Autobiografía de un hombro malherido

Autobiografía de un hombro malherido

El relato: “El niño que se hizo ateo sin conocer a Nietzsche” contiene muchas verdades, pero al mismo tiempo oculta algunas otras cosas; hoy quiero develar una de ellas.

Yo me hice ateo por un miedo inmenso a que ocurrieran dos cosas:

Primero: que “dios” en tanto que “lo podía ver todo”, entonces, él podría ver todos mis pecados sexuales cuando yo era adolescente, pecados que cometí con alguna vecina; era tanto el temor sobre este asunto, que de tanto pensar en ello terminé descubriendo -sin leer a Nietzsche- que “dios” simplemente era una patraña. Es decir, que para fortuna mía: los placeres del “mal” me salvaron desde muy pronto de ser creyente.

Segundo: desde muy niño, antes de que surgiera mi precocidad sexual, yo, ya contenía un tipo libidinal narcisista muy grande, tan grande: que a la corta edad de siete años, yo temía que alguien “cuando escribiera mi historia” contaría tanto las virtudes como mis vicios; y a la edad de siete años yo ya sabía que tenía más vicios que virtudes. Es curioso revelar que mi narcisismo era tan grande, que antes de cumplir diez años, yo, ya estaba preocupado por lo que iban a escribir sobre mí mis futuros biógrafos.

En el relato “Aures” conté cuál fue mi primer atisbo de conciencia. Ahora quiero repetir ese pequeño fragmento de dos párrafos, porque demuestra que yo no sólo me hice intelectual por anticipación sexual, sino que ante todo, yo me hice intelectual por un dolor inmenso, un dolor que determinó el rumbo de mi existencia, un dolor que sufrí a los tres años de edad.

Tengo tres años, en este punto sucede el primer atisbo de mi conciencia. Voy en un autobús, es de noche, estoy sentado al lado de la ventanilla, veo la oscuridad de la noche como chorreándose por la velocidad entre claros y oscuros de árboles que se suceden rápidamente. A mi lado está una señora y un señor totalmente extraños para mí; son mis tíos, pero cómo saberlo. Me llevan de regreso a Medellín porque estoy muy enfermo. No resistí el frío de la capital. Me han separado de mi familia. A pesar de mi corta edad yo no entiendo, pero ya “pienso”. Es un recuerdo que no me abandona, este episodio lo he contado mil veces y de múltiples formas; es la memoria fijada sin tiempo ni espacio de un niño que se marcha y que es condenado así a la soledad. Tampoco es una tragedia, ni nada extraordinario, simplemente fue, y no se va.

Comienzo de la soledad. En el barrio 12 de Octubre estoy sentado en lo alto de un barranco, hay un caminito. Aún tengo tres años, o quizá ya cuatro, no sé. Todas las tardes estoy sentado esperando que por ese caminito aparezca mi madre, también espero a mi padre y a mis hermanos; pero ese niño solo estaba pensando en su mamá. Fueron muchas tardes, por fin en alguna de ellas aparecieron. Mientras otros niños jugaban, yo adquirí la costumbre de quedarme quieto y ponerme a “pensar”.

Como saben mis amigos, a mí me encanta viajar por la ciudad en bicicleta, pero últimamente, de la manera más irracional, estuve tomando algunos tragos de licor antes o durante mis recorridos nocturnos en ella; al principio eran pocos tragos, y con buena música, viví unos paseos nocturnos maravillosos por la ciudad de Medellín. Pero, la noche en que celebramos el fin de la guerra entre la oligarquía y las FARC, esa noche me tomé no pocos tragos. Es más, de plano me emborraché del todo, total que en uno de los actos más irresponsables de mi vida salí a media noche borracho desde el centro de Medellín hasta el sur del valle del Aburrá en mi “terremoto”. Me dormí pedaleando y sólo me desperté cuando caí brusca y velozmente sobre mi hombro derecho que sufrió el impacto violento del golpe. Así que por fortuna fue mi hombro quien recibió el golpe y no mi cabeza, que de haber sido mi cabeza, esa noche yo pude quedar muerto.

La mayor felicidad en la existencia de mi niña Juliana -que está a punto de cumplir tres años- es el instante en que todas las noches su papá regresa a casa; o cuando el papá llega muy tarde, la felicidad de mi hija es encontrarme por las mañanas en mi habitación.

Escribo esto no por una necesidad de confesión cristiana, sino porque con este episodio yo entendí por fin: por qué, no se trata de que gane el ELLO, como esperaba Nietzsche; sino que de lo que se trata: es de fortalecer el YO para gobernar el ELLO sin reprimir a este último, como esperaba Freud.

Yo siendo consecuente con el amor infinito que siento por Juliana, jamás volveré a ser tan bruto de poner en riesgo mi integridad física, de morirme antes de tiempo, y propiciarle a Juliana un dolor infinito, cuando un día le tengan que explicar “que su papá se mató borracho en una bicicleta sin escribir su obra”. Yo, Frank David, voy a procurar cuidarme en demasía, para que Juliana pueda disfrutar a su papá, hasta que cumpla por lo menos diez ocho años.

Noche del 28 de agosto de 2016.

Increíblemente y aunque a nadie le interese por el momento -salvo quizá a mi madre, que espero a esta hora esté durmiendo- en este instante estoy igualito que hace atrás treinta y cinco años, en alguna casa del barrio 12 de Octubre de Medellín, en una habitación oscura, y en las tres habitaciones contiguas duermen mi tía y mi tío, aquella misma pareja que me trajeron de Bogotá para salvarme del frío, y que me dejaron en una habitación «durmiendo» pero que yo a los primeros tres años de mi vida, pasé una noche completa sin poder dormir, y por eso desde entonces, a mí no me gusta dormir de noche... y por eso, ahora, 35 años después yo estoy viviendo una situación idéntica, salvo que ahora ya entiendo la situación, y ahora no tengo miedo, y ahora en cambio, escucho con mis audífonos, a Mercedes Sosa y tengo a esta hora despierto al corazón.

Y Mercedes Sosa canta: “… Uno se despide, insensiblemente de pequeñas cosas, lo mismo que un árbol, que en tiempo de otoño se queda sin hojas. Al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas y esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón. Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amo la vida y entonces comprende como están de ausentes las cosas queridas, por eso muchacho, no partas ahora soñando el regreso que el amor es simple y a las cosas simples las devora el tiempo…”

Y esa noche lloré en silencio, sollocé por unos minutos que parecían infinitos, y mientras lloraba en esa habitación -así como cuando era un niño de tres años-, lloré y lloré… y mi hombro me estaba doliendo mucho.

Entre tanto, un ignorante atrevido e irrespetuoso me ha dicho que yo carezco de «unidad ideológica» dado que yo puedo pasar de glorificar, por ejemplo, a Fidel Castro y a Hugo Chávez, para luego, al poco tiempo después, pasar a glorificar a Jorge Gómez y a Jorge Robledo (dicho sea de paso: éstos últimos: críticos sin compasión del castro-chavismo); o para luego por ejemplo, pasar a glorificar a dos muertos como si estuvieran vivos: Juan Rulfo y Rodrigo Saldarriaga; o mucho peor aún: pasar de glorificar a unos genios como Marx, Nietzsche y Freud para luego al instante después pasar a glorificar a unos «músicos vagos y afeminados» como lo son Manu Chao, Fito Páez y el recientemente fallecido Juan Gabriel. Y yo guardando mi serenidad habitual y mi jovialidad genuina, virtudes que suelen ser confundidas con embriaguez o con locura, yo con mi calma habitual: le respondí al ignorante que me estaba increpando «porque yo soy una máquina de glorificar ídolos inexistentes o porque yo soy una máquina de endiosar a gente que no es nadie» yo con mi calma habitual le dije a este irrespetuoso, yo le dije que el que carecía de «unidad ideológica» era él, cuya ignorancia además le impedía entender aquel aforismo nietzscheano que dice: «Sólo es grande quién admira lo grande»; y este pobre sujeto me miró como con desesperación y me dijo que mejor no volviéramos a conversar «porque yo era una máquina de prolongar narcisismos incluyendo el mío propio que era el más grande de todos» y que yo excluía a las demás personas «ecuánimes, razonables, demócratas y cristianas como él» y yo le dije que lamentaba profundamente que él ya no quisiera hablar conmigo: porque por primera vez, sobre esta última idea: de que yo era una máquina de identificar narcisismos excluyendo todo lo demás, o sea, todo lo vulgar; que en eso, yo, sí estaba plenamente identificado con él. Él ya, en ese instante perdió la poca paciencia que tenía, no me dijo nada más, me miró como cuando uno mira a un loco que no tiene remedio, me dejó hablando solo y se marchó.

Mi hombro está malherido, aún me sigue doliendo, mi verdadera obra está por venir.

Frank David Bedoya Muñoz

Itagüí, 3 de septiembre de 2016