La buena vida
La buena vida
La buena vida (I): el argumento de la función
Virtud, prudencia y akrasía
La amistad
La buena vida (II): la vida contemplativa
La buena vida en común: la política
1. La buena vida (I): El argumento de la función
El bien final de la vida humana
En el apartado anterior hemos visto cómo Aristóteles comprende al hombre como una sustancia natural más, cuya esencia conlleva una serie de movimientos propios. De estos movimientos, algunos `los tenemos en común con otras sustancias:
En tanto que cuerpos materiales, a los seres humanos nos corresponden los movimientos propios de los elementos que nos componen.
En tanto que seres vivos, nos corresponden los movimientos y las actividades encaminadas al crecimiento, la nutrición y la reproducción.
En tanto que animales, nos corresponden los movimientos y las actividades relacionadas con la sensación, el apetito y la locomoción.
Hemos visto, sin embargo, que el hombre se caracteriza por poseer un alma racional, a la cual corresponden funciones y actividades específicamente humanas:
Nuestra alma es capaz de la actividad puramente racional del pensamiento, que se consuma en las virtudes del entendimiento (gr. nôus), la ciencia (gr. epistéme) y la sabiduría (gr. sophía).
Las facultades racionales se conjugan con las sensitivas en la producción (gr. poíesis) y la acción (gr. práxis).
La esfera de la producción está constituida por aquellas actividades que se consuman en un producto final distinto de la actividad misma, generando un mundo de cosas artificiales que son distintas de las naturales. Su valor reside en el producto, más que en el proceso mismo. Estas actividades se realizan plenamente cuando uno posee la virtud de la técnica (gr. téchne). Existen distintas técnicas, asociadas a los distintos tipos de actividad productiva: la poética, la retórica, la medicina, la alfarería, la cocina, etc.
La esfera de la acción está constituida por aquellas actividades que no se plasman en un producto, sino que encuentran su fin en sí mismas: su propia realización es el fin que se persigue cuando las elegimos. En la práxis nos guiamos por la sabiduría práctica o prudencia (gr. phrónesis).
En lo que sigue nos va a interesar, sobre todo, la esfera de la acción. Para Aristóteles, toda acción implica una intención, fruto de la voluntad. Y toda acción intencional está orientada a un fin. Ahora bien, los fines pueden ser de dos tipos: pueden ser fines que busquemos porque nos sirven como medio para lograr otros fines, o puede tratarse de fines que busquemos por sí mismos, sin tener otro fin superior en nuestro horizonte. Si esto es así, parecería que todo lo que hacemos los seres humanos estaría orientado a la consecución de un fin último que daría sentido a todas nuestras acciones intencionales:
Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien; por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden.
Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1094a1-3
Si estamos de acuerdo en que las acciones intencionales se orientan a algún bien, o al menos a algún fin que se nos aparece como bueno, y si además estamos de acuerdo en que tales fines son susceptibles de ser subordinados unos a otros de manera tal que hay algún fin final que todos los humanos buscan, haríamos bien en reflexionar sobre qué características esperamos que tenga este fin final.
Cuando le preguntamos a la gente qué es lo que busca en última instancia, es de esperar que muestren cierto grado de desacuerdo entre ellos. Este desacuerdo puede producirse a dos niveles. Primero, la gente puede estar de acuerdo sobre las características que definen al bien final, pero discrepar sobre qué estados o actividades exhiben tales características. En segundo lugar, puede que sus desacuerdos sean más profundos: quizás respondan de manera distinta a la pregunta sobre cuál es el bien final que buscan en última instancia porque no parten de presupuestos compartidos sobre qué es lo que caracteriza al bien final.
La pregunta sobre la naturaleza del bien final al que todas nuestras acciones tienden es la pregunta que abre el libro I de la Ética a Nicómaco de Aristóteles. Con vistas a determinar qué sea el bien final, sostiene que primero debemos ponernos de acuerdo con respecto a qué criterios debe satisfacer un estado o una actividad para poder ejercer semejante papel. Según Aristóteles, las condiciones que algo debe cumplir para ser el bien final son las siguientes:
Debe ser perseguido por sí mismo. Es un bien intrínseco, no instrumental.
Deseamos otras cosas con vistas a lograrlo.
No deseamos el bien final por otra cosa.
Es completo (teleion): siempre digno de elección, siempre elegido por sí mismo. No sólo debe ser deseado por sí mismo y por nada más que sí mismo, sino que debe ser siempre digno de elección. Pues hay cosas que son deseadas por sí mismas, pero puestas al lado de otros bienes pierden ese estatus.
Es autosuficiente (autarkês): su presencia basta para tener una vida a la que no le falte nada.
Hay bienes que satisfacen la condición (1), pero no la (3): por ejemplo, buscamos la salud por sí misma, pero la deseamos por otra cosa (a saber, porque es un componente del bien final). Las condiciones (4) y (5), por su parte, apuntan al carácter comprensivo del bien final , que debe abarcar todas las formas del bien humano. En definitiva, Aristóteles sostiene que si hay alguna cosa que merezca ser considerada el bien final del hombre, deberá cumplir con todos y cada uno de estos estándares.
El carácter de la felicidad humana: consideraciones preliminares.
Los criterios aristotélicos pueden parecer muy estrictos. Sin embargo, hay un candidato obvio que parece cumplirlos: la felicidad (gr. eudaimonía). Deseamos la felicidad por sí misma, y no como instrumento para otra cosa; deseamos otras cosas porque perseguimos la felicidad; si hemos logrado la felicidad genuina, nuestra vida está completa, es autosuficiente y no le falta nada. La felicidad, por sí misma, es suficiente para hacer nuestras vidas buenas y dignas de ser vividas. Es por ello que, de hecho, deseamos la felicidad por encima de cualquier otra cosa. En la esfera de las acciones intencionales, las preguntas sobre por qué hacemos las cosas que hacemos culminan en la felicidad como fin supremo de la conducta humana.
Ahora bien, decir que el bien final de la vida humana es la felicidad y quedarnos ahí es tanto como no decir nada, porque hay una multitud de opiniones acerca de en qué consiste la felicidad. Hay quien ha pensado que la felicidad reside en el placer, o quien ha asignado al poder, la fama o la riqueza la clave de la felicidad. Según Aristóteles, todas estas respuestas son erróneas: quienes piensan así están equivocados. A nosotros, modernos, quizás nos pueda parecer paternalista esta crítica aristotélica, pues a menudo concebimos la felicidad como algo subjetivo sobre lo cual no podemos estar equivocados: si me siento feliz es porque, de hecho soy feliz. Sin embargo, hemos de recordar que el concepto griego de eudaimonía no se solapa completamente con nuestro concepto moderno de felicidad. La eudaimonía es un rasgo que define a la buena vida, y en este sentido se trata de una cualidad objetiva, cuya naturaleza hay que analizar y determinar. Desde una concepción subjetiva, no tiene sentido imaginarse a alguien diciendo «Pensé que era feliz, pero estaba equivocado». En contraste, una concepción objetiva de la felicidad sostiene que la felicidad se da cuando se satisfacen ciertos criterios que no son determinados por los deseos o por la autoconcepción del agente. Según la concepción objetiva aristotélica, para ser feliz la persona deberá florecer, tener éxito en la vida, y las condiciones del florecimiento humano son independientes de la voluntad del agente.
Si la felicidad o eudaimonía es lo que satisface los criterios del bien final, debemos determinar qué tipo de estado o actividad sería la mejor candidata para ocupar ese rol. El problema, por tanto, es encontrar una forma de vida que satisfaga los criterios con los que hemos definido el fin final. Aristóteles nos señala que algunas concepciones comunes de la felicidad no satisfacen tales criterios.
La riqueza tampoco es un buen candidato para encarnar la vida feliz. El dinero es un bien instrumental: se busca para otras cosas y no es digno de ser elegido en sí mismo. Por lo tanto, viola el primero de los criterios que debe cumplir el bien final.
La felicidad tampoco reside en el honor. Si buscamos el honor como fin en sí mismo estamos poniendo nuestra felicidad en mano de caprichos ajenos, ya que la gente a veces honra a los que no lo merecen y no honra a los que lo merecen. Recordemos que el bien final tiene que ser algo genuinamente nuestro y difícil de arrebatársenos. El honor no es teleion ni autarkês.
Frente a los precedentes, el placer parece un buen candidato para constituir la clave de la eudaimonía: es una cosa buena, elegida por sí misma y no por nada a lo que se subordine. Además, muchos lo ven como lo mejor que hay en la vida. Parecería, pues, que el placer se ajusta a los cinco criterios que Aristóteles ha establecido para identificar el bien final del ser humano. Sin embargo, Aristóteles descartará que el placer sea el bien supremo de la vida humana. No lo hará apelando a sus cinco criterios, sino a su teoría psicológica. En efecto, dice Aristóteles que «los hombres parecen entender el bien y la felicidad partiendo de los diversos géneros de vida», y que «el vulgo y los más groseros los identifican con el placer, y, por eso, aman la vida voluptuosa». Al hacerlo «se muestran del todo serviles al preferir una vida de bestias, pero su actitud tiene algún fundamento porque muchas de los que están en puestos elevados comparten» su misma actitud (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1095b16-23). Así pues, lo que ignoran los que buscan únicamente el placer es que no son animales de carga, sino seres racionales, y lo que buscan para sí es un tipo de gratificación que también está al alcance de seres que no son capaces de pensar. Haciendo esto, se sitúan por debajo de las posibilidades propias de su alma, limitándose a la gratificación sensible y privándose de la actividad intelectual. El placer, es cierto, es un bien. Esto no está en cuestión. Lo que está en cuestión es que sea el bien último para los seres humanos. Y esto último, Aristóteles no lo va a aceptar.
Recapitulando lo dicho hasta ahora, tenemos, pues, las siguientes tesis:
Hay un bien final para los seres humanos.
Hay cinco criterios que cualquier estado o actividad debe satisfacer si ha de constituir el bien final del ser humano.
El bien final es lo que solemos llamar felicidad. Pero no toda concepción de la felicidad resulta satisfactoria.
Debemos buscar una concepción del bien objetiva, no subjetiva.
Las concepciones de la felicidad más comúnmente aceptadas—que la felicidad viene dada por la riqueza, el honor o el placer—son insatisfactorias.
A partir de aquí construye Aristóteles su visión positiva de la felicidad. La tesis de partida es que lo que es realmente bueno para los seres humanos viene determinado por aquello que los seres humanos son por naturaleza. Y los seres humanos somos, por naturaleza, animales racionales: la naturaleza humana se revela en las estructuras teleológicas en términos de las cuales las funciones humanas pueden ser especificadas y comprendidas.
La función del ser humano y la felicidad
Aristóteles, recordemos, abraza una concepción teleológica del mundo natural: toda sustancia natural, todo compuesto hilemórfico, viene determinado en su ser por una finalidad consustancial a su esencia. Los seres humanos no somos una excepción a esta regla. En consecuencia, debería ser posible identificar una función específicamente humana, que a su vez proveerá la base para una explicación funcional del bien humano. Un buen ser humano, un ser humano que vive bien, es un ser humano que realiza adecuadamente su función. La clave para descubrir el bien final del ser humano estará, por tanto, en especificar la función humana.
La función del zapatero es hacer zapatos, y el buen zapatero es el que hace bien sus zapatos. La función del pulmón es la respiración, y el buen pulmón es el que respira adecuadamente. Juzgamos la bondad de las cosas que tienen funciones en términos funcionales. En consecuencia, si los seres humanos tienen una función, entonces conoceremos en qué consiste su bondad cuando reconozcamos su función. Ahora bien, en virtud de la tesis de la determinación funcional, conocemos la función cuando conocemos las características que son propias del objeto. Estas consideraciones dan lugar al siguiente argumento:
Decir que la felicidad es lo mejor parece ser algo unánimemente reconocido, pero, con todo, es deseable exponer aún con más claridad lo que es. Acaso se conseguiría esto, si se lograra captar la función del hombre. En efecto, como en el caso de un flautista, de un escultor o de todo artesano, y en general de los que realizan alguna función o actividad parece que lo bueno y el bien están en la función, así también ocurre, sin duda, en el caso del hombre, si hay alguna función que le es propia. ¿Acaso existen funciones y actividades propias del carpintero, del zapatero, pero ninguna del hombre, sino que ése es por naturaleza inactivo? ¿O no es mejor admitir que así como parece que hay alguna función propia del ojo y de la mano y del pie, y en general de cada uno de los miembros, así también pertenecería al hombre alguna función aparte de éstas? ¿Y cuál, precisamente, será esta función? El vivir, en efecto, parece también común a las plantas, y aquí buscamos lo propio. Debemos, pues, dejar de lado la vida de nutrición y crecimiento. Seguiría después la sensitiva, pero parece que también ésta es común al caballo, al buey y a todos los animales. Resta, pues, cierta actividad propia del ente que tiene razón. Pero aquél, por una parte, obedece a la razón, y por otra, la posee y piensa. Y como esta vida racional tiene dos significados, hay que tomarla en sentido activo, pues parece que primordialmente se dice en esta acepción. Si, entonces, la función propia del hombre es una actividad del alma según la razón, o que implica la razón, y si, por otra parte, decimos que esta función es específicamente propia del hombre y del hombre bueno, como el tocar la cítara es propio de un citarista y de un buen citarista, y así en todo añadiéndose a la obra la excelencia queda la virtud (pues es propio de un citarista tocar la cítara y del buen citarista tocarla bien), siendo esto así, decimos que la función del hombre es una cierta vida, y ésta es una actividad del alma y unas acciones razonables, y la del hombre bueno estas mismas cosas bien y hermosamente, y cada uno se realiza bien según su propia virtud; y si esto es así, resulta que el bien del hombre es una actividad del alma de acuerdo con la virtud, y si las virtudes son varias, de acuerdo con la mejor y más perfecta, y además en una vida entera. Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco ni un solo día ni un instante <bastan> para hacer venturoso y feliz.
Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1097b22-1098a20
Argumento de la Función
P1. La función de una clase F viene determinada por la actividad propia (es decir, característica y única) de los Fs.
P2. La actividad propia de los seres humanos es el pensamiento racional.
C1. La función de los seres humanos es (o involucra de manera central) el pensamiento racional.
P3. Ejercitar una función es una actividad (y esto, en los seres vivos, consistirá en la actualización de alguna potencia o capacidad del alma).
C2. Ejercitar la función humana consistirá en desarrollar la actividad racional del alma.
P4. Lo bueno para los miembros de una clase F es desempeñar bien su función distintiva.
P5. Desempeñar bien una función es desempeñarla de acuerdo con la virtud (gr. areté).
C3. Lo bueno para los miembros de una clase F es desempeñar su función de acuerdo con la virtud.
C4. Lo bueno para los seres humanos será desarrollar la actividad racional del alma de acuerdo con la virtud.
P6. La felicidad (gr. eudaimonía) es el bien final del ser humano.
C5. La felicidad consiste en la actividad racional del alma de acuerdo con la virtud.
El argumento no intenta probar que los seres humanos tienen una función. Al contrario, este es un resultado de la Física, la Metafísica y el Acerca del alma que se da por sentado. Aristóteles presupone su esquema explicativo tetracausal y, con él, el marco teleológico de explicación. Hemos de esperar que lo característico de una clase funcionalmente determinada esté íntimamente vinculado a la esencia y la función de esa clase. Es por ello que Aristóteles recomienda que prestemos atención a lo peculiar o característico de los seres humanos. Hacerlo nos abre la vía más adecuada a la esencia y la causa final. Como parece que los seres humanos somos los únicos capaces de un pensamiento de orden superior, la conclusión provisional (C1) es que la función de los seres humanos es razonar, o por lo menos involucra el razonamiento de manera central. Tomada en su sentido más estrecho, esta conclusión vendría a afirmar que el bien humano se agota en la actividad racional. Tomada de manera más comprensiva, nos diría que la vida propiamente humana es una vida ordenada racionalmente. Por ejemplo, en política podemos conducirnos racional o irracionalmente, siendo la ejecución racional de la vida política la que calificaría como una expresión admirable del bien humano.
En definitiva, el bien humano consiste en llevar un tipo de vida plena y característicamente humana. Esta explicación aristotélica de la felicidad humana incorpora tres rasgos distintivos:
Primero, la felicidad es una actividad. La felicidad humana es un tipo de vida, y por tanto una actividad, no una experiencia afectiva o un estado pasivo. El tipo de felicidad plenamente humano involucra la ejecución de planes y proyectos, no se agota en la experimentación de estados placenteros.
Segundo, la felicidad está determinada objetivamente. Los seres humanos tenemos una esencia y, consecuentemente, una función característica que no elegimos. Venimos al mundo como seres racionales, capaces de involucrarnos en las actividades características de nuestra clase. No elegimos nuestra clase, nuestra esencia, nuestros fines ni nuestro bien supremo, estos son los que son. Es cierto que hay un sinfín de caminos para la expresión de nuestra esencia, pero no todo camino que elijamos será una expresión adecuada de nuestra esencia.
Tercero, la felicidad es estable y no pasajera. La felicidad se expresa a lo largo de toda una vida. La expresión de una esencia es algo necesariamente extendido en el tiempo. Igual que uno no es vegetariano en las horas pares de los días festivos, uno no es feliz solo a ratos, sino a lo largo de su vida.
Del libro I de la Ética a Nicómaco se desprende, por tanto, la siguiente definición de la felicidad:
Felicidad (eudaimonia) =df actividad del alma que expresa la razón de una manera virtuosa.
La concepción aristotélica del bien final humano nos dice que la mejor vida para nosotros es una vida que exprese, de la manera más excelente, aquellos rasgos que nos hacen distintivamente humanos. Dado que la felicidad, o eudaimonia, es el bien supremo, deberíamos esperar que sea deseada por sí misma, y no por otras cosas, mientras que el resto de bienes son deseados por conducirnos a la felicidad, cuya presencia hace que una vida sea completa y autosuficiente.
2. Virtud, Prudencia y akrasía
Virtudes éticas y virtudes dianoéticas
Hemos examinado ya en qué consiste para Aristóteles la felicidad. Tenemos que examinar ahora cuáles son, según nuestro autor, los medios adecuados para lograrla. Dicho de otro modo: debemos examinar su concepción de la virtud o excelencia (gr. areté).
Dado que la felicidad humana es una expresión de las facultades del alma, las formas de excelencia que deben ser investigada no son las propias del cuerpo, como por ejemplo las que caracterizan a un sistema cardiovascular sano o un tracto digestivo eficiente, sino aquellas que conciernen al alma racional humana. Sin embargo, es un lugar común que el alma humana no es pura ni exhaustivamente racional. Aristóteles defiende a este respecto una posición moderada: algunas partes del alma son enteramente racionales, pero otras no. La parte vegetativa no es racional ni conducible racionalmente: no es irracional, sino arracional. Sin embargo, el apetito o deseo sensible es una facultad no racional que puede entrar en conflicto con la razón, aunque también puede responder a ella y ser integrada en sus planes prácticos para una vida ordenada. Es evidencia de esto el hecho de que distingamos entre aquella gente que controla sus impulsos y aquellos que sucumben a sus instintos, con la consecuencia de que luego experimentan remordimientos y arrepentimiento. Existe la akrasía y existe la enkrateía. Para dar cuenta de ellas, debemos aceptar la existencia de partes racionales y no racionales que pueden tanto entrar en conflicto como ser armonizadas en un agente unificado.
La existencia de estas dos partes del alma motiva la distinción entre dos tipos de virtud. La razón, como sabemos, puede tener un uso teórico o práctico. En la esfera teórica no lidiamos con la acción, sino con la comprensión. En la esfera práctica, en contraste, nos preocupamos por la acción: qué debemos hacer y cuándo. Por tanto, Aristóteles concluye que hay virtudes relativas al pensamiento y virtudes relativas a la acción. A las primeras las denominamos virtudes intelectuales o dianoéticas y a las segundas, virtudes del carácter o éticas.
Las virtudes dianoéticas se obtienen a través del aprendizaje, la experiencia y el ejercicio del entendimiento. Las hemos nombrado ya al principio de este apartado. Son las siguientes:
En el pensamiento puramente teórico ejercitamos las virtudes del entendimiento (gr. nôus), la ciencia (gr. epistéme) y la sabiduría (gr. sophía). Las dos primeras las hemos examinado ya en apartados anteriores. La sabiduría es, para Aristóteles, el tipo más elevado de conocimiento, y por tanto la culminación de la virtud intelectual. Se relaciona con la comprensión fundamental y de la naturaleza de la realidad en su conjunto.
En la producción ejercemos las virtudes intelectuales denominadas artes o técnicas (gr. technái).
En la praxis ejercemos una virtud intelectual denominada sabiduría práctica o prudencia (gr. phrônesis), de la cual hablaremos más adelante.
Las virtudes éticas conciernen al carácter (es decir, a nuestras disposiciones de conducta). No están confinadas a la parte no racional como algo tomado en aislamiento de la parte racional. Al contrario, en la persona virtuosa los fines de la parte no racional se subordinan a los de dictados de la parte racional.
Las virtudes éticas
Aristóteles desarrolla un análisis general de las virtud éticas con vistas a determinar cuál es la mejor ruta para convertirnos en buenas personas, predispuestas a la buena vida. Dado que estas virtudes involucran al cuerpo, no pueden ser, como Platón pretendía, mero conocimiento: han de ser, ante todo, actividad, y además, en la medida en que son virtudes, actividad elegida con vistas a un bien. Ahora bien, Aristóteles se da cuenta de que la virtud no sólo implica el bien, la acción recta y buena, sino también la continuidad: una persona no es virtuosa por realizar una acción correcta solamente un día. Por eso, Aristóteles concebirá la virtud ética como un tipo de hábito: como una disposición, adquirida y asentada en el alma, hacia la realización de acciones buenas. En esto el virtuoso se parece al que domina una técnica. Cuando la producción de un artefacto es exitosa, vemos que se ha logrado una suerte de equilibrio: al artefacto nada le sobra y nada le falta. Según él, nuestro proceder al moldear el carácter tiene que ser análogo: debemos buscar un término medio entre el exceso y el defecto.
En el libro II de la Ética a Nicómaco Aristóteles definirá la virtud ética de la siguiente manera:
Es, por tanto, la virtud un modo de ser selectivo, siendo un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello por lo que decidiría el hombre prudente. Es un medio entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto, y también por no alcanzar, en un caso, y sobrepasar, en otro, lo necesario en las pasiones y acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el término medio. Por eso, de acuerdo con su entidad y con la definición que establece su esencia, la virtud es un término medio, pero, con respecto a lo mejor y al bien, es un extremo.
Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1106b36-1107a6
Procedemos a continuación a analizar los elementos que componen esta definición:
La virtud es un modo de ser (gr. héxis), es decir, un rasgo o disposición del carácter. Dice Aristóteles que la virtud no puede ser un sentimiento o afección (gr. pathos), pues la gente es vista como excelente o viciosa porque manifestar la virtud o el vicio en sus acciones, pero no por tener un tipo u otro de sentimientos. Tampoco puede ser una capacidad o facultad natural (gr. dynamis), pues todos estamos dotados por naturaleza con la capacidad de hacernos virtuosos, pero sólo algunos lo logran. El requisito para alcanzar la virtud es el ejercicio y habituación. Por tanto, la virtud ha de ser una condición del carácter adquirida y consolidada, lograda a través del desarrollo guiado y de la habituación. No se aprende a ser carpintero en un día, pero cuando se ha aprendido, se es carpintero para toda la vida. Lo mismo sucede con la virtud. Somos virtuosos cuando realizamos acciones buenas de una forma necesaria: cuando las acciones virtuosas salen de nosotros como el vapor sale de un caldero de agua hirviendo, como un efecto ineludible. Para que esto sea posible, el hombre tiene que desarrollar una firmísima disposición a obrar bien. La virtud tiene que convertirse en un hábito constante. Cuando nuestra disposición a obrar bien sea tan firme que la acción correcta nos salga de forma natural, y solo entonces, habremos alcanzado la virtud.
La virtud es un modo de ser que se traduce en decisiones o elecciones (hexis prohairetikê). Es un modo de ser propio de las situaciones deliberativas. No es que ser virtuoso requiera deliberación—al contrario, en la persona virtuosa la acción virtuosa está automatizada. Pero la acción virtuosa es aquella que realizaríamos si deliberáramos sobre lo mejor y lo peor. Esto es así porque el modo de ser virtuoso es aquel que ha sido guiado por la deliberación en su inculcación en el carácter. La deliberación, pues, ha de ejercerse al fraguar el hábito, no al ejercerlo. Al ejercerlo, la decisión correcta emana del carácter como de una segunda naturaleza.
La virtud es un término medio (mesotês) entre dos extremos o vicios, pero solo por relación a nosotros. El virtuoso impone a sus acciones un cierto orden, una cierta medida, pero esta medida viene dada por las peculiaridades del agente y de sus circunstancias. La doctrina del término medio es el ingrediente más distintivo de la concepción aristotélica de la virtud, y también el más discutido, pues parece que hay acciones que son viciosas sin constituir ningún tipo de extremo, meramente por definición (pensemos, por ejemplo, en el asesinato), y también hay virtudes, como por ejemplo la honestidad, que no parecen ser un término medio entre dos vicios.
El término medio viene determinado por un razonamiento correcto (ortos logos), razonamiento que puede concretarse en una dirección general para la conducta en una situación general.
Este tipo de razonamiento correcto es el que una persona sabia y prudente haría. El phrónimos es el que es capaz de reconocer lo bueno y lo malo para el ser humano, sin cometer errores ni confusiones.
La prudencia
Retomemos el último punto de nuestro análisis: la elección del término medio corresponde a una de las virtudes dianoéticas, a saber, la prudencia. En Platón prudencia y sabiduría eran sinónimos, pues el conocimiento práctico (cómo obrar bien) se deducía automáticamente del conocimiento teórico (qué es el Bien). Sin embargo, Aristóteles separa radicalmente el conocimiento teórico y el práctico: para él, la prudencia no es ciencia. Esto se debe a las particularidades del razonamiento práctico: cada vez que hacemos algo intencionadamente, subyace a nuestra acción un silogismo práctico, compuesto por una premisa universal que nos indica un fin y una premisa particular que evalúa el contexto de aplicación de la premisa universal. Nuestros razonamientos prácticos deben aplicarse a una situación concreta, a un momento y un contexto justo. Ahora bien, estas situaciones nunca son enteramente asimilables entre sí. Por consiguiente, aunque yo conozca la idea de justicia, tengo que saber en qué consistirá actuar justamente en esta ocasión, que es diferente de cualquier otra. Nuestras acciones tienen lugar en un aquí y en una hora. Es por eso, precisamente, que la virtud no es un término medio absoluto, sino siempre relativo a mí mismo y a mis circunstancias. Imaginemos el caso de la alimentación. Nosotros queremos llevar una vida sana, y para ello no podemos ni excedernos en la alimentación ni comer demasiado poco. Sin embargo, nuestro término medio no será el mismo que el de un luchador de sumo, que tiene que comer seis veces más que nosotros para llevar la vida que lleva. Cada persona y cada situación tiene su término medio, y debemos aprender a encontrarlo.
¿Cómo podemos saber realmente en qué consiste el término medio en cada ocasión? Eso dista mucho de poder reducirse a un cálculo sencillo, y sólo con la propia praxis se puede determinar—lo que no elimina el uso de la inteligencia y la prudencia, aunque Aristóteles dirá que en la ética «el conocimiento tiene poco o ningún peso». Llegamos a conocer el término medio a fuerza de corregirnos. Cuando comenzamos a realizar una acción, es posible que caigamos en el vicio y no acertemos: por ejemplo, la primera vez que me hago la comida es posible que cocine demasiado y sobre. Pero sólo podré corregir ese error con un error en sentido contrario: un palo torcido sólo se corrige torciendo el palo en la otra dirección. En la siguiente comida correré el riesgo de quedarme corto, pero solo así llegaré a conocer la medida de cuánta comida necesito.
La prudencia, la virtud dianoética que gobierna la toma de decisiones en el ámbito práctico, se adquiere a través de ese largo proceso de autocorrección a través de la experiencia. La prudencia es la capacidad para aplicar principios generales a la acción. En esta aplicación no solo ha de intervenir el entendimiento, sino también la voluntad. Ambas intervienen en la deliberación, y la prudencia es la capacidad de deliberar rectamente sobre lo bueno y lo conveniente. La deliberación, por su parte, es la consideración sobre lo que está en nuestro poder y es realizable. Nosotros consideramos como conveniente en general realizar muchas cosas, pero no todas son posibles. Deliberamos porque tenemos que ver qué podemos hacer en nuestra situación teniendo en cuenta la prudencia, teniendo en cuenta lo que es posible y, dentro de lo posible, lo que es mejor. Como resultado, la deliberación arrojará la elección voluntaria de un curso de acción intencional.
La akrasía
¿Qué ocurre si obramos mal, es decir, si elegimos mal? Aristóteles mantendrá que la mala elección no se produce voluntariamente. Su origen puede estar en fallos cognitivos que arruinan el silogismo práctico: puede suceder que conozcamos la premisa universal, pero que no logremos aplicarla al caso particular; que conozcamos bien la situación particular, pero no logremos subsumirla bajo ninguna premisa universal; o que nos equivoquemos conectando ambas premisas en el razonamiento. Sin embargo, a veces lo que está detrás de la mala elección no es la ignorancia o el mal razonamiento, sino la debilidad de la voluntad.
Muchas veces, nuestra voluntad es débil. Aunque nuestra parte racional reconoce lo que es correcto y decide actuar correctamente, la parte apetitiva, conectada con los deseos y emociones, presenta hábitos que son contrarios a nuestra elección y nos derrota. Cuando esto sucede, exhibimos falta de autodominio: somos akráticos.
Alcanzar la virtud exige ser capaz de dominar los hábitos viciados y enderezar nuestras disposiciones. Así, la enkrateía se redefine en Aristóteles como continencia o fuerza de voluntad: es la capacidad para actuar según nuestra propia elección. Y su contrario, la akrasía, se definiría como incontinencia o debilidad de la voluntad: es la incapacidad para actuar según lo que hemos elegido. Supongamos que hemos elegido estudiar a diario para obtener un título universitario. Empezamos con mucha ilusión y queremos realmente hacerlo. Sin embargo, tenemos hábitos adquiridos que consisten en jugar a la videoconsola cada vez que llegamos a casa. Si no somos capaces de combatir esos hábitos, no conseguiremos llevar a cabo nuestra elección e imponer un nuevo hábito que cambie nuestras disposiciones: seremos débiles y fracasaremos; en cambio, si conseguimos imponernos, seremos virtuosos. La fuerza de voluntad es, pues, requisito para alcanzar la virtud.
3. La amistad
La ética aristotélica puede dar la falsa impresión de ser egoísta, empeñada como parece estar en recomendar la enmienda de nuestras disposiciones de carácter con vistas a lograr el bien del individuo.. Su tratamiento de la amistad (gr. philía) desmiente esta impresión.
Aristóteles distingue tres tipos de amistad:
La amistad basada en la utilidad, en la que el vínculo se basa en el beneficio mutuo.
La amistad basada en el placer, en la que el vínculo se basa en los placeres compartidos.
La amistad basada en la bondad, que es la amistad perfecta o completa, en la que dos personas de igual virtud cuidan el uno del otro, por mor del otro y forman su amistad en base al carácter.
Según Aristóteles, los primeros dos tipos de amistad son secundarios, y se disuelven fácilmente cuando la fuente de la amistad se agota. Son amistades que no requieren el cuidado del otro como fin intrínseco. En su forma suprema, la amistad dura lo que dura la virtud—que es, recordemos, una disposición perdurable.
En una amistad perfecta, esperamos que los amigos se vean entre sí como si el otro fuera un segundo yo. Sobre esta base, Aristóteles arguye que tenemos razón para amar a los otros como a nosotros mismos. Tenemos razones para el amor propio si somos seres racionales entregados a la virtud: en tanto que individuos virtuosos, tenemos un valor intrínseco. Pero como en las amistades perfectas ambos compañeros son virtuosos, hemos de querer en el otro lo que queremos en nosotros mismos. No hay distinción relevante entre el modo en que yo soy bueno y el modo en que el amigo es bueno, así que tenemos razones para sacrificarnos por el otro. La amistad perfecta, por tanto, involucra esencialmente conductas altruistas.
Argumento a favor del cuidado de la amistad
P1. Cuando somos buenos y virtuosos, nos vemos a nosotros mismos con un amor propio apropiado a nuestra condición.
P2. Si la virtud es merecedora de amor cuando ocurre en nosotros, no lo es menos cuando ocurre en nuestros amigos de igual virtud.
P3. Porque nuestros amigos perfectos son iguales a nosotros en virtud, estos amigos manifiestan los mismos rasgos buenos y virtuosos que nosotros.
C1. La virtud manifestada por los amigos perfectos es digna de amor.
P4. Si el amigo tiene rasgos dignos de amor, esto nos da razón para cuidar de ellos por ser quienes son (i.e. como fin intrínseco).
C2. Tenemos razón para cuidar de nuestros amigos por ser quienes son (i.e. como fin intrínseco).
Del mismo modo que nuestro propio ser es digno de elección, el ser del amigo es digno de elección. Si el florecimiento humano es una cosa buena, entonces lo que encontremos de bueno en nuestro florecimiento no es mejor que lo que haya de bueno en el florecimiento de nuestros amigos. Hemos de ayudarles a florecer en la misma medida en que intentamos florecer nosotros mismos.
Aristóteles refuerza esta conclusión arguyendo que la amistad perfecta, además, es necesaria para la autosuficiencia: los seres humanos sólo podemos florecer y alcanzar la felicidad en compañía de amigos virtuosos. Sólo alcanzamos la autosuficiencia, la autarquía, cuando hay amistad:
Argumento a favor de la necesidad de la amistad para la eudaimonía
P1. Si S no posee un amigo digno de elección, entonces a S le falta algo digno de elección.
P2. Si a S le falta algo digno de elección, S no es autosuficiente.
P3. Si S no es autosuficiente, entonces S no es feliz.
C1. Si S no posee un amigo digno de elección, entonces S no es feliz
Si tenemos razones para ser virtuosos, y la amistad es una virtud, entonces tenemos razones para desarrollar vínculos de amistad perfecta en los que actuamos por los otros en expresión de nuestra amistad hacia ellos. Esto bloquea la posibilidad de que la amistad se base en la mera utilidad. No toda amistad es de este último tipo, como evidencian las respuestas afectivas que dispensamos a los amigos verdaderos.
4. La buena vida (II): La vida contemplativa
En el libro X, Aristóteles recapitula sus puntos de vista e introduce un elemento que no había mencionado en su tratamiento previo de la felicidad:
Si la felicidad es una actividad de acuerdo con la virtud, es razonable <que sea una actividad> de acuerdo con la virtud más excelsa, y ésta será una actividad de la parte mejor del hombre. Ya sea, pues, el intelecto, ya otra cosa lo que, por naturaleza, parece mandar y dirigir y poseer el conocimiento de los objetos nobles y divinos, siendo esto mismo divino o la parte más divina que hay en nosotros, su actividad de acuerdo con la virtud propia será la felicidad perfecta. Y esta actividad es contemplativa, como ya hemos dicho.
Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1177a12-19
En su tratamiento de la felicidad en el libro I Aristóteles no había dicho en ningún momento que el bien final humano consistiera en la contemplación. El grueso de la Ética a Nicómaco está dedicado a la discusión de las virtudes éticas, seguida por una brevísima discusión de las virtudes dianoéticas. Sin embargo, el libro X identifica la felicidad humana con la actividad contemplativa—es decir, con el ejercicio puro de nuestras virtudes intelectuales. Pero si excluismos la expresión de las virtudes del carácter del reino de la felicidad, parece que hay una incoherencia en la teoría ética de Aristóteles.
El problema parece pasar por hacer consistentes dos concepciones del bien:
Una, más abarcante, entiende que el bien humano consiste en la expresión de todas las virtudes humanas, incluyendo las virtudes intelectuales y las virtudes del carácter.
Otra, más excluyente, entiende que el bien humano consiste en la expresión de la virtud humana, donde la virtud más específicamente humana, es decir, la más excelsa entre las virtudes intelectuales: la contemplación.
Según la primera concepción, la buena vida implica tener amigos, ser justo y cultivar las virtudes del carácter. Esta concepción es coherente con la tesis de la Política de que somos animales políticos. Pero si resulta que el bien humano consiste únicamente en la contemplación, y todo lo que hacemos lo hacemos por mor de la contemplación, entonces todas nuestras acciones estarían dirigidas en última instancia hacia un fin solitario y fundamentalmente asocial, más propio de Dios que de los hombres. Y es cierto que Aristóteles afirma que deberíamos esforzarnos por ser tan divinos como sea posible—y que su concepción de la actividad divina es la de un pensamiento autorreferencial, que sólo se piensa a sí mismo. Pero si todo lo que hacemos verdaderamente lo hiciéramos con vistas a esos raros momentos en los que el ocio y la tranquilidad nos permite dedicarnos de lleno a la actividad contemplativa, entonces raramente floreceríamos como hombres, pues los momentos dedicados a la contemplación pura son muy esporádicos en nuestra vida plagada de necesidades asociadas a nuestra existencia animal.
Esta tensión se ha intentado resolver de diversas maneras. La primera pasa por sugerir que existen diversos rangos de felicidad. La actividad contemplativa constituiría la felicidad más perfecta, pero habría una forma secundaria de felicidad, que no por ser secundaria es menos genuina, que abarcaría todas las formas de virtud humana.
Una manera más sutil de resolver la tensión pasa por distinguir dos sentidos en los que a puede hacerse con el fin de lograr b. A veces la relación entre a y b es externa, instrumental. Por ejemplo, trabajo para ganar dinero, pero trabajar y ganar dinero son dos cosas distintas entre sí, y trabajar es algo que sólo hago para ganar dinero. Pero otras veces la relación entre a y b es constitutiva: en esos casos, hacemos a para conseguir b, pero hacer a y conseguir b son, a efectos prácticos, lo mismo. Por ejemplo, cuando hago un safari por Kenya con el fin de disfrutar de mis vacaciones, la actividad de hacer el safari constituye, al menos en parte, la actividad de disfrutar de mis vacaciones. Como al hacer el safari estoy disfrutando de mis vacaciones, el safari es algo que busco por sí mismo, y no por otra cosa.
Esta relación se da entre muchos bienes que se buscan por sí mismos y la felicidad: los buscamos por sí mismos porque son constitutivos de la felicidad. Podríamos entender que el énfasis de Aristóteles en que la felicidad es actividad racional implica un requerimiento de que los medios constitutivos de la felicidad sean una expresión bien estructurada de nuestras virtudes intelectuales. Si esto es así, podemos interpretar a Aristóteles como sugiriendo que la felicidad depende de manera crucial de la actividad contemplativa, pues es constitutiva de cualquier bien que sea específicamente humano, pero que aun así abarca también actividades virtuosas no contemplativas en la medida en que exhiban una estructura racional equilibrada—es decir, en la medida en la que nuestra práxis sea resultado de la deliberación prudente acerca de cuáles son las formas óptimas de vivir para seres racionales como nosotros.
5. La buena vida en común: La política
La conexión entre ética y política en el pensamiento aristotélico
Si la Ética a Nicómaco investigaba en qué consiste el bien final del ser humano, será la Política la que, en última instancia, proporcione una receta prescriptiva sobre cómo lograr que ese bien se haga efectivo. A ojos de Aristóteles, la teoría política constituye una continuación de la tarea de la ética, porque es en la pólis donde el bien final del ser humano puede consumarse plenamente.
Como ciencia práctica, la política toma como fin la realización del bien humano. Frente a lo que sucederá, como veremos, en la teoría política moderna, Aristóteles no buscaba en su Política investigar las fuentes de la legitimidad del Estado. Para la teoría política moderna el Estado es una institución artificial que tiene su razón de ser en la salvaguarda de unos derechos los individuos tenemos por naturaleza, y que seguiríamos teniendo si ningún Estado existiera. Para Aristóteles, en cambio, el Estado es una institución natural, consustancial a la naturaleza humana. Según Aristóteles, ningún hombre podría vivir en solitario conservando su condición humana: tendría que ser una bestia o un dios; o menos, o más que un hombre, pero en no un hombre. Los seres humanos necesitamos del Estado para actualizar plenamente nuestra esencia. Así pues, el Estado no precisa de justificación. Su función es permitir a los humanos realizar sus fines (y sus fines son, como Aristóteles ha defendido en la Ética, objetivamente buenos para ellos). Además, como esos fines son naturales, el Estado será también una entidad natural.
Según Aristóteles, un ser humano es por naturaleza un animal sociopolítico, esto es, un ser cuyos fines son facilitados por la existencia del Estado, sin cuyo marco el florecimiento humano sería impensable. Algunas de las razones de Aristóteles para sostener esta tesis son inapelables: requerimos de la cooperación con nuestros semejantes para cubrir nuestras necesidades básicas de alimentación y refugio. Ahora bien, Aristóteles no cree que la función de la vida política esté limitada a la provisión de semejantes necesidades básicas. Según él, la ciudad «emerge para que podamos vivir, pero persiste en la existencia para que podamos vivir bien». Tengamos en cuenta que los seres humanos no somos el único animal social. Las abejas, las hormigas o los lobos son animales fuertemente gregarios, que viven apegados los unos a los otros. Frente a otros tipos de sociedad, la comunidad política tiene la peculiaridad de que su fin es la buena vida, y no sólo la mera supervivencia. Lograr este fin se hace posible precisamente porque los seres humanos somos el único animal racional y, por tanto, el único que posee lógos. Mientras que el resto de animales disponen únicamente de voz, con la cual pueden expresar el placer y el dolor, nosotros poseemos la razón y palabra. Nuestra manera de convivir se realiza a través del lenguaje. Utilizamos la palabra para deliberar sobre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, y lo que definirá al ser humano será que su convivencia social se constituirá con miras no a la mera supervivencia, sino a la justicia y al bien.
La buena vida, y no la mera supervivencia, es la razón de ser de la ciudad, y esta es para Aristóteles un requisito del florecimiento humano y de la actualización del rango completo de las virtudes morales e intelectuales que nos son propias. Del mismo modo que es connatural al ser humano buscar la felicidad, será connatural al ser humano formar asociaciones capaces de promover, apoyar y sostener esta felicidad. Es por ello que los humanos tienen una capacidad natural y un impulso natural hacia la formación de asociaciones políticas. Hay, pues, una conexión simbiótica entre naturaleza humana y asociación sociopolítica. Las comunidades políticas existen por naturaleza y no por convención, y el hombre es, por naturaleza, zôon politikón (i.e., animal político).
Origen y prioridad de la pólis
La pólis es, para Aristóteles, la institución política básica. Si toda comunidad (koinonía) se constituye con miras a un Bien, la finalidad de la pólis es la consecución del bien común: el bienestar material, y también y sobre todo el perfeccionamiento moral de los ciudadanos a través de la práctica de la virtud y la búsqueda de la felicidad.
Aristóteles debe defender la naturalidad del Estado frente a la sugerencia sofística de que todas las leyes—y, por tanto, todos los Estados—son convencionales. Gran parte del libro primero de la Política va dedicado a esta defensa, cuya clave residirá en la tesis de que los seres humanos tienen una naturaleza cuya realización depende, de manera crucial, de su inserción en una comunidad política. Aristóteles defenderá, de manera un tanto sorprendente, que la pólis es, en cierto sentido, anterior al individuo. Siendo así, la pólis no puede ser un mero artificio. Tiene que ser una entidad natural:
Por naturaleza, pues, la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte. [...] Todas las cosas se definen por su función y por sus facultades, de suerte que cuando éstas ya no son tales no se puede decir que las cosas son las mismas, sino del mismo nombre. Así pues, es evidente que la ciudad es por naturaleza y es anterior al individuo; porque si cada uno por separado no se basta a sí mismo, se encontrará de manera semejante a las demás partes en relación con el todo. Y el que no puede vivir en comunidad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios.
Aristóteles, Política, 1253 a20-29
Claramente, la anterioridad de la que habla Aristóteles aquí no es una anterioridad temporal: la pólis no puede preceder en el tiempo a otras formas de comunidad más simples como son la familia y la aldea, que tuvieron que surgir antes de ella. Aristóteles reconoce este hecho, pero piensa que cada uno de los sucesivos desarrollos de nuestra vida en común está orientado teleológicamente hacia el surgimiento de la pólis y halla su culminación en ella:
Como otros animales, los humanos tenemos la pulsión de reproducirnos y por tanto de tener actividad sexual. Por ello se genera, sobre la base de la exigencia, la simple oikía, la casa, compuesta por el marido, la mujer, la prole, los esclavos y los animales.
Las oikíai, buscando satisfacer las necesidades diarias, incluyendo, evidentemente, la seguridad económica y la protección contra las amenazas de otros grupos humanos y de animales salvajes, forman asociaciones permanentes en forma de aldeas (kômê).
Varias aldeas, movidas por un impulso hacia la autosuficiencia, forman la pólis, que es su fin natural. Una pólis es lo suficientemente grande para el autoabastecimiento de sus ciudadanos y lo suficientemente pequeña para que estos se conozcan entre sí y establezcan auténticas relaciones de amistad. Es, por todo ello, la asociación más perfecta.
La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad, que tiene ya, por así decirlo, el nivel más alto de autosuficiencia, que nació a causa de las necesidades de la vida, pero subsiste para el vivir bien. De aquí que toda ciudad es por naturaleza, si también lo son las comunidades primeras. La ciudad es el fin de aquellas, y la naturaleza es fin. En efecto, lo que cada cosa es, una vez cumplido su desarrollo, decimos que es su naturaleza, así de un hombre, de un caballo, o de una casa. Además, aquello por lo que existe algo y su fin es lo mejor, y la autosuficiencia es, a la vez, un fin y lo mejor.
De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social, y que el insocial por naturaleza y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre.
Aristóteles, Política, 1252b20-1253a10
Dado el carácter orgánico de la teleología Aristotélica, cada desarrollo es una mejora en la medida en que cada estadio permite a los seres humanos florecer mejor. Cuando Aristóteles trata la pólis como fin del ser humano individual, no denigra por ello el valor del individuo. Al contrario, contempla una relación mucho más simbiótica entre el Estado y el individuo, con intricadas formas de interdependencia mutua entre ellos.
En definitiva, la prioridad que Aristóteles asigna a la pólis es una prioridad de tipo teleológico: su tesis es que el fin de la pólis es más comprehensivo o más completo como fin que los fines de los ciudadanos que constituyen sus partes. Así pues, el argumento para la prioridad de la polis sería el siguiente:
Argumento a favor de la prioridad de la pólis
P1. En un sistema teleológico T, las partes funcionales (i.e., las partes de T cuya función depende de la función del todo) son menos completas que T.
P2. Un ciudadano es una parte de la pólis cuya función depende de la función del todo.
C1. Un ciudadano es menos completo que la pólis.
P3. Si un ciudadano es menos completo que una pólis, la pólis es previa al ciudadano.
C2. La pólis es previa al ciudadano.
En la Ética a Nicómaco, Aristóteles establecía que el bien final debe ser autosuficiente y completo. Podríamos decir que, aunque la salud es un bien importante, que debe estar presente en una vida feliz, es un bien inferior a la felicidad, pues la felicidad es el bien final y en cierto sentido es previo a la salud. Pues bien, lo que nos quiere transmitir Aristóteles en la Política es que en la medida en que el ciudadano, por sí solo, no puede alcanzar la autosuficiencia, sino que necesita de la pólis para lograrla, el fin de la pólis es un fin previo al fin del ciudadano. Fuera de la pólis, el ciudadano carecería de la autosuficiencia requerida para el florecimiento humano. La pólis le provee de los elementos necesarios para la felicidad, desde la provisión de las necesidades básicas de la vida hasta las condiciones para lograr la forma suprema de la amistad (i.e., aquella que involucra el trato con individuos con los que compartimos la virtud). En este sentido, la prioridad de la pólis parecería inobjetable.
Las cosas, sin embargo, no son tan simples. Si la prioridad de la pólis consiste primariamente en que el suyo es un fin más completo que los fines de sus partes, hay una consecuencia difícil de tragar: del mismo modo que una parte funcional de un cuerpo, cuando se separa del cuerpo, deja de ser lo que era salvo homónimamente, entonces parecería que un individuo ajeno a la polis sólo sería humano homónimamente. Sin embargo, no parece que esto sea así. Esto se conoce como la objeción de Filoctetes (en referencia al personaje de la mitología clásica que fue abandonado en una isla por sus compañeros de camino a la Guerra de Troya y pudo, sin embargo, sobrevivir por su cuenta):
Objeción de Filoctetes
P1. Todas las cosas se definen por sus funciones, de tal modo que aquello que pierde su función pierde su esencia. Si era F, ya no es F salvo homónimamente (e.g., el ojo del ciego ya no es, en sentido estricto, un ojo: sólo lo es homónimamente).
P2. Un ser humano sólo cumple su función como ser humano cuando es miembro de una pólis.
C1. Si un ser humano carece de pólis, carece de la función propia de un ser humano.
C2. Si un ser humano carece de pólis, no es un ser humano en sentido estricto: sólo lo es homónimamente.
La primera premisa de la objeción es el principio de determinación funcional, y la segunda es la tesis sobre la prioridad de la pólis que venimos comentando. Las conclusiones se siguen necesariamente de estas dos premisas. Quizás Aristóteles podría responder a la objeción señalando que las conclusiones se aplicarían a aquellos seres humanos que se criasen fuera de la pólis, no a aquellos que, habiéndose educado en el seno de una comunidad política, se vieran luego forzados a vivir en soledad.
En todo caso, y aunque la objeción es seria, no resulta definitiva, ya que parece inobjetable que el ser humano no puede florecer plenamente y de manera autosuficiente sin el apoyo de una comunidad. Un ser humano sin pólis estaría tan claramente privado de los requisitos para la felicidad humana que sufriría, a todos los propósitos, una existencia inhumana. Tengamos en cuenta, además, que el fin de la pólis viene determinado por el fin de sus ciudadanos: el bien de cada uno de los ciudadanos es constitutivo del bien de la pólis, que (recordemos) viene a la existencia por las exigencias de la supervivencia, pero persiste con vistas a que vivamos bien. Recordemos, además, que la mejor vida humana es expresión de racionalidad, y una vida plenamente racional demanda que vayamos más allá de la mera satisfacción de nuestras necesidades básicas sensitivas y vegetativas y que logremos el tiempo de ocio necesario para ejecutar un plan de vida racionalmente dirigido.
Uno podría sugerir que en la visión de Aristóteles un ser humano es funcionalmente dependiente de la pólis, una entidad que existe naturalmente y sin la que la vida humana no podría florecer plenamente, mientras que la pólis es operativamente dependiente de sus ciudadanos, sin cuyas actividades coordinadas la polis dejaría de existir. Desde esta perspectiva, el bien de la pólis está íntimamente ligado al bien de sus ciudadanos.
Esta íntima conexión se aprecia muy bien en lo que dice Aristóteles en el último libro de la Política acerca de la educación. Allí, Aristóteles defiende que la educación tiene que ser una y la misma para todos, y que debe ser pública y no privada. Sus razones para defender esta tesis son obvias: si el fin de la pólis es el bien común, será preciso que la ciudad se preocupe por cultivar en sus ciudadanos aquellas virtudes que promuevan la felicidad de todos.
Y puesto que hay un fin único para toda la ciudad, es manifiesto también que la educación debe necesariamente ser única y la misma para todos, y que el cuidado de ella debe ser común y no privado, como lo es actualmente cuando cada uno se cuida privadamente de sus propios hijos, instruyéndolos en la enseñanza particular que le parece. Es necesario que las cosas comunes sean objeto de un ejercicio común. Y al mismo tiempo, tampoco debe pensarse que ningún ciudadano se pertenece a sí mismo, sino todos a la ciudad, pues cada ciudadano es una parte de la ciudad, y el cuidado de cada parte está orientado naturalmente al cuidad del todo
Aristóteles, Política, 1337a21-30
La pólis ha de buscar su propio florecimiento; esto requiere desarrollar lo mejor de sus ciudadanos, lo cual exige grandes trabajos. Sin una educación pública adecuada sería imposible que vivamos una vida según lo mejor que hay en nosotros.
La justicia y el gobierno de las leyes
Una de las características fundamentales de las comunidades políticas humanas es que, al ser los hombres animales provistos de lógos, pueden discernir lo justo de lo injusto y organizar su vida con miras a la justicia.
Para Aristóteles, el de justicia es otro de esos conceptos que no aceptan un tratamiento unívoco. Esencialmente, es una virtud ética relativa a la vida en comunidad, pero podemos distinguir diversos tipos de justicia:
La justicia conmutativa atañe a los intercambios privados entre individuos. En este ámbito, lo justo es que los objetos intercambiados sean de igual valor. Aquí la equivalencia ha de ser absoluta.
La justicia distributiva concierne, como su propio nombre indica, a la distribución de los bienes y de las cargas en la sociedad. Aquí el criterio de justicia no es la equivalencia absoluta, sino que hay que establecer normas de proporcionalidad relativas al objeto de distribución. Para Aristóteles, el criterio de distribución justa debe ser la virtud. Así, por ejemplo, si tenemos un número escaso de flautas, lo justo es que las repartamos a quien mejor sepa tocarlas, porque las flautas sirven para producir buena música.
Habría una tercera noción de justicia, que se refiere a lo conveniente o inconveniente dentro de la sociedad. ¿Cuál es el mejor gobierno respecto de lo conveniente? Al igual que Platón, Aristóteles defenderá que el mejor gobierno es el gobierno de las leyes. Las leyes son el gobierno de lo más divino y lo mejor de nosotros, de la inteligencia, sin las pasiones humanas.
La mejor constitución
Si el fin de la pólis es el florecimiento de sus ciudadanos, entonces una polis puede ser juzgada por lo bien o mal que logra este fin. Como politólogo empírico, Aristóteles compiló las constituciones de 158 estados diferentes; pero también argumentó desde principios razonablemente abstractos para hacer un ordenamiento ideal de las constituciones. En la Política confluyen, por tanto, dos investigaciones íntimamente relacionadas:
Una investigación de qué tipo de constitución es la mejor de las realmente existentes, dadas las circunstancias materiales de su implementabilidad (libros IV-VI)
Una indagación acerca de cuál sería la pólis ideal, medida con el patrón de su función propia, a saber, la provisión de la buena vida de sus ciudadanos—ciudadanos cuya virtud perfecta se asume para los propósitos de la idealización.
Aristóteles llama constitución (politeía) al modo de organizar a aquellos que habitan en una pólis. Es un sistema de ordenamiento que especifica cuál es la clase gobernante y sobre quién ejerce su autoridad. Con relación al fin de la polis, las constituciones se pueden dividir en aquellas que son correctas y aquellas que son desviadas. Las primeras son las que buscan el bien común, mientras que las segundas son las que buscan el bien de los gobernantes y sus allegados. Estas implican un gobernar despótico inapropiado para una comunidad de personas libres. Entre ellas incluye Aristóteles a la democracia, pues en ella la mayoría excluye los intereses de los pocos subordinándolos a sus propios fines.
Puesto que régimen y gobierno significan lo mismo, y gobierno es el elemento soberano de las ciudades, necesariamente será soberano o uno solo, o pocos, o la mayoría; cuando el uno o la minoría o la mayoría gobiernan atendiendo al interés común, esos regímenes serán necesariamente rectos; pero lo que ejercen el mando atendiendo al interés particular del uno o de la minoría o de la masa son desviaciones; porque, o no se debe llamar ciudadanos a los que participan en el gobierno, o deben participar en las ventajas de la comunidad.
Aristóteles, Política, 1279 a17-21
Hay constituciones corruptas con uno, varios o una multitud de gobernantes. Lo mismo sucede con las constituciones rectas. Son seis, pues, en principio, las formas puras de gobierno posibles:
Aristóteles incorporará consideraciones empíricas para ampliar esta estructura general. Así, por ejemplo, observa que las democracias tienden a ser regidas por los pobres, mientras que las minorías oligárquicas suelen estar compuestas por los ricos.
Desde una perspectiva ideal, las mejores constituciones son la monarquía y la aristocracia, porque son las más efectivas en asegurar el fin de la polis. Esto sería así por diversos factores: las demandas de la justicia, los verdaderos objetivos de la clase gobernante en cada constitución, y las concepciones de la virtud implícitas en su comprensión de la gobernanza.
Desafortunadamente, aunque todo el mundo parece respaldar la sugerencia abstracta de que la justicia requiere igualdad para los iguales y desigualdad para los desiguales, las diferentes clases sociales conciben la igualdad de formas materialmente distintas. Así, los ricos se suelen percibir como superiores no sólo en riqueza, sino también en otros aspectos, y en consecuencia suelen creer que son merecedores de mayor consideración que los demás. Los pobres libres, por su parte, piensan que todos los hombres libres están en pie de igualdad con respecto a la justicia, con independencia de su verdadero valor. Si dejamos el poder en manos del primer grupo, tiende a guiarnos a la desviación de la oligarquía, mientras que el segundo nos desvía hacia la democracia. Ninguno de ellos suele ser capaz de tener en mente la verdadera función del estado, que es asegurar la vida virtuosa de todos sus ciudadanos. Sólo los mejores ciudadanos serían capaces de apreciar que la mejor forma de gobierno requiere de un poder político basado en la virtud. Esto sucede en la monarquía y la aristocracia, que son las formas ideales de gobierno, aunque en condiciones reales señala que suele ser más adecuada la república, pues nace del concierto entre la clase rica y la clase pobre y puede llegar a constituir un término medio virtuoso entre los extremos viciosos de la democracia y la oligarquía.
Lo mejor de la democracia es la libertad para todos y lo peor, su tendencia al dispendio y la confiscación de los ricos.
En cambio, la oligarquía se caracteriza por la buena administración de la hacienda, aunque muchas veces la utiliza para su beneficio.
En el gobierno mixto las dos formas de poder se contrapesan entre sí bajo el imperio de la ley, estableciéndose multas a los ricos que no las respetan y creando magistraturas en las que los pobres estén presentes a través del sorteo. Los pobres libres serán vigilados en magistraturas electivas, y se les posibilitará participar en política a través de un salario. Sin embargo, este gobierno equilibrado tiene sus peligros, puesto que los males de cada cual seguirán existiendo.
Sea cual sea la clase gobernante, en cualquier caso, la buena constitución es aquella que mejor sirva al fin de obtener una vida buena y virtuosa para sus ciudadanos. Ciudadano es el hombre libre que participa en funciones judiciales y de gobierno, el que toma parte en común en el gobernar y ser gobernado. Quién sea ciudadano diferirá en diferentes constituciones. La democracia puede ser el mejor modo de gobierno cuando los muchos son colectivamente más sabios y virtuosos que los pocos. En la medida en que la democracia haya de ser defendida, no lo será porque la soberanía popular sea deseable por sí misma, sino porque—y hasta el extremo en el que—el proceder democrático promueva el fin del florecimiento humano. Si el fin de la pólis es mejorar la vida de los ciudadanos facilitando su florecimiento, sería estúpido que el que es mejor y está más preparado para este fin subordinase su destino a los designios de una mayoría que elige un curso inferior al que él sabe mejor. Si el hombre divino viviera entre nosotros y lo reconociéramos como tal, haríamos bien en seguir su guía. Si Dios estuviera entre nosotros, sería absurdo insistir en que el suyo sería un voto más igual al del resto.
En definitiva, lo que nos quiere transmitir Aristóteles es que los mejores criterios para distribuir el poder político son la justicia y la virtud. La mejor constitución será siempre aquella que resulte más apta para conseguir el ideal del florecimiento humano para los ciudadanos de la pólis. En este sentido, Aristóteles defenderá siempre el principio aristocrático, por mucho que las constricciones de la realidad le lleven a sugerir un modelo republicano mixto: lo ideal sería siempre que gobernasen los mejores.
Un aspecto reprobable del naturalismo aristotélico: la esclavitud
Ya desde el primer estadio, la emergencia de la oikía, Aristóteles acepta bajo la rúbrica de lo natural ciertas asimetrías de poder: las mujeres deben ser gobernadas por los hombres en virtud de su inferioridad natural, pues carecen de almas autoritativas y facultades deliberativas fuertes; y los esclavos deben ser mantenidos como herramientas vivientes por sus amos, pues carecen de facultades deliberativas y son necesarios para la vida de ocio que sus amos requieren para el ejercicio de la vida contemplativa.
Aristóteles consideraba injusta la esclavización violenta, pero pensaba que algunos hombres son esclavos por naturaleza, de tal modo que resultaba beneficioso a su naturaleza el ser esclavizados. Algunas personas, afirma, nacen esclavas por su falta de facultades deliberativas que les permitan hacerse moralmente virtuosos. Tales esclavos son poseídos completamente por sus amos: es mejor para ellos ser esclavizados. Tienen almas inferiores, y ello justifica su esclavización. Su uso como herramientas vivientes es apropiado, pues no son separables de sus amos y deben ser usados para la implementación de las acciones de sus amos. El argumento de Aristóteles a favor de la esclavitud es, por lo tanto, bastante simple:
Argumento aristotélico a favor de la esclavitud
P1. La esclavitud es justa si y solo si hay esclavos naturales
P2. Hay esclavos naturales.
C1. La esclavitud es justa.
Este argumento falla, sobre todo, por la falta de respaldo de la premisa P2. Podríamos afirmar incluso que esta premisa resulta difícilmente compatible con la antropología aristotélica: ¿cómo justificar, desde el hilemorfismo del Acerca del alma, que existen seres humanos que son inferiores a otros en sus facultades racionales? Lo cierto es que al admitir formas recibidas de opresión, Aristóteles estaba violando los dictados de sus propias teorías éticas y políticas. Aquí encontramos restos del sentido común de su época que no casan con el corazón de su filosofía.