Ética y sociedad

Ética y sociedad

En Santo Tomás encontramos una síntesis de la ética de las virtudes aristotélica con una concepción iusnaturalista de la moral. La moralidad humana consiste en regirse por la ley natural, que es natural precisamente en la medida en que deriva de la naturaleza humana.

1. El Bien

En una visión teleológica del universo como la que sostuvieron Aristóteles y Tomás, el bien no es un valor subjetivo, sino un hecho objetivo, inscrito en la propia naturaleza de las cosas. Recordemos, además, que para Tomás el Bien es un trascendental del Ser y que (como vimos en la Cuarta Vía) tanto en el Bien como en el Ser existen grados de perfección. Todo ente tiene una esencia, y la esencia que un ente ejemplifica es el patrón por el que medimos su grado relativo de perfección en lo relativo a su ser y, por tanto, al bien. Esto se ve con mucha claridad en los seres vivos. La naturaleza de los seres vivos la describimos mediante juicios categóricos del tipo «Los S son F». Decimos, por ejemplo, que los leones son grandes, tienen melenas tupidas, poseen garras y fauces poderosas y duermen una media de veinte horas al día. Estas cualidades no se atribuyen a un león en particular, ni a todos los leones en conjunto, sino que se atribuyen a la propia especie: es algo que constituye la esencia del león, que describe en qué consiste ser un león y que por tanto es connatural a la especie. En cierto modo, estas cualidades esenciales constituyen una suerte de norma natural por la que medimos a los miembros de la especie. Así, por ejemplo, un determinado león puede ser enclenque, desdentado, tener una melena rala y padecer insomnio, pero no por ello le negamos la categoría de león: sencillamente decimos que es un mal león, un león que ejemplifica de manera defectuosa aquello que resulta connatural a los leones en virtud de su esencia. Aquí tenemos un juicio de valor que no se basaría en criterios subjetivos, sino en un estándar objetivo.

Estas normas naturales están inextricablemente ligadas a la noción de causa final: «todos los que definen correctamente el bien ponen en esta noción algo acerca de su estatus como un fin», dice Tomás. Existen determinados fines que cualquier organismo debe llevar a cabo para realizarse como el tipo de organismo que es, y dichos fines son los que marcan el estándar sobre lo que es bueno y lo que es malo para ese tipo de organismo. Siguiendo con nuestro ejemplo, no es bueno para el león carecer de fauces poderosas, del mismo modo que no será bueno para el sauce que sus raíces fueran débiles y poco profundas. Nuevamente, estos juicios no son subjetivos, sino que apelan a la propia naturaleza objetiva de los seres en cuestión y a los hechos constatables acerca de qué hace que un león o un sauce se realicen plenamente como león y como sauce. Ambos tienen un bien que les es connatural.

Lo mismo que se aplica al resto de seres vivos tiene también su aplicación para los seres humanos. Como el resto de seres, los seres humanos tenemos una serie de fines inherentes a nuestra naturaleza, que determinan lo que es bueno para nosotros. «Todas aquellas cosas para las que el hombre tiene una inclinación natural son naturalmente aprehendidas por la razón como buenas y, consecuentemente, como merecedoras de ser buscadas, y sus contrarias como malas y, consecuentemente, merecedoras de ser evitadas».

Cuando Santo Tomás habla de nuestras inclinaciones naturales se está refiriendo a las causas finales hacia las que tienden por naturaleza nuestras facultades naturales. Estas inclinaciones naturales correlacionan a menudo con nuestros deseos, pero no siempre lo hacen de una manera perfecta. Por ejemplo, poseemos una disposición natural a alimentarnos para mantenernos con vida, y eso tiene su reflejo en nuestro deseo de comer. Pero hay personas con trastornos alimentarios que generan fuertes deseos de no comer, del mismo modo que hay otros que generan un deseo excesivo de comer que desborda sus necesidades naturales. Ciertamente, la naturaleza nos señala a través del deseo qué es lo bueno para nosotros, pero, como otros aspectos del orden natural, los deseos están sujetos a imperfecciones, defectos y distorsiones, y es aquí donde debe entrar el ejercicio y el cultivo de las virtudes éticas. Los defectos congénitos, la mala educación, la debilidad de voluntad, la posesión de hábitos viciosos y el peso del Pecado Original pueden apartar nuestros deseos subjetivos de los fines que la naturaleza nos marca, y por tanto de lo que es objetivamente bueno para nosotros. 

Nuestra naturaleza como agentes racionales implica que los seres humanos tenemos una relación peculiar con nuestros fines. Y es que los agentes racionales «se dirigen a su fin porque tienen control sobre sus actos mediante la elección libre». A diferencia de lo que sucede con los animales, nuestra búsqueda del bien que nos es propio tiene un cariz moral porque nosotros poseemos un intelecto que podemos usar para aprehender lo que es objetivamente bueno y determinar libremente nuestra voluntad para perseguirlo y realizarlo. Es por eso que nosotros tenemos que abordar preguntas éticas que no tienen cabida en el caso de seres vivos carentes de facultades racionales.

La primera pregunta que tenemos que abordar es la de cuál debe ser el fin último al que han de encaminarse nuestras actividades. Siguiendo a Aristóteles, Tomás supone que las elecciones humanas deben estar orientadas hacia un único fin último: «debe existir un fin último por el cual se deseen todas las demás cosas, aunque ese fin en sí mismo no sea deseado por nada más». A ese fin, recordemos, los griegos lo denominaban eudaimonía. Tomás lo va a llamar beatitudo—término que podemos traducir, al igual que a su análogo griego, por felicidad.

La felicidad es un fin determinado por nuestra esencia racional. Es el fin último único de toda acción humana. Sin embargo, a la hora de elegir nuestras acciones, hemos de emplear el razonamiento práctico para elegir, bajo la guía de la prudencia, aquellas que resulten más adecuadas a nuestros fines. Y al igual que sucede en el razonamiento teórico, cuando intentamos alcanzar la verdad, en el razonamiento práctico, en la deliberación, también podemos errar. Aunque todos buscamos la felicidad, no todos acertamos en los medios para lograrla. Y esto sucede, en muchas ocasiones, porque no determinamos correctamente el contenido de la idea de felicidad. Hay una multitud de opiniones sobre en qué consiste la felicidad, y Santo Tomás las examina detenidamente, mostrando las contradicciones inherentes a las visiones más comunes:

El problema con todas estas soluciones es que buscan la felicidad en los bienes del cuerpo, y aunque estos son buenos en su justa medida (y hemos de cuidar el cuerpo en la medida en la que la razón nos lo indica), la vida corporal es perecedera, y esforzarse por que lo perecedero se mantenga y perviva es empresa vana.

Uno podría pensar, entonces, que la verdadera felicidad hay que buscarla en los bienes del alma, en tanto que esta, a diferencia del cuerpo, es inmortal. Sin embargo, para Santo Tomás esta respuesta sigue siendo insatisfactoria: nuestro bien último no puede ser ningún bien del alma, pues el alma, en tanto que es creada, existe por mor de otra cosa. En última instancia, el Bien Supremo, el fin último del hombre, no puede residir en ninguna cosa creada. Nuestro último fin sólo puede ser aquello que calme de una vez por todas al apetito y a la voluntad, aquello más allá de lo cual nada pueda ser deseado. Tiene que ser un Bien y un Fin absolutamente perfecto. Y ese fin sólo lo encontramos en Dios. Nada más que Dios puede satisfacer a la voluntad humana. Dios constituye, por tanto, la felicidad humana. Nuestro fin último, la beatitudo, consiste, pues, en la conspectio Dei o contemplación de Dios.

Santo Tomás, por tanto, va a estar de acuerdo con Aristóteles en que la felicidad reside en la actividad contemplativa. Sin embargo, entre el pensamiento de ambos filósofos existe una diferencia fundamental. Y es que, mientras que para Aristóteles la felicidad que granjea la contemplación no puede ser sino pasajera —pues, a diferencia de Dios, no somos pura actividad, y la contemplación no es en nosotros un estado permanente, sino un acto efímero—, Santo Tomás afirma que sí que podemos llegar a alcanzar un estado de felicidad permanente. Ese estado es la conspectio Dei, la visión beatífica de la esencia divina. La felicidad plena, obviamente, es la que alcanzaremos con la salvación, pues Dios no es sólo nuestra causa sino también nuestro fin, y Él nos la concederá como premio a nuestra vida virtuosa.

2. LA LEY natural

El concepto de ley

La ética de Santo Tomás es eminentemente racional, en el sentido de que otorga un rol fundamental al razonamiento práctico en la determinación de qué acciones son correctas o incorrectas. Del mismo modo que el razonamiento teórico nos descubre la verdad, el razonamiento práctico nos descubre el bien y determina nuestra acción.

Según Santo Tomás, la razón práctica determina la acción mediante principios generales o preceptos. Esto explica el papel fundamental que el concepto de ley adquiere en su pensamiento práctico. En general, una ley es un dictamen de la razón práctica sobre las acciones, promulgada por una autoridad inteligente, con vistas al bien común de todos aquellos que caen bajo su jurisdicción. Toda ley, para ser ley, ha de cumplir con una serie de características:

El de ley es un concepto análogo. ‘Ley’ se dice, primeramente, de la ley eterna de Dios, mediante la cual Él gobierna toda la creación: «dado que el mundo está regido por la divina providencia, es manifiesto que toda la comunidad del universo está gobernada por la razón divina». (NB. ‘Providencia’ es el nombre que se da al gobierno divino del mundo que lo ordena todo hacia su fin.). La ley eterna es el plan de gobierno de Dios para el mundo. Se corresponde con el orden que los arquetipos o ideas guardan en la mente de Dios, quien crea y gobierna el mundo providencialmente de acuerdo con este orden. Una vez el mundo es creado, el resultado es un orden natural que los seres humanos, en tanto que animales racionales, pueden llegar a conocer para luego elegir libremente actuar conforme a él.

La ley eterna gobierna todo, pero solo puede guiarnos a nosotros, seres humanos, cuando se nos transmite de alguna manera. Esta transmisión sigue dos vías:

Dado que Dios lo ordena todo hacia su fin adecuado, hay un sentido en el que todas las cosas siguen una ley natural mediante la cual participan en la ley eterna. Pero cuando Santo Tomás habla de la ley natural en un contexto moral, a lo que se refiere es a la manera distintiva en que los agentes racionales hemos sido ordenados para lograr nuestro fin adecuado. De lo que está hablando, por tanto, es de una ley que gobierna nuestra mente racional. Así pues, «la ley de la naturaleza no es más que la luz del intelecto, colocada dentro de nosotros por Dios, mediante la cual comprendemos lo que debe hacerse y lo que debe evitarse». 

Los primeros principios de la razón práctica

Es importante entender que esta concepción de la ley natural no puede desligarse de nuestra comprensión de nosotros mismos como seres racionales. Y dado que somos racionales, la ley moral surge no simplemente de una inclinación innata, sino de la reflexión racional sobre el bien. Nuestro conocimiento racional de la ley natural se despliega de una manera semejante a las ciencias teóricas: mediante el razonamiento, y a partir de unos primeros principios incontrovertibles que son evidentes por sí mismos y que podemos captar mediante una facultad intelectual denominada sindéresis.

La razón práctica, según Santo Tomás, tiene un principio formal absolutamente primero. Al igual que el principio lógico de no contradicción que controla todo pensamiento racional, expresa, se podría decir, la naturaleza misma de la razón en su vertiente práctica: es el marco formal y la fuente de la normatividad de todos los principios de la acción, incluyendo los principios morales. Según Santo Tomás, este principio primero es el siguiente: 

«El bien debe ser hecho y perseguido, y el mal evitado»

Al igual que el carácter vinculante del principio de no contradicción tiene su origen en la estructura misma de la realidad, en la verdadera oposición entre ser y no ser, la fuente del primer principio práctico es la deseabilidad natural, intrínseca, de lo bueno y la indeseabilidad inherente a lo que no es bueno. Cuando actuamos, sostiene Tomás, perseguimos aquello que tomamos por bueno, y evitamos aquello que tomamos por malo. Esto se aplica incluso a aquellos que hacen algo que saben conscientemente que es moralmente reprobable: si el ladrón roba es porque, aunque sabe que lo que hace está “moralmente” mal, considera que esa acción, para él, constituye un bien superior. El razonamiento práctico, como cualquier fenómeno natural, se orienta a un fin que le es propio: cuando deliberamos sobre cómo actuar, terminamos actuando según aquello que nuestro entendimiento percibe como bueno, merecedor de ser llevado a cabo. Es cierto que lo que terminemos decidiendo puede estar muy alejado de aquello que es objetivamente bueno para nosotros. Podemos errar en el juicio y alejarnos de lo mejor para acabar cayendo en lo peor. Pero no deja de ser cierto que, si usamos nuestra razón, nos daremos cuenta de qué es objetivamente bueno para el ser humano y acabaremos actuando en consecuencia. En este sentido, la acción buena no es otra cosa que la acción conforme a la razón, y ser racionales y seguir la ley natural son una y la misma cosa.

Este primer principio formal implica de manera inmediata varios primeros principios sustantivos autoevidentes. Para ilustrar cómo funciona el proceso mediante el cual comprendemos un primer principio práctico, pensemos en el principio—que Santo Tomás acepta—de que debemos perseguir el conocimiento. Cuando uno es niño, experimenta una inclinación a hacer preguntas y recibe con satisfacción aquellas respuestas que parecen adecuadas y con decepción o frustración la falta de respuesta. En algún momento, uno llega a entender que esas respuestas son ejemplos de una posibilidad bastante general y constante, a saber, la del conocimiento. Simultáneamente, uno llega a entender que el conocimiento no es meramente una posibilidad, sino también un bien, algo deseable en tanto que mejora o perfecciona nuestra propia condición—del mismo modo que mejoraría la condición de cualquier persona. Al comprender que el conocimiento es un bien, uno comprende, finalmente, que debe ser perseguido.

Los primeros principios prácticos, que conforman el núcleo de lo que Santo Tomás entiende por ley o derecho natural, se descubrirían todos de esta manera. Los seres humanos podemos descubrir que tenemos un repertorio de inclinaciones que nos son connaturales, y entendemos que aquello a lo que de esta manera tendemos constituyen bienes humanos básicos que deben, por ello mismo, ser perseguidos. Entre estos bienes básicos, Santo Tomás cuenta los siguientes:

Estos bienes básicos, al ser los objetos básicos de la voluntad y la acción libre, delinean el contorno de la naturaleza humana. Esto no significa que tengamos siempre una inclinación impulsiva, irreflexiva hacia la búsqueda de estos bienes: muchas veces no es así. Pero los seres humanos somos seres racionales por naturaleza. Las acciones humanas son propiamente naturales cuando y porque son inteligentes y razonables. Los bienes que hemos enumerado son básicos porque su deseabilidad es evidente en sí misma, y evidente también para cualquier persona lo suficientemente inteligente y madura para comprender su bondad. Una persona así inclinará naturalmente su voluntad hacia estos bienes, pues será conocedora de que contribuyen a su propio florecimiento y el de cualquier persona.

Los principios morales

Aunque en ocasiones se han confundido estos primeros principios de la razón práctica—que  Tomás llama regularmente primeros principios del derecho natural o derecho natural—con los principios morales que señalan tipos de actos humanos que deben hacerse (por ejemplo, dar limosna a los pobres) o no hacerse (por ejemplo, cometer asesinato o adulterio) lo cierto es que Tomás habla de los principios o normas morales como conclusiones "derivadas" de estos primeros principios.

Nuestra razón, cuando funciona correctamente, comprende que los bienes primarios o básicos que acabamos de explorar son buenos para cualquier persona, y además comprende que es bueno participar en las muchas formas de amistad que requieren que uno deje de lado toda preferencia meramente emocional por uno mismo. Esta inclinación racional, combinada con el primer principio práctico ('Lo bueno debe hacerse y perseguirse, lo malo evitarse') y la comprensión de la felicidad con la que empezamos este apartado, son los fundamentos de los cuales surge un análisis integral de la ley moral.

Para Santo Tomás, corresponde a la racionalidad práctica discernir, inferir y elaborar los principios morales que han de conformar nuestra conciencia moral. Por 'conciencia' no es un es una sensibilidad especial que tengamos dentro de nosotros. La conciencia moral está compuesta por el conjunto de nuestros juicios acerca de la corrección o incorrección de diversos tipos de acción. Incluso si los juicios que conforman nuestra conciencia son erróneos (y recordemos que, en el caso de los seres humanos, el error es siempre una posibilidad real), la conciencia moral nos obliga, y debemos actuar en conformidad con ella. Alguien cuya conciencia es sólida tiene en su lugar los elementos básicos de un juicio sólido y de una racionalidad práctica, es decir, de la virtud intelectual y moral que Aquino llama prudencia. La plena prudentia requiere que se ponga en práctica el juicio sólido hasta el final.

Los principios morales se deducen de los primeros principios prácticos de los que hemos hablado más arriba. Aunque Tomás no es explícito sobre cómo se produce esta deducción, en su opinión, una primera implicación del conjunto de primeros principios, en la medida en que se dirigen hacia bienes que pueden realizarse tanto en otros como en uno mismo, es esta: que debemos amar al prójimo igual que nos amamos a nosotros mismos.

Santo Tomás considera que el imperativo del amor al prójimo es el principio moral supremo y defiende que, al igual que los primeros principios prácticos, es evidente por sí mismo. De él se desprende, como especificación inmediata suya, el precepto ampliamente conocido como la Regla de Oro: debo tratar a los demás como desearía que me traten a mí.

Si el imperativo del amor al prójimo es el principio moral supremo, el resto de preceptos morales serán especificaciones adicionales de este principio maestro: todos los principios y normas morales se pueden inferir, ya sea como implícitos en, o como conclusiones de, el primer principio moral del amor al prójimo. Terminamos esta sección ofreciendo tres ejemplos básicos de principios más específicos inferidos a partir de este principio general:

El derecho natural como fundamento de la moralidad

Una ética basada en la ley natural es una teoría moral que se basa en la formulación de principios morales generales sobre la base de un análisis sistemático de las implicaciones del hecho de que los seres humanos poseamos una serie de capacidades y fines connaturales. En este sentido, la teoría del derecho natural (o iusnaturalismo) constituye una suerte de método para buscar cuáles han de ser los contenidos de la moralidad.

Pero el iusnaturalismo también nos ofrece una explicación de los fundamentos de la obligación moral. ¿Por qué debemos seguir la ley natural? El razonamiento sería, aproximadamente, este:

Fundamentación iusnaturalista de la moralidad

P1. Si quiero lo que es bueno para mí, entonces debería perseguir aquello que realiza mis fines naturales y evitar aquello que los frustra.

P2. Quiero lo que es bueno para mí.

C1. Debería perseguir aquello que realiza mis fines naturales y evitar aquello que los frustra.

Si no quisiéramos lo que es bueno para nosotros, no habría razón para seguir la ley natural—dicho de otro modo, no habría razón para comportarnos de manera prácticamente racional y de un modo moralmente correcto. Pero todos, sin excepción, queremos lo que es bueno para nosotros. Y es por ello por lo que la ley natural no puede dejar de tener fuerza vinculante para nosotros.

3. La virtud

Desde el punto de vista de la moral, los actos se dividen en tres categorías: buenos, malos, e indiferentes. Para que una acción individual sea moralmente buena, debe pertenecer a la clase de actos que no son malos, llevarse a cabo en circunstancias apropiadas y hacerse con una intención buena. Si falta alguno de esos elementos, la acción es mala. Las acciones malas nos alejan de nuestro fin último, y en esa medida son, según Santo Tomás, irracionales: son el pecado, del cual hemos de alejarnos.

La teoría de la ley natural que acabamos de esbozar perfila los criterios de la acción moralmente buena: identifica los fundamentos de la ética y enmarca los contornos generales de la ley moral. Sin embargo, para que nosotros nos adhiramos a esa ley, no es suficiente confiar en la luz del intelecto y nuestras inclinaciones naturales. Los agentes moralmente confiables deben, además, cultivar los tipos correctos de disposiciones virtuosas. Por consiguiente, Santo Tomás desarrolla, paralelamente a su teoría de la ley natural, una detalladísima teoría de las virtudes, con la que completa su visión de la vida moral del hombre.

El pecado no es siempre fruto de un error intelectivo: no se reduce, como en Sócrates, a no entender. La irracionalidad de la maldad moral será también una función de la voluntad y de las pasiones, no sólo del entendimiento. Dado que la voluntad se inclina hacia aquello que el entendimiento le presenta como bueno, las malas voliciones pueden ser fruto de una mala deliberación del entendimiento. Pero dado que el entendimiento y la voluntad se influyen continuamente, la mala deliberación puede, a su vez, ser un efecto de malas voliciones previas. Los errores del entendimiento pueden, además, tener su fuente, no ya en la voluntad, sino en las pasiones del alma sensitiva.

Para que actuemos de forma moralmente correcta y no lo hagamos de pura casualidad, sino con intención y conocimiento de causa, es necesario que nuestra voluntad esté inclinada a ello mediante una disposición hacia los bienes presentados por la razón. Las disposiciones o hábitos están a medio camino entre las meras capacidades y las acciones, y según sean buenos o malos los denominamos, respectivamente, virtudes y vicios. Para Santo Tomás, todos tenemos la capacidad de obrar bien, pero sólo el virtuoso tiene el hábito de obrar correctamente.

Las virtudes éticas son un cierto tipo de disposición psicológica (hábito): son las perfecciones de esos poderes del alma que están bajo nuestro control voluntario. Santo Tomás hereda de Aristóteles la idea de que es a través de la repetición de ciertos tipos de acciones que adquirimos las virtudes (así como, por supuesto, los vicios): al actuar honestamente adquirimos, con el tiempo, la virtud de la honestidad.

La razón por la cual las virtudes son tan importantes para la ética de Tomás es que piensa que no podemos, con el tiempo, actuar moralmente sin ellas. Destaca tres razones por las cuales la actividad moral requiere las virtudes:

Tomás piensa que la bondad moral del individuo requiere una estabilidad en nuestras disposiciones psicológicas. Y dado el fundamento último de la moralidad en la teoría general de la felicidad, no debería sorprendernos que defienda que el grado máximo de felicidad que nos es dado alcanzar en esta vida consista en actuar a través de estas virtudes.

El catálogo de virtudes éticas que Tomás analiza en la Secunda secundae de la Summa Theologiae es inmenso. Sin embargo, de entre todas ellas, trata como preeminentes a las tradicionales cuatro virtudes cardinales, por un lado, y a las tres virtudes teologales, por otro. Las virtudes cardinales, recordemos, son las siguientes:

Tomás subraya la conexión entre estas virtudes y el razonamiento correcto señalando que la virtud intelectual de la prudencia (prudentia, o phronēsis en griego) es condición necesaria para el desarrollo de las otras virtudes cardinales: «la rectitud y la plena bondad en todas las otras virtudes provienen de la prudencia». Sin prudencia, ninguna de las otras virtudes es posible. A su vez, sin embargo, la prudencia misma requiere la disposición adecuada de nuestros diversos poderes apetitivos. En consecuencia, Tomás respalda la doctrina tradicional de la unidad de las virtudes: no se puede tener ninguna de ellas sin tenerlas todas.

Aunque las cuatro virtudes cardinales, como su nombre sugiere, han ocupado históricamente un lugar destacado dentro de la filosofía (como vimos al estudiar a Platón y Aristóteles), Tomás da si cabe una mayor preeminencia a las tres virtudes teologales que Pablo describe en Corintios 1, 13:

Para que estas disposiciones cuenten como virtudes teologales deben tener a Dios por objeto. Para lograrlas es precisa la Gracia divina, algo que nunca podemos merecer completamente, y que Dios elige libremente dar o retener. Las versiones humanamente alcanzables de estas virtudes no son suficientes para nuestra perfección moral—y, de hecho, por razones similares, la perfección moral requiere que incluso las virtudes cardinales sean infundidas por Dios. Solo a través de la Gracia, por tanto, y de las virtudes infundidas que trae, podemos alcanzar la felicidad perfecta que es nuestro fin último.

4. el Estado

Amar al prójimo como a uno mismo requiere vivir en comunidad política con otros. Pues el bienestar y los derechos de todos o casi todos nosotros dependen de la existencia de instituciones de gobierno y leyes del tipo relativamente completo que llamamos "políticas" y "estatales".

Una comunidad o grupo es un todo compuesto por personas (y tal vez otros grupos). Su unidad no es simplemente una cuestión de agregación, sino que depende de la existencia de un orden. Y generalmente, el orden de un grupo viene dado por la existencia de un propósito u objetivo organizador que explica los modos en los que los miembros del grupo se coordinan entre sí. Los grupos persiguen un bien común, que no es reducible a la suma de los bienes de cada individuo. Pensemos en un grupo muy sencillo: la amistad entre dos personas. En una amistad, A desea el bienestar de B por el bien de B, mientras que B desea el bienestar de A por el bien de A, y cada uno, por lo tanto, tiene razones para desear su propio bienestar por el bien del otro, con el resultado de que ninguno considera su propio bienestar como la fuente (el objeto) del valor de la amistad, y cada uno tiene en vista un bien común verdaderamente compartido, no reducible al bien de ninguno de ellos tomados por separado o simplemente sumados.

Existen muchos tipos de grupos, pero hay algunos que tienen una importancia mayor. En este sentido, son especialmente relevantes la familia como hogar, la comunidad política y la Iglesia. Santo Tomás interpreta el axioma aristotélico de que los seres humanos somos por naturaleza animales políticos como extensible a estas tres comunidades. Para el fraile dominico, es cierto que somos partes naturales de una comunidad política, pero también piensa que somos más naturalmente conyugales que políticos y que la comunidad política, frente a lo que pensaba Aristóteles, no constituye el horizonte último de nuestra convivencia social, pues las comunidades políticas han sido irrevocablemente relativizadas por la adecuación de todos para pertenecer a la Iglesia que, a su manera, es una comunidad tan completa como cualquier Estado. El Estado es una «comunidad completa», sí, pero sus miembros también pertenecen a esa otra comunidad completa que es la Iglesia.

La causa material de la comunidad política son los hombres que se reúnen con vistas al bien común terrenalmente alcanzable. Esta es la causa final de la comunidad, que operaría como su principio unificador. Su causa formal, por su parte, sería la autoridad. Esta, para Santo Tomás, no es irrestricta: las estructuras de gobierno del Estado han de estar limitadas en al menos cuatro sentidos.

Primera limitación: el respeto a la ley natural.

El Estado, entendido como autoridad, dirige al pueblo hacia el bien común mediante el establecimiento de derechos y deberes, concretados en leyes humanas positivas que el legislador establece. Pero los gobiernos y las leyes estatales están sujetos a estándares morales—especialmente, aunque no exclusivamente, a los principios y normas de justicia. Como veremos luego, la ley humana se supedita a la ley natural.

Segunda limitación: la obediencia a la ley humana

Tomás dice que un gobierno es propiamente «político» cuando la persona o cuerpo supremo «tiene poder que está limitado por ciertas leyes del estado». Cuando el poder es, por el contrario, «plenipotenciario», se dice que el gobierno es de tipo «real». Es obvio que los gobiernos políticos están restringidos por las leyes que rigen la elección u otro nombramiento, la tenencia y la rotación en el cargo, y la jurisdicción de cargos específicos. Pero incluso el gobierno real, en sus formas apropiadas, está sujeto a la fuerza directiva de las leyes, aunque no hay nadie que tenga la autoridad legal para coaccionarlos. Las leyes promulgadas constituyen «una especie de pacto [pactum] entre el rey y el pueblo». Los gobernantes no pueden eximirse de la obligación de cumplirlas, ni mucho menos de cumplir su función de velar por el bien común. Si desafían estas restricciones, se muestran como tiranos y los súbditos quedarían liberados de su obligación hacia ellos, pudiendo, acogiéndose al derecho de resistencia, destituirlos mediante la acción concertada («pública»).

En sus obras, Tomás toma partido sobre la cuestión de cuál pueda ser la mejor forma de gobierno, abogando por un modelo mixto de gobierno político en el que estén «bien mezcladas» la «monarquía», la «aristocracia» y la «democracia», es decir, un gobierno de una sola persona (cuya «monarquía» probablemente es mejor si es electiva en lugar de hereditaria), gobernando en conjunto con algunos funcionarios de alto rango elegidos por su excelencia de carácter y aptitud, por un electorado que comprende a muchos que tienen derecho tanto a votar como a postularse para cargos. Establecer y mantener tal arreglo es asunto de leyes que delimitan las competencias de todos los involucrados.

Tercera limitación: la coerción del Estado se limita a cuestiones de justicia

Los gobiernos y las leyes estatales tienen la autoridad y el deber de promover y defender el bien común. Esta responsabilidad conlleva la autoridad para usar medios coercitivos para la represión del crimen y la defensa frente al ataque enemigo. Esta jurisdicción coercitiva se extiende a defender a las personas y la propiedad tanto por la fuerza como por la amenaza creíble de castigo. Pero no se extiende, según Tomás, a hacer cumplir ninguna parte de la moralidad que no sean los requisitos de la justicia en la medida en que puedan ser violados por actos externos a la voluntad de la persona que elige y actúa. Porque, a diferencia de la ley divina, «el propósito de la ley humana es la tranquilidad temporal del estado, un propósito que la ley logra prohibiendo coercitivamente actos externos en la medida en que estos males pueden perturbar la paz del estado». Por esta razón, «la ley humana no establece preceptos sobre nada más que actos de justicia [e injusticia]». La coerción legítima de la ley del Estado se limita a aquellos asuntos de bien público que se ven afectados por actos externos que afectan directa o indirectamente a otros miembros de la comunidad.

En esta limitación al poder coercitivo del Estado, Santo Tomás se aparta netamente de Aristóteles, quien atribuía a la pólis la responsabilidad de guiar a todos sus ciudadanos hacia la virtud completa. Santo Tomás rechaza claramente la idea de que el Estado pueda ser un sustituto de la autoridad paternal, y sostiene que no le corresponde más deber que el de requerir y fomentar el bien público y la virtud de la justicia, es decir, la disposición a cumplir con los deberes hacia los demás. Es más, sostiene la posición clásica de que hacer justicia no requiere que las motivaciones y el carácter de la persona sean justos. Cuando se trata de medidas coercitivas, afirma que solo pueden recaer sobre conductas que sean externas y afecten injustamente a otras personas o perturben la paz de la comunidad política. Los vicios privados están fuera de la jurisdicción coercitiva del gobierno y la ley del Estado.

Cuarta limitación: el respeto a la jurisdicción de la Iglesia.

Una de las razones fundamentales por las que la teoría política de Tomás difiere significativamente de la de Aristóteles es que Santo Tomás cree tener acceso a hechos y consideraciones que no estaban disponibles para Aristóteles, a saber, a la revelación divina completada en las obras y dichos de Cristo, fundador de esa comunidad espiritual universal que es la Iglesia Católica. En una comunidad política  bien ordenada, cada miembro del Estado es también miembro de esta otra «comunidad completa» y estará sujeto a sus leyes. La función de esta otra comunidad es transmitir la promesa divina de la vida eterna, y ayudar a las personas a asistirse mutuamente, a través de sus propias elecciones individuales libres, en la preparación para la vida próxima. Con el establecimiento de esta comunidad, las asociaciones humanas son de, ahora en adelante, de dos tipos fundamentalmente distintos: (i) temporales o seculares, mundanas, civiles o políticas, y (ii) espirituales. Correspondientemente, la responsabilidad de los asuntos humanos se divide entre (i) las sociedades seculares, especialmente estados y familias, y (ii) la Iglesia.

La Iglesia vela por el cumplimiento de las normas sociales de origen divino, mientras que el Estado vela por el Bien Común y la promulgación de leyes humanas entrelazadas con las naturales. Aunque ha de haber colaboración entre Iglesia y Estado, por el objeto de su tarea son entidades claramente separadas. Los líderes de la Iglesia no tienen jurisdicción sobre asuntos seculares, aunque pueden declarar que la elección de un miembro de la Iglesia, aunque sea en un asunto secular, es seriamente inmoral; y el gobierno y la ley del Estado no tienen derecho a dirigir a los líderes de la Iglesia ni a sus miembros en sus asuntos religiosos, excepto en la medida en que se violen la paz y la justicia del estado. «En aquellos asuntos que conciernen al bien político [bonum civile], se debe obedecer a la autoridad secular en lugar de la espiritual». Ahora bien, en todo lo concerniente a los asuntos espirituales y al fin de la salvación de las almas, el Estado debe subordinarse a la Iglesia.

5. La Ley humana

La ley humana la constituyen las disposiciones particulares convencionales que los seres humanos promulgan en sus sociedades concretas. Son lo que hoy llamaríamos las leyes positivas, los ordenamientos legales concretos de cada Estado.

Para Santo Tomás, todas las cosas que hay que hacer o evitar vienen dictadas a los preceptos de la ley natural. En ella descansan los principios racionales naturalmente cognoscibles que subyacen a la moralidad en general. Pero también han de asentarse en ellas las leyes positivas por las que deben regirse las sociedades humanas para asegurar la convivencia. Las leyes positivas difieren según los países, son particulares de cada lugar, e incluso son susceptibles de ser reformadas con el paso del tiempo. Sin embargo, para Santo Tomás no están desligadas de la ley natural: «así como en el orden especulativo partimos de los principios indemostrables naturalmente conocidos para obtener las conclusiones de las diversas ciencias […], así también, en el orden práctico, la razón humana ha de partir de los preceptos de la ley natural, como de principios generales e indemostrables, para llegar a sentar disposiciones más particularizadas. Y estas disposiciones particulares descubiertas por la razón humana reciben el nombre de leyes humanas». Para tener verdadero rango de ley, pues, la ley humana ha de ser una determinación particular de la ley natural y, por tanto, no puede ser inconsistente con ella. Eso no significa que las leyes humanas sean necesarias e inmutables, como la ley natural: toda ley humana es contingente, y puede cambiar en función de las circunstancias sociohistóricas particulares y concretas a las que tenga que amoldarse. Pero lo que no puede suceder en ningún caso es que la ley humana sea inconsistente con la ley natural, porque entonces no sólo es que no sea legítima, sino que ni siquiera es ley: lex iniusta non est lex («la ley injusta no es ley»). La ley tiránica, que contradice los preceptos de la razón, no es verdadera ley, sino perversión de la ley.

Más arriba hemos definido la ley, en general, como un dictamen de la razón práctica sobre las acciones, promulgada por una autoridad inteligente, con vistas al bien común de todos aquellos que caen bajo su jurisdicción. Tomando esta definición como guía, vamos a examinar ahora más en detalle algunos de los rasgos que caracterizan a la ley humana positiva.

La ley es una interpelación a la razón

Toda ley es una interpelación a la mente, a la elección, a la fuerza moral y al amor de aquellos que están sujetos a ella. Esto se aplica a las leyes que Dios nos dicta, pero también a las que el gobernante promulga para sus súbditos.

La ley es siempre un plan de coordinación a través de la cooperación libre. Siendo la estructura de las cosas lo que es, los principios de la razón práctica y la moralidad (es decir, la ley moral natural) pueden ser entendidos, aceptados y vividos como completamente directivos en la conciencia, sin necesidad de ser considerados como lo que realmente son: una interpelación de la mente divina a la mente humana, un plan—libremente creado, y que puede ser libremente adoptado—para la realización humana.

Del mismo modo que el creador divino no estaba de ninguna manera obligado a elegir crear este universo como, los legisladores humanos también tienen amplia libertad moral para elegir entre arreglos legales posibles alternativos, convirtiendo un conjunto de disposiciones en legalmente obligatorias por el mero hecho de adoptarlas.

La ley es tiene como fin el bien común de una comunidad política

Es precisamente por estar destinada a la promoción del bien común por lo que la ley interpela a la razón de sus súbditos, dándoles razones para concederle autoridad y obligatoriedad. Incluso cuando algún súbdito hubiera preferido una determinación diferente, una forma distinta de buscar el bien común, si la ley encarna la intención del gobernante de promover el bien público y sirve a este efecto, la ley es legítima y nos vincula.

La ley humana se ejemplifica de manera más perfecta cuando su carácter es completamente público y su claridad, generalidad, estabilidad y utilidad práctica permiten que gobernantes y súbditos estén unidos por un vínculo racional y público. Las características de la ley así enumeradas se resumen en el concepto de imperio de la ley, al que Santo Tomás claramente da prioridad sobre el gobierno de hombres en su tratamiento de la subordinación de los jueces a la legislación y del deber de los jueces de adherirse a la ley incluso en contra de la evidencia de sus propios ojos

La ley es establecida por la autoridad responsable

La persona o cuerpo que tiene a su cuidado a la comunidad tiene el derecho de promulgar las leyes. La creación de la ley por costumbre no es incompatible con esta tesis; equivale a una posposición de la ley por parte del pueblo, considerado como investido de una autoridad y responsabilidad difundidas por su propia comunidad.

Incluso en un paraíso sin fallas por ningún vicio humano, habría, piensa Tomás, necesidad de gobierno y de ley, aunque no necesariamente de un gobierno «político», y mucho menos ley coercitiva. Porque la vida social necesita una considerable cantidad de coordinación que no puede lograrse de otra manera que no sea mediante el establecimiento de convenciones investidas de la autoridad suficiente para que todo el mundo las siga.

La ley necesita ser coercitiva

En una comunidad de santos habría necesidad de ley, hemos dicho, pero no de coerción; por lo tanto, la coerción no es parte de la definición de la ley, cuya fuerza directiva puede distinguirse de su fuerza coercitiva. Una ley justa puede tener autoridad para nosotros porque reconocemos su bondad y su justicia. Pero en nuestro mundo empañado por el pecado, no todos reconocen de este modo la autoridad de la ley. Es por ello que la ley humana debe tener fuerza coercitiva [vis coactiva] además de directiva [vis directiva].

El uso público paradigmático de la coerción es el castigo impuesto judicialmente. En el núcleo de la explicación de Tomás sobre el castigo justificado está la noción de que los infractores son punibles porque, al elegir infringir, han indulgenciado excesivamente su voluntad y así han obtenido una especie de ventaja sobre aquellos que han restringido sus propias voluntades de tal exceso; una relación justa entre ellos y sus conciudadanos puede restaurarse de manera adecuada imponiendo proporcionalmente a tales infractores algo contra voluntatem, contrario y supresivo de su voluntad. Esta restauración de un equilibrio justo entre los infractores y los que respetan la ley es central en lo que Tomás frecuentemente llama la función "medicinal" del castigo, ya que la medicina del castigo pretende sanar no solo a los infractores (reformándolos) o a los infractores potenciales (disuadiéndolos), sino también y más centralmente a toda la comunidad al rectificar el desorden de la injusticia creado por la violación preferencial de los infractores a la justicia.

Ley injusta y revolución justa

Si la ley obliga a realizar acciones que nadie debe hacer nunca, no se puede cumplir correctamente; la obligación moral no es obedecer sino desobedecer. Y si pretende meramente autorizar tales actos, su autorización es moralmente nula y sin efecto; los tribunales no deben guiar sus decisiones judiciales por tales leyes.

Si los legisladores (i) están motivados no por la preocupación por el bien común de la comunidad sino por la avaricia o la vanidad (motivaciones privadas que los convierten en tiranos, independientemente del contenido de su legislación), o (ii) actúan fuera de la autoridad que las leyes les otorgan, o (iii) al actuar con miras al bien común, reparten las cargas necesarias injustamente, sus leyes son injustas y no son tanto leyes como actos de violencia. Tales leyes carecen de autoridad moral, es decir, no obligan a la conciencia de los súbditos.

Todos los que gobiernan en interés propio en lugar del bien común son tiranos, pues eso es lo que es un tirano en la línea de pensamiento clásica seguida por Tomás. La tiranía implica tratar a tus súbditos como esclavos, personas utilizadas para beneficio del amo. Las leyes de los tiranos no son leyes, sino más bien una especie de perversión de la ley, y en principio uno tiene derecho a tratarlas como se trata a las demandas de un bandido. Frente a los esfuerzos del régimen para hacer cumplir sus decretos, los súbditos tienen un derecho a la resistencia armada que podría extenderse hasta matar al tirano como un efecto secundario previsto de su legítima defensa personal. Es el tirano y no el súbdito quien es moralmente culpable de sedición. Si uno puede asociarse con otros para constituirse con ellos en una especie de autoridad pública dispuesta y capaz de asumir la responsabilidad del bien común del Estado, uno tiene derecho, en opinión de Tomás, a derrocar al tirano y, si es necesario, ejecutarlo, con miras a la liberación del pueblo y la patria.