irse

Irse

Dibujo de Franz Kafka

Lo único que le quedaban eran sus libros y muchas botellas vacías; parte de su último sueldo lo tenía bien guardado para pagar otro mes de arriendo. Ya no tenía más dinero con que beber. En el último colegio donde trabajó, un cura prepotente lo había ultrajado. ¿De qué valía ser un maestro brillante si por un sueldo miserable un rector lo trataba peor que a un plebeyo? Renunció furioso, malherido. Llevaba varios días tomando solo en su casa, al principio con rabia, después, poco a poco, cambió la ira por la melancolía, al contemplar su mísera libertad; ahora pasaba el tiempo deleitándose con su música preferida —que era la banda sonora de una película francesa—, con su tristeza y con su soledad, aquellos estados del alma que parecían regocijarse bien con las notas de los pianos que inundaban el aire ya sofocado de vodka barato.

La dueña de la casa, doña Julia, que vivía abajo, miraba con intriga y con pesar a aquel “muchacho loco, que hasta hace poco era un profesor, pero que ahora se estaba dejando perder por el trago”. Aunque Manuel eludía bastante a doña Julia, ella terminó apreciándolo como a un hijo descarriado.

Manuel Rivas, filósofo de profesión y exprofesor de varios colegios de secundaria en Medellín, ahora era un completo desastre; dejó de afeitarse y su barba, que no crecía completa, le daba un aire de pordiosero bien bañado. Un martes al mediodía se despertó con una idea estúpida: empeñaría la nevera y el televisor, con ese dinero entregaría la casa, pagaría los servicios atrasados y con lo que tenía guardado —que no era mucho— se iría sin rumbo fijo a tomar aguardiente como un “caballo asoliao”; sin rumbo fijo pero eso sí, empezando por Amagá, último refugio de los borrachos e intelectuales pobres. Estaba de moda irse para Santa Elena, pero Manuel odiaba el esnobismo de sus colegas que creían que ese monte con neblina era Europa. “Mejor me voy pa’ un pueblo de verdad”. Y según él, uno de ellos era el pueblito minero del sur del Valle de Aburrá.

Salió decidido, buscó una prendería en el parque central de La Estrella —él vivía a dos cuadras—, preguntó cuánto le prestaban por los dos únicos objetos que tenía de valor, pruebas materiales de su anterior intención fracasada de llevar una vida “normal”. Lo convenció la cifra que le ofrecían, él sabía que luego no los iba a reclamar; estos electrodomésticos costaban más, pero era tan testarudo, apresurado y derrochador que ya estaba decidido: lo que le daban era justo lo que necesitaba para partir. Buscó a un muchacho con una carreta —tuvo la suerte de que era mudo, “así no preguntará nada”, pensó— y comenzó la diligencia. Doña Julia, que no tenía otra ocupación distinta a la de estar pendiente de su inquilino, salió a ver desfilar la nevera casi nueva por las escaleras. Manuel fingió apresuramiento para evitar alguna pregunta, pero al ver los ojos de intriga que se reflejaban en los gruesos lentes de su vecina, prefirió decirle de una vez.

—Tengo que irme antes de lo previsto, pero no se preocupe que no me estoy volando, ahora regreso y le cuento más.

Le sonrió levemente, que ya era mucho, casi nunca lo hacía para evitar cuestionarios más largos. Ella lo miró otra vez, con esa mirada de desilusión que ponen las abuelas por “la juventud de ahora que se ha echado a perder”. Luego fue el desfile del televisor, una mesa, unas sillas y unos peroles de cocina sin utilizar, se los regaló al ayudante que, afortunadamente, no podía decir nada.

Regresó con el dinero, estaba ansioso, quería desaparecer. Cuando le entraban ganas de irse de un lugar, a Manuel le iba dando un desespero y todo lo quería hacer en un santiamén, a pesar de que nada lo obligaba a correr. La vecina seguía pendiente. Manuel subió, ahora no quedaba casi nada, sólo dejó para sí sus libros preferidos, que eran las obras incompletas de Nietzsche en edición de bolsillo y unos poemas de Porfirio Barba-Jacob, la ropa que tenía puesta y cuatro desaliñados atuendos más. Agarró los libros que no podía cargar y se los llevó a Sofía, una amiga-amante (más amiga que amante) que vivía cerca, y se entusiasmó tanto con el gesto de Manuel al dejarle sus libros, que de despedida le volvió a hacer el amor. Manuel no se resistió a la oferta, pero como estaba apresurado copuló con ella como si fuera un gallo, le dijo después del último gimoteo que lo perdonara pero estaba de afán.

—En verdad casi no me queda tiempo.

Sofía le vio la cara de mentiroso y al sentirlo tan afanado lo miró con complicidad y no le dijo nada para que se pudiera marchar.

Manuel regresó rápido; doña Julia, que seguía pegando el ojo tras la ventana de su sala, lo vio subir. La casa ahora estaba vacía y Manuel se puso a barrerla, le quedaba un poco de consideración; botó las botellas vacías, ojeó por última vez aquellas paredes que presenciaron sus extravagancias de solitario. Bajó por fin a entregar las llaves y el dinero: la vecina ya lo esperaba en la acera.

—Doña Julia, me tengo que ir, me salió un trabajo nuevo en otro municipio y no lo puedo desaprovechar.

—¿Y qué hiciste con la nevera muchacho? ¡Qué pesar!

—No me la podía llevar. Aquí está su plata y la de la última factura de la luz, cuídese mucho y muchas gracias por todo.

—Muchacho, pero no te pongas a beber, si tienes que volver regrésate que yo te vuelvo a alquilar la casa.

Doña Julia contó los billetes con inquietud y le siguió preguntando.

—¿Y fue que conseguiste otro trabajo de profesor?

En eso Manuel si no le quiso mentir.

—No doña Julia, el pendejo hace mucho rato se acabó.

No la quiso mirar más y se marchó.

Manuel Rivas, licenciado en Filosofía y Letras, el miércoles a las diez y media de la mañana yacía borracho en las escalinatas del atrio de la iglesia de Amagá, con una botella en la mano, un fuerte rayo de sol en su cara y la gente pasándole por un lado.

Frank David Bedoya Muñoz.