La naturaleza humana y la felicidad

La naturaleza humana y la felicidad

1. Cuerpo y alma en el pensamiento agustiniano

Al igual que Platón, y a diferencia de Aristóteles, San Agustín tiene una concepción dualista del ser humano. Para él, las personas somos seres compuestos por un alma que se sirve de un cuerpo, y por el cuerpo que le sirve de instrumento. De naturaleza espiritual e inmortal, el alma vivifica el cuerpo, lo gobierna y cuida de él. Al morir el cuerpo, el alma, si ha sido bendecida por la Gracia, irá al encuentro de Dios, de quien ha recibido el ser.

El dualismo agustiniano difiere del platónico en algunos aspectos. El primero es su consideración del cuerpo: si Platón desvalorizaba al cuerpo motejándolo de «prisión del alma», Agustín, en cambio, no va a ofrecernos, de entrada, una valoración negativa del cuerpo. En tanto que creada por Dios, toda la materia es buena, y el cuerpo no es una excepción. Más adelante veremos que para San Agustín el mal no tiene existencia sustantiva: no es más que ausencia de ser (y por lo tanto ausencia de bien). El cuerpo, por sí mismo, no puede ser un mal; no le ha sido impuesta al alma como una condena. Sin embargo, es cierto que el cuerpo puede devenir una cárcel para el alma. Pero esto sucede a causa de la Caída, del Pecado Original, como veremos más adelante.

Otra novedad del pensamiento agustiniano reside en su especial atención a la interioridad de la vida espiritual del alma, y en el papel que le asigna a esta vida interior en el conjunto de su filosofía. Para San Agustín, el alma no ha de buscar la verdad en el mundo externo, sino dentro de sí misma. El interior del hombre es el seno de la verdad del ser, del conocer y del querer.

2. EL HOMBRE COMO PERSONA

Al preguntarse por la naturaleza humana, el pensamiento griego había adoptado siempre una perspectiva genérica, que se cuestiona qué es aquello que nos define en tanto que miembros de nuestra especie —es decir, que reflexiona sobre lo que todos los seres humanos tenemos en común y nos define como tales—. El pensamiento cristiano abre una perspectiva nueva: plantea una pregunta, no ya acerca del hombre como género, sino sobre el yo como individuo único e irrepetible.

El cristianismo descubre el concepto de persona, que será más tarde definido como «rationalis naturae individua substantia»: sustancia individual racional. El vocablo persona no designa un «qué», sino un «quién». No designa una naturaleza común, sino una identidad individual e incomunicable. Si la naturaleza humana es universal, común a todos nosotros, la identidad personal es privada, única, irrepetible e intransferible.

Agustín, con su reflexión sobre la vida interior, contribuye a la forja de este concepto de persona. Recordemos que la que quizás sea su obra más célebre, las Confesiones, es una autobiografía intelectual que reconstruye la trayectoria interior que le llevó a abrazar la fe cristiana. La reflexión agustiniana se construye en primera persona, y él mismo es el protagonista de su filosofía, en tanto que observador y en tanto que observado: «yo mismo me había convertido en un gran problema para mí». El «yo mismo» es un problema debido a las tensiones y los desgarramientos que padece la voluntad, cuando se enfrenta a la voluntad de Dios. La problemática religiosa, el enfrentarse la voluntad humana contra la voluntad divina, es lo que nos lleva por tanto al descubrimiento del «yo» como persona.

3. EL HOMBRE, IMAGEN DE DIOS

En su interior, en su realidad personal más profunda, el hombre se descubre a sí mismo como imagen de Dios y de la Trinidad. Es en la medida en que refleja las tres personas de la Trinidad y su unidad que el hombre se convierte él mismo en persona. Señala Agustín que nuestra vida interior está conformada por pensamiento, conocimiento y amor, que son reflejo, respectivamente, de las personas del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: «Yo soy, yo conozco, yo quiero. Soy en cuanto sé y quiero; sé que soy y quiero; quiero ser y saber». Estos tres aspectos se manifiestan en tres facultades del alma: la memoria (que vincula pasado y presente para generar una identidad), la inteligencia (que nos proyecta en la búsqueda de la verdad) y la voluntad (que nos empuja a amar a Dios y nos impulsa hacia la felicidad). Sin embargo, a pesar de esta naturaleza triple de nuestra alma y de nuestra vida interior, ella misma es una vida única, una única esencia. En esta unidad del alma que se diferencia en sus facultades autónomas, cada una de las cuales comprende las otras, está la imagen de la Trinidad divina.

Que el hombre sea hecho a imagen de Dios significa que el hombre puede buscar a Dios, amarlo y conocerlo. Encontramos dentro de nosotros algo que nos trasciende, que es más grande que nosotros: Dios habita dentro de nosotros, y ser persona es estar abierto a esa trascendencia que se nos ofrece en nuestro interior.

4. EL ordo amoris: CUPIDITAS Y CARITAS

Una última diferencia fundamental de la concepción agustiniana del ser humano con el pensamiento griego concierne a las relaciones entre voluntad y entendimiento. Frente a la filosofía griega, Agustín defenderá la primacía de la voluntad sobre el entendimiento. Nuestro querer, la voluntad, es previo al conocimiento.

Aunque otros filósofos latinos, especialmente Séneca, habían utilizado el concepto de voluntad (voluntas) antes que Agustín, este tiene una aplicación mucho más amplia en su ética y psicología moral que en cualquier predecesor. Agustín se acerca más que cualquier filósofo anterior a postular la voluntad como una facultad de elección que no es reducible ni a la razón ni al deseo no racional.

Al igual que la memoria y el pensamiento, la voluntad es un elemento constitutivo de la mente. Está estrechamente relacionada con el amor y, en consecuencia, es el lugar de la evaluación moral. Actuamos bien o mal solo si nuestras acciones provienen de una voluntad buena o mala, lo que equivale a decir que están motivadas por un amor correcto (es decir, dirigido a Dios) o perverso (es decir, dirigido a uno mismo). Al primero lo llamamos caritas y al segundo, cupiditas.

Con esta idea básica en mente, Agustín defiende las pasiones o emociones al redefinirlas como voliciones (voluntates) que pueden ser buenas o malas según el objeto al que se dirigen. Al igual que en el estoicismo, la voluntad de actuar es desencadenada por una impresión generada por un objeto externo (visum). A esto, la mente responde con un movimiento apetitivo que nos impulsa a buscar o evitar el objeto (por ejemplo, deleite o miedo). Pero solo cuando damos nuestro consentimiento interno a este impulso o lo retenemos, surge una voluntad que, bajo ciertas circunstancias, resulta en una acción correspondiente.

La voluntad es el lugar adecuado de nuestra responsabilidad moral porque no está en nuestro poder que un objeto se presente a nuestros sentidos o intelecto, ni siquiera si nos deleitamos en él, y nuestros intentos de actuar externamente pueden tener éxito o fracasar por razones fuera de nuestro control. El único elemento que está en nuestro poder es nuestra voluntad o consentimiento interno, por el cual somos plenamente responsables. En consonancia con esto, Agustín definirá el pecado como «la voluntad de retener o perseguir algo injustamente». El movimiento apetitivo involuntario del alma corresponde al «impulso». Las tentaciones de este tipo no son, en Agustín, pecados personales sino debido al pecado original, y persiguen incluso a los santos. Nuestra voluntad debe ser liberada por la Gracia divina para resistirlos.

El intelectualismo moral socrático-platónico queda en San Agustín radicalmente invertido. Para Platón, era el conocimiento el que orientaba la voluntad: la voluntad quiere lo que el conocimiento le ofrece como objeto necesario de su querer. Para San Agustín, en cambio, no es el conocimiento el que nos impulsa a actuar, sino la voluntad la que nos impulsa a conocer. Buscamos el conocimiento por un anhelo íntimo de hallar la Verdad Absoluta, de encontrarnos con el Ser Supremo y de fundirnos con él. Es la caritas la que nos empuja a un deseo de conocer, y es este deseo de conocer el que nos lleva a encontrarnos con la divinidad dentro de nosotros mismos.

Con la primacía de la voluntad, el amor se convierte en un concepto clave en la concepción agustiniana del hombre. Por un lado, Dios nos ha creado por amor; por otro lado, es el amor hacia aquello que es mejor que nosotros mismos el que nos empuja a buscarlo a Él y a intentar conocerlo.

La tendencia de nuestra voluntad hacia la cupiditas es fruto del Pecado Original. La caritas es la fuerza que nos impulsa a buscar la Bienaventuranza en el retorno a nuestro Creador. No se trata de una aparición natural, sino que es un signo de la Gracia. La fe que nos ilumina es la forma que tiene Dios de llevarnos de vuelta a su seno. Es un don divino inmerecido, que Dios otorga a algunos por amor.

5. el fin de la vida humana: La bienaventuranza

La caritas que nos impulsa hacia aquello que es mejor que nosotros nos sitúa en la senda de la felicidad, que el cristiano llama bienaventuranza. No se trata de un tipo de felicidad cualquiera: es tan solo la felicidad implicada por la vida virtuosa, es decir, por una vida conducida cristianamente en la que el alma se purifica de los impulsos de la cupiditas, entrega su voluntad a Dios y se encamina hacia la salvación. Además, la bienaventuranza es un tipo de conocimiento, pues para San Agustín la felicidad perfecta consiste en la contemplación de Dios. En este sentido, la felicidad sería la sabiduría.

El fin de nuestra vida sería, pues, una búsqueda interior de la sabiduría, que conduce a la virtud y, a través de ella, a la bienaventuranza. El camino que nos lleva a ella no se puede recorrer enteramente en esta vida, pues para el cristiano, la bienaventuranza completa sólo se alcanza con el retorno a Dios después de la muerte.