Nietzsche2019

“Friedrich Nietzsche”

Conferencia de Frank David Bedoya Muñoz presentada en la Biblioteca Parque Cultural y Ambiental Otraparte el 2 de noviembre de 2019.

Cada vez que intento imaginarme a Nietzsche niño o joven, veo a un chico profundamente serio. No timorato, ni solapado, no; un hombre que desde pequeño, nunca dejó de meditar y analizar su propia existencia, que miraba más allá de sus propias narices, un ser que quería hundirse en los más profundos abismos de la existencia humana. No, Nietzsche no era el típico niño juicioso, sólo que desde su más temprana infancia, angustiado trataba desesperadamente de conocerse a sí mismo, con una exigencia y un amor a la verdad de unos extremos increíbles, siempre en guardia consigo mismo, siempre en guardia contra los engaños que uno mismo se crea y se cree.

No había una postura vanidosa en esta forma de existencia. El niño Nietzsche no hacía las cosas para que lo vieran. No posaba para los demás, todo lo contrario. Este hombre desde muy temprana edad se concibió como un solitario. Nietzsche como él mismo dijo en una ocasión, “fue la soledad hecha hombre”.

Friedrich Nietzsche nació el 15 de octubre del año 1844 en una localidad de Alemania llamada Röcken, hijo de un pastor protestante llamado Karl Ludwig Nietzsche y de Franziska Oeheler, una mujer profundamente cristiana, que soñó con ver convertido a su hijo en otro pastor cristiano, pero la vida no la va complacer y ya sabremos en qué se va a convertir su pequeño Fritz.

En 1858 pensando en su infancia, Nietzsche escribió: “Muy pronto fueron desarrollándose varias características. Tales como cierta calma y tendencia a permanecer callado, características que me mantuvieron ligeramente alejado de los otros niños, junto a ellas iba brotando ocasionalmente el apasionamiento. Totalmente al margen del mundo exterior, viví en el seno de un círculo familiar feliz; el pueblo y su entorno más cercano fueron mi mundo, todo lo distante constituía para mí un reino mágico desconocido”.[1]

Nietzsche va a sentir una admiración profunda por su padre, a pesar de que se fuera a distanciar tan drásticamente de sus pensamientos. Siempre conservó el más grato recuerdo de él, como un hombre dotado de un gran espíritu, serenidad y sensibilidad. Y si bien no siguió el camino de la religión, sino todo lo contrario, sí heredó de su padre el sentido del deber y la diligencia del trabajo.

Cuando tenía tan solo cinco años, murió su padre. En la historia de Nietzsche esta temprana pérdida fue muy dolorosa. Mucho tiempo después expresó: “Aunque era muy joven e inexperto, yo poseía ya una idea de la muerte; el pensamiento de verme separado siempre de mi querido padre me llegó muy adentro y lloré con gran amargura”.[2]

En adelante quedaría en la garras de su piadosa madre y su púdica hermana que lo saturaron de moralismo y beatitud. Más adelante dejaré en palabras del mismo Nietzsche su juicio sobre esto.

De su vida escolar los biógrafos nos han contado una anécdota bastante diciente de su peculiar personalidad. El testimonio es de su hermana: ―«Un día al acabar el colegio, cayó una gran tormenta sobre el lugar. Nosotros mirábamos el Callejón del Cura de arriba abajo, esperando ver a nuestro Fritz. Todos los chicos salieron de estampida hacia sus casas, como un rebaño salvaje. Por fin apareció también Fritzchen que avanzaba tranquilamente, con su gorra resguardada bajo su pizarra, sobre la que había extendido su pequeño pañuelo… Como nuestra madre, al verlo llegar absolutamente empapado, comenzó a hacerle reproches, él respondió muy seriamente: «Pero, mamá, en el reglamento escolar se dice que los alumnos, al abandonar la escuela, no deben saltar ni correr, sino que se dirigirán tranquila y correctamente a sus casas»”.[3]

Nietzsche era pues un hombre introvertido con los demás, pero extrovertido consigo mismo, si se permite decirlo así. En su época escolar escribió más de ocho esbozos autobiográficos. El que escribe, a continuación, tiene 19 años, y bajo el título Mi vida dice:

“Comenzó la época del gimnasio y, con ella, los nuevos intereses y las nuevas inquietudes. Sobre todo fue entonces cuando germinó mi inclinación por la música, a pesar de que el comienzo de las clases casi contribuyó a erradicarla en sus raíces. Mi primer maestro fue un maestro de capilla, con todos los encomiables defectos de un maestro de capilla y, además, de uno jubilado, sin ningún mérito especial. Finalmente, y con la debida lentitud de rigor, llegué a tercero. Ya era tiempo de salir del círculo materno, de desacostumbrarse por fin a esa rutina que es tan nefasta para la vida práctica. Poseía en mí la ciencia de algunas enciclopedias, todas mis posibles inclinaciones se habían despertado ya, escribía poemas y dramas horripilantes y mortalmente aburridos, me martirizaba con la composición de música sinfónica y se me había metido en la cabeza la idea de adquirir un saber y un poder universales, tanto que me hallaba en peligro de convertirme en un completo cabeza de chorlito y en un visionario”.[4]

Afortunadamente fue lo segundo. Nietzsche se fue apasionando fuertemente por el conocimiento, sus intereses fueron siempre los de ensanchar su conocimiento sobre la vida. Eludía una vida tumultuosa y ruidosa, en su adolescencia prefirió tener tan sólo uno o dos amigos. Y éstos lo eran en tanto compartieran con él, la pasión por saber las cosas del mundo. Es con ellos con quienes funda asociaciones académicas para cultivar una producción intelectual. En este contexto escribe su texto Fatum e historia. Su camino no sería el que quería su madre, el sacerdocio. Nietzsche no había nacido para dogmas, había nacido para la verdad, para la música, para el arte, para la filosofía. No renunció a su destino de ser cura para hallar los placeres del mundo burgués trivial. Su seriedad lo concentraba en el camino del conocimiento.

Pero volvamos al joven que está tomando posición en el mundo. En una carta a su hermana Elizabeth en 1865 le expresaba lo siguiente:

“¿Es realmente tan difícil aceptar simplemente todo aquello en que hemos estado educados, todo lo que poco a poco ha echado raíces profundas, lo que en los círculos familiares y en muchas buenas personas vale como verdad, lo que además también consuela y eleva a los hombres? ¿Aceptar simplemente todo esto es más difícil que emprende nuevos caminos en las luchas con las costumbres, con la inseguridad del proceder autónomamente, entre las frecuentes vacilaciones del espíritu, incluso de la conciencia, a menudo sin consuelo, pero siempre con la meta eterna de lo verdadero, de lo bello, de lo bueno? ¿De lo que se trata, entonces, es de alcanzar la idea de Dios, del mundo y de la redención, en la que uno se encuentra muy cómodamente? ¿Pero no es más bien algo indiferente al resultado de la investigación precisamente para el verdadero investigador? ¿Buscamos nosotros entonces en nuestra investigación paz, tranquilidad y felicidad? No, sólo la verdad, aunque ésta fuese sumamente horrible y repulsiva. […] Aquí se dividen los caminos de los hombres; si quieres alcanzar la paz del alma y la felicidad, entonces, cree; pero si quieres ser un discípulo de la verdad entonces investiga”.[5]

Días después escribe para sus amigos un ensayo realmente conmovedor y vaticinador, puesto que anuncia, sin él mismo saberlo, buena parte de su destino como filósofo. Ya lo había mencionado: Fatum e historia. Escuchemos:

“Si pudiéramos contemplar la doctrina cristiana y la historia de la Iglesia con mirada exenta de prejuicios, nos veríamos obligados a expresar algunas opiniones opuestas a las ideas generales vigentes. Pero, sometidos desde nuestros primeros días al yugo de las costumbres y de los prejuicios, frenados por las impresiones de nuestra niñez en la evolución natural de nuestro espíritu y determinados en la formación de nuestro temperamento, casi nos creemos obligados a considerar delictivo la elección de un punto de vista más libre desde el que poder emitir un juicio no partidista y en concordancia con los tiempos sobre la religión y el cristianismo. Un intento de este género no es obra de unas cuantas semanas, sino de una vida. Pues, ¿cómo podría destruirse la autoridad de dos milenios garantizada por tantos hombres insignes de todos los tiempos, con el resultado de unas meditaciones juveniles? ¿Cómo sería posible que las fantasmagorías y las ideas inmaduras vinieran a sustituir a todos los sufrimientos y las bendiciones que el desarrollo de la religión ha enraizado en la historia del mundo?”.[6]

Este joven, ya saben pues, no tomará propiamente el camino de la santidad, sino todo lo contrario. Aun así sigue siendo un joven extremadamente juicioso y dedicado a su estudio. Concluye los estudios en el Gimnasio de Pforta, con un trabajo sobre Teognis de Megara. Después se inscribe como estudiante de teología en Bonn. Se hace miembro del seminario de historia del arte y de otras asociaciones académicas. Y asiste a las lecciones de filología clásica de Ritschl.

Tiene fuertes discusiones con su madre, y abandona finalmente la teología para dedicarse a la filología. Carrera que le deparará un rápido triunfo académico y que lo llevará con gran disciplina al mundo de los griegos. Pero antes de eso, aparecerá un personaje decisivo en la maduración de Nietzsche: Schopenhauer.

Mazzino Montinari, a quien le debemos gran parte del rescate filológico y crítico de la obra Nietzsche, narra este trascendental episodio en estos términos:

“Unas semanas antes de «nacer como filólogo», Nietzsche había conocido la filosofía de Schopenhauer, de quien había adquirido, por casualidad, tras comprarle a un anticuario su obra más importante, El mundo como voluntad y representación. Tiempo después, Nietzsche se refería a otros dos autores como descubrimientos decisivos en su vida: Stendhal, en 1879, y Dostoievski, en 1885; pero no cabe duda de que su encuentro con la filosofía de Schopenhauer en el invierno 1865 a 1866 fue un acontecimiento intelectual de mayor repercusión que las lecturas de dichos escritores. Además, Nietzsche descubrió a Schopenhauer en un momento particular de introversión, en ese estado de ánimo de recogimiento provocado por el desencanto de Bonn del que ya hemos hablado; dos años después describiría ese impacto que le produjo aquella primera lectura: “cada línea clamaba renuncia, negación, resignación; era un espejo en el que podía ver el mundo, la vida, mi ánimo, en una grandiosidad terrible. Desde allí me contemplaba el ojo desinteresado del arte, aquí veía la enfermedad y la curación, el exilio y él paraíso. Me sentí dominado por una necesidad imperiosa de autoconocimiento, incluso de autocorrosión; aún hoy me sirven como prueba de aquel trastorno las paginas inquietas y melancólicas de mi diario, con sus vanas autoacusaciones y el desesperado espejismo de santificación y transformación de todo aquello que constituye la esencia de mi ser. Al presentar ante un tribunal de un tétrico autodesprecio todas mis cualidades y aspiraciones, fui amargo, injusto y desenfrenado en el odio hacia mí mismo. Ni siquiera prescindí de las torturas corporales: durante catorce días seguidos me obligué acostarme no antes de las dos de la madrugada y a levantarme a las seis en punto. Se apoderó de mí la excitación nerviosa, y quién sabe hasta qué punto de locura habría podido llegar si las seducciones de la vida, de la vanidad, y la obligación de estudiar regularmente no hubiesen actuado de contrapeso”.[7]

Uno puede decir que la primera gran liberación de Nietzsche fue Schopenhauer. En un carta de 1866 a un amigo le expresó:

“Desde que Schopenhauer nos ha quitado de los ojos las vendas del optimismo, nuestra mirada es más aguda. La vida es más interesante. Aunque pierda en belleza”[8]

Efectivamente, Schopenhauer se apoderó de su alma, luego tendrá también que emanciparse de él, pero por el momento le abrió los ojos para otros caminos. Días después cuando estaba prestando su servicio militar le confesó a un amigo:

“Alguna vez también susurro escondido bajo la barriga del caballo: «Schopenhauer, ayúdame». Su servicio militar no duró mucho porque se cayó efectivamente de un caballo y se liberó del servicio para dedicarse una vez más a sus lecturas, a su filosofía.

Otra gran pasión de Nietzsche fue la música, desde niño comenzó a componer obras religiosas, pero luego, perdida la religión, la música le brindaría las experiencias más sublimes de su existencia. En estos años de amor por la filosofía, se apasionó también por Wagner, y luego tuvo la fortuna de conocer personalmente al gran compositor alemán. Pero démosle la palabra al propio Nietzsche sobre su impresión de ese encuentro, en una carta dirigida a su amigo Erwin Rohde:

“Wagner tocó al piano todos los pasajes importantes de los Maestros Cantores, imitando todas las voces de una manera muy desinhibida. Es un hombre fabulosamente vivaz y fogoso, habla muy rápido, es muy chistoso y consigue alegrar enteramente a una reunión de carácter privado como aquélla. Entretanto, mantuve con él una larga conversación sobre Schopenhauer: ¡Ah! Comprenderás qué gozada fue para mí oírle hablar de él con un entusiasmo completamente indescriptible, lo que él le agradecía, cómo Schopenhauer era el único filósofo que había comprendido la esencia de la música; luego quiso informarse sobre cuál era la actitud de los profesores respecto a él, se reía mucho sobre el Congreso de filosofía de Praga y hablaba de los «filósofos vasallos». Después leyó una parte de su biografía, que está escribiendo ahora, una escena tan espantosa de su vida de estudiante en Leipzig, que todavía cuando lo pienso no paro de reírme; escribe por lo demás de una manera muy ágil y brillante. Al final, cuando nos preparábamos para marchar, me estrechó calurosamente la mano y me invitó con gran amabilidad a visitarle para tratar sobre música y filosofía”[9].

Schopenhauer y Wagner van a convertirse en la mayor inspiración de Nietzsche. A partir de ese entonces, tampoco se conformará con la filología, su alma no tenía sosiego. La filosofía y la música lo llamaban. Faltaba mucho tiempo para que Nietzsche hallara en sí mismo su impronta indiscutible, mucho tiempo para que Nietzsche fuera indiscutiblemente él. Por el momento este joven, encontraba sus modelos de identificación.

Así culmina la maduración del hombre Friedrich Nietzsche. Schopenhauer y Wagner han robado su corazón, pero por otra parte triunfa en la filología, y su maestro Ritschl lo propone como candidato a ocupar una cátedra universitaria en Basilea, incluso antes de haberse graduado, antes de que surgiera el demonio que llevaba adentro, aquél que lo llevaría a poner en cuestión los casi dos mil años de la humanidad.

El juicio final de Nietzsche sobre su infancia y su familia, lo encontramos en un fragmento de su maravilloso Ecce Homo:

“Considero un gran privilegio el haber tenido el padre que tuve: los campesinos a quienes él predicaba –pues los últimos años fue predicador, tras haber vivido algunos años en la corte de Altenburgo- decían que un ángel habría de tener sin duda un aspecto similar. – Y con esto toco el problema de la raza. Yo soy un aristócrata polaco, pura sangre, al que ni una sola gota de sangre mala se le ha mezclado y menos que ninguna sangre alemana. Cuando busco la antítesis más profunda de mí mismo, la incalculable vulgaridad de los instintos encuentro siempre a mi madre y a mi hermana, -creer que yo estoy emparentado con tal canaille {gentuza} sería una blasfemia contra mi divinidad. El trato que me dan mi madre y mi hermana, hasta este momento, me inspira un horror indecible: aquí trabaja una perfecta máquina infernal, que conoce con seguridad infalible el instante en que es posible herirme cruentamente – en mis instantes supremos,… pues entonces falta todas fuerza para defenderse contra gusanos venenosos… la contigüidad fisiológica hace posible tal desarmonía preestablecida… Confieso que la objeción más honda contra el «eterno retorno», que es mi pensamiento auténticamente abismal son siempre mi madre y mi hermana”[10]

Nietzsche inició su vida de maestro universitario sin haberse formado como doctor, pero su excelente desempeño académico y el hecho de haberse convertido en el mejor alumno del prestigioso filólogo Ritschl, fueron las razones iníciales para obtener una cátedra extraordinaria de filosofía clásica en la Universidad de Basilea con tan sólo 25 años de edad.

Mazzino Montinari nos cuenta que “los numerosos recuerdos de sus estudiantes lo describen como un profesor humano y capaz de inducir al estudio incluso a los más perezosos”[11].

Tenemos que subrayar la gran influencia de su maestro Ritschl en el campo de la filología y la gran admiración que comenzó a tener por su colega en Basilea el historiador Burckhardt, admiración y amistad que durarían toda su vida. En tal ambiente pues, y con estas sorprendentes influencias, el joven Nietzsche iniciaba su vida en el mundo académico.

Lejos quedó el joven religioso, éste devino en un filólogo enamorado de la antigua Grecia, pero además, durante estos años, otro cambio se estaba dando en su interior. Miremos lo que le decía a su amigo Rohde en 1871:

“Con relación a la filología vivo en un extrañamiento tan insolente que no podría ser peor […] poco a poco me voy transformando en un filósofo y ya creo en mí mismo, incluso estoy preparado para el caso de que tuviese que convertirme en poeta”.[12]

Faltaría un poco para esto último, para que llegara Zaratustra, pero por el momento, de este maestro de Basilea va a surgir El nacimiento de la tragedia y, luego las cuatro Consideraciones intempestivas. El filólogo se ha transformado en filósofo.

Todos los libros de Nietzsche han sido muy controvertidos, y el primero sí que lo fue, a algunos los entusiasmó y a otros los escandalizó. Un joven catedrático publicaba un texto sobre Grecia, que se alejaba mucho del academicismo filológico de la época, en el que aparecían Apolo y Dionisio, y con ellos se esbozaba la filosofía de Nietzsche.

Hoy no voy a detenerme en el contenido de cada uno de los libros de Nietzsche, la escritura de Nietzsche es fabulosa, salid de acá a buscar sus libros, a releerlos. Vamos a irlos presentando solamente, y el juicio, que posteriormente, él dio sobre ellos en su autobiografía Ecce Homo.

El Nacimiento de la Tragedia, su primer libro: “«Grecia y el pesimismo», éste habría sido un título menos ambiguo; es decir, una primera enseñanza acerca de cómo los griegos acabaron con el pesimismo, de con qué lo superaron. […] Las dos innovaciones decisivas del libro son, por un lado, la comprensión del fenómeno dionisiaco en los griegos: el libro ofrece la primera psicología de ese fenómeno, ve en él la raíz única de todo el arte griego. Lo segundo es la comprensión del socratismo: Sócrates, reconocido por vez primera como instrumento de la disolución griega, como décadent típico. «Racionalidad» contra instinto. ¡La «racionalidad» a cualquier precio, como violencia peligrosa, como violencia que socava la vida! En todo el libro, un profundo, hostil silencio contra el cristianismo. Éste no es ni apolíneo ni dionisiaco; niega todos los valores estéticos, los únicos valores que El nacimiento de la tragedia reconoce: el cristianismo es nihilista en el más hondo sentido, mientras que en el símbolo dionisiaco se alcanza el límite extremo de la afirmación”.[13]

No había pasado un año siquiera. Nietzsche publicó El nacimiento de la tragedia en 1872. No se había calmado aún la primera polémica del controvertido libro que despertó tantas pasiones y odios en la academia, en los círculos artísticos más importantes de la época, y Nietzsche comienza a escribir una serie de consideraciones que nombró intempestivas.

Miremos cómo las juzgó posteriormente:

“Las cuatro Intempestivas son íntegramente belicosas. Demuestran que yo no era ningún «Juan el Soñador», que me gusta desenvainar la espada, —acaso también que tengo peligrosamente suelta la muñeca. El primer ataque (1873) fue para la cultura alemana, a la que ya entonces miraba yo desde arriba con inexorable desprecio. Una cultura carente de sentido, de sustancia, de meta: una mera «opinión pública». No hay peor malentendido, decía yo, que creer que el gran éxito bélico de los alemanes prueba algo en favor de esa cultura y, mucho menos, su victoria sobre Francia. La segunda Intempestiva (1874) descubre lo que hay de peligroso, de corrosivo y envenenador de la vida, en nuestro modo de hacer ciencia: —la vida, enferma de este engranaje y este mecanismo deshumanizados, enferma de la «impersonalidad» del trabajador, de la falsa economía de la «división del trabajo». Se pierde la finalidad, esto es, la cultura: el medio, el cultivo moderno de la ciencia, barbariza... En este tratado el «sentido histórico», del cual se halla orgulloso este siglo, fue reconocido por vez primera como enfermedad, como signo típico de decadencia. En la tercera y en la cuarta Intempestivas son confrontadas, como señales hacia un concepto superior de cultura, hacia la restauración del concepto de «cultura», dos imágenes del más duro egoísmo, de la más dura cría de un ego, tipos intempestivos par excellence, llenos de soberano desprecio por todo lo que a su alrededor se llamaba Reich, «cultura», «cristianismo», «Bismarck», «éxito», —Schopenhauer y Wagner o, en una sola palabra, Nietzsche…”[14]

No hay lugar a dudas, el filósofo Friedrich Nietzsche se ha convertido en un espíritu libre. Ha dejado su condición de docto, quien escribe ya no es un admirador de Wagner, ni un discípulo de Schopenhauer, ni un nostálgico publicista de la edad antigua y mucho menos un seudo-intelectual que posa de sabio en los pasillos de alguna academia. Quien escribe es un hombre nuevo, que ha meditado con un coraje titánico —como muy pocos lo han hecho— la existencia humana, se ha liberado y viene a cuestionar las cargas más pesadas, que la humanidad ha tenido que llevar en los casi ya dos mil años de era cristiana.

Entre tanto se ha dado un cambio.

“Quiero declarar expresamente a los lectores de mis escritos pasados que he abandonado las opiniones metafísico-artísticas que los regían; son opiniones agradables pero insostenibles”.

Y aparece Humano Demasiado Humano

Ya ven ustedes lo radical de su postura, sobre todo la firmeza de su evaluación consigo mismo. Mazzino Montinari nos ha señalado que Nietzsche se estaba liberando de muchas cosas, de las naciones, de las costumbres, de las religiones, de las ilusiones metafísicas, de las creaciones artísticas que se suponían originadas por fuerzas providenciales, de los instintos monárquicos, de las ilusiones de la riqueza o de la pobreza, es decir de todos los valores de la existencia humana, que ahora era imprescindible poner en cuestión. Ahora su método era una profunda observación psicológica de todo lo humano y su perspectiva era la exhortación constante a la revalorización de la vida, una vida contemplativa dedicada a la obtención de la sabiduría. Pero este giro en su pensamiento no fue fácil, en primer lugar se dio el duro distanciamiento con Wagner, quien reprobaría después las ideas de Humano, demasiado humano y lamentaría el alejamiento de su más fiel admirador, y en segundo lugar antes de la liberación, una de las más duras transformaciones de su interior, en la más honda y profunda soledad. Ese descubrimiento que hacía de sí mismo no fue exento de dolor, puesto que liberarse también significaba renunciar.

Pero miremos cuál fue el juicio que el propio Nietzsche dio más tarde de este libro:

Humano, demasiado humano es el monumento de una crisis. Dice de sí mismo que es un libro para espíritus libres: casi cada una de sus frases expresa una victoria - con él me liberé de lo que no pertenecía a mi naturaleza. No pertenece a ella el idealismo: el título dice «donde vosotros veis cosas ideales, veo yo ¡cosas humanas, ay, sólo demasiado humanas!»… Yo conozco mejor al hombre… La expresión «espíritu libre» quiere ser entendida aquí en este único sentido: un espíritu devenido libre, que ha vuelto a tomar posesión de sí. […] Lo que entonces se decidió en mí no fue, acaso, una ruptura con Wagner; yo advertía un extravío total de mi instinto, del cual era meramente un signo cada desacierto particular, se llamase Wagner o se llamase cátedra de Basilea. Una impaciencia conmigo mismo hizo presa en mí; yo veía que había llegado el momento de reflexionar sobre mí. De un solo golpe se me hizo claro, de manera terrible, cuánto tiempo había sido ya desperdiciado, qué aspecto inútil, arbitrario, ofrecía toda mi existencia de filólogo, comparada con mi tarea. Me avergoncé de esta falsa modestia. Habían pasado diez años en los cuales la alimentación de mi espíritu había quedado propiamente detenida, en los que no había aprendido nada utilizable, en los que había olvidado una absurda cantidad de cosas a cambio de unos cachivaches de polvorienta erudición. Arrastrarme con acribia y ojos enfermos a través de los métricos antiguos, ¡a esto había llegado! Me vi, con lástima, escuálido, famélico: justo las realidades eran lo que faltaba dentro de mi saber, y las «idealidades», ¡para qué diablos servían! […] Humano, demasiado humano, este monumento de una rigurosa cría de un ego, con la que puse bruscamente fin en mí a toda patraña superior, a todo «idealismo», a todo «sentimiento bello» y a otras debilidades femeninas que se habían infiltrado en mí”[15]

La salud de Nietzsche comenzó a resquebrajase, no se supo a ciencia cierta cuales fueron las causas de sus males, pero comenzó a tener fuertes y constantes dolencias, pérdida de la vista, fuertes dolores de cabeza, malestares gástricos, y vómitos continuos. En 1879 escribió una carta de dimisión a la cátedra que tenía en la universidad y no sólo fue aceptada sino que además le concedieron una pensión que le permitió la posibilidad de llevar en adelante, una vida de un solitario errante. A partir de ese momento se convirtió en una especie de nómada que vivía a veces en Alemania, otras en Francia, en Suiza o en Italia, siempre en los más sencillos y escuetos gabinetes de estudio. Cuando no sufría graves recaídas, le gustaba dar paseos largos por los bosques y en una libreta iba anotando sus pensamientos, para luego en casa reconstruir sus razonamientos. Y así en esas circunstancias redacta El caminante y su sombra, los argumentos y los temas son los mismos de Humano, demasiado humano, pero ahora más concisos.

“Nunca he sido tan feliz conmigo mismo como en las épocas más enfermas y más dolorosas de mi vida: basta mirar Aurora, o El caminante y su sombra, para comprender lo que significó esta «vuelta a mí mismo»: ¡una especie suprema de curación!”[16]

En el invierno de 1880 a 1881 en Génova, Nietzsche da forma definitiva a los pensamientos que había escrito durante su primer año de vida errante. De allí surge su libro Aurora. Aquí hubo una nueva elaboración de su pensamiento. Mazzino Montinari explica muy bien en qué consistió dicha transformación:

“Si Humano, demasiado Humano celebra el advenimiento de la liberación del espíritu, Aurora es un himno a la pasión del conocimiento. […] Mientras Humano, demasiado Humano era todavía «el momento de una crisis», es decir la expresión de alejamiento sin posibilidad de retorno respecto a los ideales decadentes y estetizantes que para Nietzsche, de aquí en adelante se expresarían en el binomio formado por Wagner y Schopenhauer, Aurora por su parte nos ofrece un Nietzsche más dueño de sí mismo. […] Nietzsche no tenía ninguna convicción, ningún proyecto reformador que imponer a sus contemporáneos; no quería echarle un sermón a su propia época. Ahora que había escapado de la prisión de las convicciones, no quería construir una nueva; al contrario, la destrucción de las convicciones se hizo más radical: tras examinar sin piedad la metafísica del genio y del arte, y luego las experiencias privilegiadas de la religiosidad, les había llegado el turno a los «prejuicios morales». En Aurora, la moral pierde todo fundamento racional y, al igual que la metafísica, cae presa de la historia, del análisis psicológico”.[17]

En el verano de 1881 Nietzsche se fue a Sils-María una localidad en Suiza. En una de sus libretas anotó: “A 6.000 pies sobre el nivel del mar y mucho más por encima de las cosas humanas”. Este lugar fue muy querido por Nietzsche, pues allí tuvo una mayor fecundidad intelectual y tuvo importantes intuiciones filosóficas, entre la que se destaca su idea del «eterno retorno» que luego se hará fundamental en su obra. Acumuló un buen número de libretas y de estos apuntes nació La gaya ciencia, obra que comprendió cinco libros. En el primero trató todo aquello que había sido denominado como malo en la historia del hombre, en el segundo habló sobre el arte como medio para soportar la vida y descansar del peso del hombre mismo, en el tercero el tema de la muerte de Dios, en el cuarto una nueva afirmación de la vida y en el último anunció ya a Zaratustra.

El juicio de Nietzsche sobre esta obra fue el siguiente:

“Aurora es un libro que dice sí, un libro profundo, pero luminoso y benévolo. Eso mismo puede afirmarse también, y en grado sumo, de La gaya ciencia: casi en cada una de sus frases van tiernamente unidas de la mano profundidad y petulancia. Unos versos que expresan la gratitud por el más prodigioso mes de enero que yo he vivido –el libro entero es regalo suyo– revelan suficientemente la profundidad desde la que aquí se ha vuelto gaya la «ciencia»: Oh tú, que con dardo de fuego el hielo de mi alma has roto, para que ahora ésta con estruendo se lance al mar de su esperanza suprema: cada vez más luminosa y más sana, libre en la obligación más afectuosa - ¡así es como ella ensalza tus prodigios, bellísimo Enero!”[18]

Nietzsche ha comenzado su vida solitaria y errante, a partir de 1881 decidirá pasar los veranos en Sils-Maria y los inviernos en Niza. En esos dos lugares escribirá su más sublime creación.

La vida de Nietzsche se reducirá a este cuadro que nos relata, Stefan Zweig, en su obra La lucha contra el demonio. Yo creo que es importante seguir recordando esta pieza literaria, puesto que recrea con mucha más efectividad que cualquier estudio biográfico, la vida del filósofo autor del Zaratustra.

El texto es el siguiente: “Un mezquino comedor de una pensión de seis francos al día, en un hotel de los Alpes o junto a la ribera de Liguria. Huéspedes indiferentes, la mayor parte de las veces; algunas señoras viejas en small talk, es decir, en menuda conversación. La campana ha llamado ya a comer. Entra un hombre de espaldas cargadas, de silueta imprecisa; su paso es incierto, porque Nietzsche, que tiene «seis séptimos de ciego», anda casi tanteando, como si saliese de una caverna. Su traje es oscuro y cuidadosamente aseado; oscuro es también su rostro, y su cabello castaño va revuelto, como agitado por el oleaje; oscuros son igualmente sus ojos, que se ven a través de unos cristales gruesos, extraordinariamente gruesos. Suavemente, casi con timidez, se aproxima; a su alrededor flota un silencio anormal. Parece un hombre que vive en las sombras, más allá de la sociedad, más allá de la conversación, y que está siempre temeroso de todo lo que sea ruido o hasta sonido; saluda a los demás huéspedes con cortesía y distinción y, cortésmente, se le devuelve el saludo. Se aproxima a la mesa con paso incierto de miope; va probando los alimentos con una precaución propia de un enfermo del estómago, no sea que algún guiso esté excesivamente sazonado o que el té sea demasiado fuerte, pues cualquier cosa de ésas irritaría su vientre delicado, y sí éste enferma, sus nervios se excitan tumultuosamente. Ni un vaso de vino, ni una jarra de cerveza, nada de alcohol, nada de café, ningún cigarro, ningún cigarrillo; nada estimulante; sólo una comida sobria y una conversación de cortesía, en voz baja, con el vecino de mesa (como hablaría alguien que ha perdido el hábito de conversar y tiene miedo de que le pregunten demasiado). Después se retira a su habitación mezquina, pobre, fría. La mesa está colmada de papeles, notas, escritos, pruebas; pero ni una flor, ni un adorno, algún libro apenas y, muy raras veces, alguna carta. Allá en un rincón, un pesado cofre de madera, toda su fortuna: dos camisas, un traje, libros y manuscritos. Sobre un estante, muchas botellitas, frascos y medicinas con que combatir sus dolores de cabeza que le tienen loco durante horas y más horas, para luchar con los calambres del estómago, los vómitos, para vencer su pereza intestinal y, sobre todo, para combatir con cloral y veronal su terrible insomnio. Un horrible arsenal de venenos y de drogas, que es la única ayuda que puede encontrar en el vacío de un cuarto extranjero, donde no le es posible encontrar otro reposo que el obtenido por un sueño corto, artificial, forzado. Envuelto en una capa y una bufanda de lana (pues la chimenea hace humo, pero no da calor), con sus dedos ateridos, sus gruesos lentes tocando casi el papel, escribe rápidamente, durante horas enteras, palabras que sus mismos ojos no pueden luego descifrar. Durante horas está allá sentado escribiendo, hasta que sus ojos le arden y lagrimean; una de las pocas felicidades de su vida es que alguien, apiadado de él, se ofrezca para escribir un rato, para ayudarle. Si hace buen día, el eterno solitario sale a dar un paseo, siempre solo con sus pensamientos. Nadie lo saluda jamás, nadie le para jamás. El mal tiempo, la nieve, la lluvia, todo eso que él odia tanto, lo retienen prisionero en su cuarto; nunca abandona su habitación para buscar la compañía de otros, para buscar a otras personas. Por la noche, un par de pastelillos, una tacita de té flojo, y enseguida otra vez la soledad eterna con sus pensamientos. Horas enteras vela junto a la lámpara macilenta y humosa sin que sus nervios, siempre tensos, se aflojen de cansancio. Después echa mano del cloral a otro hipnótico cualquiera, y así, a la fuerza, se duerme, se duerme como las demás personas, como las personas que no piensan ni son perseguidas por el demonio.”

También hay una triste decepción amorosa, Lou Andreas Salomé, lo ha rechazado, ahora la soledad es absoluta. Él la quería como su compañera de viaje, ella era tan libre como él, y siguió su camino. No me voy a detener en esta triste historia de amor, pero, no hay que perder de vista, que el Zaratustra se escribió en una dura pena de amor no correspondido. También fue una superación.

Así habló Zaratustra es el libro más singular de Nietzsche. Aunque contiene en gran parte su pensamiento, en su forma no se parece a ninguno de los restantes libros de toda su prodigiosa obra. Su lenguaje no sólo es extraño para su propio tiempo, finales del siglo XIX, sino que es insólito a la hora de compararlo con los discursos propios de la filosofía occidental. Aunque su forma es literaria y poética, este libro no se puede considerar, ni como literatura, ni como poesía, dado que su esencia es netamente filosófica. El mismo Nietzsche, más adelante sugerirá algo más sorprendente aún: “Acaso sea lícito considerar el Zaratustra entero como música”.

No es pretensioso decir que hay un antes y un después del Zaratustra de Nietzsche. Nadie que lea el Zaratustra de Nietzsche vuelve a quedar igual.

Sobre esta obra en su Ecce homo, dijo:

“Esta obra ocupa un lugar absolutamente aparte. Dejemos de lado a los poetas: acaso nunca se haya hecho nada desde una sobreabundancia igual de fuerzas. Mi concepto de lo «dionisiaco» se volvió aquí acción suprema; medido por ella, todo el resto del obrar humano aparece pobre y condicionado. Decir que un Goethe, un Shakespeare no podrían respirar un solo instante en esta pasión y esta altura gigantescas, decir que Dante, comparado con Zaratustra, es meramente un creyente y no alguien que crea por vez primera la verdad, un espíritu que gobierna el mundo, un destino, decir que los poetas del Veda son sacerdotes y ni siquiera dignos de desatar las sandalias de un Zaratustra, todo eso es lo mínimo que puede decirse y no da idea de la distancia, de la soledad azul en que esta obra vive. Zaratustra tiene eterno derecho a decir: «Yo trazo en torno a mí círculos y fronteras sagradas; cada vez es menor el número de quienes conmigo suben hacia montañas cada vez más altas, yo construyo una cordillera con montañas más santas cada vez.» Súmense el espíritu y la bondad de todas las almas grandes: todas juntas no estarían en condiciones de producir un discurso de Zaratustra. Inmensa es la escala por la que él asciende y desciende; ha visto más, ha querido más, ha podido más que cualquier otro hombre. Este espíritu, el más afirmativo de todos, contradice con cada una de sus palabras; en él todos los opuestos se han juntado en una unidad nueva. Las fuerzas más altas y más bajas de la naturaleza humana, lo más dulce, ligero y terrible brota de un manantial único con inmortal seguridad. Hasta ese momento no se sabe lo que es altura, lo que es profundidad, y menos todavía se sabe lo que es verdad. No hay, en esta revelación de la verdad, un solo instante que hubiera sido ya anticipado, adivinado por alguno de los más grandes. Antes del Zaratustra no existe ninguna sabiduría, ninguna investigación de las almas, ningún arte de hablar: lo más próximo, lo más cotidiano, habla aquí de cosas inauditas. La sentencia temblando de pasión; la elocuencia hecha música; rayos arrojados anticipadamente hacia futuros no adivinados antes. La más poderosa fuerza para el símbolo existida con anterioridad resulta pobre y un mero juego frente a este retorno del lenguaje a la naturaleza de la figuración. ¡Y cómo desciende Zaratustra y dice a cada uno lo más benigno! ¡Cómo él mismo toma con manos delicadas a sus contradictores, los sacerdotes, y sufre con ellos a causa de ellos! Aquí el hombre está superado en todo momento, el concepto de «superhombre» se volvió aquí realidad suprema, en una infinita lejanía, por debajo de él, yace todo aquello que hasta ahora se llamó grande en el hombre. Lo alciónico, los pies ligeros, la omnipresencia de maldad y arrogancia, y todo lo demás que es típico del tipo Zaratustra, jamás se soñó que eso fuera esencial a la grandeza. Justo en esa amplitud de espacio, en esa capacidad de acceder a lo contrapuesto, siente Zaratustra que él es la especie más alta de todo lo existente, y cuando se oye cómo la define, hay que renunciar a buscar algo semejante. —el alma que posee la escala más larga y que más profundo puede descender, el alma más vasta, la que más lejos puede correr y errar y vagar dentro de sí, la más necesaria, que por placer se precipita en el azar, el alma que es, y se sumerge en el devenir, la que posee, y quiere sumergirse en el querer y desear, la que huye de sí misma, que a sí misma se da alcance en los círculos más amplios, el alma más sabia, a quien más dulcemente habla la necedad, la que más se ama a sí misma, en la que todas las cosas tienen su corriente y su contracorriente, su flujo y su reflujo. Pero esto es el concepto mismo de Dioniso. Otra consideración conduce a idéntico resultado. El problema psicológico del tipo de Zaratustra consiste en cómo aquel que niega con palabras, que niega con hechos, en un grado inaudito, todo lo afirmado hasta ahora, puede ser a pesar de ello la antítesis de un espíritu de negación; en cómo el espíritu que porta el destino más pesado, una tarea fatal, puede ser, a pesar de ello, el más ligero y ultraterreno -Zaratustra es un danzarín; en cómo aquel que posee la visión más dura, más terrible de la realidad, aquel que ha pensado el «pensamiento más abismal», no encuentra en sí, a pesar de todo, ninguna objeción contra el existir y ni siquiera contra el eterno retorno de éste, antes bien, una razón más para ser él mismo el sí eterno dicho a todas las cosas, «el inmenso e ilimitado decir sí y amén.» «A todos los abismos llevo yo entonces, como una bendición, mi decir sí.» Pero esto es, una vez más, el concepto de Dioniso”.[19]

Mazzino Montinari nos cuenta, cómo la vida de Nietzsche después del Zaratustra no presentaría ningún acontecimiento exterior relevante. Por el contrario, “la marcha hacia la soledad continuaba”.[20]

El solitario de Sisl-Maria, seguía cada vez más apartado de aquel mundo que no comprendió su Zaratustra. De hecho escribió en esos días un poema titulado: Tormento del solitario. Su incansable necesidad de escribir no paró. Al respecto, Montinari nos sigue relatando, que “si sumamos todas las páginas publicadas entre 1883 y 1887 contaremos alrededor de un millar de páginas impresas; en cambio, los materiales manuscritos no impresos suman unas mil quinientas páginas, sin contar las que se han perdido. […] Nietzsche se dedicó cada vez más a la única actividad que le permitía «soportar la vida»: escribir”.[21]

Nietzsche afirmó que el Zaratustra en todo era un sí, y que ahora había llegado el momento del no. Y este no se materializó en sus dos nuevas obras: Más allá del bien y del mal y La genealogía de la moral.

Sobre Más allá del bien y del mal expresó lo siguiente:

“La tarea de los años siguientes estaba ya trazada de la manera más rigurosa posible. Después de haber quedado resuelta la parte de mi tarea que dice sí le llegaba el turno a la otra mitad, que dice no, que hace no: la transvaloración misma de los valores anteriores, la gran guerra, el conjuro de un día de la decisión. Aquí está incluida la lenta mirada alrededor en busca de seres afines, de seres que desde una situación fuerte me ofrecieran la mano para aniquilar. A partir de ese momento todos mis escritos son anzuelos: ¿entenderé yo acaso de pescar con anzuelo mejor que nadie?... Si nada ha picado, no es mía la culpa. Faltaban los peces… Este libro (1886) es en todo lo esencial una crítica de la modernidad, no excluidas las ciencias modernas, las artes modernas, ni siquiera la política moderna, y ofrece a la vez indicaciones de un tipo antitético que es lo menos moderno posible, un tipo aristocrático, un tipo que dice sí. En este último sentido el libro es una escuela del gentilhomme [gentilhombre], entendido este concepto de manera más espiritual y más radical de lo que nunca hasta ahora lo ha sido. Es necesario tener coraje en el cuerpo aun sólo para soportarlo, es necesario no haber aprendido a tener miedo… Todas las cosas de que nuestra época está orgullosa son sentidas como contradicción respecto a ese tipo, casi como malos modales, así por ejemplo la famosa «objetividad», la «compasión por todos los que sufren», el «sentido histórico» con su servilismo respecto al gusto ajeno, con su arrastrarse ante petits faits [hechos pequeños], el «cientificismo». Si se tiene en cuenta que el libro viene después del Zaratustra, se adivinará también quizá el régime [régimen] dietético a que debe su nacimiento. El ojo, malacostumbrado por una enorme coerción a mirar lejos -Zaratustra ve aún más lejos que el Zar-, es aquí forzado a captar con agudeza lo más cercano, nuestra época, lo que nos rodea. Se encontrará en todo el libro, sobre todo también en la forma, idéntico alejamiento voluntario de aquellos instintos que hicieron posible un Zaratustra. El refinamiento en la forma, en la intención, en el arte de callar, ocupa el primer plano, la psicología es manejada con una dureza y una crueldad declaradas, - el libro carece de toda palabra benévola. Todo esto recrea: ¿quién adivina, en último término, qué especie de recreación se hace necesaria tras un derroche tal de bondad como es el Zaratustra? Dicho teológicamente, –préstese atención, pues raras veces hablo yo como teólogo– fue Dios mismo quien, al final de su jornada de trabajo, se tendió bajo el árbol del conocimiento en forma de serpiente: así descansaba de ser Dios... Había hecho todo demasiado bello. El diablo es sencillamente la ociosidad de Dios cada siete días…”.[22]

Y sobre La genealogía de la moral, expresó lo siguiente:

“Los tres tratados de que se compone esta Genealogía son acaso, en punto a expresión, intención y arte de la sorpresa, lo más inquietante que hasta el momento se ha escrito. Dioniso es también, como se sabe, el dios de las tinieblas. -Siempre hay un comienzo que debe inducir a error, un comienzo frío, científico, incluso irónico, intencionadamente situado en primer plano, intencionadamente demorado. Poco a poco, más agitación; relámpagos aislados; desde lejos se hacen oír con un sordo gruñido verdades muy desagradables, hasta que finalmente se alcanza un tempo feroce [ritmo feroz], en el que todo empuja hacia adelante con enorme tensión. Al final, cada una de las veces, entre detonaciones completamente horribles, una nueva verdad se hace visible entre espesas nubes. La verdad del primer tratado es la psicología del cristianismo: el nacimiento del cristianismo del espíritu del resentimiento, no del «espíritu», como de ordinario se cree, - un anti-movimiento por su esencia, la gran rebelión contra el dominio de los valores aristocráticos. El segundo tratado ofrece la psicología de la conciencia: ésta no es, como se cree de ordinario, «la voz de Dios en el hombre», - es el instinto de la crueldad, que revierte hacia atrás cuando ya no puede seguir desahogándose hacia fuera. La crueldad, descubierta aquí por vez primera como uno de los más antiguos trasfondos de la cultura, con el que no es posible dejar de contar. El tercer tratado da respuesta a la pregunta de dónde procede el enorme poder del ideal ascético, del ideal sacerdotal, a pesar de ser éste el ideal nocivo par excellence, una voluntad de final, un ideal de décadence. Respuesta: no porque Dios esté actuando detrás de los sacerdotes, como se cree de ordinario, sino faute de mieux [a falta de algo mejor], porque ha sido hasta ahora el único ideal, porque no ha tenido ningún competidor. «Pues el hombre prefiere querer incluso la nada a no querer»... Sobre todo, faltaba un contra ideal, - hasta Zaratustra. Se me ha entendido. Tres decisivos trabajos preliminares de un psicólogo para una transvaloración de todos los valores. Este libro contiene la primera psicología del sacerdote”.[23]

Tenemos entonces, después del magnífico Zaratustra, dos obras demoledoras, encargadas de criticar y develar hasta las últimas consecuencias, los supuestos ideales y virtudes en los que se había fundado el mundo moderno. Si alguien le reclamaba al Zaratustra, la falta de claridad y la falta de un pensamiento sistemático, ahora Nietzsche le entregaba dos obras, en las que los mismos temas del Zaratustra, eran tratados con el rigor, y con la contundencia que muchos filósofos nunca habían logrado escribir. Pero, en lo esencial, encontramos que estas dos obras eran un preludio de una nueva filosofía, de una transvaloración de todos los valores. Concepto último que Nietzsche iría a incorporar en su obra.

Nos cuenta Andrés Sánchez Pascual que en el verano de 1887, “Nietzsche tomó la decisión de «no imprimir ninguna cosa más durante seis años». Pensaba dedicarse a elaborar su obra La voluntad de poder, para dar por fin, una exposición detallada de su filosofía”.[24]

Aunque apenas tiene 43 años sus dolencias físicas lo hacen parecer más a un anciano de 70, y aun así, escribe frenéticamente en medio de su soledad, y continúa trazando planes para su gran obra La voluntad de poder. Pero vendrá lo enigmático, Nietzsche cambia sus planes de escribir una gran obra, explanada en detalles y con una vasta elaboración argumental, y comienza una lucha desenfrenada contra el tiempo, ¿presentía Nietzsche que en menos de un año perdería completa y definitivamente la racionalidad?, ¿puede acaso un hombre antes de sumergirse en la misteriosa locura saber, qué es lo que le va a pasar? Las respuestas a estas dos preguntas, obviamente son negativas, pero entonces ¿qué llevó a Nietzsche a acelerar de esa forma sus proyectos de escritura? Eso no soy capaz de contestarlo yo. Lo que sí podemos afirmar, es que Nietzsche nunca escribió un libro llamado La Voluntad de poder, lo que editaron luego con este hombre fue una atrevida colección de escritos de Nietzsche, que él simplemente dejó en muchos papeles dispersos y que no obedecían a una voluntad del autor de publicar tales textos en ese estado. Finalmente la decisión de Nietzsche en agosto de 1888 fue publicar el libro el Crepúsculo de los ídolos.

¿Qué dijo el propio Nietzsche de este escrito?:

“Este escrito, que no llega siquiera a las ciento cincuenta páginas, de tono alegre y fatal, un demón que ríe, obra de tan pocos días que vacilo en decir su número, es la excepción en absoluto entre libros: no hay nada más sustancioso, más independiente, más demoledor, más malvado. Si alguien quiere formarse brevemente una idea de cómo, antes de mí, todo se hallaba cabeza abajo, empiece por este escrito. Lo que en el título se denomina ídolo es sencillamente lo que hasta ahora fue llamado verdad. Crepúsculo de los ídolos, dicho claramente: la vieja verdad se acerca a su final. No existe ninguna realidad, ninguna «idealidad» que no sea tocada en este escrito (tocada: ¡qué eufemismo tan circunspecto!...). No sólo los ídolos eternos, también los más recientes, en consecuencia los más seniles. Las «ideas modernas», por ejemplo. Un gran viento sopla entre los árboles y por todas partes caen al suelo frutos, verdades. Hay en ello el derroche propio de un otoño demasiado rico: se tropieza con verdades, incluso se aplasta alguna de ellas con los pies; hay demasiadas... Pero lo que se acaba por coger en las manos no es ya nada problemático, son decisiones”.

En este punto sí quiero compartir un fragmento del Crepúsculo de los ídolos:

“¿Cuál puede ser nuestra única doctrina? que al ser humano nadie le da sus propiedades, ni Dios, ni la sociedad, ni sus padres y antepasados, ni él mismo (el sinsentido de esta noción que aquí acabamos de rechazar ha sido enseñado como «libertad inteligible» por Kant, acaso ya también por Platón). Nadie es responsable de existir, de estar hecho de este o de aquel modo, de encontrase en estas circunstancias, en este ambiente. La fatalidad de su ser no puede ser desligada de la fatalidad de todo lo que fue y será. Él no es la consecuencia de intención propia, de una voluntad, de una finalidad; con él no se hace el ensayo de alcanzar un «ideal de hombre» o un «ideal de felicidad» o un «ideal de moralidad», es absurdo querer echar a rodar su ser hacia una finalidad cualquiera. Nosotros hemos inventado el concepto «finalidad»: en la realidad falta la finalidad... Se es, necesario, se es un fragmento de fatalidad; se forma parte del todo, se es en el todo, no hay nada que pueda juzgar, medir, comparar, condenar nuestro ser, pues esto significaría juzgar, medir, comparar, condenar el todo... ¡Pero no hay nada fuera del todo! Que no se haga ya responsable a nadie, que no sea lícito atribuir el modo de ser a una causa prima; que el mundo no sea una unidad ni como sensorium ni como «espíritu», sólo esto es la gran liberación, sólo con esto queda restablecida otra vez la inocencia del devenir... El concepto “Dios” ha sido hasta ahora la gran objeción contra la existencia... Nosotros negamos a Dios, la responsabilidad en Dios, y sólo así redimimos al mundo. […] ¿Qué es la libertad? Tener voluntad de autorresponsabilidad. Mantener la distancia que nos separa. Volverse más indiferente a la fatiga, a la dureza, a la privación, incluso a la vida. Estar dispuesto a sacrificar a la causa propia hombres, incluido uno mismo. La libertad significa que los instintos viriles, los instintos que disfrutan con la guerra y la victoria, dominen otros instintos, por ejemplo a los de la «felicidad». El hombre ha llegado a ser libre, y, mucho más, el espíritu que ha llegado a ser libre, pisotea la despreciable especie de bienestar con que sueñan los tenderos, los cristianos, las vacas, las mujeres, los ingleses y demás demócratas”.[25]

No escribe la Voluntad de Poder, pero, sí escribe una de sus últimas obras: El Anticristo.

Nietzsche luego comienza a escribir El Anticristo, su obra cumbre, en septiembre de 1888. Ya para ese entonces había renunciado a escribir La voluntad de poder, ahora lo que hacía, era elaborar el primer libro de su Transvaloración de todos los valores. Cuando lo hubo terminado, comprendió que éste no era el primer libro de cuatro que había proyectado para tal Transvaloración, comprendió que lo que había escrito era ya una totalidad, El Anticristo era ya completo la Transvaloración de todos los valores que él estaba esperando, y esta Transvaloración era en definitiva La maldición sobre el cristianismo, frase última que Nietzsche dejó como subtítulo de tan controvertido libro.

Giorgio Colli nos explica tal asunto: “¿Por qué, poco después de haber escrito El Anticristo, Nietzsche considera que ha cumplido ya la muy anhelada «Transvaloración de todos los valores»? Quizás porque en este breve momento antes de que la desatinada voluntad de realizar lo inactual lo llevase al delirio de la locura le parece verdaderamente haber encontrado la expresión decisiva, cuyo impacto sobre las conciencias somnolientas pudiese desencadenar el gran incendio, traducir a la realidad concreta el pensamiento del más solitario. No se equivocaba del todo, porque la agitación provocada por este libro se propaga todavía hasta hoy. […] Cristianismo involucra así moral, metafísica, justicia, igualdad de los hombres, democracia, resume en sí los valores del mundo moderno. La destrucción del cristianismo, por esa razón, es verdaderamente según Nietzsche una transvaloración de «todos» los valores”.[26]

Nietzsche escribió el Ecce Homo, la magnífica autobiografía que he venido citando, entre octubre y noviembre de 1888.

En enero de 1889 salió de su casa por un momento, al ver que un hombre maltrataba mucho a un caballo, se fue hasta el animal y lo abrazó fuertemente para protegerlo, y desde ese momento perdió por completo la conciencia y quedó sumergido en la locura, mejor dicho, en la euforia y el silencio de un hombre que no volvería a razonar.

Ya estaba sólo antes de sumergirse en el aislamiento absoluto a pesar de su incomparable grandeza, el discípulo del filósofo Dioniso, el pensador más importante de la época, vivía en la más profunda y sombría soledad.

Antes de su glorioso año de 1888, año de creación del Anticristo y el Ecce Homo, en enero de 1889 se produjo la disolución mental de Nietzsche. La causa de esta catástrofe, se dijo, fue posiblemente una infección de sífilis, el diagnóstico de los médicos fue que Nietzsche sufrió una parálisis progresiva… se ha debatido mucho sobre este tema, pero como no somos médicos ni tenemos los recursos para ampliar esta tesis, conformémonos con la trágica certeza de que, sea por sífilis o por cualquier otro motivo, a partir de 1889 la consciencia de Nietzsche se dispersó por completo. Y ahora su cuerpo silencioso también buscaba su ocaso.

Pocos días antes de su hundimiento, en los primeros días de enero, Nietzsche envió unas cartas donde ya se evidenciaban manifestaciones de locura, veamos. Le escribe Jacob Burckhardt: “Querido señor profesor, al final me habría gustado más ser profesor en Basilea que Dios; pero no me he atrevido a llevar mi egoísmo personal tan lejos como para saltarme la creación del mundo”.

Le escribe a Meta Von Salis lo siguiente: “El mundo está transfigurado puesto que Dios está en la tierra. ¿No ve usted cómo todos los cielos se alegran? Acabo de tomar posesión de mi reino, arrojo al Papá en la cárcel y hago fusilar a Wilhelm, Bismark y Stoecker”.

El 5 de enero le escribe a Jacob Burckhardt: “Mañana viene mi hijo Humberto con la encantadora Margarita, a los que yo recibo, sin embargo, sólo en mangas de camisa. […] Wilhelm, Bismark y todos los antisemitas, suprimidos”[27].

Otro hecho curioso es que estas misivas, no las firma con su nombre, sino simple y llanamente El Anticristo.

Curt Paul Janz nos cuenta en su magistral biografía de nuestro filósofo, que en ese momento, “Nietzsche no sólo pierde las riendas de la realidad, de su identidad y sentimientos, sino que se le escapan también sus secretos más guardados”.

A la esposa de Wagner, la señora Cosima Wagner, le escribe: “Ariadna, te quiero”. Otra vez a Burckhardt: “Ahora es usted –eres tú- nuestro gran maestro, el más grande: puesto que yo, junto con Ariadna, sólo he de ser el equilibrio dorado de todas las cosas, tenemos en cada trozo aquellos que están por encima de nosotros… [Firma] Dioniso”.

En unas ocasiones firmó como El crucificado, otras como El Anticristo otras como Dioniso. Luego de estas cartas vendría el episodio del abrazo al caballo maltratado y en adelante, Nietzsche se perdió en sus propios mundos y se alejó radicalmente de la realidad.

Cuando sus amigos se extrañaron de estas cartas maniáticas, y que el mismo Burckhardt advirtiera que había un gran problema, Overbeck decidió ir a buscar a Nietzsche. Esta fue su narración de tan dramático encuentro: “Veo a Nietzsche en una esquina del sofá, encogido y leyendo, tremendamente deteriorado en su aspecto externo, él me ve y se precipita hacía mí, me abraza con fuerza reconociéndome, y se hace un mar de lágrimas, vuelve después de convulsiones, a hundirse en el sofá. […] Instantáneamente se tranquilizó, y, riendo, comenzó a hablar de la gran recepción que estaba preparada para la noche. Con ello Nietzsche se movía en un círculo de delirios del que no volvió a salir […] Sucedía que, exaltándose, sin medida en fuertes cánticos y frenesíes al piano, recuperaba jirones del mundo de ideas en el que había vivido últimamente; entonces en frases cortas, pronunciadas con un tono indescriptiblemente apagado, dejaba escuchar cosas sublimes, maravillosamente visionarias e indeciblemente terribles sobre sí mismo como sucesor del Dios muerto”.[28]

Luego Overbeck llevó a su amigo a una clínica en Basilea, el viaje no fue fácil, para tranquilizarlo, hubo que decirle que él era un príncipe y que por eso toda la gente lo miraba con atención, pero que por su condición procurara pasar sin saludar a nadie, y sólo de esa forma se calmó. Finalmente ya en Basilea, fue internado y allí estuvo 14 meses, días llenos de insomnio, intranquilidad, gritos, y cantos ruidosos. Su madre lo visitó, él la reconoció y le dijo: “Ah mi querida y buena mamá, me alegro de verte…. Mira en mí el tirano de Turín”.

Luego siguió hablando insensateces, ella también comprendió que su hijo ya se había ido, que no era el mismo. Acaso un niño en el cuerpo de un hombre de mirada grave y profunda, sí, un niño, luego su madre lo llevó consigo a su casa para procurarle su cuidado maternal. Parecía ser que un círculo se había cerrado.

Quiero terminar, con la presentación más lúcida que hizo de sí mismo antes de ingresar al silencio misterioso de la locura.

“Como preveo que dentro de poco tendré que dirigirme a la humanidad presentándole la más grave exigencia que jamás se le ha hecho, me parece indispensable decir quién soy yo.

[…] Yo soy un discípulo del filósofo Dioniso, preferiría ser un sátiro antes que un santo. Pero léase este escrito. Tal vez haya conseguido expresar esa antítesis de un modo jovial y afable, tal vez no tenga este escrito otro sentido que ése. La última cosa que yo pretendería sería «mejorar» a la humanidad. Yo no establezco ídolos nuevos, los viejos van a aprender lo que significa tener pies de barro. Derribar ídolos («ídolos» es mi palabra para decir «ideales»), eso sí forma ya parte de mi oficio. […] El ateísmo yo no lo conozco en absoluto como un resultado, aun menos como un acontecimiento: en mí se da por supuesto, instintivamente. Soy demasiado curioso, demasiado problemático, demasiado altanero para que me agrade una respuesta burda. Dios es una respuesta burda, una indelicadeza contra nosotros los pensadores. […] Por qué soy yo un destino. Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el recuerdo de algo mostruoso, de una crisis como jamás la hubo antes en la Tierra, de la más profunda colisión de conciencias, de una decisión tomada, mediante un conjuro, contra todo lo que hasta este momento se ha creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita. Y a pesar de todo esto, nada hay en mí de fundador de una religión; las religiones son asuntos de la plebe, yo siento la necesidad de lavarme las manos después de haber estado en contacto con personas religiosas. No quiero «creyentes», pienso que soy demasiado maligno para creer en mí mismo, no hablo jamás a las masas. Tengo un miedo espantoso de que algún día se me declare santo; se adivinará la razón por la que yo publico este libro antes, tiende a evitar que se cometan abusos conmigo. No quiero ser un santo, antes prefiero ser un bufón. Quizá sea yo un bufón. […] ¿Se me ha entendido? No he dicho aquí ni una palabra que no hubiese dicho hace ya cinco años por boca de Zaratustra. El descubrimiento de la moral cristiana es un acontecimiento que no tiene igual, una verdadera catástrofe. Quien hace luz sobre ella es una force majeure [fuerza mayor], un destino, divide en dos partes la historia de la humanidad. Se vive antes de él, se vive después de él. El rayo de la verdad cayó precisamente sobre lo que más alto se encontraba hasta ahora: quien entiende qué es lo que aquí ha sido aniquilado examine si todavía le queda algo en las manos. […] ¿Se me ha comprendido? - Dioniso contra el Crucificado.”[29]

Finalmente el 25 de agosto del año 1900, después de un ataque de apoplejía Nietzsche murió, murió su cuerpo, pues que su alma, hacía ya mucho tiempo que se había ido primero.

Pero no faltaron las paradojas, su entierro se dio en el cementerio de un iglesia cristiana, un cortejo fúnebre acompañado con el sonar de las campanas de una iglesia cristiana junto a la lectura de fragmentos del Zaratustra y El Anticristo, más contradictorio no pudo ser.

He aquí presentada brevemente la vida de Nietzsche.

Muchas gracias,

Frank David Bedoya Muñoz

[1] Citado en: Rüdiger Safranski, Nietzsche Biografía de su pensamiento, Fabula Tusquets Editores, 2001, p. 379.

[2] Ibíd., p. 379.

[3] Ibíd., p. 380.

[4] Friedrich Nietzsche, Mi vida. Tomado de www.nietzscheana.com.ar

[5] Friedrich Nietzsche, Correspondencia I, Editorial Trotta, 2005, p. 336.

[6] Friedrich Nietzsche, Fatum e historia, Tomado de www.nietzscheana.com.ar

[7] Mazzino Montinari, Lo que dijo Nietzsche, Salamandra, 2003, p. 51.

[8] Friedrich Nietzsche, Correspondencia, Editorial Trotta, 2005, p. 397.

[9] Ibíd., p. 548.

[10] Nietzsche Friedrich, Ecce Homo, Alianza Editorial, 2002, p. 29

[11] Mazzino Montinari, Lo que dijo Nietzsche, Salamandra, 2003, p. 69.

[12] Ibíd., p. 76.

[13] Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Alianza Editorial, 2002, p. 75.

[14] Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Alianza Editorial, 2002, p. 83.

[15][15]

[16] Friedrich Nietzsche, El viajero y su sombra, Editores Mexicanos Unidos, 1999, p. 169.

[17] Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Alianza editorial, 2002, p. 98.

[18] Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Alianza editorial, 2002, p. 101.

[19] Friedrich Nietzsche, Ecce homo, Alianza Editorial, p. 113.

[20] Mazzino Montinari, Lo que dijo Nietzsche, Salamandra, 2003, p. 119.

[21] Ibíd., p. 122.

[22] Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Alianza editorial, 2002, p. 119.

[23] Ibíd., p. 121.

[24] Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, Alianza Editorial, 1998, p. 7.

[25] Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, Alianza Editorial, 1998, p. 75 y 121.

[26] Giorgio Colli, Introducción a Nietzsche, Pre Textos, 2000, p. 220.

[27] Curt Paul Janz, Friedrich Nietzsche. 4. Los años de hundimiento, Alianza Editorial, 1985, p.23.

[28] Ibíd., p. 33.

[29] Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Alianza editorial, 2002