El alma platónica

el alma platónica

1. la psyché en la cultura griega


La palabra latina anima, de la que procede nuestra voz 'alma', se corresponde en el griego con el término Ψυχή (psyché). Ahora bien, hemos de tener cuidado de no trasladar a esta palabra griega todas las connotaciones que nosotros, occidentales del siglo XXI, asociamos a la palabra 'alma'. Por ejemplo, un griego antiguo jamás podría poner en tela de juicio la existencia del alma, porque para un griego la palabra Ψυχή designaba lisa y llanamente a aquello que diferencia a los seres vivos de los seres inertes. Este uso dejaba totalmente abierta la cuestión de cuál sea su naturaleza—es decir, la cuestión de qué es exactamente lo que diferencia a un ser vivo de un ser inerte. 

Platón se preguntará por la naturaleza del almay, más concretamente, del alma humanaen varios de sus diálogos más importantes, como por ejemplo el Fedón, el Fedro, la República  o las Leyes. En esta investigación, el filósofo ateniense tenía varias tradiciones de las que beber. Una, por supuesto, es la tradición homérica. En el uso que encontramos en los textos homéricos, Ψυχή podría traducirse por ‘sombra’, ‘fantasma’ o ‘soplo vital’. Homero habla de la Ψυχή sólo en relación al que muere o al ya difunto. En estos contextos, el alma es aquello que abandona el cuerpo al morir y va a parar al Hades. En este sentido, y desde una perspectiva contemporánea, puede llamar la atención que las almas de los textos homéricos carezcan de capacidades significativamente humanas. Según parece, para los griegos arcaicos la identidad personal residiría en el cuerpo, y por tanto se perdería con la muerte. Que esto es así lo podemos ver en los primeros versos de la Ilíada: 

Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves

Aquí se nos indica que aunque las almas de los héroes van a parar al Hades, los héroes mismos son pasto de los perros y las aves. Parece, pues, que el héroe se identifica con el cuerpo que queda en tierra descomponiéndose, y no con el alma que escapa al inframundo. En la Odisea, las almas con las que Ulises se encuentra en su descenso a los infiernos son apariciones insustanciales, carentes de memoria y de palabra. Las almas que migran al Hades son, literalmente, “eidolai”, apariciones, sombras, humo incorpóreo incapaz de acción física. Los poemas homéricos mencionan lo que hoy llamaríamos capacidades piscológicas, pero no se las atribuyen al alma. Aunque la posesión de Ψυχή marca la diferencia entre los vivos y los muertos, la Ψυχή no parece ser la sede de la vida anímica.

Ahora bien, en época de Platón esta tradición homérica había empezado a encontrar cierta rivalidad en otras concepciones distintas del alma humana. Una de estas concepciones rivales, procedente de tradiciones órficas, era sostenida por los pitagóricos. La escuela pitagórica defendía lo doctrina de la metempsicosis: la Ψυχή está temporalmente alojada en un cuerpo, pero su existencia trasciende la del cuerpo. El alma preexistió a su encarnación en su cuerpo actual, y se reencarnará en otro cuerpo tras la muerte. Dicho de otro modo, las almas están sometidas a un ciclo de reencarnaciones. Además, los pitagóricos pensaban que estaba en nuestra mano influir en el devenir de este ciclo: nuestras elecciones vitales determinan si el cuerpo en el que nuestra alma se reencarnará tras esta vida será más o menos digno que el que ahora arrastramos, y si purificamos nuestra alma lo suficiente, lograremos romper el ciclo de la metempsicosis para transitar a una existencia puramente incorpórea. Esta posibilidad apuntaría a que el alma—a diferencia de lo que sucede en la tradición homérica—sería la sede última de nuestra personalidad, y por lo tanto sería sujeto de atributos y capacidades psicológicas. Para los pitagóricos, el alma se mantiene intacta en su identidad a través de sus sucesivas reencarnaciones, y alcanza su estado más feliz cuando se libera de su existencia encarnada.

Los filósofos naturales también habían teorizado sobre el alma, y varios de ellos la identificaron con un elemento físico, generalmente el aire o el fuego. Los atomistas pensaban que el alma era fruto del agregado de átomos muy sutiles. Este compromiso fisicalista con que el alma tiene una naturaleza material no implica necesariamente negar que el alma posea funciones psicológicas e intelectuales, cosa que empezamos a encontrar ya en Heráclito.

Por último, en la poesía lírica griega también encontramos implícita una concepción acerca del alma, y ya en los poetas arcaicos se apreciaba una conexión entre la Ψυχή y las emociones. Esta concepción se generaliza en el siglo V a.C., momento en el que es habitual encontrar los rasgos de carácter y la capacidad de pensamiento vinculadas a la Ψυχή , así como las capacidades de planificación, deliberación y toma de decisiones. Así pues, en tiempos de Plató era común hablar de la Ψυχή como:

En lo que no había acuerdo en la cultura griega de la época era en si el alma sobrevivía a la muerte, y, en caso afirmativo, en si lo hacía con sus rasgos personales y sus capacidades intelectuales intactos. El orfismo y las religiones mistéricas presuponían que así era, pero no se trataba ni de lejos de una posición generalizada. El personaje de Cebes en el Fedón evidencia cómo hasta los pitagóricos albergaban dudas sobre si debían abrazar esta creencia, pues no existían bases teóricas lo suficientemente firmes como para justificarla. Tampoco existían argumentos ampliamente compartidos para atribuir las características que hoy llamaríamos mentales al alma en vez de al cuerpo.

El Fedón es un diálogo que intenta cubrir esta laguna, buscando dar fundamento argumentativo a una serie de opiniones acerca de la naturaleza del alma y su destino post mortem. En este diálogo se investiga la identificación de la Ψυχή con el yo y los posibles fundamentos de la creencia en su inmortalidad. En este sentido, el Fedón ofrece una serie sucesiva de argumentos (todos ellos tentativos, probables, meramente plausibles y no concluyentes) que tienen el efecto acumulativo de enriquecer nuestra comprensión del alma y de la muerte.

2. la inmortalidad del alma: los argumentos del fedón


2.1. El Fedón y el método de las hipótesis

El Fedón es un diálogo en el que se presentan sucesivos argumentos a favor de la inmortalidad del alma. Esto ha generado cierta perplejidad entre los intérpretes: ¿por qué tantos argumentos, si una única prueba hubiera bastado? Si leemos el diálogo cuidadosamente, notaremos que el personaje de Sócrates no presenta ninguno de sus argumentos como decisivo. El Fedón no intenta probar definitivamente la inmortalidad del alma. Lo que vemos en él es un despliegue del método platónico de las hipótesis. Este método se emplea cuando se quiere investigar si algún tipo de objeto x tiene una propiedad P sin saber todavía cuál es la verdadera naturaleza de los objetos de tipo x. En el Fedón, los interlocutores intentan indagar si el alma pudiera ser inmortal sin contar todavía con una aprehensión completa de cuál es la naturaleza del alma. Proceden, en cierto sentido, a tientas, por ensayo y error. Ahora bien, el despliegue de este método es un paso previo necesario para lograr esa aprehensión, ya que si al final descubrimos que el alma es inmortal, en cierto modo habremos avanzado en nuestra comprensión de la naturaleza misma del alma.

¿Cómo funciona el método de las hipótesis? De la siguiente manera: para determinar si x tiene la propiedad P, lo primero que hacemos es aislar una hipótesis que, de ser cierta, implicaría que x tiene la propiedad P. A renglón seguido, intentamos determinar si la hipótesis es efectivamente cierta. Para ello, construimos argumentos a favor y en contra de la hipótesis con el fin de comprobar si puede ser sostenida coherentemente, si debe ser reformulada, o si descansa en alguna hipótesis previa que esté mejor establecida que ella misma. De este modo, iniciamos un ascenso hasta principios cada vez más generales. En el caso del Fedón, lo que se busca es una especificación de la naturaleza del alma como prerrequisito para establecer si el alma es o no inmortal.

2.2. Que filosofar es aprender a morir

El Fedón comienza con una discusión en torno al suicidio. Al igual que hoy en día, en la Grecia antigua era una opinión común que uno no debe suicidarse. Sócrates intenta dar una explicación de por qué habría de ser así. Esta explicación parte de una hipótesis no demostrada: que los dioses velan por la vida humana. Tenemos, pues, el siguiente esquema argumentativo:

A este argumento le planteará Cebes una objeción, que será la que movilice todo el tema del diálogo. Estamos en la víspera del día en que Sócrates ha de cumplir con su condena a muerte bebiendo la cicuta. Sus amigos y discípulos están reunidos con él para despedirle. Sorprendentemente, Sócrates no está triste, sino jubiloso por el destino que le aguarda. Afirma que el filósofo ha de estar preparado para la muerte, y debe recibirla gustoso. Cebes le replicará que su actitud es incompatible con la tesis de que uno no debe suicidarse, y le pedirá que la justifique. Sócrates lo hará recurriendo a la hipótesis de que la muerte es tan sólo la separación del alma con respecto al cuerpo, y dará dos argumentos preliminares basados en esta hipótesis para defender que el filósofo no debe temer la muerte:

Ahora bien, a todo esto Cebes interpondrá una objeción obvia: no sabemos si el alma sobrevive a su separación del cuerpo. Podría ser que el alma, al morir, deje de existir y sea destruida. Tenemos aquí ya establecido el tema que atravesará el resto del diálogo. A partir de ahora, se intentarán demostrar dos cosas:

2.3. Argumentos a favor de la inmortalidad (I): los argumentos circulares

Con el fin de apuntalar los dos demonstranda que acabamos de enunciar, Sócrates y sus interlocutores empiezan considerando las siguientes hipótesis de partida:

Estas dos hipótesis pretenden dar apoyo al siguiente demonstrandum:

De aquí surgen los primeros argumentos del Fedón a favor de la inmortalidad del alma: los argumentos cíclicos, que intentarían apuntalar la doctrina pitagórica de la metempsicosis. 

Los argumentos cíclicos son un paso en falso. Su función principal en el diálogo es proporcionar una lección de precaución sobre la necesidad de seleccionar bien las hipótesis en la búsqueda de la verdad. Y las hipótesis que aquí se manejan tienen contraejemplos obvios. Por ejemplo, para hacerse justo no hace falta necesariamente haber sido antes injusto. Por otro lado, es obvio que a pesar de que hay un proceso por el cual envejecemos, no hay un proceso opuesto de rejuvenecimiento. Además, aunque las hipótesis pueden aplicarse bien a estados como  el sueño y la vigilia, parece más problemático que puedan aplicarse a la vida y la muerte. Uno se despierta estando dormido, y se duerme estando despierto, sí, pero para decir que los muertos llegan a la vida (o viceversa) hay que suponer que es el alma la que pasa de la muerte a la vida (y viceversa): hay que suponer que el individuo, el yo, es su alma. Pero decir que el alma misma es el sujeto de los cambios de los que estamos hablado da ya por sentado nuestro demonstrandum mayor, a saber, que el alma no se destruye con la muerte. Esto es lo que queremos demostrar, y no vale un argumento que ya lo da por sentado.

En definitiva, estos argumentos cumplen la función de llamar la atención sobre la necesidad de aclarar qué es lo que potencialmente persiste a través de los cambios que una persona experimenta cuando muere. Es necesario arrojar luz sobre la naturaleza del alma antes de considerar si puede ser o no inmortal. Los argumentos siguientes se apoyan en una hipótesis distinta, la existencia de Formas, y terminarán dirigiéndose hacia la clarificación de la naturaleza del alma misma.

2.4. Argumentos a favor de la inmortalidad (II): el argumento de la reminiscencia

Después de examinar con Sócrates los argumentos cíclicos, Cebes señala que la conclusión de que lo vivo procede de lo muerto también parece seguirse de la teoría de Sócrates (expuesta, como vimos, en el Menón) de que aprender es recordar. Esto introduce un nuevo demonstrandum: 

Las dos hipótesis sobre las que va a descansar el argumento son las siguientes:

El argumento que construye Sócrates viene a afirmar que nuestras almas tienen que haber existido y poseído inteligencia antes del nacimiento si es que aprender implica recordar, y que aprender implica esencialmente recordar si es que hay Formas inteligibles. Podemos reconstruirlo de la siguiente manera.

Argumento de la Reminiscencia

P1. Cuando percibimos dos objetos sensibles como iguales, necesariamente los referimos a la Igualdad misma. Pugnan por ser como la Forma, pero son inferiores—no son iguales como lo Igual lo es, porque son y no son iguales.

P2. Para ser capaces de referir objetos sensibles a la Igualdad, es necesario que tengamos un conocimiento previo de la Igualdad misma. Sin ese conocimiento, no podríamos percibir las cosas sensibles como iguales.

P3. Percibimos desde que nacemos.

P4. Inicialmente, no somos conscientes de nuestro conocimiento previo de la Igualdad misma: es al percibir cosas iguales y compararlas con la igualdad misma que nos damos cuenta de que ya la conocíamos.

C1. Nuestro conocimiento de la Igualdad en sí tuvo que adquirirse antes del nacimiento. 

C2. Cuando aprendemos lo que es la Igualdad, en realidad estamos recordando ese conocimiento, que adquirimos antes de nacer, y que teníamos latente y olvidado.

C3. Nuestras almas debieron preexistir, con inteligencia y sabiduría antes de su encarnación en este cuerpo actual.


Frente a los argumentos cíclicos, el argumento de la reminiscencia empieza a decirnos algo acerca de la naturaleza del alma que se reencarna: nos dice que este alma no pierde sus capacidades cognitivas en sus sucesivas reencarnaciones, y que tiene un conocimiento previo de las realidades fundamentales. Además, el argumento sirve para introducir la hipótesis de las Formas, aunque lo hace todavía de manera provisional. Por eso, Sócrates enfatiza el carácter condicional de la conclusión alcanzada, aunque Simmias la dé inmediatamente por buena. La conclusión debe permanecer provisional hasta que la existencia de las Formas se asegure como algo más que una mera hipótesis:


—¿Entonces queda nuestro asunto así, Simmias? —dijo él—. Si existen las cosas de que siempre hablamos, lo bello y lo bueno y toda la realidad de esa clase, y a ella referimos todos los datos de nuestros sentidos, y hallamos que es una realidad nuestra subsistente de antes, y estas cosas las imaginamos de acuerdo con ella, es necesario que, así como esas cosas existen, también exista nuestra alma antes de que nosotros estemos en vida. Pero si no existen, este razonamiento que hemos dicho sería en vano. ¿Acaso es así, y hay una idéntica necesidad de que existan esas cosas y nuestras almas antes de que nosotros hayamos nacido, y si no existen las unas, tampoco las otras? 

—Me parece a mí, Sócrates, que en modo superlativo —dijo Simmias— la necesidad es la misma de que existan, y que el razonamiento llega a buen puerto en cuanto a lo de existir de igual modo nuestra alma antes de que nazcamos y la realidad de la que tú hablas. No tengo yo, pues, nada que me sea tan claro como eso: el que tales cosas existen al máximo: lo bello, lo bueno, y todo lo demás que tú mencionabas hace un momento. Y a mí me parece que queda suficientemente demostrado. 

Platón, Fedón, 76d-77a


2.5. Argumentos a favor de la inmortalidad (III): el argumento de la afinidad 

Independientemente de si logra o no convencernos de que el alma preexistió al nacimiento, el argumento de la reminiscencia es claramente incapaz de satisfacer la petición de Cebes de una demostración de que el alma sigue existiendo después de la muerte con sus capacidades intelectuales intactas. Además, el argumento no contribuye a clarificar la naturaleza del alma. El siguiente argumento, conocido como argumento de la afinidad, intenta cubrir estas dos lagunas. La estrategia básica de este argumento consistirá en examinar qué tipo de cosas están sujetas a dispersión y destrucción y cuáles no, para luego terminar a cuál de estos dos tipos se asemeja más el alma.

La etapa inicial de la discusión va encaminada a establecer la plausibilidad de los dos conjuntos de implicaciones siguientes:

Una vez aceptadas estas implicaciones, Sócrates logra que Cebes concuerde en que las Formas inteligibles son perfectamente constantes e inmutables, mientras que los particulares sensibles están sujetos a cambio constante. Esta división entre dos tipos de entidad se vería reflejada en las dos partes que nos conforman a nosotros, con el cuerpo asemejándose a lo sensible y destructible y el alma siendo más afín a aquellas entidades indestructibles que no pueden captarse mediante los sentidos. Sócrates funda esta asimilación del alma a lo indestructible y el cuerpo a lo indestructible basándose en tres consideraciones:

El alma, en definitiva, es más afín a las entidades fundamentales. Por lo tanto, ha de ser inmortal odice Sócratesprácticamente inmortal:

—Examina, pues, Cebes —dijo—, si de todo lo dicho se nos deduce esto: que el alma es lo más semejante a lo divino, inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y que está siempre idéntico consigo mismo, mientras que, a su vez, el cuerpo es lo más semejante a lo humano, mortal, multiforme, irracional, soluble y que nunca está idéntico a sí mismo. ¿Podemos decir alguna otra cosa en contra de esto, querido Cebes, por lo que no sea así? 

—No podemos. 

—Entonces, ¿qué? Si las cosas se presentan así, ¿no le conviene al cuerpo disolverse pronto, y al alma, en cambio, ser por completo indisoluble o muy próxima a ello? 

—Pues ¿cómo no? 

Platón, Fedón, 80b-80c


El argumento de la afinidad aborda directamente la cuestión de cómo tendría que ser el alma para ser indestructible e inmortal: tendría que ser inmaterial, inextensa, indivisible. Ahora bien, tampoco este argumento está exento de problemas. Para empezar, se trata de un argumento por analogía, con lo cual no se puede decir que sea concluyente. Además, parece obvio que el ejercicio de las capacidades cognitivas del alma implica cambio y movimiento: para que el alma (re)conozca las Formas, tiene que transformarse, con lo cual no podemos decir que sea enteramente inmutable. Una interpretación que salvaría esta objeción es que la inmutabilidad define únicamente a ese estado final en el que el alma alcanza la phrónesis o sabiduría: el alma logra devenir inmortal a través de su asociación con la realidad pura de las Formas, que siempre son lo que son. En el contexto pitagorizante del Fedón, este devenir inmortal puede ser visto como una especie de transformación por la cual el alma vuelve a su estado natural: deviene lo que, en cierto sentido, siempre fue. Esto entronca con la doctrina pitagórica de la purificación, que Platón abraza. Para Platón, en el Fedón, el cuerpo es la cárcel del alma, y si esta logra liberarse del cuerpo volverá, tras la muerte, al reino inteligible que es su morada originaria, y al ejercer sus capacidades sobre esos objetos de conocimiento supremos que son las Formas logrará la felicidad plena. En este camino de purificación, el cuerpo tiene un efecto pernicioso que es, ante todo, cognitivo. Lo que más ata al alma al cuerpo, lo que milita contra su purificación, es que el alma, cuando experimenta placer y dolor violentos en conexión con algún objeto, inevitablemente toma aquello que le genera placer y dolor por lo más real y verdadero, cuando en verdad no lo es. Es pensar con el cuerpo lo que aprisiona al alma, que debe liberarse de su yugo.

2.6. La objeción de Simmias: el alma es la armonía del cuerpo

Una vez Sócrates ha desplegado el argumento de la afinidad y la doctrina de la purificación, Simmias interpone una objeción que, casualmente, constituye la primera aparición en el diálogo de una concepción concreta sobre la naturaleza del alma. Simmias arroja la hipótesis de que el alma podría ser lisa y llanamente la armonía del cuerpo. Si así fuera, el hecho de que el alma sea invisible, incorpórea, bella y divina no implicaría necesariamente su indestructibilidad: la armonía de las cuerdas de una lira también podría describirse como algo invisible, incorpóreo, bello y divino, sin que ello implique que sobreviva a la destrucción de la lira.

La respuesta de Sócrates tendrá una implicación importante para la naturaleza del alma. Sócrates argumenta que ningún alma es más o menos alma que ninguna otra: todas ellas son almas en la misma medida. Si el alma es meramente una armonía, esto implicará que ningún alma será más o menos armónica que otra. Pero esta conclusión contradice la visión común de las cosas, según la cual algunas almas son buenas y otras son malas. Sócrates introduce entonces una distinción crucial: el alma puede exhibir mayor o menor armonía, pero no es, ella misma, una armonía. La armonía no es la naturaleza del alma, sino un atributo que el alma exhibe cuando es buena. 

Sócrates da todavía una segunda respuesta a Simmias: el alma es capaz de controlar y oponerse a los sentimientos del cuerpo, con lo cual no puede ser la armonía del cuerpo. Esta segunda respuesta enfatiza algo que ya se había señalado en el argumento de la afinidad, y que en otras obras Platón identificará como un aspecto esencial de la naturaleza del alma: que esta es un principio de actividad, y que su cometido es gobernar el cuerpo.

2.7. Argumentos a favor de la inmortalidad (IV): el argumento final

Para responder a la objeción de Cebes de que el alma podría acabar a la larga muriendo aunque se reencarne en sucesivas ocasiones, Sócrates indicará que hace falta un examen general de las causas de la generación y la destrucción. Nuevamente, la hipótesis rectoras será la de la existencia de las Formas y la tesis platónica de que para que un objeto sea F tiene que ejemplificar la Forma de la F-idad. El argumento final del Fedón se apoyará en una importante distinción entre diversos modos en los que un objeto concreto puede exhibir una propiedad. Sócrates va a distinguir entre aquellos atributos que una cosa posee necesariamente por ser lo que es y aquellos que no, con el fin de aislar la vida como un atributo que el alma ha de poseer necesariamente.

Según la teoría platónica, cuando uno dice que Simmias es mayor que Sócrates y menor que Fedón, uno quiere decir que Simias participa tanto de la Forma de la grandeza como de la Forma de la pequeñez. Ahora bien, esto no significa que Simmias tenga estas propiedades por el hecho de ser Simmias. Estos atributos son atributos relativos: Simmias es más grande que Sócrates por la pequeñez que Sócrates tiene por relación a la grandeza de Simmias.

Sin embargo, no todas las propiedades son relativas. Hay propiedades que las cosas tienen por el hecho de ser lo que son. Para mostrar cómo esto es así, Sócrates regresa a la discusión acerca de las propiedades opuestas que había vehiculado los argumentos circulares. En primer lugar, señala que, aunque un objeto individual puede crecer o encoger, calentarse o enfriarse, mojarse o secarse, estos atributos no admiten nunca ellos mismos sus opuestos: una toalla puede mojarse o secarse, pero la humedad misma no admite la sequedad, o viceversa. A renglón seguido, Sócrates llama la atención sobre la existencia de objetos que, no siendo ellos mismos opuestos (pues son objetos, y no propiedades), sólo admiten uno de los opuestos, y nunca admitirán el otro. Los ejemplos que pone Sócrates son bastante intuitivos: la nieve  ha de ser siempre fría, y nunca admitirá el calor mientras sea nieve; el fuego, por el contrario, sería incapaz de admitir el frío y seguir siendo fuego; el tres es impar, y nunca podría ser par sin dejar de ser el tres. La frialdad de la nieve, el calor del fuego o el carácter impar del número tres son propiedades que, a diferencia de la grandeza de Simmias en relación a Sócrates, estos objetos tienen por ser lo que son, en virtud de su naturaleza. La frialdad es eternamente fría, la igualdad en sí es eternamente igual, pero además hay objetos que, siendo objetos y no Formas, poseerán determinadas propiedades en tanto en cuanto existan. Estas propiedades les son necesarias por naturaleza

Esta reflexión le permite a Sócrates introducir un principio analítico general: no solo un opuesto no admitirá nunca su opuesto, sino que aquel objeto que introduce un determinado opuesto en alguna cosa en la que entre nunca admitirá el opuesto de lo que introduce. Este principio será empleado para demostrar que la vida es un atributo necesario del alma. El argumento, en resumen, sería el siguiente:

Argumento Final

P1. Ninguno de los contrarios que hay en nosotros puede admitir su contrario. En presencia de un contrario, debe huir o perecer. La toalla se seca, pero no es su humedad la que se seca: la humedad, o huye de la toalla, o perece.

P2. Hay cosas en nosotros que, sin ser idénticas a ningún opuesto, siempre poseen uno de un par de opuestos, pero nunca el otro. Estos vehículos siempre portan la misma propiedad allá donde están presentes y, ante la presencia de la propiedad opuesta, también deben huir o perecer. P.ej.: la nieve perece ante la presencia del calor, el fuego se extingue cuando recibe la lluvia.

P3. El alma es objeto portador de la vida. Como tal, no puede admitir el opuesto de la vida—la muerte. En su proximidad, debe huir o perecer.

P4. Si el alma pereciera, estaría admitiendo el opuesto de la vida. 

C. En la proximidad de la muerte, el alma huye segura al Hades.

2.8. Argumentos a favor de la inmortalidad (IV): la insuficiencia de los argumentos del Fedón y la superioridad del argumento del Fedro

Llegados a este punto, cabría preguntarse si el hecho de que el alma tenga la vida como atributo necesario implica necesariamente que sea indestructible. Parece que para dar el salto a esta conclusión, haría falta aprehender de una vez por todas cuál es la naturaleza o esencia misma del alma. ¿Cuál podría ser la naturaleza del alma, en virtud de la cual a esta le corresponda necesariamente el atributo de la eternidad?

Sin embargo, el Fedón se para aquí. Será en el Fedro y las Leyes donde Platón ofrezca su explicación de la naturaleza del alma como principio automotor. En estos diálogos, la esencia del alma se identifica con su capacidad para el movimiento espontáneo, para iniciar por sí sola cambios en sí misma y en el cuerpo. Cualquier cosa que sea capaz de moverse a sí misma ha de tener la vida como un atributo necesario. Es por ello que el alma está esencialmente viva. 

En consonancia con este razonamiento, Platón presenta en el Fedro (245c-246a) el siguiente argumento deductivo:

P1. Aquello que se mueve a sí mismo, o empezó a moverse en algún momento, o se ha movido siempre.

P2. Es imposible que algo que está quieto empiece a moverse si no lo mueve otra cosa.

C1. Por lo tanto, todo lo que se mueve a sí mismo se ha movido siempre.

P3. Cualquier cosa que se mueva perpetuamente es eterna y no puede ser destruida.

P4. El alma es un principio automotor: tiene la capacidad de moverse a sí misma.

C2. Por lo tanto, el alma se ha movido a sí misma siempre.

C3. Por lo tanto, el alma es eterna y no puede ser destruida.

C4. Por lo tanto, el alma es inmortal.

Este argumento es superior a cualquiera de los argumentos dados en el Fedón porque, a diferencia de ellos, procede deductivamente a partir de una especificación de la naturaleza o esencia del alma. El argumento del Fedro no procede a partir de hipótesis, sino directamente a partir de la comprensión de un primer principio. Cuando entendemos lo que el alma es esencialmente, estamos en una mejor posición para determinar si es o no inmortal.

3. el alma dividida en el fedro y la república


De los argumentos y conjeturas del Fedón emerge una concepción del alma humana fuertemente pitagorizante: el alma preexistió a nuestro nacimiento, habitó originariamente en la región invisible de lo inteligible, donde pudo contemplar las Formas de manera directa, y accidentalmente acaba uniéndose al cuerpo. Este, por su parte, es presentado como la cárcel del alma. Así, aquello a lo que llamamos vida no es en realidad sino una especie de muerte, y nuestra vida—es decir, esta vida mortal—debería ser empleada en volver nuestra mirada hacia lo divino e inmortal que hay en nosotros, es decir, en una purificación del alma con respecto a la influencia corruptora del cuerpo. Hacer filosofía y volver a contemplar las Formas es aprender a morir: aprender a desligarnos del cuerpo en la aspiración de alcanzar un estado más divino y perfecto. Hemos de obrar en vida según nuestra parte más divina, que es la que sobrevive, pues sería absurdo dedicarnos a cuidar lo que se va a morir abandonando lo que vive siempre.

Frente a este ascetismo del Fedón, el Fedro y la República son diálogos que nos ofrecen una visión más matizada y compleja de las relaciones entre el alma y el cuerpo. La enseñanza fundamental de estos diálogos es que el alma no es de una pieza: nuestra existencia corporal conlleva un desgarro en el seno del alma misma, que se nos presenta como dividida en una parte racional, independiente del cuerpo, y en partes no racionales sensibles a lo que el cuerpo pide de nosotros. Platón encuentra evidencia de ello en los conflictos que nos invaden a la hora de tomar decisiones: muchas veces queremos hacer algo y, a la vez, nos resistimos a hacerlo. Este tipo de experiencias ponen de manifiesto que el alma no es algo simple, sino que es un complejo de partes diversas, cada una con su propia modalidad de motivación y de cognición.

Platón defenderá que el alma consta de tres partes diferenciadas. Para hacerlo, apelará al siguiente principio general: una misma cosa no puede causar ni recibir efectos contrarios con respecto a lo mismo, al mismo tiempo, y en el mismo sentido. Con lo cual, cuando en el alma se causan o se reciben efectos contrarios, esto deberá suceder en partes distintas del alma. 

—[…] resulta difícil darse cuenta si en todos los casos actuamos por medio de un mismo género o bien si, por ser tres los géneros, en un caso obramos por medio de uno de ellos, en otro por medio de otro. Por ejemplo: por medio de uno de estos géneros que hay en nosotros aprendemos, por medio de otro somos fogosos y, a su vez, por el tercero deseamos los placeres relativos a la alimentación, a la procreación y todos los similares a ellos. ¿O es acaso por medio del alma íntegra que procedemos en cada uno de esos casos, cuando nos ponemos en acción? […] Intentemos delimitar de estas maneras si las cosas son las mismas entre sí o distintas.

—¿De qué manera?

—Es evidente que una misma cosa nunca producirá ni padecerá efectos contrarios en el mismo sentido, con respecto a lo mismo y al mismo tiempo. De modo que, si hallamos que sucede eso en la misma cosa, sabremos que no era una misma cosa sino más de una.

Platón, República, 435e-436c


Que las partes del alma son tres, ni más ni menos, lo justifica Platón señalando qué tipos de conflictos son los que se dan en el seno de nuestra alma. El primer tipo es el que se da entre nuestros deseos, que nos piden que los satisfagamos, y aquellos razonamientos que nos sugieren que debemos refrenar su satisfacción:

—Por consiguiente, el alma del sediento, en la medida que tiene sed, no quiere otra cosa que beber, y es a esto a lo que aspira y a lo cual dirige su ímpetu.

—Evidentemente.

—En tal caso, si en ese momento algo impulsa su alma sedienta en otra dirección, habría en ella algo distinto de lo que le hace tener sed y que la lleva a beber como una fiera. Pues ya dijimos que la misma cosa no obraría en forma contraria a la misma parte de sí misma, respecto de sí misma y al mismo tiempo.

—No, en efecto.

—Pero podemos decir que hay algunos que tienen sed y no quieren beber.

—Sí, a menudo y mucha gente.

—¿Y qué cabría decir acerca de ella? ¿No será que en su alma hay algo que la insta a beber y que hay también algo que se opone, algo distinto a lo primero y que prevalece sobre aquello?

—Así me parece a mí también.

—Pues bien, lo que se opone a tales cosas es generado, cada vez que se genera, por el razonamiento, mientras que los impulsos e ímpetus sobrevienen por obra de las afecciones y de las enfermedades.

—Parece que sí.

—Pues no sería infundadamente que las juzgaríamos como dos cosas distintas entre sí. Aquella por la cual el alma razona la denominaremos ‘raciocinio’, mientras que aquella por la que el alma tiene hambre y sed y es excitada por todos los demás apetitos es la irracional y apetitiva, amiga de algunas satisfacciones sensuales y de los placeres en general.

Platón, República, 439a-d 

Supongamos que sentimos sed, pero que debemos realizarnos una prueba médica que exige que no ingiramos líquido alguno durante las seis horas previas. Una parte del alma, que Platón denominará apetitiva, demandará que demos satisfacción a nuestro deseo de beber. Pero otra parte, que Platón llama racional (pues es donde residen la capacidad del razonamiento y el cálculo), nos exigirá que refrenemos nuestro deseo a la luz de lo que es bueno o conveniente para nosotros (a saber, que nos realicemos la prueba en circunstancias idóneas).

Este primer tipo de conflicto nos permite ya vislumbrar que en nuestra alma hay una parte que es racional y otra parte que es irracional, cuyas demandas no son fruto del razonamiento o del cálculo sino, sencillamente, de lo que el cuerpo nos pide. Ahora bien, Platón va a defender que ni siquiera en nuestra parte irracional somos de una pieza, pues nuestras propias pasiones pueden entrar, ellas mismas, en conflicto. En la República, esta posibilidad se ilustra con el siguiente ejemplo:

—…En cuanto a la fogosidad, aquello por lo cual nos enardecemos, ¿es una tercera especie, o bien es semejante por naturaleza alguna de las otras dos?

—Tal vez sea semejante a la apetitiva.

—Sin embargo, yo creo en algo que he escuchado cierta vez: Leoncio, hijo de Aglayón, subía del Pireo bajo la parte externa del muro boreal, cuando percibió unos cadáveres que yacían junto al verdugo público. Experimentó el deseo de mirarlos, pero a la vez sintió una repugnancia que lo apartaba de allí, y durante unos momentos se debatió interiormente y se cubrió el rostro. Finalmente, vencido por su deseo, con los ojos desmesuradamente abiertos, corrió hacia los cadáveres y gritó: «Mirad, malditos, satisfaceos con tan bello espectáculo.»

—También yo lo he oído contar.

—Este relato significa que a veces la cólera combate contra los deseos, mostrándose como dos cosas distintas.

—Eso es lo que significa, en efecto.

Platón, República, 439e-440a 

Lo que los griegos llamaban thymós, que en el texto aparece traducido por 'fogosidad' (y que podríamos traducir también como espíritu o ánimo) es una parte pasional del alma que se caracteriza por respuestas emocionales como la cólera, la indignación, el orgullo o la vergüenza, y que se enciende ante todo aquello que responde a cuestiones de honor y de estatus. En el ejemplo que pone Platón, la parte apetitiva del alma de Leoncio se ve arrastrada hacia la contemplación de los cadáveres, pues esta le genera placer. Sin embargo, lo que entra en conflicto con su apetito no es aquí el raciocinio, sino la parte irascible, colérica o fogosa del alma, la cual, sin ser racional, tiene la capacidad de revolverse contra aquellos deseos y pasiones del apetito que la avergüenzan o la humillan. En este revolverse suyo contra las pasiones innobles, el ánimo, la fogosidad, es aliada de la razón:

—Y en muchas otras ocasiones hemos advertido que, cuando los deseos violentan a un hombre contra su raciocinio, se insulta a sí mismo y se enardece contra lo que, dentro de sí mismo, hace violencia, de modo que, como en una lucha entre dos facciones, la fogosidad se convierte en aliado de la razón de ese hombre. No creo en cambio que puedas decir—por haberlo visto en ti mismo o en cualquier otro—que la fogosidad haga causa común con los deseos actuando contra lo que la razón decide.

—No, por Zeus.

—Entiendes muy bien lo que quiero decir. Pero ¿no habrá que considerar algo más?

—¿Qué cosa?

—Que lo que se manifiesta respecto de lo fogoso es lo contrario de lo que creíamos hace un momento. Pues entonces creíamos que era algo apetitivo, mientras que ahora, muy lejos de eso, debemos decir que, en el conflicto interior del alma, toma sus armas en favor de la razón.

—Enteramente de acuerdo.

Platón, República, 440a-e 

Sin embargo, el ánimo es, él mismo, algo distinto de la razón, pues no deja de ser una parte irracional y pasional de nosotros. Esto se pone de manifiesto por el hecho de que los niños y las bestias, sin ser todavía racionales, pueden sin embargo ser fogosos y encolerizarse. Además, en los hombres dotados de razón también es posible que razón y ánimo entren en conflicto. Platón lo ilustra con una anécdota de la Odisea en la que Ulises, al volver a Ítaca, ve a los pretendientes de su esposa Penélope seducir a unas criadas de su palacio y tiene que refrenar la cólera que la escena le produce para no desvelar prematuramente sus planes:

—¿Y es [el ánimo] algo distinto de la razón, o bien es una especie racional, de modo que en el alma no habría tres especies sino dos, la racional y la apetitiva? […]

—Forzosamente sería una tercera especie.

—Sí, siempre que se nos manifieste distinta al raciocinio, tal como se nos manifestó distinta de lo apetitivo.

—Eso no es difícil de ser mostrado—replicó Glaucón—. Ya en los niños se puede advertir que, tan pronto como nacen, están llenos de fogosidad, mientras que, en lo que hace al raciocinio, algunos jamás alcanzan a tenerlo, me parece, y la mayoría lo alcanza mucho tiempo después.

—Por Zeus, lo que dices es muy cierto—contesté—. Incluso en las fieras se ve cuán correctamente es lo que has afirmado. Y además contamos con el testimonio de Homero que hemos citado más arriba [referido a lo que hizo Ulises cuando ve a los pretendientes de Penélope seducir a las criadas]:

golpeándose el pecho, increpó a su corazón con estas palabras

[sopórtalo, corazón; ya otra vez afrontaste algo más horrible]

Allí Homero ha presentado claramente una especie del alma censurando a otra: lo que reflexiona acerca de lo mejor y de lo peor censurando a lo que se enardece irracionalmente.

Platón, La República, 440e-441c

En definitiva, Platón nos sugiere que en nuestra alma residen distintas fuentes de motivación. Algunos de nuestros deseos están guiados por una consideración racional y calculada sobre qué es lo realmente deseablesobre lo mejor y lo peor, sobre qué es lo bueno o digno de desear—, pero otros deseos surgen de partes de nosotros que sencillamente quieren lo que quieren. Platón lo explica postulando que hay partes del alma que están aisladas de la reflexión racional. Ahora bien, no hay una única parte irracional en nosotros, sino dos, y estas partes pueden entrar en conflicto entre ellas. Las partes del alma son, por lo tanto, tres:

Este complejo dibujo de la psicología humana permite a Platón explicar un fenómeno del que Sócrates, desde su compromiso con el intelectualismo moral, era incapaz de dar cuenta: el fenómeno de lo que los griegos llamaban akrasía. El individuo acrático es aquel que es incapaz de actuar conforme a su mejor juicio: el que comprende que lo mejor sería hacer X pero que, por falta de fuerza de voluntad, termina haciendo Y. Sócrates pensaba que quien obraba mal lo hacía por ignorancia, y que el conocimiento de en qué consiste el Bien bastaría para que obrásemos correctamente. Pero si esto fuera así, la akrasía sería imposible: al saber lo que es bueno, inmediatamente nos sentiríamos compelidos a actuar correctamente. La teoría platónica de la tripartición del alma le permite explicar por qué esto no es así: nuestra alma está dividida en tres partes, y puede suceder que estas partes carezcan de armonía. Esto es precisamente lo propio del individuo acrático, que en el esquema platónico sería aquel que no logra armonizar las distintas partes que componen su vida anímica: quizás sea capaz de vislumbrar qué es lo correcto, pero aun así sucumbe al placer o se deja llevar por la ira. 

El estado opuesto a la akrasía es la enkrateía, el gobierno de sí, que constituía para los griegos un ingrediente fundamental de la receta de la buena vida. Para Platón, alcanzar este ideal de autogobierno requerirá de la armonización de las distintas partes del alma. El enkratés, el individuo que se gobierna a sí mismo, será aquel en el que todas las partes del alma funcionan al unísono, haciendo del alma una unidad en sentido pleno. 

Esta unidad la simboliza Platón en el Fedro en la alegoría del carro alado. Nos pide que imaginemos al alma como un carro con alas cuyo auriga tiene que domar a los dos caballos que lo conducen. Uno de ellos es noble y dócil; el otro, innoble y rebelde. Para que el carro se reoriente hacia lo alto y emprenda el vuelo, es necesario que ambos caballos se coordinen entre sí, para lo cual hará falta que el auriga, que representa a la parte racional del alma, dirija sabia y prudentemente al ánimo valeroso (simbolizado por el caballo noble y modere la búsqueda de los placeres del apetito insaciable (representado por el caballo innoble). El gobierno de sí, en definitiva, se alcanza cuando las distintas partes del alma se sincronizan bajo la dirección de la parte racional, que es a la que le corresponde gobernar, y desempeñan de manera excelente sus respectivas funciones. He aquí, el ideal moral platónico, que nos conecta con su concepción de la buena vida.

¿Cómo se puede lograr este ideal? Aunque Platón asigna en parte al temperamento innato el peso relativo que las distintas partes del alma tienen en nosotros, también considera que nuestro comportamiento no está enteramente fijado al nacer, sino que depende en grado no menor de las influencias externas y de nuestra propia labor personal de automantenimiento. Nuestra historia personal tiene un impacto crucial en el modo en que las partes del alma interactúan entre sí, e incluso las partes irracionales son susceptibles a moldeamiento mediante la crianza y el trabajo sobre uno mismo. Por eso la política, la cultura y la paideía (es decir, la educación) serán una preocupación constante en el pensamiento platónico.