Hijo de zapatero

Hijo de zapatero

En las horas de la madrugada, del día 3 de febrero de 1978 -un niño que iba a ser apresurado desde el principio- hizo sentir a su madre los dolores del parto. Ella siempre luchadora y consciente, en lugar de dejarse llevar por el dolor y esperar a que alguien la auxiliara -como era lo más lógico-, decidió levantarse afanada a ayudarle a su esposo a terminar veinte pares de zapatos amarillos, que eran lo único que tenían para costear el alumbramiento de su segundo hijo.

León Bedoya y Miriam Muñoz nunca olvidarán el color amarillo de los zapatos que fabricaron en esa oscura mañana. El niño acelerado no dejó terminar los benditos zapatos y tuvieron que irse para el hospital. El zapatero, siempre amador de la vida, no pudo presenciar el nacimiento de su hijo porque tuvo que devolverse a la casa a terminar los veinte pares. Ahora sus dos únicos deseos eran que el niño naciera bien y que le pagaran los zapatos de una vez para poder cancelar la cuenta del nacimiento.

Entre tanto, nacería a las 7 de la mañana un niño que aprendería con el tiempo la fragilidad del mundo, la complejidad de la vida política colombiana, las tragedias de los miles de campesinos que fueron expulsados de su tierra a luchar en la ciudad, a aprender oficios artesanales para encarar la vida con temeridad. Con toda la vitalidad de un campesino antioqueño, liberal, gaitanista, con la nobleza de un campesino agricultor, sin lamentaciones ni quejas por el mundo y sí con mucha gallardía, con la dignidad y la alegría con que se hicieron veinte pares de zapatos amarillos, nació un niño que no aprendió el oficio de hacer zapatos, pero si el oficio de pensar y escribir con pasión.

Las letras serían sus zapatos.

A las 11 de la mañana León terminó sus zapatos, fue a entregarlos, y se los pagaron de una vez tal como lo esperaba, se fue dichoso a la clínica por la mujer y por aquel muchachito, que entre zapatos y zapatos por ahí anda escribiendo hoy.

Frank David Bedoya Muñoz

3 de febrero de 2015