Contexto histórico, vida y obra

San Agustín de Hipona (354-430)

1. Contexto social, político y cultural

Entre la muerte de Aristóteles y el nacimiento de Agustín median varios siglos de distancia. Antes de abordar el pensamiento de este último, es preciso que nos situemos, aunque sea de manera muy sucinta, en el contexto político, cultural y religioso en el que desarrolla su obra.

El Imperio Romano Tardío

Lo más destacable del extenso período histórico que separa a Aristóteles de San Agustín es el auge de Roma como potencia geopolítica dominante en el Mediterráneo. En vida de Aristóteles, la ciudad de Roma estaba en pleno proceso de absorción, conquista y anexión del resto de territorios de la península Itálica, y en los dos siglos subsiguientes, impulsada sobre todo por su conflicto con Cartago y por su progresiva intervención en el mundo helénico, la República Romana llegaría a dominar toda la cuenca mediterránea. Su posterior transformación, tras una serie de guerras civiles, de República a Imperio, no solo redefinió el mapa político, sino que también repercutió en su estructura social y económica. La expansión territorial romana, alimentada por conquistas militares y políticas de asimilación, llevó a la creación de un vasto sistema imperial. Este crecimiento trajo consigo una amalgama de culturas, religiones y tradiciones, generando tensiones y dinámicas complejas entre las distintas regiones y grupos sociales dentro del imperio. Con todo, los primeros siglos del Imperio Romano fueron un período de paz y estabilidad prolongadas: es el tiempo de la conocida como pax romana.

La pax romana empieza a resquebrajarse a finales del siglo II d.C. y cuando Agustín nace, el mundo romano llevaba uno o dos siglos volviéndose más inestable e inseguro. Durante el siglo III d.C. el mundo romano experimentó una profundísima crisis: la presión militar de los pueblos germánicos en la frontera del Rin y de los persas en la frontera oriental, las luchas intestinas dentro del ejército, los problemas económicos, las revueltas campesinas, y la enorme inestabilidad política llevaron al Imperio al borde del colapso. Tras el asesinato del emperador  Alejandro Severo, en el año 235, por parte de sus propias tropas, comienza  un período de anarquía en el que los soldados de los ejércitos fronterizos designaron y eliminaron emperadores a su voluntad. El descontrol fue tal que varias provincias de occidente y oriente se escindieron para formar el Imperio galo y el Imperio de Palmira respectivamente, en un intento de hacer frente con sus propios medios a los peligros exteriores que amenazaban el Imperio. Progresivamente, una serie de emperadores de origen ilírico lograron restablecer el orden y sentaron las bases de la estructura política y militar que permitiría al imperio sobrevivir a la crisis y prolongar su existencia durante un par de siglos más. La figura clave en este sentido fue el emperador Diocleciano, que gobernó entre los años 284 y 311. En el año 293, instituyó un sistema de gobierno conocido como la tetrarquía: dividió la administración del imperio entre dos emperadores mayores, los augustos, y sus subalternos y sucesores designados, los césares. Aunque este sistema cayó en el año 324, tuvo un efecto perdurable en el Imperio Romano Tardío: sus dos mitades oriental y occidental quedaron divididas de facto. El Imperio era bipolar, con un centro de gobierno en cada extremo del mundo mediterráneo. Cada mitad tenía sus prefectos pretorianos a la cabeza de administraciones civiles separadas. Sus subordinados, los vicarios, administraban las provincias en grupos conocidos como diócesis (término que la Iglesia heredará en la denominación de sus propias estructuras administrativas). En cada provincia había un gobernador provincial. Las viejas clases senatoriales lograron retener su riqueza y sus propiedades y muchos de sus miembros desempeñaban cargos en el Estado, pero el Senado había perdido toda autoridad. La administración estaba en manos de una clase funcionarial que accedía a sus cargos de poder mediante el clientelismo y el patronazgo. La corrupción y el exceso de burocracia eran un problema generalizado en tiempos de Agustín.

La expansión y el triunfo del cristianismo

Otro hito importante que se produce en los siglos inmediatamente precedentes al nacimiento de San Agustín es la expansión de la religión cristiana. Inicialmente surgida como una secta dentro del judaísmo, el cristianismo se convirtió, una vez que San Pablo de Tarso tomó las riendas de la labor evangelizadora, en una religión con un mensaje universal, y se extendió rápidamente por el Imperio Romano. En dos siglos ya habían aparecido pensadores cristianos sistemáticos, como Clemente u Orígenes en Alejandría, San Ireneo en Lyon, o Tertuliano en Cartago. El aumento en número de los cristianos los hizo ya suficientemente visibles a mitad del siglo III como para atraer la persecución del emperador Decio en los años 250-1, a la que siguió la Gran Persecución de Diocleciano y sus sucesores en 303-312. Inmediatamente después, sin embargo, llegó el triunfo con la conversión del emperador Constantino el Grande (274-337) en el año 312 y el Edicto de Milán en el año 313. A partir de ese momento, y con el único paréntesis del reinado de Juliano el Apóstata, la religión cristiana se adueñó del Imperio Romano. En el año 380 el emperador Teodosio (347-395) promulga el Edicto de Tesalónica y el cristianismo pasa a convertirse en religión oficial, consolidando su posición como una fuerza dominante en la esfera religiosa del mundo romano.

La relación del cristianismo con la religión y la filosofía paganas

El mundo religioso en el que Agustín va a tratar de orientarse seguía siendo, sin embargo, un crisol de diversas creencias y corrientes filosóficas. A pesar del avance del cristianismo como una fuerza poderosa, las antiguas prácticas paganas aún persistían en diversas formas. El sincretismo religioso y las múltiples interpretaciones espirituales coexistían en una sociedad en transformación. El Imperio Romano había sabido integrar la enorme diversidad de culturas de los pueblos que habitaban en torno al mar Mediterráneo, y su asimilación había sido promovida desde tiempos de la República. Su sistema religioso era un paganismo politeísta que podía satisfacer las necesidades de una población con niveles de educación muy dispares, acomodando en su seno a un amplio repertorio de dioses y diosas y de concepciones más o menos sofisticadas sobre lo numinoso y lo sobrenatural. Este paganismo sofisticado ofrecía un sistema moral y una explicación del cosmos y el propósito de la vida que resultaba aceptable para un gran número de ciudadanos de a pie. Además, junto a él convivían concepciones filosóficas más abstractas, como podían ser el estoicismo o el epicureísmo.

Fundamental en el éxito del paganismo romano fue su sincretismo: cuando se encontraban con prácticas y creencias religiosas ajenas, los romanos tendían a incorporarlas a su propia religión. Los reyes y reinas de los dioses podían ser identificados entre sí con relativa facilidad. En el caso de los griegos, esto no fue difícil de conseguir: los griegos tenían un panteón muy similar al Romano, con o cual era fácil identificar a Júpiter con Zeus, Juno con Hera o Mercurio con Hermes. Ahora bien, este sincretismo encontró dificultades al intentar asimilar las religiones del Medio Oriente, como el mitraísmo, el judaísmo o el cristianismo. El Dios al que estos últimos adoraban no admitía ser reducido a un miembro más de un panteón politeísta.

A pesar de su rechazo a jugar este juego del sincretismo, los cristianos de la antigüedad difícilmente lograron retener una independencia intelectual absoluta con respecto al pensamiento pagano de su época. La literatura cristiana de los primeros siglos de existencia de la Iglesia es fundamentalmente apologética: su objetivo es la defensa de la fe cristiana frente a los ataques de los no creyentes. Desempeñar bien esta labor obligaba a los apologistas a confrontar las tesis de los filósofos paganos para clarificar sus diferencias con respecto a ellos. Al hacerlo, el propio pensamiento cristiano fue impregnándose cada vez más de filosofía y volviéndose filosóficamente más sofisticado.

En esa progresiva asimilación de la filosofía pagana a los moldes cristianos jugará un papel crucial una corriente conocida como neoplatonismo. La escuela neoplatónica fue fundada por Plotino en el siglo III d.C. y encontró en Porfirio a su principal promotor. Agustín trabó conocimiento de sus enseñanzas en Milán, y la influencia neoplatónica fue constante en el desarrollo de su pensamiento.

Las herejías

Un último aspecto del contexto cultural en el que Agustín se mueve que debemos tener en cuenta es que a finales del siglo IV y principios del siglo V d.C. el contenido doctrinal de la fe católica todavía estaba en pleno proceso de consolidación. El credo cristiano fue configurándose progresivamente a través de concilios como el de Nicea (325), pero convivió durante mucho tiempo con sectas y corrientes como el docetismo, el maniqueísmo, el pelagianismo, el monofisismo, el pelagianismo, el donatismo o el arrianismo, que se apartaban con menor o mayor radicalidad del dogma establecido. Una de las tareas principales que tuvo que acometer San Agustín durante su carrera eclesiástica fue precisamente el combate doctrinal contra estas herejías. Al igual que la defensa ante los paganos, estas controversias también fueron relevantes para que la teología cristiana fuera adquiriendo un fuerte andamiaje filosófico.

2. Vida de Agustín de hipona

Aurelio Agustín (354-430) nació durante este siglo de implantación imperial del cristianismo en la localidad de Tagaste, en la provincia norafricana de Numidia, al sur del puerto de Hipona (actual Annaba, en Argelia), del que se convertiría en obispo durante la segunda mitad de su vida. La suya era una familia romanizada, pobre pero respetable. Su padre, Patricio, era pagano, pero su madre, Mónica, era cristiana. Agustín tuvo conocimiento de las Sagradas Escrituras y de las enseñanzas cristianas desde su infancia, pero no abrazó la religión de su madre hasta los treinta y dos años. El joven Agustín despreciaba el estilo árido y falto de gracia de las Sagradas Escrituras y, durante mucho tiempo, se mostró escéptico ante el relato del Génesis sobre los orígenes del mundo.

La familia de Agustín estaba sujeta al patronazgo de un vecino noble, Romaniano, que ayudaría a costear su educación. Como tantos jóvenes del imperio tardío, esta educación consistió en el aprendizaje de las artes liberales y, sobre todo, de la retórica y la oratoria, en las que Agustín se formó en la ciudad de Cartago, metrópolis del África Romana en la que residió entre 371 y 383. En un principio sacó el máximo partido a su vida estudiantil, sobresaliendo entre sus compañeros, disfrutando de las obras teatrales que se representaban en la ciudad y entregándose a una vida sexual bastante activa. Al cabo de un par de años se había amancebado con una mujer con la que nunca llegaría a contraer matrimonio y con la que tuvo un hijo, Adeodato. Por otro lado, su lectura del Hortensio de Cicerón le había convencido de abandonar su estilo de vida hedonista para emprender la búsqueda de la verdad.

Fue una vez adquirida esta convicción cuando Agustín trabó relación con los maniqueos, a quienes estaría ligado durante nueve años. En una breve visita a Tagaste con la intención de enseñar literatura logró convertir a esta religión a Romaniano y a su joven pariente Alipio, quien luego seguiría a Agustín en su conversión al catolicismo y se convertiría en un amigo y aliado de por vida. De vuelta en Cartago, convertido ya en maestro de retórica, vio como su entusiasmo por el maniqueísmo languidecía y las dudas escépticas le acechaban.

En el año 383, a la edad de 28 años, Agustín emprendió el camino a Roma en busca de un alumnado mejor predisupuesto que el de Cartago. Allí las cosas se torcieron. Padeció de mala salud y se topó con que los alumnos romanos ni tan siquiera pagaban sus cuotas. Al saber que se abría una vacante profesoral en Milán, por entonces sede de la corte imperial, Agustín viajó hacia allá en el año 384, acompañado por su madre Mónica, su hijo Adeodato (su concubina, en cambio, fue enviada de vuelta a África), Alipio y otros amigos entre los que se encontraba Evodio (su interlocutor en el diálogo De Libero Arbitrio, que llegaría convertirse en obispo de Uzala). Allí trabó amistad con un círculo de neoplatonistas liderado por un cristiano llamado Simpliciano, que lo rescataron de su escepticismo ciceroniano y aparentemente lo expusieron por primera vez de manera seria a las tradiciones de la filosofía antigua. El neoplatonismo había sido instituido un siglo antes por Plotino (205-270) y divulgado por su seguidor y editor Porfirio (232-304).

Durante sus tiempos en Cartago, incluso en su período de flirteo con el maniqueísmo, la vida de Agustín había estado marcada por el deseo sexual y por la ambición de un cargo público. El descubrimiento del platonismo a su llegada a Milán fue uno de los dos hitos que le acabarían llevando a abandonar su anterior estilo de vida. El segundo fue su encuentro con el obispo San Ambrosio de Milán. En sus sermones, San Ambrosio intentaba predicar las sutilezas de la teología cristiana oriental a un público de habla latina. Si en su juventud había despreciado el relato bíblico del Génesis, Agustín por fin encontró sentido en las escrituras a través de las prédicas de Ambrosio, y se entregó al estudio de la Biblia.

La experiencia de la conversión le llegó a Agustín en agosto del 386, en un jardín milanés. En sus Confesiones narra cómo, estando sentado y sumido en un estado de profunda tristeza, de repente oyó la voz de un niño en una casa cercana cantando “Cógelo y léelo”. Entonces tomó una copia de las epístolas de San Pablo que tenía por allí cerca y sus ojos cayeron sobre el versículo 13 del capítulo 13: “Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne.” Entonces, los dones de la fe y de la continencia (i.e., de lo que los griegos llamaban enkrateia) le fueron dados de por vida por la gracia divina.

Lo primero que hizo Agustín fue renunciar a su profesión de maestro de retórica y retirarse a la villa de un amigo en Cassiciacum, acompañado por Mónica, Adeodato, Alipio y el resto del círculo de amigos africanos que lo habían seguido hasta Milán. En la primavera siguiente, en el 387, Agustín, Alipio y Adeodato fueron bautizados. Su plan ahora pasaba por establecer una comunidad monástica en Tagaste, adonde regresaron en otoño del 388. Durante la espera en el puerto de Ostia, Mónica, la madre de Agustín, falleció. Su hijo, Adeodato, moriría también en los primeros años de su vuelta a África.

La comunidad monástica fundada por Agustín tuvo corta duración. En la época, era común que la Iglesia ordenara sacerdotes de manera forzosa a aquellos cristianos que pudieran prestarle mejor servicio, y Agustín fue ordenado presbítero contra su voluntad en el 391 y poco más tarde, en el 396, se convirtió en obispo de Hipona. Desde entonces, la suya ya no pudo ser una vida dedicada en exclusiva a la contemplación. Sus atribuciones le obligaban también a encomendarse a la predicación y a la disputa doctrinal y la controversia contra las herejías. Sus sermones y escritos en seguida le granjearon una enorme fama.

A pesar de su creciente prestigio, Agustín no volvería a abandonar el norte de África. En 410 se produjo el saqueo de Roma por parte de Alarico, que provocó una gran conmoción en todo el mundo romano. Este episodio—que llevó a Agustín a emprender la redacción de la Ciudad de Dios—presagiaba mayores desastres futuros para el Imperio. En el 429, los Vándalos cruzaron a África desde España y pusieron Hipona bajo asedio. En el 430, unos pocos meses antes de que tomaran la ciudad, Agustín falleció en ella a los 75 años. 

3. La obra de Agustín

En torno al año 427 Agustín revisó sus escritos en un libro llamado Retractationes, un catálogo con comentarios y retractaciones a sus obras previamente publicadas. Gracias a este libro sabemos que apenas nada de lo que el propio Agustín recordaba haber escrito se ha perdido para la posteridad. Y lo que sobrevive es una obra inmensa, de una extensión descomunal que empequeñece la dimensión de la que conservamos de cualquier otro autor de la Antigüedad.

Podemos clasificar la obra de Agustín en tres géneros: sermones, tratados y cartas. Pero quizás es más útil clasificarla en función de su materia.

En primer lugar, hay un grupo de trabajos puramente filosóficos, compuesto fundamentalmente por obras de redacción temprana. De este grupo destacan Contra Académicos (386), una obra de polémica con el escepticismo; De Beata Vita (386); De Libero Arbitrio (388, terminada en 390); De Mendacio (396), sobre la mentira; o De Magistro (389).

De sus cartas y de sus sermones, son de destacar los escritos en controversia directa con posiciones que Agustín consideraba heréticas. Las primeras obras de Agustín como presbítero son escritos polémicos contra los maniqueos. Más adelante, los donatistas se convertirían en el principal foco de sus escritos polémicos. Después de que, tras el saqueo de Roma, Pelagio se exiliara en el norte de África, toman especial relevancia sus escritos antipelagianos. Más adelante tendremos tiempo de detenernos en estas controversias.

Sólo tres de las obras escritas durante su episcopado (salvedad hecha de los comentarios bíblicos, que no nos interesarán aquí) dan la impresión de haber sido concebidas como algo más que escritos de circunstancias. Las Confesiones, escrito empezado en torno al 397, son un recuento que San Agustín hace de su vida y su progreso espiritual desde su infancia hasta el momento de la muerte de su madre Mónica en el 387. La Ciudad de Dios fue empezada en el 413 y terminada en el 426. En ella, Agustín nos presenta su interpretación de la historia universal como preparación para el reino de los cielos, en el cual la comunidad de los santos, todavía en su época desperdigada y entremezclada entre los miembros, mucho más numerosos, de la ciudad terrenal, se vería separada de la masa de los condenados al sufrimiento eterno y entregada a la vida eterna en compañía de Dios. La última obra de este trío es De Trinitate, que ocupó a Agustín entre los años 399 y 419. Concebida como una defensa del dogma de la Trinidad que el Concilio de Nicea había convertido en ortodoxia, hoy se la valora más por las elaboradas analogías que Agustín establece entre la naturaleza una y trina de Dios y las complejidades del alma humana.