La ética kantiana

La ética Kantiana

1. Grandes Temas en la ética kantiana

UNIVERSALIDAD Y NECESIDAD

Kant sostiene que la ley moral, si ha de ser ley, debe tener vigencia universal y necesaria. Una vez damos esto por supuesto, su estrategia será investigar qué tipo de código moral podría tener los rasgos de universalidad y necesidad. Terminará concluyendo que sólo el principio de moralidad que llama imperativo categórico se ajusta a esta descripción. El imperativo categórico es una ley moral que todos los agentes racionales deben seguir necesariamente

Como veremos, el imperativo categórico no es, estrictamente, una regla. Lo que Kant nos ofrece es una prueba de permisibilidad para las acciones. El imperativo categórico pone a prueba si un principio o plan de acción que uno se ha dado a sí mismo es permisible o impermisible. 

AUTONOMÍA

Kant cree que la moralidad solo se puede imponer a un agente desde dentro: debe ser autoimpuesta. Esta es la clave de la noción kantiana de autonomía.

El término “autonomía” se refiere a la capacidad de un agente para ser simultáneamente súbdito y legislador de la ley moral. Esto no significa, sin embargo, que los agentes decidan arbitrariamente el contenido de la ley. El agente es el autor de la obligación en concordancia con la ley, pero no de la ley misma.

Esta concepción distingue la teoría de Kant de aquellas que ven la moral como un código dado e impuesto por una autoridad externa, sea esta divina y terrenal. Pero también la aparta de los filósofos que arguyen que el conocimiento y la motivación moral emanan de una respuesta emotiva o de un sentimiento moral. Para que un agente sea autor de la ley, ha de ser su razón, y no sus sentimientos o deseos, la que sea legislativa—es decir, la que dicte el principio moral que debe ser seguido.

La autonomía no implica que la ley sea arbitraria, o que esté en nuestras manos en el sentido de que cada individuo decida de manera diferente. La razón humana es capaz de considerar si nuestras acciones son morales de manera objetiva e imparcial, con universalidad y necesidad y con independencia de nuestros intereses contingentes.

IGUALITARISMO E IMPARCIALIDAD

Como veremos, Kant defiende que todo agente racional es un fin en sí mismo y nunca debería ser tratado como un mero medio para un fin. Esto da a todos los agentes racionales un tipo de dignidad que nunca puede ser reemplazado por otros fines. Este compromiso con la dignidad fundamental e inalienable de todos los agentes racionales significa que los compromisos igualitaristas de Kant pueden interpretarse como prohibiciones contra el intento de hacer excepciones para uno mismo o usar de los otros como medio para los propios fines.

LIBERTAD Y NATURALEZA

Kant cree que somos a la vez seres morales y seres sensibles. Esto significa que somos capaces de comprendernos como seres morales y darnos a nosotros mismos la ley moral y, simultáneamente, comprendernos como seres sujetos a sentimientos de placer y displacer y a deseos e inclinaciones que se desarrollan a partir de tales sentimientos. Ocupamos, por así decirlo, dos mundos diferentes que navegamos constantemente. 

Esta dualidad del ser humano tiene importantes implicaciones. Una de ellas es que experimentamos la moralidad como una obligación o constricción. La moralidad nos dice que algunas de las cosas que queremos hacer por inclinación no son permisibles. 

Kant, sin embargo, no es un estoico. Piensa que nuestro bienestar general es importante. Ahora bien, el bienestar es un bien condicional (bueno en tanto que sea consistente con la moralidad). Más que buscar la renuncia a nuestra naturaleza sensible, Kant busca una vía de hacer la felicidad consistente con la virtud, en la medida en que esto sea posible.

2. La ley moral y la voluntad

Si hay algo así como una ley moral universalmente válida, ¿qué características tendría? Esta es la pregunta que Kant toma como punto de partida. De ella se sigue inmediatamente otra: dadas las características propias de una ley moral universalmente válida, ¿qué características deben tener los agentes morales? ¿Cómo deberíamos describir la voluntad de un agente atado por semejante ley?

Una premisa fundamental de Kant es que la ley moral debe regir con necesidad incondicional. Si algo es una ley, debe ser un principio que se aplique universal y necesariamente. Por tanto, en la medida en que buscamos una descripción de la ley moral, lo que buscamos es una explicación de la moral que dé cuenta de esta universalidad.

Si hay ley moral universalmente válida, los seres a los que se aplica tendrán que exhibir la capacidad de reconocer leyes o principios y dejar que su acción se guíe por tales leyes o principios: la ley moral se aplica a agentes racionales capaces de actuar en conformidad con la representación de una ley. Cualquier acción intencional realizada por un ser humano involucra un fundamento de determinación objetivo y un fundamento de determinación subjetivo. El primero es un principio que lavoluntad sigue, en función de sus fines y circunstancias. El segundo provee de la motivación para la voluntad. El fundamento de determinación objetivo proporciona los principios que cualquier agente con un fundamento de determinación subjetivo particular debería seguir para cumplir sus fines.

Según Kant, cualquier acción intencional requiere fundamentos de determinación subjetivos y objetivos. En el caso no moral, estos son contingentes a hechos acerca del mundo y de los deseos de los agentes particulares y, por tanto, ninguno de los dos principios sería universal y necesariamente válido. Esto sucede siempre que nos proponemos algún fin particular, pero también cuando perseguimos fines o proyectos generales como la felicidad. Muchas de nuestras acciones se dirigen a la felicidad, pero es imposible apuntalar un principio objetivo que guiaría invariablemente a la felicidad. Esto es así porque los agentes y el mundo en el que viven son impredecibles y están sometidos a perpetuo cambio. Kant reconoce que todos, en cierto sentido, perseguimos la felicidad como fin, pero los principios que nos guían en su consecución no son ni necesarios ni universales.

Podemos pensar en el proyecto de Kant como la búsqueda de una explicación de los fundamentos objetivo y subjetivo de determinación de la voluntad cuando esta funciona moralmente. En otras palabras, el fin es encontrar los fundamentos que harían actuar a la voluntad con absoluta necesidad y universalidad.

3. La ley moral (I): la fórmula de la ley universal

La moralidad debe aplicarse con universalidad y necesidad. Sin embargo, los fines de los agentes y los hechos empíricos acerca del mundo son enteramente contingentes: parece que sólo podemos actuar guiados por algún fin específico, en circunstancias determinadas. ¿Cómo podría un fundamento de la acción ser universal? Pues bien, Kant va a defender que la forma misma de la legalidad, la mera conformidad universal de las acciones con la ley, puede servir a la voluntad como principio.

Lo que debemos examinar es si la noción misma de una ley universal y necesaria podría por sí misma dar contenido a la ley moral. Y Kant piensa que sí. El principio que emerge, según él, es el siguiente: 

No debo nunca actuar sino de un modo tal que pudiera también querer que la máxima de mi acción se convierta en una ley universal. 

Esta es la primera formulación del famoso imperativo categórico kantiano. Es un imperativo en el sentido de que es un fundamento de determinación objetiva de la voluntad, un principio que guía la acción, y es categórico en el sentido de que se aplica necesaria y universalmente a cualquier agente capaz de actuar bajo la representación de una ley, con independencia de sus fines e intereses particulares.

En lugar de ser un enunciado positivo sobre los tipos de acciones que uno debería realizar para lograr un determinado fin, el imperativo categórico es un enunciado negativo acerca de los principios que uno debería evitar. Como el principio no apunta a ningún fin particular, no puede dar consejo sobre cómo alcanzar un determinado fin. El principio puede, a lo sumo, decirle a un agente como evitar una determinada condición: la falta de legalidad. El resultado de esta formulación es la descripción de un test o prueba que uno puede aplicar a sus propias intenciones para ver si son conformes con la moralidad, o universalizables. Así pues, la ley moral kantiana es un test de permisibilidad sobre las máximas o principios de la acción. 

El imperativo categórico como test de universalizabilidad

Kant entiende que una máxima de acción es un principio libremente elegido, formulado como un resultado de la deliberación práctica, que ofrece un enunciado acerca de un plan de acción. Las máximas suelen tener la siguiente estructura: 

En las circunstancias C, realizaré la acción A para conseguir el fin F. 

El imperativo categórico requiere del input de estas máximas que los agentes forman sobre la base de su deliberación prudencial. En un sentido importante, pues, las inclinaciones siempre hacen la primera jugada en el análisis kantiano de la deliberación moral. Son las inclinaciones las que sugieren fines a los agentes, y es sobre la base de tales fines que elaboramos las máximas acerca de cómo podríamos lograrlos. Sólo una vez elaboradas hace aparición el imperativo categórico, cuya función será la de dictaminar la permisibilidad de las máximas.

La fórmula de la ley universal comprueba si las máximas pasan el test de universalizabilidad. Ahora bien, cuando consideramos si una máxima propuesta es universalizable, no nos preguntamos por las consecuencias de universalizarla. Lo que la fórmula de la ley universal pregunta es si nuestra máxima privada es consistente con una versión universalizada de sí misma. Es decir, nos pide que consideremos si incurriríamos en una contradicción al intentar actuar según lo que la máxima indica bajo el supuesto de que todo el mundo siguiera la misma máxima. 

Para ejemplificar como funciona esta prueba de permisibilidad, Kant plantea el caso de una persona que se pregunta si sería moralmente permisible pedirle un préstamo a un amigo prometiendo devolvérseleo, pero sin intención real de devolverlo, con vistas a adquirir un dinero que necesita. Cuando este agente universaliza su máxima, se da cuenta de que si todo el mundo intentara actuar siempre según lo que esta dictamina, las promesas no podrían nunca ser creídas. Para que su plan funcione, sin embargo, necesita que su amigo crea que, cuando le promete pagar el préstamo, realmente lo hará. La universalización tiraría por tierra su propio plan de acción: sería imposible actuar con éxito siguiendo su propia máxima si esta fuera universal.

En el caso que acabamos de examinar, la contradicción emerge al nivel de la acción. Hay una contradicción práctica entre la máxima individual y la versión universalizada de la misma, pues el agente no podría actuar según la máxima original bajo la condición de universalización: los medios propuestos por la máxima serían insuficientes para lograr el fin. La máxima sólo funciona como un plan de acción exitoso si él es el único (o uno de los únicos) que actúa conforme a ella. Hay por tanto un sentido en el que la prueba kantiana captura aquellas acciones en las que el agente busca convertirse en excepción frente a la regla seguida por los demás.

El imperativo categórico y los deberes hacia uno mismo

Un rasgo importante de la fórmula de la ley universal es que se aplica tanto a las máximas que involucran a otros agentes como a las que se refieren únicamente a uno mismo. Supongamos que es difícil, tedioso y a veces deprimente seguir cuidadosamente las noticias y formarte tu propia opinión sobre varios debates políticos que suceden en tu entorno. Como consecuencia, te ves inclinado a dejar que otros te digan lo que debes pensar, a quién deberías apoyar políticamente, etc. La máxima que te formulas es algo así como:

“Para evitarme el engorro de hacerlo yo mismo, dejaré que otros me digan qué opiniones debo tener”. 

Nótese que esta máxima genera el tipo de contradicción ya discutida. El imperativo categórico genera un deber de pensar de manera autónoma, y no dejándonos guiar por la opinión de los demás.

El ejemplo preferido de Kant como deber hacia uno mismo es la prohibición del suicidio. La máxima del suicida es: 

Por amor propio tomaré el principio de acortar mi vida si, prolongándola más, amenaza más sufrimiento del bienestar que promete”. 

La lectura que Kant hace de este ejemplo, sin embargo, es discutible. Otros casos más obvios son los de la prohibición del autoengaño y el deber del respeto hacia uno mismo.

Deberes perfectos y deberes imperfectos

Cuando, como sucede en el ejemplo de la falsa promesa, una máxima universalizada torna imposible el plan inicial del agente, la máxima universalizada genera una contradicción en la concepción. Esto indica que el curso de acción propuesto viola un deber perfecto. Tenemos, dicho de otro modo, un deber estricto de evitar actuar según dicha máxima.

El imperativo categórico identifica también un segundo tipo de contradicción: una contradicción en la voluntad, que se corresponde a un segundo tipo de deber, el deber imperfecto. Kant nos pide que imaginemos a una persona que no hace daño a nadie, pero prefiere no ayudar a nadie tampoco. Su máxima es la siguiente: 

Cuando otra persona necesita mi ayuda y pueda ayudarla, me abstendré de ayudarla para preservar mis propios recursos en la persecución de mis propios fines”. 

¿Qué sucede cuando universalizamos esta máxima? Fácilmente podría el agente actuar guiado por ella, aunque sea universalizada y todo el mundo haga lo mismo. Aquí, arguye Kant, la contradicción se da entre la máxima universalizada y la propia voluntad del agente. Cada uno de nosotros es un ser finito que necesariamente necesita de la ayuda de otros de vez en cuando, y universalizar la máxima de no ayudar significaría que nunca recibiríamos asistencia. Generaríamos una contradicción entre la máxima y lo que nosotros mismos realmente queremos. Hay así un sentido en que la persona que rehúsa ayudar a otros incurre en dos errores relacionados: hace una excepción para sí misma al esperar ayuda sin estar dispuesta a granjearla, y niega su propia naturaleza como un ser finito precisado de ayuda.

Cuando una máxima genera una contradicción en la voluntad, es una máxima impermisible. Esto genera un deber positivo. Sin embargo, a diferencia de los deberes perfectos, estos deberes positivos están abiertos en el sentido de que típicamente hay más de un modo de cumplir con ellos. En el ejemplo propuesto, debemos de abstenernos de seguir la máxima de nunca ayudar a otros. Ahora bien, ¿qué es lo que deberíamos hacer entonces? El imperativo categórico no nos impone aquí una maximización de la beneficencia. Si estamos ante un deber perfecto de omisión (no se debe actuar según una máxima que incurre en contradicción en la concepción), su incumplimiento es un fallo moral o un vicio. Si tenemos un deber de hacer algo, pero incurrimos en la inacción, sucede lo mismo. No ayudar nunca a nadie también es un fallo moral, un vicio. Pero como el imperativo categórico es un test de permisibilidad, la cuestión de qué consistiría el debido cumplimiento de la ley moral varía en ambos casos. En el caso de los deberes imperfectos, parece que Kant admite una gradación: el agente es tanto más virtuoso cuanto más acerque su máxima al ideal de llevar el deber imperfecto tan cerca como sea posible al concepto de deber perfecto. Ahora bien, quedarse lejos del ideal no es lo mismo que incurrir en el vicio, y buscar la virtud en los deberes imperfectos es una meta para toda la vida.

4. La ley moral (II): la fórmula de la humanidad

Kant reconoce que todo acto de voluntad requiere de algún fin, y esto incluye también a la voluntad moral. Sin embargo, Kant piensa que la acción que busca un fin contingente deseado es muy distinta de la acción realizada por mor de un fin moral necesario. Al fin necesario de la acción moral lo llama Kant humanidad. La acción que toma a la humanidad como fin difiere de otros tipos de acciones dirigidas a fines.

Imperativos hipotéticos e imperativo categórico

Las máximas privadas con las que determinamos nuestra conducta sin pretender imponer su validez a los demás tienen valor subjetivo: carecen de autoridad o fuerza de obligación. A los principios prácticos con valor objetivo y provistos de autoridad los denomina Kant imperativos. Un imperativo tiene validez objetiva para todo sujeto racional. Ahora bien, imperativos los hay de dos tipos. 

Si adoptamos la perspectiva de los fines, hay diferencias cruciales entre los imperativos hipotético y categórico:

La humanidad como fin en sí mismo

Identificar y probar la existencia del fin necesario del imperativo categórico es una tarea difícil. Con ello se habría demostrado la validez de la ley moral. Por ahora, los argumentos de Kant son provisionales—buscan únicamente mostrar que, en el caso de que haya una ley moral universal y necesariamente vinculante, entonces tiene que ser el imperativo categórico. Supongamos que hubiera algo cuya existencia, en sí misma tuviera un valor absoluto que, como fin en sí mismo, pudiera servir de fundamento a leyes determinadas. En ese caso el fundamento de un posible imperativo categórico, de una ley práctica, yacería en él y únicamente en él.

Pues bien, Kant afirma que todo ser racional existe como fin en sí mismo. Un ser racional no es meramente un medio para el uso discrecional de esta o aquella voluntad, sino que debe ser considerado, en toda acción, al mismo tiempo, como fin. Con esto Kant introduce la humanidad como el fin necesario al que apunta la ley moral y que le proporciona su validez. Cuando una persona actúa sobre el fundamento de determinación objetivo que es el imperativo categórico, actúa por respeto a la humanidad y por mor de la humanidad, ya sea en su propia persona o en la de otro.

Ahora bien, ¿qué es la humanidad? Kant la asocia con la naturaleza racional de los seres humanos, con su racionalidad práctica—es decir, su capacidad de razonar acerca de la acción y actuar sobre la base de tal razonamiento. La humanidad es la capacidad de elegir fines y perseguirlos y, sobre todo, la capacidad de actuar moralmente. Kant parece pensar que ambas capacidades vienen en tándem, incluso en individuos que no se ajustan a las demandas de la moralidad.

La fórmula de la humanidad

Como fin necesario de la acción guiada por el imperativo categórico, la humanidad genera su propia formulación del imperativo categórico, que Kant enuncia así: 

“Actúa de tal manera que uses la humanidad, tanto en tu propia persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin en sí mismo, y no meramente como medio”. 

La fórmula de la humanidad, en su enunciado más directo, simplemente requiere que tratemos la humanidad, allá donde la encontremos, como un fin que tiene valor absoluto, es decir, como un fin que no puede ser comparado o intercambiado por ningún fin contingente. Este imperativo contiene dos partes: primero, el deber negativo de no tratar nunca a la humanidad solo como medio. Segundo, el deber positivo de ayudar a la humanidad a florecer. Ambas partes corresponden, respectivamente, al deber perfecto y al imperfecto.

Consideremos cómo responde esta segunda formulación a los cuatro ejemplos discutidos previamente:

5. El respeto por la ley, la acción por deber y la fórmula de la autonomía

Pasemos ahora a la pregunta por el fundamento de determinación subjetivo de las acciones morales. ¿Qué motivación caracteriza a este tipo de acciones? Cuando actuamos en conformidad con un imperativo hipotético, actuamos porque tenemos un interés en el fin relevante en la forma de una inclinación o deseo. Cuando actuamos por mor del imperativo categórico, sin embargo, no actuamos por el hecho de tener una inclinación. Según Kant, actuar moralmente es actuar por respeto a la ley misma

Kant distingue cuatro tipos de acción en función de su relación con la ley moral:

Solo la última de estas cuatro acciones tiene un valor moral. Cuando actuamos movidos por nuestras inclinaciones, no actuamos moralmente. Si me abstengo de robar porque temo a la policía, mi acción carece de valor moral, porque, aunque esté actuando conforme al deber, no estoy actuando por deber, sino por un interés individual. La bondad moral nunca reside únicamente en la acción misma, sino también, y ante todo, en la voluntad de quien la ejecuta: si hay algo incondicionalmente bueno en el mundo, dice Kant, es una buena voluntad. La buena voluntad es buena en sí misma, aunque no sea capaz de consumar sus intenciones.

La buena voluntad es aquella que actúa por puro respeto al deber, la que está determinada por el deber mismo y por nada más que el deber. A ello se le objetó ya en vida de Kant que nos parece intuitivamente más virtuoso el que cumple con su deber gustosamente que el que sufre pro ello. Ahora bien, Kant no insiste en que la virtud moral requiera siempre el sacrificio de las inclinaciones. Su opinión es, más bien, que nuestros motivos resultan oscuros incluso para nosotros mismos. Y no encuentra otro modo de identificar y subrayar el origen de una motivación estrictamente moral que imaginando ejemplos en los que el deber es el único motivo posible para las acciones del agente. Pero, de hecho, Kant sugiere que la persona más virtuosa probablemente sería aquella menos propensa a sufrir el conflicto interior entre las inclinaciones y el deber.

Kant afirma que si una acción se asienta en la inclinación, le falta valor moral, sea cual sea esa inclinación. Y esto es así porque el tener o no tener motivación para actuar moralmente no deja de ser aquí una cosa contingente. Para saber si la persona tiene una buena voluntad cuando actúa, necesitamos saber que la ley moral determina su voluntad directamente, y no mediante alguna inclinación contingente. 

La fórmula de la autonomía

Sólo las acciones que están motivadas por el deber guían de manera necesaria a la acción moral.  Según Kant, sólo en esos casos podemos hablar de una voluntad autónoma: cuando actuamos por deber, únicamente atendemos a la ley moral que emana de nuestra razón. En estos casos, nos sometemos a una norma que nos damos a nosotros mismos en tanto que seres racionales, y no a inclinaciones que nos vienen impuestas externamente a la razón en virtud de nuestra naturaleza sensible. Cuando seguimos la ley moral, nuestras acciones son desinteresadas e incondicionadas, y por lo tanto verdaderamente libres. 

De estas consideraciones surge una tercera formulación del imperativo categórico:

“Actúa con una voluntad que sea universalmente legisladora en todas sus máximas”.

Si la fórmula de la ley universal nos decía algo acerca del tipo de principio que una voluntad que actuara por mor de la moralidad debería seguir y la fórmula de la humanidad indicaba el tipo de fin al que debía orientarse dicha voluntad, la fórmula de la autonomía se ocupa del modo en el que la voluntad moral debe vincularse con los fundamentos de su acción. Nos dice algo, pues, acerca de la naturaleza de la legislación de la voluntad que actúa por mor de la moralidad.

La mera noción de estar sometido a una ley no es difícil de entender. Lo difícil es entender por qué una voluntad puede estar sometida a leyes. Kant cree que hay dos respuestas potenciales. Primero, puedo estar sometido a una ley por algún interés que tengo. Kant llama al tipo de subyugación a la ley que descansa en el interés heteronomía de la voluntad. El eslogan de una voluntad heterónoma es: “Debo hacer algo porque quiero alguna otra cosa”.

Sin embargo, este tipo de sometimiento no puede ser lo que me vincule a la ley moral. La ley moral no es contingente a ningún tipo de fin particular que pueda o no tener, a ningún interés mío. Si una voluntad moral es posible, tiene que haber algún otro modo de que un agente pueda estar sometido a la ley. Aquí es donde Kant introduce el concepto de voluntad autónoma: una voluntad es autónoma si no está simplemente sometida a la ley, sino que es al mismo tiempo legisladora de tal ley. Una voluntad tal no está sometida a la ley por ningún interés que de hecho tenga, sino porque se ha dado la ley a sí misma. Este darse leyes no es además arbitrario: se da a sí misma la ley moral universal. La legislación autónoma universal es el modo en el que una voluntad debe estar vinculada con la ley moral, pues cualquier otro tipo de obligación sería contingente. Kant llama a esto autonomía de la voluntad.

6. La libertad de la voluntad y la deducción de la moralidad

Hasta ahora hemos considerado la pregunta: "Si hay un principio moral, ¿cuál debería de ser tal principio?". Una vez descrito el contenido de la obligación moral, Kant nos debe un argumento para mostrar que esta existe, es vinculante y se aplica a nosotros. Es lo que Kant llama una deducción de la ley moral. Recordemos que, en Kant, una deducción es una prueba de la realidad o legitimidad de un concepto. La deducción de la ley moral tiene por objeto mostrar que podemos hacer uso legítimo de la ley moral, que se aplica a nosotros. 

Para mostrar que la ley moral se aplica a nosotros, la deducción deberá mostrar que somos, de hecho, capaces de tener una voluntad autónoma que se da a sí misma su propia ley universal. La columna vertebral del argumento es la identificación entre una voluntad sujeta a la ley moral y una voluntad libre. A esta tesis la llamaremos tesis de la reciprocidad.

La tesis de la reciprocidad

Una voluntad opera de acuerdo con la representación de un principio. Sin ello, la voluntad sería puramente azarosa, no sería una voluntad en absoluto. Una voluntad libre tiene que estar guiada por algún principio. El imperativo hipotético es el principio de la voluntad cuando esta es empujada a actuar por una influencia externa (el deseo o la inclinación). Consecuentemente, la voluntad actúa con libertad plena únicamente cuando el principio que la guía es el imperativo categórico. Una voluntad es libre si está guiada por la ley moral, y una voluntad guiada por la ley moral es libre de todo determinismo causal. Esta es la tesis de la reciprocidad: una voluntad libre y una voluntad sujeta a la ley moral son una cosa y la misma.

Una vez establecida la tesis de la reciprocidad, Kant intentará mostrar que la ley moral se aplica necesariamente a cualquier voluntad libre. Recordemos, sin embargo, que Kant no puede probar que la voluntad es libre por el uso teórico de la razón. Si quiere mostrar que los seres racionales tienen voluntades libres, tiene que aproximarse a la cuestión desde el uso práctico de la razón.

Actuar guiado por la idea de deber

Kant comienza señalando que todo ser que no puede actuar sino bajo la idea de la libertad es, de hecho, libre. Debemos prestar la idea de libertad a cualquier ser racional que actúe bajo la idea de libertad. Cuando nos concebimos como actuando libremente, debemos asumir la idea de libertad. 

Esta primera observación, sin embargo, no nos lleva muy lejos. El propio Kant se preocupa de que esto nos hace incurrir en un círculo, en una petición de principio. Prestarnos la idea de libertad no es suficiente para el fin de mostrar que los agentes racionales estamos vinculados por la ley moral. Para que el argumento sea exitoso, Kant tiene que mostrar que somos libres, no solo que podemos asumir la libertad en un respecto práctico o que podemos hacer uso prestado de la idea. 

Habitar dos mundos

Kant saldrá del círculo apelando a la distinción entre el mundo sensible y el mundo inteligible. Kant observa que hasta el entendimiento más común debe distinguir entre los objetos tal y como los experimentamos (i.e., los fenómenos) y los objetos tal y como deben de ser en sí mismos (i.e., el noúmeno). No hay razón para pensar que el modo en que experimentamos las cosas sea el mismo modo en el que las cosas son en sí. 

Kant cree que debemos conceder esta distinción incluso cuando reflexionamos sobre nosotros mismos. Lo que sabemos de nosotros mismos procede del sentido interno. Debemos conceder, pues, que existe algo que yace más allá de la base de todas estas observaciones internas. Un “yo” que somos nosotros en sentido propio. El yo que conocemos mediante el sentido interno es el yo que siente hambre o sed e intenta aplacar estos sentimientos. Es el yo que tiene sentimientos y deseos y actúa en base a ellos. Ahora bien, ¿qué hay del yo nouménico? Este, dice Kant, no es enteramente inaccesible, pues cuando volvemos nuestra atención hacia adentro y reflexionamos acerca de todo lo anterior, vemos que tenemos la capacidad de la razón, que es una capacidad enteramente espontánea y no una facultad meramente pasiva. Sabemos, pues, algo acerca de nuestro yo inteligible: que es un yo racional espontáneo. En consecuencia, Kant concluye que un ser humano nunca puede pensar en la causalidad de su propia voluntad de otro modo que bajo la idea de la libertad. La causalidad de nuestro yo empírico es natural y determinista, pero nuestro yo intelectual es espontáneo y libre. Solo podemos pensar en su poder causal bajo la idea de libertad.

La libertad de nuestro yo intelectual debe poseer su propio tipo de causalidad, y esto es lo que conecta el yo intelectual con la autonomía. Dado que la causalidad de nuestro yo intelectual es la causalidad de la libertad, sabemos (por la tesis de la reciprocidad) que la ley de nuestro yo espontáneo, el que pertenece al mundo intelectual, tiene que ser la ley moral. Es más, dado que nuestro yo intelectual es la base o fundamento del yo empírico, en cierto sentido su legislación es previa y se aplica a la voluntad en general. Es cierto que experimentamos el conflicto entre la moralidad y la inclinación, pero no se trata de un conflicto entre dos legislaciones en pie de igualdad. Más bien, la legislación autónoma es la legislación de la voluntad en general, que se encuentra constantemente desafiada por el yo empírico. Notablemente, esta es la razón por la que nuestra lucha moral toma la forma de una racionalización. Cuando racionalizamos nuestras acciones, intentamos vestirlas con los ropajes de la moralidad.

Los imperativos categóricos son posibles porque la idea de libertad me hace miembro de un mundo inteligible en virtud del cual, si tan sólo fuera un yo inteligible, todas mis acciones se conformarían siempre con la autonomía de la voluntad. Pero como al mismo tiempo me intuyo a mí mismo como miembro del mundo sensible, el resultado es que mis acciones deberían conformarse con ella.

Una voluntad santa sería la de un agente cuyas acciones se conforman automáticamente con la autonomía de la voluntad. Esto sólo está en mano de un yo intelectual. Pero nosotros, que habitamos dos mundos, experimentamos la moralidad no como una determinación automática de la voluntad, sino como una obligación o imperativo. Porque nuestras voluntades están separadas de la autonomía por la inclinación y el deseo, experimentamos la moralidad como una lucha o un sacrificio.

Al mostrar que la ley moral es la ley de un yo racional puro y espontáneo, Kant ha mostrado que la ley moral no es una mera ficción o quimera. Es la ley que se aplica a la voluntad racional fundada en el yo intelectual espontáneo. Si consideramos que Kant ha mostrado que tenemos un yo de esta naturaleza, la deducción genera una descripción del tipo de ley que nos gobierna y el argumento probablemente sería exitoso.

Sin embargo, la pregunta fundamental, “¿por qué debería yo seguir la ley moral?”, todavía no está respondida. Experimentamos la moral como un imperativo. Podemos quizás pensar que Kant ha mostrado que la voz de este imperativo no es una mera ficción. Pero todavía no nos ha mostrado por qué deberíamos escuchar a esta voz. La pregunta por la motivación moral sigue abierta.

El sinvergüenza, el Faktum de la razón práctica y la horca.

A este respecto, dirá Kant que nadie, ni siquiera el sinvergüenza más redomado, si tiene el hábito de razonar, dejaría de verse movido por la ley moral cuando reflexiona sobre ejemplos de virtud. Lo que prueba el deseo del sinvergüenza es que todos, sin excepción, habitamos los dos mundos, y que pertenecemos en primera instancia al mundo inteligible, por mucho que las inclinaciones nos aparten de él. Podemos confirmar nuestra membresía en el mundo inteligible (y, por tanto, nuestra libertad) por el hecho de que la moralidad parece interpelar hasta al sinvergüenza. Desde la perspectiva de primera persona, la ley moral nos interpela.

La Crítica de la Razón Práctica va a poner el énfasis en este hecho, como veremos en seguida. Allí, Kant argumenta que la conciencia moral es un hecho de la razón: somos inmediatamente conscientes de ella. Un mínimo de reflexión nos revela que estamos ya siempre comprometidos, aunque sea muy imperfectamente, con el principio práctico universal de la moralidad.

Imaginemos el pecador que ve la horca junto al objeto de su deseo. La amenaza de la muerte le hará elegir el curso de acción que maximice su placer evitándole la ejecución: si eso implica renunciar al objeto de deseo, renunciará. Comparemos esta situación con la de un agente al que un príncipe le pide dar falso testimonio contra un hombre honesto, so pena de ser ejecutado si no lo hace. Dice Kant que este hombre contemplará la posibilidad de sacrificar su vida, aunque termine no haciéndolo. En el primer escenario, el agente no tiene dudas: elige lo que le proporcionará mayor bienestar. En el segundo, habrá siempre un dilema moral, la razón práctica empírica competirá con la razón práctica pura. Esta última se manifestará como un sentido de la obligación. Quizás acabemos siendo víctimas de la debilidad moral y traicionemos al hombre bueno. Sin embargo, reconocemos lo que podríamos hacer porque reconocemos lo que deberíamos hacer: podríamos sacrificarnos por él porque, de hecho, es lo que debemos hacer.

Debemos elegir entre la heteronomía y la autonomía. Kant define esta elección con la metáfora de la encrucijada. Elegimos, fundamentalmente, someter el amor propio a la ley moral, o viceversa. La elección de ser moral, de actuar autónomamente, podrá parecer arbitraria. En cierto sentido, debe ser arbitraria, inexplicable, pues si apelásemos a principios externos para justificar la moralidad ya no sería moralidad. Lo que Kant intenta mostrar a través del Faktum de la razón y el pasaje de la horca es que la elección fundamental de ser moral, más que ser arbitraria, expresa nuestra naturaleza racional misma.

7. los postulados de la razón práctica

Dijimos más arriba que los resultados de la Crítica de la razón pura, negativos desde la perspectiva de los intereses teóricos de la razón, eran, sin embargo, positivos desde la perspectiva de sus intereses prácticos. ¿Por qué? Porque limitar nuestra capacidad de conocer a la esfera de los fenómenos y dejar la cosa en sí (el noúmeno) como no conocida es precisamente lo que nos permite pensarnos como libres sin incurrir en contradicción. Las leyes que gobiernan el reino natural (que se deducen, recordemos, de las categorías) dictan que todo acontecimiento tiene una causa externa; y si este tipo de leyes naturales fuesen las únicas que gobiernan la vida humana, la voluntad humana sería siempre el efecto de una causa previa (un impulso, una inclinación del cuerpo): nuestra libertad no sería más que una mera ilusión. Ahora bien, si el reino de lo nouménico es inaccesible al conocimiento, entonces, aunque nunca podamos saber a ciencia cierta si somos libres o no, al menos estamos legitimados para pensar que sí lo somos.

En la Crítica de la razón práctica Kant va a mostrar cómo las ideas de la razón pura cuyo conocimiento se había vetado en el examen del uso teórico de la razón pueden recuperarse como postulados de la razón práctica. El primer caso y más obvio es, precisamente, el de la libertad. Del mismo modo que la crítica de la razón teórica partía del Faktum de la ciencia, la reflexión práctica tiene que constatar otro Faktum, otro hecho ineludible: los seres humanos tenemos conciencia de la ley moral. Somos conscientes de que podemos obrar mal o bien, y de que, en cierto modo, la posibilidad de obrar bien nos obliga. Es este Faktum el que hace necesario que nos pensemos como libres: porque tengo conciencia moral, y esa conciencia moral me obliga a obrar bien, he de pensarme a mí mismo como libre; pues sólo si soy libre tiene sentido que intente obrar el bien.

Los otros dos postulados de la razón práctica emanan de la reflexión sobre las condiciones de posibilidad de un reino de los fines. La puesta en práctica de la moral ha de conducir a este reino de los fines, es decir, a una comunidad humana en la cual toda persona sea considerada, en concordancia con su dignidad, un fin en sí mismo. La libertad es una primera condición de posibilidad para la consecución de este fin último, pues sin libertad no sería posible que el hombre iniciase cursos de acción independientes de causas externas, y el imperativo categórico no tendría sentido. Pero la realización del ideal moral precisa también de otras dos condiciones:

Libertad, inmortalidad del alma y existencia de Dios son los tres postulados de la razón práctica. Son postulados porque no son demostrables mediante la razón teórica: los aceptamos, a pesar de ello, porque son condición de posibilidad indispensable de la existencia moral. Si tales condiciones no se diesen, la moral sería imposible. Así pues, aunque son incapaces de determinar ningún objeto de la experiencia, nos sirven para determinar nuestra conducta práctica.

Con los postulados, los objetos de la metafísica, que habían sido desahuciados de la razón teórica, adquieren su sentido pleno dentro de la razón práctica.