Gabriel García Márquez / El general Torrijos sí tiene quien le escriba
El general Torrijos, jefe de gobierno de Panamá, dio hace pocos días una prueba terminante de su valor personal. Recibió él solo a veinte mujeres periodistas de México, y durante cuarenta y ocho horas conversó con ellas sin más interrupciones que las esenciales para dormir. Al tercer día, por supuesto, ni él mismo recordaba qué cosas había dicho en realidad. De modo que optó por la fórmula sabia: rectificó algunas opiniones que sin duda eran suyas pero que no era prudente publicar, patrocinó otras que no eran suyas pero habían sido bien inventadas por las periodistas, y dejó el resto navegando en la duda.
En medio de tantas cosas, el general Torrijos reveló que yo tenía algo que ver con las conversaciones que se adelantaban entre él y algunos de los exiliados de la izquierda panameña. Puesto que él —que es el dueño de la noticia— no ha tenido ningún inconveniente en revelarlo, creo que tampoco yo debo tener ninguno para agregar otros datos, de modo que se sepa de una vez cómo es que estoy metido en estas cosas que parecen tan ajenas a la literatura.
Hace poco menos de un año, con el conocimiento y el consentimiento del Tribunal Russell, pero sin su representación oficial, me dejé caer de sorpresa en Panamá. El general Torrijos tuvo la bondad de invitarme a almorzar, y allí empezó una conversación que siguió después por tierra, mar y aire, casi siempre en helicóptero, hasta el término de la visita. Hablábamos en el mismo idioma, ambos sin corbata y con esa franqueza costeña que a los cachacos de sangre azul les parece de tan mala educación, y creo que al cabo de cuarenta y ocho horas ya nos quedaba tan poco que decirnos como tan poco que beber. Me pareció un hombre muy derecho, muy humano, con un instinto clarividente y una aversión congénita por la crueldad, y me fui convencido de que estaba haciendo las cosas del mejor modo que se podía hacer por ahora en condiciones tan especiales y difíciles como las de Panamá.
Me interesaba plantearle la situación de los presos políticos y de los exiliados de izquierda. En el Tribunal Russell se habían recibido versiones de que los presos eran numerosos, que se les torturaba sin piedad, y que los exiliados que se atrevieran a volver sin permiso serían asesinados por la Guardia Nacional. El general se rió de semejante engendro. En realidad —me dijo— sólo había en Panamá dos presos por asuntos políticos, que por cierto no eran panameños, y estaban en las mejores condiciones.
Lo que le preocupaba mucho al general eran los grupos de extrema izquierda que actuaban dentro del país. «Quieren ir más rápido que nosotros —me dijo—, y a veces no se puede». Pero lo que más le inquietaba era que estuvieran infiltrados por la CIA para intentar un acto de provocación en la Zona del Canal. Con todo, a un periodista que me preguntó qué pensaba de esos grupos, le contesté: “Me parecen muy bien, siempre que ayuden a empujar por el lado izquierdo”. Lo dije delante del general, y él tuvo la buena educación de no discutirlo.
El problema de los exiliados era el más complejo. Algunos de ellos me habían dicho en México que estaban dispuestos a volver a Panamá, para luchar por la devolución del canal y otras reivindicaciones populares que les parecían posibles en las condiciones actuales, pero se negaban a hacerlo mientras el gobierno no decretara una amnistía para todos. El general Torrijos me contestó, para que se lo dijera a los exiliados, que la condición de la amnistía era inaceptable porque les abrían una puerta demasiado grande a los conspiradores de la derecha, que son más numerosos y mejor armados que los de la izquierda. De modo que la conversación —al contrario de la que el general tuvo después con las veinte periodistas de su infortunio— se quedó de ese tamaño.
Sin embargo, hace menos de un mes, el general Torrijos estuvo unas horas en México, y a solicitud mía recibió a un vocero de los exiliados que quería plantearle sus puntos de vista. Ambos me dijeron después que fue una reunión muy positiva y cordial, y se acordó otra para continuar las conversaciones en menos de treinta días en Panamá. El general propuso que fuera yo también como testigo de buena voluntad, y el vocero de los exiliados estuvo de acuerdo.
Eso fue, en síntesis, lo que el general Torrijos les contó a las veinte periodistas. “¿Qué diablos haces tú metido en esto?”, me preguntó Mercedes cuando leyó la noticia. Al menos por una vez, le contesté la verdad: me parece un desperdicio de fuerza que tantos militantes de izquierda estén de pleitos con el general Torrijos por divergencias puramente formales, cuando tienen coincidencias de fondo que podrían ser tan útiles para todos en estos malos tiempos de la América Latina. A Mercedes, por supuesto, le pareció correcta mi opinión, pero se alarmó un poco de que la inminencia de la vejez me estuviera volviendo tan serio como un cachaco. O casi.
Gabriel García Márquez / Torrijos, cruce de mula y tigre
Cuando el presidente de Venezuela entró en la Casa Blanca, hace un mes, el presidente Jimmy Carter le dijo:
—Recuérdeme tratarle al final, brevemente, el asunto de Panamá.
Aunque el tema no figuraba en la agenda oficial, Carlos Andrés Pérez iba preparado para aquella eventualidad.
—La última persona que vi antes de venir a Washington fue al general Torrijos –replicó–. Además, anoche cené hasta muy tarde con los negociadores panameños, y esta mañana desayuné con los negociadores norteamericanos.
Al presidente Carter le hizo mucha gracia aquel cúmulo de casualidades calculadas.
—En ese caso –sonrió–, es usted el que me tiene que contar a mí cómo están las cosas.
De este modo, el tema que no estaba en el temario no solo fue el punto de partida de las conversaciones, sino que había de convertirse en el de mayor relevancia. Al día siguiente, Carter declaró en una rueda de prensa que la intervención de Carlos Andrés Pérez había sido decisiva para impulsar el nuevo tratado sobre el Canal de Panamá, e hizo, de paso, un cálido elogio al general Omar Torrijos, y expresó su deseo de conocerlo.
El general Omar Torrijos vio por televisión la rueda de prensa de Carter en su casa de mar de Farallón, unos ciento cincuenta kilómetros al oeste de la ciudad de Panamá, donde suele pasar la mitad de la semana descansando sin descansar. Escuchó las palabras de Carter inmóvil en un sillón de playa, chupando el cigarro apagado, y no dejó traslucir ninguna emoción. Pero más tarde, en la mesa redonda en que cenábamos con dos de sus ministros y algunos asesores, hizo una evocación imprevista.
—Cuando oí el elogio que me hizo Carter —dijo— sentí como un aire caliente que me inflaba el pecho, pero enseguida me dije: «mierda, esto debe ser la vanidad», y mandé aquel aire al carajo.
Conservo muy buenos y muy gratos recuerdos del general Torrijos, pero ninguno lo define mejor que este. Es además un recuerdo histórico, porque aquella noche se estaban definiendo las cosas que habían de culminar este fin de semana con la reunión de presidentes en Bogotá. Había sido una jornada tensa, intensa y extensa, agravada por un temporal del Pacífico que se rompía en pedazos con una explosión de cataclismo en las galerías de la casa, y dejaba en la arena un reguero de pescados podridos. Torrijos, que es capaz de soportar días enteros con los nervios de punta pero sin perder el sentido del humor, sin perder la paciencia ni los estribos, se había debatido durante muchas horas entre la incertidumbre y la ansiedad, mientras esperábamos las noticias de Washington. «El pueblo panameño –decía– me ha dado un cheque en blanco, y no lo podemos defraudar». La idea de reunir a cinco presidentes amigos para someter a su consideración el borrador final, estaba desde entonces dentro de su cabeza. Tan importante era para él ese respaldo político y moral, que para tratar de conseguirlo no ha vacilado en someterse a lo que más detesta en este mundo: la solemnidad de los actos oficiales.
¿Para qué carajo sirve la plata?
Lo que faltaba por resolver en aquella noche de Farallón, era una simple cuestión de plata. Desde que se firmó el tratado Bunau-Varilla en 1903, Estados Unidos no le ha pagado a Panamá sino dos millones trecientos mil dólares al año. Es un sueldo irrisorio. Ahora Panamá reclamaba mil millones de dólares inmediatos, como indemnización por las sumas dejadas de pagar, y ciento cincuenta millones al año hasta la recuperación total del Canal el 31 de diciembre en 1999. Los Estados Unidos se negaba a aceptar no solo las sumas, sino inclusive las palabras. Pagar indemnización, alegaban, implica la aceptación de haber causado un daño. Por último, aceptó la palabra «compensación», que para el caso era lo mismo, pero se empecinaron en regatear el dinero. Torrijos consideraba que de todos modos era un paso importante, porque clarificaba una cuestión de principios, pero dio instrucciones a sus delegados en Washington para que siguieran peleando por el dinero.
La firmeza de Estados Unidos en este punto parecía obedecer a un razonamiento. Si Panamá ha obtenido hasta ahora todo lo que quería, no se molestará demasiado por un simple problema de plata. Sin embargo, Torrijos no pensaba lo mismo. Uno de sus asesores le había aconsejado ceder, con el argumento alegre de que «al fin y al cabo la plata es una cuestión secundaria». Torrijos le replicó con su sentido común demoledor:
–Sí, la plata es secundaria, pero para el que la tiene.
En todo caso valía la pena aguantar. En seis meses de Carter, las negociaciones habían progresado mucho más que con todos los presidentes anteriores, y esto permitía pensar que por primera vez Estados Unidos tenía más prisa que Panamá. Primero, porque Carter necesitaba el tratado para usarlo como bandera de buena voluntad en una política nueva hacia América Latina. Segundo, porque debía someterlo a la aprobación del Congreso de su país, y esa posibilidad tiene una fecha límite: septiembre.
La verdad, sin embargo, parece ser que los cálculos de ambas partes eran equivocados. Las discusiones sobre el dinero se metieron en un callejón sin salida, y nadie había podido sacarlas de allí a principios de esta semana. De modo que es muy probable que el general Torrijos, antes que nada, quisiera consultar la opinión de sus colegas de cinco países sobre este asunto crucial: ¿qué diablos hacemos con el problema de la plata?
Su principal defecto: la naturalidad
Hay que conocer al general Torrijos, aunque solo sea un poco, para saber que estos callejones sin salida le mortificaban mucho, pero no conseguirán nunca hacerle desistir de lo que se propone. Al principio de las negociaciones, cuando no parecía concebible que Estados Unidos cediera jamás, le dijo a un alto funcionario norteamericano: «Lo mejor para ustedes será que nos devuelvan el canal por las buenas. Si no, los vamos a joder tanto durante tantos años y tantos años y tantos años, que ustedes mismos terminarán por decir: «Coño, ahí tienen su canal y no jodan más». Aunque los motivos de la devolución sean diferentes, la historia está demostrando que la amenaza era cierta.
Si hubiera que comparar al general Torrijos con los prototipos del reino animal, debería decirse que es una mezcla de tigre con mula. De aquel tiene el instinto sobrenatural y la astucia certera. De la mula tiene la terquedad infinita. Ésas son sus virtudes mayores y creo que ambas podrían servirle lo mismo para el bien que para el mal. Su principal defecto, en cambio, es lo que casi todo el mundo considera erróneamente como su mayor virtud: la naturalidad absoluta. Es de allí de donde le viene esa imagen de muchacho díscolo que sus enemigos han sabido utilizar contra él con una propaganda perversa. Hasta el presidente López Michelsen, que muy pocas veces se equivoca en el conocimiento de la gente, dijo alguna vez que el general Torrijos era un jefe de gobierno folklórico. Hubiera podido decir, para ser exacto, que es de una naturalidad inconveniente.
En cierta ocasión, un embajador europeo se puso bravo porque Torrijos lo recibió sentado en una hamaca, que para colmo de naturalidad tenía su nombre bordado en hilos de colores. En otra ocasión alguien vio mal que su secretaria lo ayudara a ponerse las medias. Los sábados, un pescador que se emborracha cerca de su casa de Farallón se suelta en improperios contra él y termina por mentarle la madre. El general Torrijos ha dado instrucciones a su guardia que no moleste al borracho, y solo cuando se propasa en agresividad él mismo sale a la terraza, le contesta con los mismos improperios, y hasta le mienta la madre.
Torrijos habría conjurado esa mala imagen si pudiera ser menos natural en algunas circunstancias. Pero no solo no lo hace, sino que ni siquiera lo intenta, porque sabe que no puede. A quienes se lo critican, les contesta con una lógica inclemente:
–No se les olvide que no soy jefe de ningún Gobierno de Europa, sino de Panamá.
Solo los campesinos lo ponen contra la pared
Aunque sus padres eran maestros de escuela, y por consiguiente estaban formados en la clase media rural, la verdadera personalidad de Torrijos no se expresa a cabalidad sino entre los campesinos. Le gusta hablar con ellos, en un idioma común que no es muy comprensible para el resto de los mortales, e inclusive se tiene la impresión de que mantiene con ellos una complicidad de clase.
En la ciudad de Panamá, en cambio, se siente fuera de ambiente. Allí tiene una casa propia, la única que tiene y que compró hace quince años a través del seguro social y es grande y tranquila y llena de árboles, pero raras veces se lo encuentra ahí. Más aún: una vez llegué de sorpresa a Panamá, y tratando de encontrarlo recurrí a la Seguridad Nacional. Al día siguiente, cuando por fin conseguí verlo, le pregunté con bromas de burla qué clase de seguridad nacional era aquella que no había podido encontrarlo en doce horas.
–Es que estaba en mi casa –dijo él, muerto de la risa–. Y ni a la seguridad nacional se le puede ocurrir que yo esté en mi casa.
Solo lo he visto una vez en esa casa, y parecía otro hombre. Estaba en una oficina muy pequeña, impecable, bien refrigerada, con fotos familiares y algunos recuerdos de su carrera militar. Al contrario de las otras veces, llevaba su uniforme urbano, y era evidente que no se sentía cómodo dentro de ese uniforme formal, ni tampoco dentro de su pellejo. Yo tampoco me sentía cómodo, porque por primera vez tenía la impresión de no ser recibido como amigo sino como un visitante extranjero en audiencia especial.
Tal vez por eso, cada vez que puede, Torrijos se escapa en su helicóptero personal y se va a esconder entre los campesinos. No lo hace, como podría pensarse, para huir de los problemas. Al contrario: allí sus grandes problemas son más grandes. Hace poco lo acompañé en la visita a una de esas comunidades campesinas, que se están desarrollando en todo el país. Los campesinos le rindieron cuentas de su trabajo en forma muy minuciosa y franca, pero al final le pidieron cuentas del suyo. También ellos, perdidos en la montaña, querían saber cómo iban las conversaciones sobre el Canal. Fue esa la única vez en que he visto a Torrijos contra la pared, haciendo un informe amplio y casi confidencial sobre el verdadero estado de las conversaciones, como no lo había hecho ante sus numerosos interlocutores de la ciudad.
El problema de llamarse Torrijos
Oyéndolo hablar entre los campesinos, comprendí que Torrijos es consciente de que la firma del tratado no acabará con sus problemas, sino todo lo contrario. Entonces será cuando empezarán los más grandes. El tema del canal ha sido tan enorme y absorbente, que va a dejar en la vida de los panameños un vacío casi sin fondo que ya no podrá llenarse con esperanzas sino con hechos concretos.
El pacto de clase que hizo posible la unidad nacional para el éxito de las negociaciones llega ahora a su fin. La oligarquía panameña, que no es muy fuerte pero que tiene muy buenos socios en Estados Unidos, ha contribuido con sus mejores cuadros y con sus buenos oficios, y ahora se prepara sin duda para pasar la cuenta. Pero también el pueblo panameño, que le ha ofrecido a Torrijos un respaldo incondicional y su inmensa capacidad de sacrificio, espera el suyo; hay muchas reivindicaciones aplazadas, muchas promesas incumplidas en nombre de esta concordia nacional. En medio de esas dos fuerzas contrarias, el general Torrijos se parece ahora más que nunca a esos héroes de Hemingway aburridos por el peso de la victoria.
Lo único que tal vez no se sepa más, y que nunca me atrevería a preguntar, es qué piensa del tratado el propio general Torrijos. Cómo votaría en el plebiscito que debe llevarse a cabo dentro de cuarenta días, si él no fuera el general Torrijos sino un panameño corriente. Yo creo, por pura intuición de escritor, que votaría a favor, aunque estoy convencido que en el fondo de su corazón no le gusta el tratado. Piensa tal vez que es el mejor tratado posible en las condiciones actuales, que valió la pena pelearlo palmo a palmo, y que de todos modos es una conquista muy grande del pueblo de Panamá. Pero él, como sin duda la mayoría de los panameños, quería todavía más, y sabía que tenía derecho a quererlo.
Lo creo así, porque he hablado con muchos panameños de todas las clases y de todos los colores, y sé que en su fuero interno el general Torrijos es uno de los más radicales. Sólo que es también el único que lleva a cuestas todo el peso del poder, y el poder pesa.