Platón: Textos de Clase

A. Conocimiento y opinión, realidad sensible y formas

 

La diferencia entre conocimiento, ignorancia y opinión

—Por lo tanto, tenemos seguridad en esto, desde cualquier punto de vista que observemos:  lo que es plenamente es plenamente cognoscible, mientras que lo que no es no es cognoscible en ningún sentido.

—Con la mayor seguridad.

—Sea. Y si algo se comporta de modo tal que es y no es, ¿no se situará entremedias de lo que es en forma pura y de lo que no es de ningún modo?

—Entremedias.

—Por consiguiente, si el conocimiento se refiere a lo que es y la ignorancia a lo que no es, deberá indagarse qué cosa intermedia entre el conocimiento científico y la ignorancia se refiere a esto intermedio, si es que hay algo así.

—De acuerdo en esto. […]

—Muy bien—asentí—. Es manifiesto que estamos de acuerdo en que la opinión es distinta del conocimiento científico […] Por lo tanto, si lo que es es cognoscible, lo opinable será algo distinto de lo que es.

—Distinto, en efecto.

—¿Se opina entonces sobre lo que no es, o es imposible opinar sobre lo que no es? […].

—No, es imposible.

—¿No es, más bien, que el que opina, opina sobre una cosa?

—Sí. […]

—A lo que no es hemos asignado necesariamente la ignorancia, y a lo que es el conocimiento.

—Y hemos procedido correctamente.

—En tal caso, no se opina sobre lo que es ni sobre lo que no es.

—No, por cierto.

—Por ende, la opinión no es ignorancia ni conocimiento.

—Así parece. […]

—¿Yace entre ambos?

—Sí.

—¿La opinión es, pues, intermedia entre uno y otro?

—Exactamente. […]

Platón, República

 

Que sobre lo sensible sólo cabe opinión

—Admitido esto, podré decir que me hable y responda aquel valiente que no cree que haya algo Bello en sí, ni una Forma de la Belleza en sí que se comporta siempre del mismo modo, sino muchas cosas bellas […]. «Excelente amigo—le diremos—, de estas múltiples cosas bellas, ¿hay alguna que no te parezca fea en algún sentido? ¿Y de las justas, alguna que no te parezca injusta, y de las santas alguna que no te parezca profana?»

—No, necesariamente las cosas bellas han de parecer en algún sentido feas, y así como cualquier otra de las que preguntas. […]

—Por consiguiente, hemos descubierto que las múltiples creencias de la multitud acerca de lo bello y demás cosas están como rodando en un terreno intermedio entre lo que no es y lo que es en forma pura.

—Lo hemos descubierto.

—Pero hemos convenido anteriormente en que, si aparecía algo de esa índole, no se debería decir que es cognoscible sino opinable…

—Lo hemos convenido.

—En tal caso, de aquellos que contemplan las múltiples cosas bellas, pero no ven lo Bello en sí ni son capaces de seguir a otro que los conduzca hacia él, o ven múltiples cosas justas pero no lo Justo en sí, y así con todo, diremos que opinan acerca de todo pero no conocen nada de aquello sobre lo que opinan.

Platón, República

 

La caverna (I): la educación

—Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, qué pasaría si naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz, y al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes. ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora, en cambio está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dificultades y que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran ahora?

—Mucho más verdaderas.

—Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más claras que las que se le muestran?

—Así es.

—Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos?

—Por cierto, al menos inmediatamente.

—Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol.

—Sin duda.

—Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son extraños, sino contemplarlo como es en sí y por si en su propio ámbito.

—Necesariamente.

—Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los años y que gobierna todo en el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que ellos habían visto.

—Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.

Platón, República

 

Las Formas y las cosas sensibles en el Fedón

—Examina ya –dijo él– si esto es de este modo. Decimos que existe algo igual. No me refiero a un madero igual a otro madero ni a una piedra con otra piedra ni a ninguna cosa de esa clase, sino a algo distinto, que subsiste al margen de todos esos objetos, lo igual en sí mismo. ¿Decimos que eso es algo, o nada? 

—Lo decimos, ¡por Zeus! –dijo Simmias–, y de manera rotunda. 

—¿Es que, además, sabemos lo que es? 

—Desde luego que sí –repuso él. 

—¿De dónde, entonces, hemos obtenido ese conocimiento? ¿No, por descontado, de las cosas que ahora mismo mencionábamos, de haber visto maderos o piedras o algunos otros objetos iguales, o a partir de esas cosas lo hemos intuido, siendo diferente a ellas? ¿O no te parece que es algo diferente? Examínalo con este enfoque. ¿Acaso piedras que son iguales y leños que son los mismos no le parecen algunas veces a uno iguales, y a otro no? 

—En efecto, así pasa. 

Platón, Fedón

 

Argumento de la afinidad (I): lo compuesto y lo simple

—¿Le conviene, por tanto, a lo que se ha compuesto y a lo que es compuesto por su naturaleza sufrir eso, descomponerse del mismo modo como se compuso? Y si hay algo que es simple, solo a eso no le toca experimentar ese proceso, si es que le toca a algo. 

—Me parece a mí que así es —dijo Cebes. 

—¿Precisamente las cosas que son siempre del mismo modo y se encuentran en iguales condiciones, estas es extraordinariamente probable que sean las simples, mientras que las que están en condiciones diversas y en diversas formas, esas serán compuestas? 

—A mí al menos así me lo parece. 

Platón, Fedón

 

Argumento de la afinidad (II): lo inmutable y lo sometido a cambio

—Vayamos, pues, ahora —dijo— hacia lo que tratábamos en nuestro coloquio de antes. La entidad misma, de cuyo ser dábamos razón al preguntar y responder, ¿acaso es siempre de igual modo en idéntica condición, o unas veces de una manera y otras de otras? Lo igual en sí, lo bello en sí, lo que cada cosa es en realidad, lo ente, ¿admite alguna vez un cambio y de cualquier tipo? ¿O lo que es siempre cada uno de los mismos entes, que es de aspecto único en sí mismo, se mantiene idéntico y en las mismas condiciones, y nunca en ninguna parte y de ningún modo acepta variación alguna? 

—Es necesario —dijo Cebes— que se mantengan idénticos y en las mismas condiciones, Sócrates. 

—¿Qué pasa con la multitud de cosas bellas, como por ejemplo personas o caballos o vestidos o cualquier otro género de cosas semejantes, o de cosas iguales, o de todas aquellas que son homónimas con las de antes? ¿Acaso se mantienen idénticas, o, todo lo contrario a aquellas, ni son iguales a sí mismas, ni unas a otras nunca ni, en una palabra, de ningún modo son idénticas? 

—Así son, a su vez —dijo Cebes—, estas cosas: jamás se presentan de igual modo. 

Platón, Fedón

 

Argumento de la afinidad (III): la percepción sensible y la meditación

—¿No es esto lo que decíamos hace un rato, que el alma cuando utiliza el cuerpo para observar algo, sea por medio de la vista o por medio del oído, o por medio de algún otro sentido, pues en eso consiste lo de por medio del cuerpo: en el observar algo por medio de un sentido, entonces es arrastrada por el cuerpo hacia las cosas que nunca se presentan idénticas, y ella se extravía, se perturba y se marea como si sufriera vértigos, mientras se mantiene en contacto con esas cosas? 

—Ciertamente. 

—En cambio, siempre que ella las observa por sí misma, entonces se orienta hacia lo puro, lo siempre existente e inmortal, que se mantiene idéntico, y, como si fuera de su misma especie se reúne con ello, en tanto que se halla consigo misma y que le es posible, y se ve libre del extravío en relación con las cosas que se mantienen idénticas y con el mismo aspecto, mientras que está en contacto con estas. ¿A esta experiencia es a lo que se llama meditación? 

Platón, Fedón

 

B. La Inmortalidad del Alma

 

La preexistencia del alma en el Argumento de la Reminiscencia

—Por tanto, ¿reconocemos que, cuando uno al ver algo piensa: lo que ahora yo veo pretende ser como algún otro de los objetos reales, pero carece de algo y no consigue ser tal como aquel, sino que resulta inferior, necesariamente el que piensa esto tuvo que haber logrado ver antes aquello a lo que dice que esto se asemeja, y que le resulta inferior? 

—Necesariamente. 

—¿Qué, pues? ¿Hemos experimentado también nosotros algo así, o no, con respecto a las cosas iguales y a lo igual en sí? 

—Por completo. 

—Conque es necesario que nosotros previamente hayamos visto lo igual antes de aquel momento en el que al ver por primera vez las cosas iguales pensamos que todas ellas tienden a ser como lo igual pero que lo son insuficientemente. 

—Así es. 

—[…] Por consiguiente, antes de que empezáramos a ver, oír, y percibir todo lo demás, era necesario que hubiéramos obtenido captándolo en algún lugar el conocimiento de qué es lo igual en sí mismo, si es que a este punto íbamos a referir las igualdades aprehendidas por nuestros sentidos, y que todas ellas se esfuerzan por ser tales como aquello, pero le resultan inferiores. 

Platón, Fedón

 

El Argumento de la Reminiscencia, resumido

—¿Entonces queda nuestro asunto así, Simmias? —dijo él—. Si existen las cosas de que siempre hablamos, lo bello y lo bueno y toda la realidad de esa clase, y a ella referimos todos los datos de nuestros sentidos, y hallamos que es una realidad nuestra subsistente de antes, y estas cosas las imaginamos de acuerdo con ella, es necesario que, así como esas cosas existen, también exista nuestra alma antes de que nosotros estemos en vida. Pero si no existen, este razonamiento que hemos dicho sería en vano. ¿Acaso es así, y hay una idéntica necesidad de que existan esas cosas y nuestras almas antes de que nosotros hayamos nacido, y si no existen las unas, tampoco las otras? 

—Me parece a mí, Sócrates, que en modo superlativo —dijo Simmias— la necesidad es la misma de que existan, y que el razonamiento llega a buen puerto en cuanto a lo de existir de igual modo nuestra alma antes de que nazcamos y la realidad de la que tú hablas. No tengo yo, pues, nada que me sea tan claro como eso: el que tales cosas existen al máximo: lo bello, lo bueno, y todo lo demás que tú mencionabas hace un momento. Y a mí me parece que queda suficientemente demostrado. 

Platón, Fedón

 

Argumento de la afinidad (IV): lo divino que gobierna y lo mortal que sirve

—Míralo también con el enfoque siguiente: siempre que estén en un mismo organismo alma y cuerpo, al uno le prescribe la naturaleza que sea esclavo y esté sometido, y a la otra mandar y ser dueña. Y según esto, de nuevo, ¿cuál de ellos te parece que es semejante a lo divino y cuál a lo mortal? ¿O no te parece que lo divino es lo que está naturalmente capacitado para mandar y ejercer de guía, mientras que lo mortal lo está para ser guiado y hacer de siervo? 

Platón, Fedón

 

El Argumento de la Afinidad, en resumen

—Examina, pues, Cebes —dijo—, si de todo lo dicho se nos deduce esto: que el alma es lo más semejante a lo divino, inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y que está siempre idéntico consigo mismo, mientras que, a su vez, el cuerpo es lo más semejante a lo humano, mortal, multiforme, irracional, soluble y que nunca está idéntico a sí mismo. ¿Podemos decir alguna otra cosa en contra de esto, querido Cebes, por lo que no sea así? 

—No podemos. 

—Entonces, ¿qué? Si las cosas se presentan así, ¿no le conviene al cuerpo disolverse pronto, y al alma, en cambio, ser por completo indisoluble o muy próxima a ello? 

—Pues ¿cómo no? 

Platón, Fedón

 

El destino del alma del filósofo (I)

—Por lo tanto, el alma, lo invisible, lo que se marcha hacia un lugar distinto y de tal clase, noble, puro, e invisible, hacia el Hades en sentido auténtico, a la compañía de la divinidad buena y sabia, adonde, si dios quiere, muy pronto ha de irse también el alma mía, esta alma nuestra, que es así y lo es por naturaleza, al separarse del cuerpo, ¿al punto se disolverá y quedará destruida, como dice la mayoría de la gente? De ningún modo, queridos Cebes y Simmias. Lo que pasa, de seguro, es lo siguiente: que se separa pura, sin arrastrar nada del cuerpo, cuando ha pasado la vida sin comunicarse con él por su propia voluntad, sino rehuyéndolo y concentrándose en sí misma, ya que se había ejercitado continuamente en ello, lo que no significa otra cosa, sino que estuvo filosofando rectamente y que de verdad se ejercitaba en estar muerta con soltura. 

Platón, Fedón

 

El destino del alma del filósofo (II)

Conocen, pues, los amantes del saber —dijo— que cuando la filosofía se hace cargo de su alma está sencillamente encadenada y apresada dentro del cuerpo, y obligada a examinar la realidad a través de este como a través de una prisión, y no ella por sí misma, sino dando vueltas en una total ignorancia, y advirtiendo que lo terrible del aprisionamiento es a causa del deseo, de tal modo que el propio encadenado puede ser colaborador de su estar aprisionado. Lo que digo es que entonces reconocen los amantes del saber que, al hacerse cargo la filosofía de su alma, que está en esa condición, la exhorta suavemente e intenta liberarla, mostrándole que el examen a través de los ojos está lleno de engaño, y de engaño también el de los oídos y el de todos los sentidos, persuadiéndola a prescindir de ellos en cuanto no le sean de uso forzoso, aconsejándole que se concentre consigo misma y se recoja, y que no confíe en ninguna otra cosa, sino tan solo en sí misma, en lo que ella por sí misma capte de lo real como algo que es en sí. Y que lo que observe a través de otras cosas que es distinto en seres distintos, nada juzgue como verdadero. Que lo de tal clase es sensible y visible, y lo que ella sola contempla inteligible e invisible. Así que, como no piensa que deba oponerse a tal liberación, el alma muy en verdad propia de un filósofo se aparta, así, de los placeres y pasiones y pesares [y terrores] en todo lo que es capaz, reflexionando que, siempre que se regocija o se atemoriza [o se apena] o se apasiona a fondo, no ha sufrido ningún daño tan grande de las cosas que uno puede creer, como si sufriera una enfermedad o hiciera un gasto mediante sus apetencias, sino que sufre eso que es el más grande y el extremo de los males, y no lo toma en cuenta.

Platón, Fedón


C. La tripartición del Alma

 

La tripartición del alma (I): la razón vs. los apetitos

—Pero podemos decir que hay algunos que tienen sed y no quieren beber.

—Sí, a menudo y mucha gente.

—¿Y qué cabría decir acerca de ella? ¿No será que en su alma hay algo que la insta a beber y que hay también algo que se opone, algo distinto a lo primero y que prevalece sobre aquello?

—Así me parece a mí también.

—Pues bien, lo que se opone a tales cosas es generado, cada vez que se genera, por el razonamiento, mientras que los impulsos e ímpetus sobrevienen por obra de las afecciones y de las enfermedades.

—Parece que sí.

—Pues no sería infundadamente que las juzgaríamos como dos cosas distintas entre sí. Aquella por la cual el alma razona la denominaremos ‘raciocinio’, mientras que aquella por la que el alma tiene hambre y sed y es excitada por todos los demás apetitos es la irracional y apetitiva, amiga de algunas satisfacciones sensuales y de los placeres en general.

Platón, República,

 

La tripartición del alma (II): los apetitos vs. el ánimo

—…En cuanto a la fogosidad, aquello por lo cual nos enardecemos, ¿es una tercera especie, o bien es semejante por naturaleza alguna de las otras dos?

—Tal vez sea semejante a la apetitiva.

—Sin embargo, yo creo en algo que he escuchado cierta vez: Leoncio, hijo de Aglayón, subía del Pireo bajo la parte externa del muro boreal, cuando percibió unos cadáveres que yacían junto al verdugo público. Experimentó el deseo de mirarlos, pero a la vez sintió una repugnancia que lo apartaba de allí, y durante unos momentos se debatió interiormente y se cubrió el rostro. Finalmente, vencido por su deseo, con los ojos desmesuradamente abiertos, corrió hacia los cadáveres y gritó: «Mirad, malditos, satisfaceos con tan bello espectáculo.»

—También yo lo he oído contar.

—Este relato significa que a veces la cólera combate contra los deseos, mostrándose como dos cosas distintas.

—Eso es lo que significa, en efecto.

Platón, República

 

La tripartición del alma (III): la razón vs. el ánimo

—¿Y es [el ánimo] algo distinto de la razón, o bien es una especie racional, de modo que en el alma no habría tres especies sino dos, la racional y la apetitiva? […]

—Forzosamente sería una tercera especie.

—Sí, siempre que se nos manifieste distinta al raciocinio, tal como se nos manifestó distinta de lo apetitivo.

—Eso no es difícil de ser mostrado—replicó Glaucón—. Ya en los niños se puede advertir que, tan pronto como nacen, están llenos de fogosidad, mientras que, en lo que hace al raciocinio, algunos jamás alcanzan a tenerlo, me parece, y la mayoría lo alcanza mucho tiempo después.

—Por Zeus, lo que dices es muy cierto—contesté—. Incluso en las fieras se ve cuán correctamente es lo que has afirmado. Y además contamos con el testimonio de Homero que hemos citado más arriba [referido a lo que hizo Ulises cuando ve a los pretendientes de Penélope seducir a las criadas]:

golpeándose el pecho, increpó a su corazón con estas palabras

[sopórtalo, corazón; ya otra vez afrontaste algo más horrible]

Allí Homero ha presentado claramente una especie del alma censurando a otra: lo que reflexiona acerca de lo mejor y de lo peor censurando a lo que se enardece irracionalmente.

Platón, La República, 440e-441c

 

D. La Justicia y las virtudes cardinales

 

El desafío de Glaucón (I): la justicia como convención y mal menor

—Perfectamente —dijo Glaucón—; óyeme hablar sobre aquello que afirmé que lo haría en primer lugar: cómo es la justicia y de dónde se ha originado. Se dice, en efecto, que es por naturaleza bueno el cometer injusticias, malo el padecerlas, y que lo malo del padecer injusticias supera en mucho a lo bueno del cometerlas. De este modo, cuando los hombres cometen y padecen injusticias entre sí y experimentan ambas situaciones, aquellos que no pueden evitar una y elegir la otra juzgan ventajoso concertar acuerdos entre unos hombres y otros para no cometer injusticias ni sufrirlas. Y a partir de allí se comienzan a implantar leyes y convenciones mutuas, y a lo prescrito por la ley se lo llama ‘legítimo’ y ‘justo’. Y éste, dicen, es el origen y la esencia de la justicia, que es algo intermedio entre lo mejor—que sería cometer injusticias impunemente—y lo peor—no poder desquitarse cuando se padece injusticia—; por ello lo justo, que está en el medio de ambas situaciones, es deseado no como un bien, sino estimado por los que carecen de fuerza para cometer injusticias; pues el que puede hacerlas y es verdaderamente hombre jamás concertaría acuerdos para no cometer injusticias ni padecerlas, salvo que estuviera loco. Tal es, por consiguiente, la naturaleza de la justicia, Sócrates, y las situaciones a partir de las cuales se ha originado, según se cuenta. 

Platón, República

 

El desafío de Glaucón (II): que todos seríamos injustos si pudiéramos

—Veamos ahora el segundo punto: los que cultivan la justicia no la cultivan voluntariamente sino por impotencia de cometer injusticias. Esto lo percibiremos mejor si nos imaginamos las cosas del siguiente modo: demos tanto al justo como al injusto el poder de hacer lo que cada uno de ellos quiere, y a continuación sigámoslos para observar adónde conduce a cada uno el deseo. Entonces sorprenderemos al justo tomando el mismo camino que el injusto, movido por la codicia, lo que toda criatura persigue por naturaleza como un bien, pero que por convención es violentamente desplazado hacia el respeto a la igualdad. El poder del que hablo sería efectivo al máximo si aquellos hombres adquirieran una fuerza como la que se dice que cierta vez tuvo Giges, el antepasado del lidio [...] En esto el hombre justo no haría nada diferente del injusto, sino que ambos marcharían por el camino. E incluso se diría que esto es una importante prueba de que nadie es justo voluntariamente, sino forzado, por no considerarse la justicia como un bien individual, ya que allí donde cada uno se cree capaz de cometer injusticias, las comete.

Platón, República

 

La moderación como virtud del hombre y de la ciudad

—La moderación es un tipo de ordenamiento y de control de los placeres y apetitos, como cuando se dice que hay que ser ‘dueño de sí mismo’, no sé de qué modo, o bien otras frases del mismo cuño. ¿No es así?

—Sí.

—Pero eso de ser ‘dueño de sí mismo’ ¿no es ridículo? Porque quien es dueño de sí mismo es también esclavo de sí mismo, por lo cual el que es esclavo es también dueño. Pues en todos estos casos se habla de la misma persona.

—Sin duda.

—Sin embargo, a mí me parece que lo que quiere decir esta frase es que, dentro del mismo hombre, en lo que concierne al alma hay una parte mejor y una peor, y que, cuando la que es mejor por naturaleza domina a la peor, se dice que es ‘dueño de sí mismo’, a modo de elogio; pero cuando, debido a la mala crianza o compañía, lo mejor, que es lo más pequeño, es dominado por lo peor, que abunda, se le reprocha entonces como deshonroso y se llama ‘esclavo de sí mismo’ e ‘inmoderado’ a quien se halla en esa situación.

—Así parece.

—Dirige ahora tu mirada hacia nuestro Estado, y encontrarás presente en él una de esas dos situaciones, pues tendrás derecho a hablar de él calificándolo de ‘dueño de sí mismo’, si es que debe usarse la calificación de ‘moderado’, y ‘dueño de sí mismo’ allí donde la parte mejor gobierna a la peor.

—Al mirarlo, veo que tienes razón.

Platón, La República

 

La correlación entre las virtudes de la ciudad y las virtudes del alma

—Por consiguiente, y aunque con dificultades, hemos cruzado a nado estas aguas, y hemos convenido adecuadamente que en el alma de cada individuo hay las mismas clases—e idénticas en cantidad—que en el Estado.

—Así es.

—Por lo tanto, es necesario que, por la misma causa que el Estado es sabio, sea sabio el ciudadano particular y de la misma manera. [...] Y que por la misma causa que el ciudadano particular es valiente y de la misma manera, también el Estado sea valiente. Y así con todo lo demás que concierne a la excelencia: debe valer del mismo modo para ambos. [...] Y en lo tocante al hombre justo, Glaucón, creo que también diremos que lo es del mismo modo por el cual consideramos que un Estado era justo.

—También esto es necesario.

—Pero en ningún sentido olvidaremos que el Estado es justo por el hecho de que las tres clases que existen en él hacen cada una lo suyo. [...] Debemos recordar entonces que cada uno de nosotros será justo en tanto cada una de las especies que hay en él haga lo suyo, y en cuanto uno mismo haga lo suyo. [...] Y al raciocinio corresponde mandar, por ser sabio y tener a su cuidado el alma entera, y a la fogosidad le corresponde ser servidor y aliado de aquel. [...] Y estas dos especies […] tras haber aprendido lo suyo y haber sido educadas verdaderamente, gobernarán sobre lo apetitivo, que es lo que más abunda en cada alma y que es, por su naturaleza, insaciablemente ávido de riquezas. Y debe vigilarse esta especie apetitiva, para que no suceda que, por colmarse de los denominados placeres relativos al cuerpo, crezca y se fortalezca, dejando de a ver lo suyo e intentando, antes bien, esclavizar y gobernar aquellas cosas que no corresponden a su clase y trastorne por completo la vida de todos. […] Valiente, precisamente, creo, llamaremos a cada individuo por esta segunda parte, cuando su fogosidad preserva, a través de placeres y penas, lo prescrito por la razón en cuanto a lo que hay que temer y lo que no […]. Y sabio se le ha de llamar por aquella pequeña parte que mandaba en su interior prescribiendo tales cosas, poseyendo en sí misma, a su vez, el conocimiento de lo que es provechoso para cada una y para la comunidad que integran las tres. […] Y moderado será por obra de la amistad y concordia de estas mismas partes, cuando lo que manda y lo que es mandado están de acuerdo en que es el raciocinio lo que debe mandar y no se querellan contra él. […] Y será asimismo justo por cumplir con lo que tantas veces hemos dicho.

Platón, La República

 

La justicia como virtud completa del alma

—Y la justicia era en realidad, según parece, algo de esa índole, mas no respecto del quehacer exterior de lo suyo, sino respecto del quehacer interno, que es el que verdaderamente concierne a sí mismo y a lo suyo, al no permitir a las especies que hay dentro del alma hacer lo ajeno ni interferir una en las tareas de la otra. Tal hombre ha de disponer bien lo que es suyo propio, en sentido estricto, y se autogobernará, poniéndose en orden a sí mismo con amor y armonizando sus tres especies simplemente como los tres términos de la escala musical: el más bajo, el más alto y el medio. Y si llega a haber otros términos intermedios, los unirá a todos; y se generará así, a partir de la multiplicidad, la unidad absoluta, moderada y armónica. Quien obre en tales condiciones, ya sea en la adquisición de riquezas o en el cuidado del cuerpo, ya en los asuntos del Estado o en las transacciones privadas, en todos estos casos tendrá por justa y bella—y así la denominará—la acción que preserve este estado de alma y coadyuve a su producción, y por sabia la ciencia que supervise dicha acción. Por el contrario, considerará injusta la acción que disuelva dicho estado anímico y llamará ‘ignorante’ a la opinión que la haya presidido.

Platón, La República

 

La injusticia como ruina del alma

—Lo que nos resta examinar es, creo, qué es más ventajoso, si actuar con justicia, emprender asuntos bellos y ser justo—aun cuando pase inadvertido el que se sea de tal índole—, o si obrar injustamente y ser injusto, aun en el caso de quedar impune y no poder mejorar por obra de un castigo.

—Pero Sócrates, —protestó Glaucón—, me parece que ese examen se vuelve ridículo. Si en el caso de que el cuerpo esté arruinado físicamente se piensa que no es posible vivir […] menos aún será posible vivir en el caso de que esté perturbada y corrompida la naturaleza de aquello gracias a lo cual vivimos, por más que haga todo lo que le plazca. Salvo que se aparte del mal y de la injusticia, y se adquiera, en cambio, la justicia y la excelencia. Pues cada una de estas cosas ha revelado ser tal como la habíamos descrito.

Platón, La República

 

E. La Política

 

La necesidad del gobierno de los filósofos

—Después de esto, me parece que hemos de intentar indagar y mostrar qué es lo que actualmente se hace mal en los Estados, por lo cual no están gobernados del modo que el nuestro, y con qué cambios—los mínimos posibles—llegaría un Estado a este modo de organización política…

—Completamente de acuerdo.

—Con un solo cambio, creo, podría mostrarse que se produce la transformación, aunque no sea un cambio pequeño ni fácil…

—¿Cuál es?

—… A menos que los filósofos reinen en los Estados, o los que ahora son llamados reyes y gobernantes filosofen de modo genuino y adecuado, y que coincidan en una misma persona el poder político y la filosofía, y que se prohíba rigurosamente que marchen separadamente por cada uno de estos dos caminos las múltiples naturalezas que actualmente hacen así, no habrá, querido Glaucón, fin de los males para los Estados ni tampoco, creo, para el género humano; tampoco antes de eso se producirá, en la medida de lo posible, ni verá la luz del sol, la organización política que ahora cavamos de describir verbalmente.

Platón, La República, 473b-e

 

La caverna (II): la imposibilidad del gobierno de los filósofos

—Piensa ahora esto: si [el esclavo que se liberó y emergió a la superficie] descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?

—Sin duda.

—Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran?

—Seguramente.

— […] Pues bien, mira si me das también la razón esto: no hay que asombrarse de que quienes han llegado allí no estén dispuestos a ocuparse de los asuntos humanos, sino que sus almas aspiran a pasar el tiempo arriba; lo cual es natural, si la alegoría descrita es correcta también en esto.

—Muy natural.

—Tampoco sería extraño que alguien que, de contemplar las cosas divinas, pasara a las humanas, se comportase desmañadamente y quedara en ridículo por ver de modo confuso y, no acostumbrado aún en forma suficiente a las tinieblas circundantes, se viera forzado, en los tribunales o en cualquier otra parte, a disputar sobre sombras de justicia o sobre las figurillas de las cuales hay sombras, y a reñir sobre esto del modo en que esto es discutido por quienes jamás han visto la Justicia en sí.

—De ninguna manera sería extraño.

—[…] ¿ Y no es también probable, e incluso necesario a partir de lo ya dicho, que ni los hombres sin educación ni experiencia de la verdad puedan gobernar adecuadamente alguna vez el Estado, ni tampoco aquellos a los que se permita pasar todo su tiempo en el estudio, los primeros por no tener a la vista en la vida la única meta a que es necesario apuntar al hacer cuanto se hace privada o públicamente, los segundos por no que­rer actuar, considerándose como si ya en vida estuvie­sen residiendo en la Isla de los Bienaventurados?

—Verdad.

 Platón, República