un balance y una valoración de las obras de Tomás Carrasquilla, Fernando González y Fernando Vallejo. Y yo quiero resaltar, presentar, destacar algunas de sus ideas sobre ellos, porque creo que deben conocerse más y porque esta trilogía de la literatura antioqueña ha sido una obsesión para mí.


 

No voy a hacer nada novedoso, ni nada impresionante, solo leeré a Eduardo Escobar y transcribiré algunas de sus ideas sobre estos autores antioqueños; autores que, en mi opinión, son los tres más grandes de Antioquia.

 


Eduardo Escobar habla de un sinfín de lecturas, yo elijo estas tres. Lecturas de lecturas, pues.

 


Frank D Bedoya M

Itagüí, 19 de marzo de 2024

 

 


Fuente:

Eduardo Escobar, Cabos sueltos. La lectura como pecado capital, Editorial EAFIT, 2017.

 

 

 


Tomás Carrasquilla


 

“Yo tuve que esperar años para reconocer lo injustos que fuimos con el gran escritor de Santo Domingo. Carrasquilla es fundamental en el pequeño edificio de la literatura colombiana por las cualidades del estilo, la musicalidad de su prosa, el humor, y la capacidad para crear personajes inolvidables. Sus cuentos, "El Zarco", "San Antoñito", "En la diestra de Dios Padre", "Dimitas Arias", y sus artículos de prensa, son muestras de una gran inteligencia, de una inmensa capacidad para la observación de la realidad y para amar al mundo como quizás lo merece”.


 

“Antes de Cien años de soledad el país celebraba de año en año la aparición de las dos novelas canónicas de la literatura nacional hasta entonces: María y La vorágine. Como si Carrasquilla no hubiera existido. Ahora tampoco queda tiempo para celebrar a Isaacs y a Rivera por andarle contando los años a García Márquez, aplaudiendo sin cesar la fecha de su primer libro, la primera consagración de su novela mayor y la última del Premio Nobel con mariposas amarillas y cumbiambas, compensatorias de las insidias que lo obligaron a huir a México para ponerse a salvo de los militares del estatuto de seguridad del turco Turbay Ayala. Pero García Márquez fue el último derivado de la misma manía de inventar novelas, que ejercieron Isaacs y Carrasquilla, de ejercitar esa forma burguesa de la escritura, de la poesía para leer a solas, como dijo Burckhardt del género novela, que consiste en convertir en mitos los chismes familiares y las miserias de la vida en la belleza comunitaria.



La marquesa de Yolombó ha merecido por años la ingratitud de los oficiantes de esas efemérides patrióticas con un silencio que ya cumplió bodas de plomo, de plata, de oro y de diamante, aunque tuvo el honor, hace años, como premio de consolación, de servir de tema para una telenovela. Algunos cuentos de Carrasquilla como "San Antoñito" fueron llevados al cine malamente y "En la diestra de Dios Padre" fue un tiempo una obra infaltable en el repertorio de los grupos de teatro de izquierda empecinados en crear el drama nacional, en recuperar lo que llaman los valores autóctonos y la memoria histórica. Pero Carrasquilla no ha sido valorado como merece. El mejor estudioso de su obra es Kurt Levy, un canadiense. Lo cual hace pensar en lo que llamó Fernando González, quien también tuvo sus mejores admiradores y críticos entre franceses y norteamericanos, en el complejo de hideputa que consiste en el desprecio y la vergüenza por lo propio”.


 

“Carrasquilla ha sido mal tratado por la memoria del país, menospreciado, a pesar de su valor”.


 

“Carrasquilla sigue hablándonos porque nos interpreta y porque, sobre todo, sus libros se disfrutan por lo que son la épica, la saga de un pueblo, escrita en una prosa llena de gracia y de buena salud. Carrasquilla está más cerca del espíritu codicioso y amoral de los hombres reales que la historieta virginal de Isaacs. Sus personajes nos hablan como nos hablan los personajes de Shakespeare. Me gusta pensar que es una especie de Shakespeare montañero”.

 

 


 

Fernando González


 

Fernando Gonzáles fue un escritor muy apreciado fuera del país aunque la mayoría de sus conciudadanos lo ignoraba. Hombres como Sartre y sus amigos en Francia en los Estados Unidos Thornton Wilder a quien dedicó una novelita minimalista de una tristeza atroz que tituló El maestro de escuela, y los mejores talentos de Latinoamérica y España alabaron su obra y lo propusieron para los más grandes honores que pueden merecer quienes escriben. Mientras los críticos colombianos hacían como si no existiera o leían sus libros al revés. Los políticos de la élite lo trataban como si fuera un loquito de aldea y los obispos prohibían la lectura de sus obras. Y él, que además era un gran publicista en el sentido antiguo y noble y un humorista soberbio, aceptaba el rechazo como un honor y encimaba entre las hojas de sus libros folletos con fragmentos de las pastorales de los prelados católicos que los descalificaban por perturbadores e inadecuados para el rebaño católico. Y en especial para las señoritas, como decían algunos bobamente. Somos un país tan perverso que convertimos en pecado los libros inocentes de Fernando González”.


 

“Hoy la figura de Fernando González crece, necesariamente, presente y activa. Porque su propuesta de educador sigue siendo razonable para la reforma de esta nación indómita e informe. Y sobre todo urgida de la autenticidad que predicó, doliéndose siempre de la tendencia nacional al mimetismo, a la imitación. Temerosa de verse a sí misma.


 

Amaba la vida, la verdadera vida como es, con un agujero al final. Y gastó la suya en el aprendizaje del respeto por el otro como manifestación de la Intimidad. Había dicho que el fin de la existencia es llegar a la muerte con el cuerpo consumido por la jornada y el alma como luna llena que se asoma. Y yo creo que le fue concedido arribar al final de su vida de ese modo. Su presencia irradiaba. Se imponía sin aspavientos, a través de una voz apagada, lenta. Pero no le gustaba el tratamiento de maestro. Su pretensión no era enseñar en el sentido de dominar, sino suscitar en el otro el sentimiento de la propia conciencia y las ganas de trascenderse, de superarse por el conocimiento de sí mismo según el mandato del oráculo. Dijo que más bien aspiraba a crear solitarios. No a convencer”.


 

“Fernando González inventó un modo de escritura entre la ficción y el testimonio personal, en un lenguaje lleno de fuerza y gracia, parecido al coloquio. Coloquio doble: con el lector, y del escritor consigo mismo, espiándose en el acto de escribir y asistiendo al crecimiento del libro como un fruto ajeno. Su obra es la exposición pública de un hombre semejante a todos, con una distinción: él se contempla y se somete a juicio sin autocomplacencias, mientras atisba y busca la clave de una santidad fuera de moda en su tiempo ya, para no hablar de este, despreocupado de metafísicas, inhábil para cualquier cosa que no sea devengar y robar y para la obscena ostentación de la hartura en el vacío, en un extraño letargo. Entre su primer libro, que pretende hablarnos como un viejo aunque solo tenía veinte años, y el último, escrito al borde de los setenta, donde canta la juventud y se lastima en la digestión de lo mío y lo tuyo, el brujo de Otraparte (según el apelativo que le dio gonzaloarango), dio a luz -aquí cuadra la expresión obsoleta-, una serie de libros de confesiones que en el fondo son uno solo”.


 

“Una vez le escuché decir que tenía la sospecha de que en Occidente solo había tres hombres: Heidegger, Sartre y él mismo”.


 

“La vida y la obra de Fernando González testimonian un espíritu de independencia cerrera que enfrentó con audacia los poderes de su tiempo y sus libros contradicen la suposición maligna de que sus admiraciones políticas obedecieron a la ambición y al oportunismo. En González la fascinación por el poder es el anhelo de realizar unas utopías, que son los espejismos de la esperanza”.



 

 

Fernando Vallejo

 


“En la obra de Fernando Vallejo, desde su biografía de Barba Jacob, hay mucha belleza e inteligencia y veneno. Los días azules, el más manso de sus libros autobiográficos, tiene una ternura que no parecía anunciar la gran diatriba, la rabia sagrada contra todo, que vino después. Y que proporciona una catarsis a sus lectores y un cierto placer sadomasoquista. Yo acabé por dejar de tomarlo en serio desde que percibí detrás de sus exabruptos al humorista a veces gratuito que es en el fondo con sus denuestos a su pobre madre para empezar, y a continuación contra todo lo que se le ponga por delante, como los toros de casta cuando pierden el sentido de las proporciones. Aunque sea apenas un amable becerro con más ínfulas de bravo que cuernos”.

 


“Lo que más me gusta de Vallejo es que no se haya dejado acorralar por la vida. Admiro los luchadores obstinados. Cuando sintió que no podía ser un intérprete genial de los músicos del Romanticismo se dedicó a hacer unas películas amargas y deshilachadas, con una sintaxis convencional, sobre nuestras miserias, unas películas que nadie tomó en serio. Y entonces se dio a la literatura, al principio como filólogo aficionado, y después entregándose a la diatriba, el insulto, la defenestración”.

 


“Queriéndolo como lo quiero, yo me resistiré a llamar doctor a Fernando Vallejo. Prefiero seguir viéndolo como el joven cliente de la cafetería Versalles de Medellín en los comienzos del nadaísmo, como ese muchacho tímido que iba a oírnos charlar, discreto, de lejos, y de quien nadie podía imaginar entonces que iba a convertirse en un escritor de prestigio cuyos libros habrían de servir para hacer películas en tecnicolor con gran aparato de efectos especiales y motocicletas aturdidoras.

 


Algunos comentaristas despistados resolvieron que Fernando Vallejo continúa el escándalo de Fernando González. Pero más allá de la homonimia la similitud es aparente. Vallejo y González llevan el mismo nombre, fueron vecinos, usan en sus obras el habla expresiva de su pueblo (que sobre todo en tiempos del segundo era un escándalo y estaba proscrita del lenguaje literario en Colombia) y suelen ser despiadados con las malicias de la realidad”.


 

“Alguien dijo que Vallejo es nadaísmo tardío. El nadaísmo apeló hace cincuenta años a la herejía en sus primeras campañas para atraer la atención. Éramos unos muchachos tan insolentes como él. A los sesenta años la iconoclastia es mero resabio, el resentimiento de quienes no consiguieron aclimatarse a la impureza del mundo ni comprender las contradicciones con la realidad que nos sirven de acicate. Vallejo es todo ambigüedad.


 

Quienes lo conocemos sabemos de su decencia, de la dulzura de su carácter de vegetariano radical. Es uno que clama contra la porquería humana e interpreta a Chopin. Su defensa radical de la primera persona, que en Henry Miller fue un hartazgo oceánico, y contra el narrador omnisciente, pone en duda la mejor novela burguesa, a Thomas Mann, Tolstoi, Dostoievski, Flaubert, para poner unos pocos ejemplos supremos. Pero admira la prosa de Mujica Laínez. Es un gocetas”.

 


“Vallejo disfruta como el niño bromista que escupe desde un balcón sobre los transeúntes, que a veces aplauden la pilatuna mientras se sacuden la porquería. Maldice la sociedad colombiana. Dice que la libertad es aquí un don mortal. Mientras la televisión anuncia sus conferencias y sus libros de procacidades y rompezones son celebrados por los lectores comunes y corrientes y por los ilustrados por igual”.