La metafísica tomista

La metafísica tomista

Para Santo Tomás, la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y el contenido y la fuerza normativa de la ley moral natural pueden establecerse a través de argumentos puramente filosóficos, basados en la razón, sin apelación a la revelación divina. Ahora bien, estos argumentos presuponen una serie de concepciones metafísicas distintivas sobre la causación, la esencia, la forma, la materia, la sustancia, los atributos y otras nociones metafísicas básicas. Vamos a dedicar este apartado a repasarlas, que vamos a repasarlas.

1. la analogía del ser

Como ya hemos señalado, Santo Tomás construye en sus escritos una síntesis de la metafísica aristotélica con la revelación bíblica y la teología agustiniana. De Aristóteles hereda la doctrina de las cuatro causas, la distinción entre materia y forma y distinciones conceptuales como la de potencia-acto y sustancia-accidentes. A este arsenal conceptual añadirá distinciones establecidas en la filosofía musulmana, como la distinción entre esencia y existencia, o doctrinas de raigambre neoplatónica como la de los trascendentales del ser o la de la scala naturae. Santo Tomás articula todos estos conceptos dentro de un marco de comprensión general de la realidad anclado en la doctrina cristiana.

La novedad más radical del pensamiento cristiano medieval con respecto a la filosofía griega antigua es, como sabemos, la idea de la creatio ex nihilo—es decir, la idea de que el mundo fue creado libremente por Dios desde la nada. De aquí se colige que Dios es un ente necesario, mientras que nosotros, sus criaturas, somos seres contingentes. La distinción entre Dios y sus criaturas abre una nueva perspectiva en la consideración de la problemática del ser. Santo Tomás acepta la doctrina neoplatónica de la scala naturae: hay una clara jerarquía de perfección en el orden del ser, en cuya cúspide se halla Dios—el ser supremo, origen de todos los demás—, y bajo el cual se halla toda la gradación de las criaturas, desde los ángeles inmateriales hasta la materia inerte. Ahora bien, aunque en este orden del ser hay gradación, el salto de las criaturas a Dios es abismático: las criaturas son finitas y contingentes, mientras que Dios es infinito y necesario. El gran problema al que se enfrentarán los pensadores medievales será explicar cómo el ser puede predicarse tanto de Dios como de las criaturas, dada la diferencia radical que existe entre ellos.

Una respuesta posible a este problema, solidaria con la mística del Pseudo-Dionisio, sería afirmar que «ser» (y sus trascendentales) se predican de manera distinta de Dios y de la Creación. «Ser» sería, así, un término equívoco: Dios no «es» en el mismo sentido en que las cosas del mundo «son». Si aceptamos esta doctrina, las cinco vías aquinianas no podrían demostrar nada, pues el ser de Dios sería inalcanzable desde el ser de las cosas.

Otra respuesta, ensayada por Duns Scoto con posterioridad a Santo Tomás, sería que «ser» se dice de la misma manera cuando lo atribuimos a las criaturas y cuando lo atribuimos a Dios: sería, por tanto, un término unívoco, que se dice de un solo modo. Pero entonces la diferencia entre el ser del mundo y el ser de Dios se diluye, y corremos el peligro de caer en un panteísmo, en el cual nos sería imposible distinguir los atributos del mundo y los atributos de Dios.

La apuesta de Santo Tomás no será ni por la univocidad ni por la equivocidad, sino por la analogía: «ser» se atribuye de manera análoga a Dios y a las criaturas. Propiamente hablando, sólo Dios es, pues sólo él existe necesariamente. Dios es el ser mismo, porque es existencia necesaria, acto puro de ser (actus essendi). El resto de seres tan solo somos en la medida en que participamos del ser que nos ha dado Dios: no somos necesarios, sino que nuestra existencia es fruto de su libre decisión. Pero en la medida en que participamos del ser, las criaturas también somos: no en el mismo sentido que Él, pero en un sentido que no deja de guardar relación con el ser de Dios.

2. Acto y Potencia

Santo Tomás hereda esta distinción de la tradición aristotélica: además de los diferentes modos en que una cosa es en acto, hay varios modos en los que puede ser en potencia. Recordemos que esta distinción es clave para entender cómo es posible el cambio. El cambio es, según Santo Tomás, «la actualidad de un ser en potencia»—es decir, la realización de algo que estaba en potencia.

Hay varios aspectos de la concepción aristotélico-tomista del cambio que hay que recordar y tener en cuenta:

Para Santo Tomás, la potencia y el acto dividen todo el ámbito del ser de tal manera que lo que es, o es puro acto, o necesariamente está compuesto de potencia y acto como principios intrínsecos.

3. Hilemorfismo

«En todo lo que es movido, encontramos algún tipo de composición», dice Santo Tomás. En las cosas susceptibles de movimiento hay siempre composición de potencia y acto. Si nos fijamos en concreto en los objetos ordinarios de la experiencia, todos ellos son compuestos de materia y forma.

Todo lo que está compuesto de materia y forma está compuesto asimismo de acto y potencia, pero no todo compuesto de acto y potencia es material. Por ejemplo, los ángeles son compuestos de acto y potencia pero son, sin embargo, puramente formales. Estar compuestos de materia y forma es el modo específico en el que las cosas de la experiencia cotidiana son capaces de experimentar cambios.

A veces, los cambios a los que están sometidos las cosas son cambios no esenciales, y a veces son cambios esenciales. Santo Tomás llama a los primeros cambios accidentales, que afectan a formas accidentales, mientras que los segundos son cambios sustanciales, que afectan a la forma sustancial.

Santo Tomás postula la existencia de una materia primera que, sin embargo, nunca puede existir por sí sola—porque sería pura potencia—, pero que es susceptible de recibir distintas formas sustanciales. La materia siempre se da informada por alguna forma sustancial, y por eso lo que nos encontramos en nuestra experiencia cotidiana son siempre sustancias. La materia, por tanto, se da siempre acompañada de una forma. Correlativamente, toda forma se da siempre en una materia: contra lo que pensaba Platón, las formas no tienen una existencia separada. En definitiva: consideradas con independencia de ese compuesto hilemórfico que son las sustancias, materia y forma son meras abstracciones.

Con todo, la asimetría que vimos entre potencia y acto se replica en la distinción entre materia y forma, porque del mismo modo que pueden existir actos puros, sin residuo de potencia, pueden darse sustancias inmateriales: las almas humanas después de morir y los ángeles serían dos ejemplos. Así, aunque la materia no pueda darse sin forma, la forma puede darse sin materia. Eso no quiere decir que las formas puedan existir ellas solas: siempre existen en una sustancia, sea esta material o inmaterial.

Materia y forma son principios explicativos de la generación y la corrupción, como ya vimos con Aristóteles. Cuando una nueva forma sustancial se actualiza en una materia, ello implica la corrupción de una sustancia y la generación de una sustancia nueva. Propiamente hablando, pues, sólo los compuestos hilemórficos están sujetos a generación y corrupción.

4. Las cuatro causas

Santo Tomás se adhiere a la concepción aristotélica de la explicación a partir de cuatro causas: la causa material, la formal, la eficiente y la final. Estas cuatro causas son generales, aplicándose tanto al reino de lo natural como a los artefactos humanos. En el apartado anterior hemos repasado dos de estas cuatro causas—la material y la formal—. Vamos a apuntar algo sobre las otras dos.

Sobre las causas finales

Al igual que Aristóteles, Santo Tomás defiende el principio de finalidad: todo lo que actúa en la naturaleza lo hace con vistas a un fin. La existencia de causas finales es evidente dondequiera que algún objeto o proceso natural muestre una tendencia a producir algún efecto o rango de efectos particular. Desde una perspectiva aristotélico-tomista, hablar de teleología es señalar que en todo proceso natural existe un patrón regular que, a partir de unos puntos de partida determinados, genera unos resultados también determinados. Dice Santo Tomás: «todo agente actúa por un fin: de otro modo una cosa no se seguiría más que otra de la acción de un agente, a menos que fuera por azar» (Summa Theologica, I.44.4). La idea que subyace a esta concepción teleológica es que, a menos que la acción de un objeto esté inherentemente dirigida hacia cierto rango de efectos—es decir, a menos que ese rango de efectos constituya la causa final de la acción de ese objeto—no habría razón por la cual ese objeto hubiera de producir esos efectos. Dicho de otro modo, sin causalidad final no podríamos dar sentido a la causalidad eficiente: ambas van de la mano, del mismo modo que la causa formal y la causa material son correlativas.

Del mismo modo que la forma tiene prioridad sobre la materia y el acto tiene prioridad sobre la potencia, las causas finales tienen prioridad sobre las eficientes. Son más fundamentales que ellas, pues hacen inteligibles a las causas eficientes. El teleologismo aristotélico-tomista identifica en la causa final «la causa de las causas», aquello que determina el resto de las causas, e incluso la distinción potencia/acto:

El hecho de que algo se dirija hacia un fin determinado implica que debe adquirir una forma apropiada para la realización de tal fin, y por tanto que deba poseer una composición material adecuada para instanciar esa forma. Si la finalidad del cuchillo es cortar, deberá ser afilado y sólido (forma) y estar compuesto de una materia adecuada a tal fin (un metal tenaz, duro y dúctil).

Hemos de recordar que para el aristotélico-tomista, la causalidad final no implica conciencia. Nuestros procesos conscientes son sólo un caso especial del fenómeno más general de la causalidad final, que existe en el mundo natural de un modo totalmente divorciado de la mente o de la inteligencia.

Sobre la causalidad eficiente

Cuando entremos a discutir los filósofos modernos, veremos que uno de los rasgos que definen a la ciencia y la filosofía modernas es la sustitución de la explicación teleológica por explicaciones de tipo mecanicista, que relegan las causas finales en favor de explicaciones que apelan únicamente a causas eficientes. Sin embargo, con el abandono de las causas finales, el propio concepto de causa eficiente se modifica. Vamos a señalar aquí algunos rasgos del concepto tomista de causa eficiente que son muy diferentes a la manera que tendrá de concebir la relación causal, por ejemplo, David Hume:

5. Esencia y existencia

Esta distinción ya no bebe directamente de Aristóteles. La idea de que la existencia, la realidad efectiva de la cosa, sea algo distinto de la esencia está vinculada con la conciencia, novedosa con respecto a la Antigüedad, de que el mundo es contingente (no necesario). Aunque esta concepción está implícita en las tres religiones del Libro, filosóficamente será Al-Farabi quien le dé forma, y a través de Avicena y sus sucesores pasará a los pensadores cristianos.

Vamos a empezar con el concepto de esencia, que sí es un concepto plenamente aristotélico. Recordemos que la esencia de una cosa es lo que hace que la cosa sea el tipo de ser que es. También es aquello que la hace inteligible, susceptible de ser comprendida por nuestro entendimiento. Llama Santo Tomás a la esencia también «naturaleza», «quidditas» o «forma [esencial]». Al igual que Aristóteles, también distingue Tomás esta naturaleza esencial de la cosa de aquellas características propias que siendo necesarias no son, sin embargo, esenciales. Así, por ejemplo, Sócrates tiene las características de ser racional y de tener la habilidad de aprender idiomas. Ambas le pertenecen necesariamente, pero hay una diferencia importante: la racionalidad de Sócrates es más básica que su capacidad de aprender lenguas, ya que la segunda se deriva de la primera. Son estos rasgos que necesariamente pertenecen a la cosa y que además son básicos—que no se derivan de otros rasgos—los que constituyen su esencia.

La esencia de una sustancia es lo que esta comparte con otras sustancias de su misma clase. En este sentido, las esencias constituyen clases naturales organizadas en géneros y especies. Así, por ejemplo, los seres humanos comparten una esencia común, una humanidad que caracteriza a la especie. Pertenecemos al género animal, y con el resto de los animales compartimos una serie de determinaciones esenciales (somos seres vivos, tenemos facultades sensitivas, etc.) y poseemos, además, una determinación esencial que nos diferencia, llamada diferencia específica: nuestra racionalidad. La definición real de una clase de sustancias es aquella definición que identifica su esencia. Para ello, debe señalar el género próximo al que pertenece la clase y la diferencia específica que la caracteriza. Así, por ejemplo, la definición real de 'ser humano' sería 'animal racional'.

Como Aristóteles, y contra Platón, Tomás no considera que estas esencias tengan una existencia autónoma separada como Formas inteligibles: la humanidad como universal existe únicamente como concepto en el intelecto, pero tiene una base inmediata en la realidad: «se dice que la naturaleza [la esencia] está en la cosa en la medida en que hay algo en la cosa fuera de la mente que se corresponde con la concepción de la mente». La naturaleza humana existe en Sócrates, en Joe Biden y en Pedro Sánchez, es la misma en los tres, y puede ser abstraída y captada como tal por el entendimiento. Como universal, la humanidad existe únicamente en el alma, pero como esencia o naturaleza, la humanidad existe en los seres humanos particulares.

Si nos centramos en las cosas materiales, Santo Tomás afirma que «el término esencia significa el compuesto de materia y forma», y no únicamente la forma, pues «de otro modo no habría diferencia entre las definiciones en física y en matemática» (De Ente et Essentia, 2). Pensemos en los conceptos de pelota y de esfera: la definición de la esfera puede prescindir de la estructura material concreta de cada esfera particular, pero no sucede lo mismo con la pelota—del mismo modo que al comprender la esencia o naturaleza de una roca ígnea, una jirafa o un chalé adosado no podemos ignorar su estructura material. Sin embargo, Santo Tomás defiende que el principio de individuación de los miembros de una misma especie—es decir, aquello que hace Sócrates, Joe Biden y Pedro Sánchez, a pesar de ser todos ellos seres humanos que comparten una misma naturaleza, sean distintos—es la materia. ¿Cómo puede la materia ser parte de la esencia de los seres humanos y a la vez ser aquello que distingue unos individuos humanos de otros? Para explicarlo, Santo Tomás introduce una distinción entre materia común y materia signada: con el primer concepto, Santo Tomás se refiere a los rasgos genéricos de la composición material de los miembros de la especie; con el segundo, al trozo de materia particular del que tal o cual miembro concreto de la especie está compuesto, y que necesariamente es distinto del trozo de materia del que están compuesto otros miembros.

Pero si el principio de individuación es la materia, ¿qué pasa con las sustancias inmateriales? Dios es obviamente un caso especial, pero los ángeles—en cuya existencia, obviamente, Santo Tomás cree—generan un problema explicativo: ¿cómo pueden ser individuos distintos si son inmateriales? Santo Tomás propone la siguiente solución: cada ángel tiene una forma esencial distinta. Por lo tanto, los ángeles no son individuos de una misma especie, sino un conjunto de especies cada una de las cuales consta de un único individuo.

Ahora bien, aunque los ángeles son inmateriales (pura forma), no pueden ser acto puro, porque, a diferencia de Dios, son seres contingentes, creados por Él. Los ángeles, en tanto que son creados, también pasan de la potencia al acto. Pero como son inmateriales, este paso de potencia a acto no puede consistir en que una materia reciba una determinada forma. En su caso, lo que se adhiere a la forma es un actus essendi, un «acto de existencia». Así, incluso los ángeles son compuestos de acto y potencia, en la medida en que están compuestos por una esencia y un acto de existencia. Con relación al acto de existir, tanto las formas inmateriales de los ángeles como los compuestos hilemórficos del mundo natural son potenciales.

Aquí tenemos, pues, la distinción entre esencia y existencia que la escolástica del s. XIII hereda del gran filósofo persa Avicena. Esencia y existencia son dos cosas distintas. Toda esencia puede ser comprendida con independencia de su acto de existencia: «es evidente que el acto de existir es distinto de la esencia o quididad», pues «cualquier cosa que sea extraña al concepto de una esencia o quididad es adventicio, y forma una composición con la esencia» (De Ente et Essentia, 4). Dicho de otro modo: si es posible entender en qué consiste la esencia de una cosa sin saber si existe, entonces su acto de existencia (bajo el supuesto de que realmente exista) debe ser distinto de su esencia.

Si la esencia y la existencia no fueran distintos, serían idénticos; y sólo podrían ser idénticos en «algo cuya quididad consista en el mismo acto de existir […] de tal manera que esa cosa fuera la existencia subsistente misma» (De Ente et Essentia, 4). Si existe algo cuya esencia consista en la existencia, ha de ser única en su especie, pues no habría manera de distinguir más de una. Según Tomás, hay, de hecho, un ser en el que esencia y existencia son idénticos. Ese ser no es otro que Dios. Y la identidad de su esencia y su existencia implica (entre otras cosas) que Dios es un ser necesario, uno que no puede no existir. En los seres creados, en cambio, esencia y existencia son dos cosas distintas, y es por ello que somos seres contingentes.

6. La doctrina de los trascendentales

La metafísica estudia el ser en tanto que ser. Acto y potencia, materia y forma, esencia y existencia, sustancia y accidente… son meros aspectos del ser, y su estudio nos da una mayor comprensión del mismo.

A diferencia de lo que hacíamos con la humanidad, no podemos definir el ser citando género y diferencia específica, pues no hay ningún género por encima de «ser». «Ser» es el concepto más comprehensivo del que disponemos. Se aplica a todo lo que existe, de tal modo que no lo podemos subsumir bajo algo más general.

Aunque «ser» no es un término equívoco, como «banco» (que se aplica a un conjunto de peces, a un mueble urbano donde uno se puede sentar y a una institución en la que se puede depositar dinero), Tomás defiende que tampoco es un término unívoco, pues su aplicación es tan absolutamente general que es imposible que se aplique a todas las cosas en el mismo sentido. «Ser» es lo que Tomás llamará una noción analógica. El ser del accidente es análogo al ser de la sustancia, el de la cosa material al ser del ángel, y el de las cosas creadas análogo al ser de Dios: ni completamente idéntico ni absolutamente incomparable.

El ser es, además, según Tomás, un trascendental: algo que está por encima de todo género, que es común a todo lo que hay sin restringirse a ninguna categoría individual. Los otros trascendentales son cosa, uno, algo, verdadero, y bueno. Todos ellos son convertibles entre sí, en el sentido de que cauda uno designa la misma cosa—el ser—desde una perspectiva distinta. Esto puede ser claro con los casos de cosa y algo. Uno es un trascendental porque toda cosa que tiene ser, aunque forme parte de un todo o de una pluralidad, es una entidad distinta de las demás. Desde nuestra perspectiva contemporánea, quizás sea más difícil entender por qué verdadero y bueno son trascendentales.

Considerar que el bien es un trascendental nos enfrenta al problema de la existencia del mal. Si el mal existe, entonces debe de tener ser; y como el mal es lo contrario del bien, parecería que existe algo que tiene ser pero, sin embargo, no es bueno. A esto responde Santo Tomás en la línea abierta por Agustín: el mal no tiene realidad sustancial, carece de ser. Llamamos mal a la mera ausencia de bien. El mal no es un ser, sino una privación.