El papel fundante de Dios

El papel fundante de dios

¿Cómo escapar del solipsismo al que parecen abocarnos las reflexiones escépticas de las primeras meditaciones? Descartes constata que nuestra única posible vía de acceso a la realidad externa son los contenidos de nuestra conciencia: las ideas de mi mente existen en mí en tanto que actos de conciencia míos. Estos actos de conciencia, formando parte de mi yo, apuntan, sin embargo, a algo que no soy yo. De lo que se tratará, ahora, será de examinar si puedo estar seguro de que alguna de mis ideas tiene realidad formal más allá de mi propia mente—de comprobar si alguna de mis ideas, sin dejar de ser idea, tiene en su estructura unas características tales que hagan imposible no pensarla como realidad—. Solo hay una idea que nos ofrezca tal garantía: la idea de Dios.

En este apartado expondremos las tres demostraciones de la existencia de Dios que Descartes propone en sus Meditaciones metafísicas, siguiendo al detalle su argumentación en las dos demostraciones de la Meditación tercera (texto de EvAU) y ofreciendo un breve resumen de la demostración adicional que aparece en la Meditación quinta.

1. La regla de la evidencia

El ejercicio de la duda metódica nos ha dejado con la única certeza del cogito: yo pienso, yo existo, yo soy una cosa que piensa. Podría parecer que el resultado de semejante ejercicio es demasiado endeble. ¿Cómo construir conocimiento firme alguno sobre cimientos tan exiguos? Sin embargo, Descartes considera que la verdad del cogito es mucho más productiva de lo que pudiera parecer a simple vista. Por de pronto, esta verdad nos permite recuperar nuestra confianza en la regla fundamental del método cartesiano: la regla de la evidencia.

Sé con certeza que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé también lo que se requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer conocimiento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

Argumento a favor de la Regla de la Evidencia.

P1. Sé con certeza que soy una cosa que piensa.

P2. Este conocimiento es adquirido únicamente por medio de una percepción clara y distinta.

P3. Esta percepción clara y distinta no sería suficiente para obtener este conocimiento si las percepciones claras y distintas fueran falibles.

C1. La percepción clara y distinta proporciona un fundamento suficiente para el conocimiento cierto. Lo que percibo de esta manera es verdadero.

La premisa P1 recoge la verdad del cogito. P3, por su parte, refleja el estándar de conocimiento infalible establecido en la Meditación primera. El ejercicio de la duda metódica requiere tomar por falso todo aquello de cuya verdad pueda ser puesta en duda. Solo un conocimiento infalible escapa a este criterio. Y es esto, precisamente, lo que está defendiendo Descartes aquí: que las percepciones claras y distintas como nuestra percepción del cogito son infalibles e indubitables y, por tanto, poseemos la certeza de que son verdaderas. 

2. Saliendo del solipsismo: cómo refutar la hipótesis del dios engañador

El desafío más serio a la regla de la evidencia es la hipótesis del Dios engañador, que Descartes todavía tiene que afrontar. Esta hipótesis fue empleada al principio de las Meditaciones para someter a duda las verdades transparentes de la matemática, como por ejemplo que 2+3=5. Verdades como esta deberían cumplir el estándar de la percepción clara y distinta. Así pues, si la hipótesis del Dios engañador permanece en pie, no dejará de ser una objeción que impugne nuestras percepciones claras y distintas. Para eliminar la duda que aflora de esta hipótesis, es preciso considerar si existe Dios, y si puede engañarnos. De esto dependerá la posibilidad de alcanzar la certeza absoluta.

3. Las ideas y su origen

[P]ara tener ocasión de averiguar [si hay Dios, y si nos engaña] sin alterar el orden de meditación que me he propuesto, que es pasar por grados de las nociones que encuentre primero en mi espíritu a las que pueda hallar después, tengo que dividir aquí todos mis pensamientos en ciertos géneros, y considerar en cuáles de estos géneros hay, propiamente, verdad o error.

De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a éstos solos conviene con propiedad el nombre de «idea»: como cuando me represento un hombre, una quimera, el cielo, un ángel o el mismo Dios. Otros, además, tienen otras formas: como cuando quiero, temo, afirmo o niego; pues, si bien concibo entonces alguna cosa de la que trata la acción de mi espíritu, añado asimismo algo, mediante esa acción, a la idea que tengo de aquella cosa; y de este género de pensamientos, unos son llamados voluntades o afecciones, y otros, juicios.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

Descartes emplea el término pensamiento de manera amplia, para referirse a cualquier estado mental. La palabra idea la reserva para lo que llamaríamos representaciones mentales: una idea es un pensamiento que representa a otra cosa distinta de él mismo. Las ideas son los ingredientes con los que construimos otros tipos de pensamientos, como puedan ser las voliciones o los juicios. De este modo, adapta un término usado comúnmente para referirse a las Formas ejemplares que pueblan la mente divina y lo usa para designar los contenidos del pensamiento humano.

Las ideas, en sentido estricto, retratan objetos individuales junto con sus propiedades. Dice Descartes que las ideas son «como imágenes de las cosas»—aunque existen ideas que no son imágenes genuinas, pues no poseen estructura espacial. Aun así, son como imágenes en la medida en que representan cosas.

Las ideas guardan relación con otros actos de pensamiento. Esto es importante porque Descartes se va a preguntar qué contenidos mentales pueden ser evaluados acerca de su falsedad. Hay pensamientos, dice, que tienen otros contenidos añadidos: las emociones añaden un sentimiento a la idea (p.ej. el miedo), y las voliciones y los juicios les añaden un acto mental. Pero ni las ideas en sí mismas, ni las emociones ni las voliciones pueden ser falsas: sólo un juicio puede serlo. Al juzgar, tomamos el contenido de una idea como refiriéndose a otra cosa. En un acto de juicio, afirmamos o negamos que el contenido de una idea se refiere a un particular existente, y es en este tipo de acciones donde puede introducirse la falsedad y el error. 

Volviendo a las ideas, Descartes distinguirá en ellas entre su realidad formal y su realidad objetiva:

En tanto que entidad a la que la propia idea de 'idea' se conforma, una idea es un contenido mental, un modo del pensamiento. La realidad formal de las ideas es su naturaleza de ser pensamientos y, en tanto que meros modos del pensar. Además, existen con independencia de cuál sea el contenido que representan: aunque el unicornio no exista, la idea de unicornio existe formalmente como contenido mental. La realidad objetiva de la idea, por su parte, es la realidad representada por ella. Una idea es siempre la idea de un objeto—y el objeto representado por la idea puede ser existente o inexistente.

También clasifica Descartes las ideas en función de su origen:

Una vez establecida esta distinción, Descartes, apoyándose en ella, ensaya una primera vía para salir del solipsismo: siempre nos ha parecido que nuestras ideas adventicias proceden de objetos externos con los cuales guardan semejanza. Si esta opinión de sentido común estuviera respaldada por buenas razones, entonces tendríamos la certeza de que existen objetos fuera de mí que son la causa de mis ideas, y también de que estas ideas nos informan fielmente del mundo que nos envuelve.

Las razones que respaldan esta opinión nuestra tan querida son, según Descartes, las siguientes:

La primera de esas razones es que parece enseñármelo la naturaleza; y la segunda, que experimento en mí mismo que tales ideas no dependen de mi voluntad, pues a menudo se me presentan a pesar mío, como ahora, quiéralo o no, siento calor, y por esta causa estoy persuadido de que este sentimiento o idea del calor es producido en mí por algo diferente de mí, a saber, por el calor del fuego junto al cual me hallo sentado. Y nada veo que me parezca más razonable que juzgar que esa cosa extraña me envía e imprime en mí su semejanza, más bien que otra cosa cualquiera.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

A ojos de Descartes, sin embargo, estas razones serán insuficientes:

Cuando digo que me parece que la naturaleza me [...] enseña [que las ideas y sus causas se parecen], por la palabra «naturaleza» entiendo sólo cierta inclinación que me lleva a creerlo, y no una luz natural que me haga conocer que es verdadero. Ahora bien, se trata de dos cosas muy distintas entre sí; pues no podría poner en duda nada de lo que la luz natural me hace ver como verdadero [...]. Mas por lo que toca a esas inclinaciones que también me parecen naturales, he notado a menudo que, cuando se trataba de elegir entre virtudes y vicios, me han conducido al mal tanto como al bien: por ello, no hay razón tampoco para seguirlas cuando se trata de la verdad y la falsedad.

[A]l igual que esas inclinaciones de las que acabo de hablar se hallan en mí, pese a que no siempre concuerden con mi voluntad, podría también ocurrir que haya en mí, sin yo conocerla, alguna facultad o potencia, apta para producir esas ideas sin ayuda de cosa exterior; y, en efecto, me ha parecido siempre hasta ahora que tales ideas se forman en mí, cuando duermo, sin el auxilio de los objetos que representan.

[H]e notado a menudo, en muchos casos, que había gran diferencia entre el objeto y su idea. Así, por ejemplo, en mi espíritu encuentro dos ideas del sol muy diversas; una toma su origen de los sentidos, y debe situarse en el género de las que he dicho vienen de fuera; según ella, el sol me parece pequeño en extremo; la otra proviene de las razones de la astronomía [...]: según ella, el sol me parece varias veces mayor que la tierra. Sin duda, esas dos ideas que yo formo del sol no pueden ser, las dos, semejantes al mismo sol; y la razón me impele a creer que la que procede inmediatamente de su apariencia es, precisamente, la que le es más disímil.

En definitiva, las ideas adventicias no nos proporcionan una vía firme para concluir la existencia de un mundo externo independiente de nosotros. Hay que ensayar otra estrategia. 

4. El principio de causalidad y la realidad objetiva de las ideas

La estrategia alternativa que va a emplear Descartes para salir del solipsismo se describe en estas líneas:

Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí, hay algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si tales ideas se toman sólo en cuanto que son ciertas maneras de pensar no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y todas parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al considerarlas como imágenes que representan unas una cosa y otras otra, entonces es evidente que son muy distintas unas de otras...

Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la tuviera ella misma?

Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto. Y esta verdad no es sólo clara y evidente en aquellos efectos dotados de esa realidad que los filósofos llaman actual o formal, sino también en las ideas, donde sólo se considera la realidad que llaman objetiva... [P]ara que una idea contenga tal realidad objetiva más bien que tal otra, debe haberla recibido, sin duda, de alguna causa, en la cual haya tanta realidad formal, por lo menos, cuanta realidad objetiva contiene la idea... De manera que la luz natural me hace saber con certeza que las ideas son en mí como cuadros o imágenes, que pueden con facilidad ser copias defectuosas de las cosas, pero que en ningún caso pueden contener nada mayor o más perfecto que éstas.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

Las ideas, consideradas con independencia de su contenido, tienen la misma realidad formal: todas ellas tienen el mismo modo de existencia como estados mentales o modos del pensar. Ahora bien, las ideas difieren entre ellas en lo que representan. La realidad objetiva de las ideas sí que admite distintos grados:

En efecto, las que me representan substancias son sin duda algo más, y contienen (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más grados de ser o perfección que aquellas que me representan sólo modos o accidentes. Y más aún: la idea por la que concibo un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y creador universal de todas las cosas que están fuera de él, esa idea —digo— ciertamente tiene en sí más realidad objetiva que las que me representan substancias finitas.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

Si todas las ideas humanas, como estados de una mente finita, tienen el mismo grado de realidad formal, eso no obsta para que difieran en su realidad objetiva, pues el objeto que representan puede tener mayor o menor realidad formal. Hay una jerarquía en la realidad formal de las entidades: los modos tienen menor realidad formal que las sustancias finitas y una sustancia finita tiene menos realidad formal que una sustancia infinita. Consecuentemente, la idea de un modo tiene menos realidad objetiva que la idea de una sustancia finita y la idea de una sustancia finita tiene menos realidad objetiva que la idea de una sustancia infinita.

Esta observación la combina Descartes con un principio que, según él, resulta manifiesto a la luz natural. Frente a la iluminación sobrenatural de la Gracia, la luz natural es la facultad cognitiva intrínseca a toda mente humana por la cual nos son dadas las percepciones claras y distintas que están a la base de todo nuestro conocimiento. Es la luz natural la que percibe la verdad indubitable del cogito. Según Descartes, no podemos poner en duda los resultados que nos proporciona la luz natural porque no hay ninguna otra facultad en la que podamos confiar para enseñarnos qué es verdadero y qué es falso, y por tanto ninguna que pueda servirnos para someter a la luz natural a examen externo. La luz natural, por tanto, es todo lo que tenemos.

Pues bien, la luz natural, nos dice Descartes, nos revela la verdad del siguiente principio de causalidad:

Debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto

Este principio, así establecido, era ampliamente aceptado por los filósofos de la época. Ninguno de los autores de las objeciones a las Meditaciones lo va a poner en tela de juicio. Pero Descartes hace un uso de este principio que sí va a ser novedoso. Con relación a la realidad objetiva de las ideas, Descartes defiende que es válida la siguiente aplicación del principio:

Para que una idea contenga una determinada realidad objetiva, debe haber tanta realidad formal en la causa eficiente y total cuanta realidad objetiva contiene la idea por ella causada

Descartes sustenta esta afirmación en que, si suponemos que hay algo en la idea que no estaba todavía en su causa, entonces tiene que haber venido de la nada. Pero ni el modo más imperfecto puede proceder de la nada. El contenido de la idea requiere una causa con igual grado de ser que la cosa representada. El contenido, la realidad objetiva de una idea, necesita de una causa, que puede ser independiente de la causa de la realidad formal de la idea.

Armado con este principio de causalidad, Descartes está por fin en condiciones de superar el solipsismo en el que el ejercicio de la duda metódica nos había instalado. La estrategia será la siguiente:

[S]i la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad que esa realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue entonces necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y que existe otra cosa, que es causa de esa idea; si, por el contrario, no hallo en mí una idea así, entonces careceré de argumentos que puedan darme certeza de la existencia de algo que no sea yo, pues los he examinado todos con suma diligencia, y hasta ahora no he podido encontrar ningún otro.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

La buena noticia es que en nuestra mente existe una idea que cumple con las condiciones establecidas en la primera parte de este párrafo. Se trata, cómo no, de la idea de Dios.

5. La primera prueba de la existencia de Dios

Las dos pruebas de la existencia de Dios que Descartes nos presenta en la Meditación tercera son, al igual que las vías tomistas, demostraciones a posteriori: la existencia de Dios se va a probar aquí a partir de sus efectos. Sin embargo, el punto de partida cartesiano no serán los datos de los sentidos, por razones obvias, sino otro tipo de experiencias accesibles mediante la introspección. En el caso concreto de la primera prueba, es la idea de Dios que albergamos en nuestra mente la que va a servir a Descartes como base para su demostración. Descartes va a argumentar que el contenido de esta idea es de tal naturaleza que resulta imposible que yo mismo la haya generado: tiene que haber sido causada por Dios mismo.

Habíamos dejado a Descartes proponiéndose comprobar «si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad que esa realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea)». A este respecto, las principales candidatas para tener un origen externo son la idea de Dios y las ideas de las cosas corpóreas. Estas últimas serán las que Descartes examine en primer lugar:

[E]ntre mis ideas, además de la que me representa a mí mismo (y que no ofrece aquí dificultad alguna), hay otra que me representa a Dios, y otras a cosas corpóreas e inanimadas, ángeles, animales y otros hombres semejantes a mí mismo. Mas, por lo que atañe a las ideas que me representan otros hombres, o animales, o ángeles, fácilmente concibo que puedan haberse formado por la mezcla y composición de las ideas que tengo de las cosas corpóreas y de Dios, aun cuando fuera de mí no hubiese en el mundo ni hombres, ni animales, ni ángeles. Y, tocante a las ideas de las cosas corpóreas, nada me parece haber en ellas tan excelente que no pueda proceder de mí mismo; pues si las considero más a fondo y las examino [...] advierto en ellas muy pocas cosas que yo conciba clara y distintamente; a saber: la magnitud [...]; la figura [...]; la situación que mantienen entre sí los cuerpos [...]; el movimiento [...]; pueden añadirse la substancia, la duración y el número. En cuanto las demás cosas, como la luz, los colores, los sonidos, los olores, los sabores, el calor, el frío y otras cualidades perceptibles por el tacto, todas ellas están en mi pensamiento con tal oscuridad y confusión, que hasta ignoro si son verdaderas o falsas y meramente aparentes, es decir, ignoro si las ideas que concibo de dichas cualidades son, en efecto, ideas de cosas reales o bien representan tan sólo seres quiméricos, que no pueden existir. 

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

Descartes nos sugiere que en las propiedades de los cuerpos hay que distinguir entre aquellas que son objeto de percepción clara y distinta, como son la forma, el tamaño, la posición, la sustancia, la duración o el número, y aquellas otras que percibimos de manera oscura y confusa. Estas incluyen el color, el sonido el olor, el gusto y el calor o el frío, entre otras sensaciones táctiles. Esta diferencia está presente en la experiencia: sencillamente, parece que las ideas del segundo grupo son oscuras y confusas. Para explicar este presunto hecho, Descartes introducirá la noción de falsedad material: 

[A]unque más arriba haya yo notado que sólo en los juicios puede encontrarse falsedad propiamente dicha, en sentido formal, con todo, puede hallarse en las ideas cierta falsedad material, a saber: cuando representan lo que no es nada como si fuera algo. Por ejemplo, las ideas que tengo del frío y el calor son tan poco claras y distintas, que mediante ellas no puedo discernir si el frío es sólo una privación de calor, o el calor una privación de frío, o bien si ambas son o no cualidades reales; y por cuanto, siendo las ideas como imágenes, no puede haber ninguna que no parezca representarnos algo, si es cierto que el frío es sólo privación de calor, la idea que me lo represente como algo real y positivo podrá, no sin razón, llamarse falsa, y lo mismo sucederá con ideas semejantes. 

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

Las ideas no pueden ser falsas en sentido estricto, pues la falsedad pertenece únicamente al juicio. Pero las ideas pueden ofrecer material para el error si su oscuridad permite o invita a que las malinterpretemos y formemos juicios falsos tomando pie en ellas. Descartes describe dos modos en los que las ideas de cualidades sensoriales pueden hacer esto: o las ideas representan de manera distorsionada cualidades sensoriales, representándolas como cosas cuando no son cosas (he ahí el ejemplo del frío); o las ideas de cualidades sensoriales representan propiedades de hecho existentes, pero tan oscuramente que no podemos saber de qué propiedades se trata. Sea como fuere, Descartes sostendrá que es dudoso que estas ideas nos vengan de fuera, y sostiene que sería capaz de producir él mismo cualquier realidad objetiva que estas ideas posean:

Y por cierto, no es necesario que atribuya a esas ideas otro autor que yo mismo; pues si son falsas —es decir, si representan cosas que no existen— la luz natural me hace saber que provienen de la nada, es decir, que si están en mí es porque a mi naturaleza —no siendo perfecta— le falta algo; y si son verdaderas, como de todas maneras tales ideas me ofrecen tan poca realidad que ni llego a discernir con claridad la cosa representada del no ser, no veo por qué no podría haberlas producido yo mismo. 

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

¿Podría ser, sin embargo, que las ideas claras y distintas de las cosas corpóreas tengan una causa externa? Esto, dice Descartes, también es dudoso:

En cuanto a las ideas claras y distintas que tengo de las cosas corpóreas, hay algunas que me parece he podido obtener de la idea que tengo de mí mismo; así, las de substancia, duración, número y otras semejantes. Pues cuando pienso que la piedra es una substancia, o sea, una cosa capaz de existir por sí, dado que yo soy una substancia, y aunque sé muy bien que soy una cosa pensante y no extensa (habiendo así entre ambos conceptos muy gran diferencia), las dos ideas parecen concordar en que representan substancias [...]. 

Por lo que se refiere a las otras cualidades de que se componen las ideas de las cosas corpóreas—a saber: la extensión, la figura, la situación y el movimiento—, cierto es que no están formalmente en mí, pues no soy más que una cosa que piensa; pero como son sólo ciertos modos de la substancia (a manera de vestidos con que se nos aparece la substancia), parece que pueden estar contenidas en mí eminentemente.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

Quizás pueda parecernos que esta afirmación de que la sustancia pensante podría producir la realidad objetiva de sus ideas de las cosas corpóreas no es del todo satisfactoria. Al fin y al cabo, si no hubiera cuerpos, ¿de dónde  podríamos extraer las ideas de estas cosas? En cualquier caso, por ahora Descartes sólo necesita establecer la tesis de que la idea de un cuerpo no es una idea que precise necesariamente de una causa externa. Le falta constatar que no hay certeza a este respecto para descartar esta hipótesis.

Llegados a este punto, la única idea que nos queda examinar es la de Dios:

Por «Dios» entiendo una substancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las demás cosas que existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente fuese infinita.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

La idea de Dios representa a un ente infinito. Tiene, por tanto, una realidad objetiva infinita. Si aplicamos el principio de causalidad que veíamos más arriba, se deduce inmediatamente que la causa de esta idea tiene que tener, ella misma, una realidad formal infinita: ha de tratarse de un ente realmente infinito. Siendo finito, el meditador no posee ese tipo de realidad ni formal ni evidentemente. Por lo tanto, esta idea ofrece evidencia de que algo existe fuera de él, algo realmente infinito y perfecto. La idea de Dios, pues, requiere a Dios mismo como causa por su infinita realidad objetiva, que representa a Dios como un ser infinito y supremamente perfecto.

Este argumento requiere que el meditador encuentre dentro de sí la idea de Dios arriba descrita. Se adivinan dos objeciones: la primera, que no poseemos tal idea; la segunda, que tal idea quizás pudiera no requerir una causa infinita. Podría ser que la idea de una sustancia infinita pudiera construirse eliminando los límites de la sustancia finita.

Descartes aborda ambos desafíos considerando la relación entre lo finito y lo infinito. Afirma que su percepción de lo infinito, es decir, de Dios, es en cierto modo anterior a su percepción de lo finito, es decir, de sí mismo. Su concepción de lo finito presupone una idea positiva de lo infinito, pues su idea de lo finito emerge de limitar lo infinito. Lo ilimitado está implicado en el pensamiento de cualquier cosa limitada, cuya noción emerge de la introducción de límites en esa noción previa.

Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es decir, que algo me falta y que no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por comparación con el cual advierto la imperfección de mi naturaleza?

¿Pero debe nuestra idea de lo infinito presuponer la idea de Dios? La respuesta de Descartes invoca la unidad entre los atributos de un ser realmente infinito. La idea de Dios es la idea de un ser supremamente perfecto. Y la perfección implica completitud de realidad. Un ser infinito contendría todas las perfecciones, y necesariamente sería Dios.

6. La segunda prueba de la existencia de Dios

Una vez concluida la primera prueba, y al apreciar que su conocimiento se incrementa a medida que la meditación progresa, Descartes se pregunta si no podría contener él mismo, al menos de manera potencial, todas las perfecciones divinas. Pero en seguida se replica a sí mismo que la idea de Dios no es la de un ser que pudiera desarrollarse hasta alcanzar la infinita perfección, sino la de un ser perfecto y eterno. El hecho de que al meditar experimentemos nuestra ignorancia a medida que progresamos en nuestro conocimiento es una muestra indubitable de que no somos como Dios.

A renglón seguido, Descartes se pregunta si él mismo, que posee esta idea de Dios, podría existir si no existiera un ser perfecto como el que está considerando. Será esta pregunta la que nos dirija a la segunda prueba, que mostrará que la existencia de cualquier ser finito requiere de la existencia de un poder creador infinito como su causa.

La prueba procede por eliminación de alternativas. Descartes señala que son cuatro las posibles causas de su propia existencia:

Descartes va descartando, una por una, las tres primeras alternativas, con el resultado de que Dios sería la única posible causa de su existencia. Empieza, en primer lugar, descartando la hipótesis de que la sustancia pensante finita pueda haberse creado a sí misma. El meditador no podría haber causado su propia existencia ya que, si pudiera crearse a sí mismo desde la nada, él mismo sería Dios—asumiendo, como parece razonable, que haga falta un poder infinito para crear algo donde nada existía antes. Además, teniendo tal poder de creación, no se negaría a sí mismo atributos como el conocimiento infinito. Sin embargo, al reflexionar sobre nuestra naturaleza, nos descubrimos como imperfectos. Por lo tanto, no podemos ser causa de nuestra propia existencia.

Una posibilidad que Descartes considera en este punto es la de que haya existido siempre. Esta posibilidad se descarta mediante una interesante tesis metafísica: como cualquier lapso de tiempo puede ser dividido en partes independientes entre sí, no se sigue del hecho de que yo existiera hace apenas un momento que deba existir ahora, salvo que alguna causa me conserve en la existencia. La existencia de una sustancia finita en un momento dado no le otorga el poder para seguir existiendo luego: el poder para persistir en la existencia de un momento a otro es el mismo que resulta necesario para crear algo en un primer momento. La distinción entre creación y conservación es una mera distinción de razón, pero entre ellas no existe una diferencia real. 

En efecto, a todo el que considere atentamente la naturaleza del tiempo, resulta clarísimo que una substancia, para conservarse en todos los momentos de su duración, precisa de la misma fuerza y actividad que sería necesaria para producirla y crearla en el caso de que no existiese. De suerte que la luz natural nos hace ver con claridad que conservación y creación difieren sólo respecto de nuestra manera de pensar, pero no realmente.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

Ahora bien, esta tesis sobre la preservación, combinada con la afirmación de que sólo un ser infinito tiene la capacidad de crear, es suficiente para descartar las otras causas de la propia existencia: cualquier causa que fuera menos poderosa que Dios dependería necesariamente del poder de Dios para venir a la existencia y persistir en ella. El poder de Dios resta como única explicación de la existencia continuada de todos los seres finitos. En este estadio de la Meditación Descartes no tiene certeza de la existencia de otras sustancias finitas. Pero sabe que él mismo, que es una sustancia pensante finita, existe. Hay al menos, pues, una sustancia finita, cuya existencia y cuya dependencia bastan para probar (por segunda vez y, de nuevo, a posteriori) la existencia de Dios.

7. La prueba de la meditación quinta

Además de las dos pruebas presentadas en la Meditación tercera, Descartes ofrece una tercera demostración adicional de Dios en la Meditación quinta. A diferencia de las dos pruebas que acabamos de ver, no se trata de una demostración a posteriori, sino que procede de un modo bastante similar al argumento ontológico de San Anselmo.

En la Meditación quinta, Descartes da por sentado el axioma de que la verdad es la conformidad del pensamiento con su objeto, y lo aplica en consecuencia. Su punto de partida es una discusión sobre las propiedades geométricas: sus ideas claras y distintas de estas propiedades son verdaderas, y por tanto han de conformarse a alguna realidad.

Y lo que encuentro aquí más digno de nota es que hallo en mí infinidad de ideas de ciertas cosas, cuyas cosas no pueden ser estimadas como una pura nada, aunque tal vez no tengan existencia fuera de mi pensamiento, y que no son fingidas por mí, aunque yo sea libre de pensarlas o no; sino que tienen naturaleza verdadera e inmutable. Así, por ejemplo, cuando imagino un triángulo, aun no existiendo acaso una tal figura en ningún lugar, fuera de mi pensamiento, y aun cuando jamás la haya habido, no deja por ello de haber cierta naturaleza,  o forma, o esencia de esa figura, la cual es inmutable y eterna, no ha sido inventada por mí y no depende en modo alguno de mi espíritu; y ello es patente porque pueden demostrarse diversas propiedades de dicho triángulo —a saber, que sus tres ángulos valen dos rectos, que el ángulo mayor se opone al lado mayor, y otras semejantes—, cuyas propiedades, quiéralo o no, tengo que reconocer ahora que están clarísima y evidentísimamente en él, aunque anteriormente no haya pensado de ningún modo en ellas, cuando por vez primera imaginé un triángulo, y, por tanto, no puede decirse que yo las haya fingido o inventado.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación quinta: De la esencia de las cosas materiales; y otra vez de la existencia de Dios"

Las propiedades geométricas representadas por las ideas que tenemos de ellas «no pueden ser estimadas como una pura nada». Esto no significa sean propiedades de cuerpos realmente existentes: hasta la Meditación sexta Descartes no recuperará su confianza en que las cosas corpóreas existen. Pero no importa: para cada idea que percibo clara y distintamente hay una entidad—una «naturaleza verdadera e inmutable»— a la cual tal idea se conforma. Así, con independencia de si existen o no materialmente los triángulos, yo puedo concebir clara y distintamente la noción de un triángulo y, a través de mi percepción intelectual de esta noción, llegar a conocer verdades acerca de su naturaleza eterna e inmutable. Estas verdades no son inventos míos, sino descubrimientos acerca de algo que es real e independiente de mi voluntad: el discurrir de mi mente a partir de la noción del triángulo me permite descubrir verdades acerca de él que previamente desconocía, y estas verdades se imponen como tales a mi mente con absoluta necesidad: en cuanto las percibe con claridad y distinción, no puede negarles su asentimiento. 

En las respuestas a las primeras objeciones, Descartes dirá «que sucede con todas las ideas lo mismo que yo he escrito acerca de la idea de triángulo, a saber: que, aun cuando caso no haya triángulos en lugar alguno del mundo, no deja de haber cierta naturaleza, o forma, o esencia determinada del triángulo, que es inmutable y eterna». A toda idea que percibimos clara y distintamente le corresponde una entidad verdadera, y la idea es verdadera en tanto en cuanto constituye una percepción clara y distinta de ese objeto. Ese objeto es una naturaleza inmutable y eterna, a la manera de las Formas platónicas, que, aunque no existieran cosas corpóreas externas, no dejarían de ser algo.

Una vez establecida esta conclusión, Descartes vuelve a la idea de Dios con el propósito de examinar cuál pueda ser la naturaleza de la entidad verdadera a la que esta idea nuestra tan clara y distinta se conforma:

[S]i del hecho de poder yo sacar de mi pensamiento la idea de una cosa, se sigue que todo cuanto percibo clara y distintamente que pertenece a dicha cosa, le pertenece en efecto, ¿no puedo extraer de ahí un argumento que pruebe la existencia de Dios? Ciertamente, yo hallo en mí su idea —es decir, la idea de un ser sumamente perfecto—, no menos que hallo la de cualquier figura o número; y no conozco con menor claridad y distinción que pertenece a su naturaleza una existencia eterna, de como conozco que todo lo que puedo demostrar de alguna figura o número pertenece verdaderamente a la naturaleza de éstos. Y, por tanto, aunque nada de lo que he concluido en las meditaciones precedentes fuese verdadero, yo debería tener la existencia de Dios por algo tan cierto como hasta aquí he considerado las verdades de la matemática, que no atañen sino a números y figuras... la existencia y la esencia de Dios son tan separables como la esencia de un triángulo rectilíneo y el hecho de que sus tres ángulos valgan dos rectos, o la idea de montaña y la de valle; de suerte que no repugna menos concebir un Dios (es decir, un ser supremamente perfecto) al que le falte la existencia (es decir, al que le falte una perfección), de lo que repugna concebir una montaña a la que le falte el valle.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación quinta: De la esencia de las cosas materiales; y otra vez de la existencia de Dios"

La naturaleza verdadera e inmutable de una entidad es algo cuya existencia está garantizada por el hecho de que poseemos una idea clara y distinta de dicha entidad. Qué modo de existencia corresponda a la naturaleza en cuestión, eso es un problema aparte. Ahora bien,  en el caso concreto de Dios, parece que «pertenece a su naturaleza una existencia eterna»—o, dicho de otro modo, una existencia necesaria. Ese tipo de existencia es una propiedad adherida al concepto mismo de Dios. Por lo tanto, la entidad a la que se conforma nuestra idea de Dios es una naturaleza necesariamente existente: es Dios mismo. Descartes aclarará este argumento en las Primeras respuestas:

[C]omo al examinar la idea del cuerpo, no veo en él fuerza alguna mediante la cual se produzca o se conserve a sí mismo, infiero rectamente que la existencia necesaria, que es la única de que aquí se trata, conviene tan poco a la naturaleza del cuerpo, por perfecto que éste sea, como a la naturaleza de una montaña le conviene carecer de valle, o a la del triángulo que sus tres ángulos valgan más de dos rectos. Pero si ahora, no ya respecto a un cuerpo, sino de una cosa tal que posea todas las perfecciones que pueden darse juntas… examinamos con cuidado si la existencia, y qué genero de ella, conviene al ser supremamente perfecto, podremos saber con claridad y distinción, primero, que al menos le conviene la existencia posible, como a cualquier cosa de la que tenemos una idea distinta, e incluso a aquellas que se componen de ficciones forjadas por nuestro espíritu. Y, en segundo lugar, dado que no podemos pensar en su existencia posible, sin conocer a la vez, tomando en cuenta su infinita potencia, que puede existir en virtud de su propia fuerza, inferiremos de ahí que existe realmente, y que ha existido desde toda la eternidad. Pues resulta manifiesto, por luz natural, que aquello que puede existir por su propia fuerza, existe siempre. Y así entenderemos que la existencia necesaria está contenida en la idea de un ser supremamente perfecto. 

René Descartes, Meditaciones metafísicas, “Primeras respuestas”.

En definitiva, y recapitulando: como la verdad es la conformidad del pensamiento con la realidad, y tenemos una idea verdadera de Dios (i.e., de un ser sumamente perfecto), tiene que haber alguna entidad verdadera a la que esta idea se conforma. Esta entidad es la naturaleza verdadera e inmutable de Dios. Ahora bien, cuando investigamos esta naturaleza, descubrimos que es la de un ser al que se le atribuyen todas las perfecciones y, entre ellas, la existencia necesaria. Resulta obvio, pues, que tal entidad ha de ser Dios mismo. La naturaleza a la que se conforma la idea de Dios no puede ser algo que exista tan sólo de manera eminente en otra cosa: aquello a lo que se conforma nuestra idea clara y distinta de las perfecciones divinas es Dios, y Dios únicamente. La naturaleza verdadera e inmutable de Dios y Dios mismo son una y la misma cosa. La idea de un ser supremamente perfecto representa una naturaleza verdadera e inmutable que no puede sino existir.  

8. El restablecimiento de la confianza

¿Cuál es el origen de esta idea de Dios que encontramos en nosotros? Parece obvio que no es una idea adventicia. Ahora bien, tampoco puedes ser, dice Descartes, una idea facticia, «pues no está en mi poder aumentarla o disminuirla en cosa alguna». Este es un rasgo que comparten nuestras ideas de figuras geométricas y nuestra idea de Dios: no está en nuestra mano manipular sus propiedades, sino que estas se imponen a nuestro pensamiento.

No se trata de que mi pensamiento pueda hacer que ello sea así, ni de que imponga a las cosas necesidad alguna; sino que, a contrario, es la necesidad de la cosa mismaa saber, la existencia de Dios-la que determina a mi pensamiento para que piense eso. Pues yo no soy libre de concebir un Dios sin existencia (es decir, un ser sumamente perfecto sin perfección suma), como sí lo soy de imaginar un caballo sin alas o con ellas.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación quinta: De la esencia de las cosas materiales; y otra vez de la existencia de Dios"

Si la idea de Dios no es adventicia ni facticia, «no queda sino decir que, al igual que la idea de mí mismo, ha nacido conmigo a partir del momento mismo en que yo he sido creado». Es, por tanto, una idea innata. Además, es una idea que no puede surgir de mí, como pone de manifiesto la primera de las pruebas que hemos visto: siendo su realidad objetiva infinita, no puedo ser yo su causa, pues soy un ente finito. Ha sido Dios mismo el que ha impreso esta idea en mi espíritu:

Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea para que sea como el sello del artífice, impreso en su obra; y tampoco es necesario que ese sello sea algo distinto que la obra misma. Sino que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios me ha producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo esta semejanza (en la cual se halla contenida la idea de Dios) mediante la misma facultad por la que me percibo a mí mismo; es decir, que cuando reflexiono sobre mí mismo, no sólo conozco que soy una cosa imperfecta, incompleta y dependiente de otro, que tiende y aspira sin cesar a algo mejor y mayor de lo que soy, sino que también conozco, al mismo tiempo, que aquel de quien dependo posee todas esas cosas grandes a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en mí; y las posee no de manera indefinida y sólo en potencia, sino de un modo efectivo, actual e infinito, y por eso es Dios. Y toda la fuerza del argumento que he empleado para probar la existencia de Dios consiste en que reconozco que sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea, que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

En muchos de sus escritos Descartes afirma que la existencia de Dios puede ser conocida con más certeza aún que las propias verdades matemáticas, y en este penúltimo párrafo de la Meditación tercera hallamos la razón fundamental para esta afirmación: mi idea de mí mismo (asociada a la certeza del cogito) y mi idea de Dios se implican mutuamente y son indisociables entre sí: «en cierto modo», había afirmado Descartes más arriba, «tengo antes en mí la noción de lo infinito que la de lo finito: antes la de Dios que la de mí mismo». Mi conciencia de mi imperfección, de mi finitud, requiere de una conciencia previa de la perfección y la finitud. «Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es decir, que algo me falta y que no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por comparación con el cual advierto la imperfección de mi naturaleza?». La idea de Dios es la más evidente de todas las ideas innatas, y aparejada a esta evidencia está la de que Dios existe. En cierto sentido, pues, las tres demostraciones que hemos visto aquí son para Descartes poco más que un mero rodeo para concluir lo que podemos intuir con absoluta evidencia: que existe un Dios Todopoderoso que me ha creado a su imagen y semejanza.

Ahora bien, una vez estamos ciertos de que Dios existe, la duda metafísica que nos lleva asolando desde el principio de las Meditaciones se disuelve. Un Dios perfecto, infinito, ha de estar libre de todo defecto y, por tanto, no puede ser engañador

[E]se mismo Dios [...] posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque no las comprenda por entero, y [...] no tiene ningún defecto ni nada que sea señal de imperfección. Por lo que es evidente que no puede ser engañador, puesto que la luz natural nos enseña que el engaño depende de algún defecto.

René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación tercera: De Dios; que existe"

Recordemos que la suma bondad es una perfección divina para la tradición platónico-cristiana. Dios no sería perfecto si no fuera bondadoso. Y no sería bondadoso si nos sometiera a engaño. Así pues, la certeza de la existencia de Dios restaura la confianza en nuestras facultades cognitivas. La objetividad de la idea de Dios, su existencia real, es la garantía de la objetividad de nuestras intuiciones evidentes: si Dios existe, entonces mis percepciones claras y evidentes no me engañan, y la regla de la evidencia cifra verdaderamente mi capacidad de acceso al mundo. Porque Dios existe, puedo confiar plenamente en que mi buen sentido me permite conocer objetivamente la realidad, en que la razón humana está hecha a medida de la racionalidad del mundo.

Demostrada la existencia de Dios, queda asentado el fundamento del conocimiento y restablecida la confianza en el mundo externo: el Dios omnisciente, omnipotente y bondadoso es el garante de la conexión entre evidencia y verdad. Si la certeza del cogito era el primero principio en el ordo cognoscendi, Dios es el principio primero en el ordo essendi: puedo fiarme de mis intuiciones claras y distintas porque Dios existe y ha creado el mundo a la medida de mi pensamiento y mi pensamiento a la medida del mundo.

9. El Círculo Cartesiano

No podemos concluir este recorrido por la meditación tercera sin comentar, aunque sea brevemente, la más célebre de las críticas que se han realizado al argumento desplegado por Descartes en este texto. Ya en tres de las objeciones recogidas en las Meditaciones (las Segundas Objeciones, de algunos teólogos franceses, recogidas por Mersenne; las Cuartas Objeciones, interpuestas por el jansenista Antoine Arnauld; y las quintas, escritas por el sacerdote atomista Pierre Gassendi) se le había reprochado a Descartes que su argumentación era circular. Como señala Gassendi, Descartes «admite​ que una idea clara y distinta es verdadera porque Dios, que es el autor de esta idea y que no puede ser engañador, existe; y por otra parte, [...] admite que Dios existe, que es creador y veraz, porque tiene de él una idea clara». Las demostraciones de Descartes son circulares porque recurre a la luz natural, a nuestra facultad de recibir percepciones claras y distintas, para probar la existencia de Dios—¡pero es precisamente la existencia de Dios la que nos tiene que garantizar la fiabilidad de nuestras percepciones claras y distintas! La fiabilidad de las percepciones claras y distintas se apoya en la existencia de Dios; pero la existencia de Dios, por su parte, se demuestra apoyándose en la fiabilidad de las percepciones claras y distintas.

La objeción es seria, y se han vertido grandes ríos de tinta acerca de ella y  no podemos entrar a examinarla pormenorizadamente. En el fondo, lo que el círculo cartesiano ejemplifica es un problema bastante general para todo intento de fundamentar la fiabilidad de nuestras facultades de conocimiento: si estas facultades son nuestra única vía de acceso a la verdad, parece imposible adoptar una perspectiva externa para examinar la presunta validez de los resultados de su uso. Es imposible escapar del círculo porque la razón, en el fondo, sólo puede ser fundamentada racionalmente. Lo único que satisface a la razón humana es la evidencia de sus percepciones claras y distintas. El cogito, la regla de la evidencia y el principio de causalidad que articulan las pruebas cartesianas de la existencia de Dios tienen que ser inmunes a la duda si no queremos abismarnos en la irracionalidad más absoluta.