La antropología tomista: cuerpo y alma

La Antropología tomista

1. El puesto del hombre en la scala naturae

Como sucede en el resto de aspectos de su filosofía, la concepción que Santo Tomás tiene del hombre intenta conciliar la visión platónico-agustiniana del cristianismo medieval con lo aprendido en la obra de Aristóteles. Así, aunque su esquema de comprensión del ser humano es aristotélico, Santo Tomás no puede aceptar, como sí hace Aristóteles, que el alma sea inseparable del cuerpo: Tomás considera que el alma es inmortal y creada directamente por Dios.

Ya hemos visto que para Tomás los seres del mundo están ordenados jerárquicamente. En la cima del orden universal hay formas separadas, que no son formas de nada: se trata de Dios y de los ángeles. Cerca de la base de la jerarquía hay formas que configuran la materia, pero que no pueden existir independientemente, aparte de los compuestos corporales que informan. Tal es el caso de las formas de las cosas inanimadas, o de los seres vivos no racionales. Estas formas informan la materia, pero cuando el compuesto deja de existir, las formas dejan de existir también.

Pues bien, el ser humano se sitúa en el límite entre las sustancias corpóreas y las sustancias puramente espirituales. Como los ángeles, las almas humanas son subsistentes, pueden existir por sí mismas; pero como las formas de las cosas inanimadas, las almas configuran la materia. Las almas humanas son las únicas formas del mundo material que constituyen entidades individuales; tienen, por lo tanto, existencia personal, y pueden subsistir por sí mismas, como los ángeles inmateriales. Sin embargo, el alma humana existe en el compuesto al que da forma, y viene a la existencia con tal compuesto: no preexiste al cuerpo, sino que viene a la existencia unido a él.

2. El Alma Humana

La distinción entre cuerpo y alma es un caso especial de la distinción entre materia y forma, la cual, a su vez, es un caso especial de la distinción entre potencia y acto. El alma es la forma del cuerpo. Como lo que distingue a los seres vivos de los inertes es el alma, se la puede definir también como el primer principio de la vida en aquellas cosas que poseen vida. El alma, por tanto, no es una sustancia inmaterial, sino meramente la forma de un cuerpo vivo—cuerpos que, por definición, poseen alma.

Las almas son, pues, un tipo de forma entre otras. Lo que distingue a los seres que tienen esta forma—es decir, a los seres vivos—es que tienen el poder de moverse a sí mismos, o dicho de otro modo, que tienen en sí mismos el principio de su propia actividad. Podría parecer que esto se contradice con la doctrina que ya hemos visto de que todo lo que se mueve es movido por otros, pero no es así: en los seres vivos, siempre es una parte la que mueve a las demás y, en última instancia, es Dios el que mantiene a los seres vivos—como al resto de cosas—en movimiento.

La clave de la diferencia entre seres inertes y seres vivos residiría en la distinción entre causación transeúnte e inmanente. La causación inmanente empieza y permanece en el propio agente y suele involucrar un cambio orientado a su crecimiento o su autoperfección. En cambio, la causación transeúnte se orienta hacia fuera y suele tener como fin un efecto externo. Ejemplo del primero sería la digestión de un animal; de lo segundo, la caída de una roca. Lo que caracteriza a los seres vivos es que—aunque también puedan operar como causas transeúntes—sólo ellos tienen capacidad de causación inmanente. El ser vivo lleva a cabo actividades orientadas a su propio florecimiento y perfeccionamiento: presenta una teleología inmanente, que no puede ser explicada en términos puramente mecánicos.

Las plantas y los animales, al igual que el ser humano, tienen alma. Las almas vegetativas de las plantas les confieren la facultad de nutrirse, crecer y reproducirse. El alma sensitiva de los animales les proporciona, además, sensibilidad, locomoción y apetito sensible—es decir, la capacidad de orientarse hacia fines que la sensibilidad presenta como placenteros y rehuir fines que la sensibilidad presenta como nocivos. 

El alma racional humana, por añadidura, posee entendimiento y voluntad: la capacidad de captar conceptos abstractos y razonar con base en ellos, así como de elegir libremente entre posibles cursos de acción sobre la base de lo que el entendimiento conoce aprehende como bueno o malo. Todo ello casa con la concepción jerárquica que Tomás tiene de la estructura de la realidad. Los organismos vivos, al igual que otros objetos naturales, están ordenados a determinados fines. Estos fines tienen una estructura jerárquica: unos están subordinados a otros. Los fines naturales distintivos del ser humano vienen dados por esas dos facultades superiores que son el entendimiento y la voluntad

La capacidad del entendimiento para conocer la verdad se realiza tanto más cuanto más y mejor conozcamos las causas subyacentes a todo lo real. Como la verdad más profunda acerca del mundo es que este es causado y sostenido por Dios, el conocimiento de Dios es el más alto cumplimiento al que puede llegar el entendimiento humano. Y como el fin natural de la voluntad es elegir de un modo que facilite la realización de nuestros fines naturales en tanto que seres humanos, el más alto cumplimiento de nuestra libre voluntad es vivir de un modo que favorezca y facilite la contemplación divina. Todas las facultades vegetativas y sensitivas del alma están subordinadas a estos fines más generales del entendimiento y la voluntad. Son estos—entendimiento y voluntad—los que distinguen al hombre dentro de la creación y nos hacen ser imagen divina.

3. El Entendimiento y el conocimiento humano

El fin natural del entendimiento, como hemos dicho más arriba, es el conocimiento de la verdad. En su explicación del conocimiento, Santo Tomás es fiel a la tradición aristotélica: 

Sensibilidad y entendimiento

Mientras que la sensibilidad sólo conoce singulares, el entendimiento nos permite conocer universales; además, la sensibilidad conoce sólo cosas corpóreas, mientras que el entendimiento puede conocer cosas incorpóreas como la verdad o la justicia. Con todo, Tomás reconoce que todo nuestro conocimiento pasa por la experiencia, y que incluso nuestros conceptos universales precisan de un proceso previo de abstracción.

Para Tomás, por tanto, todo conocimiento empieza con la sensibilidad. Nuestra potencia para el conocimiento sensible se actualiza cuando las cosas sensibles impresionan los sentidos. En ese momento, surge en el alma una forma sensible denominada especie sensible impresa. 

Estas especies sensibles no son todavía objeto de conocimiento. Después de ser captadas por los distintos sentidos externos, han de ser sintetizadas y unificadas por el  sentido común y procesadas por la imaginación, dando lugar a la formación de imágenes o fantasmas. Estas imágenes son siempre particulares e individuales. La imagen que yo me pueda hacer de un triángulo es siempre concreta: el triángulo será isósceles, escaleno o equilátero, inevitablemente. Sin embargo, yo me puedo formar un concepto universal de lo que es un triángulo en general y comprenderlo con claridad. Un concepto como este surge a partir de la operación del entendimiento sobre las imágenes que le sirven como materia bruta. 

Siguiendo la tradición aristotélica, Tomás distingue un entendimiento agente y otro paciente: 

Santo Tomás no es un empirista, pues no cree que la experiencia sensible se baste a sí misma para el conocimiento intelectual. Pero tampoco es iluminista como San Agustín: el entendimiento agente, por sí mismo, tampoco basta para adquirir conocimiento. El conocimiento precisa tanto del input de las especies sensibles como de la actividad de la luz intelectual del entendimiento agente, que es reflejo de la luz increada del entendimiento divino. El conocimiento universal precisa de conceptos universales, y aunque estos solo existen en el entendimiento, sin las imágenes sensibles no seríamos capaces de obtenerlos.

Una última aclaración: podría parecer que lo que Tomás nos ofrece aquí es un ejemplo de lo que en filosofía de la percepción llamamos realismo indirecto. Según los realistas indirectos, aunque nuestro conocimiento tenga origen en la realidad, lo que percibimos directamente no es la realidad misma, sino nuestras representaciones mentales. Nada más lejos de la realidad, sin embargo: para Tomás, lo que conocemos es siempre la realidad misma, y no meras representaciones. Es cierto que cuando yo percibo un gato mi percepción imprime una imagen del gato en mi mente, pero la imagen no es el objeto de mi percepción, sino el medio a través del cual percibo al gato mismo. Del mismo modo, cuando pensamos en gatos en general, el concepto de GATO no es el objeto de nuestro pensamiento, sino el medio a través del cual pensamos acerca de los gatos mismos. Ni las especies sensibles ni las especies inteligibles son representaciones subjetivas, distintas de las cosas representadas, cuya relación con esas cosas sería como la relación que tiene la palabra con su referente. Más bien, cuando conocemos algo (ya sea mediante la sensación o mediante el entendimiento) lo que sucede es que la forma misma de la cosa pasa a estar en la mente. No hay, por tanto, dos cosas, una representación subjetiva y un objeto externo—lo cual haría surgir la cuestión de cómo representación y cosa entran en contacto entre sí—sino que hay una única cosa, la forma, que existe al unísono de dos modos: entitativamente, en la cosa conocida, e intencionalmente, en el entendimiento. Lo que distingue al entendimiento de las cosas materiales, como veremos, es que, a diferencia de ellas, el entendimiento puede recibir múltiples formas y, cuando conoce algo, la forma misma de lo conocido está simultáneamente en el entendimiento.

Operando con conceptos: comprensión, juicio y razonamiento

Es importante subrayar que el conocimiento humano no culmina con la abstracción. En este momento estamos todavía ante un conocimiento meramente abstracto y conceptual: un conocimiento de esencias universales, pero no de cosas concretas. Para aprehender la realidad concreta misma de manera inteligible es preciso volver a las imágenes y aplicar a ellas nuestros conceptos universales. Esta aplicación sucede en el juicio, en el cual se afirma o se niega la pertenencia de una propiedad (predicado) a una cosa (sujeto).

En realidad, el entendimiento realiza tres operaciones:

Aunque la abstracción proporcione conceptos al entendimiento, las esencias expresadas por esos conceptos sólo son debidamente conocidas cuando hemos descubierto las propiedades, accidentes y disposiciones que están asociadas con ellas. Este conocimiento se expresa en juicios, y la verdad de esos juicios sólo se conoce científicamente cuando son aceptadas como conclusión de una demostración. Los únicos juicios que no necesitan ser demostrados son los primeros principios, pues son evidentes de por sí.

Según Santo Tomás, la ciencia no procede por deducción a partir de primeros principios autoevidentes, sino que comienza con juicios acerca del mundo sensible que nos rodea para luego analizarlos y reducirlos a sus principios explicativos últimos. Sólo una vez hecho esto la ciencia puede presentarse razonada y sistemáticamente como un cuerpo organizado de conocimientos sobre un ámbito de la realidad. Ahí, en la universalidad y necesidad de la ciencia sistemáticamente construida, está la perfección del conocimiento. Obviamente, para Santo Tomás la Ciencia con mayúsculas será la Teología, cuyo primer principio ordenador será Dios mismo.

La teoría de la verdad y el carácter discursivo del conocimiento humano

El fundamento de toda la teoría del conocimiento de Santo Tomás es una metafísica en la que el primer principio de la existencia es un Dios omnisciente, omnipotente, perfectamente bueno, cuyas criaturas racionales no podrían haber sido creadas de manera que estuviesen siempre erradas sobre el resto de la creación. Este fundamento divino es el que sostiene la teoría tomista de la verdad, que pasamos a exponer ahora.

La verdad, según Santo Tomás, puede inscribirse en dos ámbitos. Tenemos, por un lado, la verdad de las cosas: las cosas son verdaderas sencillamente en tanto que se nos dan (ya hemos visto que la verdad es un trascendental del ser). Esta verdad de las cosas se debe a que han sido producidas por un entendimiento: las artificiales, por el entendimiento humano, y las cosas en general, por el entendimiento divino. Y es que la verdad está en la mente (humana o divina) que conoce la cosa, pero también en la propia cosa, en tanto que producto de la concepción de alguna mente.

Por otro lado, está la verdad del entendimiento. Aquí, la verdad se entiende como adequatio intellectus et rei (adecuación del entendimiento con las cosas). El entendimiento está en la verdad cuando está conforme con la cosa, es decir, cuando adopta la misma forma que ella. Esto se produce inicialmente en la comprensión, cuando en nuestro entendimiento paciente formamos el concepto de la cosa. Aquí, la verdad consiste en la presencia de la esencia de las cosas en el entendimiento. Pero esto no implica que la mente conozca también que esa adecuación se da. Tal conocimiento se da en el juicio.

Un juicio es verdadero cuando el predicado que atribuimos al sujeto se corresponde con algún atributo inherente a la sustancia concebida mediante el sujeto. Aquí no se trata de un concepto que se corresponde a una cosa exterior, sino de dos conceptos relacionados afirmativa o negativamente.

Para Santo Tomás el verdadero conocimiento de la realidad se produce en el juicio, porque es al dividir y separar, al afirmar determinadas propiedades de un sujeto o negarlas, cuando tomamos conciencia de cómo son las cosas. En esto, el entendimiento humano y el entendimiento divino se distinguen netamente. Dios aprehende en un solo acto la esencia de todas las cosas. Además, no las conoce como un espectador, sino como su causa absoluta. El entendimiento finito del hombre, en cambio, ha de funcionar discursivamente. Aprehendemos las cosas en sucesivos actos temporales de composición y división. Estos actos son afirmaciones y negaciones que se expresan mediante juicios —juicios que encadenamos y fundamentamos a través de razonamientos—.

Precisamente por ser el conocimiento humano discursivo y razonador, puede darse en él el error. Ya hemos visto que en la abstracción el entendimiento es informado por las mismas formas que encontramos en los objetos: aquí, por tanto, no es posible el error. Pero nuestro entendimiento sí puede engañarse en el juicio y en el razonamiento, estableciendo relaciones allí donde no las hay. Con respecto a las cosas simples no hay engaño, sino a lo sumo desconocimiento; es al componer cuando caemos en el error.

* * *

Cerramos con esto el círculo en nuestra explicación de la teoría del conocimiento de Santo Tomás. Para nuestro autor, el conocimiento supremo al que puede aspirar el hombre es la ciencia, entendida al modo aristotélico: como saber demostrativo que procede mediante razonamientos deductivos a partir de primeros principios. El supremo saber humano tiene que ser un saber de este tipo porque nuestra mente finita no puede aprehender la realidad de manera inmediata, como hace Dios, sino que tiene que proceder de manera discursiva, a través de juicios. Y como en el juicio podemos errar, es preciso que fundamentemos nuestros juicios en principios firmes e incontrovertibles. Y esto es lo que hacemos, precisamente, al construir demostrativamente la ciencia sobre la base firme que proporcionan los primeros principios.

4. la voluntad y la acción humana

La teoría de la acción humana de Santo Tomás también está enraizada en la filosofía aristotélica. Afirmaba Aristóteles que todo compuesto hilemórfico tiene algún tipo de inclinación natural asociada con su esencia, con su forma. Así, señala Santo Tomás que también el alma humana determina en el ser humano una serie de inclinaciones naturales, a las que denominamos apetitos: por ejemplo, es connatural al hombre el buscar alimento. Como nuestra alma tiene funciones sensitivas y funciones racionales, tenemos apetitos sensibles o pasiones (por ejemplo, hacia los dulces) y apetitos racionales o voliciones (por ejemplo, hacia la comida baja en grasa). 

En los seres humanos, la «sensualidad» es un racimo de inclinaciones a las que el hombre está sujeto por su naturaleza animal. En cuanto a la voluntad, Santo Tomás la entiende como la facultad de querer (o rehuir) aquello que el entendimiento aprehende racionalmente. La actividad del entendimiento que se orienta a la determinación de la voluntad es el razonamiento práctico. El razonamiento, recordemos, es la capacidad de encadenar juicios, basando la verdad de unos en la verdad de otros. En el razonamiento teórico llegamos a conclusiones verdaderas sobre cómo son las cosas. En el razonamiento práctico, en cambio, el pensamiento inteligente se orienta a la formulación de juicios razonables y verdaderos sobre qué hacer. El razonamiento práctico culmina en la formación de intenciones y en la elección de cursos de acción.

La actividad central de la razón práctica es la deliberación sobre qué hacer. Esta actividad existe porque, y en la medida en que, nuestra voluntad es realmente libre. Uno no tendría necesidad de deliberar a menos que se enfrentara a posibilidades atractivas alternativas para la acción entre las cuales debe elegir (en el sentido de que no puede hacer ambas al mismo tiempo, si es que puede hacer alguna) y puede elegir. La posición de Tomás no es que todas nuestras actividades sean libremente elegidas: de hecho, hay «actos de la persona humana», quizás bastante frecuentes, que no son «actos humanos» en el sentido central (libremente elegidos), sino más bien espontáneos y no deliberados. Tampoco es que los actos elegidos deban ser precedidos inmediatamente por la elección: muchos de nuestros actos son la ejecución de elecciones que se hicieron en el pasado y que no necesitan ser renovadas o repetidas ahora, ya que no aparece ninguna opción alternativa atractiva. Lo que nos viene a decir Tomás es que uno puede estar (y a menudo está) en una posición tal que, confrontado por dos o más posibilidades atractivas, no hay nada dentro o fuera de la propia constitución personal que determine la elección, excepto la elección misma. Por razones análogas a las postuladas por Agustín, Tomás entiende que Dios nos da libre albedrío, con lo cual la voluntad está abierta a varios fines posibles intelectualmente aprehendidos. Tomás insiste en que, si no hubiera tal libertad y autodeterminación, no podría haber responsabilidad (culpa, mérito, etc.), y ningún sentido o contenido para cualquier deber en el que la ética esté involucrada.

La voluntad, por lo tanto, es causa libre de aquellas acciones que están informadas por el juicio resultante de la actividad deliberativa de la razón práctica. Para Tomás, las acciones voluntarias humanas responderían al siguiente proceso:

Para Santo Tomás, todos los seres humanos tenemos la volición de alcanzar la felicidad. Esto no es algo elegible: es nuestra inclinación natural. Ahora bien, dado que somos libres, el movimiento de nuestra voluntad no está determinado a buscar la felicidad en una cosa o en otra en concreto. Como veremos más adelante, es el entendimiento el que debe determinar en qué consiste la verdadera felicidad.

5. Inmaterialidad e Inmortalidad Del Alma

Como las operaciones del alma vegetativa y sensitiva dependen enteramente de la materia para su funcionamiento, las almas de plantas y animales perecen con la destrucción de los cuerpos. Las funciones vegetativas y sensitivas del alma humana también dependen de la materia. En cambio, el entendimiento y la voluntad son vistos por Santo Tomás como esencialmente inmateriales. Esto no solo atribuye mayor dignidad al alma humana, sino que implica que únicamente ella goza de una especie de inmortalidad natural.

Para Santo Tomás, la inmortalidad del alma humana es un preámbulo de la fe, es decir, una verdad racionalmente demostrable. La razón fundamental sobre la que descansa esta demostración es la verdad de que el entendimiento humano es inmaterial. Tomás dará dos argumentos para sostener que esto es así.

Primer argumento a favor de la inmaterialidad del alma racional

Hemos visto cómo, al conocer, el entendimiento «incorpora» la forma de aquello que conoce. Esta capacidad muestra que el entendimiento posee «potencias» de las que las cosas materiales carecen. En particular, el entendimiento puede tomar la forma de otras cosas que no son él mismo sin perder por ello su propia forma. 

Ya hemos visto que cuando el entendimiento aprehende algo, es una forma y la misma la que existe en la cosa conocida y en el entendimiento que la conoce. Supongamos que el entendimiento fuera una cosa material. Si así fuera, el hecho de que las formas de las cosas conocidas existieran en el intelecto significaría que estas formas existirían en una cosa material. Pero que una forma exista en una cosa material equivale a que esa cosa material sea el tipo de cosa del que la forma es forma. Así, conocer un gato equivaldría a convertirse en un gato. Y si al conocer el gato nuestro entendimiento se convirtiera en gato, perdería la capacidad de recibir otras formas nuevas. Si el entendimiento fuera material, por tanto, el hecho de conocer una cosa «impediría que pudiera conocer ninguna otra cosa más». Como esto es absurdo, no cabe más que deducir que el entendimiento ha de ser inmaterial.

Podemos reconstruir el argumento de la siguiente manera:

Primer argumento a favor de la inmaterialidad del entendimiento

P1. El entendimiento puede tomar la forma de otras cosas que no son él mismo sin perder por ello su propia forma esencial como entendimiento (y, por tanto, sin perder su capacidad esencial de tomar cualquier forma).

P2. [Supuesto para reducción al absurdo] El entendimiento es material

C1. Cuando el entendimiento conoce una forma, esta forma existe en una cosa material.

P3. Cuando una forma F existe en una cosa material, esa cosa material es F [p.ej., cuando el negro existe en la camiseta, la camiseta es negra].

P4. Cuando una cosa material pasa de no ser F a ser F, pierde su forma anterior [p.ej., cuando tiño la camiseta de negro, deja de ser blanca].

C2. Cuando el entendimiento conoce una forma, pierde su propia forma esencial como entendimiento (y, por tanto, su capacidad esencial de tomar cualquier forma) [contradicción con P1].

C3. [Cancelación del supuesto de P2] El entendimiento es inmaterial.

Segundo argumento a favor de la inmaterialidad del alma racional

En virtud de ser universales, los objetos del entendimiento no pueden ser materiales, pues toda cosa material es particular y no universal. Pero si el objeto de conocimiento del entendimiento es inmaterial, entonces el entendimiento tiene que ser inmaterial también. Pues los universales son necesariamente perfectos, y las cosas materiales no pueden recibir formas perfectas.

Segundo argumento a favor de la inmaterialidad del entendimiento

P1. Los objetos de conocimiento del entendimiento son universales y perfectos.

P2. Todo objeto material es particular.

P3. Ningún objeto material recibe formas perfectas

C1. Los objetos de conocimiento del entendimiento son inmateriales.

C2. El entendimiento es inmaterial.

De la inmaterialidad del entendimiento a la inmortalidad del alma humana

Si el entendimiento es inmaterial, el alma humana es, a diferencia de las almas de animales y plantas, una forma subsistente. Posee su ser y su operatividad en sí, independientemente del cuerpo. Pues incluso cuando está unida al cuerpo, los actos intelectivos y volitivos son independientes de ningún órgano material.

Al ser subsistente, el alma humana es capaz de existir aparte de la materia que informa—es decir, es capaz de sobrevivir a la muerte corporal. Las cosas materiales perecen porque pierden sus formas. Pero una forma no puede perder su forma, pues ella misma es una forma. Las formas de animales, plantas o rocas no persisten tras su desaparición, pues no son subsistentes—nuestro entendimiento las abstrae de su materia al conocerlas, pero esas formas, como tales, no son capaces de existir con independencia de la materia a la que están asociadas. Pero el alma humana es una forma subsistente, que opera como un particular concreto con independencia de la materia, incluso cuando está unida a ella. El alma humana no puede cesar de existir por su propia naturaleza, y sólo la intervención directa divina podría destruirla.

Esta doctrina de la subsistencia del alma no implica, sin embargo, que el alma humana separada sea una sustancia en sentido estricto. El alma separada del cuerpo es para Tomás una sustancia incompleta, y no es en sí misma una persona: la identidad personal viene dada por alma y cuerpo, no por alma únicamente. La subsistencia del alma no implica la supervivencia personal, pero es uno de los dos prerrequisitos para la vuelta a la vida de la persona en el Reino de Dios. El otro prerrequisito es, obviamente, la resurrección de los cuerpos—algo que, a diferencia de la persistencia del alma, no puede suceder de manera natural, sino únicamente a través de la intercesión de la gracia divina.