Hannah Arendt: La Condición Humana, Capítulo I

La Condición Humana

Capítulo 1: La Condición Humana

1. Vita activa y la condición humana

Con la expresión vita activa me propongo designar tres actividades fundamentales: labor, trabajo y acción. Son fundamentales porque cada una corresponde a una de las condiciones básicas bajo las que se ha dado al hombre la vida en la tierra. 

Labor es la actividad correspondiente al proceso biológico del cuerpo humano, cuyo espontáneo crecimiento, metabolismo y decadencia final están ligados a las necesidades vitales producidas y alimentadas por la labor en el proceso de la vida. La condición humana de la labor es la misma vida.

Trabajo es la actividad que corresponde a lo no natural de la exigencia del hombre, que no está inmerso en el constantemente repetido ciclo vital de la especie, ni cuya mortalidad queda compensada por dicho ciclo. El trabajo proporciona un «artificial» mundo de cosas, claramente distintas de todas las circunstancias naturales. Dentro de sus límites se alberga cada una de las vidas individuales, mientras que este mundo sobrevive y trasciende a todas ellas. La condición humana del trabajo es la mundanidad.

La acción, única actividad que se da entre los hombres sin la mediación de cosas o materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad, al hecho de que los hombres, no el Hombre, vivan en la Tierra y habiten en el mundo. Mientras que todos los aspectos de la condición humana están de algún modo relacionados con la política, esta pluralidad es específicamente la condición—no sólo la conditio sine qua non, sino la conditio per quamde toda vida política. Así, el idioma de los romanos, quizás el pueblo más político que hemos conocido, empleaba las expresiones «vivir» y «estar entre hombres» (inter nomines esse) o «morir» y «cesar de estar entre hombres (inter nomines esse desinere) como sinónimos. Pero en su forma más elemental, la condición humana de la acción está implícita incluso en el Génesis («y los creó macho y hembra»), si entendemos que esta historia de la creación del hombre se distingue en principio de la que nos dice que Dios creó originalmente el Hombre (adam), a «él» y no a «ellos», con lo que la multitud de seres humanos se convierte en resultado de la multiplicación. La acción sería un lujo innecesario, una caprichosa interferencia en las leyes generales de la conducta, si los hombres fueran de manera interminable repeticiones reproducibles del mismo modelo, cuya naturaleza o esencia fuera la misma para todos y tan predecible como la naturaleza o esencia de cualquier otra cosa. La pluralidad es la condición de la acción humana debido a que todos somos lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá.

Estas tres actividades y sus correspondientes condiciones están íntimamente relacionadas con la condición más general de la existencia humana: nacimiento y muerte, natalidad y mortalidad. La labor no sólo asegura la supervivencia individual, sino también la vida de la especie. El trabajo y su producto artificial hecho por el hombre, concede una medida de permanencia y durabilidad a la futilidad de la vida mortal y al efímero carácter del tiempo humano. La acción, hasta donde se compromete en establecer y preservar los cuerpos políticos, crea la condición para el recuerdo, esto es, para la historia. Labor y trabajo, así como la acción, están también enraizados en la natalidad, ya que tienen la misión de proporcionar y preservarprever y contar conel constante aflujo de nuevos llegados que nacen en el mundo como extraños. Sin embargo, de las tres, la acción mantiene la más estrecha relación con la condición humana de la natalidad; el nuevo comienzo inherente al nacimiento se deja sentir en el mundo sólo porque el recién llegado posee la capacidad de empezar algo nuevo, es decir, de actuar. En este sentido de iniciativa, un elemento de acción, y por lo tanto de natalidad, es inherente a todas las actividades humanas. Más aún, ya que la acción es la actividad política por excelencia, la natalidad, y no la mortalidad, puede ser la categoría central del pensamiento político diferenciado del metafísico.

La condición humana abarca más que las condiciones bajo las que se ha dado la vida al hombre. Los hombres son seres condicionados, ya que todas las cosas con las que entran en contacto se convierten de inmediato en una condición de su existencia. El mundo en el que la vita activa se consume, está formado de cosas producidas por las actividades humanas; pero las cosas que deben su existencia exclusivamente a los hombres condicionan de manera constante a sus productores humanos. Además, de las condiciones bajo las que se da la vida del hombre en la Tierra, y en parte fuera de ellas, los hombres crean de continuo sus propias y autoproducidas condiciones que, no obstante su origen humano y variabilidad, poseen el mismo poder condicionante que las cosas naturales. Cualquier cosa que toca o entra en mantenido contacto con la vida humana asume de inmediato el carácter de condición de la existencia humana. De ahí que los hombres, no importa lo que hagan, son siempre seres condicionados. Todo lo que entra en el mundo humano por su propio acuerdo o se ve arrastrado a él por el esfuerzo del hombre pasa a ser parte de la condición humana. El choque del mundo de la realidad sobre la existencia humana se recibe y siente como fuerza condicionadora. La objetividad del mundosu carácter de objeto o cosay la condición humana se complementan mutuamente; debido a que la existencia humana es pura existencia condicionada, sería imposible sin cosas, y éstas formarían un montón de artículos no relacionados, un no-mundo, si no fueran las condiciones de la existencia humana.

Para evitar el malentendido: la condición humana no es lo mismo que la naturaleza humana, y la suma total de actividades y capacidades que corresponden a la condición humana no constituye nada semejante a la naturaleza humana. Ni las que discutimos aquí, ni las que omitimos, como pensamiento y razón, ni siquiera la más minuciosa enumeración de todas ellas, constituyen las características esenciales de la existencia humana, en el sentido de que sin ellas dejaría de ser humana dicha existencia. El cambio más radical que cabe imaginar en la condición humana sería la emigración de los hombres desde la Tierra hasta otro planeta. Tal acontecimiento, ya no totalmente imposible, llevaría consigo que el hombre habría de vivir bajo condiciones hechas por el hombre, radicalmente diferentes de las que le ofrece la Tierra. Ni labor, ni trabajo, ni acción, ni pensamiento, tendrían sentido tal como los conocemos. No obstante, incluso estos hipotéticos vagabundos seguirían siendo humanos; pero el único juicio que podemos hacer con respecto a su «naturaleza» es que continuarían siendo seres condicionados, si bien su condición sería, en gran parte, autofabricada.

El problema de la naturaleza humana, la quaestio mihi factus sum de san Agustín («he llegado a ser un problema para mí mismo»), no parece tener respuesta tanto en el sentido psicológico individual como en el filosófico general. Resulta muy improbable que nosotros, que podemos saber, determinar, definir las esencias naturales de todas las cosas que nos rodean, seamos capaces de hacer lo mismo con nosotros mismos, ya que eso supondría saltar de nuestra propia sombra. Más aún, nada nos da derecho a dar por sentado que el hombre tiene una naturaleza o esencia en el mismo sentido que otras cosas. Dicho con otras palabras: si tenemos una naturaleza o esencia, sólo un dios puede conocerla y definirla, y el primer requisito sería que hablara sobre un «quién» como si fuera un «qué». La perplejidad radica en que los modos de la cognición humana aplicable a cosas con cualidades «naturales», incluyendo a nosotros mismos en el limitado grado en que somos especímenes de la especie más desarrollada de vida orgánica, falla cuando planteamos la siguiente pregunta: «¿Y quiénes somos?». A esto se debe que los intentos de definir la naturaleza humana terminan casi invariablemente en la creación de una deidad, es decir, en el dios de los filósofos que, desde Platón, se ha revelado tras estudio más atento como una especie de idea platónica del hombre. Claro está que desenmascarar tales conceptos filosóficos de lo divino como conceptualizaciones de las capacidades y cualidades humanas no supone una demostración, ni siquiera un argumento, de la no existencia de Dios; pero el hecho de que los intentos de definir la naturaleza del hombre lleven tan fácilmente a una idea que de manera definitiva nos suena como «superhumana» y, por lo tanto, se identifique con lo divino, arroja sospechas sobre el mismo concepto de «naturaleza humana».

Por otra parte, las condiciones de la existencia humanala propia vida, natalidad y mortalidad, mundanidad, pluralidad y la Tierranunca pueden «explicar» lo que somos o responder a la pregunta de quiénes somos por la sencilla razón de que jamás nos condicionan absolutamente. Ésta ha sido desde siempre la opinión de la filosofía, a diferencia de las cienciasantropología, psicología, biología, etc.que también se preocupan del hombre. Pero en la actualidad casi cabe decir que hemos demostrado incluso científicamente que, si bien vivimos ahora, y probablemente seguiremos viviendo, bajo las condiciones terrenas, no somos simples criaturas sujetas a la Tierra. La moderna ciencia natural debe sus grandes triunfos al hecho de haber considerado y tratado a la naturaleza sujeta a la Tierra desde un punto de vista verdaderamente universal, es decir, desde el de Arquímedes, voluntaria y explícitamente considerado fuera de la Tierra.

2. La expresión vita activa 

La expresión vita activa está cargada de tradición. Es tan antigua (aunque no más) como nuestra tradición de pensamiento político. Y dicha tradición, lejos de abarcar y conceptualizar todas las experiencias políticas de la humanidad occidental, surgió de una concreta constelación histórica: el juicio a que se vio sometido Sócrates y el conflicto entre el filósofo y la polis. Esto eliminó muchas experiencias de un pasado próximo que eran inaplicables a sus inmediatos objetivos políticos y prosiguió hasta su final, en la obra de Karl Marx, de una manera altamente selectiva. La expresión mismaen la filosofía medieval, la traducción modelo de la aristotélica bios politikos—se encuentra ya en san Agustín, donde como vita negotiosa o actuosa, aún refleja su significado original: vida dedicada a los asuntos público-políticos.

Aristóteles distinguió tres modos de vida (bioi) que podían elegir con libertad los hombres, o sea, con plena independencia de las necesidades de la vida y de las relaciones que originaban. Este requisito de libertad descartaba todas las formas de vida dedicadas primordialmente a mantenerse vivo, no sólo la labor, propia del esclavo, obligado por la necesidad a permanecer vivo y sujeto a la ley de su amo, sino también la vida trabajadora del artesano libre y la adquisitiva del mercader. En resumen, excluía a todos los que involuntariamente, de manera temporal o permanente, habían perdido la libre disposición de sus movimientos y actividades. Esas tres formas de vida tienen en común su interés por lo «bello», es decir, por las cosas no necesarias ni meramente útiles: la vida del disfrute de los placeres corporales en la que se consume lo hermoso; la vida dedicada a los asuntos de la polis, en la que la excelencia produce bellas hazañas y, por último, la vida del filósofo dedicada a inquirir y contemplar las cosas eternas, cuya eterna belleza no puede realizarse mediante la interferencia productora del hombre, ni cambiarse por el consumo de ellas.

La principal diferencia entre el empleo de la expresión en Aristóteles y en el medioevo radica en que el bios politikos denotaba de manera explícita sólo el reino de los asuntos humanos, acentuando la acción, praxis, necesaria para establecerlo y mantenerlo. Ni la labor ni el trabajo se consideraba que poseyera suficiente dignidad para constituir un bios, Una autónoma y auténticamente humana forma de vida; puesto que servían y producían lo necesario y útil, no podían ser libres, independientes de las necesidades y exigencias humanas. La forma de vida política escapaba a este veredicto debido al modo de entender los griegos la vida de la polis, que para ellos indicaba una forma muy especial y libremente elegida de organización política, y en modo alguno sólo una manera de acción necesaria para mantener unidos a los hombres dentro de un orden. No es que los griegos o Aristóteles ignoraran que la vida humana exige siempre alguna forma de organización política y que gobernar constituyera una distinta manera de vida, sino que la forma de vida del déspota, puesto que era «meramente» una necesidad, no podía considerarse libre y carecía de relación con el bios politikos.

Con la desaparición de la antigua ciudad-estadoparece que san Agustín fue el último en conocer al menos lo que significó en otro tiempo ser ciudadano, la expresión vita activa perdió su específico significado político y denotó toda clase de activo compromiso con las cosas de este mundo. Ni que decir tiene que de esto no se sigue que labor y trabajo se elevaran en la jerarquía de las actividades humanas y alcanzaran la misma dignidad que una vida dedicada a la política. Fue, más bien, lo contrario: a la acción se la consideró también entre las necesidades de la vida terrena, y la contemplación (el bios theórétikos, traducido por vita contemplativa) se dejó como el único modo de vida verdaderamente libre.

Sin embargo, la enorme superioridad de la contemplación sobre la actividad de cualquier clase, sin excluir a la acción, no es de origen cristiano. La encontramos en la filosofía política de Platón, en donde toda la utópica reorganización de la vida "de la polis no sólo está dirigida por el superior discernimiento, del filósofo, sino que no tiene más objetivo que hacer posible la forma de vida de éste. La misma articulación aristotélica de las diferentes formas de vida, en cuyo orden la vida del placer desempeña un papel menor, se guía claramente por el ideal de contemplación (theória). A la antigua libertad con respecto a las necesidades de la vida y a la coacción de los demás, los filósofos añadieron el cese de la actividad política (skholé); por lo tanto, la posterior actitud cristiana de liberarse de la complicación de los asuntos mundanos, de todos los negocios de este mundo, se originó en la filosofía apolitia de la antigüedad. Lo que fue exigido sólo por unos pocos se consideró en la era cristiana como derecho de todos. 

La expresión vita activa, comprensiva de todas las actividades humanas y definida desde el punto de vista de la absoluta quietud contemplativa, se halla más próxima a la askholia («inquietud») griega, con la que Aristóteles designaba a toda actividad, que al bios politikos griego. Ya en Aristóteles la distinción entre quietud e inquietud, entre una casi jadeante abstención del movimiento físico externo y la actividad de cualquier clase, es más decisiva que la diferencia entre la forma de vida política y la teórica, porque finalmente puede encontrarse dentro de cada una de las tres formas de vida. Es como la distinción entre guerra y paz: de la misma manera que la guerra se libra por amor a la paz, así toda clase de actividad, incluso los procesos de simple pensamiento, deben culminar en la absoluta quietud de la contemplación. Cualquier movimiento del cuerpo y del alma, así como del discurso y del razonamiento, han de cesar ante la verdad. Ésta, trátese de la antigua verdad del Ser o de la cristiana del Dios vivo, únicamente puede revelarse en completa quietud humana.

Tradicionalmente y hasta el comienzo de la Edad Moderna, la expresión vita activa jamás perdió su connotación negativa de «in-quietud», nec-otium, a-skholia. Como tal permaneció íntimamente relacionada con la aún fundamental distinción griega entre cosas que son por sí mismas lo que son y cosas que deben su existencia al hombre, entre cosas que son physei y las que son nomo. La superioridad de la contemplación sobre la actividad reside en la convicción de que ningún trabajo del hombre puede igualar en belleza y verdad al kósmos físico, que gira inmutable y eternamente sin ninguna interferencia del exterior, del hombre o dios. Esta eternidad sólo se revela a los ojos hurnin i cuando todos los movimientos y actividades del hombre se hallan en perfecto descanso. Comparada con esta actitud de reposo, todas las distinciones y articulaciones de la vita activa desaparecen. Considerada desde el punto de vista de la contemplación, no importa lo que turbe la necesaria quietud, siempre que la turbe.

Tradicionalmente, por lo tanto, la expresión vita activa toma su significado de la vita contemplativa; su muy limitada dignidad se le concede debido a que sirve las necesidades y exigencias de la contemplación en un cuerpo vivo. El cristianismo, con su creencia en el más allá, cuya gloria se anuncia en el deleite de la contemplación, confiere sanción religiosa al degradamiento de la vita activa a una posición derivada, secundaria; pero la determinación del orden coincidió con el descubrimiento de la contemplación (theória) como facultad humana, claramente distinta del pensamiento y del razonamiento, que se dio en la escuela socrática y que desde entonces ha gobernado el pensamiento metafísico y político a lo largo de nuestra tradición. Parece innecesario para mi propósito discutir las razones de esta tradición. Está claro que son más profundas que la ocasión histórica que dio origen al conflicto entre la polis y el filósofo y que así, casi de manera incidental, condujo también al hallazgo de la contemplación como forma de vida del filósofo. Dichas razones deben situarse en un aspecto completamente distinto de la condición humana, cuya diversidad no se agota en las distintas articulaciones de la vita activa y que, cabe sospechar, no se agotarían incluso si en ella incluyéramos al pensamiento y razón.

Si, por lo tanto, el empleo de la expresión vita activa, tal como lo propongo aquí, está en manifiesta contradicción con la tradición, se debe no a que dude de la validez de la experiencia que sostiene la distinción, sino más bien del orden jerárquico inherente a ella desde su principio. Lo anterior no significa que desee impugnar o incluso discutir el tradicional concepto de verdad como revelación y, en consecuencia, como algo esencialmente dado al hombre, o que prefiera la pragmática aseveración de la Edad Moderna en el sentido de que el hombre sólo puede conocer lo que sale de sus manos. Mi argumento es sencillamente que el enorme peso de la contemplación en la jerarquía tradicional ha borrado las distinciones y articulaciones dentro de la vita activa y que, a pesar de las apariencias, esta condición no ha sufrido cambio esencial por la moderna ruptura con la tradición y la inversión final de su orden jerárquico en Marx y Nietzsche. En la misma naturaleza de la famosa «puesta al revés» de los sistemas filosóficos o de los actualmente aceptados, esto es, en la naturaleza de la propia operación, radica que el marco conceptual se deje más o menos intacto.

La moderna inversión comparte con la jerarquía tradicional el supuesto de que la misma preocupación fundamental humana ha de prevalecer en todas las actividades de los hombres, ya que sin un principio comprensivo no podría establecerse orden alguno. Dicho supuesto no es algo evidente, y mi empleo de la expresión vita activa presupone que el interés que sostiene todas estas actividades no es el mismo y que no es superior ni inferior al interés fundamental de la vita contemplativa.

3. Eternidad e Inmortalidad

Que los varios modos de compromiso activo en las cosas de este mundo, por un lado, y el pensamiento puro que culmina en la contemplación, por el otro, correspondan a dos preocupaciones humanas totalmente distintas, ha sido manifiesto desde que «los hombres de pensamiento y los de acción empezaron a tomar diferentes sendas», esto es, desde que surgió el pensamiento político en la escuela de Sócrates. Sin embargo, cuando los filósofos descubrierony es probable, aunque no demostrado, que dicho descubrimiento se debiera al propio Sócratesque el reino político no proporcionaba todas las actividades más elevadas del hombre, dieron por sentado de inmediato, no que hubieran encontrado algo diferente a lo ya sabido, sino que se encontraban ante un principio más elevado para reemplazar al que había regido a la polis. La vía más corta, si bien algo superficial, para señalar estos dos distintos y hasta cierto grado incluso conflictivos principios es recordar la distinción entre inmortalidad y eternidad.

Inmortalidad significa duración en el tiempo, vida sin muerte en esta Tierra y en este mundo tal como se concedió, según el pensamiento griego, a la naturaleza y a los dioses del Olimpo. Ante este fondo de la siempre repetida vida de la naturaleza y de la existencia sin muerte y sin edad de los dioses, se erigen los hombres mortales, únicos mortales en un inmortal aunque no eterno universo, confrontados con las vidas inmortales de sus dioses pero no bajo la ley de un Dios eterno. Si confiamos en Heródoto, la diferencia entre ambos parece haber chocado al propio entendimiento griego antes de la articulación conceptual de los filósofos y, por lo tanto, antes de las experiencias específicamente griegas de lo eterno que subrayan esta articulación. Heródoto, al hablar de las formas asiáticas de veneración y creencias en un Dios invisible, afirma de manera explícita que, comparado con este Dios transcendente (como diríamos en la actualidad) que está más allá del tiempo, de la vida y del universo, los dioses griegos son anthrópophyeis, es decir, que tiene la misma naturaleza, no simplemente la misma forma, que el hombre. La preocupación griega por la inmortalidad surgió de su experiencia de una naturaleza y unos dioses inmortales que rodeaban las vidas individuales de los hombres mortales. Metidos en un cosmos en que todo era inmortal, la mortalidad pasaba a ser la marca de contraste de la existencia humana. Los hombres sen «los mortales», las únicas cosas mortales con existencia, ya que a diferencia de los animales no existen sólo como miembros de una especie cuya vida inmortal está garantizada por la procreación. La mortalidad del hombre radica en el hecho de que la vida individual, con una reconocible historia desde el nacimiento hasta la muerte, surge de la biológica. Esta vida individual se distingue de todas las demás cosas por el curso rectilíneo de su movimiento, que, por decirlo así, corta el movimiento circular de la vida biológica. La mortalidad es, pues, seguir una línea rectilínea en un universo donde todo lo que se mueve lo hace en orden cíclico. 

La tarea y potencial grandeza de los mortales radica en su habilidad en producir cosastrabajo, actos y palabrasque merezcan ser, y al menos en cierto grado lo sean, imperecederas con el fin de que, a través de dichas cosas, los mortales encuentren su lugar en un cosmos donde todo es inmortal a excepción de ellos mismos. Por su capacidad en realizar actos inmortales, por su habilidad en dejar huellas imborrables, los hombres, a pesar de su mortalidad individual, alcanzan su propia inmortalidad y demuestran ser de naturaleza «divina». La distinción entre hombre y animal se observa en la propia especie humana: sólo los mejores (aristoi), quienes constantemente se demuestran ser los mejores (aristeuein, verbo que carece de equivalente en ningún otro idioma) y «prefieren la fama inmortal a las cosas mortales», son verdaderamente humanos; los demás, satisfechos con los placeres que les proporciona la naturaleza, viven y mueren como animales. Ésta era la opinión de Heráclito, opinión cuyo equivalente difícilmente se encuentra en cualquier otro filósofo después de Sócrates.

Para nuestro propósito no es de gran importancia saber si fue Sócrates o Platón quien descubrió lo eterno como verdadero centro del pensamiento estrictamente metafísico. Pesa mucho a favor de Sócrates que sólo él entre los grandes pensadores—único en esto como en muchos otros aspectosno se preocupó de poner por escrito sus pensamientos, ya que resulta evidente que, sea cual sea la preocupación de un pensador por la eternidad, en el momento eh que se sienta para redactar sus pensamientos deja de interesarse fundamentalmente por la eternidad y fija su atención en dejar algún rastro de ellos. Se adentra en la vita activa y elige la forma de la permanencia y potencial inmortalidad. Una cosa es cierta: solamente en Platón la preocupación por lo eterno y la vida del filósofo se ven como inherentemente contradictorias y en conflicto con la pugna por la inmortalidad, la forma de vida del ciudadano, el bios politikos.

La experiencia del filósofo sobre lo eterno, que para Platón era arhéton («indecible») y aneu logou («sin palabra») para Aristóteles y que posteriormente fue conceptuaíizada en el paradójico nunc stans, sólo se da al margen de los asuntos humanos y de la pluralidad de hombres, como sabemos por el mito de la caverna en la República de Platón, habiéndose liberado de las trabas que le ataban a sus compañeros, abandona la caverna en perfecta «singularidad», por decirlo así, ni acompañado ni seguido por nadie. Políticamente hablando, si morir es lo mismo que «dejar de estar entre los hombres», la experiencia de lo eterno es una especie de muerte, y la única cosa que la separa de la muerte verdadera es que no es final, ya que ninguna criatura viva puede sufrirla durante ningún espacio de tiempo. Y esto es precisamente lo que separa a la vita contemplativa de la vita activa en el pensamiento medieval. No obstante, resulta decisivo que la experiencia de lo eterno, en contradicción con la de lo inmortal, carece de correspondencia y no puede transformarse en uña actividad, puesto que incluso la actividad de pensar, que prosigue dentro de uno mismo por medio de palabras, está claro que no sólo es inadecuada para traducirla, sino que interrumpiría y arruinaría a la propia experiencia.

Theória o «contemplación» es la palabra dada a la experiencia de lo eterno, para distinguirla de las demás actitudes, que como máximo pueden atañer a la inmortalidad. Cabe que el descubrimiento de lo eterno por parte de los filósofos se viera ayudado por su muy justificada duda sobre las posibilidades de la polis en cuanto a inmortalidad o incluso permanencia, y cabe que el choque sufrido por este descubrimiento fuera tan enorme que les llevara a despreciar toda lucha por la inmortalidad como si se tratara de vanidad y vanagloria, situándose en abierta oposición a la antigua ciudad-estado y a la religión que había inspirado. Sin embargo, la victoria final de la preocupación por la eternidad sobre toda clase de aspiraciones hacia la inmortalidad no se debe al pensamiento filosófico. La caída del Imperio Romano demostró visiblemente que ninguna obra salida de manos mortales puede ser inmortal, y dicha caída fue acompañada del crecimiento del evangelio cristiano, que predicaba una vida individual imperecedera y que pasó a ocupar el puesto de religión exclusiva de la humanidad occidental. Ambos hicieron fútil e innecesaria toda lucha por una inmortalidad terrena. Y lograron tan eficazmente convertir a la vita activa y al bios politikos en asistentes de la contemplación, que ni siquiera el surgimiento de lo secular en la Edad Moderna y la concomitante inversión de la jerarquía tradicional entre acción y contemplación bastó para salvar del olvido la lucha por la inmortalidad, que originalmente había sido fuente y centro de la vita activa.