La duda metódica y la certeza del cogito
La duda metódica y la certeza del cogito
El proyecto de las Meditaciones Metafísicas
El método de las Meditaciones
La duda metódica
La certeza del cogito
1. El proyecto de las meditaciones metafísicas
Descartes publicó sus Meditaciones Metafísicas en 1641, a la edad de 45 años. El título original y completo de la obra, que apareció primeramente en latín, era Meditaciones acerca de la filosofía primera en las cuales se demuestra la existencia de Dios, así como la distinción real entre el alma y el cuerpo del hombre. La carta que le sirve de prólogo, dirigida a los señores decano y doctores de la sagrada Facultad de Teología de París, insiste en que estas dos cuestiones, la de la existencia de Dios y la inmaterialidad e inmortalidad del alma, son las que va a abordar en su tratado. Sin embargo, la posteridad ha tendido a leer las Meditaciones metafísicas como un tratado acerca de los fundamentos, el alcance y los límites de la razón humana para alcanzar el conocimiento. Además, si hacemos caso a lo que Descartes afirma en su correspondencia, la intención real de sus Meditaciones sería más bien una tercera: con ellas, Descartes estaría intentando promocionar una nueva ciencia general de la naturaleza. En cartas a Mersenne, Descartes insiste en que sus Meditaciones contienen «todos los fundamentos» de su física, la cual «destruye» los principios de Aristóteles, ofreciendo una concepción radicalmente diferente de la materia y de sus propiedades, así como de la mente y la operación de los sentidos. Su discusión sobre Dios y el alma estaba entrelazada con los fundamentos metafísicos de una nueva física revolucionaria. Su objetivo oculto era derribar la teoría dominante sobre el mundo natural y reemplazarla por una visión radicalmente nueva de la naturaleza como una enorme máquina impersonal. Como quería que sus intenciones pasaran desapercibidas a los lectores primerizos, ninguna parte del libro se titula «principios de la física» o «teoría natural del mundo». Pero entenderemos mejor la obra si recordamos que sus argumentos y conclusiones funcionan primariamente al servicio de este proyecto.
Quizás lo más razonable sería no leer las Meditaciones ni como una obra de teoría del conocimiento ni como una obra meramente de metafísica, sino como una mezcla de ambas. Descartes quiere que sus lectores tomen conciencia de los recursos cognitivos latentes en sus mentes y los usen para descubrir los principios metafísicos por sí mismos. Como sostiene que el intelecto puede operar independientemente de los sentidos, trabaja duro para convencer al lector aristotélico. Esto explicaría el estilo y la estructura tan particulares que exhibe la obra. El método de la duda escéptica desplegado al principio del tratado prepara y ayuda en la consecución de este objetivo: sirve para ayudar al lector a distanciarse de los sentidos, a los que suele acudir espontáneamente en su trato habitual con el mundo, y a acostumbrarse a buscar la verdad sirviéndose únicamente del entendimiento puro. Una vez que el lector se haya acostumbrado a esta perspectiva, empiezan a llegar las conclusiones metafísicas.
En las Meditaciones, Descartes adopta la forma literaria de los ejercicios espirituales para sus propios propósitos filosóficos. Del mismo modo que los ejercicios espirituales instan a purgar los sentidos y el entendimiento para recibir la iluminación divina y unir nuestra voluntad a Dios, los ejercicios cognitivos de Descartes nos requieren una purga escéptica de nuestras facultades cognitivas, para así lograr una iluminación intelectual a través de la «luz natural» y un entrenamiento de la voluntad para afirmar únicamente aquellas proposiciones metafísicas que el entendimiento intuye con claridad y distinción. El proceso meditativo ayuda al lector a descubrir ideas sobre la esencia de las cosas, ideas que supuestamente son oscurecidas por nuestro exceso de confianza en los sentidos. La obra enseña a sus lectores a retirar la mente del trato con los sentidos para que pueda intuir las verdades metafísicas fundamentales.
2. El Método de las Meditaciones
En las Meditaciones podemos ver aplicadas las reglas del método que Descartes había expuesto en el Discurso. El despliegue de la duda escéptica es una estratagema metodológica para hallar algo que pueda conocerse indubitablemente, con claridad y distinción absolutas (regla de la evidencia). Constantemente, Descartes busca resolver los problemas en partes simples para moverse luego a un conocimiento más complejo (reglas del análisis y de la síntesis). Finalmente, incluye revisiones por doquier (regla de la revisión). Pero las Meditaciones también recurren a otras estrategias metodológicas:
El método analítico: en matemáticas, el método sintético empieza con definiciones, axiomas y postulados, y a partir de ellos, en una cadena continua de demostraciones, prueba los teoremas. En contraste, el método analítico no toma nada como previamente dado. Empieza de un problema particular y lo tritura para encontrar verdades evidentes y simples desde las cuales se pueda resolver el problema. A diferencia de lo que sucede con el método sintético, nada se asume: el lector ha de convencerse por sí solo, mediante la intuición, de las premisas cruciales. Descartes pensaba que el método de descubrimiento de los antiguos matemáticos griegos tenía que haber sido algo muy similar a esto. Y el método sintético no puede ser efectivo en la argumentación por una nueva metafísica. Descartes quiere que el lector siga un camino de descubrimiento, captando los principios necesarios en cada paso. El método analítico invita a cada individuo a establecer los méritos de las proposiciones por sí mismo.
La meditación: con su teoría empirista de la cognición, los aristotélicos ortodoxos decían que seres inmateriales como Dios sólo pueden ser conocidos oscuramente en esta vida. Descartes, en cambio, pensaba que una idea clara y distinta de Dios era alcanzable si nos retraemos de los sentidos y el mundo material para apoyarnos en la pura contemplación intelectual. Para llegar a una audiencia aristotélica, Descartes necesitaba rebatir la tesis de que todo conocimiento está basado en los sentidos. De otro modo, el método analítico de las Meditaciones no funcionaría. Para este propósito, compuso su obra usando la forma literaria de la meditación, desarrollada en el género religioso de los ejercicios espirituales. Estos ejercicios buscaban entrenar las facultades mentales del meditador. Primero, uno se aparta del mundo de los sentidos para meditar sobre imágenes religiosas o para buscar la unión con Dios. Uno entrena la voluntad para evitar el error del pecado. El ejercitador tiene que enfocarse en las facultades cognitivas relevantes: primero los sentidos, luego la imaginación, luego el intelecto, y finalmente la voluntad. Descartes, por su parte, intenta que nos apartemos del mundo negando la fiabilidad de los sentidos, limpiando la mente de imágenes sensitivas con vistas a que experimentemos la mente en sí misma para encontrar la idea de Dios, e instándonos a regular la voluntad para evitar el error del juicio. Una vez que la mente del meditador ha sido adecuadamente entrenada, se establecen verdades metafísicas como la distinción real, la ecuación materia=extensión, o la nueva teoría de los sentidos.
Las objeciones y respuestas: Descartes quería ponerse a prueba ante las objeciones y mostrar que podía superarlas. En una cultura filosófica acostumbrada a la disputación, esto daría apoyo a su causa. También quería mostrar que podía evitar las dificultades teológicas, así que se cercioró de contar con teólogos entre sus objetores. Además, las respuestas le permitían elaborar sus posiciones usando terminología y modos de argumentación estándares de la filosofía. Así, además, introduce cuestiones adicionales como su doctrina de las verdades eternas.
3. La Duda Metódica
La Meditación primera se abre con la siguiente declaración de intenciones.
He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente, una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. Más pareciéndome ardua dicha empresa, he aguardado hasta alcanzar una edad lo bastante madura como para no poder esperar que haya otra, tras ella, más apta para la ejecución de mi propósito...
Así pues, ahora que mi espíritu está libre de todo cuidado, habiéndome procurado reposo seguro en una apacible soledad, me aplicaré seriamente y con libertad a destruir en general todas mis antiguas opiniones. Ahora bien, para cumplir tal designio, no me será necesario probar que son todas falsas, lo que acaso no conseguiría nunca; sino que, por cuanto la razón me persuade desde el principio para que no dé más crédito a las cosas no enteramente ciertas e indudables que a las manifiestamente falsas, me bastará para rechazarlas todas con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda. Y para eso no hará falta que examine todas y cada una en particular, pues sería un trabajo infinito; sino que, por cuanto la ruina de los cimientos lleva necesariamente consigo la de todo el edificio, me dirigiré en principio contra los fundamentos mismos en que se apoyaban todas mis opiniones antiguas.
René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación primera: De las cosas que pueden ponerse en duda"
Con el fin de lograr un fundamento firme para el conocimiento, Descartes empieza sometiendo el edificio entero del saber y el conjunto completo de nuestras facultades cognoscitivas a una duda radical —una duda que ha sido denominada también duda metódica, pues, lejos de ser una duda honesta y sincera, es un mero instrumento metodológico, que opera poniendo en suspenso todas aquellas creencias de las que no podamos estar enteramente seguros con el fin de hallar alguna certeza inconmovible sobre la que refundar todo el conocimiento—.
Una vez hecha esta declaración de intenciones, Descartes desarrolla la duda metódica en tres pasos sucesivos.
En primer lugar, Descartes pone en cuestión los datos que nos proporcionan los sentidos, pues si nos han engañado alguna vez, eso significa que pueden hacerlo en cualquier momento.
La duda con respecto al conocimiento sensible se radicaliza con la constatación de que a menudo creemos estar despiertos, cuando en realidad estamos soñando. El conocido como argumento del sueño nos lleva a poner en duda nuestra capacidad de distinguir entre el sueño y la vigilia.
Llegados a este punto, el proceso de la duda nos ha desprovisto de toda certeza sobre nuestro conocimiento de las cosas sensibles: no sólo no podemos estar seguros de cómo son, sino que ni siquiera tenemos la certeza de que existan realmente. Sin embargo, parece evidente que, «duerma yo o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco, y el cuadrado no tendrá más de cuatro lados». Las verdades de la lógica o la matemática parecen a salvo de toda duda: en estas ciencias, «que no tratan sino de cosas muy simples y generales, sin ocuparse mucho de si tales cosas existen o no en la naturaleza», la evidencia que alcanzamos se nos antoja incontrovertible. Pero no es así: también aquí Descartes encuentra un resquicio para la duda. Ello se debe a que nuestra conciencia es finita, y podemos figurarnos que existe una conciencia más poderosa que la nuestra, que nos tiene sometidos a su poder, y que nos engaña, haciéndonos tomar por evidentes ideas que en realidad son falsas. Podría ser que un Dios engañador, o un genio maligno, me engañase, haciéndome creer que dos y dos son cuatro cuando en realidad son cinco. Si admitimos esta última hipótesis, entonces ya no nos queda ninguna seguridad a la que aferrarnos: la duda se torna hiperbólica, universal, absoluta y aparentemente irrebasable. Mediante el ejercicio de la duda, nuestra conciencia ha quedado completamente desconectada de la realidad, encerrada en ella misma.
4. La certeza del cogito
No obstante, Descartes se da cuenta de que, precisamente cuando la duda llega a este límite, tocamos una certeza incontrovertible: dudar, pensar, implica necesariamente existir. Si pienso, entonces debe ser cierto que existo:
Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra, ni espíritus ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu.
René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación segunda: De la naturaleza del espíritu humano"
La duda radical me sitúa ante la certeza de mi propia existencia: yo soy, yo existo (lat. ego cogito, ego sum) es el primum cognitum, la primera certeza, lo primero que conocemos. Será a partir de esta certeza que habrá que reconstruir todo el entero edificio de nuestro conocimiento. Por de pronto, de la certeza del cogito se sigue para Descartes, de manera casi inmediata, una segunda: que soy res cogitans, sustancia pensante, una cosa que piensa:
Yo soy, yo existo, eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que, si yo cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir. No admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero: así, pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa...
René Descartes, Meditaciones metafísicas, "Meditación segunda: De la naturaleza del espíritu humano"
El problema con el que nos encontramos, llegados a este punto, es que la certeza del cogito alcanza sólo a la existencia de mi alma como cosa pensante, pero la existencia del resto de objetos del mundo sigue estando en suspenso. Seguimos sin garantías de que las cosas que percibimos por los sentidos —incluido el propio cuerpo— existan realmente, del mismo modo que tampoco sabemos si las certezas de la matemática expresan verdades objetivas. Nos hallamos ante el problema del solipsismo: ¿cómo demostrar que hay algo exterior a mí?