Contra el pelagianismo: gracia y predestinación.

Contra el pelagianismo: Gracia y predestinación

Las posiciones de San Agustín con relación al libre albedrío fueron evolucionando y matizándose a lo largo de su vida. El motor fundamental de estas modificaciones fue su toma de conciencia de que existe una tensión entre la tesis de que los seres humanos gozamos de libre albedrío y el dogma de fe de que estamos manchados por el Pecado Original de Adán y necesitamos de la Gracia de Dios para lograr la salvación. La polémica con el monje británico Pelagio y sus seguidores obligó a San Agustín a pensar en profundidad sobre estas cuestiones

1. La herejía pelagiana

Pelagio fue un monje procedente de Bretaña que ejerció como predicador en la Roma de finales del siglo IV y principios del siglo V. Su doctrina tuvo una gran acogida entre las clases altas de Italia, que en esta época estaban convirtiéndose en masa al cristianismo, pero sentían una repulsa natural hacia el ascetismo extremo que predicaban San Jerónimo y sus seguidores. El mensaje que Pelagio les transmitía era simple y consolador: les decía a aquellos que venían a escucharle que, si lo intentaban lo suficiente, podían ser buenos y, con ello, lograr la salvación. La gloria eterna, sostiene Pelagio, está enteramente a nuestra alcance, y el libre arbitrio de la voluntad con el que Dios nos ha agraciado se basta a sí mismo para que la logremos.

El argumento subyacente a la doctrina de Pelagio es bastante sencillo. El monje inglés se tomó en serio la tesis (propagada, entre otros, por el mismo San Agustín) de que la justicia de los castigos y las recompensas divinas presupone la libertad humana: Dios sólo puede premiarnos o castigarnos por aquellas obras de las que somos responsables, y sólo somos responsables de aquellas obras que hemos elegido hacer libremente. Por lo tanto, si Dios nos ha dictado unos mandamientos que debemos seguir, y nos premia cuando los cumplimos y nos castiga cuando no lo hacemos, cumplir los mandamientos divinos tiene que ser algo que esté enteramente al alcance de nuestras capacidades humanas:

Defensa pelagiana de la autonomía del libre albedrío

P1. Deber implica poder: estamos obligados a hacer X solo si tenemos la capacidad de hacer X.

P2. Tenemos el deber de cumplir los mandamientos que nos dicta Dios.

C1. Podemos cumplir los mandamientos que nos dicta Dios. 

P3. El libre albedrío de la voluntad es requisito para cumplir los mandamientos de Dios.

C2. Gozamos del libre albedrío necesario para cumplir, sin necesidad de asistencia externa, los mandamientos que nos dicta Dios. 

La libertad de elección humana, nos dice Pelagio, es un don de Dios y está en nuestra mano decidir cómo queremos usarla. Si lo hacemos bien, Dios nos compensará con la entrada en el cielo. Si lo hacemos mal, seremos justamente condenados. Estos premios y castigos son justos solo si son merecidos, y son merecidos solo si Dios nos los adjudica por nuestras decisiones libres.

Siendo consecuente con este defensa férrea de la libertad humana, Pelagio rechazó las doctrinas paulinas del Pecado Original y de la necesidad de la Gracia para la salvación: no es aceptable pensar que Dios pueda castigarnos por algo que hizo nuestro ancestro Adán, o que pueda castigarnos por violar unos mandamientos que somos incapaces de cumplir sin asistencia divina. Estas dos doctrinas son incompatibles con la libertad humana y, además, ponen en tela de juicio la justicia divina. 

Pelagio, por tanto, predicaba que la culpa de Adán no se ha transmitido al resto de la humanidad, y por lo tanto no afecta a la libertad de los hombres y a su capacidad para obrar el bien. El Pecado Original de Adán es para Pelagio tan solo un mal ejemplo que pesa sobre nosotros, pero no entorpece ni imposibilita las buenas obras. En consecuencia, el hombre no necesita del auxilio de la Gracia divina para lograr la virtud y ganarse la salvación: su libertad se basta y se sobra para lograr este fin. Pelagio no niega que el auxilio divino exista, pero lo interpreta más como una ayuda que como una condición indispensable para la salvación. El sacramento del bautismo era beneficioso, pues implicaba el ingreso en la Iglesia, comunidad de los santos; pero no era indispensable. En cuanto a la figura de Cristo, la consideraba, al igual que a la figura de Adán, como un ejemplosi bien en el caso de Cristo se trataba de un ejemplo positivo: la vida y muerte de Cristo son una demostración de que es posible vivir una vida humana perfecta. Los cristianos bautizados entraban en solidaridad con tal logro, eran bautizados en Cristo. Pero nuevamente, eso no significaba que la libertad humana, cuando se entrega a una vida moralmente intachable, no fuera una herramienta suficiente para salvarse.

San Agustín va a tener enormes reparos hacia la doctrina de Pelagio, y por razones obvias. Pelagio negaba el valor de Cristo como redentor de la humanidad y el papel de la Iglesia como adminsitradora de la Gracia divina a través de los sacramentos. Si el pecado de Adán no ha imposibilitado que nos salvemos por nosotros mismos, entonces el hombre no precisa de ninguna ayuda sobrenatural para alcanzar la bienaventuranza. Por supuesto, la obra mediadora de la Iglesia y los sacramentos que ella administra se vuelven también inútiles. Andando el tiempo varias de las posiciones defendidas por Pelagio acabaron siendo condenadas en el Concilio de Cartago del año 418 como heréticas: 

San Agustín se va a adherir plenamente a las doctrinas paulinas del Pecado Original y de la necesidad de la Gracia: en Adán pecó la humanidad entera, y la caída subsiguiente ha dejado a la naturaleza humana en tal estado de indigencia que nuestra mera voluntad es demasiado débil para querer el bien, con lo cual necesitamos de la intercesión de la Gracia divina para ser siquiera capaces de desear obrar correctamente—y no digamos ya, por tanto, de consumar buenas obras. 

2. La doctrina del Pecado Original

Los recién nacidos no han hecho todavía nada en su vida, bueno o malo, ni vienen a esta vida siguiendo los merecimientos de una vida previa. ¿Por qué permite Dios que sufran? Hemos visto ya cuál es la respuesta de San Agustín: habiendo nacido carnalmente de la estirpe de Adán, desde el momento en que nacemos, todos contraemos por contagio una muerte antigua, y no nos vemos liberado del suplicio de esa muerte eterna—un suplicio impuesto por condena justa transmitida desde el primer hombre a toda su descendencia—a menos que renazcamos en Cristo por la Gracia. La entera raza mortal ha sido condenada en su primer origen por el Pecado Original. Las obras de los hombres malvados brotan de la raíz del error y el amor mal direccionado con el que cada hijo de Adán nace.

La noción del Pecado Original no fue inventada por Agustín: está inspirada en San Pablo y tenía una tradición en el cristianismo africano, especialmente en Tertuliano. Sin embargo, la visión de que el Pecado Original es una culpa personalmente imputable que justifica la condenación eterna sí que es nueva, y precisa de una justificación. ¿Por qué somos merecedores de castigo por el pecado de Adán? Agustín se ve obligado a explicar cómo puede uno ser un pecador a cuenta de un pecado que no es propio. Para ello usará la metáfora de la traducción, de la herencia, del contagio. El Pecado Original trajo consigo la Caída, la corrupción de la naturaleza humana. Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, pero desde que Adán pecó, los hombres estamos en falta con respecto a nuestra verdadera naturalezauna naturaleza originaria que solo mediante el auxilio de la Gracia puede ser restituida. Este estado corrupto de la naturaleza humana permite a San Agustín explicar otro tipo de mal al que no hemos aludido, el mal físico: las enfermedades, los padecimientos, los dolores anímicos y la muerte. Todos estos males son la consecuencia del Pecado Original, es decir, una consecuencia del mal moral. «La corrupción del cuerpo que pesa sobre el alma no es la causa, sino el castigo del primer pecado: la carne corruptible no es la que ha vuelto pecadora al alma, sino el alma pecadora la que ha hecho corruptible al cuerpo».

Ahora bien, esta explicación parece insuficiente para atribuir culpa al recién nacido: si nuestra naturaleza está corrompida por el pecado de Adán, eso no implica que se nos pueda imputar pecado alguno. Se nos podrá acusar, a lo sumo de pecaminosidad: de nacer con una tendencia connatural a pecar. Pero si esta disposición no se actualiza en actos pecaminosos, no parece ser digna de culpa, y mucho menos de condena eterna. Y es que todo pecado ha de ser, por definición, un acto voluntario. Pero el Pecado Original no es uno que hayamos podido cometer por nuestra propia voluntad. Esto es algo que Juliano, un seguidor de Pelagio, le reprochará a Agustín: la diferencia mayor entre los maniqueos y los cristianos es que los cristianos atribuyen el pecado a la mala voluntad, y los maniqueos a la mala naturaleza. Si atribuimos la raíz de los pecados a una mancha originaria que nos lastra y de la que no nos podemos desembarazar por nosotros mismos, ¿no estaríamos recayendo en la herejía maniquea?

¿Cómo podemos entonces defender el derecho de Dios a desatar su ira contra los que todavía no han hecho nada malo? Después de 412, presionado por sus oponentes pelagianos, Agustín prestó cada vez más atención a los mecanismos de la transmisión del Pecado Original. El resultado fue una teoría cuasi biológica que asociaba estrechamente el Pecado Original con la concupiscencia sexual. Agustín dirá que contraemos el Pecado Original por el modo de nuestra generación, del hecho de que nuestros padres deben verse movidos al coito por un impulso que afecta a sus cuerpos involuntariamente. 

Para poder sostener cabalmente que Adán nos ha transmitido su culpa y su deuda, y que por ello somos merecedores del castigo divino, Agustín tendrá que afirmar que no somos distintos de Adán: todos pecamos en Adán porque estábamos ya en él. Toda la creación, para San Agustín, estaba terminada en el sexto día: las razones seminales de cada hombre estaban ya presentes al principio de la creación. Ahora bien, para justificar la imputación de la culpa de Adán a cada ser humano posterior, no puede ser la razón seminal de mi cuerpo, sino la razón seminal de mi alma, la que debía estar presente cuando Adán pecó. Pues la culpa parece ser una propiedad de las almas, y no de los cuerpos. El argumento agustiniano requiere abrazar el traducianismo—es decir, la tesis de que las almas de los hijos no son creadas independientemente por Dios, sino que son engendradas a partir de las almas de los padres—una posición extremada que será rechazada posteriormente por la Iglesia Católica.

Sea como fuere, San Agustín defendió firmemente que con Adán y en Adán ha pecado toda la humanidad, y ningún miembro del género humano puede sustraerse a la consiguiente condena a no ser que Dios le otorgue su Gracia inmerecida. La consecuencia del Pecado Original fue la Caída, y en tanto que seres caídos, que viven en la concupiscencia y la ignorancia, no dependemos de nosotros mismos para salvarnos. Necesitamos el auxilio de la Gracia de Dios.

3. Libertad y gracia

La teología de la Gracia de San Agustín ha sido considerada el corazón de su enseñanza cristiana. Su principal inspiración para esta doctrina es Pablo de Tarso, pero en su querella con los pelagianos Agustín irá bastante más allá de lo que dijo el apóstol en su defensa de la primacía de la Gracia. Su convicción de que los seres humanos en su condición actual no pueden hacer o incluso querer el bien por sus propios esfuerzos es su desacuerdo más fundamental con el pelagianismo, pero también con las éticas de la virtud antiguas. 

A pesar de que fue madurando su posición con respecto a estas cuestiones en su polémica con Pelagio, en De libero arbitrio ya había manifestado Agustín sus sospechas con respecto al verdadero poder de nuestro libre albedrío para elegir el bien. Allí, en el libro tercero, Agustín señalaba que  las deficiencias cognitivas y motivacionales causadas por el pecado de Adán comprometen seriamente nuestra capacidad natural para elegir el bien. En sus escritos antipelagianos, Agustín radicalizará sus posiciones, defendiendo que el Pecado Original nos incapacita totalmente para aplacar nuestra pecaminosidad: a causa del pecado de Adán, vivimos en un estado permanente de akrasía del que solo la Gracia divina puede liberarnos. 

Aunque la progresiva radicalización de sus ideas en torno a la Gracia fue generando una innegable tensión con su temprana defensa del libre albedrío, Agustín no cuestionará nunca el principio de que hemos sido creados con la capacidad natural de elegir libre y voluntariamente el bien. Lo que va a defender es que la Gracia resulta necesaria para restaurar la libertad natural que perdimos con la Caída. Para entender lo que esto significa podemos acudir al episodio de la conversión de San Agustín, que él mismo narra en sus Confesiones

Inmediatamente antes de su conversión, Agustín tenía una voluntad escindida: se sentía dividido entre la voluntad de llevar una vida cristiana ascética y la voluntad de continuar con su vida anterior, sexualmente activa. Aunque se identifica con la primera voluntad, que considera mejor, en lugar de con la última, que realmente lo atormenta, no puede optar por ella debido a sus malos hábitos, que adquirió voluntariamente pero que ahora se han transformado en una especie de necesidad adictiva. Ya hemos visto como las tradiciones filosóficas griegas habrían interpretado este tipo de estado "akrático" como un conflicto entre la razón y el deseo. Los maniqueos, por su parte, habrían atribuido la mala voluntad de Agustín a una sustancia maligna presente en el alma pero ajena a ella. Agustín, en cambio, insiste en que ambas voluntades eran realmente suyas. Usando metáforas médicas reminiscentes de la filosofía moral helenística, argumenta que su voluntad carecía del poder de elección libre porque la enfermedad de estar dividido entre voliciones conflictivas la había debilitado. Su capacidad de elección solo fue restaurada cuando, en la escena del jardín al final del libro, su voluntad fue reintegrada y sanada por la llamada de Dios, que lo libera inmediatamente para que pueda optar firmemente por la vida ascética. 

En esencia, esta siguió siendo su línea de defensa cuando, en la controversia pelagiana, se enfrentó a la acusación de que su doctrina de la Gracia abolía el libre albedrío. Mientras que los pelagianos pensaban que el principio de posibilidades alternativas era indispensable para la responsabilidad humana y la justicia divina, Agustín aceptará ese principio únicamente para los primeros humanos en el paraíso. En cierto sentido, al elegir incorrectamente Adán y Eva han abandonado el libre albedrío tanto para ellos mismos como para toda la humanidad. El Pecado Original transformó nuestra capacidad inicial de no pecar en una incapacidad de no pecar; la Gracia puede restaurar la capacidad de no pecar en esta vida y transformarla en una incapacidad para pecar en la próxima.

* * *

¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de la Gracia divina? La Gracia es un don que recibimos de Dios y que este concede, como su propio nombre indica, de manera gratuita: la recepción de la Gracia no responde a mérito o merecimiento alguno, sino que es un acto de amor, unilateral, inmerecido e incomprensible, mediante el cual Dios llama a las almas humanas a su lado. El don de la Gracia es un favor divino que nos asiste para que seamos capaces de cumplir con los mandamientos y lograr la salvación. La Gracia es consecuencia de la presencia del Espíritu Santo en el alma. El sacrificio de Cristo ha sido condición de que podamos recibirla, y es la Iglesia la que la administra a través de los sacramentos, y muy especialmente del bautismo. Para Agustín el bautismo era la vía normal para el perdón y el levantamiento de la pena por los pecados cometidos antes de nuestra entrada en la Iglesia de Cristo. No es extraño que fuera precisamente en tiempos de Agustín cuando la costumbre de postergar el bautismo a un momento tardío de la vida cambiara y la gente empezara a acudir ansiosa a bautizar a sus niños ante el miedo de que si morían no entraran nunca en el reino de los cielos.

Siendo la doctrina de la Gracia algo que tiene asiento en la Biblia, Pelagio nunca negó su existencia. Sencillamente interpretaba que su rol en la economía de la salvación era relativamente modesto. Para Pelagio, hay una Gracia capacitante por la cual Dios nos otorga el libre albedrío de la voluntad como condición de posibilidad necesarísima para la salvación individual. Pero más allá de este don capacitante, toda acción divina para ayudar a la salvación es externa al individuo: el sacrificio de Jesucristo se nos ofrece como modelo de acción para lograr la salvación, y esto es una Gracia divina. Pero Dios no actúa en el fuero interno del hombre moviéndolo a obrar bien, pues eso entraría en conflicto con una libertad humana que, para Pelagio, es lo único que justifica tanto la salvación como la condenación eternas.

La objeción de Agustín a Pelagio es que estaba dando un rol insuficiente a la intervención divina en la salvación de los elegidos. El libre albedrío, decía Agustín, era inerme en humanos pecadores como nosotros. Sin ayuda de la Gracia, sólo podemos elegir añadir más pecados a los que ya hemos cometido. Una cristiandad afanada por la virtud fallará si se apoya únicamente en el esfuerzo humano. La única vía hacia el bien reside en la Gracia. Dios salva a aquellos a los que les complace salvar. No salva a aquellos que intentan complacerle con sus esfuerzos, pues nadie, por sí solo, puede lograr tal cosa.

Lo que nos sugiere Agustín, por tanto, es que el rol que debemos adscribir a la Gracia divina en los logros humanos es mucho más amplio de lo que sostiene Pelagio. La Gracia contribuye necesariamente a todo lo que el hombre hace bien, pues sin ella nuestras acciones no serían coronadas con el éxito. En todo éxito, el hiato entre el intento y el logro es cerrado por Dios. Al igual que en el ser felices o en el tener salud, en todo lo que hacemos somos ayudados por Él. La Gracia de Dios, por lo tanto, no es sólo capacitante, sino también cooperativa: Dios coopera en todas aquellas acciones que consumamos con éxito.

Ahora bien, si existe la Gracia cooperativa, ¿podemos seguir sosteniendo que el hombre goza de libre albedrío? Se abre aquí una tensión en el pensamiento de San Agustín. Reflexionemos: para poder decir que el hombre goza de libre albedrío al tomar una decisión, parece que es necesario que tengamos tanto la capacidad de elegir mal como la capacidad de elegir bien. Pero si para elegir bien necesitamos de la asistencia divina, entonces la capacidad de elegir bien no es enteramente nuestra. Los hombres carecemos del poder para evitar malos resultados sin ayuda de Dios, y por lo tanto no somos libres para evitarlos.  ¿No significa esto que el pecado es inevitable? Juan Casiano de Marsella dirá que no. Su argumento es el siguiente:

Argumento semipelagiano a favor de la libertad para evitar el pecado

P1. Si tenemos el poder de cometer pecados y el poder de evitar cometerlos en función de las determinaciones de nuestra voluntad, entonces tenemos la libertad de evitar el pecado.

P2. Si está en nuestro poder la voluntad de evitar un pecado de obra, entonces, tenemos el poder de evitar querer pecar. Dicho de otro modo: tenemos el poder de evitar los pecados del corazón.

P3. El poder de evitar cometer pecados de obra se sigue del poder de querer evitarlos.

P4. Es innegable que tenemos el poder de cometer pecados.

C1. Tenemos la libertad de evitar el pecado, siempre y cuando tengamos el poder de querer evitar los pecados de obra

La doctrina que se sigue de este argumento es conocida como semipelagianismo. El semipelagiano busca reconciliar la libertad humana con la dependencia de la cooperación divina. Somos dependientes de Dios porque no podemos lograr resultados buenos con nuestras acciones sin asistencia divina, pero la libertad humana solo requiere el poder de querer alcanzar esos resultados. Según Casiano, la Gracia ayuda a aquellos que ya han determinado su voluntad, y es necesaria para que triunfen. Pero la Gracia no interviene en la determinación de la voluntad: nuestra voluntad de amar a Dios y cumplir con los mandamientos precede a la intercesión divina y, por tanto, no depende de una Gracia preveniente. Esto evitaría que la voluntad humana sea enteramente determinada por lo divino y preservaría la importancia del esfuerzo y la virtud. 

Pues bien, Agustín también se opuso firmemente al semipelagianismo, que también terminaría siendo condenado como herético en el Concilio de Orange del año 529. Para Agustín, hay una Gracia preveniente (i.e., previa a la formación de las decisiones) que no es meramente capacitante, sino que es operativa: nadie puede tener una buena voluntad sin la intercesión previa de la Gracia divina. La Gracia es precisa para completar cualquier buena obra, sí, pero también para que seamos capaces de quererla. 

La razón, de nuevo, es el Pecado Original. Antes de la caída de Adán, el hombre era igualmente capaz de querer lo bueno y de querer lo malo (en eso consistía su libre albedrío). Pero tras la caída nuestra naturaleza se corrompió. Por consiguiente, lo que era natural al hombre con su creación a Imagen y semejanza de Dios debe, tras la caída de Adán, ser restaurado mediante la Gracia. La Gracia restaura nuestra naturaleza anterior a la Caída y da asiento a la decisión libre, sanando la voluntad para que el bien y la justicia sean libremente amados y elegidos. 

La decisión buena libremente elegida es adscribible a la Gracia divina no solo por ser libre, sino también por ser buena. Sería absurdo suponer que el libre albedrío viene de Dios pero que la buena voluntad viene de nosotros, siendo así que para el cristiano todo lo bueno procede de Dios. Además, si la buena voluntad no fuera causada por una Gracia preveniente operativa, entonces tener buena voluntad sería mérito nuestro, y la recepción de la Gracia subsiguiente (i.e., de esa Gracia cooperativa que sigue a nuestras decisiones y hace que nuestras acciones fructifiquen) sería un premio recibido por nuestros merecimientos, y no un don gratuito.

Así pues, Agustín defiende que la Gracia preveniente contribuye causalmente a las buenas decisiones. ¿Pero puede entonces seguir sosteniéndose que somos libres? ¿Puede una decisión ser al mismo tiempo libre y causada por Dios? Si vamos a afirmar que sí, tenemos que defender lo que, en los debates contemporáneos en torno al libre albedrío, se conoce como compatibilismo: habría que afirmar que el hecho de que las acciones humanas estén de algún modo determinadas no es incompatible con la afirmación de que el hombre goza de libertad. 

Ciertamente, podemos hacer una lectura compatibilista de las tesis agustinianas sobre la Gracia. La postura de San Agustín no sería sino una defensa de la identidad de la libertad humana con la Gracia divina. La voluntad, según Agustín, es libre solamente cuando no está esclavizada por el vicio y por el pecado; y esta libertad es la que puede ser restituida al hombre solo por la Gracia. Sin la iluminación de Dios, estamos perdidos en este mundo, no podemos hacer otra cosa que alejarnos del ser, de la verdad y del amor, pecar y condenarnos. En cambio, cuando recibimos la Gracia de la fe, sabemos que hay un Dios Todopoderoso que nos asegura nuestra salvación si dirigimos nuestro amor a Él, así que le entregamos nuestra voluntad y comenzamos a obrar virtuosamente. La fe precede a las obras, pues las buenas obras y su mérito proceden de la Gracia, auxilio al libre albedrío del hombre.

La Gracia no suprime la voluntad, sino que la torna buena, y de este modo nos hace verdaderamente libres, pues la libertas en sentido estricto es la capacidad de escapar del pecado. El libre albedrío que le fue dado a Adán consistía en poder no pecar. Pero esta libertad se perdió con la Caída y nos alejó del más grande de todos los bienes: la Bienaventuranza. Ser feliz es el objetivo final de todo ser humano. Para serlo, cada uno tiene que volverse hacia el Soberano Bien, quererlo y adherirse a él. Se impone, pues, la necesidad de ser libre. En vez de obrar así, el hombre se ha vuelto de espaldas a Dios para gozar de sí y las cosas inferiores. En eso consiste el pecado. Como transgresión de la ley divina, el pecado ha tenido como consecuencia la rebelión del cuerpo contra el alma. Esta rebelión nos hace esclavos de la concupiscencia a no ser que seamos bendecidos por la Gracia: sin ella, no podemos no pecar, solo somos libres para seguir pecando.

Sin la Gracia se puede conocer la Ley, pero solo con ella podemos cumplirla. Por eso la fe precede a las obras: las buenas obras nacen de la Gracia de Dios. Dos condiciones hacen falta, pues, para obrar bien: la Gracia y el libre albedrío. Sin la Gracia, el libre albedrío no querría el bien o, en caso de quererlo, no podría realizarlo. El efecto de la Gracia no es suprimir la voluntad, sino convertirla en buena. El poder usar bien del libre albedrío es la libertas, la libertad en su sentido más genuino. El hombre agraciado es el más libre, pues su libertad consiste en no poder pecar, en estar libre del pecado. Sólo esta última libertad expresa lo que el hombre verdaderamente debe ser y puede llegar a ser. El no poder pecar, la liberación total del mal, es una posibilidad del hombre fundada en el don de la Gracia divina.

Semejante libertad no es asequible todavía en esta vida, pero hay que empezar a buscarla aquí, rechazando la cupiditas y moviéndonos según la caritas, reorientándonos de la carne a Dios y amando a lo único que merece ser amado. La Gracia ayuda al cristiano a elevarse hasta ahí, porque la voluntad puede lo que no puede todavía el entendimiento. La concupiscencia arrastra la voluntad hacia los cuerpos, pero la caridad nos orienta hacia Dios y hacia la bienaventuranza que encontraremos en Él.

4. Divina providencia y predestinación

Una implicación evidente de la teoría de la Gracia de Agustín es la predestinación: Dios decide antes de la constitución del mundo (es decir, de una manera no temporal que coincide con su ser trascendente y eterno) quién será eximido de la condenación que espera a la humanidad caída y quién no. Sin embargo, este conocimiento está oculto para los seres humanos, a quienes solo se les revelará al final de los tiempos. Hasta entonces, nadie, ni siquiera un cristiano bautizado, puede estar seguro de si la Gracia le ha otorgado una fe verdadera y una buena voluntad y, de ser así, si perseverará en ella hasta el final de su vida para ser verdaderamente salvo.

Esta doctrina de la predestinación genera numerosos quebraderos de cabeza al teólogo cristiano. Uno, que ya tuvieron que afrontar los estoicos, es el conocido como Argumento de la Pereza: si todos estamos predestinados, bien sea a la salvación o a la condena eterna, parece que toda actividad humana es inútil. Además, nuevamente parece que la predestinación socava el libre albedrío y que pone en cuestión la justicia divina. A menos que uno renazca en el bautismo, uno no puede entrar en el reino de Dios, y la única alternativa es la condenación eterna en el fuego del infierno. Jesús condena justamente a arder en el fuego eterno a quienes descuidan sus deberes en esta vida. Pero cuando la condena se extiende a los que no han recibido la Gracia divina porque mueren sin haber recibido el bautismo, la pregunta obvia es: ¿por qué? ¿Haber sido traídos al mundo por el apetito sexual, desde la semilla de alguien que no se comportó como debía, amerita esta condena? Por otro lado, estuvieran predestinados o no al tormento eterno, Dios podría haber salvado a los predestinados al infierno. Es cierto que no merecían la salvación. Pero nadie la merece, y aun así, por obra de la Gracia divina, algunos la consiguen y otros no. Dos preguntas emergen: ¿Por qué Dios concede la Gracia a quien lo hace? ¿Y no es injusta esta Gracia? Los caminos del señor, dirá Agustín, son inescrutables.

Un problema relacionado con la predestinación pero no equivalente a ella es el de la divina providencia: Dios, siendo omnisciente, ha de saber de antemano todo lo que va a suceder (y eso incluye, por supuesto, el conocimiento de quién se salvará y quién se condenará). Ahora bien, Agustín se mantendrá firme en su opinión de que ni la predestinación ni la divina providencia anulan la libertad. Dios conoce de antemano las acciones libres, sí, pero las conoce como las acciones libres que son, pues la providencia no las reduce a ser meras compulsiones externas.