Contra los maniqueos: El problema del mal y la defensa del libre albedrío

Contra los maniqueos: El problema del mal y la defensa del libre albedrío

1. Los Maniqueos y el origen del mal

Según confiesa el propio San Agustín, el problema del origen del mal le atormentó desde su juventud. ¿Por qué existe el mal en el mundo? ¿Cuál es la causa de las desgracias y de los sufrimientos humanos? ¿Por qué hay individuos que hacen el mal? Todas estas dudas aquejaron a San Agustín desde muy temprano y en sus años en Cartago encontró una solución en el maniqueísmo. 

El maniqueísmo era una doctrina religiosa dualista, heredera del gnosticismo precristiano, que llevaba extendiéndose por el norte de África desde principios del siglo IV. Su origen estaba en las enseñanzas de un profeta persa llamado Manes, del que sabemos que nació en torno al 216 d.C. y fue crucificado en torno al 278 d.C. Manes enseñaba una cosmología curiosa. Según él, el cosmos estaba dividido en un reino de la luz y un reino de las tinieblas. En el origen de los tiempos, el príncipe de las tinieblas atacó el reino de la luz para capturarla. El Dios del mundo de la luz envió a los hombres primordiales para recuperarla, pero estos hombres fueron derrotados por las tinieblas y los elementos puros que los componían se mezclaron con los elementos de la oscuridad. A partir de esta mixtura creó Dios el mundo visible, con el fin de que los elementos luminosos fueran liberados y ascendieran hacia lo alto en dirección al sol, como estaría sucediendo de manera gradual. En respuesta, el príncipe de las tinieblas nos creó a los hombres mortales a modo de trampa para impedir el ascenso de estos elementos. Los profetas, de los cuales Jesús es uno más, son emisarios de Dios enviados a este mundo para advertiros de que cesemos de ayudar a los propósitos del Maligno entregándose a la vida pecaminosa de la carne. Para asistir a la liberación de los elementos luminosos atrapados en nosotros debemos abstenernos de la carne, el vino y el sexo.

Con su cosmología dualista, basada en la existencia de dos poderes primordiales en perpetuo conflicto, el maniqueísmo ofrecía una explicación aparentemente sencilla sobre el origen del mal en el universo: el mal procede de las Tinieblas enfrentadas a la Luz. Esta visión eximía a Dios de toda responsabilidad directa por el mal, además de arrojar una sombra de sospecha sobre todo lo que tuviera que ver con el mundo material—pues la materia, dicen los maniqueos, es producto del Maligno, mientras que el Dios bueno es el creador del espíritu.

El dualismo maniqueo posee una serie de rasgos que lo aproximan bastante al cristianismo: la consideración de que el hombre está en una perpetua lucha consigo mismo y la recomendación de un ideal de vida ascético entregado al cultivo del espíritu en detrimento de lo material y lo corporal, hacia lo cual sienten profunda desconfianza, son dos elementos comunes a ambas confesiones. Sin embargo, el maniqueísmo y el cristianismo difieren en un aspecto crucial: mientras que el cristiano cree en un Dios Todopoderoso como principio único del universo, al cual crea desde la nada, los maniqueos, al postular la Luz y las Tinieblas como principios cósmicos originarios que se hallan en pie de igualdad entre sí, niegan el dogma cristiano de la omnipotencia divina. Para el maniqueo es fácil explicar el mal en el mundo porque no está comprometido con la tesis de que Dios es Todopoderoso: el origen del mal son las Tinieblas, y Dios es incapaz de acabar con las Tinieblas.

Con el tiempo, Agustín comenzó a verle las costuras al maniqueísmo y, con su conversión al cristianismo, le dio la espalda definitivamente. Ahora bien, la explicación maniquea del mal es inoperante si admitimos el dogma cristiano de que Dios es omnipotente. Al abrazar el credo cristiano, pues, Agustín se vio desprovisto de una explicación convincente sobre el origen del mal en el mundo.

2. La omnipotencia divina y el problema del mal

En filosofía de la religión, el problema del mal (o problema de la teodicea, es decir, de la justificación de Dios) es uno de los más antiguos y venerables. Ha habido numerosas reformulaciones y soluciones, la mayoría de las cuales intentan reconciliar la existencia del mal en el mundo con el concepto de un Dios omnipotente, omnisciente y omnibenevolente. Epicuro (341-270 a.C.) suele ser citado como el primer autor que articuló esta tensión y por eso se suele llamar a este problema, también, paradoja de Epicuro.

Problema del mal (o paradoja de Epicuro)

P1. Dios es omnipotente, omnisciente y sumamente bueno.

P2. Si Dios es omnipotente, entonces Dios tiene el poder de eliminar todo el mal.

C1. Dios tiene el poder de eliminar todo el mal.

P3. Si Dios es omnisciente, entonces Dios sabe si el mal existe.

C2. Dios sabe si el mal existe.

P4. Si Dios es sumamente bueno, entonces Dios desea eliminar todo el mal.

C3. Dios desea eliminar todo el mal.

P5. El mal existe.

P6. Si el mal existe, entonces o Dios no tiene el poder de eliminar todo el mal, o no sabe que el mal existe, o no desea eliminar todo el mal.

C4. O Dios no tiene el poder de eliminar todo el mal, o no sabe que el mal existe, o no desea eliminar todo el mal.

P7. Si es el caso que o Dios no tiene el poder de eliminar todo el mal, o no sabe que el mal existe, o no desea eliminar todo el mal, entonces el Dios de la Biblia no existe.

C5. El Dios de la Biblia no existe.

¿Cómo abordar este desafío? Conocemos ya la solución de los maniqueos: para ellos, P1 es falsa porque Dios no es omnipotente. El maniqueísmo ataca uno de los tres puntales de la perfección divina. Pero para el cristiano la perfección divina es un dogma de fe: P1 es una premisa intocable. Agustín, como buen cristiano, tiene que ensayar otra vía. En su caso, la solución pasará por cuestionar las premisas P4 y P5. Un Dios sumamente bueno no tiene por qué desear eliminar todo mal, pues es concebible que algunos males sean necesarios para lograr un bien mayor. Pero es que, además, Agustín, siguiendo a Plotino, va a negar que el mal tenga una realidad sustantiva.

3. La solución Agustiniana (I): La negación neoplatónica del mal

La respuesta agustiniana al problema del mal pasa, en primer lugar, por cuestionar la premisa P5: siguiendo a los neoplatónicos, Agustín negará que el mal tenga existencia sustantiva. Todo lo que hay en el universo es bueno, pues ha sido creado por un Dios omnipotente y sumamente bueno. Lo que llamamos mal es la mera privación o la corrupción de esa bondad que abarca a toda la creación, pero no es nada sustantivo. El mal no es, no pertenece al ámbito del ser, sino que es mera carencia o privación de ser. Por lo tanto, ningún ente puede ser puramente malvado: el mal no puede ser un principio cósmico primigenio, como defendían los maniqueos. Agustín irá en esto incluso más lejos que el neoplatónico Plotino, que hacía equivaler la materia prima del universo con el mal primordial. La materia, en tanto que creación divina, es también buena, y la falta de forma de la materia no hay que pensarla como pura negatividad, sino como una capacidad positiva y, por lo tanto, divinamente creada, para recibir formas. 

Una vez establecida la tesis de que el mal no tiene existencia sustantiva, habría que explicar por qué las apariencias parecen desmentir esta afirmación. ¿Por qué nos parece que hay mal en el mundo? La respuesta de San Agustín es bastante sutil, y podemos distinguir varios momentos en ella:

Con estas armas, San Agustín logra negar la existencia del mal cósmico. Frente al maniqueo, que niega la omnipotencia divina y asigna al mal una existencia sustancial, el cristiano debe y puede afirmar la omnipotencia de Dios y negar la sustancialidad del mal.

Ahora bien, la labor apologética de San Agustín no puede terminar aquí. En primer lugar, la negación neoplatónica del mal parece insuficiente para explicar el porqué del sufrimiento humano: los seres humanos que sufren, y algunos de ellos (muy especialmente los niños) no parecen ser merecedores de tal sufrimiento. ¿Podría un Dios justo permitir que tal cosa suceda? En segundo lugar, incluso si admitimos que el mal cósmico no existe, la existencia del mal moral parece un hecho innegable: los seres humanos cometemos pecados constantemente, y al hacerlo perjudicamos a nuestros prójimos y a nosotros mismos. ¿Por qué consiente Dios el pecado?

4. La solución agustiniana (II): El sufrimiento como condena

La primera de las dos dificultades que hemos señalado parece desprenderse del siguiente argumento:

Argumento desde el sufrimiento de los inocentes

P1. Un Dios justo no permite que los inocentes sufran.

P2. Los inocentes sufren.

C1. Dios, si existe, no es justo.

Dios sería digno de culpa si la distribución de males es injusta hacia algunos individuos. ¿Castiga Dios a los inocentes? A Agustín le preocupa particularmente el tratamiento de Dios hacia los bebés. Como su fe cristiana le impide aceptar C1, Agustín deberá hallar alguna forma de negar P2: no es cierto que haya inocentes que sufran. Debe hallarse alguna causa justa para todos los males que suceden a los niños pequeños. ¿Pero cuál puede ser?

Es un artículo de fe católica, cree Agustín, que todo mal, o es pecado, o es un castigo por haber pecado. El sufrimiento, por lo tanto, es un castigo por haber pecado. Y siendo Dios, por definición, justo, todo sufrimiento humano ha de ser un castigo merecido. Pero si hasta los niños recién nacidos están expuestos al sufrimiento, la conclusión inevitable que se le impone al creyente es que nadie puede ser inocente: todos los seres humanos debemos ser pecadores desde el mismo momento en que nacemos. Entra aquí en escena la doctrina del Pecado Original, que Agustín elabora a partir de la interpretación del Génesis que hizo San Pablo de Tarso: al morder del fruto del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, Adán ha condenado a toda la humanidad. Desde entonces, los seres humanos arrastramos una existencia caída: nacemos corrompidos por un pecado del que hemos de redimirnos si queremos lograr la salvación.

Con esta explicación, Dios queda exculpado del cargo de injusticia: todo sufrimiento humano es un castigo justo porque todos los seres humanos somos, desde que nacemos, pecadores. Ahora bien, ¿es compatible esta explicación con el dogma cristiano de que Dios es Amor? Un Dios que castiga de esta manera, ¿no es un Dios frío y vengativo? Podríamos llegar a esta conclusión si concibiéramos que todo castigo es un mal que se inflige contra el castigado. Pero no es esta la perspectiva de San Agustín: desde su punto de vista, el castigo justo es siempre un bien: no mejor que la ausencia de ofensa, sin duda, pero sí mejor que la ausencia de castigo. El que peca incurre en una falta, y salda su deuda cuando es castigado.

5. La solución agustiniana (III): La defensa del libre albedrío

Aunque Dios quede eximido del cargo de injusticia en la distribución del sufrimiento, todavía podría acusárselo de complicidad en el mal moral, es decir, en el pecado humano. Consideremos el siguiente argumento:

Argumento a favor de la complicidad de Dios con el pecado

P1. Dios es causa eficiente del alma humana.

P2. El alma humana es causa eficiente del pecado.

P3. Si A es causa eficiente de B y B es causa eficiente de C, A es causa eficiente de C.

C1. Dios es causa eficiente del pecado.

C2. Dios es cómplice en los pecados humanos

El pensamiento que nos perturba es el siguiente: si los pecados son fruto de nuestras almas, y las almas las ha creado Dios, ¿no hay un paso demasiado corto desde los pecados a Dios? ¿No será Dios cómplice de nuestra pecaminosidad? San Agustín va a negarlo. De manera condensada, su contraargumento sería el siguiente:

Argumento contra la complicidad de Dios con el pecado

P1. Todo pecado es voluntario: procede de la libre decisión de la voluntad del pecador.

P2. Ninguna decisión fruto del libre arbitrio de una mala voluntad es atribuible a Dios.

C1. Dios no es cómplice en los pecados humanos.

La primera premisa afirma que el hombre tiene libre albedrío y que, por tanto, el pecado es siempre fruto de la libre decisión de la voluntad del que peca. La segunda premisa exime a Dios de toda responsabilidad en aquellas decisiones de los seres creados que son fruto de su mala voluntad. Una voluntad malvada, dirá Agustín, no tiene una causa "eficiente", sino solo una causa "deficiente", que no es otra que la desviación espontánea de la voluntad de Dios. El hecho de que los agentes malvados sean creados de la nada y, por lo tanto, no sean, a diferencia de Dios, intrínsecamente incapaces de pecar, es una condición necesaria del mal, pero no suficiente (después de todo, los buenos ángeles mantuvieron con éxito su buena voluntad). Lo que causa la caída en el pecado es una elección libre, espontánea e irreducible de la voluntad. Por su naturaleza espiritual, el alma humana debería de tender hacia el Bien supremo, que es Dios. Pero la voluntad, como facultad mental independiente, es libre. Y como existen numerosos bienes a nuestro alrededor, la voluntad puede tender hacia estos y, a fuerza de acostumbrarse a preferir los bienes inferiores a los superiores, invierte el ordo amoris, volverse contra el orden jerárquico de los bienes: «el alejarse de lo que es el Ser Supremo para aproximarse a lo que posee el ser en un grado inferior, significa comenzar a tener una mala voluntad». Tener una mala voluntad no es, por tanto, dirigirse hacia cosas malas (ya que no existen las cosas malas), sino dirigirse erróneamente contra el orden de la naturaleza. Incluso en el hombre, el mal no tiene realidad sustantiva, ya que el pecado es renuncia, entrega al no ser. Pecamos cuando, entre la presencia de la Iluminación divina y su ausencia, optamos por la segunda. En el pecado, Dios (que es el ser mismo) abandona al alma, igual como en la muerte del cuerpo el alma abandona al cuerpo. El hombre se hace malo cuando se entrega a lo más bajo de la creación y renuncia al Ser Verdadero, y nunca lo puede hacer empujado por Dios, sino movido por el libre arbitrio de su voluntad.

Para librar a Dios de toda complicidad con el pecado humano, no hace falta defender que la voluntad humana es incausada . Terminen donde terminen los antecedentes causales de una acción pecaminosa, en cualquier caso la culpabilidad de esta acción reside en la voluntad libre del agente, y no en la voluntad antecedente de Dios. El mal moral nace de una mala elección por parte del hombre. Pero si el hombre puede elegir mal, es porque su voluntad es libre. El origen del mal moral, por lo tanto, es un mal uso de nuestro libre albedrío, de nuestra capacidad de decidir los fines de nuestra voluntad. 

Con estas consideraciones, Dios quedaría eximido de toda complicidad en nuestros pecados. Sin embargo, para que la defensa de Dios ante el problema del mal sea completa todavía tenemos que resolver una última duda. Pues, aunque Dios no sea cómplice del pecado por acción, todavía podemos atribuirle una culpa por omisión: ¿no podría Dios haber evitado que pequemos? ¿Por qué nos otorga Dios el libre albedrío, si con este se abren las puertas a ese mal que es el pecado? ¿Por qué no nos ha creado con una buena voluntad, incapaz de obrar mal? 

La respuesta a estas preguntas es lo que se conoce como defensa del libre albedrío, que consiste en sostener que Dios nos concede el libre albedrío de la voluntad porque solo siendo libres podremos obrar rectamente y ser virtuosos. Para que una acción sea virtuosa, tiene que ser una acción elegida, fruto de nuestra voluntad. Sólo cuando tenemos distintas posibilidades de acción y elegimos la mejor podemos ser considerados buenos. Por lo tanto, Dios permite la existencia del mal porque existe un bien mayor. El pecado es algo cuya existencia Dios tolera porque resulta un precio que merece la pena pagar por otros bienes que no se pueden lograr a menor coste.

La defensa del libre albedrío de San Agustín, consiste, pues, en la conjunción de las siguientes tres proposiciones:

(1)    Los hombres tienen libre albedrío.

(2)    Que los hombres tengan libre albedrío es algo bueno.

(3)    El pecado es el precio a pagar por que los hombres gocen de libre albedrío.

La proposición (1) no es controvertida para San Agustín: es el hecho de que somos libres lo que permite imputarnos responsabilidad por el pecado y, por tanto, lo que justicia el castigo divino. En cuanto a la proposición (2), se sostiene sobre el siguiente argumento: 

Argumento en favor del libre albedrío

P1. Se debería dar a los hombres lo necesario para que actúen correctamente.

P2. Es condición necesaria de toda acción correcta que esta sea voluntaria.

P3. La decisión libre de la voluntad es requisito necesario de la acción voluntaria.

C1. Se debería dar a los hombres el libre albedrío de la voluntad.

La proposición (3), por último, descansa sobre el supuesto de que una condición necesaria para el ejercicio del libre albedrío es la ausencia de compulsión. Si la decisión de Dios de dar a los hombres el estatus de seres morales requiere que disfruten del don del libre albedrío, también requiere que sufran el peligro de no ser compelidos, ni tan siquiera por Dios, a refrenarse de caer en las garras del mal. Si las acciones correctas o incorrectas deben ser libres, los hombres no pueden ser compelidos consistentemente a refrenarse de las acciones incorrectas. La libertad abre la puerta al mal. Por lo tanto, el pecado es el precio a pagar por la existencia del libre albedrío.

Con esta defensa del libre albedrío queda completa la respuesta de San Agustín al problema del mal. Podríamos resumirla en el siguiente argumento, que ataca la premisa P4 de la formulación del problema que hemos ofrecido en el apartado 2:

Defensa del libre albedrío contra el problema del mal (o paradoja de Epicuro)

P1. Dios es omnipotente, omnisciente y sumamente bueno.

P2. Si Dios es sumamente bueno, entonces, si fuera imposible asegurar algún bien mayor sin permitir algún mal, Dios no desearía eliminar ese mal.

P3. El libre albedrío de las criaturas es condición previa necesaria para los mayores bienes.

P4. Es imposible asegurar la existencia del libre albedrío en las criaturas sin permitir la existencia del mal del pecado

C1. Si es imposible asegurar algún bien mayor sin permitir algún mal, Dios no deseará eliminar ese mal.

C2. Es imposible asegurar el bien mayor que depende del libre albedrío sin permitir el mal del pecado.

C3. Dios no desea eliminar todo mal.

C4. El Problema del Mal se asienta en una premisa falsa (en nuestra formulación, la premisa P4).

C5. El Problema del Mal es un falso problema.