El escepticismo humeano
El escepticismo humeano
Tanto en la parte final del libro primero del Tratado de la naturaleza humana como en la última sección de la Investigación sobre el entendimiento humano, Hume se reivindica como un escéptico. Es el único calificativo que aceptó para su filosofía. Y es que, para Hume, la razón incurre en paradojas y paralogismos cuanto puede lograrse cuando se intenta justificar nuestra confianza en la existencia de un mundo externo del que nos informarían los sentidos, o cuando se indaga en los fundamentos de las matemáticas o de nuestras inferencias inductivas.
Ahora bien, lo que Hume defiende no es un disolvente escepticismo radical, sino un escepticismo moderado, corregido por el sentido común y por sus compromisos naturalistas. En este último apartado intentaremos delimitar cuál es exactamente el alcance del escepticismo que propone el filósofo escocés.
Variedades del escepticismo
La reflexión escéptica de Hume
El escepticismo mitigado
1. Variedades del Escepticismo
Hume dice que el escepticismo es una posición filosófica caracterizada por la posesión de dudas escépticas o por la adhesión a principios escépticos.
Si la creencia reside en la viveza asociada a una idea del entendimiento, la duda o incerteza procedería de la atenuación o el debilitamiento de esa viveza. Albergamos dudas escépticas cuando, a raíz de diversas consideraciones, nuestras creencias y convicciones se debilitan, y dejamos de darles nuestro asentimiento.
Los principios escépticos serían, precisamente, esas consideraciones o doctrinas que rebajan nuestro grado de confianza en nuestras facultades cognitivas o en las creencias y juicios que emanan de ellos.
Algunos escépticos aceptan estos principios en el pensamiento, pero no los aplican en la práctica. Otros no sólo los aceptan, sino que además los recomiendan y prescriben. En este sentido, podemos distinguir un escepticismo práctico, otro teórico y otro prescriptivo.
Además, el escepticismo varía según algunas otras dimensiones:
Según el dominio, distinguimos entre un escepticismo global y escepticismos de tipo local. Nuestro escepticismo puede estar limitado a ciertos tipos de creencias, como aquellas que versan sobre la existencia de los objetos externos a los sentidos, sobre la capacidad de los recuerdos para proporcionarnos conocimiento del pasado, sobre nuestra capacidad para inferir verdades sobre lo inobservado a partir de lo observado, etc. Pero el escepticismo también puede ser universal y poner en duda el edificio entero de nuestras opiniones.
Según su origen, Hume distingue entre un escepticismo antecedente a la investigación y otro consecuente o resultante de ella. El primero es el que practicó Descartes en sus Meditaciones. Este escepticismo requiere que uno someta a duda sus facultades y de sus opiniones prestablecidas hasta que se haya asegurado de su veracidad. Si este escepticismo fuese total y extremo, sería psicológicamente insostenible e incurable, pues las demandas que exige a la creencia permisible son extremas. Es un escepticismo que puede ser teórico y prescriptivo, pero no práctico. Hume no se alarma al respecto de este escepticismo, pues sus demandas no son razonables. Una forma de escepticismo antecedente más moderada, sin embargo, consistente en un principio de cautela, es posible y razonable. En cuanto al escepticismo consecuente, ocurre como resultado de los descubrimientos específicos acerca de la fragilidad de las capacidades cognitivas humanas alcanzados a lo largo de la investigación sobre los límites del entendimiento humano. Hume identifica el suyo como un escepticismo consecuente, sostenido por una serie de descubrimientos específicos.
Según su grado, el escepticismo puede ser extremo o radical, aniquilador de toda creencia, o un escepticismo moderado que se limita a rebajar la intensidad de nuestras convicciones. Recurriendo a los nombres de las dos escuelas escépticas de la Antigüedad, Hume llama pirrónico al escepticismo radical y académico al escepticismo moderado. Hume se reivindica un académico, no un pirrónico. Ahora bien, su escepticismo mitigado nace del pirronismo cuando éste se corrige por la reflexión y el sentido común. El pirrónico llega a la conclusión de que la razón es una facultad indigente, paralógica, mediante una indagación que es, ella misma, racional. Pero si reflexiona, deberá aceptar que no menos que las certezas de la razón debe cuestionar las dudas que esta introduce. Esta reflexión abre paso a la vindicación del sentido común, pues si éste se muestra como suficientemente eficaz para afrontar problemas vitales, ¿por qué habríamos de arrumbarlo en nombre de una facultad, la razón, de la que el pirrónico ha mostrado todas sus debilidades?
Una última dimensión en torno a la cual el escepticismo puede variar es su constancia. Como veremos a continuación, Hume expresa diferentes grados de escepticismo en diferentes etapas de su investigación antes de llegar a su posición razonada final. A menudo señala que las dudas escépticas más radicales le asaltan y recurren de manera poderosa, pero no son capaces de apresar su alma por más de un instante, pues en seguida las presiones de lo cotidiano se imponen y vuelve a la perspectiva de sentido común.
2. La Reflexión Escéptica de Hume
Tanto en el Tratado como en la Investigación, Hume hace recuento de las consideraciones, descubiertas a lo largo de su investigación sobre nuestro entendimiento, que le inducen a dudar de la solidez y del alcance de nuestras capacidades cognitivas, y muy especialmente de nuestra capacidad de razonar. Algunas de ellas nos han aparecido ya en apartados previos, y no vamos a repasarlas aquí todas. Señalaremos brevemente algunas de las más importantes:
Hume considera haber mostrado que toda creencia suscitada por los sentidos, la memoria y el razonamiento probable consiste únicamente en la percepción de ideas acompañadas de un sentimiento que les da mayor vivacidad. En los razonamiento probables, esta creencia viene producida por la costumbre, como ya hemos visto. Ahora bien, la costumbre opera mediante procesos cuya veracidad no puede ser establecida mediante un razonamiento que no sea circular. Esta imposibilidad es una consecuencia del descubrimiento de que todo razonamiento probable presupone la uniformidad de la naturaleza, y que esta suposición no se puede establecer por razonamiento de ningún tipo. Hume reconoce que la razón, por sí sola, es incapaz de dar su asentimiento a este principio. Así pues, el mecanismo por el que la mente vivifica unas ideas en vez de otras es tan trivial que a una mente racional puede parecerle mentira que el entendimiento pueda fundarse en él.
El asentimiento que ofrecemos a la existencia de objetos externos, o a la existencia pasada de los objetos de la memoria, también tiene fundamentos frágiles. Si nos centramos en nuestra creencia en la existencia continuada y distinta de cuerpos externos a la mente, constatamos que no podemos observar directamente si las impresiones de sensación están constantemente conjuntadas con objetos a los que se asemejen, pues no podemos 'salir' de nuestras propias impresiones para corroborar esa semejanza. Esto abre la puerta a la duda sobre su veracidad, pues podemos fácilmente imaginar hipótesis sobre las causas de tales impresiones en las cuales dichas causas no se asemejan a las impresiones que recibimos como efectos suyos. En definitiva, no podemos observar directamente si la vivacidad de nuestras ideas correlaciona de manera constante con su verdad. Un impulso de nuestra naturaleza nos lleva a ello, y no podemos resistirlo, pero cabe dudar de si tal instinto no nos engañará.
Hay un defecto en nuestro razonamiento acerca de la relación entre causa y efecto, consistente en la proyección de la impresión de conexión necesaria, que tiene un origen interno a la mente, a las cosas mismas, de cuya conexión no tenemos impresión alguna. Este error reduce nuestra confianza en que las creencias generadas por la razón sean ciertas, pues nos muestra que la mente está sujeta a, como mínimo, una suerte de ilusión que recurre constantemente en el curso de nuestros razonamientos probables. En el fondo, no tenemos otra idea de la relación de causación que la de dos objetos frecuentemente conjuntados.
Una vez enumeradas estas y otras conclusiones escépticas, Hume procede a narrar en primera personal la sucesión de los humores o estados de la mente que tales consideraciones le han suscitado. La primera reacción, nos dice, es la de verse sumido en un estado de delirio y melancolía filosófica. Estas conclusiones nos reducen a un escepticismo extremo que, en la práctica, nos lleva a la parálisis y el desconcierto.
Pronto descubre, sin embargo, que aunque la razón, por sí sola, es incapaz de disipar los negros nubarrones de la duda, la naturaleza humana se sirve y se basta para hacerlo. Además, lo hará prontamente, pues semejante estado de ánimo es psicológicamente insostenible. Las impresiones vivas de los sentidos se imponen sobre la indolencia de la razón, y uno se ve empujado a rechazar las abstrusas especulaciones del razonamiento y las frías y ridículas conclusiones de la filosofía. Nos entregamos al curso natural de nuestros sentidos y nuestro entendimiento en modos que niegan cualquier fuerza a las consideraciones escépticas y que nos traen de vuelta a nuestra vieja creencia en las máximas generales que gobiernan el curso del mundo. Dejamos de torturar nuestro cerebro con sutilezas que no prometen verdad ni certeza alguna y volvemos al abrigo de nuestras convicciones cotidianas.
Este retorno al sentido común no será, sin embargo, la posición final de Hume, quien no quiere renegar de sus inclinaciones filosóficas. Es entonces cuando el filósofo escocés introduce en su Tratado de la naturaleza humana lo que la crítica ha denominado el Principio del Derecho [Title Principle]:
“…si somos filósofos, debemos serlo tan sólo sobre principios escépticos y partiendo de una inclinación que sentimos a conducirnos de esta manera. Cuando la razón es activa y se combina con alguna inclinación puede asentirse a ella. Cuando no lo hace, no puede tener derecho alguno a actuar sobre nosotros”
David Hume, Tratado de la Naturaleza Humana, I.4.7.11.
La curiosidad nos empuja a intentar descubrir los principios del bien y del mal moral, la naturaleza y los fundamentos del gobierno, las causas de las pasiones e inclinaciones que nos gobiernan a los seres humanos. La especulación filosófica es inevitable: tenemos la necesidad de construirnos una guía práctica que resulte menos peligrosa que la religión y la superstición. Así pues, Hume recomienda un retorno activo a la filosofía como herramienta para dar respuesta a este tipo de cuestiones. Pero nuestro quehacer filosófico debe estar constreñido por el Principio del Derecho, que es el que evita que la razón nos abisme en las profundidades del escepticismo radical. Este principio impone una corrección naturalista al escepticismo humeano, sugiriendo que debemos dar nuestra aprobación únicamente aquellos resultados de la razón reflexiva que están mezclados con ciertas propensiones naturales de nuestra imaginación, de la pasión y del deseo.
Con la aceptación del Principio del Derecho, el escepticismo se ve mitigado y adopta un perfil más moderado. Las consideraciones escépticas que nos llevaron a dudar de la capacidad de nuestra razón para descubrir la verdad no se ven desmentidas, pero su vivacidad resulta muy limitada más allá del momento del shock inicial, pues están poco entremezclados con las inclinaciones de la imaginación y de las pasiones: en cuanto volvemos a nuestra vida cotidiana, las dudas se disipan y pierden relevancia. El Principio del Derecho nos recomienda, pues, que retengamos un grado considerable de confianza en los resultados de nuestros razonamientos probables cotidianos. Al fin y al cabo, las dudas escépticas sobre la capacidad de nuestra razón las hemos sembrado haciendo uso de esa misma razón que pretendemos poner en tela de juicio: pero si la razón es frágil y nuestras inclinaciones naturales son firmes, son estas últimas las que deben prevalecer.
El escepticismo académico que Hume se muestra estrechamente cercano al sentido común, pero no lo deja como encontró, sino que lo ilustra y mejora, haciéndolo consciente de la debilidad de nuestras facultades cognitivas. El escepticismo mitigado tiene una serie de beneficios que pasamos a considerar en el último apartado.
3. El escepticismo mitigado
La duda escéptica, tanto con respecto a la razón como a los sentidos, es una enfermedad que no podremos curar nunca, sino que debe volver a surgir en nosotros en cada momento, aunque podamos expulsarla y a veces parecernos que nos hallamos enteramente libres de ella. Es imposible, basándonos en sistema alguno, defender el entendimiento o los sentidos, y los exponemos aún más cuando tratamos de justificarlos de esta manera. Como la duda escéptica surge naturalmente de una reflexión profunda e intensa sobre estos asuntos, aumenta siempre cuando llevamos más lejos nuestras reflexiones, ya sea en contra o a favor de ella.
David Hume, Tratado de la naturaleza humana, 1.4.2.57
[Las objeciones de los pirrónicos] nunca pueden tener otra intención sino mostrar la cómica condición de la humanidad, obligada a actuar, razonar y creer, aun cuando no sea capaz, ni por la más diligente investigación, de satisfacerse a sí misma en lo que respecta a los fundamentos de estas operaciones, o de eliminar las objeciones que pueden plantearse contra ellas.
David Hume, Investigación sobre el entendimiento humano, 12.23
Los descubrimientos escépticos son consideraciones con un peso negativo que influye en nuestro juicio sobre la probabilidad de la veracidad de nuestras facultades. Hay cuatro respectos en los que la razón es incapaz de defenderse a sí misma y a los sentidos de las objeciones producidas por estos descubrimientos:
La razón no puede descubrir ninguna irregularidad en el razonamiento que guía a estos descubrimientos sobre las operaciones de nuestras facultades cognitivas. Al contrario, todos ellos son conclusiones alcanzadas mediante razonamientos regulares en concordancia con estándares metodológicos reflexivos.
La razón, por sí sola, no puede destruir completamente la capacidad de ninguno de estos descubrimientos para funcionar como consideraciones contra la probabilidad de que nuestra razón y sentidos sean veraces. Si nos concentramos en estos descubrimientos, nuestra duda inevitablemente se incrementa. E incluso cuando no pensamos en ellos, tales descubrimientos dejan tras de sí una disminución de nuestro grado de creencia.
La razón no puede proporcionar contraargumentos para la veracidad de la razón y los sentidos que no presupongan ya su veracidad (recordemos la circularidad de todo intento de establecer racionalmente el Principio de Uniformidad).
La razón debe ser suplementada por la pasión y la inclinación para rehuir el escepticismo extremo. El Principio del Derecho no es un principio enteramente racional.
Todas estas consideraciones muestran las serias incapacidades de que la razón adolece, y que son descubiertas por la razón misma. Ahora bien, estas consideraciones no hacen imposible que otras consideraciones positivas acerca del alcance de nuestras capacidades se impongan con más fuerza. La fuerza debilitadora de las consideraciones escépticas se debe determinar evaluando su impacto en nuestro sentido de la probabilidad: quizás este sentido evalúe los productos de la razón como probablemente verdaderos, a pesar de los descubrimientos escépticos.
El razonamiento probable y los sentidos son fuentes poderosas de creencias, que se nos imponen como altamente probables y no pueden ser derrotadas por las consideraciones escépticas. Aun así, las consideraciones escépticas, derivadas de la razón, tienen una fuerza debilitadora de la creencia genuina, y no dejan intacto el estatus de las creencias humanas. El resultado es lo que Hume llama escepticismo mitigado, que tiene dos componentes.
El primero es una disminución general del grado de nuestras creencias, junto con la recomendación de que abracemos esta disminución y de que asignemos una confianza disminuida en nuestra capacidad para evaluar la verdad probable de nuestras creencias. Esta disminución es saludable, pues nos recomienda cautela y nos aparta del dogmatismo.
El segundo es una pérdida de nuestras creencias sobre cuestiones elevadas y abstrusas, relativas a cuestiones que van más allá de donde alcanza el sentido común, junto con la recomendación de abstenerse de evaluar la probable verdad de afirmaciones al respecto de tales materias como la situación del universo, el origen de los mundos, los poderes secretos de la materia o los principios últimos de la realidad toda. Estas cuestiones, afirma Hume, yacen más allá de nuestras capacidades de percepción, y absteniéndonos de ellas no sólo evitamos el dogmatismo sino también la superstición.
El escepticismo que Hume prescribe es mitigado, también, porque retiene una creencia firme en la verdad probable de nuestros conceptos empíricos. Y es que sería difícil (¡aunque no imposible!) que la humanidad esté enteramente equivocada acerca de qué estados de cosas, de aquellos de los que tenemos experiencia, son verdaderos y cuáles no.
En definitiva, el escepticismo de Hume bloquea la posibilidad de una física o una metafísica a priori, independientes de la experiencia, y señala a las facultades racionales cuál es su ámbito propio de aplicación, apegado a los sentidos y constreñido por nuestras inclinaciones y necesidades naturales. La defensa de Hume de un espíritu ilustrado, laico y tolerante estará inextricablemente vinculada a la recomendación de este saludable escepticismo.