Proust neurótico o genio

Proust: ¿neurótico o genio?

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No voy a referirme directamente a los contenidos de la obra de Marcel Proust, sino a una, entre las principales biografías que existen sobre él ("Marcel Proust" / Ghislain de Diesbach) y que tuve el privilegio de conocer. No se trata aquí de hacer un análisis literario y crítico de su escritura, sino de evocar algunos episodios relevantes de su vida y esbozar a grandes rasgos los caminos que recorrió para escribir. No pretendo hacer un resumen de sus vida, el lector que quiera saber más de Proust, debe enfrentarse directamente con él.

Creo que es posible afirmar que las obras de Proust esencialmente —no únicamente— son el resultado tortuoso de un hombre, que infatigablemente siempre esperaba, el momento donde encontraría alguien que lo pudiese amar; la espera fue tan desoladora que para sobrevivir se dedicó a escribir.

Ghislain de Diesbach, en su magistral biografía, es quien realiza el mejor retrato psicológico de Proust. Sin dejar de reconocer su genialidad, Diesbach no escatima señalar los defectos extremos de este eterno niño mimado que se convertirá en el más grande escritor del siglo XX.

De entrada señala que “Proust ha puesto en sus personajes mucho de sí mismo, sobre todo en los más ridículos u odiosos, denunciando en ellos los vicios y defectos que temía poseer y, merced a tal exorcismo, convirtiendo a algunos de ellos en otras tantas caricaturas de su personalidad”.

Proust vive en una respetable y culta familia burguesa de la Francia de principios del siglo XX, su historia familiar es tan normal que sólo toma importancia para sus biógrafos, en tanto es él, el que rápidamente creará sus propias tragedias íntimas. “Toda la complejidad de su carácter provendrá en parte de la añoranza de una infancia demasiado protegida, de una necesidad casi infantil de cariño y de cuidados, a la par que otra parte de sí mismo quería liberarse de ello”.

Enfermizo, débil, histérico, inmediatamente se hace distinto a los demás y se vuelve un chico solitario. “Pugnan en él sentimientos contrapuestos que sólo la escritura podrá liberar, siquiera sea esa frustración que le embarga viéndose distinto a los demás”. Y sobre todo muy necesitado de encontrar alguien que lo amara. Pero, cuando encontraba el amor, Proust, a quien le profesaba ese sentimiento anhelado, inmediatamente le imponía un régimen tiránico. “Ansioso de ser amado, sufriendo por no serlo nunca lo bastante, a ratos por serlo demasiado, apasionado con bruscos arranques de rebeldía o de cólera, es un niño caprichoso y entrañable”.

“Hay en él, tras un aspecto frágil y maneras dulzonas, un impetuoso afán de amor que es no tanto un deseo físico de uno u otro de sus compañeros cuanto una sed de ser amado. Es en él un necesidad trágica y pueril, despótica también, pues si exige la exclusividad de un ser, no acepta que éste reclame reciprocidad. Hay que amarlo sólo a él, pero él puede amar a varios, sentimiento que prevalecerá a lo largo de su existencia y que constituye el primer síntoma de esos obsesivos celos que convertirá en uno de los temas de su obra”. Además, —agrega Diesbach— “incapaz de comprender que una necesidad de amar tan abiertamente expuesta puede producir".

Su juventud transcurre en medio de la soledad, de los libros. Lo único que quiere hacer es leer y escribir, y sus padres se preocupan porque su hijo literalmente no sirve para nada. Entra a estudiar política y derecho sin mucho entusiasmo, tan sólo para tranquilidad de su padre, pero toda su atención, está centrada en la búsqueda del amor, y sólo la literatura se vuelve en su eterna compañera. Más adelante acudirá compulsivamente a cuanta fiesta mundana pudiera hacerse invitar, pero igual seguirá sintiéndose profundamente sólo.

Nadie sospecha que ese chico enfermizo y bueno para nada, infatigable observador de las tragedias y de las comedias de las extrañas relaciones, que se dan entre la vieja aristocracia cada vez más arruinada y la burguesía que poseía dinero y poco cultura, iba a convertirse en el escritor que superaría a todos, en tanto que alcanzaría la inmortalidad con sus letras.

Pero él, aún no se imagina nada de lo que crearía en el futuro, por el momento el 10 de junio de 1901 a un amigo le escribió: “¡Hoy cumplo treinta años y no he hecho nada!” Lo cual era cierto. Diez años después, a pesar de que había hecho varios artículos para la prensa, había publicado un libro pequeño, había realizado algunas traducciones, hasta había proyectado ya los cimientos de su futura obra y aún sentía que tampoco había hecho nada.

Poco a poco se va prefigurando en su interior la obra que justificará su existencia. “Cómo sea que el amor y la amistad resultan ser idénticas fuentes de decepción, tan sólo queda refugio y consuelo en el trabajo, otra droga a la que recurre Proust para olvidar la vida”. No me atrevo yo, en este artículo a explicar la génesis de A la busca del tiempo perdido, esta obra es un universo infinito que se compone de tantos elementos, que difícilmente se deja enmarcar. Por el momento sólo tengo la capacidad de gozarla y continúo indicando, sólo brevemente, los caminos tortuosos que llevaron al complejo carácter de Proust, que después de tantas decepciones del amor y del mundo, logró finalmente dedicarse a esta creación.

Diesbach muestra bastantes indicios de que Proust en el año 1908 tiene ya en su cabeza, la idea clara de que en adelante, su mayor preocupación será escribir una gran obra, su única obra, a la que le dedicará el resto de la vida. Catorce años de intenso trabajo literario, que le hará descuidar dramáticamente hasta su propia salud, dado que su régimen de vida y su caprichosa existencia, hará que la enfermedad sea otra compañera junto a su soledad. Años después Proust le escribirá a un amigo: “Cierto que concedo mucha más importancia a este libro en el que he plasmado lo mejor de mi pensamiento y de mi propia vida que a cuanto hasta ahora he hecho, que no es nada”.

Sin embargo saca su tiempo para buscar los placeres del amor, ya no en la alta sociedad sino en los hombres jóvenes y humildes que trabajan en oficios varios para la burguesía. En una ocasión Proust escribe a su asesor en temas financieros, —que dicho sea de paso soportaba con gran paciencia a Proust, dada su irracionalidad para manejar el dinero y su increíble facilidad para derrochar lo que tenía por herencia o por derechos de autor— una absurda excusa por sus gastos: “Ya te dije que tenía penas del corazón. Cuando uno no es teósofo y no busca sus amores en la alta sociedad sino en el pueblo, o más o menos, esas penas del corazón conllevan por lo común considerables dificultades financieras”. Efectivamente Proust se caracterizaría por querer comprar con exagerados y costosos obsequios el afecto de sus camareros y choferes.

Luego Proust le confesará a un amigo: “Ando embarcado en negocios sentimentales sin salida, sin alegría, continuos generadores de fatigas, de sufrimientos, de absurdos gastos”.

Al final de sus días, —nos cuenta Diesbach— Proust “no alberga ya ilusiones sobre el mundo, menos aún sobre el amor, no siendo sino feria de las vanidades el uno, ilusión egoísta el otro”.

En una ocasión Proust escribe sobre Baudelaire un juicio que se puede aplicar literalmente a él mismo. Diesbach reseña así el pasaje: “Baudelaire, cuyo genio reside según [Proust] en su neurosis, ocasión de ensalzar la superioridad de sublimes neuróticos quienes, a semejanza de Baudelaire o Dostoievski, «entre sus ataques de epilepsia y otras cosas, crean obras de las que una estirpe de mil artistas sanos no habrían podido escribir un solo párrafo»”.

No basta con haber sufrido mucho en el amor, o mucho menos, no basta con ser un neurótico para tener las condiciones para ser un gran escritor. Pues, que de ser así, la mayoría de los seres humanos estarían escribiendo obras sublimes. El mismo Freud admitiría que las condiciones que posibilitan el surgimiento del genio literario seguirán siendo desconocidas para el resto de los mortales y su eventual aparición siempre se daría en casos muy excepcionales.

Marcel Proust, no tuvo la suerte de encontrar al final de su vida el amor que tanto anhelaba, y hay que decirlo, en gran medida no lo llegó a encontrar por su propia culpa. Pero esta necesidad insaciable y nunca aplacada de querer ser amado, en Proust derivó en la composición de A la busca del tiempo perdido, la novela más asombrosa e importante del siglo XX. Basta deleitarse con La prisionera y La fugitiva para comprobar que del sufrimiento causado por no tener al amor querido puede salir la más sublime creación estética. Proust encontró su salvación en la escritura… pero, además de salvarse con sus obra, logró la inmortalidad.

Frank David Bedoya Muñoz

18 de noviembre de 2018

* Marcel Proust. Esta pintura es una réplica que realicé en óleo a partir de una ilustración de Jacques Emile Blanche. Actualmente esta obra pertenece al Pequeño Teatro, se la obsequié a Rodrigo Saldarriaga en agradecimiento por su amistad.