El Conocimiento: Fe, razón e iluminación

El Conocimiento: Fe, razón e iluminación

1. LA RELACIÓN ENTRE RAZÓN Y FE

La filosofía cristiana en la que San Agustín se inscribe —y que tanto contribuye a forjar— introduce una problemática novedosa en el ámbito del conocimiento: el de las relaciones entre razón y fe.

En el mundo griego, la filosofía era una actividad que se servía de la razón para buscar el verdadero conocimiento, sin apelar a nada más que las propias capacidades del hombre para aprehender la realidad con lo rodea. La doctrina cristiana, sin embargo, introduce una verdad relevada ya dada, que la Gracia de Dios ha ofrecido al creyente y que este ha aceptado por la fe. La existencia de estas dos vías de acceso a la verdad genera una serie de cuestiones que van a ser vivamente debatidas por la filosofía cristiana desde sus inicios: ¿la verdad que nos es dada por la fe basta al ser humano, o es necesario seguir buscando conocimientos mediante la razón? ¿Son compatibles las verdades reveladas por Dios y las descubiertas por las facultades humanas? ¿Qué hacemos en caso de conflicto entre las verdades de fe y las verdades de razón?

San Agustín fue uno de los primeros en reflexionar sobre este asunto, aunque él no percibe que la relación entre ambas sea conflictiva: para él hay una coincidencia entre el conocimiento a través de la fe y el conocimiento a través de la razón.

Su doctrina a este respecto aparece formulada en sus Confesiones, y está íntimamente vinculada a su propia trayectoria biográfica. Recordemos que antes de abrazar la fe cristiana, San Agustín se había adherido a diversas sectas filosóficas y pseudofilosóficas (entre ellas el maniqueísmo), preocupado como estaba por hallar explicación a las contradicciones que observaba en la realidad y a la existencia del mal en el mundo. Sin embargo, su búsqueda de la verdad por la mera reflexión le deja insatisfecho. Guiado por la máxima intelligo ut credam («entiendo para creer»), San Agustín se dará de bruces con el callejón sin salida de los escépticos: la razón no nos proporciona ninguna verdad en la que creer, nada definitivo a lo que acogernos. Atrapados en esa aporía, solo la pura fe del cristiano nos ofrece una verdad en la que creer; y así, la máxima termina hallando cumplimiento de una manera inesperada: se ha intentado entender para buscar evidencias en las que creer, y se ha acabado por entender que solo podemos creer en las verdades de la fe.

Una vez alcanzada la fe, observamos que fides quaerens intellectum: la fe apetece del entendimiento, y necesita de él para hacer inteligibles sus contenidos. La razón tiene que ser capaz de hacer comprensible la verdad relevada, y su más alto cometido está precisamente ahí: la razón es sierva de la fe, y por eso, durante toda la Edad Media, la filosofía será sierva de la teología.

Podemos entender ahora cuál es la verdadera relación entre razón y fe: la fe sería incomprensible sin el entendimiento, pero el entendimiento no podría alcanzar la verdad sin la fe. La máxima antes mencionada es relevada y complementada ahora por otra: intelligo ut credam, et credo ut intelligam («entiendo para creer, y creo para entender»). Es la fe, en última instancia, la que nos permite entender la realidad: ella es la iluminación que Dios proporciona al entendimiento para que pueda conocer cabalmente, para guiarlo hacia la verdad. Desprovisto de fe, el entendimiento es como un ciego, que sólo puede situarse en el mundo tanteando los objetos que le rodean, sin poder otorgar una orientación clara a sus pasos. San Agustín entiende que la razón, por sí sola, se extravía, pues critica todas las opiniones sin pararse nunca en ninguna verdad última. La fe, que es Gracia de Dios (don que Él nos otorga con independencia de todo merecimiento), es la que nos ofrece ese asiento último, y por tanto el fundamento sobre el que construir el conocimiento.

2. LA VÍA INTERIOR AL CONOCIMIENTO

La explicación agustiniana sobre cómo se produce el conocimiento sigue un esquema análogo al establecido por Platón. Al igual que él, establece una tajante distinción entre el conocimiento que nos proporcionan los sentidos y el que nos proporciona el entendimiento, y sostiene que la verdad (y por lo tanto el ser) se da en lo inmutable y en lo eterno.

Agustín intenta fundamentar el conocimiento frente a la postura de los filósofos académicos, es decir, de los discípulos tardíos de la Academia platónica, que habían acabado abrazando el escepticismo y negando que pudiese existir el conocimiento. Según ellos, sólo nos podríamos guiar por lo aparente y lo probable, ya que la verdad (si es que la hay) es inhallable. Agustín, frente a ellos, defiende que es posible encontrar la Verdad si examinamos dentro de nosotros mismos. Noli foras ire, in te ipsum redi. In interiore homine habitat veritas («No busques fuera de ti, sino en ti mismo. En el interior del hombre habita la verdad»): la vía del conocimiento está en la autoconciencia, pues, aunque el mundo externo esté sometido a constante cambio y no nos proporcione ningún conocimiento estable, eso no quiere decir que dentro de mí no pueda encontrar alguna certeza inamovible. Agustín establece esta posibilidad tras observar que, piense lo que piense, e incluso si me engaño, soy una conciencia pensante: enin fallor sum («si me engaño, soy»).

Sin embargo, lo primero que observamos en la introspección es que nuestra alma también es mudable: el alma experimenta las sensaciones, representaciones de los objetos sensibles que son tan cambiantes como ellos. Pero si continuamos con el proceso introspectivo, descubrimos en nuestra alma ciertas reglas, que nos ayudan a juzgar sobre las cosas sensibles, muchas veces comparándolas con otras que tenemos en la memoria, otras veces enjuiciándolas moralmente. Estas reglas, se percata Agustín, son eternas, pues no se reducen a los datos sensibles: muy al contrario, son las que nos permiten estructurar y juzgar las cosas sensibles dentro de nuestra alma.

Si estas reglas, en tanto que inmutables, no pueden proceder del mundo sensible, que es mudable, ni del alma, que también lo es, sólo pueden proceder de algo eterno e inmutable: ha sido Dios el que ha imprimido estas reglas en nuestro espíritu. El proceso de introspección, por lo tanto, nos ha llevado a las reglas eternas—análogas a las Ideas platónicas—, y, a través de ellas, al conocimiento de Dios—que ocupa la idea del Bien o del Uno neoplatónico—.

A la capacidad de juzgar las cosas según las reglas eternas lo denomina Agustín scientia. Al conocimiento de Dios, verdad última que sirve de fundamento a todas las demás, lo llamará Agustín sapientia. Y es que para San Agustín existe una razón inferior, que se entrega a las cosas sensibles, y una razón superior que nos ayuda a desprendernos de lo sensible y contemplar lo inteligible. Este conocimiento no depende de nosotros, sino que se adquiere por Gracia Divina; sin fe, la sabiduría es inalcanzable. Pero una vez alcanzada, nos situamos por encima de todo conocimiento: contemplamos la Verdad Eterna, el fundamento del mundo, y somos capaces de entender la realidad a partir de él. Aquí, según Agustín, reside la bienaventuranza.

En el esquema agustiniano, este proceso de ascensión desde el trato con las cosas sensibles hasta el descubrimiento de las Ideas universales en nosotros y, a través de ellas, de Dios, no puede producirse, como en Platón, a través de la reminiscencia, pues la doctrina cristiana no contempla la existencia de las almas antes del nacimiento. Agustín dirá que el alma conoce las Ideas por iluminación divina, por una acción llevada a cabo por Dios sobre los hombres, permitiéndoles la captación de las Ideas ejemplares mediante las que él ha creado el mundo.