Sociedad y política

1. LA FILOSOFÍA DE LA SOCIEDAD

Ortega echaba a faltar en la sociología de su época una comprensión fundamental de los fenómenos sociales elementales. En 1949 proyectaba lanzar un libro que remediase este estado de cosas: se llamaría El hombre y la gente. Pero la obra quedó inédita, y tan sólo fue publicada póstumamente en 1957.

En El hombre y la gente Ortega ensaya una aproximación fenomenológica a los hechos sociales, de la que se deriva una interpretación del derecho, el Estado, la nación, el lenguaje, etc. Su punto de partida es la distinción de dos dimensiones en la vida social:

Los usos sociales son mecanismos convencionales, hábitos que aseguran y hacen fluidas las múltiples relaciones entre los distintos individuos que conviven en el mundo. Los usos conservan la convivencia, pues ordenan nuestras relaciones inter-individuales en comunidades cuya vida social se ha hecho tan compleja que ha desbordado los cauces de las relaciones personales de intimidad. Mediante los usos, la sociedad es una máquina de hacer hombres. No sólo garantiza la seguridad y la fluidez de los comportamientos humanos, sino que los pone a la altura de los tiempos. Además, al mecanizar una parte amplia del comportamiento, libera al individuo para desarrollar su vida personal y creativa en otras direcciones. Los usos sociales son automatismos que nada tienen de personal, pero que favorecen el crecimiento de la personalidad.

Los usos tienen un origen individual y tardan algún tiempo en establecerse en la vida social. Tras permanecer en vigor por un tiempo, desaparecen lentamente. Tienen su propio ritmo, su propio tiempo, y por eso son irracionales, de manera especial para los que llevan una vida más personal y menos social. Tienen tres características:

2. LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

Decíamos que el hombre, a diferencia del resto de seres vivos, no tiene una naturaleza fija: el hombre no es siempre hombre de la misma manera. En esto consiste su libertad.

Ahora bien, la libertad implica que sólo podemos comprender la vida humana si comprendemos la historia en la que el hombre está inmerso; pues, si el hombre no está limitado por su instinto como el animal, sí que lo está en cambio por la circunstancia histórica. Comprender al hombre precisa, por tanto, de un método de análisis histórico.

En este sentido, Ortega parte de la premisa de que el devenir histórico no es un continuo homogéneo, sino que consiste en la sucesión de ciertos períodos de constancia vital. Esos períodos vienen marcados por el dominio de una generación humana concreta.

La historia humana no es otra cosa que la sucesión de los mundos imaginados y construidos por las distintas generaciones de hombres. Cada cultura o civilización va construyendo sus propios mundos, que evolucionan y cambian con el transcurso de la historia.

En un mismo presente histórico pueden estar interactuando distintas civilizaciones que, sin embargo, no están a la misma «altura de los tiempos». Este concepto se aplica también a las distintas creencias que componen la visión del mundo de una cultura determinada. Así, no se puede vivir una forma religiosa medieval en un mundo técnico moderno. En una cultura viva y dinámica las creencias se articulan de manera sistemática, son contemporáneas, están a la misma altura de los tiempos.

Un par de conceptos muy importante para el análisis histórico es el de ideas y creencias:

Las generaciones, en tanto que protagonistas del devenir histórico, son las que establecen los sistemas de creencias imperantes en una época determinada. Según Ortega, en cada presente histórico conviven tres generaciones: la joven, que está empezando a abrirse paso en el medio profesional, y que puede no encontrar las circunstancias a su gusto, pero no tiene el poder de decisión para cambiarlas a su modo. La madura, que domina en el medio profesional y que vive sus propias circunstancias. Y la vieja, que ha perdido su influencia en el medio profesional y que vive en un mundo pasado.

Cada generación abarca a los individuos nacidos en un período aproximado de quince años. En todas ellas son distinguibles dos tipos humanos: la masa y la elite o minoría de vanguardia. Mientras que la masa es inerte, tiende a conservar esquemas fijos y a vivir en el presente, la elite es dinámica, tiende a romper moldes y mira al futuro.

Ortega invierte en gran medida la explicación marxista del funcionamiento social: es la sensibilidad de las elites, y no el trabajo de las masas, lo que explica la estructura económica y política de una sociedad. En lugar de la infraestructura económica, es la sensibilidad vital de las elites lo que está a la basa de cualquier estadio histórico: esta sensibilidad determina las valoraciones morales o estéticas, y estas a su vez condicionan las transformaciones políticas e industriales.

Ortega critica tanto las concepciones colectivistas como individualistas del desarrollo histórico. Ni las masas por sí solas, ni los individuos excepcionales mueven la historia. Las masas no la mueven porque son siempre conservadoras, pasivas, tendentes a persistir en lo que hay. Los individuos excepcionales no la mueven porque, si no hay cierta sensibilidad vital compartida con la masa, jamás lograrían influir sobre ella.

Las relaciones de una generación con la anterior pueden ser de homogeneidad si ambas se mueven por los mismos intereses—en cuyo caso estaríamos en lo que Ortega denomina una época acumulativa, pues se va acumulando lo desarrollado por cada generación—; o de heterogeneidad, si generaciones sucesivas se mueven por intereses divergentes —en cuyo caso entraríamos en una época revolucionaria, en la cual se rechazaría todo lo que se hizo antes y se intentarían nuevos desarrollos sobre principios nuevos—. Las elites de la generación imaginan nuevas formas de vivir, acordes a sus gustos y deseos, desarrollan proyectos masivos que van transformando a su medida el mundo de la vida. El sucederse de las generaciones explica el cambio en que consiste la historia, la sucesión y confrontación de civilizaciones, la evolución y el cambio de sus mundos históricos. Porque además de las generaciones continuistas, que viven del pasado y conservan su mundo, hay generaciones rupturistas que avanzan en la invención de un mundo nuevo.

Puesto que sólo en la historia puede el individuo acceder a un conocimiento de su ser (que es dinámico), la razón vital se troca en razón histórica. Ortega sostiene que la propia historia, el propio devenir humano, es, de por sí, racional, y maneja sus propias categorías racionales.

3. EL INTELECTUAL ANTE LA REBELIÓN DE LAS MASAS

Ortega entendió la actividad filosófica con un sentido práctico: con su filosofía quería intervenir en la circunstancia política española, «salvar su circunstancia». En este sentido, una preocupación constante que vehicula toda su reflexión filosófico-política es la de las relaciones entre las elites intelectuales y la masa en los procesos de transformación social.

El primer proyecto intelectual de Ortega al regresar de su último viaje a Alemania fue elaborar una pedagogía social. Su desarrollo suponía la constitución de un grupo de prestigio que extendiera su influencia a una elite culta que hiciera efectiva la reforma social. Ortega cifraba entonces el mal de España en la incompetencia, la inmoralidad y la incultura. Creía que la labor de su generación debía consistir en constituir una elite ilustrada con las ideas de una nueva España.

Su fe en la pedagogía social tropieza a inicios de los años veinte con la inexistencia de elites cultas. La expresión más notoria de su pesimismo ante la misión del intelectual es la serie de artículos que empieza a publicar en El Sol en diciembre de 1920 y que acaba convirtiéndose en España invertebrada (1922). Allí atribuye el mal de España al «particularismo», tanto al de clase (marxismo) como al regional (separatismo), por el cual cada grupo social deja de sentirse parte del todo social. Esta enfermedad descompone todo el cuerpo social.

En los años veinte Ortega denuncia como un problema la deserción de la elite intelectual ante el creciente dominio de las masas en los espacios públicos, patente en el triunfo de movimientos como el bolchevismo y el fascismo. Nuestro autor pensaba que el ascenso y rebelión generalizada de las masas era el fenómeno más significativo de las sociedades occidentales, y lo expuso en otra serie de artículos que se publicaron como el libro bajo el título La rebelión de las masas (1930).

En este libro, Ortega caracteriza antropológicamente al tipo ideal del «hombre-masa» y clarifica lo que significa para poner de manifiesto la inconveniencia de su dominio político. El hombre-masa es un tipo de vida social medio que carece de proyecto vital. Ajeno a todo esfuerzo y exigencia, incapaz de crear nada, no sólo se abandona a la vulgaridad en gustos y opiniones, sino que la reivindica, rebelándose contra todo lo superior y excelente. De ahí su indocilidad moral e intelectual. Su nivel de vida depende por completo del desarrollo tecnológico y de la organización social que le aporta la sociedad. Producto del liberalismo y la industrialización, nace con derechos civiles y sociales reconocidos, en unas circunstancias económicas fáciles y seguras, sabiendo lo que es el confort y el orden público. Termina por creer que todo esto le pertenece y lo puede usar a su antojo. Cuando las circunstancias se vuelven desfavorables y crece su insatisfacción, el hombre-masa pasa a la acción directa: es violencia desatada.

Este potencial de violencia y de barbarie se convierte en un peligro real cuando las masas intervienen en política. Si las masas se apoderan del Estado, dominará la sociedad una esterilidad parasitaria que terminará por agotar sus fuentes de creatividad y producción.

Esta obra es un exponente de la oposición de Ortega, en tanto que intelectual liberal y elitista, a los movimientos de masas, tanto fascistas como de corte obrero.

Con el fin de la Guerra Civil, el estallido de la Segunda Guerra Mundial y el fracaso en su intento de reconstruir su posición intelectual en Argentina, Ortega se sumerge en el pesimismo ante el papel del intelectual: en el último siglo los intelectuales han hecho ideas de ideas, mientras los dogmas imperaban sobre las masas. Más tarde, en El hombre y la gente, reiterará su reconocimiento del papel social del intelectual, cuya función consiste en aclarar las ideas de las que depende la convivencia social.