Autoficción

©Frank David Bedoya Muñoz

©Ediciones Zaratustra

Edición digital: 2021

Está permitida la reproducción en todo o en parte,

siempre y cuando se citen el autor y la fuente.

 


 


Contenido


Presentación

El niño que se hizo ateo sin conocer a Nietzsche

El cura, las muchachas y el maestro perverso

Irse

SÁULE (La novela) Capítulos 1 y 2

La muerte voluntaria de Francisco Cadavid

Dioniso Gastón

 

 

Presentación


"Autoficción: en 1977, el escritor Serge Doubrovsky creó este neologismo en su novela Fils para designar un género literario que se define por un pacto que asocia dos tipos de narraciones: autobiografía y ficción. Se trata, en consecuencia, de un cruzamiento entre un relato real de la vida del autor y un relato ficticio que explora una experiencia vivida por éste". (Élisabeth Roudinesco, Lacan, frente y contra todo, 2011)

Reúno en esta publicación mis relatos que incluyen algo de ficción, han sido un esfuerzo para acercarme a la literatura, el camino no ha sido fácil. El ensayista-historiador, a veces siento, quiere aplastar al literato y no dejarlo ser. Esta literatura no es autobiográfica totalmente, en estos relatos he mezclado autobiografía y ficción. Hacer ficción me parece muy difícil, creo que los neuróticos obsesivos estamos presos de la realidad. Sin embargo, en estos relatos creo que he logrado la Autoficción.

Tres de estos relatos ya han sido publicados en la edición impresa del libro En lo alto de un barranco hay un caminito y los demás los he publicado en mi portal webZaratustra. Los relatos cien por ciento biográficos los he descartado acá, porque al parecer solamente cuando logramos la ficción, es que logramos acercarnos a la enigmática y esquiva literatura; la literatura  se parece a una mujer.

Incluyo además una novela “fracasada”: Sáule, fracasada porque sólo he podido escribir -hasta ahora- dos capítulos, pero, aunque no he podido continuarla, estos dos capítulos siguen siendo mi esperanza para escribir, en ellos(y en los dos últimos relatos  que agregué a esta edición) logré alcanzar la ficción “total”, aunque aún se desnuda un terrible Yo.

Busco lectores, uno escribe para que lo lean. Esa es la explicación más simple que se pueda dar para el anhelo de escribir. La veracidad, me enseñó Juan Rulfo, está en lo más sencillo. Y en la ficción también hay veracidad.

Frank David Bedoya Muñoz Itagüí, 8 de febrero de 2021.



El niño que se hizo ateo sin conocer a Nietzsche

 


—Ven Juan, vámonos para el cuarto de atrás, aprovechemos que todos están ocupados, no se van a dar cuenta.


Sólo bastaron esas palabras pronunciadas por una chiquilla, que ni siquiera tenía lo senos aún bien formados, para que el pequeño Juan ingresara al mundo inmisericorde de la angustia.


—Dale —agregó la otra amiguita, con una mirada más lasciva.

 

Juan estaba preso del pánico, pero a la vez su cuerpo enclenque estaba estremecido por la excitación. Dos muchachitas —ninguna de las dos tendría aún los quince años— estaban poniendo contra la pared al inofensivo Juan, que de hecho era ya un adolescente bastante nervioso.

 

Juan no era del todo inocente, ya sabía perfectamente a qué lo estaban invitando; lo sabía muy bien porque días atrás una vecina —esa sí mucho mayor, con sus carnes más tensas y mejor formadas—, lo había iniciado en los recovecos del placer, cuando en un día solitario aprovechó para enseñarle a Juan a jugar a los “esposos que hacían el amor todas las noches”.

 

En esta ocasión Juan no aceptó la nueva propuesta de sus amigas, no porque no quisiera hacerlo, sino porque lo asaltó un terror inmenso. Los adultos estaban, efectivamente, ocupados, pero no en cualquier ocupación: en el momento en que esas chiquillas endemoniadas lo invitaban a experimentar nuevos placeres, los “grandes” estaban rezando el rosario en la sala de la casa. Juan, que por ese entonces realizaba el cursillo para recibir la primera comunión, sintió que en esas circunstancias el pecado sería mortal. Otra cosa muy distinta sería si estuvieran ocupados en otros menesteres menos sagrados. Por más que lo quisiera —¡y vaya que sí lo estaba deseando!—, dijo que no. Sudó gotas frías al mismo tiempo que se negaba, y después salió huyendo de tremenda tentación, con su cuerpecito anhelante lleno de temblor.

 

Para aquellos días, Juan tenía que aprenderse de memoria el credo y hacer la confesión para su primera comunión. El credo no se lo aprendió, no porque tuviera mala memoria, sino porque desde la noche en que rechazó a sus amigas no había dejado de pensar en esa oportunidad que desperdició. Su mente era un caos; a ratos pensaba que había hecho lo adecuado y tenía su “conciencia” tranquila y salvaguardada, pero la mayoría de las veces lo asaltaba un pensamiento más insistente, su mente no paraba de imaginar todo lo que hubiese podido pasar esa noche y todo el placer que hubiese podido obtener. De esta manera Juan Cadavid, con tan sólo once años de existencia, ya se debatía entre los problemas más acuciosos del bien y del mal.

 

Llegó el día de la confesión y como era de esperarse Juan olvidó la última parte del bendito credo, luego pasó a la enumeración de sus pecados y esto fue lo único que se le ocurrió: “Padre he peleado mucho con mis hermanitos y un día fui muy grosero con mi mamá”. Lo de sus pensamientos lascivos lo dejó para sí. El sacerdote de la forma más mecánica y lánguida le impuso al muchachito la penitencia de rezar dos padrenuestros, tres avemarías y lo despachó. Juan ese día intuyó la tontería de ese sacramento y, defraudado, se marchó.

 

Pensó mucho en que la vaina no pasaba por el cura sino directamente por Dios. Seguramente él sí se hubiera dado cuenta si Juan hubiera cometido el sacrilegio de tremendo pecado mientras los demás estaban rezando.

 

Así seguía Juan todos los días con estas cuestiones “teológicas” en su cabeza, seguía al mismo tiempo con su máquina de pensamientos lujuriosos por lo que no había sucedido y cada vez con un mayor arrepentimiento por desaprovechar tal oportunidad. Juan no tenía sosiego, parecía quieto pero su mente no paraba de cavilar.

 

Un día se volvió a tropezar con una de las chicas y a Juan le sucedió algo peor. Ella lo miró ahora no con lasciva sino con desdén. Le lanzó —o por lo menos esto fue lo que Juan creyó— una mirada de pesar y de vergüenza que decía, “este niño fue un cobarde y un incapaz”. Lo vio como quien no quiere ver, como cuando las niñas ven a otros niños de su misma edad con cierta repugnancia. Ahí sí Juan perdió la poca tranquilidad que le quedaba, ahora además su ego estaba malherido, el arrepentimiento aumentó. Juan, que no era un niño grosero, esta vez sí pensó: “¿Cual pecador? Yo lo que soy es un güevón”.

 

Pasaron los días, pasó la comunión y Juan siguió con sus soliloquios interminables. Y llegó a una conclusión decisiva para su vida: “ese día hubiera aprovechado la invitación, Dios no se hubiera dado cuenta porque Dios no puede estar en todas partes a la vez… es imposible que al mismo tiempo nos esté mirando a todos”. Así razonó Juan. Un día en que la iglesia estaba vacía Juan se sentó por un largo tiempo —horas quizá— frente a una inmensa cruz. Miraba y miraba al Cristo crucificado, esperando que pasara algo, pero nada pasó. Juan se sintió engañado, frente a ese muñeco gigante de yeso, pensó: “si Dios no puede estar en todas partes es porque a lo mejor no está en ninguna”.

 

Sin darse cuenta de lo mucho que este pensamiento lo había liberado, poco a poco se desligó de ese sentimiento de culpa que tanto lo había atormentado.

 

Por esos días tomó la costumbre de salir a caminar. A la iglesia nunca más volvió.

 

“¡Que se me aparecieran las muchachas!”, así siempre iba pensando Juan.

 

 





El cura, las muchachas y el maestro perverso

 

Había jurado nunca trabajar más como profesor de colegios, y mucho menos en un colegio religioso. Era muy ateo y tenía en su cabeza toda la filosofía nietzscheana, estaba afiliado al único partido de izquierda en su país y sentía que iba a conquistar el mundo con las letras. Pero la dura realidad del desempleo, las deudas acumuladas y la pérdida inminente de su independencia económica, lo obligaron a tragarse su juramento. Un viernes de una mañana en que hacía un calor insoportable en Medellín, prestó un anticuado y caluroso cachaco; el nudo de la corbata amenazaba con ahorcarlo en cualquier momento, y el sentimiento de derrota lo llevaba arrastrado a una entrevista en un colegio parroquial.

 

Sabía investigar, dominaba la filosofía contemporánea, el psicoanálisis, la historia, la geografía y la geopolítica del siglo XX. Tenía el don de la palabra, y con el tiempo aprendió los secretos de la pedagogía: durante ocho años fascinó a centenares de estudiantes que pasaron por sus clases de sociales y de filosofía. Como enseñaba con tanta pasión, sus estudiantes lo adoraban. Era un auténtico intelectual, provocador y perspicaz con el conocimiento, que a nadie dejaba indiferente. Desde muy joven trabajó en uno de los colegios religiosos más prestigiosos de la ciudad. A pesar del éxito académico en sus clases, en este colegio solo duró tres años, finalmente fue echado de ese lugar por ateo y comunista.

 

La plenitud de su existencia la vivió en el segundo colegio donde trabajó. También era un colegio parroquial, pero, extrañamente, en este colegio existía libertad de cátedra y allí, en los cursos superiores de política y filosofía, aquel profesor, aún joven, vigoroso, atractivo, con ínfulas de sabio en ciernes, disfrutó seis meses de increíbles cátedras de inspiración y de felicidad del saber. Fue, en medio año, el profesor más amado y observado de la institución. Muchas alumnas estaban enamoradas de él, pero, por principios éticos, renunció a aprovecharse de su posición privilegiada y declinó frente a las tentaciones que no le faltaban día a día. El historiador, aún no graduado siquiera, veinteañero, estaba viviendo una luna de miel con el mundo, sabía ya a la perfección Las lecciones de los maestros de George Steiner: en la educación, el maestro auténtico es un seductor.

 

No se imaginó que pronto llegaría su decadencia, la humillación de verse sometido, juzgado, cuestionado y proscrito de la sociedad, en manos de un cura español franquista, con aire de inquisidor medieval.

 

Aquella mañana calurosa, mientras esperaba afligido en una sala de espera la entrevista que lo conduciría a las puertas de un completo infierno, recordó aquellos años mozos en que solo le faltaba volar.

 

De este segundo colegio, donde vivió prácticamente como un príncipe, no fue expulsado; como profesor aclamado, se dio el lujo de renunciar. Había decidido hacer un alto en su vida y emprendió un viaje temerario para conocer una revolución. Causó tanto impacto su renuncia —apenas seis meses de gloria transcurridos en este colegio—, que sus estudiantes decidieron hacerle una fiesta de despedida en una discoteca de moda en la ciudad. En medio de los tragos, de la música, una alumna lo sacó un momento del baile y lo llevó a un lugar apartado y oscuro. Allí, sin decir una palabra, la chica se abrió la chaqueta y ofrendó sus senos grandes, redondos, completamente desnudos para su profesor. Él, conmocionado y agradecido con ese gesto, cortésmente, como un caballero, como alguien que está en las alturas, la cubrió de nuevo sin tocarla y le dio un beso paternal en la cabeza a la alocada muchacha.

 

Después de su aventura política regresó al país. Sentía ya tanta confianza en sí mismo que no se había ocupado de salir a buscar trabajo. No le preocupaba su futuro inmediato; vivía, por el momento, de sus propios sueños. Un día lo llamaron de un colegio; sintió una grata sorpresa cuando supo que no lo llamaban de un colegio religioso, sino de una institución vanguardista, donde se privilegiaba la dignidad de los maestros y su formación académica. Allí fue vacunado contra el narcisismo: el rector de la institución era un maestro viejo con mucha experiencia, inmensamente sabio y mil veces superior intelectualmente a él. Por lo tanto se identificó con su jefe, maestro de maestros, y se convirtió, ya no en un profesor brillante que escandalizaba a curas, sino en un profesor laborioso, aprendiendo de la pedagogía libertaria y poniendo a prueba todos sus conocimientos, en un lugar del apartado sur del Valle del Aburrá, donde no solo había teoría sobre pedagogía sino la aplicación de la misma.

 

Más maduro y aplacado, el brillante profesor se convirtió en el discípulo amado. Transcurrieron cinco años de aprendizaje y de enseñanza vanguardista. Aunque aún seducía con el conocimiento, ahora le prestaba más atención a los métodos y empezó a confiar en la construcción colectiva del conocimiento con sus colegas. Claro que siempre buscaba la forma de sobresalir con lo único que sabía hacer bien en la vida: leer, escribir y conversar.

 

Solo hubo un problema: después de cinco años de consolidación como maestro, un complejo de lucha de clases lo hizo entrar en colisión existencial. El brillante y joven maestro, con tan solo treinta años cumplidos, ya con su carrera profesional terminada —obtuvo su grado como historiador a la vez que era profesor en este tercer y magnífico colegio—, decidió renunciar, pero, esta vez, renunciar del todo a ser profesor. No quería seguir enseñándole a hijos de la nueva burguesía de Medellín para él seguir siendo un pobre maestro, por más brillante que fuera, al fin y al cabo un pobre maestro. Su problema no era el dinero o la posición social, su problema era otro: “uno pa’ qué de izquierda si termina educando a la derecha”, así dijo, y renunció. Por esos días se identificó con El maestro de escuela de Fernando González, y mandó su quehacer docente al carajo; se sentía incomprendido y desengañado como Manjarrés.

 

En todo esto pensaba aquel exprofesor, molesto con la corbata y con los recuerdos que lo apretaban igual o peor, aquella mañana en que, humillado, después de tantas bravuconadas y juramentos; después de haberse dado el lujo de ser expulsado en un colegio, no por malo sino por bueno; después de haberse dado el lujo de renunciar en tan sólo seis meses de un colegio donde lo trataron como un rey; después de haberse dado el lujo de renunciar al mejor colegio de Medellín porque ya no quería enseñarles más a los hijos de la derecha; después de haber jurado que no volvería a ser profesor, y mucho menos en un colegio de curas; después de ambular uno, dos, tres años más como historiador desempleado, porque en eso se había convertido; después de que alguno de sus amigos de izquierda lo traicionara; después de constatar que en Colombia alguien sin dinero desde la cuna, sin palancas, con un “pinche” pregrado que no servía para nada, no podría vivir de la investigación, no conseguiría eso: vivir; que vivir como intelectual era una ilusión, ya casi un delirio patológico; después de haberse regodeado como un pavo real, diciéndole al mundo: “por mi voluntad de saber: triunfaré”; ahora derrotado, vestido como mesero pobre, con una maldita corbata que lo asfixiaba, estaba sentado allí, en una sala de espera, bajo un crucifijo, esperando que un cura lo atendiera para rogarle que le diera un trabajo de profesor, atormentándose por la idea de que para conseguir ese mal querido trabajo tendría que esconder todo su bagaje, toda su inteligencia, todo su ateísmo, todo su izquierdismo, y tragarse todas sus palabras, todas sus palabrotas, no sabía que tantas, algún día todas, se las tendría que atragantar.

Llegó el momento temido, seguía el calor insoportable, trató infructuosamente de ampliar el nudo de la corbata; finalmente el cura-rector lo hizo pasar a su oficina. Había dos profesores más como borregos esperando ya sentados en aquel lugar; él fue el tercero, se incorporó. El cura era un español de la orden agustiniana, más prepotente que los soberbios jesuitas que había enfrentado el profesor anhelante del principio de esta historia. Era bajo y robusto, tenía unos lentes gruesos como lupas que hacían más miedosa su mirada, siempre con el ceño fruncido, no dejó hablar ni una sola palabra a los tres candidatos, que estaban perplejos. El exprofesor estaba destrozado, observando la soberbia y callado como si estuviera muerto. El cura no les preguntó nada, dijo que ya lo había decidido todo en los exámenes previos de las hojas de vida, les dijo que allá no iban a enseñar nada, que lo que iban era aprender de la moral y la disciplina, no más. Como un capataz burdo, los miró con desdén por encima de su sotana negra y les dijo que los esperaba el lunes próximo en las primeras horas de la mañana. Ya habían sido admitidos en el colegio parroquial tal y tal. El exprofesor, ahora profesor una vez más, escuchó estas palabras como si fueran una condena al paredón.

 

Tuvo que fiar el fin de semana trajes con corbata: todos los días tenía que ir vestido como un pingüino, así hiciera calor. Trató de apaciguarse, de no pensar más en lo que fue y en lo que ahora no era. Se convenció a sí mismo de que tenía que estar callado. Empezaron las rutinas, el colegio simulaba un orden militar religioso sagrado: se comenzaba rezando en filas perfectas, donde cada profesor —director de grupo—, ceremonialmente, revisaba el uniforme impecable de sus alumnos; sin adornos, sin peinados extravagantes, estos jóvenes miraban a sus profesores con rabia disimulada, con resignación. En pleno siglo XXI los padres de familia de ese barrio elegían para sus hijos una educación confesional extremista. Era tan oscurantista el colegio, que no había reuniones ni espacios de discusión académica, sino reuniones para evaluar la disciplina. Había misas toda la semana. A aquel profesor orgulloso, que en sus principios se negaba a pisar una iglesia, le tocó aguantarse una misa semanal que le acribillaba su alma atea. Le dieron, además, una carga académica desproporcionada, le tocaba dar clases de sociales en todos los grupos, desde sexto hasta once. Era director de un grupo de octavo, donde estaban los alumnos de la edad más complicada, situación que se multiplicaba para el profesor, al tratarse de un salón de cuarenta o cincuenta especímenes de esa edad.

 

Dado el grado de frustración con que llegaba a ese lugar y el agotamiento con que salía de cada jornada, el profesor que antaño disfrutaba compartiendo el conocimiento con la juventud ahora iba tímido, bloqueado, sin saber por dónde empezar a dar unas clases que no le importaban a nadie. Ahora solo era una sombra de sí mismo; anduvo arrastrado los largos tres meses que estuvo allí, callado, observando la educación más retrógrada del país, martirizándose al recordar que estuvo en un paraíso de libertad tanto tiempo y que ahora estaba allí en esas tinieblas.

 

Un día, a primera hora de la mañana, los directores de grupo fueron obligados a tomar un pañuelo blanco para pasarlo por las mejillas de las alumnas asustadas que estaban en fila militar, humilladas mientras los profesores verificaban con el pañuelo que no tuvieran maquillaje. Ese día se sintió indignado al verse sometido a cometer semejante vejamen contra las chicas; hizo como que pasaba el pañuelo, pero no se atrevió a tocarlas por respeto a ellas y por compasión a sí mismo, por verse en esa situación. Luego vio al cura varias veces castigando a grupos completos, haciéndolos subir y bajar escaleras por el lapso de una hora, mientras los profesores, cómplices o víctimas, acompañaban al verdugo. Los ventanales de los salones tenían unos vidrios que no permitían ver de adentro para fuera, pero de afuera para adentro sí, de tal manera que el cura espiaba las clases junto con el coordinador de disciplina por todos los corredores. Cuando encontraban algún tipo de desorden entraban y regañaban al profesor por permitir tal indisciplina. Los muchachos, crueles como suelen ser, se ponían más necios cuando querían poner en aprietos a algún temeroso profesor.

 

Él, que había seducido a la juventud en el pasado con su palabra, ahora entraba a dar unas clases de sociales de la forma más simple y mecánica, les inventaba talleres para tenerlos ocupados y se quedaba largos ratos pensando en su desdichada existencia. Así como cuando los perros olfatean el temor y en ese instante es cuando deciden morder, los alumnos de los grados inferiores olían el miedo y el fracaso que cargaba el profe para crearle las más grandes algarabías. Con los cursos superiores, donde no tenía que ser niñero, en algunas clases, logró sacar vestigios de su fuerza de orador, y dio algunas clases que se asemejaban a sus buenas clases del pasado. Solo le tocaba en el grado once los miércoles, y empezó a añorar que todos los días fueran miércoles para no enfrentar a los niños de sexto a octavo, y llegar donde los grandes a enseñar algo que intentara siquiera asemejarse a lo del pasado.

 

Otra rutina despiadada consistía en que, cada descanso, todos los alumnos tenían que marchar, grupo a grupo, en filas de dos personas, dando varias vueltas completas por todo el colegio, algunas veces caminando, otras corriendo, para “apaciguarlos”; los profesores se paraban en sitios estratégicos para vigilarlos. En esas circunstancias, el profesor de sociales se vio obligado a esconder su mirada de desaliento. En cada caminata de los muchachos él se sentía como un animal extraño acorralado en su función de vigilante. Toda la pasión que un día tuvo estaba estrangulada por ese ambiente de opresión.

 

Ya no con la altivez de antes, sino con el alma de un perro machacado, cometió la imprudencia de enamorarse de una chica: era una mujer increíblemente hermosa, con toda la lozanía de las muchachas en flor de Marcel Proust; cada vez que ella pasaba, él la miraba, ya no con la alegría y la libertad de su mirada en el pasado, sino con los ojos derrotados de un suplicante. Empezó a querer más los miércoles porque podía ir a verla, empezó a preparar clases asombrosas para tratar de recuperar su imagen de intelectual y hacerse notar por ella. En las filas de la mañana, en las caminadas de los descansos, siempre trataba de encontrar los ojos de aquella adolescente que se convirtió en la única causa de interés para ir todos los días a ese suplicio de colegio. Ahora el profesor comenzaba a ser sospechoso porque “miraba mucho a sus alumnas”.

 

La tragedia baladí comenzó a acentuarse. Un día una chica de otro grupo, de un grado inferior, adolescente aún pero ya muy desarrollada corporalmente, con unos senos demasiado grandes para su edad, ineludibles para la mirada de cualquier mortal, fue con una transparencia que dejaba entrever sus pezones a todo el que quisiera verlos. Quizá todos podían ver, pero no ese profesor, sospechoso por su silencio; la chica ese día decidió ser la última en salir del salón, y aquel trapo de ser humano que era ya este profesor fue sorprendido por la chica mirándole aquellos pezones tiernos y oscuros que se querían salir de su blusa. Se vio descubierto, mirando como un perro hambriento aquella muchacha después que en el pasado desfilaran ante él centenares de chicas hermosas, a las que despreció afectivamente porque era su maestro, quien aun siendo tan admirado, nunca consideró aprovechar su condición.

 

Ahora, como un pusilánime, fue confrontado con el deseo carnal en el escenario más puritano y opresor de la religión.

 

Después de este incidente trató de no mirar siquiera a la chica de once de la cual estaba enamorado: se sentía culpable. Ya no era el profesor libertario. Ahora era un pedazo de carne llena de pecado. Empezó a caminar con la cabeza gacha, ya le dolía la nuca de tanto doblar su cabeza hacia el suelo.

Un día fue llamado a la oficina de la coordinación y él se fue lentamente con sus pasos pesados así como los tenía cuando llegó por primera vez; pero ahora era peor: ya no venía fracasado, sino fracasado y con un alto grado de culpabilidad. El coordinador le dijo: “Profesor, hemos recibido graves acusaciones de muchas chicas, de varios grupos, y que están dispuestas a dar esos testimonios por escrito, de que usted les está mirando los senos; no queremos creer que eso sea verdad, pero…”. Palideció sin decir una sola palabra, se sintió en el peor momento de su historia. En cuestión de atormentados segundos pensaba en dos cosas: asentía con su silencio —porque sabía que sí miraba mucho a su chica amada, la de once, pero no sus senos, sino su rostro angelical que lo trastornaba— y con la culpa de haberse dejado deslumbrar por los senos de una niña que lo hizo “pecar” de pensamiento; pero que le dijeran que era un perverso que estaba morboseando a todas las chicas del colegio era ya una injusticia.

 

Total, el manto de la duda ya estaba extendido y el juicio punitivo ya caía sobre él. Había pasado de ser el brillante maestro intelectual, el mejor profesor de los mejores colegios de Medellín, a ser el maestro perverso de aquel infernal lugar. No tomaron sanciones disciplinarias en su contra, solo le advirtieron, pero su alma ya estaba apuñalada por el señalamiento de la moral.

 

No pasaron muchos días, el profesor seguía lúgubre, gris, con su mirada siempre apuntando al suelo. Solo tratando de mirar furtivamente a aquella chica de la cual se había enamorado con tanta insensatez, aunque ya no la podía mirar en secreto: ahora todos sospechaban de él, era el motivo de murmuración de todo un colegio. ¿Qué había ocurrido? Ocho años de gloria, reconocimiento, admiración, que un día vivió. Y ahora, esos tres meses de sospecha, reproche, temor, vergüenza, aislamiento, nulidad intelectual, culpa, pecado. Él, precisamente él, que fue tan ateo, tan libre, tan nietzscheano, ahora era como un perro callejero, exnietzscheano lleno de culpabilidad.

 

En una ocasión, en una clase que estaba dictando en el grado noveno, una chica decidió pararse en la ventana, ya que el vidrio que impedía la mirada hacia afuera, adentro servía de espejo, y comenzó a tomarse un buen tiempo para peinarse. Nuestro profesor, desganado, le llamó la atención varias veces y ella no le hizo ni el menor caso. De un momento a otro, abruptamente, entró furioso el cura acompañado por el coordinador. De la forma más humillante le ordenó a la chica que se sentara y le lanzó al profesor el más iracundo de los gritos, reclamándole porque él estaba empeñado en acabar con “la moral del colegio”. Fue tan estruendoso y humillante el bramido del cura que los adolescentes se quedaron enmudecidos y el profesor, ya reducido a la nada abandonó instantáneamente el salón, se sentó en su puesto de la sala de maestros y, en pleno temblor, escribió tan solo estas palabras: “Dado que usted ataca frecuentemente a los profesores como si fueran siervos de un feudo medieval, le presento mi renuncia irrevocable”. Imprimió la hoja, sacó unas copias para dárselas a todos los demás profesores y se fue al área administrativa a entregar la original.

 

Regresó por sus cosas. Era la última hora de la jornada; tuvo la osadía de llamar a la chica de once de sus ensueños para decirle estas palabras: “Sé que no entiendes nada de lo que te voy a decir, pero acabo de renunciar porque ya no aguanto más lo que pasa en este colegio”; ella lo miró entre asombrada y asustada, no le dijo nada y regresó a su salón. Él se marchó para nunca regresar, ni a ese colegio ni a ningún otro. Esta vez sí dejaba para siempre los salones de clase.

 

En una noche oscura, por las calles de Medellín, un exprofesor sin futuro —con unos libros en sus manos y con los ojos húmedos por unas lágrimas que se lloraban para adentro— caminó incontables horas, sin saber a dónde ir.

 

 





Irse

  

Lo único que le quedaban eran sus libros y muchas botellas vacías; parte de su último sueldo lo tenía bien guardado para pagar otro mes de arriendo. Ya no tenía más dinero con que beber. En el último colegio donde trabajó, un cura prepotente lo había ultrajado. ¿De qué valía ser un maestro brillante si por un sueldo miserable un rector lo trataba peor que a un plebeyo? Renunció furioso, malherido. Llevaba varios días tomando solo en su casa, al principio con rabia, después, poco a poco, cambió la ira por la melancolía, al contemplar su mísera libertad; ahora pasaba el tiempo deleitándose con su música preferida —que era la banda sonora de una película francesa—, con su tristeza y con su soledad, aquellos estados del alma que parecían regocijarse bien con las notas de los pianos que inundaban el aire ya sofocado de vodka barato.

 

La dueña de la casa, doña Julia, que vivía abajo, miraba con intriga y con pesar a aquel “muchacho loco, que hasta hace poco era un profesor, pero que ahora se estaba dejando perder por el trago”. Aunque Manuel eludía bastante a doña Julia, ella terminó apreciándolo como a un hijo descarriado.

 

Manuel Rivas, filósofo de profesión y exprofesor de varios colegios de secundaria en Medellín, ahora era un completo desastre; dejó de afeitarse y su barba, que no crecía completa, le daba un aire de pordiosero bien bañado. Un martes al mediodía se despertó con una idea estúpida: empeñaría la nevera y el televisor, con ese dinero entregaría la casa, pagaría los servicios atrasados y con lo que tenía guardado —que no era mucho— se iría sin rumbo fijo a tomar aguardiente como un “caballo asoliao”; sin rumbo fijo pero eso sí, empezando por Amagá, último refugio de los borrachos e intelectuales pobres. Estaba de moda irse para Santa Elena, pero Manuel odiaba el esnobismo de sus colegas que creían que ese monte con neblina era Europa. “Mejor me voy pa’ un pueblo de verdad”. Y según él, uno de ellos era el pueblito minero del sur del Valle de Aburrá.

 

Salió decidido, buscó una prendería en el parque central de La Estrella —él vivía a dos cuadras—, preguntó cuánto le prestaban por los dos únicos objetos que tenía de valor, pruebas materiales de su anterior intención fracasada de llevar una vida “normal”. Lo convenció la cifra que le ofrecían, él sabía que luego no los iba a reclamar; estos electrodomésticos costaban más, pero era tan testarudo, apresurado y derrochador que ya estaba decidido: lo que le daban era justo lo que necesitaba para partir. Buscó a un muchacho con una carreta —tuvo la suerte de que era mudo, “así no preguntará nada”, pensó— y comenzó la diligencia. Doña Julia, que no tenía otra ocupación distinta a la de estar pendiente de su inquilino, salió a ver desfilar la nevera casi nueva por las escaleras. Manuel fingió apresuramiento para evitar alguna pregunta, pero al ver los ojos de intriga que se reflejaban en los gruesos lentes de su vecina, prefirió decirle de una vez.

 

—Tengo que irme antes de lo previsto, pero no se preocupe que no me estoy volando, ahora regreso y le cuento más.

 

Le sonrió levemente, que ya era mucho, casi nunca lo hacía para evitar cuestionarios más largos. Ella lo miró otra vez, con esa mirada de desilusión que ponen las abuelas por “la juventud de ahora que se ha echado a perder”. Luego fue el desfile del televisor, una mesa, unas sillas y unos peroles de cocina sin utilizar, se los regaló al ayudante que, afortunadamente, no podía decir nada.

 

Regresó con el dinero, estaba ansioso, quería desaparecer. Cuando le entraban ganas de irse de un lugar, a Manuel le iba dando un desespero y todo lo quería hacer en un santiamén, a pesar de que nada lo obligaba a correr. La vecina seguía pendiente. Manuel subió, ahora no quedaba casi nada, sólo dejó para sí sus libros preferidos, que eran las obras incompletas de Nietzsche en edición de bolsillo y unos poemas de Porfirio Barba-Jacob, la ropa que tenía puesta y cuatro desaliñados atuendos más. Agarró los libros que no podía cargar y se los llevó a Sofía, una amiga-amante (más amiga que amante) que vivía cerca, y se entusiasmó tanto con el gesto de Manuel al dejarle sus libros, que de despedida le volvió a hacer el amor. Manuel no se resistió a la oferta, pero como estaba apresurado copuló con ella como si fuera un gallo, le dijo después del último gimoteo que lo perdonara pero estaba de afán.

 

—En verdad casi no me queda tiempo.

 

Sofía le vio la cara de mentiroso y al sentirlo tan afanado lo miró con complicidad y no le dijo nada para que se pudiera marchar.

 

Manuel regresó rápido; doña Julia, que seguía pegando el ojo tras la ventana de su sala, lo vio subir. La casa ahora estaba vacía y Manuel se puso a barrerla, le quedaba un poco de consideración; botó las botellas vacías, ojeó por última vez aquellas paredes que presenciaron sus extravagancias de solitario. Bajó por fin a entregar las llaves y el dinero: la vecina ya lo esperaba en la acera.

 

—Doña Julia, me tengo que ir, me salió un trabajo nuevo en otro municipio y no lo puedo desaprovechar.

—¿Y qué hiciste con la nevera muchacho? ¡Qué pesar!

—No me la podía llevar. Aquí está su plata y la de la última factura de la luz, cuídese mucho y muchas gracias por todo.

—Muchacho, pero no te pongas a beber, si tienes que volver regrésate que yo te vuelvo a alquilar la casa.

Doña Julia contó los billetes con inquietud y le siguió preguntando.

—¿Y fue que conseguiste otro trabajo de profesor?

En eso Manuel si no le quiso mentir.

—No doña Julia, el pendejo hace mucho rato se acabó.

No la quiso mirar más y se marchó.

 

Manuel Rivas, licenciado en Filosofía y Letras, el miércoles a las diez y media de la mañana yacía borracho en las escalinatas del atrio de la iglesia de Amagá, con una botella en la mano, un fuerte rayo de sol en su cara y la gente pasándole por un lado.

 

 

 




SÁULE  (La novela)  Capítulos 1 y 2

 

-Capítulo 1-


De los hoteles del antiguo barrio Guayaquil en Medellín, Sáule es el edificio más viejo y más pequeño de todos; y aun sobrevive, pero siempre en peligro, como si pudiera ser aplastado en cualquier momento por un centro comercial.

 

Eduardo Martínez había heredado de su padre su afición por el tango y por el fútbol, pero también heredó el hotel que, con mucho esfuerzo y dedicación, se había fundado en la época de los aires de tango de Manuel Mejía Vallejo. Eduardo, con muchas dificultades, logró sostener el hotel que nunca volvería a conocer la prosperidad que tuvo durante la época del fascinante Guayaquil. Una época perdida de la que solo quedaban dos viejas fotografías que decoraban la sala del hotel, una de Carlos Gardel y otra de José Sáule, el primero, muy conocido y el segundo no tanto, un entrenador deportivo del extranjero que llegó al Atlético Nacional en los años cincuenta, por quien el padre de Eduardo sentía gran admiración, tanta que usó finalmente su apellido para nombrar su amado hotel.

 

Sáule solo estuvo cerrado en la década de los noventa, por la violencia y por la mendicidad que azotó a Medellín, que hicieron que ningún cliente decente quisiera volver a pasar por allí. Y Eduardo prefirió cerrar el hotel a las otras dos alternativas, que eran -según él- degradarlo en un prostíbulo o en un albergue de mendigos. Cuando pasó la tormenta de los noventa Eduardo se consiguió una plata y reabrió las puertas de Sáule, esta vez no como un hospedaje de aventureros y bohemios, sino de trabajadores del sector, que ocasionalmente pasaban una noche allí, y eran muy pocos además. Y a pesar de lo duro financieramente, Eduardo se negó radicalmente a convertir a Sáule en un motel; Y además se negaba a venderlo a los nuevos negociantes de Medellín que querían convertir a toda la ciudad en un centro comercial. Sáule no daba ganancias, sólo perdidas, pero Eduardo era testarudo. Incluso soñaba con hacer de Sáule, una especie de hotel-museo-histórico. “Así mismito como el bar Málaga, ¿por qué no?”… hasta que llegué yo, con una salvación que no era salvación, sino el final de uno de los últimos hoteles del viejo Guayaquil.

 

* * *

 

Todo comenzó, cuando decidí dejar mis escrúpulos de dignidad y fui a buscar a mi hermano Marcos para que éste me financie mi vida de escritor por tres años.

 

-Si me financias mi vida como investigador, lograré por fin escribir el libro que justifique mi existencia.

 

- Habla claro, ¿qué es lo que quieres?

 

- Quiero que me financies una investigación por el tiempo de tres años.

 

- O sea, que te mantenga como un holgazán por ese tiempo, mientras juegas a ser escritor.

 

- En esta ocasión va en serio. Luego escribiré un libro y te pagaré con los ejemplares que venda.

 

- Vos me creés pendejo. Ese libro será como la edición de tu primer libraco, que hubo que regalar todos los ejemplares, ahí tengo el mío. 

 

-Ahora es distinto, Marcos, ya no soy un principiante. Yo creo que ahora ya sé escribir.

 

-¡Ah! ¿Es que antes no sabías escribir y apenas aprendiste?

 

-No, hombre, no es así exactamente; me refiero a que por fin encontré mi estilo, mi problema esencial, solo me falta el tiempo y la tranquilidad para escribir. Yo no quiero volver a ser profesor, eso es una esclavitud. Uno termina cada jornada en un agotamiento infernal, que al final del día ya no quiere uno ni leer ni escribir.

 

 - Juan, Juan. Cuántas veces te dije que tu deseo de escribir era una irresponsabilidad, desde hace mucho tiempo te propuse que trabajaras conmigo, pero lo único que querías era vivir en las nubes.

 

- Me dediqué a ser profesor, no quería ser un mafioso.

 

-Ah y ya vas a empezar a señalarme, de esa forma creés que vas a obtener algo de mí. Además sabés bien que hace mucho tiempo dejé eso negocios, ahora me dedico a la venta de bienes raíces.

 

- Tú y yo sabemos, Marcos, que si tienes capital ahora para vender edificios, casas, fincas, carros, es porque al principio trabajaste haciendo cosas mal hechas. Los dos venimos de la misma pobreza. Pero hoy no vengo a reprocharte eso.

 

- Siempre el tema del dinero, Juan. Criticaste mi ambición por el dinero. Preferías vivir de sueños de izquierdosos. Ahora, mirate, tanta habladera, para que termines acá, pidiéndome plata.

 

 

-Yo sé. Pero ahora quiero ser pragmático. Necesito estabilidad económica para escribir. Tardé en comprenderlo, pero lo comprendí. Y vos tenés la plata y sos mi hermano.

 

-¿Qué te hace pensar que voy a malgastar mi plata en vos?

 

- Que tenés mucha. Invertir en mi libro durante tres años acaso si sería rasguñar la caja menor de uno de tus negocios. En verdad lo necesito, Marcos, no hablemos de ideología ni de nada. Ya para qué perder el tiempo en eso. Vos me podés ayudar y yo lo necesito. Creo que gastás más plata en un año con una mujer, que en lo que invertirías en mí en tres años en mi libro.

 

- Ay Juan, a la larga saliste más vivo que yo. Querés tener plata sin tener que trabajarla, ese lujo se lo dan muy pocos.

 

- Sí, los ricos como vos.

 

- Holgazán de mierda. Andá el lunes a la oficina del centro y le decís a Susana que te de tu primer cheque, como para seis meses, luego venís y me engatusás más con tus cuentos. Mejor te hubieras quedado en tu verraco país socialista que a la larga no te dio nada, mírate acá de nuevo, pidiéndole plata a un capitalista.

 

* * *

 

Porque me ven viejo y borracho creen que yo no pienso y están muy equivocados. La señorita de la asistencia social me dice que yo soy una víctima y tengo derecho a ser “reparado”. ¡Qué va! ¡Qué derechos ni que nada! El único derecho que tiene un hombre es el de ponerse a trabajar, si no está jodido. Ahora resulta que yo tengo derechos y que soy “víctima” y “desplazado”, yo lo que fui fue un güevón por no haberme ido con mis primos para la guerrilla cuando los godos nos quitaron las tierras; que tenía que dejar mi tierra porque mi papá era liberal, yo era un muchachito de pantalones cortos, pero me acuerdo muy bien, que lo que eran esos godos eran unos matones y unos ladrones no más, esos mismitos que mataron a Gaitán. Medio siglo después llegan los paramilitares a quitarme mi casita y mi negocio que porque soy de izquierda, que porque los de la guerrilla eran mis amigos. ¡Qué va! Lo que querían estos también eran nuestras tierras. Los mismos sinvergüenzas de hace cincuenta años, solo que con otro nombre. La señorita me dijo que llenara una encuesta que porque yo era una víctima y tenía derechos, que iniciaríamos un proceso. Yo no estudié mucho, pero uno sabe que cuando le dicen la palabra «proceso», es porque ya lo van a enredar. ¡Ah! Y yo no volví a esa oficina. Ni volveré. Don Eduardo me dice que a lo mejor me dan una pensión, pero yo le dije, si a mí lo que me quitaron fue tierra, primero los chulavitas, esa era la tierra que me deberían devolver, lo que me quitaron los paracos ahora no es ni la cuarta parte de lo que tenían mis abuelos y mi papá. Cuando éramos del pueblo, nos quitaron la vida completa, ahora qué nos van a reparar si pa`l nuevo pueblo, más cerca de esta ciudad, donde comenzamos de nuevo, ahora allá, tampoco podemos volver porque nos matan. Yo le dije a la señorita, que dizque estudió Trabajo Social, que lo que pasa es que ella le enseñaban muchas mentiras allá en la universidad, que la culpa no era de ella, que la culpa era de Santos y de Uribe, vergajos, igualitos a Mariano Ospina y a Laureano Gómez.

 

Yo estoy bien en este hotel, aunque ya Guayaquil no es lo que era antes, ya hasta a las putas las echaron para El Poblado, pero eso está muy lejos pa` los del pueblo. Pero en Sáule se está bien. Yo tenía muy bien guardada una plática y esa no me la dejé quitar, con eso viviré unos días acá, me alcanza para pagar la pieza, para pagar el aguardiente y para visitar a Helena que me devolvió la ilusión. ¡Cuál tierra, ni qué carajos nos van a devolver?, la tierra y la vida ya nos las quitaron, para pagarnos eso tendrían que devolver el tiempo, y el tiempo no se devuelve, la tierra ya se la tragaron los godos. Yo lo que quiero es estar cerquita de Helena, esa mujer me recordó las ganas de vivir.

 

Y fíjese, acá se pasa bueno en este hotelito de don Eduardo, el único problema es que se me apareció mi sobrino Manuel, el intelectual, dizque a ayudarme a buscar una nueva oportunidad, los muchachos sí creen muchas pendejadas, lo único que existe para mí es poder dormir entrepiernado con Helena de vez en cuando, yo ya estoy muy viejo y cansado para los sueños de los muchachos de la ciudad. Don Eduardo, tráigame otra botella de aguardiente, y me dice cuánto es.

 

* * *

 

Sabes, Sarita, el hotel parece que se me va a salvar. Primero con don Dioniso que ya no se va de aquí porque no quiere dejar a su Helena, y me compra siempre el aguardientico y lo bueno es que me lo paga de una vez. Después vino su sobrino Manuel y ese muchacho también parece que se va a quedar. No sólo no logró llevarse a su tío, sino que el viejo hizo que él se quedara también. Y ahora el joven Juan me dice que me pagará el hospedaje de seis meses adelantado y que quizá él tiene la solución final para que no desaparezca el hotel, eso último no se lo creo, pero en estas épocas ¿quién consigue un cliente que pague seis meses por adelantado? ¡Viste Sarita?, con tres clientes fijos… ya se me salvó el hotel.

 

-Ay don Eduardo no se haga muchas ilusiones, así como llega la gente, así también de fácil se va.

 

 

 

- No, Sarita, Manuel y Juan el escritor se hicieron amigos. Que el uno va a salvar al tío, que el otro que va a escribir un libro acá.

 

- ¿Y el viejo Dioniso?

 

- Por eso Sarita, es que no me comprendes, el viejo Dioniso, no se va ir para ningún lado, el viejo no se quiere salvar como dice Manuel. Y el Juan yo no creo que escriba un libro en seis meses, bueno eso creo yo, que eso no se escribe tan fácil.

 

- Pues ojalá, don Eduardo, sus clientes no se le vayan otra vez. Así vuelve más seguido a comprarme mercado.

 

-Sí, mijita, ahora hay con qué. Por lo pronto se me salvó Sáule.

 

-Don Eduardo, y ese muchacho Manuel, el que vino por su tío, hábleme de él, siempre pasa muy callado por acá.

 

-No, Sarita, este Manuel no sabemos muy bien quién es, el Juan sí habla hasta por los codos, dice que es escritor, pero yo lo veo más hablando que escribiendo, en cambio, Manuel no dice que es nada, pero se pone largos ratos a escribir en unos papeles sueltos mientras se toma unos tragos esperando a su tío, solo dijo que venía por él, pero más bien el viejo Dioniso lo hizo quedar a él. Lo único que sé es que el Manuel no me paga por adelantado, yo desconfié, pero Dioniso me dijo en secreto que él respondía por el muchacho en caso de que no pagara.

 

-¡Ah! Tiene bien analizados sus huéspedes, don Eduardo.

 

-Sí, Sarita, así debe ser. Ahora me voy, por último empáqueme doce botellas de aguardiente y me hace la cuenta.

 

-Ay Don Eduardo, ahí sí va contento usted.

 

-No, no son para mí, son para venderles a mis huéspedes.

 

-Por eso don Eduardo, por eso, yo sé.

 

* * *

 

Soy, Manuel Rivas, un hombre común, o sea una nada. Dice un cartón que soy licenciado en Filosofía y Letras,  pero eso es un papel y con un papel no se come. Vine a salvar a mi tío, con él me voy a salvar yo. Yo no puedo seguir siendo un filósofo pobre, yo debí ser un artesano o un agricultor, no esa majadería que estudié en la universidad y que no sirve para nada. Hasta que no logre restituir la dignidad a mi tío Dioniso, yo no encontraré mi lugar, soy un filósofo que terminó de burócrata, me cansé de las palabras y de la vida que llevamos. Somos hijos de campesinos desarraigados, hasta que no sanemos las heridas de nuestros viejos, nosotros seremos una generación perdida. Lo importante no es quiénes somos nosotros, ni qué seremos, sino qué no pudieron ser nuestros viejos. En lo que no pudieron ser ellos está explicada nuestra insignificancia

 

Mi tío es muy terco, más terco que yo. Por eso ahora no me entiende. Y está enamorado de una mujer más joven que él. Yo pensé que los viejos ya no se enamoraban. Y por eso mi plan se retrasó. Pero yo sabré esperar. Conseguí un amigo, Juan, él es escritor como yo, también fue profesor, pero aun tiene esperanzas, yo ya las perdí.  Por lo menos ahora somos dos seres parecidos en Sáule. Él se interesó en la historia de mi tío y la mía, la quiere escribir. Yo le conté el final de la historia: volveremos a tener la tierra, y expulsaremos a los usurpadores del gobierno. Sembraremos y moriremos en la tierra que nos vio nacer, no amontonados y excluidos en un hueco de esta ciudad. Juan se rió de mí, me dijo que estaba hablando como un hombre que iba a tomar las armas contra la oligarquía, cuando ya lo que estaba de moda era hablar de paz. Yo entendí que su broma no era mal intencionada,  pero le dije que las cosas eran más complejas que tener o no tener armas. Los dos nos quedamos en silencio por un buen rato y nos comprendimos, eso creo. Luego me dijo que quizá el final no necesariamente fuera así como yo lo estaba deseando, pero que la historia misma ya era interesante, así tuviera otro final, que ya valía la pena escribirla.

 

Yo le dije, que lo importante no era la escritura, sino volver a tener la tierra. Aun no sabemos quién de los dos tenga la razón.

 

* * *

 

Escogí vivir en Sáule durante los primeros tres meses porque, después de conocer a Don Eduardo, pensé que desde este hotel perdido se puede ver la Medellín esencial, la Medellín bohemia de Fernando González, de Estanislao Zuleta, de León de Greiff; la Medellín que se perdió para convertirse en la mafia de Pablo Escobar. Después comprendí que no hacía falta ir más lejos en la historia de los últimos huéspedes de Sáule, en Dioniso Rivas y su sobrino Manuel, estaban las respuestas a la mayoría de mis interrogantes. La investigación que planeé sobre la Medellín intelectual perdida por la mafia se escribe mejor contando la historia de los últimos huéspedes del hotel Sáule.

 

 

De los hoteles del antiguo barrio Guayaquil en Medellín, Sáule es…

 

 

– Capítulo 2 -

 

Dioniso Rivas atravesó con paso lento el nuevo parque de las Luces donde antes existió la plaza de Cisneros.

 

¿Y esta es lo que llaman modernidad? –Pensó– Poner unos tubos con cemento y sacar a la gente que antes teníamos un mercadito aquí; por lo menos en el pasado, en este lugar había vida, conversaciones, una plaza que olía a pueblo; ahora no, puro cemento para que la gente pase corriendo, pueblos sin personas es lo que quieren los alcaldes de hoy.

 

Así iba pensando el viejo Dioniso, mientras caminaba en busca de Helena. Se acababa el día y en Medellín todos corrían como locos a buscar transporte para llegar a sus casas, no se sabía qué era peor: el metro repleto de gente o las calles truncadas llenas de carros, todos nerviosos y apresurados por salir del caos del centro. Antes de llegar al puesto de chance donde trabajaba la mujer de sus ensueños, Dioniso volvió a pensar: “Por lo menos en la Guayaquil que me tocó a mí todos nos queríamos quedar conversando, cantado, bebiendo; ahora no, todos salen corriendo como si la vida fuera un infierno.

 

Dioniso dejó su pensadera apenas descubrió que su Helena no estaba en su puesto de trabajo. En su  lugar estaba una chica más joven y más bonita, pero él quería a su Helena de siempre que, con más de cincuenta años, aun tenía la coquetería intacta de una de veinte. La chica le respondió:

 

- Estoy remplazando al alguien por una licencia, en qué le puedo servir señor.

 

- A mí en nada señorita, pero dígame usted si sabe para dónde se fue Helena.

 

-No señor, no conozco a ninguna Helena, a nosotras nos asignan el puesto y nada más, pero yo le puedo hacer su chance, tranquilo.

 

- No señorita, yo no venía a jugar chance.

 

Maldita ciudad, nada dura en pie ni un día siquiera. ¿A dónde me mandarían a mi Helena?. Así se fue pensando, acongojado el viejo Dioniso. Helena ya le había aceptado regalos, había salido con él, ya se había acostado con su viejo, no en Sáule, pero sí en otro motelito donde sí se podía hacer eso, pero el pobre Dioniso nunca se imaginó que un día no la iba encontrar en su puesto de trabajo. Ahora sí va a ser cierto que para vivir uno necesita un celular, con uno de esos aparatos podría encontrar a mi Helena.

 

En todo eso se fue pensando Dioniso y luego me lo contó a mí.

 

* * *

 

Escucha Juan como conocí a Helena, escucha que solamente te lo voy a contar a ti, pero primero un aguardiente.

 

Allá cerca, en el parque de una nueva biblioteca que hicieron, nos manteníamos tomando tinto algunos viejos que no teníamos nada que hacer. Ya nos habían quitado las cantinas, los billares, solo nos quedaba un negocito de tintos, con dos o tres butacas. Porque sabes, Manuel, que ya los parques los hacen sin sillas para que las personas no se amañen sentadas. Al lado del puesto de tinto pusieron un Gana para hacer chance, pero eso debería llamarse “pierde” porque los viejos dejamos todos nuestros pesos allí, pensando que algún día vamos a ganar algo. En ese negocio llegó a trabajar Helena, una muchacha como de cincuenta años…

 

- Dioniso, hombre, cómo que una muchacha de cincuenta, ya eso es una señora vieja.

 

Cállate, Juan, que no dejas hablar a los viejos. Para mí que voy a ajustar setenta, esa mujer es una jovencita. Yo empecé a hacerle el chance, y cada día ella notaba mi alegría al verla, le llevaba algún dulce y un día aceptó una invitación a comer. Me contó un poco de su historia, que era separada, que tenía unas niñas que mantener, que vivían en un barrio muy alto, y que me aceptaba esa invitación porque yo le parecía muy tierno, que le recordaba a su abuelo. Yo le dije que yo no quería ser su abuelo y ella entendió lo demás.

 

Una tarde, casi de noche, nos fuimos a dar una vuelta, por el parque Bolívar, ella no quería ir hasta allá que porque era muy peligroso, pero yo la convencí porque ese es el único parque que sigue pareciéndose a un parque, hasta que un alcalde venga a “remodelarlo” a punta de cemento.

 

Tomémonos otro trago, Juan, que ahora viene lo bueno, te cuento antes de que llegue Manuel.

 

Era ya de noche y nos sentamos en una de las bancas más apartadas. Helena tenía una pañoleta amarilla en su cabeza que la hacía parecerse a una virgen morena. Yo ya viejo no le di vueltas al asunto e intenté besarla, pero ella no sé dejó, aunque manteniendo su coquetería. A los segundos me atreví más y comencé a tocarle sus senos, como quien no quiere la cosa, y ahí sí se dejó.

 

- Eh Dioniso, pareces un viejo verde contando eso, dame otro aguardiente, seguí, ¿luego qué pasó?

 

- ¡Cuál viejo verde, Juan!, ¿es que solamente los jóvenes pueden sentir?, ¿si un viejo siente cosas es un viejo verde entonces? No jodas, te pareces a Manuel con su cantaleta, si quieres no te cuento más.

 

- Contá, contá Dioniso, era por molestarte no más.

 

- Bueno, yo me senté tras Helena y seguí acariciándola, y ella se dejaba, tenía unos senos grandes, aun fuertes, sentí que ella estaba emocionada. No sabes, Juan, lo que es para un viejo como yo, que ha perdido todo, volver a sentir los pezones duros de una mujer, cuál tierra ni qué carajadas, yo cambio todo lo que me han quitado en este desdichado país por una sentada como esas en un parque con Helena.

 

Después agarró su pañoleta, me ofreció su pecho desnudo, que yo recibí con mi boca, y por unos segundos que me supieron a eternidad, bajo esa pañoleta que cubría tal acto, yo volví a sentir lo que es la felicidad. Ya después nos asustamos, no fuera que nos vieran. Y nos fuimos de allí.

 

-¡Carajo!, Dioniso, le haces honor a tu nombre, quién iba a pensar, viejo, que estás viviendo cosas como si tuvieras veinte años. Esa historia tuya la quiero escribir.

 

- Así es Juan, esa noche no pasó nada más porque teníamos que irnos. Y desde ese instante Helena y yo, sin saber qué somos, tenemos una historia, yo nunca la olvido, siempre voy a buscarla. De mí dirán que soy un viejo, loco, borracho, pero esa mujer me devolvió la pasión. Y ahora viene y se aparece Manuel, y me dice que tenemos que devolvernos al pueblo, que a recuperar la dignidad, la tierra, que no sé qué cuántas cosas más. Y yo le digo que no, que la vida ya nos la quitaron, a mí lo único que me queda es Helena. A qué voy a volver yo a ese pueblo, es verdad que esta ciudad ya no es la de antes, que el centro ya no es para vivir sino para pasar de largo, que del magnífico Guayaquil ya no queda nada, sólo comercio; ya no queda sino Sáule, Sáule y mi Helena.

 

Otro aguardiente Juan, ya no te cuento más. Escribe si quieres, escribe la historia de un viejo que a los setenta años se volvió a enamorar.

 

* * *

 

Estoy cansado de esta sociedad. Creo que sin quererlo soy más nihilista que cualquiera de los personajes de Schopenhauer o de Nietzsche. Más bien, soy como otro hombre del subsuelo. Un intelectual malogrado. Ya lo escribí una vez. De qué me sirve un puesto de burócrata si sólo me dura unos pocos años. Quiero la academia, pero la odio también. Me niego a la carrera colosal de los doctorados, pero me gustaría sólo dedicarme a enseñar, a escribir, a leer. Pero es un sueño. Lo que necesitamos es tierra y volver a sembrar. A Juan le ha dado por escribir la historia de mi tío Dioniso, y que la mía también. De la mía no tiene nada que contar. Don Eduardo tiene su hotel, mi tío Dioniso tiene a su Helena, Juan tiene sus ganas de escribir y yo, yo no tengo nada. Sólo unos papeles para escribir para mí mismo. Un plan que se me está desbaratando. Pensé que el tío se iría conmigo, reclamaríamos lo nuestro, me enseñaría a sembrar, yo me curaría de los odios que se acumulan en esta ciudad. Quizá les enseñaría a los niños del pueblo. Y volveríamos a tener esperanza. En el fondo sé que mi viejo Dioniso piensa como yo, de él aprendí la pasión por la política, por el estudio, así él no haya podido estudiar, lo que pasa es que anda enamorado, enredado en las enaguas de una mujer. Pero si no nos vamos, qué vamos a hacer en esta Medellín, yo no quiero seguir en la carrera colosal de las vanidades, del consumo desenfrenado, en el trabajo como esclavos modernos solo para conseguir dinero que se acaba el mismo fin de mes. Don Eduardo está feliz. Se levanta muy temprano en la mañana a organizar los cuartos de sus únicos tres huéspedes. En las tardes nos atiende con el pasante para los aguardientes, creo que nos estamos volviendo más alcohólicos acá, no sé hasta cuando se sostendrá esta situación. Juan me dice que me ponga a escribir, como él. Que se consiguió quien nos patrocine nuestra vida de escritores. «Escritores», hasta risa me da pensarlo. Si lo único que estamos haciendo en este hotel es beber y escribir estos garabatos. ¡Qué mierda la vida, ya no escribo más!

 

* * *

 

- ¿Qué te ocurre Dioniso, por qué vienes con esa cara de infortunio?

 

- Esta ciudad, Eduardo, que se empeña en acabar los corazones. No encontré hoy a Helena, no estaba en su puesto de trabajo, y no sé si irá a regresar.

 

- No se preocupe, Dioniso, mañana mismo le ayudo a averiguar, me conozco este sector como si fuera la palma de mi mano.

 

- ¿Ya llegaron nuestros jóvenes escritores?

 

- No aún no. ¿Le sirvo la botellita ya, Dioniso?

 

- Pues sí, y acompáñemela hoy con música de Olimpo Cárdenas, que tengo un susto por no volver a encontrar a esa mujer.

 

- No se ponga mal, Dioniso, no pierda la esperanza. Míreme a mí, pensé que iba a perder este hotelito que es lo único que me queda, y vean desde que llegaron ustedes, mi Sáule se salvó.

 

- Ojalá, Eduardo. A usted más que nadie le conviene que aparezca Helena, porque sin ella, hasta caso le empezaría a hacer al Manuel para irnos de esta ciudad.

 

- No señor, no diga eso, a Helena la vamos a encontrar.

 

- Sirva, sirva el aguardiente, Eduardo, y saque dos copas más, para los muchachos que pronto llegarán.

 

* * *

 

Medellín en el siglo XXI ha perdido su rumbo. Estamos en manos de oligarquías y mafiosos. Sáule es un viejo hotel sobreviviente, lo único que queda del viejo Guayaquil. Quedarme en este hotel fue la salida a mi oficio de escritor. Es como si Sáule fuera una puerta al pasado. Su dueño prolonga un amor por el tango, por el tango que un día unió a Buenos Aires y a Medellín. Yo voy a ayudarle a sostener el sueño de una Medellín donde se vive no para hacer dinero, sino para escuchar tangos y conversar. Uno de los habitantes de Sáule, es un viejo campesino, de los viejos con la sabiduría de andar las montañas, dos veces le fue arrebatada su vida, que era la tierra, acá me lo encontré yo. Voy a contar su historia. También está su sobrino, un filósofo desengañado, sin lugar, singular. También voy a contar su historia, es muy parecida a la mía, él sostiene que nuestra tragedia es ser hijos de campesinos desarraigados y tiene razón. Pero está enfermo de desesperanza. Estoy yo, que me propongo escribir un relato de las distintas soledades que se multiplican en Medellín. Las de Sáule para comenzar. Esta misma historia está enredada, para poderla escribir, le pedí patrocinio a un mafioso. ¡Vaya! ¡Un capitalista ayudando a un escritor! Marcos, tengo que escribir también la historia de él, pero no queremos más historias de mafiosos, así de ellos aún estemos viviendo. ¿Para qué necesito escribir la historia de los últimos huéspedes del hotel Sáule?  Porque en Sáule se juntaron cuatro soledades que tienen una misma raíz. Que aparezca la novela, que aparezca pues.

 

 





La muerte voluntaria de Francisco Cadavid

 

LA MUERTE VOLUNTARIA DE FRANCISCO CADAVID

Un cuento de Frank D Bedoya M

Versión 2023


 

 

— ¡Tomás, he venido a morirme en tu bar!

— ¡Hombre, Pacho, bienvenido hermano! ¿Cómo así que vienes a morirte acá? ¿Acaso te enloqueciste ya del todo?

— Precisamente, como no me quiero enloquecer, he venido a morirme.

— ¡Hombre, Pacho, vos siempre con tus güevonadas! ¿Qué vas a tomar, hermano?

— Una botella de aguardiente, para empezar, está bien.

 

 

Tardé varios días para convencerme, que esta vez, Pacho, estaba hablando en serio. Ahora, él logró lo que quería: desaparecer. Pero, acá sigue en mi mente y escribo por él, observando sus últimos papeles, aquellas cosas que escribió, mientras que se moría entre tristezas y botellas.

 

 

— Mira, Tomás, lo que ocurre es que la vida se me acabó. Le debo a los bancos sesenta millones de pesos, a mis amigos y familiares, por ahí, otros treinta millones. Llevo un año sin trabajo. Mi mujer me dejó. Para mis hijos soy un fantasma que cada vez se desvanece más. No logré escribir lo que quería. No logré hacer política como quería. Antes de que me maten mis acreedores, he venido a morirme por mi propia voluntad.

— ¡Hombre, Pacho! No pierdas la esperanza. Algo bueno ha de sucederte. Vos sos bueno, la gente te admira, es verdad que sos un poco loco, pero has logrado despertar conciencias, has sido un buen profesor. ¡Adelante hermano! Algún trabajo te ha de salir. Además, si lo que estás es despechado, mujeres se consiguen todos los días, ¡No seas güevón, pues!

— No, Tomás, ahora sí es definitivo. De verdad, ya me quiero morir. Este es mi plan: Reuní unos buenos pesos, dando un ciclo de conferencias que, increíblemente me las pagaron bien. Tengo el dinero suficiente para beber una semana y pagar una  habitación en este pueblo. Acá nadie me conoce, sólo vos. Recuerdas, hace dos años, casi que me muero. Me puse a pelear con mi mujer, ella se fue, y bebí exactamente una semana, casi sin comer nada, a punta de tinto y whisky. Pues, al cabo de cuatro días, estaba en urgencias y los médicos me dijeron que, entre el café negro y el alcohol, mi estómago se había perforado y estuve a punto de morir.

— ¿Entonces ahora vas a hacer lo mismo?

— Sí. Detesto la extravagancia y mal gusto de aquellos que se matan haciendo un escándalo bochornoso, ahorcados en el patio de la casa, los que se lanzan de un edificio o de un puente, o peor aún, los que se tiran al metro, jodiendo la vida de todos los demás que van de afán. No. Uno debe ser decoroso. Y así, como lo que más me gusta a mí en la vida es beber. Pues he elegido, la bebida como el camino más exquisito para llegar a la nada. Seguramente esa herida del estómago que estuve cuidando unos años mientras mantenía la esperanza, se volverá abrir y me iré tranquilo al infierno. Mentiras, yo no creo en el infierno. Infierno esta vida acá. 

 

 

Así decía Pacho, mientras que yo le servía más aguardiente, sin creerle su plan. Este güevón vino fue a beber un despecho más y mañana se va, eso pensé al principio yo.

 

 

Esa primera noche se tomó tres botellas de aguardiente y no habló más. Yo lo dejé tranquilo, solo en la mesa y me dediqué a otros clientes. De vez en cuando me llamaba cuando se acababa la botella para pedirme canciones de Julio Jaramillo. Yo estaba conmovido. En verdad, el hombre estaba triste. Ahí entre copas y copas, iba sollozando calladito. Parecía estar intercambiando gotas de lágrimas por copas de licor. Y en esa danza íntima de dolor, se emborrachó ahí sentando hasta que se durmió. Después lo llevé dormido hasta su hotel. La chica del hotel, me confirmó, Pacho, había pagado por adelantado, cinco días de hotel.

 

 

— ¡Buenas tardes Tomás!

— ¡Hombre, Pacho! ¿Mucho guayabo?

— ¡No hombre, prendido aún, dame una cerveza! Ve anotando ahí todo, que tengo con que pagarte. ¡Tranquilo, no me voy a ir de este mundo, sin pagar la última deuda! ¡Uy, aunque me atormentan todas las demás que no pagué! Me atormentan las de mis amigos, aquellas personas que creyeron que los estafé, nunca fue mi intención, yo vivía esperanzado, soñando que a todos les pagaba hasta el último peso, por dignidad, Tomás, pero, tampoco eso pude.

— ¡Tranquilo, Pacho!, ¡Usted no es el único que debe plata!

 

 

Ese día, después de unas cervezas y sin comer nada, comenzó de nuevo a tomar aguardiente, al caer la tarde. Traía consigo un block de hojas rayadas y mientras tomaba comenzó a escribir. Ese día escribió tres cartas de despedida, sólo las pude conocer después, las copio a continuación, con mucho cuidado, sin agregar ni quitar una coma.

 

 

“Hijitos amados.

No vayan a pensar que su papá fue un cobarde. Yo siempre fui un amador de la vida. Yo intenté luchar en el mundo. Pero, ya me cansé. No les dejo nada material, porque la fortuna nunca estuvo de mi parte. Les dejo mis libros. Quizá allí puedan encontrar la esperanza que un día cultivé y ya perdí. No piensen que no quise luchar más por ustedes. Lo que ocurre es que las fuerzas se me agotaron. Procuren cuidarse y llénense de coraje para disfrutar y enfrentar la vida. No me recuerden con tristeza. Yo viví todo lo que quise vivir. La poca escritura que dejé, es la muestra de que amé. Cuando en el colegio les pregunten por su papá, cuenten con orgullo que su papá fue un escritor, pero, que se fue, porque un gran arte de la existencia, también consiste, en saberse ir a tiempo. Perdónenme que no les haya dejado estabilidad económica, a ustedes les toca luchar también, espero que tengan una mejor suerte que yo. Si lo piensan mejor, después con calma, yo sólo me fui de una forma biológica, de una forma física, porque de una u otra manera, algo de mí se quedará siempre en cada uno de ustedes. Hasta siempre, mis criaturitas. Cuando estén más grandecitos, dejen de creer en ese tal Dios que les enseñaron sus abuelos, sus profesores y su mamá. Ese Dios es una patraña. Ahí les dejo esa única verdad”.

 

“Papá, mamá

No se pongan tristes. Ahí les dejo a los nietos. No se sientan culpables. Ustedes hicieron todo lo que fue posible por mí. Lamento que yo, el más alocado de vuestros hijos nunca haya podido alcanzar la estabilidad material. Yo sé que un padre y una madre, siempre quieren ver triunfar a sus hijos, yo traté, de verdad, pero, no me dio. Ni la política ni la escritura me dieron recompensas económicas, al contrario, me trajeron más problemas y deudas. No se pongan, tristes viejos, la muerte es inevitable, sólo que yo, la adelanté. Les agradezco por la vida. A pesar de todo, yo me voy sin resentimientos. No, la vida no me falló, viejos, yo soy el que no quiero más. Traten de estar bien, viejitos, más bien, síganme queriendo en los nietos que les dejé, ellos siempre tendrán algo de mí. No me voy loco, no me voy desquiciado. Me voy sereno, viejos amados, soberano, sobre lo único que me quedó: mi libertad”.

 

“Ex esposa:

Para qué se quiere tanto en esta vida si querer o no querer siempre es igual, si uno se entrega a una mujer con alma y vida tarde que temprano amargamente ha de llorar. Para qué se quiere tanto para qué, si el amor es falsedad, desilusión que nos hace llorar y padecer, que nos enferma muy ligero el corazón”.

 

 

¡Ay, Pacho, aun muerto, me haces reír. No escribiste nada, le cantaste una canción de Julio Jaramillo a la mujer que te dejó!

 

Guardó su block y pidió otra botella. Siguió bebiendo en silencio. Esa noche no pidió música, se quedó abstraído, como si estuviera en otro lugar. No lloró. Era como si las lágrimas se le hubieran acabado la noche anterior. Ahora, ese beber en silencio, me empezó a preocupar. ¿Será que es verdad que Pacho vino a morirse en mi bar?, pensé. Al cabo de dos botellas, volvió a quedarse dormido. Lo llevé al hotel, se dejaba llevar como un muñeco arrastrado. Mientras que lo llevaba, caí en la cuenta que no había comido nada en dos días. Señorita, ¿no sabe usted si mi amigo temprano comió algo?, Yo creo que no, porque del hotel salió derecho para donde usted, y al cuarto no pidió nada. Lo acosté en la cama y me marché.

 

 

Al día siguiente, después del mediodía, apareció Pacho, con una chica. Era una rubia de ojos azules, de un rubio natural, delgada y notablemente bella, no había manera de que no llamara la atención. En un momento que ella se fue para el baño, le pregunté a Pacho:

— ¿Y esta muchacha de dónde salió? No la he visto nunca en el pueblo. ¿No me digas que es prepago?

— ¡Eh hombre, todo lo del pobre es robado! Es una amiga. Pero, no te voy a mentir. Para lograr que viniera, tuve que mandar por ella a Medellín y ofrecerle una plática de recompensa.

— Una prepago, güevón

— Que no hombre, una chica que se está rebuscando la vida y que por unos pesos accedió acompañarme antes de mi partida definitiva.

— A propósito, Pacho, me di cuenta que no estás comiendo. ¡Comé algo hombre que llevas varios días bebiendo!

— Te dije que mi plan era venir a morir.

 

Es verdad que se vino a morir acá, pensé, volvió la chica y no dije más. Ese día, Pacho, estaba feliz, pidió whisky, sonreía, parecía hipnotizado en los ojos azules de la muchacha. Ella fría y desdeñosa, más bien como sin ganas de no estar ahí con él.

 

Yo seguía pensando. Esta es una prepago. En un momento le escuché decir. Bebé, pero, vámonos de este bar, vamos a una piscina o alguna finca, ¿A esto me invitó a verlo tomar en esta cantina? Pacho no le dijo nada, la miró con una sonrisa y le acarició el cabello. Ella estaba aburrida. Quizá no es una prepago. Pensé, o será una prepago exigente o ¿las prepago también echan cantaleta y se aburren así sea cobrando?

 

Pasaron las horas y Pacho, ya estaba borracho otra vez. Aún era muy temprano, toda una noche de posibilidades para una mujer bella. Ella se levantó molesta y le dijo: ¡Ay no mijo, yo me voy para el hotel! Y se fue .

 

Cuando se despertó otra vez en la mesa, le pregunté:

— ¡Hombre Pacho, la señorita tiene razón, cualquier mujer bonita se aburre viendo un hombre beber como un caballo asoleado.

— O sea que ¿si es prepago Pacho?

— ¡Qué no, hijueputa! no es prepago, es una chica de compañía. Una puta más refinada pues. Que manía de decirles prepago a las muchachas, como si ellas fueran un plan de celular.

 

Al rato Pacho se fue para el hotel. Sea lo que sea, la cosa como que no estuvo bien porque al rato la chica salió con su maleta, visiblemente de mal genio, tomó un taxi y se fue. Luego Pacho volvió al bar y me dijo:

 

— Encantadora mujer, pero, no tiene paciencia para un viejo triste como yo que se quiere morir. Ya ni las putas, ni las esposas, ni ninguna mujer, entregan amor. El amor les dura un día y de ahí en adelante empieza a contabilizar el interés. Esta chica por lo menos, además quiere diversión, pero, eso no tengo como ofrecerlo yo. Más bien, Tomás, dame otra botella de whisky y poneme otra vez Julio Jaramillo.

 

Otra vez, Pacho, bebió en silencio hasta que se durmió.

 

Ya era rutinario, lo llevé al hotel y la señorita del hotel esta vez me dijo.

— El señor si comió hoy, porque mandó a pedir pollo para él y la novia. Aunque la novia ya se fue.

 

Pollo que ni ella ni él tocaron siquiera. ¡Ay mujer!, pensé yo mientras acostaba a mi amigo, ahora sí temía que su propósito era verdad. Pero, me pareció una deslealtad impedírselo.

 

 

Al otro día se le había olvidado por completo la muchacha. Llegó tranquilo, venía con papel para escribir. Pidió cerveza. Estuvo un largo rato escribiendo. Se veía muy sereno. Ya el alcohol de tantos días tenía demacrado su rostro, pero, ese día se veía tranquilo. Esto fue lo último que escribió:

 

 

“Diatriba contra el mundo:

Intenté vivir. Desde muy niño me gustó pensar, pensar en el mundo, pensar en las muchachas. Me fascinaba estrenar útiles escolares al principio de cada año. También tenía miedo de la violencia en las calles, de la violencia de los mayores, me fui encerrando en las historias de aventuras, estaba encerrado, pero ya soñaba con héroes lejanos. Después conocí el placer de estar con una mujer, el placer del alcohol, es verdad que me iba pasando en excesos, pero, pronto retomé una nueva pasión los libros. Me hice profesor, enseñé con mucha pasión. Mis exalumnos saben que entregué lo mejor de mí en esas clases. Después me enojé con los curas y con los mercaderes de la educación. Escribí un cuento triste sobre un profesor y me retiré de la enseñanza. Me metí de lleno en la aventura política, no me fue tan mal, pasé momentos extraordinarios. Escribí algunos libros. Por la política que elegí, tuve la ilusión de una nueva vida, pero, por las mismas componendas políticas perdí en tres ocasiones la “estabilidad” laboral que había alcanzado. Y vino la bancarrota, las acusaciones de los amigos, de los seres cercanos, el amor que me profesaban también se fue. Nunca pensé, que perder el amor de una mujer me diera tan duro. Sé que me quedará eternamente el amor de mis padres y mis hijos, pero, algo me empezó a faltar para estar feliz en esta humanidad. Como estoy en un laberinto y no encuentro la salida, me voy. Adiós sistema financiero, adiós burocracias corruptas, adiós elites intelectuales, adiós curas, adiós creyentes. Adiós mujer. Ahí les queda su mundo cristiano y capitalista, su mundo de creyentes de ambiciosos y de egoísmos, me producen asco todos con sus lujos y sus crucifijos. Adiós Colombia excluyente y asesina. Su mundo burgués es una inmundicia total; yo, a ese mundo lo mando al carajo. Por ahí quedo en algunos libros. Será lo único que quedará de mí.

Ex – Francisco Cadavid” 

 

Cuando terminó de escribir esto me pidió una botella de vodka.

 

Tomás, poneme Pink Floyd.

— No, Pacho, esto es una cantina, se me espantan los clientes.

— Dale, güevón, un momento.

— Bueno pero, sólo un momento, mientras que empieza a llegar la gente.

 

Pink Floyd siempre había sido su música preferida para pensar. Cuando era arrabalero, montañero, no dejaba a su Julio Jaramillo, pero cuando se ponía serio, siempre volvía a las melodías de Pink Floyd.

 

— Pacho, ya tengo que cambiar de música, ya empezó a llegar la gente, tampoco me puedo quebrar yo.

—Está bien Tomás, dame dos botellas más de ese vodka, me voy a escuchar Pink Floyd al hotel.

—Listo, hermano, pero solo me queda una de vodka.

—Entonces esa de vodka y una de aguardiente más. Ya no pienso salir más del hotel

Se las di.

 

Aún era temprano, salió con sus botellas, su pelo desaliñado, su barba incompleta y su rostro demacrado por el alcohol. Era la silueta del hombre y su soledad.

 

 

Pacho estaba hablando en serio. Nunca más salió del hotel, ni a ningún otro lado. Al otro día, el quinto día como lo había estipulado, cuando la señorita del hotel entró a la habitación para hacer el aseo, encontró a Pacho, tirado en el piso, había vomitado sangre, estaba muerto.

 

 

Un pequeño portátil reproducía sin fin unas melodías de Pink Floyd, esas melodías, que enrarecían esa habitación que olía a alcohol, a pollo asado descompuesto y a muerte. Las botellas estaban vacías, en la mesita había dos sobres con dinero, uno decía, “para Tomás”,  y el otro, “propina para la amable muchacha que cambia las sabanas sin hablar”. En el suelo había una hoja más… Escrita con una letra desordenada, entre muchos espacios, que denotaba mucha ebriedad.

 

 

“¡Todo va, todo vuelve; eternamente rueda la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a florecer, eternamente corre el año del ser…………………………….

……………………………… Carajo, Fernando González, tenías razón, qué hijueputa es la vida…….. …………… Bolívar, Bolívar, Simón”.

 

 

 

 

 

Frank David Bedoya Muñoz

Medellín, septiembre de 2019

Abril de 2023.

 

 

 

 



Dioniso Gastón

 

Estoy harto de Dioniso, no lo soporto más. He cargado mucho tiempo con él. Nunca conocí a alguien tan testarudo. Y con ese cuento de que es un “bohemio intelectual”, pretende que todo el mundo acepte sus extravagancias. No lo quiero ver más, ojalá se muriera de cirrosis ya.

 

Yo me puse a estudiar psicoanálisis, para hacerle un diagnóstico más exacto, pero, él me dijo que yo era un pendejo, “porque él sabía más de Freud”. Aun así yo concluí que es un neurótico obsesivo, libidinoso y narcisista. Y ante todo concluí que es un alcohólico sin remedio. Y que si el ELLO es el placer, él solo es ELLO nada más. No tiene nada de conciencia, ni sentimiento de culpa, o sea que no tiene ni YO, ni mucho menos SUPERYO.

 

Perdón, amable lector, no quería hacer un texto académico, tan solo quería hacer un breve informe para el desahogo. Es que los seres como Dioniso, no solo se consumen ellos mismos, sino que terminan acabando con todos los demás que los rodean, así como se quieren consumir todo el aguardiente en una sola noche, así mismo se quieren consumir ellos, en la vida, y consumirse a los demás. A mí me tiene quebrado en dinero, en energía, en paciencia. Pero, es que él se cree James Joyce, que piensa que todo el mundo debe girar a su alrededor, “porque va a escribir una obra”; por lo menos Joyce la escribió y como ya está muerto, pues se le perdona todo, pero cuánto sufrió su esposa por tener que vivir con ese “genio”. Pero, Dioniso no ha escrito la tal obra esa; sí un par de libros y muchos panfletos, y fragmentos dispares, pero nada glorioso, ni constante. Pero a él no le preocupa, siempre se escuda en sus personajes, en “la dificultad de escribir de Kafka”, en “el maestro de escuela incomprendido de Fernando González”. El otro día empezó a escribir una novela y solo escribió dos capítulos, después dijo que se le acabó la inspiración y se fue a beber al Málaga “mientras que le llega de nuevo la inspiración” y se quedó bebiendo porque esa novela nunca la terminó.

 

Dioniso tiene otro nombre, pero cuando se leyó la obra Nietzsche, decidió llamarse Dioniso, porque “él también era discípulo del dios de la embriaguez”; encontró su justificación “estética” para ocultar su verdadero problema: un alcoholismo que lo va a matar y que lo ha metido en innumerables problemas, su esposa lo dejó, sus jefes lo han amonestado porque llegaba borracho a trabajar, en verdad, no lo echaban porque era bueno, pero a veces llegaba con unos guayabos, que eran otra prendida escondida; y hace unos años casi que se muere. Por unos días dejó de beber, luego empezó con cuartos de botella, luego con medias y luego volvió a subir a botellas completas. Pero ésta no es su única adicción. Hay un “licor” que lo embriaga más: la mujer.

 

Cuando tenía plata se gastó cantidades increíbles en putas. Después se aburrió de ellas, porque eran muy “frías” y entre más bellas más frías y entre más bellas más caras y Dioniso se quebró. Hubo una época que estaba flaco sin esa barriga que carga hoy y con esa labia conquistó a algunas mujeres, en su década de 20 a 30 años, no le faltaron amantes, ya después con la vejez, la coquetería se acabó. Pero, con las pocas mujeres que le quedaron siempre, Dioniso quedaba doblegado. Se enamoraba perdidamente. Cuando lo dejaban, lloraba como un niño; una vez lo vi llorando una noche completa, borracho, repitiendo la misma canción de Julio Jaramillo, días después se le había olvidado su despecho y se había enamorado de una nueva muchacha. No sé, amable lector si usted se ha visto la película “La pared” de Pink Floyd o la película “Hable con ella” de Almodóvar; en ambas producciones, un hombre pequeño termina tragado por una vagina gigante, ese es Dioniso; él quiere siempre, o estar bebiendo como un caballo asoleado, o estar metido por completo en la vagina de la mujer.

 

Dioniso, pues, solo quiere leer, escribir, beber, amar y ser amado. Y eso no se puede, uno no puede estar pegado de la teta toda la vida. Eso pienso yo, que estoy estudiando un poco para entender a este pedazo de ser humano, que me ha tocado cargar. De tanto estudiar a Dioniso, deberían darme ya un doctorado. A veces le tengo compasión, pero luego me arrepiento, a veces creo que es verdad, que quizá Dioniso está para escribir una obra que está por venir y que justificará su existencia, y justificará los dolores de cabeza de los que lo hemos tenido que sostener.

 

Pero, de pronto ese carajo no va escribir nada, se va a morir porque el hígado no le dará para más y cuando Dioniso se muera estaremos tranquilos, porque se murió el borracho incomprendido y después lo olvidaremos por toda la eternidad.

 

Escribir esto me calmó, porque al fin y al cabo estaremos todos algún día muertos, eso me dijo Dioniso, que Juan Rulfo le enseñó que hay que buscar la forma de estar bien, porque un día estaremos muertos por mucho tiempo y entonces hay que aprovechar. Pobre, Dioniso, a veces me hace reír, yo creo que ya solamente lo queremos su mamá y yo.

 

No te mueras, Dioniso, aprende a vivir, deja de ser tan testarudo, cálmate un poco, escribí esa verraca obra, antes de que acabes conmigo y te acabes vos.