La búsqueda del Bien

La búsqueda del bien

1. virtud y felicidad en la ética griega

Para los griegos, la pregunta ética fundamental es cómo podemos vivir bien. Esta pregunta—la pregunta por la buena vida—es el asunto principal de la República de Platón.

Los griegos llamaban eudaimonía a aquella propiedad que caracterizaba a la buena vida, a aquella vida que era digna de ser vivida. Solemos traducir este término griego por 'felicidad', pero hemos de ser cuidadosos con qué entendemos por esta palabra. Para un griego, la felicidad nunca puede ser un mero estado transitorio, una cualidad asignable a experiencias concretas o periodos concretos, sino un rasgo que caracteriza a una vida en su totalidad—a esa vida, repetimos, que ha sido una vida buena y digna de ser vivida. Los antiguos asumían que todo el mundo busca la eudaimonía: todo el mundo quiere vivir bien. El debate, en todo caso, estaba en cómo conseguirla.

A un nivel abstracto, la pregunta '¿Cómo conseguimos la eudaimonía?' tenía para los griegos una respuesta muy sencilla: para lograrla hemos de cultivar la areté. Esta palabra griega significa 'excelencia', si bien se ha traducido tradicionalmente por 'virtud'. Una areté es una característica que hace que una cosa cumpla excelentemente su función o logre excelentemente su objetivo. Un cuchillo tiene areté cuando está afilado, y un caballo de carreras la posee si es veloz. Siendo la eudaimonía el fin propio del ser humano, la areté será aquella cualidad (sobre todo, hablaríamos de cualidades del carácter) cuyo cultivo nos predispone a lograr una vida buena. Es obvio, pues, que si uno quiere lograr la eudaimonía, ha de cultivar la areté

El problema es que, sin saber en qué consiste exactamente la eudaimonía, resulta difícil saber en qué consiste la areté. ¿En qué hay que ser excelente para lograr la felicidad? ¿Qué virtudes necesitamos cultivar si queremos ser felices?

2. La tesis platónica: La vida del justo es la más feliz

En tiempos de Platón era costumbre afirmar que existen una serie de virtudes indispensables para lograr la buena vida. Son las que se conocen como las cuatro virtudes cardinales: sabiduría o prudencia, valentía, moderación o templanza y justicia. Sin embargo, la relevancia asignada a estas virtudes no estaba fundamentada en una concepción sólida y de consenso sobre en qué consiste la vida feliz. Y lo que es peor: en la segunda mitad del siglo V a.C. muchos habían empezado a poner en tela de juicio que estas virtudes fueran realmente vehículos adecuados para lograr una buena vida. Frente al cuestionamiento de las virtudes cardinales, Platón reivindicará su centralidad y dibujará una defensa de la justicia como virtud suprema y requisito indispensable para la buena vida. El argumento básico a favor de esta tesis, esbozado desde el primer libro de la República, sería más o menos el siguiente:

Argumento preliminar por la identificación de la vida justa y la vida feliz

P1. Cada cosa desempeña bien su función si y solo si es excelente o virtuosa.

P2. La actividad del alma es vivir. Uno vive por su alma.

C1. Uno vive bien si y solo si su alma es virtuosa.

P3. La justicia es la virtud completa del alma.

C2. Uno vive bien si y solo si es justo.

P4. El que vive bien es feliz; el que vive mal es miserable.

C3. La persona justa vive felizmente, la persona injusta vive miserablemente.

3. El desafío de Glaucón y Adimanto: la justicia es un mal menor


La República es un diálogo extenso, que abarca diez libros. Los expertos consideran que los nueve últimos fueron concebidos y compuestos bastante tiempo después que el primero, que Platón habría redactado como un diálogo independiente en la primera etapa de su carrera. En este libro acompañamos a Sócrates bajando al Pireo con los hermanos de Platón, Glaucón y Adimanto. Allí, son invitados por Polemarco a casa de su padre Céfalo. Céfalo les habla de cómo el carácter se endulza con la vejez, a lo cual Sócrates le replica que quizás sea la riqueza, y no la vejez, la que endulza el carácter. Céfalo le responde que lo único que ha hecho su riqueza ha sido ayudarle a evitar incurrir en injusticias. Se inicia con ello un debate acerca de la naturaleza de la justicia. 

Como en tantos otros diálogos socráticos, se van sucediendo distintas propuestas de definiciones de la justicia. Céfalo sugerirá primero la definición clásica de Simónides, según la cual la justicia consiste en decir la verdad y devolver los depósitos. Polemarco le tomará el testigo para afirmar que ser justo es dar a cada cual lo que se le debe. La discusión subirá de tono cuando intervenga Trasímaco, un invitado de Céfalo que afirmará, enardecido, que lo justo es aquello que conviene al poderoso, pues es él, el poderoso, quien crea las leyes. Trasímaco era un personaje real, natural de Calcedonia, ciudad que se levantó contra Atenas en balde durante la Guerra del Peloponeso. Cínicamente, Trasímaco se convierte en el diálogo en portavoz de las posiciones que Atenas defendió en la isla de Melos: al fuerte le corresponde hacer lo que le plazca y al débil, obedecer lo que le marcan las normas de justicia. Con la intervención de Trasímaco entra en escena el papel de la justicia en el plano de las relaciones políticas, también las internacionales.

Al final del libro I Sócrates acaba refutando a Trasímaco pero, al igual que sucedía en otros diálogos socráticos, no se culmina en una definición satisfactoria de qué sea la Justicia. Platón debió verse especialmente insatisfecho con este final aporético, pues tiempo después optaría por ampliar extensamente el texto original. En el libro II, Glaucón y Adimanto toman el relevo al resto de interlocutores para plantearle un desafío a Sócrates: ¿es la justicia un bien deseable en sí mismo?, ¿es siempre más deseable ser justo que injusto? Estas preguntas son acuciantes, porque en el ambiente cultural de la época circulaban argumentos y opiniones que apuntaban a que la respuesta era, en ambos casos, negativa: la justicia es un mal menor que aceptamos para evitar otros males mayores, de modo que, si pudiéramos, nunca seríamos justos. 

Como hemos dicho más arriba, el cuestionamiento de que la vida justa llevara necesariamente a la felicidad era algo habitual en la Atenas en la que Platón se cría. Podemos leer la intervención de Trasímaco como una muestra de este cuestionamiento. Otro ejemplo lo encontramos en el dibujo que Calicles (un personaje probablemente ficticio) realiza en el diálogo Gorgias sobre lo que constituye, según él, el ideal de la virtud y de la buena vida:

CALICLES:...el que quiera pasar la vida con rectitud debe dejar que sus propios apetitos sean de la mayor magnitud y no disciplinarlos, sino que al ser de la mayor magnitud, éste ha de bastarse para estar a su servicio con juicio y valentía, y satisfacerlos por completo con aquello de lo que en cada momento se tenga apetito. Pero esto, a mi juicio, no es posible para la multitud. De ahí que recriminen a éstos por vergüenza, ocultando su propia incapacidad, y afirman que la indisciplina es algo feo, lo que ya he dicho antes, y esclavizan a los hombres mejores en su naturaleza, y al ser incapaces de proporcionar satisfacción a sus apetitos elogian la moderación y la justicia debido a su propia falta de valentía. Puesto que a cuantos desde el principio les fue dado ser hijos de reyes o bastarse por naturaleza para hacerse con algún mando, sea tiranía o posición de poder, ¿qué habría en verdad más feo y peor que la moderación y la justicia para estos hombres, a los que les es posible disfrutar de sus bienes, sin que nada se lo impida, pero se imponen como dueños de sí mismos la ley, las razones y los reproches de la multitud? ¿Y cómo no habrían de volverse desgraciados por causa de esta belleza, la de la justicia y la moderación, al no poder repartir más entre sus propios amigos que entre sus enemigos, y eso que tienen el mando en su propia ciudad? Pero, Sócrates esa verdad a a la que tú dices perseguir es como sigue: la molicie, la indisciplina y la libertad, si tienen sustento, eso es la virtud y la felicidad. Las cosas restantes, las fantasías y las convenciones humanas contra natura, son tonterías indignas 

Platón, Gorgias, 491e

Hasta cierto punto semejante a la de Calicles era la opinión del sofista Antifonte, quien afirmaba que, por naturaleza, lo bueno es lo que contribuye a la vida, a la satisfacción de los placeres y su intensificación. Esto entra en conflicto con la tesis de que la justicia es una virtud: ser justos implica refrenar la búsqueda máxima de nuestro propio interés. Cuando nos abandonamos a la pleonexia, es decir, al deseo excesivo e insaciable que busca siempre más, acabamos incurriendo en la hýbris, la extralimitación, y terminamos abocados a la violación de las leyes y las costumbres. Ante esta tensión, Antifonte defendía una suerte de solución de compromiso: siempre que haya testigos de nuestras acciones, debemos respetar las leyes y ser justos, pero en ausencia de testigos tenemos licencia para buscar la eudaimonía persiguiendo sin ambages nuestro propio interés. 

En el libro II de la República, Glaucón y Adimanto van a presentar una versión de esta teoría a modo de desafío a la pretensión socrática (y, por extensión, platónica) de que la vida del justo es la vida mejor. Glaucón sugerirá que la justicia es fruto de la decisión convencional de los hombres de limitar mediante normas su capacidad de dañarse mutuamente, con vistas a evitar el peor escenario posible de una guerra de todos contra todos:

—Perfectamente —dijo Glaucón—; óyeme hablar sobre aquello que afirmé que lo haría en primer lugar: cómo es la justicia y de dónde se ha originado. Se dice, en efecto, que es por naturaleza bueno el cometer injusticias, malo el padecerlas, y que lo malo del padecer injusticias supera en mucho a lo bueno del cometerlas. De este modo, cuando los hombres cometen y padecen injusticias entre sí y experimentan ambas situaciones, aquellos que no pueden evitar una y elegir la otra juzgan ventajoso concertar acuerdos entre unos hombres y otros para no cometer injusticias ni sufrirlas. Y a partir de allí se comienzan a implantar leyes y convenciones mutuas, y a lo prescrito por la ley se lo llama ‘legítimo’ y ‘justo’. Y éste, dicen, es el origen y la esencia de la justicia, que es algo intermedio entre lo mejor—que sería cometer injusticias impunemente—y lo peor—no poder desquitarse cuando se padece injusticia—; por ello lo justo, que está en el medio de ambas situaciones, es deseado no como un bien, sino estimado por los que carecen de fuerza para cometer injusticias; pues el que puede hacerlas y es verdaderamente hombre jamás concertaría acuerdos para no cometer injusticias ni padecerlas, salvo que estuviera loco. Tal es, por consiguiente, la naturaleza de la justicia, Sócrates, y las situaciones a partir de las cuales se ha originado, según se cuenta. 

Como la justicia es una mera componenda, un mal inevitable que aceptamos para evitar un mal mayor, Glaucón sugiere que quizás todos, hasta los más justos, obraríamos el mal si pudiéramos hacerlo con impunidad. Para hacer más vivo este problema, Glaucón recurre al mito del anillo de Giges, que aquí transcribimos:

Veamos ahora el segundo punto: los que cultivan la justicia no la cultivan voluntariamente sino por impotencia de cometer injusticias. Esto lo percibiremos mejor si nos imaginamos las cosas del siguiente modo: demos tanto al justo como al injusto el poder de hacer lo que cada uno de ellos quiere, y a continuación sigámoslos para observar adónde conduce a cada uno el deseo. Entonces sorprenderemos al justo tomando el mismo camino que el injusto, movido por la codicia, lo que toda criatura persigue por naturaleza como un bien, pero que por convención es violentamente desplazado hacia el respeto a la igualdad. El poder del que hablo sería efectivo al máximo si aquellos hombres adquirieran una fuerza como la que se dice que cierta vez tuvo Giges, el antepasado del lidio. Giges era un pastor que servía al entonces rey de Lidia. Un día sobrevino una gran tormenta y un terremoto que rasgó la tierra y produjo un abismo en el lugar en que Giges llevaba el ganado a pastorear. Asombrado al ver esto, descendió al abismo y halló, entre otras maravillas que narran los mitos, un caballo de bronce, hueco y con ventanillas, a través de las cuales divisó adentro un cadáver de tamaño más grande que el de un hombre, según parecía, y que no tenía nada excepto un anillo de oro en la mano. Giges le quitó el anillo y salió del abismo. Ahora bien, los pastores hacían su reunión habitual para dar al rey el informe mensual concerniente a la hacienda, cuando llegó Giges lle-vando el anillo. Tras sentarse entre los demás, casualmente volvió el engaste del anillo hacia el interior de su mano. Al suceder esto se tornó invisible para los que estaban sentados allí, quienes se pusieron a hablar como si se hubiera ido. Giges se asombró, y luego, examinando el anillo, dio vuelta el engaste hacia afuera y tornó a hacerse visible. Al advertirlo, experimentó con el anillo para ver si tenía tal propiedad, y comprobó que así era: cuando giraba el engaste hacia adentro, su dueño se hacía invisible, y, cuando lo giraba hacia afuera, se hacía visible. En cuanto se hubo cerciorado de ello, maquinó el modo de formar parte de los que fueron a la residencia del rey como informantes; y una vez allí sedujo a la reina, y con ayuda de ella mató al rey y se apoderó del gobierno. Por consiguiente, si existiesen dos anillos de esa índole y se otorgara uno a un hombre justo y otro a uno injusto, según la opinión común no habría nadie tan íntegro que perseverara firmemente en la justicia y soportara el abstenerse de los bienes ajenos, sin tocarlos, cuando podría tanto apoderarse impunemente de lo que quisiera del mercado, como, al entrar en las casas, acostarse con la mujer que prefiriera, y tanto matar a unos como librar de las cadenas a otros, según su voluntad, y hacer todo como si fuera igual a un dios entre los hombres. En esto el hombre justo no haría nada diferente del injusto, sino que ambos marcharían por el camino. E incluso se diría que esto es una importante prueba de que nadie es justo voluntariamente, sino forzado, por no considerarse la justicia como un bien individual, ya que allí donde cada uno se cree capaz de cometer injusticias, las comete. En efecto, todo hombre piensa que la injusticia le brinda muchas más ventajas individuales que la justicia, y está en lo cierto, si habla de acuerdo con esta teoría. Y si alguien, dotado de tal poder, no quisiese nunca cometer injusticias ni echar mano a los bienes ajenos, sería considerado por los que lo vieran como el hombre más desdichado y tonto, aunque lo elogiaran en público, engañándose así mutuamente por temor a padecer injusticia

Platón, República, 358e-360d

La conclusión que de toda esta reflexión extraerán Glaucón y Adimanto es que parece que somos justos por los beneficios de ser vistos como justos, pero si pudiéramos proyectar una falsa apariencia de justicia mientras perseguimos el propio interés, todo nos empujaría a hacerlo:

…Si se cuentan todas estas cosas, de tal índole y tanta cantidad, acerca de la excelencia y del malogro, así como del modo en que hombres y dioses las estiman, mi querido Sócrates—añadió Adimanto—, ¿cómo pensaremos que, una vez escuchadas, afectarán las almas de jóvenes bien dotados y capaces de revolotear, por así decirlo, de una a otra sobre todas estas leyendas, y de inferir de ellas de qué modo se ha de ser y por dónde hay que encaminar la vida para pasarla lo mejor posible? Probablemente, siguiendo a Píndaro, se dirá a sí mismo aquello de

¿por cuál de las dos vías ascenderé a la alta ciudadela, por la justicia o por las trapacerías tortuosas,

Para atrincherarme allí y así pasar toda la vida? Pues se me dice que, si soy justo realmente y no lo parezco, no obtendré ventaja alguna, sino penas y castigos manifiestos; en cambio, si soy injusto y me proveo de una reputación de practicar la justicia, se dice que lo que me espera es una vida digna de los dioses. Ahora, puesto que, según muestran los sabios, el parecer prevalece sobre la verdad y decide en cuanto a la felicidad, debo abocarme por entero a eso.

Platón, La República, 365a-c 

Lo cierto es que los personajes de Glaucón y Adimanto rechazan esta visión de la justicia: concuerdan con Sócrates en que la vida del justo es peor que el injusto. Sin embargo, reconocen que son incapaces de dar una justificación para su propia convicción. Por eso instan a Sócrates a enseñarles qué son la justicia y la injusticia. Le están pidiendo que responda a la posición de Antifonte. Y esto es lo que intentará hacer Sócrates en el resto del diálogo.

4. El concepto de justicia en la República


Para responder al desafío de Glaucón y Adimanto, Sócrates da un golpe de timón y reorienta la discusión hacia la pregunta por la justicia en la polis. Podría parecer que con este giro hacia la reflexión política Sócrates está cambiando de tema, pero no es el caso: sencillamente está proponiendo un rodeo que luego le permitirá responder más adecuadamente a la pregunta por la justicia en el alma. Esta estrategia no debe extrañarnos: recordemos que, para Platón, si dos cosas merecen el mismo nombre es porque participan de una misma Forma. La Forma pura de la Justicia en sí que se manifiesta en la ciudad justa es la misma Forma que se manifiesta en el alma justa. Investigando qué hace justa a una ciudad, nos preparamos para entender qué hace justa al alma y, por extensión, en qué consiste la Justicia en sí.

¿Cuándo decimos, entonces, que una sociedad política es justa? Un problema con el que nos encontramos al intentar responder esta pregunta es la falta de referentes: no existe ninguna ciudad enteramente justa sobre la faz de la tierra. Es por ello que Sócrates, para abordarla, tendrá que adentrarse en el terreno de la utopía: construir, desde cero y en el pensamiento, una ciudad ideal. Paso por paso, Sócrates irá sugiriendo qué es lo que hace falta, a nivel de organización y estructura social, para que una ciudad se gobierne justamente. Poco a poco irá emergiendo el dibujo de una ciudad ideal constituida por tres tipos de ciudadanos con tres tipos de roles.

El punto de partida es la constatación de una obviedad: un ser humano en aislamiento no es viable. La ciudad surge como respuesta a la incapacidad de cada individuo para satisfacer por sí mismo sus propias necesidades. Para que haya ciudad es necesario, en primer lugar, que una pluralidad de individuos atienda a las necesidades más elementales de la vida humana. Esto da lugar a ciertos oficios, a los cuales se añaden otros que proporcionan a estos materiales y herramientas, y otros que facilitan el intercambio. Los que ejercen tales oficios, que constituyen la base económica de la ciudad, conforman la clase de los productores

Una ciudad compuesta únicamente por productores es una comunidad rústica, dedicada a satisfacer las necesidades básicas. Glaucón la llama “una ciudad para puercos”. Como para dar cuenta de la justicia hay que rastrear también los orígenes de la injusticia, Sócrates imagina que la ciudad, una vez suplidas las necesidades básicas, comienza a abandonarse al lujo y los placeres superficiales. La ciudad justa ideal surgirá de la purificación de esta ciudad febril entregada a la búsqueda del lujo. 

El crecimiento de la ciudad, la aparición de las necesidades secundarias y del lujo, los incipientes conflictos con otras ciudades, hacen necesario el surgimiento de un nuevo grupo social dedicado al mantenimiento de la convivencia, la ampliación del territorio y su defensa frente a agresiones y desórdenes. Sócrates aboga por un ejército profesional de guardianes, escogidos entre los ciudadanos que tengan aptitudes especiales para ello, y que deberán ser educados específicamente con vistas al desempeño de su función.

Una ciudad que haya alcanzado este nivel de complejidad necesitará de una clase dirigente. Platón sugiere que las tareas de gobierno han de asignarse a un grupo reducido de ciudadanos que no podrán ser sino los mejores de los guardianes. Así, los guardianes se desdoblan en guardianes auxiliares y guardianes perfectos

Tenemos, así, tres clases de ocupaciones en la ciudad, con sus tres clases de ciudadanos naturalmente dotados para ejercerlas. Para pertenecer a las dos últimas hace falta poseer disposiciones innatas, pero también someterse a un entrenamiento riguroso. Por eso no basta con asignar a cada ciudadano la función más acorde con su naturaleza y carácter. Es necesario disponer los medios oportunos para que los individuos no se corrompan y para que se desarrollen adecuadamente en consonancia con su función. El medio para ello es la educación.

La educación es decisiva, ya que una mala educación corrompe al individuo. Esto resulta especialmente catastrófico en el caso de los ciudadanos más capacitados, pues estos acabarán poniendo sus mejores cualidades al servicio de la máxima injusticia —como sucedió con Alcibíades—. Por el contrario, una educación adecuada es el mejor instrumento para promover la justicia.

Entiende Platón que la educación, siendo tan importante, es la tarea fundamental del Estado, y no puede dejarse en manos de particulares. En la República desarrolla un programa educativo que, según él, es la que tendría que guiar idealmente la formación de quienes habrán de velar por el orden de la ciudad: los guardianes auxiliares y los guardianes perfectos.


Además de coordinar estatalmente la educación, en la ciudad ideal deberían eliminarse la tentación y el conflicto de intereses suprimiendo entre los guardianes la familia y la propiedad privada. En todo este esquema hay aquí cierta reminiscencia del modelo de Esparta, la ciudad que fuera rival de Atenas en la Guerra del Peloponeso, aunque con algunas peculiaridades destacables: Platón reconoce la igualdad de mujeres y hombres y, además adscribe al filósofo la tarea de gobernar. El gobernante debe poseer conocimiento y aplicarlo en beneficio de la ciudad. Este conocimiento se adquiere por una dedicación a la contemplación teórica a lo largo de toda la vida, conjugada con la administración cívica y el servicio militar. El gobernante conoce la verdadera realidad y es por ello honesto, valiente y justo.

Toda esta arquitectura política sería en vano si la ciudad no estuviera transida por la virtud. Para que la ciudad funcione de manera excelente, es necesario que sus ciudadanos cumplan excelentemente sus funciones: 

—Verdaderamente sabio me parece el Estado que hemos descrito, pues es prudente.

—Sí.

—Y esto mismo, la prudencia, es evidentemente un conocimiento, ya que en ningún caso se obra prudentemente por ignorancia, sino por conocimiento.

—Es evidente.

—Pero en el Estado hay múltiples variedades de conocimiento.

—Claro.

—En ese caso, ¿será por causa del conocimiento de los carpinteros que ha de decirse que el Estado es sabio y prudente?

—De ningún modo—respondió Glaucón—; por ese conocimiento se dirá sólo que es hábil en carpintería.

...

—Ahora bien, ¿hay en el Estado que acabamos de fundar un tipo de conocimiento presente en algunos ciudadanos, por el cual no se delibere sobre alguna cuestión particular del Estado sino sobre éste en su totalidad y sobre la modalidad de sus relaciones consigo mismo y con los demás Estados?

—Sí.

—¿Cuál es y en quiénes está presente?

—Es el conocimiento apropiado para la vigilancia, y está presente en aquellos gobernantes a los que hemos denominado 'guardianes perfectos'.

—Y en virtud de ese conocimiento ¿qué dirás del Estado?

—Que es prudente y verdaderamente sabio.

...

—En ese caso, gracias al grupo humano [...] que está al frente y gobierna, un Estado conforme a la naturaleza ha de ser sabio en su totalidad. Y de este modo, según parece, al sector más pequeño por naturaleza le corresponde el único de estos tipos de conocimiento que merece ser denominado 'sabiduría'.

—Dices la verdad.

Platón, La República, 428b-429a

—En cuanto a la valentía y al lugar que tiene en el Estado, por cuya causa el Estado debe ser llamado 'valiente', no es muy difícil percibirla.

—¿De qué modo?

—¿Acaso alguien diría que un Estado es cobarde o valiente, después de haber contemplado otra cosa que aquella parte suya que combate y marcha a la guerra por su causa?

—No, sólo mirando a ella.

—Por eso creo que, aunque los demás ciudadanos sean cobardes o valientes, no depende de ellos el que el Estado posea una cualidad o la otra.

—Yo también lo creo.

—En tal caso, un Estado es valiente gracias a una parte de sí mismo, porque con esta parte tiene la posibilidad de conservar, en toda circunstancia, la opinión acerca de las cosas temibles, que han de ser las mismas y tal cual el legislador ha dispuesto en su programa educativo. ¿No llamas a esto 'valentía'?

—No te he comprendido del todo: dímelo de nuevo.

—Quiero decir que la valentía es, en cierto modo, conservación.

—¿Qué clase de conservación?

—La conservación de la opinión engendrada por la ley, por medio de la educación, acerca de cuáles y cómo son las cosas temibles. Y he dicho que ella era conservación 'en toda circunstancia', en el sentido de que quien es valiente ha de mantenerlay no expulsarla del alma nuncatanto en los placeres y deseos como en los temores. [...] Piensa que [cuando educamos a los guardianes en la gimnasia y la música] no tenemos otro propósito que el de que adquieran lo mejor posible, al seguir nuestras leyes, una especie de tintura que sea para ellos—gracias a haber recibido la naturaleza y crianza apropiadas—una opinión indeleble acerca de lo que hay que temer y de las demás cosas; de manera tal que esa tintura resista a aquellas lejías que podrían borrarla: por ejemplo, el placer, que es más poderoso para lograrlo que cualquier soda calestrana; o bien el dolor, el miedo y el deseo, que pueden más que cualquier otro jabón. Pues bien, al poder de conservación—en toda circunstancia—de la opinión correcta y legítima lo considero ‘valentía’, y así lo denomino, si no lo objetas.

Platón, La República, 429a-430b 

—La moderación es un tipo de ordenamiento y de control de los placeres y apetitos, como cuando se dice que hay que ser ‘dueño de sí mismo’, no sé de qué modo, o bien otras frases del mismo cuño. ¿No es así?

—Sí.

—Pero eso de ser ‘dueño de sí mismo’ ¿no es ridículo? Porque quien es dueño de sí mismo es también esclavo de sí mismo, por lo cual el que es esclavo es también dueño. Pues en todos estos casos se habla de la misma persona.

—Sin duda.

—Sin embargo, a mí me parece que lo que quiere decir esta frase es que, dentro del mismo hombre, en lo que concierne al alma hay una parte mejor y una peor, y que, cuando la que es mejor por naturaleza domina a la peor, se dice que es ‘dueño de sí mismo’, a modo de elogio; pero cuando, debido a la mala crianza o compañía, lo mejor, que es lo más pequeño, es dominado por lo peor, que abunda, se le reprocha entonces como deshonroso y se llama ‘esclavo de sí mismo’ e ‘inmoderado’ a quien se halla en esa situación.

—Así parece.

—Dirige ahora tu mirada hacia nuestro Estado, y encontrarás presente en él una de esas dos situaciones, pues tendrás derecho a hablar de él calificándolo de ‘dueño de sí mismo’, si es que debe usarse la calificación de ‘moderado’, y ‘dueño de sí mismo’ allí donde la parte mejor gobierna a la peor.

—Al mirarlo, veo que tienes razón.

Platón, La República, 430d-431b

—Lo que desde un comienzo hemos establecido que debía hacerse en toda circunstancia, cuando fundamos el Estado, fue la justicia o algo de su especie. Pues establecimos, si mal no recuerdo, y varias veces lo hemos repetido, que cada uno debía ocuparse de una sola cosa de cuantas conciernen al Estado, aquella para la cual la naturaleza lo hubiera dotado mejor.

—Efectivamente, lo dijimos.

—Y que la justicia consistía en hacer lo que es propio de uno, sin dispersarse en muchas tareas, es también algo que hemos oído a muchos otros, y que nosotros hemos dicho con frecuencia.

—En efecto, lo hemos dicho y repetido.

—En tal caso, mi amigo, parece que la justicia ha de consistir en hacer lo que corresponde a cada uno, del modo adecuado. ¿Sabes de dónde lo deduzco?

—No, dímelo tú.

—Opino que lo que resta en el Estado, tras haber examinado la moderación, la valentía y la sabiduría, es lo que, con su presencia, confiere a todas esas cualidades la capacidad de nacer y, una vez nacidas, les permite su conservación. Y ya dijimos que, después de que halláramos aquellas tres, la justicia sería lo que restara de esas cuatro cualidades.

—Es forzoso, en efecto.

—Ahora, si fuera necesario decidir cuál de esas cuatro cualidades lograría con su presencia hacer al Estado bueno al máximo, resultaría difícil juzgar si es que consiste en una coincidencia de opinión entre gobernantes y gobernados, o si es la que trae aparejada entre los militares la conservación de una opinión pautada acerca de lo que debe temerse o no, o si la existencia de una inteligencia vigilante en los gobernantes; o si lo que con su presencia hace al Estado bueno al máximo consiste, tanto en el niño como en la mujer, en el esclavo como en el libre y en el artesano, en el gobernante como en el gobernado, en que cada uno haga sólo lo suyo, sin mezclarse en los asuntos de los demás.

—Ciertamente, resultaría difícil de decidir.

—Pues entonces, y en relación con la excelencia del Estado, el poder de que en él cada individuo haga lo suyo puede rivalizar con la sabiduría del Estado, su moderación y su valentía.

—Así es.

—Ahora bien, lo que puede rivalizar con éstas en relación con la excelencia del Estado, ¿no es lo que denominarías ‘justicia’?

—Exacto.

—Mira ahora si estás de acuerdo conmigo. Si un carpintero intenta realizar la labor de un zapatero, o un zapatero la de un carpintero, intercambiando entre ellos las herramientas y las retribuciones, o si una misma persona trata de hacer ambas cosas, mezclándose todo lo demás, ¿te parece que eso produciría un grave daño al Estado?

—No mucho.

—Pero cuando un artesano o alguien que por naturaleza es afecto a los negocios, inducido por el dinero o por la muchedumbre o por la fuerza o cualquier otra cosa de esa índole, intenta ingresar en la clase de los guerreros, o alguno de los guerreros procura entrar en la clase de los consejeros y guardianes, sin merecerlo, intercambiando sus herramientas y retribuciones, o bien cuando la misma persona trata de hacer todas estas cosas a la vez, este intercambio y esta dispersión en múltiples tareas, creo, serán la perdición del Estado. ¿No piensas también tú lo mismo?

—Por cierto que sí.

—En tal caso, la dispersión de las tres clases existentes en múltiples tareas y el intercambio de una por la otra es la mayor injuria contra el Estado y lo más correcto sería considerarlo como la mayor villanía.

—Así es.

—Y la peor villanía contra el propio Estado, ¿no dirás que es ‘injusticia’?

—Claro.

—Por consiguiente, la injusticia es eso. A la inversa, convengamos en que la realización de la propia labor por parte de la clase de los negociantes, de los auxiliares y de los guardianes, de modo tal que cada uno haga lo suyo en el Estado, al contrario de lo antes descrito, es la justicia, que convierte en justo al Estado.

—No me parece que puede ser de otro modo.

Platón, La República, 432b-434c

Una vez se ha comprendido en qué consiste la justicia en la esfera política, Platón constatará que existe un paralelismo perfecto entre el Estado ideal y el alma, y que las virtudes propias de cada una de las tres clases sociales son exactamente las mismas a las que debe aspirar cada una de las tres partes del alma. Esto le permitirá afirmar que la Justicia es lo mismo en la ciudad y el individuo: 

—Por consiguiente, y aunque con dificultades, hemos cruzado a nado estas aguas, y hemos convenido adecuadamente que en el alma de cada individuo hay las mismas clases—e idénticas en cantidad—que en el Estado.

—Así es.

—Por lo tanto, es necesario que, por la misma causa que el Estado es sabio, sea sabio el ciudadano particular y de la misma manera. [...] Y que por la misma causa que el ciudadano particular es valiente y de la misma manera, también el Estado sea valiente. Y así con todo lo demás que concierne a la excelencia: debe valer del mismo modo para ambos. [...] Y en lo tocante al hombre justo, Glaucón, creo que también diremos que lo es del mismo modo por el cual consideramos que un Estado era justo.

—También esto es necesario.

—Pero en ningún sentido olvidaremos que el Estado es justo por el hecho de que las tres clases que existen en él hacen cada una lo suyo. [...] Debemos recordar entonces que cada uno de nosotros será justo en tanto cada una de las especies que hay en él haga lo suyo, y en cuanto uno mismo haga lo suyo. [...] Y al raciocinio corresponde mandar, por ser sabio y tener a su cuidado el alma entera, y a la fogosidad le corresponde ser servidor y aliado de aquel. [...] Y estas dos especies […] tras haber aprendido lo suyo y haber sido educadas verdaderamente, gobernarán sobre lo apetitivo, que es lo que más abunda en cada alma y que es, por su naturaleza, insaciablemente ávido de riquezas. Y debe vigilarse esta especie apetitiva, para que no suceda que, por colmarse de los denominados placeres relativos al cuerpo, crezca y se fortalezca, dejando de a ver lo suyo e intentando, antes bien, esclavizar y gobernar aquellas cosas que no corresponden a su clase y trastorne por completo la vida de todos. […] Valiente, precisamente, creo, llamaremos a cada individuo por esta segunda parte, cuando su fogosidad preserva, a través de placeres y penas, lo prescrito por la razón en cuanto a lo que hay que temer y lo que no […]. Y sabio se le ha de llamar por aquella pequeña parte que mandaba en su interior prescribiendo tales cosas, poseyendo en sí misma, a su vez, el conocimiento de lo que es provechoso para cada una y para la comunidad que integran las tres. […] Y moderado será por obra de la amistad y concordia de estas mismas partes, cuando lo que manda y lo que es mandado están de acuerdo en que es el raciocinio lo que debe mandar y no se querellan contra él. […] Y será asimismo justo por cumplir con lo que tantas veces hemos dicho.

Platón, La República, 441c-442d

Al igual que la salud es la armonía del cuerpo, la justicia es la armonía del alma, su salud. Una persona justa es aquella en la que todas las partes del alma hacen una contribución adecuada al todo, conformando, de este modo, una unidad. 

—Y la justicia era en realidad, según parece, algo de esa índole, mas no respecto del quehacer exterior de lo suyo, sino respecto del quehacer interno, que es el que verdaderamente concierne a sí mismo y a lo suyo, al no permitir a las especies que hay dentro del alma hacer lo ajeno ni interferir una en las tareas de la otra. Tal hombre ha de disponer bien lo que es suyo propio, en sentido estricto, y se autogobernará, poniéndose en orden a sí mismo con amor y armonizando sus tres especies simplemente como los tres términos de la escala musical: el más bajo, el más alto y el medio. Y si llega a haber otros términos intermedios, los unirá a todos; y se generará así, a partir de la multiplicidad, la unidad absoluta, moderada y armónica. Quien obre en tales condiciones, ya sea en la adquisición de riquezas o en el cuidado del cuerpo, ya en los asuntos del Estado o en las transacciones privadas, en todos estos casos tendrá por justa y bella—y así la denominará—la acción que preserve este estado de alma y coadyuve a su producción, y por sabia la ciencia que supervise dicha acción. Por el contrario, considerará injusta la acción que disuelva dicho estado anímico y llamará ‘ignorante’ a la opinión que la haya presidido.

Platón, La República, 443d-444a

Con esta reinterpretación platónica de en qué consiste la justicia podemos empezar a vislumbrar por qué la vida del justo es la más feliz. Platón dirá, incluso, que la vida justa es la más placentera. Bajo el gobierno de la razón, las partes irracionales se aseguran sus placeres más genuinos. En cambio, el apetito incontrolado del alma tiránica nunca se ve satisfecho, su necesidad nunca se aplaca.

—Lo que nos resta examinar es, creo, qué es más ventajoso, si actuar con justicia, emprender asuntos bellos y ser justo—aun cuando pase inadvertido el que se sea de tal índole—, o si obrar injustamente y ser injusto, aun en el caso de quedar impune y no poder mejorar por obra de un castigo.

—Pero Sócrates, —protestó Glaucón—, me parece que ese examen se vuelve ridículo. Si en el caso de que el cuerpo esté arruinado físicamente se piensa que no es posible vivir […] menos aún será posible vivir en el caso de que esté perturbada y corrompida la naturaleza de aquello gracias a lo cual vivimos, por más que haga todo lo que le plazca. Salvo que se aparte del mal y de la injusticia, y se adquiera, en cambio, la justicia y la excelencia. Pues cada una de estas cosas ha revelado ser tal como la habíamos descrito.

Platón, La República, 445a-b 

Una vez alcanzados este punto, podemos refinar el argumento platónico a favor de que la vida del justo es la vida más feliz y formularlo de la siguiente manera:

Argumento definitivo por la identificación de la vida justa y la vida feliz

P1. La actividad del alma es vivir.

P2. Vivir consiste en actividades potencialmente contradictorias.

C1. El alma desempeña actividades potencialmente contradictorias.

P3. Todo lo que desempeña actividades potencialmente contradictorias consta de partes distintas.

C2. El alma está compuesta de partes distintas.

P4. Todo lo que está compuesto de partes distintas desempeña bien su actividad si y solo si cada parte desempeña única y exclusivamente las actividades que le son propias.

C3. El alma desempeña bien su actividad si y solo si cada una de sus partes desempeña única y exclusivamente las actividades que les son propias.

P5. La justicia consiste en que cada elemento desempeñe excelentemente la actividad que le corresponde.

C4. El alma desempeña bien su actividad si y solo si es justa.

C5. Uno vive una buena vida si y solo si es justo.

P6. El que vive bien es feliz; el que vive mal es miserable.

C6. La persona justa vive felizmente, la persona injusta vive miserablemente.


Con esto queda cerrado el círculo y respondido el desafío de Glaucón y Adimanto: la justicia no es un mal menor, sino el mayor de los bienes. El injusto arruina su alma, condenándola a la akrasía y al conflicto consigo misma. El alma sólo alcanza su unidad cuando sus partes se armonizan: sólo alcanza la enkrateía, el gobierno de sí, cuando es justa. Es entonces cuando está en condiciones de lograr la felicidad plena. Igual que el cuerpo político se disgrega cuando no está guiado por el faro de un gobierno sabio y prudente, la unidad y la armonía del alma se disuelven cuando los apetitos y las pasiones no se someten al gobierno de la razón. Aquí Platón no está sugiriendo una mera analogía, sino estableciendo una profunda correlación, pues ni el Estado es algo exterior al individuo ni el individuo es algo exterior al Estado. Esta tesis ya estaba presente en Sócrates, quien entendía que la ciudad sólo podía ser justa y moderada si en el alma de sus ciudadanos hay justicia y moderación. En todos los hombres se hallan presentes las tres partes del alma, e incluso en los mejores cabe la posibilidad de que los apetitos y las pasiones se subleven y terminen imponiéndose. Y dada la íntima correlación entre la justicia del alma y la de la polis, la destrucción del orden interior del alma de los ciudadanos resulta irremisiblemente en el desorden social.

Al igual que Antifonte, pues, Platón busca el principio de la buena vida en la naturaleza de los hombres. Sin embargo, la comprensión de la naturaleza humana de Platón es distinta a la de los sofistas. Al cifrar la buena vida en la búsqueda del placer, los sofistas ignoraron que en el hombre hay razón, y que es a la razón a la que le corresponde gobernar el alma. Correlativamente, al proponer la fuerza y el poder desnudo como principio del gobierno social, no comprendieron que en la ciudad le corresponde gobernar al que posee la sabiduría y la prudencia.

5. La vuelta a la caverna: la imposibilidad del gobierno de los filósofos

Dirijamos, finalmente, nuestra mirada al pensamiento político de Platón. Desde un principio hemos subrayado que la política fue la preocupación fundamental de Platón, quien en la Carta VII constataba que todos los Estados de su época, sin excepción, estaban mal gobernados, y diagnosticaba que sólo sería posible una reforma radical de la actividad política si los filósofos gobernasen o si los que gobiernan se dedicaran al estudio de la filosofía, pues de ella depende obtener una visión perfecta y total de lo que es justo. Y hemos visto ahora cómo, en su dibujo de la ciudad ideal, Platón asigna a los sabios la tarea de gobernar y cifra en la sabiduría la virtud del buen gobierno. 

En definitiva, Platón tenía fe en el conocimiento como requisito del acierto político. ¿Quién es el político virtuoso, el ciudadano excelente? En el mundo homérico arcaico, la excelencia tenía que ver con las capacidades innatas: el ciudadano excelente era el noble que se destacaba por sus cualidades militares. En la Atenas democrática se entiende, como sostenía Protágoras, que la capacidad política está distribuida por igual entre todos los ciudadanos. Sin embargo, los sofistas introducirán la idea de que la virtud política es enseñable. Se trataría, por lo tanto, de un tipo de saber, que se puede transmitir de algún modo. Platón coincidirá con los sofistas en esto, aunque negará que la retórica y las artes que ellos enseñan constituya un saber político genuino.

En el Menón, Sócrates se pregunta si la virtud es enseñable. Para Platón, esta pregunta entraña la cuestión de si la virtud es saber—es decir, epistéme—. Enseñar es demostrar, y sólo puede demostrar quien conoce las razones y fundamentos de lo que afirma. Ahora bien, ¿podría ser la virtud política un saber? Los ejemplos del pasado parecen desmentirlo: políticos como Pericles fueron virtuosos, pero no fueron capaces de transmitir la virtud a sus sucesores. ¿Por qué? La respuesta que sugiere Platón en el Menón es que la virtud de hombres como Pericles no estaba fundada en el conocimiento, sino en la mera posesión de opiniones verdaderas.

Pero aquí, precisamente, reside el núcleo de la crítica socrático-platónica a los políticos y los sofistas: estos se mueven en un mundo de opiniones. Tal vez no se equivoquen, pero sus aciertos en ningún caso son fruto del saber—pues mientras que el saber es siempre verdadero, la opinión puede ser verdadera o falsa—. Sólo el que sabe puede verse libre del error, y por eso es él el que debería gobernar.

El Gorgias es el diálogo en el que Platón despliega su crítica al modelo de educación política de los sofistas. En este diálogo, Sócrates le pide a Gorgias que defina con precisión el objeto del arte que él enseña: la retórica. La respuesta de Gorgias es que el objeto de la retórica es la persuasión. Pero, como señala Sócrates, la ciencia también persuade. Hay que distinguir, pues, entre la persuasión que produce saber y la que produce opinión. Gorgias admite que la retórica es del segundo tipo.

El retórico, así, es el que es capaz de persuadir a la multitud sobre cualquier asunto, aun careciendo de conocimiento. Ante la multitud de los que no saben, el que no sabe puede resultar más persuasivo que el que sabe. Sócrates concluirá que la retórica no es saber en absoluto. Se trata de una habilidad meramente práctica, un pseudosaber.

Sócrates propone para demostrarlo una clasificación relativa a los saberes sobre el cuerpo y el alma:

Gimnasia y legislación producen y mantienen el orden del objeto al que se dirigen, y medicina y justicia lo restauran cuando es quebrantado. Los pseudosaberes son sus suplantadores: la cosmética no da vigor al cuerpo, sino que lo adorna; el cocinero no procura la salud del cuerpo, sino que meramente busca agradarlo, proporcionarle el buen sabor (aunque su salud se vea perjudicada por ello); correlativamente, la sofística no favorece la salud del alma, sino tan solo su apariencia; y la retórica busca los consejos que producen agrado, aunque no sean justos. Si Gorgias decía que la retórica era la medicina del alma, Platón le responderá que el retórico en verdad es un mero cocinero.

Platón entiende todo saber desde el modelo de los saberes técnicos: todo auténtico saber se orienta al bien de aquello de que se ocupa. La retórica y la cocina no son saberes porque no se orientan al bien sino al placer. Son, por ello, prácticas adulatorias. El político adula a la masa y por tanto se somete a ella. La carencia de saber y la adulación se dan juntas en los políticos.

El sofista no enseña sino las opiniones que la gente profiere en las asambleas, y llama a eso saber. Como si alguien hubiese llegado a conocer los instintos de una bestia enorme y poderosa y tomase ese conocimiento por ciencia, sin saber qué hay de bueno, hermoso, vergonzoso, justo, etc. en tales opiniones y apetitos, denominando bueno a lo que a ésta le produce placer y malo a lo que le produce dolor, sin más fundamentos racionales que su propio apetito. Para Platón, este no puede ser el modelo según el cual se deben educar los gobernantes de la ciudad.

En todo lo dicho se trasluce una crítica radical a la democracia. Platón entiende que el igualitarismo democrático comporta irracionalidad. La democracia «distribuye la igualdad tanto a los que son iguales como a los que no son iguales». Y el resultado no es sino el gobierno de los ignorantes. Al igual que Sócrates, Platón entiende que lo razonable en política, así como en otros ámbitos, es que gobierne el que sabe. Recoge, pues, el intelectualismo socrático, que concibe la virtud política como un conocimiento según el modelo de los conocimientos técnicos —conocimientos, como decimos, que siempre buscan el bien de su objeto—. En  resumen, la argumentación de Platón seguiría la lógica siguiente.

Argumento a favor del gobierno de los sabios

P1. La virtud política es un saber.

P2. Todo verdadero saber se orienta al bien de su objeto.

P3. El filósofo es el que conoce el Bien en sí y, por tanto, el Bien de la ciudad

C1. El filósofo debe gobernar.

El filósofo rey es la figura que emerge de la descripción platónica de la ciudad ideal como el encargado de su buen gobierno. Es el producto natural de una ciudad en la que impera la justicia y la educación y las instituciones están puestas al servicio del bien de la sociedad en su conjunto.

Ahora bien, Platón reconoce que la realidad de su entorno es muy distinta, y que las ciudades de su tiempo difieren mucho de la ciudad ideal que él ha dibujado. Haría falta una revolución para que las cosas empezasen a parecerse a esa ciudad ideal: sería necesario que los filósofos tomasen el gobierno, o que los gobernantes empezaran a filosofar:

—Después de esto, me parece que hemos de intentar indagar y mostrar qué es lo que actualmente se hace mal en los Estados, por lo cual no están gobernados del modo que el nuestro, y con qué cambios—los mínimos posibles—llegaría un Estado a este modo de organización política…

—Completamente de acuerdo.

—Con un solo cambio, creo, podría mostrarse que se produce la transformación, aunque no sea un cambio pequeño ni fácil…

—¿Cuál es?

—… A menos que los filósofos reinen en los Estados, o los que ahora son llamados reyes y gobernantes filosofen de modo genuino y adecuado, y que coincidan en una misma persona el poder político y la filosofía, y que se prohíba rigurosamente que marchen separadamente por cada uno de estos dos caminos las múltiples naturalezas que actualmente hacen así, no habrá, querido Glaucón, fin de los males para los Estados ni tampoco, creo, para el género humano; tampoco antes de eso se producirá, en la medida de lo posible, ni verá la luz del sol, la organización política que ahora cavamos de describir verbalmente.

Platón, La República, 473b-e

Pero el trágico destino de Sócrates nos recuerda que la filosofía no es bien vista por los ciudadanos comunes. ¿Por qué? Recordemos la Alegoría de la Caverna. No podemos olvidar que el que sale de la caverna, tras contemplar las Ideas, es arrastrado a volver a ella. Esto tiene una implicación política esencial: conocer no nos salva, hemos de transformar el mundo en el que estamos inmersos haciendo que nuestros antiguos compañeros de cautiverio giren su mirada. Pero esto nos pone ante un problema: para transformar la ciudad, los gobernados han de consentir el gobierno de los filósofos reyes. ¿Consentirán los ciudadanos comunes el gobierno de los filósofos? ¿Puede la masa convertirse en filósofa? La Vuelta a la Caverna nos presenta un problema que parece no tener solución:

—Piensa ahora esto: si [el esclavo que se liberó y emergió a la superficie] descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?

—Sin duda.

—Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran?

—Seguramente.

— […] Pues bien, mira si me das también la razón esto: no hay que asombrarse de que quienes han llegado allí no estén dispuestos a ocuparse de los asuntos humanos, sino que sus almas aspiran a pasar el tiempo arriba; lo cual es natural, si la alegoría descrita es correcta también en esto.

—Muy natural.

—Tampoco sería extraño que alguien que, de contemplar las cosas divinas, pasara a las humanas, se comportase desmañadamente y quedara en ridículo por ver de modo confuso y, no acostumbrado aún en forma suficiente a las tinieblas circundantes, se viera forzado, en los tribunales o en cualquier otra parte, a disputar sobre sombras de justicia o sobre las figurillas de las cuales hay sombras, y a reñir sobre esto del modo en que esto es discutido por quienes jamás han visto la Justicia en sí.

—De ninguna manera sería extraño.

—[…] ¿ Y no es también probable, e incluso necesario a partir de lo ya dicho, que ni los hombres sin educación ni experiencia de la verdad puedan gobernar adecuadamente alguna vez el Estado, ni tampoco aquellos a los que se permita pasar todo su tiempo en el estudio, los primeros por no tener a la vista en la vida la única meta a que es necesario apuntar al hacer cuanto se hace privada o públicamente, los segundos por no que­rer actuar, considerándose como si ya en vida estuvie­sen residiendo en la Isla de los Bienaventurados?

—Verdad.

 

Platón, República, 516e-519c.

El problema en política es que todos creemos estar preparados para ella sin haber tenido un maestro: esta anarquía de la democracia es la que hace que los miembros de una comunidad no atiendan a razones, puesto que consideran que las sombras que cada uno de ellos percibe son la auténtica realidad. El filósofo saldrá escaldado de su intento de gobernar, exactamente igual que Sócrates salió mal de su intento de hacer pensar a los atenienses.

La razón de este fenómeno está en la espinosa relación entre conocimiento y opinión. El que tiene una opinión cree estar en posesión de la verdad tanto como el filósofo, y no va a escuchar a este cuando le insiste en que está inmerso en el error. El proyecto del filósofo rey no puede realizarse de manera directa, y ha de buscar otra vía.

La solución platónica pasará por la transformación interior. Será una reforma de los hombres a través de la paideia, de la educación. Platón sabe que no existe ninguna república en la que sea posible que todas las personas se ilustren y acaben convirtiéndose en sabias. Por eso, su reforma no insiste sólo en la formación para el conocimiento de las Formas, sino también y sobre todo en la reforma de los mitos con los que se educa la juventud. Platón sabe que educar no es solamente formar en la ciencia, sino que es esencial para transformar las costumbres reformar la poesía, que es la que educa al grueso de la juventud. En los libros finales de la República, Platón defiende que los mitos con los que se ha educado hasta ahora a los ciudadanos son tan inmorales que se hace necesario expulsar a los poetas. Ellos son los que tienen la capacidad de persuadirnos, gracias a su dominio de la imitación y de la apariencia, de algunas doctrinas que en realidad no son más que sombras, pretensiones de verdad que no contienen conocimiento.

El problema es que la construcción de un régimen justo tiene que comenzar siempre con los más pequeños—aquellos que aprenden mediante cuentos, mediante mitos y poesías. Por eso, aunque Platón expulsa a los poetas, jamás se despide de la poesía. La nueva poesía se ha de encargar de transmitir nuevos mitos, mentiras útiles al nuevo régimen, de forma que los niños que se han educado escuchándolos puedan, una vez hayan crecido, comenzar más fácilmente la escarpada ascensión a la verdad.

Si el tramo final de la República insiste en el efecto reformador de la educación, las obras políticas posteriores de Platón, como Político y Leyes, ponen el acento en el papel que ha de jugar la legislación en todo régimen político que quiera aproximarse al ideal de la justicia. Estas obras rebajan la carga idealista de la propuesta de la República, aunque mantiene sus postulados fundamentales. Por ejemplo, en el Político Platón insiste en que, por principio, la única constitución correcta es aquella que otorga el gobierno a los sabios. Pero la experiencia nos demuestra que el gobernante auténticamente sabio no existe en las sociedades humanas, «que en las ciudades no nacen reyes como en las colmenas». La República ya había insistido en esta misma idea: el Estado ideal allí descrito, dice Platón, es más duradero que los Estados reales, pero eso no significa que vaya a durar siempre. Incluso un Estado justo está abocado a un proceso de degeneración que pasaría por cuatro fases:

En el Político Platón va a señalar a la ley como el único instrumento capaz de frenar estos procesos de degradación. Si no es posible un gobierno de los sabios, la mejor alternativa posible es el gobierno de las leyes. Cuando un médico se va de vacaciones, deja prescrito en una receta lo que tiene que tomar su paciente. Análogamente, el gobernante sabio, previendo su futura ausencia tiene que dejar por escrito las directrices por las que habrá de regirse la ciudad cuando él ya no esté. La ley es esa receta que deja prescrita el sabio en previsión del momento en que haya de ausentarse. A pesar de que no es posible el gobierno de los filósofos o de los sabios, sí es posible un gobierno de las leyes que evite la arbitrariedad de los hombres: todos, gobernantes y gobernados, hemos de someternos a ellas.

Las leyes, aunque sean las que condenaron a Sócrates, han de respetarse, pues son la forma más perfecta que podemos tener de gobernarnos los hombres. Un gobierno sometido a las pasiones humanas sería la peor forma de gobierno posible, y el imperio de la ley es la mejor herramienta para evitarlo.