la realidad sensible y las formas

La realidad sensible y las formas

La pregunta socrática por el  τί ἐστι, por el ser propio de las cosas, llevará a Platón más allá de la esfera moral en la que se movía la reflexión de Sócrates y lo hará adentrarse de lleno en preocupaciones de índole ontológica y epistemológica. ¿Por qué tipo de realidad nos estamos preguntando cuando nos preguntamos por la virtud en sí, la valentía en sí o la piedad en sí? ¿Y cómo nos es dado conocer esta realidad? La teoría platónica de las Formas intenta dar respuesta a estas cuestiones. 


1. epistéme y dóxa

El griego antiguo distinguía dos posibles estados cognitivos con respecto a la realidad que nos rodea: ἐπιστήμη y δόξα. El primero de estos términos suele traducirse por conocimiento o ciencia, mientras que el segundo lo solemos traducir por opinión. La dóxa, la mera opinión, puede ser verdadera o falsa. Nuestras opiniones tienen un fundamento endeble, y pueden, por tanto, ser erróneas. En cambio, la epistéme se caracterizaría por su infalibilidad: quien tiene conocimiento o ciencia, por definición, está en lo cierto acerca de aquello que conoce. La epistéme es siempre verdadera porque tiene por objeto lo que es y se refiere siempre a lo que las cosas son. Es aquel saber que conoce los fundamentos de las cosas, y que aspira a dar con una definición clara e inequívoca de las mismas. 

Uno de los compromisos fundamentales de la filosofía platónica es que la realidad que nos viene dada a través de los sentidos no puede ser objeto de epistéme: los datos sensibles son incapaces de proporcionarnos verdadero conocimiento, pues sólo puede haber conocimiento de lo que es, de lo estable e inmutable, y los particulares sensibles, estando como están sometidos a constante cambio y movimiento, exhiben mezcla de ser y no ser: no son la verdadera realidad. 

2. El desafío Eleático: Lo sensible no es real

Se ha señalado en ocasiones que el énfasis platónico en el carácter cambiante e inestable de la realidad sensible bebe del pensamiento de Heráclito y de su discípulo Crátilo, que enseñaban que todo está sometido a perpetuo movimiento. Sin embargo, si queremos comprender las raíces de la convicción de Platón de que lo sensible, por ser cambiable, no es enteramente real, tenemos que acudir a un pensador nacido entre el 530 y el 515 a.C. y fallecido hacia la segunda mitad del siglo V a.C., que tuvo una influencia capital en la filosofía posterior: Parménides de Elea.

Parménides escribió un poema en hexámetros que se proponía probar, mediante un argumento inobjetable, una conclusión que nadie estaba dispuesto a creer. Presentaba esta prueba como un elenchós, como una refutación del cambio y la pluralidad: Parménides nos quiere convencer de que la variedad y la variabilidad de las cosas que pueblan el mundo que vemos por nuestros ojos no pueden ser reales.

El arma fundamental del argumento de Parménides es la intratabilidad del no-ser. Lo que no es no puede ser referido por el lenguaje, porque no es nada. Tampoco es algo pensable, porque el pensamiento ha de tener siempre por objeto algo que sea algo, y lo que no es no es nada. Consecuentemente, lo que no es tampoco puede ser objeto de conocimiento.

"Pues bien, te diré, escucha con atención mi palabra, cuáles son los únicos caminos de investigación que se puede pensar;

uno: que es y que no es posible no ser;

es el camino de la persuasión (acompaña, en efecto, a la Verdad);

el otro: que no es y que es necesario no ser.

Te mostraré que este sendero es por completo inescrutable;

no conocerás, en efecto, lo que no es (pues es inaccesible) ni lo mostrarás" 

DK, Fragmento 1044

"Se debe decir y pensar lo que es; pues es posible ser, mientras <a la> nada no <le> es posible <ser>. Esto te ordeno que muestres." 

DK, Fragmento 1048

Parménides nos viene a decir que lo que no tiene ser no cumple con el criterio de ser un objeto viable de pensamiento, investigación, discurso ni, por supuesto, conocimiento. El no-ser no es, y de lo que no es nada puede decirse, pensarse o saberse. Al fin y al cabo, no es nada. Asentada esta conclusión, la vía del no ser queda descartada para el que busca la verdad, con lo cual al pensamiento, el discurso y el conocimiento únicamente les queda abierta la vía del ser.

Ahora bien, una vez hemos alcanzado este resultado, Parménides nos enseña que los datos de los sentidos tampoco pueden ser objeto de pensamiento, discurso y conocimiento, pues son mezcla de ser y no ser. La razón es muy sencilla. Quien esté comprometido con que el mundo del que nos hablan los sentidos es real está comprometido con que existen la generación, la corrupción, el cambio y la pluralidad. Pero la generación es la venida al ser de lo que antes no era, y la corrupción es la transición al no-ser de lo que previamente era. Ambos conceptos implican al no-ser, y por lo tanto son incoherentes, impracticables. Pero si la generación y la corrupción son irreales, también lo será cualquier tipo de cambio, pues en todo cambio una cualidad F se corrompe para abrir paso a la generación de una nueva propiedad G. Si estos conceptos implican al no-ser, son impensables; y si son impensables, son imposibles, no son reales. Por último, la pluralidad tampoco podría ser real. Porque la existencia de cosas distintas implica que cada una de ellas no sea ninguna de las otras, y que posea propiedades que las otras no poseen. Como también implica al no-ser, la pluralidad es imposible.

Argumento de Parménides contra la realidad de lo sensible

P1. Necesariamente, lo que es y lo que puede ser dicho/pensado/conocido son coextensivos.

C1. Por lo tanto, el no-ser no puede ser dicho/pensado/conocido.

P2. La generación y la corrupción pueden ser dichas/pensadas/conocidas solo si el no-ser puede ser dicho/pensado/conocido.

C2. Por lo tanto, la generación y la corrupción no pueden ser dichas/pensadas/conocidas.

P3. El cambio puede ser dicho/pensado/conocido solo si la generación y la corrupción pueden ser dichas/pensadas/conocidas.

C3. El cambio no puede ser dicho/pensado/conocido.

P4. La pluralidad puede ser dicha/pensada/conocida solo si el no-ser puede ser dicho/pensado/conocido.

C4. La pluralidad no puede ser dicha/pensada/conocida.

C5. La generación, la corrupción, el cambio y la pluralidad no son, no existen.

He aquí, pues, el desafío de Parménides: mientras no encontremos una vía para eludir la refutación que nos ofrece, la razón nos obliga a aceptar que la realidad, lo que es, es el Uno: una cosa única, eterna, inmutable e indivisible, y que la generación, la corrupción, el cambio y la pluralidad son irreales e ilusorios.

3. la respuesta pluralista: salvando las apariencias

Como ya hemos dicho, el desafío de Parménides tuvo un enorme impacto en el pensamiento posterior. Salvo algunos seguidores suyos como Zenón de Elea, pocos estaban dispuestos a aceptar las consecuencias contraintuitivas del argumento parmenídeo. Sin embargo, las premisas del argumento parecían de sentido común: el ser es, el no ser no es. Había que buscar una forma de salvar las apariencias (de defender que el cambio y la pluralidad son, de algún modo, reales) sin violar los principios lógicos relativos al ser y al no ser que Parménides había establecido.

La solución que los filósofos de la naturaleza posteriores encontraron pasaba por distinguir dos niveles dentro de la realidad. Lo que captamos mediante los sentidos no es una mera ilusión, pero tampoco es la realidad fundamental. La realidad visible es derivada, es la manifestación en forma de apariencias de una realidad más fundamental compuesta por una pluralidad de entidades que tienen características similares a las del Uno parmenídeo: son inmutables, indivisibles y eternas. En ellas no hay generación ni destrucción, tan sólo una perpetua combinación y recombinación que es la que da lugar a los fenómenos sensibles que vemos a nuestro alrededor. Lo que la gente ordinariamente percibe como generación y corrupción en realidad no es tal: a un nivel fundamental, nada se genera ni se corrompe.

Esta estrategia fue desplegada, por ejemplo por los pensadores atomistas Demócrito y Leucipo. Según estos filósofos, las cosas que vemos a nuestro alrededor son en realidad combinaciones transitorias de partículas incorruptibles, inmutables, indivisibles y eternas llamadas átomos, que se mueven perpetuamente en el vacío, colisionando entre sí, juntándose y dividiéndose y dando lugar así a una innumerable variedad de estructuras visibles.

Otro filósofo que ensayó una explicación de este tipo fue Empédocles de Agrigento, quien postuló que todo lo que vemos está constituido por la mezcla de cuatro elementos—tierra, agua, fuego y aire—combinados en diferentes proporciones. Estos elementos ni se generan ni se destruyen, han existido siempre, y siempre en las mismas cantidades. El cambio y la variedad que observamos son fruto de su mezcla y separación, impulsada por dos fuerzas cósmicas que llama Amor y Odio.

Pero de entre todos estos filósofos de la naturaleza pluralistas que emergieron a la estela de Parménides, el que ejerció una mayor influencia sobre Platón fue Anaxágoras de Clazomene. Anaxágoras fue seguramente el más parmenídeo de los pluralistas, pues no concebía que las cosas que vemos a nivel sensible carecieran de realidad en el nivel fundamental. ¿Cómo podría lo que es pelo venir de lo que no es pelo? ¿Lo que es oro venir de lo que no es oro? Los átomos de Demócrito y los cuatro elementos de Empédocles no respetan el dictum parmenídeo de que lo que es no puede venir de lo que no es. Anaxágoras es más estricto que ellos: no sólo no acepta que nada pueda venir de la nada, sino que exige que cualquier cosa que tenga la propiedad F venga de algo que tiene la propiedad F. En coherencia con esta idea, Anaxágoras defendió la existencia de una variedad máxima de seres fundamentales: a nivel elemental, existe la propiedad de ser oro, de ser carne, de ser pelo, de ser húmedo, de ser rojo, de ser agua, de ser vino... Todo lo que vemos es fruto de la composición y disolución de esa multiplicidad de realidades elementales homogéneas, que están presentes en las cosas en proporciones variables. Así, por ejemplo, una tarta de chocolate es como es porque participa en la proporción debida de lo dulce, lo marrón, lo esponjoso, lo húmedo, etc. Todas estas realidades están presentes en la tarta como ingredientes en una mezcla.

Para explicar los cambios que percibimos, Anaxágoras abrazará una tesis adicional: dirá que en todas las cosas hay como ingredientes partes de todas las cosas. La razón es sencilla: el cambio ha de ser la pérdida, intercambio o adquisición de estos ingredientes básicos. Si los alimentos que comemos son capaces de nutrirnos, debe de ser porque contienen elementos que podemos incorporar a nosotros como partes propias—literalmente, deben contener partes de carne y hueso dentro de sí. Esta tesis puede parecer contraintuitiva, pero Anaxágoras la hace conciliable con nuestra experiencia recurriendo a los principios de latencia y predominancia. Aunque todo está en todo, todo emerge de todo y todo contiene porciones de todo, las realidades elementales no están presentes en todas las cosas en la misma proporción. Hay unas características que predominan, y por eso las percibimos a ellas y no a las otras, que permanecen latentes. En cualquier caso, todo lo que vemos a nuestro alrededor se corresponde con algún ingrediente básico incorruptible e inmutable presente en todas las cosas. Lo frío es lo frío, lo brillante es lo brillante, lo amarillo es lo amarillo, lo cilíndrico es lo cilíndrico, lo duro es lo duro, lo dúctil es lo dúctil... Todas estas realidades han existido siempre y siempre existirán, están en todas las cosas, ya sea latentemente (por ejemplo, en ti o en mí) o predominantemente (por ejemplo, en un brazalete de oro). 

Como todo está en todo, ningún ingrediente básico se da físicamente aislado. Por eso, los entes verdaderos nunca se dan con evidencia a los sentidos: lo que es rojo se da mezclado con lo que no es rojo, lo húmedo con lo que no es húmedo. Es la mente, nos dirá Anaxágoras, la que tiene la capacidad de abstraer unos elementos de otros, de manera que la verdadera realidad, aunque no es cognoscible por los sentidos, puede ser comprendida por el pensamiento.

4. platón: La verdadera realidad reside en las formas

Platón, además de discípulo de Sócrates, es heredero intelectual de toda esta tradición posparmenídea que intenta salvar las apariencias explicándolas como manifestación indirecta de una realidad más fundamental. Su teoría de que la verdadera realidad—y, por tanto, el verdadero objeto de conocimiento—no reside en el ámbito de lo sensible, sino en una esfera de entidades abstractas que denominaremos Formas, puede ser interpretada como un refinamiento de la teoría de Anaxágoras.

Anaxágoras y Platón compartían los siguientes compromisos:

En lo que difieren Anaxágoras y Platón es en sus respectivas interpretaciones del verbo "participar". Para Anaxágoras, los objetos sensibles participan de las realidades elementales en el sentido de que estas últimas son parte material, ingrediente físico de las primeras. El trébol es verde porque tiene lo verde en sí como un ingrediente predominante en su composición. Platón, sin embargo, rechazará esta interpretación, pues considera que es incapaz de dar cuenta de todas las realidades elementales que se manifiestan en nuestra experiencia sensible. En concreto, hay dos tipos de predicados que resultan problemáticos para la teoría de Anaxágoras:

Quizás a Anaxágoras le pasaran desapercibidos estos problemas, pero un discípulo de Sócrates y de los pitagóricos como Platón, que tenía especial interés en conceptos como los de Belleza, Bien y Unidad, no podía pasarlos por alto. Su teoría de las Formas surge de la necesidad de reinterpretar la naturaleza de los ingredientes elementales de la realidad y la relación de participación que las cosas sensibles tienen con ellos para dar cabida a realidades como lo Uno en sí, lo Bello en sí o lo Bueno en sí. Por lo demás, su teoría es isomórfica a la de Anaxágoras (es decir, tiene la misma forma), pues ambos defienden:

Al insistir en que la realidad sensible es derivada de una realidad más fundamental, una realidad compuesta por cosas que son en un sentido pleno, Platón se inserta en la tradición de la filosofía natural postparmenídea. Sin embargo, Platón se aparta de ella al darse cuenta de que una filosofía natural no es suficiente para dar cuenta del verdadero ser de las cosas. Para explicar las apariencias, no debemos buscar el ser de las cosas en el sustrato material que las compone, sino en las Formas que en estas apariencias se manifiestan. Estas Formas (la palabra griega que emplea Platón es eidos, que se puede traducir también por 'visión', 'apariencia', 'aspecto' o 'figura') no pertenecen a la esfera de lo material, pero tampoco son puestas por la mente: pertenecen a una esfera abstracta independiente. Y sin embargo, Platón nos va a decir que son lo más verdaderamente real, lo más realmente verdadero. 

5. en busca del conocimiento: de la dóxa a la epistéme

Con lo que llevamos dicho, estamos en condiciones de entender por qué para Platón lo sensible no puede ser objeto de conocimiento. Platón defiende que para alcanzar la epistéme, el estado cognitivo más alto, uno ha de habérselas con lo que es. En contraste, la opinión, que es un estado cognitivo inferior, lidia con lo que a la vez es y no es, aquello que ocupa una posición intermedia entre lo que tiene ser en sentido absoluto y lo que no es absolutamente nada. Ahora bien, lo sensible, según Platón, tiene precisamente esta naturaleza: a la vez es y no es. Supongamos una cosa sensible (llamémosla Juan) y un par de propiedades opuestas (por ejemplo, bello y feo). Para Juan, como para todas las cosas sensibles, se dará al menos una de las siguientes cinco situaciones:

Basta con que Juan se halle en una de estas situaciones para que podamos concluir que Juan participa, a la vez, de lo Bello en sí y de lo Feo en sí; para que podamos decir que Juan es a la vez bello y feo; para que concluyamos, en definitiva, que Juan a la vez es y no es bello. Las cosas sensibles exhiben todas esta mezcla de ser y no ser, y por lo tanto no pueden ser objeto de conocimiento, sino meramente de opinión.

Este resultado tiene una consecuencia importante: la educación tradicional griega, basada en la imitación de los modelos de conducta representados en la poesía y los espectáculos teatrales, es inadecuada si lo que queremos alcanzar es el verdadero conocimiento del Bien, la Justicia o la Belleza en sí. Los amantes de las audiciones y los espectáculos son incapaces de remontarse más allá de la mera opinión, como pone de manifiesto Platón en este pasaje de la República:

[Dirigiéndose a Glaucón, Sócrates comenta] Aquellos que aman las audiciones y los espectáculos se deleitan con sonidos bellos o con colores y figuras bellas, y con todo lo que se fabrica con cosas de esa índole; pero su pensamiento es incapaz de divisar la naturaleza de lo Bello en sí y de deleitarse con ella.

—Así es, en efecto.

             […]

—Pues bien; el que cree que hay cosas bellas, pero no cree en la Belleza en sí ni es capaz de seguir al que conduce hacia su conocimiento, ¿te parece que vive soñando, o despierto? Examina. ¿No consiste el soñar en que […] se toma lo semejante a algo, no por semejante, sino como aquello a lo cual se asemeja?

—En efecto, yo diría que soñar es algo de esa índole.

—Veamos ahora el caso contrario: aquel que estima que hay algo Bello en sí, y es capaz de mirarlo tanto como las cosas que participan de él, sin confundirlo con las cosas que participan de él, ni a él por estas cosas participantes, ¿te parece que vive despierto o soñando?

—Despierto, con mucho.

—¿No denominaremos correctamente al pensamiento de éste, en cuanto conoce, 'conocimiento', mientras al del otro, en cuanto opina, 'opinión'?

—Completamente de acuerdo. […]

—Pero dinos: ¿el que conoce, conoce algo o no conoce nada?

—Responderé que conoce algo.

—¿Algo que es o algo que no es?

—Que es; pues, ¿cómo se podría conocer lo que no es?

—Por lo tanto, tenemos seguridad en esto, desde cualquier punto de vista que observemos:  lo que es plenamente es plenamente cognoscible, mientras que lo que no es no es cognoscible en ningún sentido.

—Con la mayor seguridad.

—Sea. Y si algo se comporta de modo tal que es y no es, ¿no se situará entremedias de lo que es en forma pura y de lo que no es de ningún modo?

—Entremedias.

—Por consiguiente, si el conocimiento se refiere a lo que es y la ignorancia a lo que no es, deberá indagarse qué cosa intermedia entre el conocimiento científico y la ignorancia se refiere a esto intermedio, si es que hay algo así.

—De acuerdo en esto. […]

—Muy bien—asentí—. Es manifiesto que estamos de acuerdo en que la opinión es distinta del conocimiento científico […] ¿Y conoce lo mismo que el conocimiento científico? ¿Y lo mismo será cognoscible y opinable, o es imposible esto?

—Es imposible—respondió Glaucón—, dado lo que hemos convenido [...].

—Por lo tanto, si lo que es es cognoscible, lo opinable será algo distinto de lo que es.

—Distinto, en efecto.

—¿Se opina entonces sobre lo que no es, o es imposible opinar sobre lo que no es? […].

—No, es imposible.

—¿No es, más bien, que el que opina, opina sobre una cosa?

—Sí. […]

—A lo que no es hemos asignado necesariamente la ignorancia, y a lo que es el conocimiento.

—Y hemos procedido correctamente.

—En tal caso, no se opina sobre lo que es ni sobre lo que no es.

—No, por cierto.

—Por ende, la opinión no es ignorancia ni conocimiento.

—Así parece. […]

—¿Yace entre ambos?

—Sí.

—¿La opinión es, pues, intermedia entre uno y otro?

—Exactamente. […]

—Nos quedaría entonces por descubrir aquello que, según parece, participa de ambos, tanto del ser como del no ser, y a lo que no podemos denominar rectamente ni como uno ni como otro en forma pura; de modo que, si aparece, digamos por justicia que es opinable[…] ¿No es así?

—Sí.

—Admitido esto, podré decir que me hable y responda aquel valiente que no cree que haya algo Bello en sí, ni una Forma de la Belleza en sí que se comporta siempre del mismo modo, sino muchas cosas bellas; aquel amante de espectáculos que de ningún modo tolera que se le diga que existe lo Bello único, lo Justo, etcétera. «Excelente amigo—le diremos—, de estas múltiples cosas bellas, ¿hay alguna que no te parezca fea en algún sentido? ¿Y de las justas, alguna que no te parezca injusta, y de las santas alguna que no te parezca profana?»

—No, necesariamente las cosas bellas han de parecer en algún sentido feas, y así como cualquier otra de las que preguntas. […]

—Por consiguiente, hemos descubierto que las múltiples creencias de la multitud acerca de lo bello y demás cosas están como rodando en un terreno intermedio entre lo que no es y lo que es en forma pura.

—Lo hemos descubierto.

—Pero hemos convenido anteriormente en que, si aparecía algo de esa índole, no se debería decir que es cognoscible sino opinable…

—Lo hemos convenido.

—En tal caso, de aquellos que contemplan las múltiples cosas bellas, pero no ven lo Bello en sí ni son capaces de seguir a otro que los conduzca hacia él, o ven múltiples cosas justas pero no lo Justo en sí, y así con todo, diremos que opinan acerca de todo pero no conocen nada de aquello sobre lo que opinan.

Platón, República, 476b-479c

Los que escuchan embelesados cómo los poetas recitan los himnos homéricos, los ávidos espectadores de los espectáculos teatrales, son personas que creen que están aprendiendo acerca de la vida a través del arte, pero que se mueven en el reino de las opiniones. Lo que reciben son meras imágenes, imitaciones de acciones y de caracteres que podrán ser bellas, valientes, justas o virtuosas en algún aspecto, o vistas desde alguna perspectiva, pero que serán todo lo contrario desde aspectos o perspectivas distintas. Quienes buscan el saber aquí no descubrirán jamás lo que son la Belleza, el Valor, la Justicia o la Virtud en sí mismas. 

Ahora bien, ¿cómo podríamos acceder a lo que es en sí? ¿Cuál es el verdadero camino del conocimiento? ¿Cómo habremos de remontarnos desde la dóxa hasta la epistéme? La doctrina positiva de Platón a este respecto la encontramos esbozada en los libros VI y VII de la República, donde Platón expone, respectivamente, el símil de la Línea y la famosa alegoría de la Caverna

El texto en el que Platón introduce el símil de la Línea reza así:

—Toma ahora una línea dividida en dos partes desiguales; divide nuevamente cada sección según la misma proporción, la del género de lo que se ve y otra la del que se intelige, y tendrás distinta oscuridad y claridad relativas; así tenemos primeramente, en el género de lo que se ve, una sección de imágenes. Llamo ‘imágenes’ en primer lugar a las sombras, luego a los reflejos en el agua y en todas las cosas que, por su constitución, son densas, lisas y brillantes, y a todo lo de esa índole. ¿Te das cuenta?

—Me doy cuenta.

—Pon ahora la otra sección de la que ésta ofrece imágenes, a la que corresponden los animales que viven en nuestro derredor, así como todo lo que crece, y también el género íntegro de cosas fabricadas por el hombre.

—Pongámoslo.

—¿Estás dispuesto a declarar que la línea ha quedado dividida, en cuanto a su verdad y no verdad, de modo tal que lo opinable es a lo cognoscible como la copia es a aquello de lo que es copiado?

—Estoy muy dispuesto.

—Ahora examina si no hay que dividir también la sección de lo inteligible.

—¿De qué modo?

—De éste. Por un lado, en la primera parte de ella, el alma, sirviéndose de las cosas antes imitadas como si fueran imágenes, se ve forzada a indagar a partir de supuestos, marchando no hasta un principio sino hacia una conclusión. Por otro lado, en la segunda parte, avanza hasta un principio no supuesto, partiendo de un supuesto y sin recurrir a imágenes, a diferencia del otro caso, efectuando el camino con Formas mismas y por medio de Formas.

Platón, República, 509d-510b 

Platón nos pide, pues, que imaginemos una línea divida en dos partes, correspondientes a lo sensible («lo que se ve») y lo inteligible ( «la del [género de cosas] que se intelige»). Lo primero es objeto de la dóxa y lo segundo, de la epistéme. Cada una de ellas se subdivide, a su vez, en dos segmentos. A cada segmento de la línea le corresponde un estado cognitivo, que se distingue de los demás por el tipo de realidad que toma por objeto. Así, en la sección de la dóxa tenemos:

Lo que Platón dice al respecto de las divisiones de lo inteligible es más oscuro. También aquí hay dos estados cognitivos, la diánoia (conocimiento discursivo) y la noésis (inteligencia o entendimiento). Pero Platón no aclara del todo cuáles son sus objetos. Más bien, lo que indica es que en el ámbito de lo inteligible el alma puede proceder de dos modos. Primero, «sirviéndose de las cosas antes imitadas como si fueran imágenes» y «marchando», «a partir de supuestos» o hipótesis, «hacia una conclusión». Y luego, «avanzando hasta un principio no supuesto, partiendo de un supuesto y sin recurrir a imágenes, a diferencia del otro caso, efectuando el camino con Formas mismas y por medio de Formas». Platón aclarará esta diferencia un poco más adelante en el texto:

—Creo que sabes que los que se ocupan de geometría y de cálculo suponen lo impar y lo par, las figuras y tres clases de ángulos y cosas afines, según lo que investigan en cada caso. Como si las conocieran, las adoptan como supuestos, y de ahí en adelante no estiman que deban dar cuenta de ellas ni a sí mismos ni a los otros, como si fueran evidentes a cualquiera; antes bien, partiendo de ellas atraviesan el resto de modo consecuente, para concluir en aquello que proponían al examen.

—Sí, esto lo sé.

—Sabes; por consiguiente, que se sirven de figuras visibles y hacen discursos acerca de ellas, aunque no pensando en éstas sino en aquellas cosas a las cuales éstas se parecen, discurriendo en vista al Cuadrado en sí y a la Diagonal en sí, y no en vista de la que dibujan, y así con lo demás […] buscando divisar aquellas cosas en sí que no podrían divisar de otro modo que con el pensamiento.

—Dices verdad.

—A esto me refería como la especie inteligible. Pero en esta su primera sección, el alma se ve forzada a servirse de supuestos en su búsqueda, sin avanzar hacia un principio, por no poder remontarse más allá de los supuestos. Y para eso usa como imágenes a los objetos que abajo eran imitados, y que habían sido conjeturados y estimados como claros respecto de los que eran sus imitaciones.

—Comprendo que te refieres a la geometría y las artes afines.

—Comprende entonces la otra sección de lo inteligible, cuando afirmo que en ella la razón misma aprehende, por medio de la facultad dialéctica, y hace de los supuestos no principios sino realmente supuestos, que son como peldaños y trampolines hasta el principio del todo, que es no supuesto, y, tras aferrarse a él, ateniéndose a las cosas que de él dependen, desciende hasta una conclusión, sin servirse para nada de lo sensible, sino de Formas, a través de Formas y en dirección a Formas, hasta concluir en Formas.

—Comprendo, aunque no suficientemente, ya que creo que tienes en mente una tarea enorme: quieres distinguir lo que de lo real e inteligible es estudiado por la ciencia dialéctica, estableciendo que es más claro que lo estudiado por las llamadas ‘artes’, para las cuales los supuestos son principios […] Y creo que llamas ‘pensamiento discursivo’ al estado mental de los geómetras y similares, pero no ‘inteligencia’; como si el ‘pensamiento discursivo’ fuera algo intermedio entre la opinión y la inteligencia.

Platón, República, 510c-511d. 

Las dos secciones del ámbito de lo inteligible quedarían, pues, definidas del siguiente modo:

Más adelante diremos algo más sobre el método de la división. También veremos cómo Platón pone en práctica el método de las hipótesis en su indagación acerca del alma en el Fedón. Pero centrémonos por ahora en el problema fundamental de la teoría platónica del conocimiento: ¿cómo se produce el paso de la dóxa a la epistéme? ¿Cómo logra nuestra mente abandonar el reino de lo sensible y opinable para ascender hacia el verdadero conocimiento de la realidad inteligible? 

Como ya hemos apuntado, en este ascenso la matemática juega un papel fundamental. La práctica matemática nos permite entrenarnos en el acceso a los objetos abstractos del pensamiento puro. Las figuras geométricas que trazamos en el suelo o en la pizarra exhiben relaciones estructurales que son esenciales, fijas, inmutables. Siendo imágenes, estás figuras nos permiten remontarnos más allá de las imágenes; reflexionando sobre ellas, descubrimos verdades universales que pertenecen al reino de lo inteligible. 

Ahora bien, en el paso de lo sensible a lo inteligible y de lo particular a lo universal no deja de haber un salto abismático, cuya posibilidad no deja de ser difícil de reivindicar. Esta dificultad se deja notar en que Platón, para explicar cómo es posible que, siendo como somos habitantes del mundo de los sentidos, aun así seamos capaces de adquirir conocimiento de las Formas inteligibles puras, se ve forzado a contar un mito. 

En el Menón, este mito se presenta como respuesta a una paradoja sobre la posibilidad del aprendizaje. Tras discutir sobre si la virtud es enseñable, el joven aristócrata Menón le formula a Sócrates la paradoja en estos términos: «no le es posible a nadie buscar ni lo que sabe ni lo que no sabe». «Pues ni podría buscar lo que sabe—puesto que ya lo sabe, y no hay necesidad alguna entonces de búsqueda—, ni tampoco lo que no sabe—puesto que, en tal caso, ni sabe lo que ha de buscar—». De este razonamiento se desprendería que el aprendizaje —y por lo tanto, el conocimiento— es imposible.

La respuesta que Platón da a este problema es que el conocimiento es siempre reminiscencia: nuestra alma, que es inmortal, estuvo en contacto con las Formas antes de encarnarse en el cuerpo y, al entrar en contacto con las cosas sensibles, «recuerda» aquellas Formas a las que estas cosas imitan o de las cuales participan.

Por último, la obra platónica también incluye una teoría sobre qué causa es la que nos mueve a conocer. En el Banquete y el Fedro Platón dirá que es el eros—es decir, el impulso amoroso—el que nos espolea a remontarnos hacia el conocimiento de las Formas inteligibles. El deseo amoroso comienza siendo un deseo sensual, dirigido a las muchas cosas bellas que nos rodean. Pero, una vez encendido, este deseo no es capaz de satisfacerse con las cosas perecederas, y el alma, siempre empujada por el eros, iniciaría una ascensión que le lleva progresivamente del amor por la «belleza física de los cuerpos», al amor por la «belleza del alma», luego a la belleza de las «instituciones y de las leyes», a la belleza del «orden matemático», y finalmente al amor de la Belleza en sí.

*  *  *

Las doctrinas que acabamos de desgranar serán ilustradas por Platón en la célebre alegoría de la Caverna, una parábola acerca del efecto de la educación y la falta de ella en nuestra naturaleza. Este relato nos presenta a unos prisioneros que viven encadenados en una cueva subterránea, forzados a mirar un muro iluminado por una hoguera en el que se proyectan sombras de objetos de naturaleza diversa. Estas sombras son proyectadas por estatuas de cuya existencia los prisioneros no tienen conciencia, y que son transportadas por personas escondidas tras un muro a espaldas de los prisioneros

La descripción que Platón hace de los esclavos parece calculada para conmover a los lectores griegos de su tiempo, que consideraban la libertad y la autodeterminación como requisitos indispensables para una buena vida. Los protagonistas del relato no sólo son prisioneros: además, están completa y sistemáticamente equivocados acerca de su mundo. Lo que toman por realidad son meras sombras. Platón (cuya descripción de la caverna evoca la descripción del Hades esbozada por Homero) esperaría de sus lectores que sintieran repulsión al imaginarse cómo malgastan sus vidas estos prisioneros encadenados bajo tierra. De este modo, la revelación, puesta en boca de Sócrates, de que el estado de estos prisioneros es análogo al estado en el que vivimos la mayoría de nosotros generaría un impacto redoblado. Pues Platón hace corresponder a la caverna con el reino de la opinión en el que los seres humanos solemos estar sumergidos sin saberlo. 

Aun así, Platón también nos transmite que es posible progresar y liberarse de las cadenas, tomando primero conciencia de que son estatuas las que proyectan las sombras que veíamos; luego, de que estas estatuas son meras imitaciones de los objetos que hay afuera, en la superficie, y que podemos aspirar a conocer a medida que nuestros ojos, acostumbrados a la oscuridad en la que vivían, van habituándose a la luz del exterior; primero lograremos ver los reflejos que proyectan los objetos naturales en el suelo y en el agua; luego lograremos observar las plantas y animales a la luz natural del sol; luego remontaremos la mirada hacia los cuerpos celestes; y finalmente seremos capaces de dirigir la mirada hacia el mismo Sol, fuente de toda luz, que simboliza la Forma suprema del Bien: aquello de lo que todo lo demás depende y a la luz de lo cual todo debe ser entendido. La posibilidad de este progreso simboliza el beneficio que la filosofía y la educación adecuada prometen a quienes las cultiven, si es que logran perseverar a través del arduo trabajo requerido para ello. Pues el esfuerzo necesario para remontarnos desde el modo inadecuado en el que nuestra cultura concibe el mundo que nos rodea hasta el conocimiento de las Formas inteligibles a la luz del Bien es poco menos que titánico. 

El reino de la opinión se corresponde al interior de la Caverna. Dentro de ella se dan dos estados cognitivos: el que tiene lugar cuando miramos a las sombras y el que se produce cuando el prisionero, liberado de sus cadenas, se gira para mirar a las estatuas que las proyectan. Quien alcanza este estadio duda al principio de que las estatuas puedan ser más reales que las sombras. Sin embargo, pronto se convencerá de que son las estatuas la que causan el desfile de sombras chinescas, y si se lo propone ganará prestigio ante el resto de los prisioneros por ser capaz de identificar las sombras que pasan por el muro y predecir cuáles habrán de venir después. Una posible interpretación de esta distinción es que al mirar las sombras los prisioneros están tratando con acciones individuales que toman por justas, valientes o virtuosas, mientras que al observar las estatuas con lo que lidian es con los cánones culturales por los que medimos la justicia, la valentía o la virtud de ese tipo de acciones. La circunstancia de que lo que proyecta las sombras sean estatuas portadas por otros hombres simboliza el hecho, ampliamente reconocido en época de Platón, de que los cánones de acción y los criterios de conducta son artefactos humanos convencionales, fruto de la cultura. Platón nos quiere dar a entender que lo que encontramos bello refleja cánones de belleza proyectados por la cultura imperante. Y algo parecido se puede decir de la valentía, la justicia, etc. Lo que una persona reconoce como bello, valiente o justo es un producto de las normas establecidas por la cultura en la que vive. Pero estas normascondensadas en proclamas como "ojo por ojo, diente por diente", "el enemigo de nuestros enemigos es nuestro amigo", "lo justo es lo que conviene a la mayoría", "lo justo es lo que conviene al poderoso", etc.resultan inadecuadas. Pertenecen a las muchas concepciones de la justicia, de la belleza, de la valentía o de la virtud, pero no nos ofrecen a la Justicia, la Belleza, la Valentía o la Virtud mismas. Para dar con sus Formas puras, será preciso salir de la caverna.

Transcribimos aquí los primeros pasajes de la alegoría, en los que Platón describe el estado en el que se encuentran los prisioneros de la caverna y la liberación y el progresivo proceso de aprendizaje del prisionero que logra salir de ella. El pasaje posterior, en el que Platón relata lo que acontece cuando el prisionero liberado regresa a la caverna lo dejamos para cuando, más adelante, abordemos el pensamiento político de Platón:

—Después de eso—proseguí—compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de educación con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos.

—Me lo imagino.

—Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan hombres que llevan toda clase de utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan.

—Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros.

—Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?

—Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.

—¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro lado del tabique?

—Indudablemente.

—Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿no te parece que entenderían estar nombrando a los objetos que pasan y que ellos ven?

—Necesariamente.

—Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y alguno de los que pasan del otro lado del tabique hablara, ¿no piensas que creerían que lo que oyen proviene de la sombra que pasa delante de ellos?

—¡Por Zeus que sí!

—¿Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales transportados?

—Es de toda necesidad.

—Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, qué pasaría si naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz, y al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes. ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora, en cambio está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dificultades y que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran ahora?

—Mucho más verdaderas.

—Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más claras que las que se le muestran?

—Así es.

—Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos?

—Por cierto, al menos inmediatamente.

—Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol.

—Sin duda.

—Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son extraños, sino contemplarlo como es en sí y por si en su propio ámbito.

—Necesariamente.

—Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los años y que gobierna todo en el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que ellos habían visto.

—Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.

—Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces compañeros de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería?

—Por cierto.

—Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas para aquel que con mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el que mejor se acordase de cuáles habían desfilado habitualmente antes y cuáles después, y para aquel de ellos que fuese capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y envidiaría a los más honrados y poderosos entre aquéllos? ¿O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y preferiría ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre o soportar cualquier otra cosa, antes que volver a su anterior modo de opinar y a aquella vida?

—Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida.

Platón, República, 514a-5216e

6. pero... ¿qué son las formas?


La doctrina platónica de las Formas se despliega por vez primera en diálogos de madurez como el Banquete, la República, el Fedón o el Fedro. En estas obras, Platón afirma:

El lenguaje empleado por Platón en estos diálogos parece implicar la existencia de un mundo separado poblado por esencias trascendentes. Las Formas subsisten en un plano trascendente propio, separadas de las cosas sensibles. Las cosas sensibles serían meras copias o participaciones de estas realidades, lastradas por una naturaleza material y cambiante que hace que nunca sean lo que son en un sentido pleno. Se dibuja, de este modo, una visión de la realidad como dividida en dos planos, cuyas características propias son contrapuestas:

En los diálogos que hemos citado, Platón se afana, además, por encontrar un principio unificador de las Formas. Si recordamos la alegoría de la Caverna, allí aparecía algo que estaba más allá de la esencia, y que en la alegoría venía representado por el Sol. El Sol comparte con la realidad externa su naturaleza de auténtica realidad, pero tiene una prioridad ontológica sobre el resto de seres visibles en el exterior de la caverna: el Sol posibilita que veamos las demás cosas. En el plano inteligible, también existiría un ser más allá de las esencia: es la Forma Suprema del Bien, que es, para Platón, el principio unificador del mundo inteligible. El hecho de que el Bien sea la Forma suprema implica dos cosas: primero (en consonancia con el intelectualismo moral socrático), que conocimiento y moral van unidos; y segundo, que todo lo que realmente existe es bueno en la medida en la que es algo, y que la bondad es el principio de todo ser. Ahora bien, lo cierto es que Platón vacila sobre qué Forma ha de ocupar este lugar privilegiado en la jerarquía de lo inteligible: en el Banquete Platón no hablará del Bien, sino de la Belleza como Forma suprema, y más adelante parecerá decantarse por que la Forma suprema es el Uno (Parménides) o el Ser (Sofista).

Estas vacilaciones evidencian que Platón nunca alcanzó una versión cerrada de la doctrina de las Formas, y que esta fue evolucionando al compás de su pensamiento. Es más, Banquete, Fedro, Fedón y República son diálogos más preocupados por resolver ciertos asuntos humanos relativos al amor, la justicia o la vida y la muerte que a plantearse de manera explícita la naturaleza de las Formas y su relación con las cosas sensibles. En este sentido, hay varias preguntas que estos diálogos dejan abiertas:

El diálogo que se plantea estas preguntas abiertamente y de manera crítica es el Parménides. Este diálogo nos presenta a Sócrates en una situación diametralmente opuesta a la que se produce en otros diálogos de Platón: en vez de contemplar a un Sócrates ya anciano que somete a refutación a un interlocutor que normalmente es más joven que él, aquí nos encontramos ante un Sócrates joven que es sometido a interrogación y crítica por un Parménides ya anciano, que pone en cuestión la viabilidad de la doctrina de las Formas.

El diálogo empieza con un Sócrates que intenta refutar los argumentos de Parménides y Zenón en contra de la realidad de lo sensible apelando a la doctrina de las Formas. Sócrates (que aquí se comporta como portavoz de las doctrinas platónicas) concede a Zenón y Parménides que las cosas sensibles son mezcla de ser y no sercomo sabemos, son y a la vez no son F—. Sin embargo, niega que esto signifique que las cosas sensibles son irreales: en la medida en la que participan de las Formas, tienen cierta realidad, aunque la realidad fundamental, el ser puro, resida en la esfera de las Formas. Son ellas las que tienen ser en sentido pleno, sin mezcla de no ser.

Una vez Sócrates ha enunciado estos compromisos teóricos, Parménides lo someterá a refutación, poniendo en marcha una revisión de la teoría de las Formas motivada por la sospecha de que no sólo lo sensible, sino también las Formas involucran una mezcla de ser y no ser. El resultado de la discusión será una visión más sutil de en qué consiste el ser puro de las Formas.

La primera pregunta que Parménides dirige a Sócrates es si cree que existen Formas de cosas como el pelo, el barro, o la suciedad, o si cosas tan indignas no merecen tener representación en el mundo inteligible. Esta pregunta no tenía lugar en los diálogos previos, que se preguntaban por ideales tan elevados como la Belleza o la Justicia, pero en el Parménides es una pregunta que tiene todo el sentido, y Sócrates no sabe qué contestar.

A renglón seguido, Parménides problematiza el concepto de participación. Este concepto tenía un sentido muy preciso en la teoría de Anaxágoras: un objeto rojo participa de lo rojo en sí porque el rojo en sí es parte integrante material del objeto rojo. Sin embargo, en el esquema platónico, el ser en sí reside en las Formas, que no son constituyentes materiales de las cosas sensibles, y no queda muy claro en qué podría consistir la relación de participación entre los sensibles y las Formas. Consciente de este problema, el Parménides del diálogo le plantea a Sócrates el siguiente dilema: cuando un objeto x participa de una Forma F, ¿ese objeto recibe en sí a la Forma entera, o solo una parte? Ambas respuestas son problemáticas. Por un lado, si la forma estuviera presente por entero en cada objeto que participa de ella, sería difícil sostener que esos objetos participan de una única Forma. La unidad de las Formas quedaría en entredicho. Por otro lado, si es sólo una 'parte' de la Forma la que está presente en cada objeto,  la Forma misma estaría disgregada y dispersa. Esto también amenaza su unidad, y tampoco nos permite explicar cómo esos objetos pueden tener algo en común entre sí (pues cada uno recibiría una parte distinta de la Forma). El concepto de 'participación', que no era nada problemático para Anaxágoras, lleva a Platón a un sinfín de paradojas. Y el núcleo de todos los problemas parece estar en la cuestión de cómo se debe concebir el ser puro de las Formas. 


El ser puro de las Formas se manifiesta en el compromiso de Platón con la tesis de que, para cualquier forma F, “La F-idad es F”—es más, la F-idad sería lo más propiamente F. Dicho de otro modo: Platón parece entender que las Formas se predican de sí mismas. La F-idad es, ella misma, una cosa con la propiedad F ¿Pero cómo hemos de entender esta autopredicación de las Formas? ¿Serían las Formas una suerte de ejemplos o instancias puras de sí mismas, situadas en un trasmundo ideal, desde donde ejercen como objeto de imitación por parte de las instancias sensibles? Esto genera algunos problemas bastante obvios. Por ejemplo, las formas platónicas son universales: la F-idad es lo que las cosas F tienen en común. Pero muchos universales no se ejemplifican a sí mismos: la valentía no es valiente, y la pesadez no es, ella misma, pesada. Además, concebir a las Formas como ejemplares puros de sí mismas genera un regreso infinito que parece inaceptable. Es lo que la tradición posterior, desde Aristóteles, ha llamado el argumento del tercer hombre. El mismo Platón lo aborda en el Parménides, y podríamos formalizarlo de la siguiente manera:

Argumento del tercer hombre

P1. Si existe un grupo de cosas (por ejemplo, las cosas bellas individuales) a cada una de las cuales se puede aplicar con verdad el mismo nombre (“bello”), entonces existe una Forma (la Belleza, lo bello en sí) en virtud de la cual ese nombre puede aplicarse con verdad a todas esas cosas (Principio de lo uno sobre los muchos)

P2. Si existe una Forma (la Belleza) en virtud de la cual el mismo nombre puede aplicarse a un grupo de cosas (las cosas bellas individuales), entonces la Forma en virtud de la cual el mismo nombre se puede aplicar con verdad a todos los miembros del grupo de cosas no forma parte ella misma del grupo de cosas (Principio de la no identidad).

P3. Si el mismo nombre (“bello”) se puede aplicar con verdad a cada miembro de un grupo de cosas (las cosas bellas individuales), entonces ese nombre que puede aplicarse con verdad a todos los miembros del grupo podrá aplicarse con verdad también a la Forma en virtud de la cual el nombre puede aplicarse a cada miembro del grupo: La Belleza es, ella misma, bella (Principio de auto-predicación).

P4. Existe un grupo de cosas (por ejemplo, las cosas bellas individuales) a cada uno de cuyos miembros se puede aplicar con verdad el mismo nombre (“bello”).

C1. Existe una Forma, la Belleza, en virtud de la cual el nombre “bello” puede aplicarse con verdad a cada miembro del grupo de las cosas bellas individuales.

C2. La Forma de la Belleza no está incluida en el grupo de las cosas individuales bellas. 

C3. El nombre “bello” puede aplicarse con verdad a la Forma de la Belleza. Es decir, la Formas de la Belleza es ella misma bella.

P5. Como la Forma (la Belleza) en virtud de la cual el mismo nombre (“bello”) puede aplicarse al grupo de cosas (las cosas bellas individuales) es ella misma bella, pertenece al grupo de las cosas que pueden llamarse, con verdad, “bellas.

P6. Si la Forma (la Belleza) en virtud de la cual el mismo nombre (“bello”) se puede aplicar a un grupo de cosas (las cosas bellas individuales) se añade al grupo de cosas que pueden llamarse, con verdad, “bellas, entonces la Forma de la Belleza y el grupo de cosas bellas individuales constituyen un nuevo grupo distinto.

C4. La Belleza y el grupo de  cosas bellas individuales constituye un nuevo grupo diferente.

C5. El nombre “bello” se puede aplicar con verdad a la Belleza y a cada una de las cosas bellas individuales. Dicho de otro modo, existe un grupo de cosas (la Belleza + las cosas individuales bellas) a cada uno de cuyos miembros se puede aplicar con verdad el mismo nombre (“bello”).

C6. Otra Belleza (la Tercera Belleza) existe, en virtud de la cual “bello” puede decirse con verdad de cada uno de los miembros de este nuevo grupo.

P7. Si existe una tercera Belleza, entonces, por repetición del razonamiento previo, existe una Cuarta Belleza, una Quinta Belleza, una Sexta Belleza... y así hasta el infinito.

C7. Existe un numero infinito de Formas de la Belleza (MP, P8, C7).


El argumento puede parecer complejo, pero es sencillo: si lo que explica que muchas cosas sensibles distintas compartan un mismo rasgo es que todas ellas participan de una misma Forma, y lo que explica que esa Forma pueda ejercer semejante papel es que en la Forma ese mismo rasgo está ejemplificado de un modo puro y perfecto, entonces tendremos que explicar por qué las cosas sensibles y la Forma comparten un mismo rasgo. Si para hacerlo apelamos a una nueva Forma, caemos en un regreso al infinito.

En la segunda parte del Parménides se sugiere soluciones a todos estos problemas. En este sentido, el movimiento fundamental que va a hacer Platón es distinguir entre dos tipos de predicación, fundadas en dos tipos de hechos distintos. Las llamaremos de la siguiente manera.

Esta diferencia entre dos tipos de predicación permite eludir los problemas de la primera parte del Parménides. Las Formas no hacen su labor ejemplificándose a sí mismas. Por eso:

7. cortar la naturaleza por las articulaciones: el método de la diaíresis


En el Fedro, Platón introduce el método dialéctico afirmando que para alcanzar el entendimiento (i.e. el grado más elevado de conocimiento) en cualquier materia hace falta no sólo ver juntas las cosas que están diversas reuniéndolas en una sola especie, buscando y encontrando lo universal común a múltiples particulares, sino que también hay que ser capaz de cortar cada clase de cosas en sus subclases por sus articulaciones naturales. El imperativo de reunir (la dialéctica ascendente) estaba ya presente en el método socrático, y lo constatamos en la obra de Platón desde los primeros diálogos. La división o diaíresis (la dialéctica descendente), en cambio, irá ganando relevancia en la obra de Platón a medida que su pensamiento va madurando.

La división clasificatoria es el modo de mapear las relaciones entre las Formas. Hemos de tener en cuenta que cada Forma, cada eidos, codifica una clase, tipo o especie, y que estas pueden dividirse en subclases, subtipos o subespecies. Platón está convencido de que sólo una división puede ser correcta y dar la esencia de las cosas. La dialéctica, el conocimiento característico del filósofo, es necesaria para mostrar correctamente qué clases armonizan con cuáles y cuáles excluyen a cuáles. Aquí Platón se compromete con el principio de entrelazamiento o symploké: si todo estuviese conectado con todo (como decía Parménides), o si nada estuviese conectado con nada (como parecían sostener Crátilo o los sofistas), nada podríamos conocer y de nada podríamos hablar. La dialéctica debe identificar correctamente la naturaleza de las cosas y sus posibilidades de combinación y separación. Una vez culminado el proceso tendríamos un mapa completo de géneros y especies en el que se nos harían comprensibles sus compatibilidades e incompatibilidades.  

Hay una relación fuerte entre las Formas, que aprehendemos a través del método de la división y se especifica en las predicaciones esenciales que desentrañan su naturaleza. Y hay una relación débil, especificada en predicaciones ordinarias, entre los individuos y las Formas cuyas naturalezas nos explican las apariencias de ese individuo. El conocimiento puro es el que se da en la división, el que articula las naturalezas fundamentales de las Formas. Comprendiendo las relaciones fuertes entre las Formas, estaremos en mejores condiciones de comprender las relaciones débiles del mundo de las apariencias con esa realidad más fundamental. Con este conocimiento es con el que Platón considera que debemos ir armados si queremos se capaces de actuar de la mejor manera posible en la esfera de la praxis moral y política.