San Agustín de Hipona

La defensa del libre albedrío (I): para qué nos da Dios el libre albedrío

3. Ag.- Evidentemente, si esto es así, ya está resuelta la cuestión que propusiste. Si el hombre en sí es un bien y no puede obrar rectamente sino cuando quiere, síguese que por necesidad ha de gozar de libre arbitrio, sin el cual no se concibe que pueda obrar rectamente. Y no porque el libre arbitrio sea el origen del pecado, por eso se ha de creer que nos lo ha dado Dios para pecar. Hay, pues, una razón suficiente de habér­noslo dado, y es que sin él no podía el hombre vivir rectamente.


La defensa del libre albedrío (II): por qué el castigo de Dios es justo

Y, habiéndonos sido dado para este fin, de aquí puede entenderse por qué es justa­mente castigado por Dios el que usa de él para pecar, lo que no sería justo si nos hubiera sido dado no sólo para vivir rectamente, sino también para poder pecar. ¿Cómo podría, en efecto, ser castigado el que usara de su libre voluntad para aquello para lo cual le fue dada? Así, pues, cuando Dios castiga al pecador, ¿qué te parece que le dice, sino estas palabras: te castigo porque no has usado de tu libre voluntad para aquello para lo cual te la di, esto es, para obrar según tu razón? Por otra parte, si el hombre careciese del libre arbitrio de la voluntad, ¿cómo podría darse aquel bien que sublima a la misma justicia, y que consiste en condenar los pecados y en premiar las buenas acciones? Porque no sería ni pecado ni obra buena lo que se hi­ciera sin voluntad libre. Y, por lo mismo, si el hombre no estuviera dotado de volun­tad libre, sería injusto el castigo e injusto sería también el premio. Mas por necesidad ha debido haber justicia, así en castigar como en premiar, porque éste es uno de los bienes que procede de Dios. Necesariamente debió, pues, dotar Dios al hombre de libre arbitrio.


Que hay que entender para creer

Ag.- Pues, si respecto de la existencia de Dios juzgas prueba suficiente el que nos ha parecido que debemos creer a varones de tanta autoridad, sin que se nos pueda acusar de temerarios, ¿por qué, dime, respecto de estas cosas que hemos determinado in­vestigar, como si fueran inciertas y absolutamente desconocidas, no piensas lo mismo, o sea, que, fundados en la autoridad de tan grandes varones, debemos creerlas tan fir­memente que no debamos gastar más tiempo en su investigación?

Ev.- Es que nosotros deseamos saber y entender lo que creemos.

6. Ag.- Veo que te acuerdas perfectamente del principio indiscutible que establecimos en los comienzos de la cuestión precedente: si el creer no fuese cosa distinta del en­tender, y no hubiéramos de creer antes las grandes y divinas verdades que deseamos entender, sin razón habría dicho el profeta: Si no creyereis, no entenderéis. [...] Por lo cual, obedientes a los preceptos de Dios, seamos constantes en la investigación, pues iluminados con su luz, encontraremos lo que por su consejo buscamos, en la medida que estas cosas pueden ser halladas en esta vida por hombres como nosotros...