El nihilismo y la muerte de Dios

El dualismo platónico erige una estructura metafísico-moral nociva para el desarrollo integral y creativo de la vida. Este resentimiento contra lo sensible invierte el orden valorativo de la «realidad», creando un planteamiento moral, una forma de estar en el mundo, que es intrínsecamente nihilista (de nihil, ‘nada’), pues desvaloriza nuestra realidad más inmediata—los instintos, los sentidos, la fuerza, el cuerpo, el devenir— y traslada todo el valor a un plano irreal y ficticio —llámese mundo verdadero, vida ultraterrena, reino de los fines o sociedad comunista—. El nihilismo negativo, según Nietzsche, es la lógica misma de la historia europea, que es la historia de una decadencia que arranca con la disolución del equilibrio entre lo apolíneo y lo dionisíaco, el devenir y el ser, la vida y la forma. Los valores que crea la cultura europea son «falsos valores», expresiones de una «voluntad de nada». La historia de la cultura occidental es, en este sentido, la «historia de un error».

En el siglo XIX asistimos al inevitable advenimiento de un nuevo nihilismo que no es ya «voluntad de nada», sino «nada de voluntad». La experiencia propia del hombre del diecinueve es la de la anulación de todo valor, y con ella la de la incapacidad de la voluntad para afirmar su querer. La consumación del nihilismo se produce cuando la voluntad de «verdad a toda costa» del hombre occidental termina por desenmascarar los valores superiores que la cultura occidental había edificado y vaciarlos de todo valor. El mundo suprasensible pierde su sentido, pero eso no significa que el mundo sensible lo recupere: el sinsentido y el absurdo se adueñan de la existencia humana. Surge entonces esa conciencia, tan bien reflejada en la filosofía pesimista de Schopenhauer, de que este mundo no es sino un espejismo, un «velo de Maya» que apenas logra ocultar el absurdo y el dolor de la existencia. Schopenhauer encarna, según Nietzsche, el nihilismo reactivo que entona el canto de cisne del ideal de un horizonte de sentido para la existencia.

A este vaciamiento del sentido de lo suprasensible es precisamente a lo que Nietzsche se refiere con su famosa sentencia de que «Dios ha muerto». «Dios» no simboliza aquí el poder religioso, sino esa moral y esa ontología hostiles al «sentido de la tierra» que llevan dos milenios vampirizando la vida. Y su muerte, su asesinato a manos del hombre, tiene para Nietzsche un significado de vital importancia, pues, una vez muerto, Dios no ha de ser reemplazado: con él desaparece definitivamente toda posición absoluta en el terreno del valor. No es que el fundamento de la realidad quede vacío, sino que queda vacía la propia idea de fundamento.

La consecuencia inmediata de la muerte de Dios no es la recuperación por parte del hombre de su esencia humana alienada, como quería Feuerbach. Más bien al contrario, la muerte de Dios intensifica y recrudece el nihilismo, que adquiere una nueva faz: estamos ante el nihilismo pasivo del último hombre, el hombre que se ha desprendido de los valores tradicionales pero todavía no es capaz de crear valores nuevos, y cuya existencia transcurre mezquinamente centrada en su autoconservación y en la búsqueda de su «pequeña felicidad».

El nihilismo sólo será completo cuando el último hombre sea superado por el superhombre: la muerte de Dios abre el horizonte para un nuevo tipo «sobrehumano» capaz de volver a tensar el arco y, desde un nihilismo activo, proceder a la transvaloración de todos los valores.

CÓMO EL «MUNDO VERDADERO» ACABÓ CONVIRTIÉNDOSE EN UNA FÁBULA.

Historia de un error


1. El mundo verdadero, asequible al sabio, al piadoso, al virtuoso,—él vive en ese mundo, es ese mundo.

(La forma más antigua de la Idea, relativamente inteligente, simple, convincente. Transcripción de la tesis «yo, Platón, soy la verdad».)


2. El mundo verdadero, inasequible por ahora, pero prometido al sabio, al piadoso, al virtuoso («al pecador que hace penitencia»).

(Progreso de la Idea: ésta se vuelve más sutil, más capciosa, más inaprensible, —se convierte en una mujer, se hace cristiana…)


3. El mundo verdadero, inasequible, indemostrable, imprometible, pero, ya en cuanto pensado, un consuelo, una obligación, un imperativo.

(En el fondo, el viejo Sol, pero visto a través de la niebla y el escepticismo; la idea, sublimizada, pálida, nórdica, königsberguense.)


4. El mundo verdadero —¿inasequible? En todo caso, inalcanzado. Y en cuanto inalcanzado, también des-conocido. Por consiguiente, tampoco consolador, redentor, obligante: ¿a qué podría obligarnos algo desconocido?...

(Mañana gris. Primer bostezo de la razón. Canto de gallo del positivismo.)


5. El «mundo verdadero» —una idea que ya no sirve para nada, que ya ni siquiera obliga, —una Idea que se ha vuelto inútil, superflua, por consiguiente una idea refutada: ¡eliminémosla!

(Día claro; desayuno; retorno del bon sens y de la jovialidad; rubor avergonzado de Platón; ruido endiablado de todos los espíritus libres.)


6. Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!

(Mediodía, instante de la sombra más corta; final del error más largo; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA.)


Friedrich Nietzsche, El crepúusculo de los ídolos