La sociedad cristiana: la Ciudad de Dios

La Sociedad Cristiana: La ciudad de Dios

1. El Desafío Donatista y la Comunidad Cristiana

Agustín ejerció como obispo en una zona geográfica del Imperio Romano, como era el norte de África, en la que la Iglesia se había caracterizado durante sus primeros siglos por defender una visión particularmente estrecha de la economía de la salvación. Figuras señeras como Tertuliano de Cartago (160-220) y Cipriano (muerto en el 258) habían sido cristianos rigoristas que habían defendido la incompatibilidad del cristianismo con el pensamiento pagano y que habían manifestado su oposición a recibir en el seno de la Iglesia a aquellos que habían renunciado a ella alguna vez: no había reconciliación posible con los que habían incurrido en pecados serios después de bautizados. Se exigía un voto de pureza por el que el fiel se apartara de todas las cosas mundanas. Para Tertuliano,  el ideal de lo que debía ser la Iglesia era el de una sociedad unida por la presencia del Espíritu Santo y por un sentimiento religioso compartido, una disciplina común y un vínculo de esperanza común. En el norte de África, pues, prevalecía una concepción de la Iglesia que enfatizaba la pureza de una comunidad reunida consigo y separada del resto del mundo.

Con el paso del tiempo, la Iglesia tuvo que tomarse más en serio su propio orden y estructura, y el poder y la influencia de los obispos creció. Con todo, persistió en el cristianismo norteafricano una tradición de protesta y resistencia que se manifestó claramente en tiempos de persecución. Durante la gran persecución de Diocleciano, quien decretó el cierre de las Iglesias, la eliminación de privilegios y la quema de escrituras sagradas, muchos cristianos apostataron de su fe para salvar el cuello. Cuando la persecución terminó, llegaron las recriminaciones. Los que permanecieron fieles a la Iglesia rehusaron readmitir a los traditores (i.e., traidores que habían hecho apostasía y habían pretendido volver a la Iglesia tras el fin de la persecución).

El problema se volvió especialmente agudo con la consagración de Ceciliano como obispo de Cartago. Se rumoreaba que entre quienes le consagraron había traditores, y algunos puristas afirmaron que su presencia hacía que la consagración fuera inválida. Consecuentemente, Ceciliano fue depuesto como obispo y en el 313 se consagró a Donato de Casas Negras como auténtico obispo de Cartago. Cuando Constantino intercedió en la disputa declarando en favor de Ceciliano, se produjo un cisma en la Iglesia norteafricana entre donatistas y católicos. 

Cuando Agustín fue consagrado obispo de Hipona, el donatismo llevaba extendiéndose por el norte de África desde hacía casi un siglo. Los donatistas eran absolutamente intransigentes en lo relativo a las relaciones de los miembros de la Iglesia con quienquiera que estuviera manchado por el pecado. Para ellos, la Iglesia ha de ser una comunidad de hombres inmaculados, que no pueden tener contacto alguno con aquellos que son ajenos a ella. Aquellas autoridades religiosas que toleran tales contactos pierden la capacidad de administrar los sacramentos, y los fieles deben tenerlos como traidores y renovar el bautismo y los otros sacramentos recibidos de sus manos. Estas afirmaciones de los donatistas hacían imposible cualquier jerarquía eclesiástica, porque daban a cualquier fiel el derecho de indagar los títulos de su superior jerárquico y de negarles, cuando lo creyesen oportuno, la obediencia y disciplina. Además, atando el valor de los sacramentos a la pureza de vida del ministro, exponían los sacramentos mismos a una duda continua. Establecían, finalmente, entre la Iglesia y el Estado una antítesis que esterilizaba la acción de la Iglesia en el mundo.

Cuando, en el 392, Teodosio I promulgó un edicto que ponía al poder civil al servicio de la Iglesia en la lucha contra las herejías, los católicos africanos, con San Agustín a la cabeza, aprovecharon la situación para emprender una campaña contra el donatismo, al que acusaron de herejía por defender que el valor del bautismo dependía de los méritos del sacerdote que lo administra. Contra esta tesis donatista, Agustín afirmará que es Cristo quien obra directamente a través del sacerdote y quien confiere eficacia al sacramento; no puede, por tanto, haber duda sobre tal eficacia. Estos esfuerzos de los obispos católicos tuvieron su fruto en 405, cuando Honorio promulga un edicto ilegalizando el donatismo por herejía.

Fueron varios los factores que llevaron a Agustín a involucrarse en la persecución contra el donatismo, entre los cuales no fue uno menor el de la extremada violencia y beligerancia que habían llegado a alcanzar algunos de los miembros de esta secta. Pero el que más nos interesa es la insistencia agustiniana en que la comunidad de los fieles no puede ser restringida a una minoría de personas que se aíslan de la humanidad. El mensaje de Cristo es, según Agustín, un mensaje universal, y «la Iglesia que ha levantado sus tiendas por todas partes donde hay vida civil, atestigua con su misma existencia la validez del Evangelio en el Mundo. Y esta Iglesia es la Iglesia de Roma». La universalidad del mensaje cristiano se debe traducir en una Iglesia universal (este es el significado literal en griego de la palabra «católica»). Esta misión invalida toda tentativa de reducir la comunidad cristiana a un convento de ermitaños y obliga, además, a poner sobre la mesa el problema de la relación del poder religioso con el poder civil en las sociedades humanas.

2. La ciudad de Dios y la Ciudad Terrena

En los libros finales de su Historia de la Iglesia, Eusebio de Cesarea (260-339), el primer gran historiador cristiano, ofrecía una narración providencialista de la vida de Constantino el Grande, el primer emperador cristiano. Eusebio interpretaba las gestas de Constantino como revelaciones de la mano de Dios en la historia. En el relato de Eusebio, las hazañas de la gran mente imperial son dictados de Dios que Constantino estaba destinado a realizar. Afirma que Constantino fue más grande que los emperadores que le precedieron porque él, y solo él, fue instrumento de un propósito más alto. Los que se oponían a Constantino estaban, de hecho, oponiéndose a la Iglesia, y su derrota ha de ser interpretada como prueba incontestable de que el emperador gozaba del favor divino.

Esta toma de posición de Eusebio contrasta con la que tendrá que sostener Agustín apenas un par de generaciones después. Después de que los visigodos, encabezados por el rey Alarico I, saquearan Roma en el año 410, a Agustín se le pide que explique el hecho de que los enemigos de Dios no hayan experimentado una caída sino que, más bien, hayan tenido éxito en la toma de un imperio que ahora era oficialmente cristiano. ¿En qué ha mejorado el Imperio desde que ha abrazado oficialmente la religión de Cristo? ¿No está ahora peor que cuando todavía se adoraba a los dioses paganos? Donde Eusebio había podido apuntar triunfalmente a la derrota militar y política de los enemigos de Dios como evidencia de la superioridad del cristianismo, Agustín encarará el problema de mostrar a un público pagano, sofisticado y escéptico, que está experimentando el colapso de su propio mundo, que el patrón diametralmente opuesto que tomaban ahora los acontecimientos era también la voluntad de Dios, y que en este caso las lecciones divinas yacían en el castigo más que en la recompensa de los cristianos. Para defender esta idea emprenderá el largo proyecto de redacción de La ciudad de Dios contra los paganos (412-426).

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A pesar de que es en esta obra donde encontramos las reflexiones más sostenidas de San Agustín acerca de la organización política de las sociedades, La ciudad de Dios no es un tratado de filosofía política, sino más bien una extensísima apología cristiana diseñada para persuadir a la gente a ingresar en la ciudad de Dios o a permanecer en ella. Con esta expresión, 'ciudad de Dios' (una metáfora tomada de los Salmos), San Agustín se refiere a la comunidad que virtualmente conforman todos aquellos que comparten el amor a Dios y la búsqueda de esa verdadera bienaventuranza que solo podremos alcanzar cuando retornemos a Él. Así pues, el criterio de pertenencia a la ciudad de Dios y su antagonista, la ciudad terrenal, es el amor correcto o incorrecto. Una persona pertenece a la ciudad de Dios si y solo si dirige su amor hacia Dios incluso a expensas del amor propio, y pertenece a la ciudad terrenal si pospone el amor a Dios por el amor propio, haciéndose a sí mismo su mayor bien. El argumento principal de la obra es que la verdadera felicidad, buscada por todo ser humano, no se puede encontrar fuera de la ciudad de Dios fundada por Cristo.

La obra está compuesta por veintidós libros. Los diez primeros buscan refutar a los enemigos de la ciudad de Dios—es decir, a esos paganos que pretenden hacer a la religión cristiana responsable del estado del mundo. Empieza Agustín haciendo repaso de las crisis que han caído sobre Roma con el fin de mostrar que bajo ningún concepto pueden atribuirse todas ellas a los cristianos o a la adopción del cristianismo como religión oficial. Una vez concluido este pliego de descargos, Agustín procede a desmontar las concepciones alternativas de la felicidad en la tradición política romana (que equipara la felicidad con la prosperidad del Imperio) y en la filosofía griega, especialmente platónica. Los dioses paganos, dice Agustín, no pueden proporcionar protección ni, mucho menos, ayudarnos en la búsqueda de la vida eterna. La confianza en los dioses locales menores y las abstracciones del platonismo tampoco son satisfactorias. El neoplatónico Porfirio había afirmado que ninguna de las enseñanzas disponibles en su tiempo ofrecía un modo universal de liberar al alma. Agustín va a defender que eso, precisamente, es lo que ha logrado el cristianismo. Esta conclusión da inicio a la segunda parte del libro: una vez replicados los enemigos de la Ciudad Santa, ya se puede empezar a hablar de su origen, desarrollo y destino.

Los doce libros finales de La ciudad de Dios se adentran en la historia de la ciudad de Dios y su antagonista, la ciudad terrena. La historia de las dos ciudades comienza con la creación del mundo y la deserción del diablo y el pecado de Adán y Eva (libros XIXIV); continúa con la historia, providencialmente gobernada, del Pueblo de Israel (el primer representante terrenal de la ciudad de Dios) y, después de la venida de Cristo, de la Iglesia (libros XV-XVII); el libro XVIII es un estudio complementario de la historia pagana, desde los primeros imperios orientales hasta la Roma de su tiempo; siguiendo la tradición apocalíptica, la obra termina con la descripción del destino final de las dos ciudades en la condenación eterna, en el caso de la ciudad terrena, y la bienaventuranza eterna en el caso de la ciudad de Dios (libros XIXXXII). En esta segunda parte de la obra, por tanto, Agustín despliega toda una concepción cristiana de la sociedad, del sentido de la historia y del destino último de una humanidad caída que pugna por su redención.

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Hay fuentes escriturales para la idea de una Ciudad de Dios, especialmente en los Salmos y en San Pablo. Agustín sintetizará estos motivos bíblicos con ideas heredadas de la tradición pagana (especialmente de Cicerón) para ofrecer su propia concepción de la comunidad cristiana y su lugar en el seno de las comunidades políticas temporales.

Cuando Agustín afirma que la historia universal es la historia de la fundación y el desarrollo paralelo de dos ciudades, una celestial y otra terrenal, es obvio que no está usando el término ‘ciudad’ en un sentido literal. Aunque en la obra la ciudad de Dios es identificada con Jerusalén y la ciudad terrenal con Babilonia, hay que entender estas asociaciones en un sentido metafórico. Una ciudad, nos dirá Agustín, es «un número de gente vinculada por algún lazo de comunidad». Estos lazos se conforman por la existencia de intereses compartidos o, más concretamente, por compartir un mismo amor. Agustín insiste en que no puede haber pueblo, sino solo turba, donde no hay asociación por un sentido común de lo correcto ni justicia. Existe un mismo pueblo, por tanto, cuando existe una asociación de una multitud de seres racionales unidos por acuerdo común en los objetos que aman.

Un primer tipo de comunidad emerge cuando los individuos, movidos por el amor propio, se vinculan con el fin de conseguir los bienes temporales necesarios para la vida, el más alto de los cuales es la paz. De esta necesidad surge la ciudad terrena, definida por los vínculos políticos—unos vínculos que pueden basarse en la cooperación, la justicia y la búsqueda del bien común, pero que muchas veces están transidos por el pecado, la violencia y las luchas de poder: el Estado, dice San Agustín, muchas veces se distingue poco de una gran banda criminal—.

Frente a los donatistas, San Agustín va a subrayar la necesidad de que los cristianos vivan también en la ciudad terrena; pero cualesquiera que sean las comunidades temporales en las que habitan, todos los cristianos de todos los países, de todas las lenguas y de todos los tiempos, se hallan unidos por su amor común al mismo Dios y por la común prosecución de la misma felicidad ultraterrena. También ellos forman un pueblo, cuyo territorio místico puede llamarse la «ciudad de Dios».

Ambas ciudades fueron fundadas paralelamente en los albores de la historia universal. Agustín piensa que no habría habido necesidad de vínculos políticos sin la Caída. Ahora bien, su doctrina del providencialismo divino le exige afirmar que era propósito de Dios desde el principio que hubiera dos ciudades. Dios sabía que ángeles y humanos pecarían, eligiendo libremente guiarse por el amor propio en vez de por el amor a Dios. La Caída, pues, hace en cierto modo inevitable la pertenencia a la ciudad terrena. Ahora bien, en cada raza, a través de la historia, algunos han pertenecido no solo a la sociedad terrena, sino también a la celestial. Hay una gran división, un parteaguas en la sociedad humana, que atraviesa variaciones en lenguaje, costumbre, vestido y moralidad: están, por un lado, los pobladores de la ciudad de Dios, y por otro los pobladores de la ciudad terrena. En la tierra estas dos ciudades están entremezcladas: los pobladores de la ciudad celestial habitan hoy aquí como peregrinos, aunque son ciudadanos de un lugar distante: residen lejos de su verdadero hogar. Pero al final de los tiempos, en el día del último juicio, ambas ciudades serán finalmente separadas. La construcción progresiva de la ciudad de Dios, la separación de la comunidad de los santos es la gran obra empezada con la creación, que da sentido a la historia universal. 

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Es importante señalar que las ciudades celestial y terrenal no deben confundirse con las instituciones mundanas de la Iglesia y el Estado: ambas son cuerpos mixtos, en los que coexisten miembros de la ciudad de Dios y de la ciudad terrenal

Más allá de estas reflexiones sobre la relación que el cristiano ha de tener con los Estados en los que habita, Agustín no nos deja ninguna guía sobre cómo habría de gobernarse la ciudad terrena. Seguramente pensaba que las instituciones humanas debían permanecer inalteradas. Agustín exhibe poco interés en la reforma social y considera la esclavitud como una mancha característica de la vida humana después de la caída original, aunque reconoce que puede asegurar el orden social. Respecto a la guerra, la considera como resultado del pecado y critica el deseo de poder que la impulsa. Aunque rechaza un pacifismo políticamente impracticable, propone una reinterpretación cristiana de la teoría tradicional romana de la guerra justa, en la que la guerra solo sería verdaderamente justa si se lleva a cabo por el beneficio del adversario y sin venganza, es decir, por amor al prójimo.

Mientras que los cristianos están llamados a trabajar por el bienestar de las sociedades en las que viven, la doctrina de las dos ciudades no permite elevar al emperador o al imperio a un rango providencial y casi sagrado, como había hecho Roma antes de abrazar oficialmente el cristianismo. Además, por mucho que el cristiano haya de pugnar por ser un buen ciudadano, para él los fines espirituales han de prevalecer siempre sobre los fines políticos: su reino, recordemos, no es de este mundo. Estas consideraciones son el germen de lo que en la Edad Media se denominaría agustinismo político. Aunque el problema que preocupó a San Agustín fue el de las relaciones entre la ciudad celestial y la terrena, y no, como hemos visto, las relaciones entre la Iglesia y el Estado, sus seguidores medievales se inspiraron en sus enseñanzas para establecer cuál debía ser la naturaleza de la relación entre estas dos instituciones, y llegaron a la conclusión de que el poder religioso del Papa debe primar sobre el poder terrenal del emperador.