La concepción trágica de la vida

El nacimiento de la tragedia (1872), primera obra publicada por Nietzsche, constituye una reinterpretación del mundo griego y, a la vez, una crítica de la cultura contemporánea y un programa de renovación artística.

Este libro nos ofrece una mirada retrospectiva sobre toda la cultura griega mediante el análisis del sentido del que es, según Nietzsche, su más alto producto cultural: la tragedia ática. Aquí Nietzsche se aparta de la imagen que Occidente ha tenido siempre del mundo griego—una imagen dominada por el ideal clasicista de la mesura, la proporción y la belleza plástica reflejadas en el arte escultórico y la arquitectura dórica—. Según Nietzsche, esta visión del mundo griego pasa por alto el otro componente de la experiencia helénica del mundo: bajo ese filtro de la belleza y la mesura, piensa nuestro autor, los griegos escondían una aguda conciencia de la irracionalidad, el caos, la desmesura de la que toda vida emerge. Esta conciencia se revela en fragmentos marginales de la tradición griega: aspectos de la sabiduría popular, determinados cultos esotéricos y algunos mitos profundamente arraigados en la tradición.

Nietzsche, que siempre fue bastante refractario al uso de conceptos, toma a los dioses griegos Dionisos y Apolo para simbolizar esta dicotomía que acabamos de esbozar, y que corre paralela a la oposición schopenhaueriana entre voluntad y representación. La representación de Schopenhauer tiene su trasunto en Apolo, dios de la razón, de la claridad, del arte figurativo, del orden social —en definitiva, de todo lo determinado y delimitado—. Apolo encarna el principio de indivi-duación, por el cual todo ser adquiere una figura y persiste en su identidad propia.

Pero la representación, como sabemos, tiene su base en una vitalidad irracional no aprehensible en conceptos. Dionisos encarna a la fuerza opuesta y complementaria a lo apolíneo: la voluntad sin fondo que vivifica al mundo. Lo dionisíaco se vincula, pues, al desgarro del principio de individuación: el éxtasis, el desbordamiento de todos los límites, el desdibujamiento de la identidad individual sobre el trasfondo caótico de la voluntad.

La dualidad Apolo-Dionisos con que Nietzsche explica la cultura griega es ante todo una relación de fuerzas en el interior del individuo, que Nietzsche —nuevamente, de manera metafórica— vincula a las experiencias del ensueño (apolíneo) y la embriaguez (dionisíaca). Ambas fuerzas se especifican también como impulsos artísticos: toda cultura humana es fruto del juego dialéctico entre Apolo y Dionisos. Y lo que convierte a la tragedia griega en expresión de la máxima perfección artística es precisamente el haber logrado conquistar un equilibrio perfecto entre ambos impulsos: en esta forma artística, el coro funciona como elemento dionisíaco que una y otra vez se descarga en un mundo apolíneo de imágenes nítidas representadas por los personajes principales y sus peripecias. En el estado de exaltación dionisíaca, el hombre echa una mirada al misterio del Uno primordial, la unidad originaria del mundo desgarrado por el principio de individuación, y reacciona ante el horror y el éxtasis mediante la producción de imágenes: la «verdad dolorosa» del fondo vital dionisíaco sobre el que nuestra existencia transcurre es demasiado espantosa para que la miremos de frente, y para que sea soportable hace falta expresarla mediante el filtro artístico de la belleza apolínea. El conocimiento trágico, aun sólo para ser tolerado, necesita del arte como protección y remedio. La función de la tragedia era servir de protección y remedio artístico liberador para la conciencia trágica de la existencia, y ofrecer, así, una justificación estética de la vida.

Aunque la influencia de Schopenhauer en este esquema es innegable, ocurre aquí una inversión valorativa que es preciso resaltar: y es que, para Nietzsche, Dionisos tiene un sentido totalmente afirmativo. Dionisos (dios de las pasiones tumultuosas, de la música, de la danza, de la embriaguez, de la sexualidad) simboliza la vida misma, y la vida es lo primero, lo más originario, y por lo tanto no puede ser juzgada por la moral, la ciencia o la filosofía. La vida es un valor en sí mismo, y si la vida conlleva inevitablemente dolor y sufrimiento, absurdo y sinsentido, finitud y muerte, no queda más remedio que asumirlo. Reconocer la naturaleza trágica de la vida se puede hacer desde una perspectiva positiva o negativa, y si Schopenhauer optaba por la segunda vía, Nietzsche recorre la primera: en Nietzsche hay una asunción alegre de la vida, con todo su sufrimiento y su crueldad.

Sin Dionisos, toda cultura no tiene más remedio que decaer. Sin embargo, su exhibición impúdica destruiría todo impulso cultural: los griegos, en la tragedia, encontraron un frágil equilibrio entre ambos extremos. Ya desde este primer libro, esta relación con Dionisos, la asunción del aspecto trágico de la vida, será el patrón oro con el que Nietzsche someterá a crítica los logros la cultura Occidental. Una cultura fuerte y vigorosa es aquella que afirma la vida incondicionalmente. La cultura occidental, sin embargo, es una cultura decadente y débil, porque ya desde sus inicios negó la vida y dio la espalda a su carácter dionisíaco.

En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche elabora esta cuestión a partir del problema de cómo y por qué murió la tragedia ática. Esta, según Nietzsche, se suicidó de mano de Eurípides, que transformó el mito trágico en una sucesión de vicisitudes racionalmente encadenadas, de impronta realista. Aquí Nietzsche ve el influjo de Sócrates, que es quien inaugura en la mentalidad griega una visión racional del mundo y de la existencia humana. La tragedia muere por culpa del «socratismo» que sobrevalora lo racional y declara la lucha al cuerpo y a los instintos. Sócrates fue, para Nietzsche, el gran corruptor del pensamiento griego. Su pecado capital fue corromper al más bello vástago de Grecia —Platón, quien luego acabaría consumando esta destrucción de la cultura helénica con su división entre un mundo sensible y un mundo suprasensible y su gesto de situar el ser, el valor y la verdad en este último—. Esta división platónica del mundo sería asumida y vulgarizada por el cristianismo que, al extenderse por Occidente, corrompería de raíz a toda su cultura.

La oposición entre socratismo y sabiduría dionisíaca intenta arrojar luz sobre la cultura occidental y superar el platonismo que la domina. Según Nietzsche, el gran antiplatónico, las estructuras metafísicas nacen de una cobarde necesidad de hacer tolerable de algún modo el caos sin sentido de la vida. Esta búsqueda de un orden racional del universo es síntoma de una vida decadente y debilitada, que se niega a sí misma. El «mundo verdadero» —todas esas estructuras esenciales, perfectas, e inmutables que la metafísica construye— se levanta como una acusación y un reproche contra el «mundo aparente» sensible, y produce así esa depresión de la vida propia del racionalismo socrático-platónico-cristiano. Un racionalismo que ha eliminado la visión trágica de la existencia y la afirmación dionisíaca de la vida.

En estos años tempranos, Nietzsche esperaba un posible retorno de la cultura trágica a través del drama musical wagneriano. En la crisis de la ciencia ha de producirse un retorno a la cultura trágica en la forma de una remitologización de corte wagneriano. Esta confianza, sin embargo, le abandonará pronto, y su pensamiento transitará por nuevos derroteros.