EVAU Descartes

Meditaciones metafísicas

Tercera meditación. De Dios; que existe

Cerraré ahora los ojos, taponaré mis oídos, bloquearé todos mis sentidos, borraré incluso de mi pensamiento todas las imágenes de cosas corporales o, al menos, ya que eso es casi imposible, las consideraré como vanas y falsas; y así, conversando sólo conmigo mismo, y considerando mi interior, intentaré hacerme, poco a poco, más conocido y familiar a mí mismo. Soy una cosa que piensa, es decir, que duda, que afirma, que niega, que conoce algunas cosas, que ignora muchas otras, que ama, que odia, que quiere, que no quiere, que imagina, también, y que siente. Pues, tal como he señalado anteriormente, aunque las cosas que siento y que imagino quizá no sean absolutamente nada fuera de mí y en sí mismas, estoy seguro, no obstante, de que esas formas de pensar, a las que llamo sentimientos e imaginaciones, sólo en cuanto son formas de pensar, residen y se encuentran ciertamente en mí.

Y en lo poco que acabo de decir creo haber dado cuenta de todo lo que sé verdaderamente o, al menos, de todo lo que hasta ahora he considerado que sabía. Consideraré ahora, con mayor precisión, si no se encuentran en mí, quizá, otros conocimientos que todavía no haya apercibido. Estoy seguro de que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé acaso también lo que se requiere para poder estar seguro de algo? En este primer conocimiento no se encuentra nada más que una percepción clara y distinta de lo que afirmo; la cual, ciertamente, no bastaría para asegurarme de que es verdadera, si pudiera ocurrir alguna vez que una cosa que concibo tan clara y distintamente resultase ser falsa. Y por lo tanto, me parece que puedo establecer ya como regla general que todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente son completamente verdaderas.

No obstante, he recibido y admitido anteriormente varias cosas como muy ciertas y manifiestas, las cuales, sin embargo, he reconocido posteriormente que eran dudosas e inciertas. ¿Cuáles eran, pues, esas cosas? Eran la Tierra, el cielo los astros y todas las demás cosas que percibía por medio de los sentidos. Ahora bien ¿qué es lo que concebía clara y distintamente en ellas? Ciertamente, ninguna otra cosa sino que las ideas, o pensamientos de dichas cosas, se presentaban a mi mente. Y aún ahora no niego que tales ideas se encuentren en mí. Pero había entonces otra cosa que afirmaba y que, a causa del hábito que tenía de creerla, pensaba percibirla muy claramente, aunque en realidad no la percibiese en absoluto, a saber: que había cosas fuera de mí de las que procedían tales ideas y a las cuales eran de todo punto semejantes. Y era en esto en lo que me equivocaba; o, si acaso juzgara según la verdad, no era por ningún conocimiento que yo tuviese y que fuera la causa de la verdad de mi juicio.

Pero cuando consideraba cualquier cosa muy sencilla y fácil, relativa a la aritmética y a la geometría, por ejemplo que dos y tres suman cinco, y otras cosas semejantes ¿no las concebía al menos lo bastante claramente como para asegurar que eran verdaderas? Ciertamente, si he juzgado después que se podía dudar de esas cosas no ha sido por otra razón más que porque me venía a la mente que quizá algún Dios podía haberme dado una naturaleza tal que me equivocase incluso en relación con las cosas que me parecen las más manifiestas. Pero todas las veces que esta opinión, concebida anteriormente, del soberano poder de un Dios, se presenta a mi pensamiento, estoy obligado a confesar que le es fácil, si lo quiere, hacer que me equivoque, incluso en las cosas que creo conocer con gran evidencia. Y, por el contrario, todas las veces que me vuelvo hacia las cosas que creo concebir muy claramente, estoy de tal modo persuadido por ellas, que por mí mismo me dejo arrastrar por estas palabras: que me engañe quien pueda, si es que no podría jamás hacer que yo no sea nada mientras que yo pensase ser algo; o que sea cierto algún día que yo jamás haya sido, siendo verdad que ahora soy; o bien, que dos y tres sumen más o menos cinco, o cosas semejantes, que veo que claramente no pueden ser de otro modo que como las concibo. Y ciertamente, puesto que no tengo ninguna razón para creer que haya algún Dios que sea engañador y, aunque no haya considerado aún las que prueban que hay un Dios, la razón para dudar, que depende solamente de esta opinión, es muy endeble y, por así decirlo, metafísica. Pero, a fin de poder rechazarla completamente, debo examinar si hay un Dios tan pronto como se presente la ocasión; y si encuentro que hay uno, debo examinar también si es engañador: pues sin el conocimiento de estas dos verdades no veo cómo podría jamás estar seguro de algo. Y para que pueda tener la ocasión de examinar esto sin interrumpir el orden de la meditación que me he propuesto, que es el de pasar por grados de las nociones que encuentre en primer lugar en mi mente a las que pudiera encontrar posteriormente, es necesario que divida ahora en ciertos géneros todos mis pensamientos, y que considere en cuáles de dichos géneros hay propiamente verdad o error.

Entre mis pensamientos, algunos son como las imágenes de las cosas, y sólo a ellos conviene propiamente el nombre de idea: como cuando me represento un hombre, o una quimera, o el cielo, o un ángel, o incluso a Dios. Otros, además de esto, tienen algunas otras formas: como cuando quiero, cuando temo, cuando afirmo o cuando niego; concibo entonces algo como el sujeto de la acción de mi mente, pero añado también otra cosa por esta acción a la idea que tengo de aquella cosa; y de este género de pensamientos, a unos les llamamos voluntades o afecciones, y a los otros juicios.

Ahora, por lo que respecta a las ideas, si se las considera sólo en sí mismas y no se las relaciona con ninguna otra cosa, no pueden, propiamente hablando, ser falsas; ya que, sea que imagine una cabra o una quimera, no es menos cierto que imagino tanto a la una como a la otra. Tampoco hay que temer que se pueda encontrar falsedad en las voluntades o en las afecciones; ya que, aunque pueda desear cosas malas, o incluso cosas que no ocurrieran nunca, de todos modos no es por ello menos verdadero que las deseo. Así, ya no quedan más que los juicios, en los que debo estar alerta cuidadosamente para no equivocarme. Ahora bien, el principal error y el más ordinario que se puede encontrar en ellos consiste en que juzgue que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a las cosas que están fuera de mí; pues, ciertamente, si considerara las ideas sólo como ciertos modos o formas de mi pensamiento, sin querer relacionarlas con ninguna otra cosa exterior, apenas podrían darme ocasión de equivocarme.

Ahora bien, de todas estas ideas, unas parecen haber nacido conmigo, otras, serme ajenas y venir de fuera, y las demás, haber sido construidas e inventadas por mí mismo. Pues, aunque tenga la facultad de concebir eso que en general llamamos una cosa, o una verdad, o un pensamiento, me parece que eso no lo tengo en absoluto de ninguna otra parte que de mi propia naturaleza; pero si oigo, ahora, algún ruido, si veo el sol, si siento el calor, hasta el presente he juzgado que esas sensaciones procedían de algunas cosas que existían fuera de mi; y, en fin, me parece que las sirenas, los hipogrifos y todas las demás quimeras semejantes son ficciones e invenciones de mi mente. Pero también, quizá, pueda persuadirme de que todas las ideas son del género de las que llamo adventicias, y que proceden de fuera, o bien que todas han nacido conmigo, o bien que todas han sido fabricadas por mí; pues todavía no he descubierto claramente su origen.

Y lo más importante que tengo que hacer en este momento es considerar, respecto a las que me parece que proceden de objetos que se encuentran fuera de mí, cuáles son las razones que me obligan a creerlas semejantes a tales objetos. La primera de ellas es que me parece que eso me lo enseña la naturaleza; y la segunda, que experimento en mí mismo que esas ideas no dependen en absoluto de mi voluntad, ya que a menudo se presentan a mí a pesar de mí, como ahora que, ya lo quiera, ya no lo quiera, siento calor, y por esta causa me persuado de que esa sensación, o bien esa idea de calor, es producida en mí por una cosa diferente de mí, a saber: por el calor del fuego cerca del cual me encuentro. Y no veo nada que me parezca más razonable que juzgar que esta cosa externa envíe e imprima en mí su semejanza, más bien que cualquier otra cosa.

Ahora es necesario que vea si estas razones son bastante fuertes y convincentes. Cuando digo que me parece que eso me ha sido enseñado por la naturaleza, entiendo sólo por la palabra naturaleza una cierta inclinación que me lleva a creer esa cosa, y no una luz natural que me haga conocer que es verdadera. Ahora bien, esas dos cosas difieren mucho entre ellas, pues no podría poner en duda nada de lo que la luz natural me hace ver como verdadero, como me hizo ver hace poco que, del hecho de que dudaba, podía concluir que existía. Y no tengo en mí ninguna otra facultad o poder para distinguir lo verdadero de lo falso que me pueda enseñar que lo que esta luz natural me muestra como verdadero no lo es, y de la que me pueda fiar tanto como de ella. Pero, por lo que respecta a las inclinaciones que me parecen también que son naturales he observado, a menudo, cuando he tenido que elegir entre virtudes y vicios, que no me han llevado menos al mal que al bien; por lo cual, tampoco tengo que seguirlas en lo que respecta a lo verdadero y a lo falso.

Y respecto a la segunda razón, que era que esas ideas deben proceder del exterior, ya que no dependen de mi voluntad, tampoco la encuentro convincente. Pues, aunque esas inclinaciones de las que hablaba hace un momento se encuentran en mí, a pesar de que no siempre se ajusten a mi voluntad, quizá haya en mí alguna facultad o poder para producir esas ideas, sin la ayuda de ninguna cosa exterior, aunque todavía no me sea conocida; como, en efecto, me ha parecido siempre hasta ahora que, cuando duermo, se forman en mí sin la ayuda de los objetos que representan.

Y, en fin, aunque estuviese de acuerdo en que son causadas por esos objetos, no es una consecuencia necesaria el que les deban ser semejantes. Al contrario, he observado a menudo, en muchos casos, que había una gran diferencia entre el objeto y su idea. Como, por ejemplo, encuentro en mi mente dos ideas del Sol completamente distintas: una que tiene su origen en los sentidos, y debe ser colocada en el género de las que he dicho anteriormente que proceden del exterior, según la cual me parece extremadamente pequeño; la otra está tomada de las razones de la astronomía, es decir, de ciertas nociones nacidas conmigo o, en fin, está formada por mí mismo (de la forma en que ello pueda hacerse), según la cual me parece ser varias veces más grande que la Tierra. Ciertamente, estas dos ideas que concibo del Sol no pueden ser ambas semejantes al Sol mismo; y la razón me persuade de que la que procede inmediatamente de su apariencia es la que resulta ser menos semejante.

Todo esto me hace conocer suficientemente que, hasta ahora, no ha sido por un juicio cierto y premeditado, sino solamente por un ciego y temerario impulso, por lo que he creído que había cosas fuera de mí y diferentes de mi ser, las cuáles, por los órganos de los sentidos o por cualquier otro medio que fuera, me enviaban sus ideas o imágenes e imprimían en mí sus semejanzas.

Pero se presenta aún otra vía par investigar si, de entre las cosas de las que tengo ideas en mí, hay algunas que existen fuera de mí. A saber, si estas ideas son tomadas solamente en tanto que son ciertas formas de pensar, no reconozco entre ellas ninguna diferencia o desigualdad, y todas parecen proceder de mí de la misma manera; pero, al considerarlas como imágenes, representando, pues, las unas una cosa y las otras otra, es evidente que son muy diferentes unas de otras. Pues, en efecto, las que me representan sustancias son, probablemente, algo más y contienen en sí (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan por representación de más grados de ser o de perfección, que las que me representan modos o accidentes. Más aún, aquella por la que concibo un Dios soberano, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y Creador universal de todas las cosas que hay fuera de él, ésta, digo, tiene ciertamente en sí más realidad objetiva que aquellas por las que me son representadas las sustancias finitas.

Ahora bien, es algo manifiesto por la luz natural que debe haber al menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto, ya que ¿de dónde podría el efecto sacar su realidad sino de su causa? ¿y cómo esta causa se la podría comunicar si no la poseyera ella misma? De donde se sigue no solamente que la nada no podría producir cosa alguna, sino también que lo que es más perfecto, es decir, lo que contiene en sí más realidad, no puede seguirse y depender de lo menos perfecto. Y esta verdad no es sólo clara y evidente en los efectos que tiene esa realidad que los filósofos llaman actual o formal, sino también en las ideas, donde se considera solamente la realidad que llaman objetiva. Por ejemplo, la piedra que todavía no existe, no sólo no puede comenzar a existir ahora, si no es producida por una cosa que posea en sí, formalmente o eminentemente, todo lo que entra en la composición de la piedra, es decir, que contiene en sí las mismas cosas u otras más excelentes que las que están en la piedra; y el calor no puede ser producido, en un sujeto que estuviera anteriormente privado de él, si no es por una cosa que sea de un orden, de un grado o de un género, al menos tan perfecto como el calor; y así con todas las demás cosas. Pero, además de eso, la idea de calor, o de piedra, no puede estar en mí si no ha sido puesta en mí por alguna causa que contenga en sí al menos tanta realidad como la que concibo en el calor o la piedra. Ya que, aunque aquella causa no transmita a mi idea nada de su realidad actual o formal, no se debe por ello imaginar que esta causa deba ser menos real; sino que se debe saber que, siendo toda idea una obra de la mente, su naturaleza es tal que no exige en sí ninguna realidad formal distinta de la que recibe y toma del pensamiento o de la mente, de la que es sólo un modo, es decir, una manera o forma de pensar. Ahora bien, para que una idea contenga cierta realidad objetiva más bien que otra debe, probablemente, tenerla de alguna causa en la cual se encuentre, al menos, tanta realidad formal como aquella idea contiene de realidad objetiva. Ya que si suponemos que se encuentra alguna cosa en la idea que no se encuentra en su causa, entonces es necesario que la obtenga de la nada; pero, por imperfecta que sea esta forma de ser, por la cual una cosa está objetivamente o por representación en el entendimiento mediante su idea, no se puede, ciertamente, sin embargo, decir que aquella forma y manera no sean nada, ni, en consecuencia, que esta idea proceda de la nada.

Tampoco debo suponer que, aunque la realidad que considere en esas ideas sea solamente objetiva, no sea necesario que la realidad esté formalmente en las causas de mis ideas, ni pensar que basta que esta realidad se encuentre objetivamente en sus causas; pues, del mismo modo que esta manera de ser objetivamente pertenece a las ideas, por su propia naturaleza, también la manera o forma de ser formalmente pertenece a las causas de tales ideas (por lo menos a las primeras y principales) por su propia naturaleza. Y aunque pueda ocurrir que una idea produzca otra, ello no puede ocurrir, sin embargo, hasta el infinito, sino que es necesario llegar finalmente a una primera idea cuya causa sea como un patrón, un original, en el que toda la realidad o perfección está contenida formalmente y efectivamente, realidad que se encuentre sólo objetivamente o por representación en esas ideas. De modo que la luz natural me hace conocer evidentemente que las ideas están en mí como cuadros o imágenes, que pueden fácilmente disminuir la perfección de las cosas de las que se han tomado, pero que jamás pueden contener nada mayor o más perfecto.

Y cuanto más amplia y cuidadosamente examino todas estas cosas, tanto más clara y distintamente conozco que son verdaderas. Pero, en fin ¿qué conclusión sacaré de todo ello? Pues, a saber: que si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que conozca claramente que no está en mí ni formalmente ni eminentemente y que, en consecuencia, no pueda ser yo la causa de ella, de ahí se sigue necesariamente que yo no estoy solo en el mundo, sino que hay alguna otra cosa que existe y que es la causa de esa idea; por el contrario, si no se encuentra en absoluto en mí semejante idea, no tendré ningún argumento que me pueda convencer, ni estar seguro, de la existencia de ninguna otra cosa más que de mí mismo; ya que las he buscado cuidadosamente y no he podido encontrar ninguna otra hasta el presente.

Ahora bien, entre esas ideas, además de la que me representa a mí mismo, sobre la que no puede haber aquí ninguna dificultad, hay otra que me representa a Dios, otras que me representan cosas corporales e inanimadas, otras a ángeles, otras a animales y otras, en fin, que me representan hombres semejantes a mí.

Pero, por lo que respecta a las ideas que me representan otros hombres, o animales, o ángeles, concibo fácilmente que pueden ser formadas por la mezcla y composición de otras ideas que tengo de las cosas corporales y de Dios, aunque fuera de mí no hubiera otros hombres en el mundo, ni animales, ni ángeles.

Y por lo que respecta a las ideas de cosas corporales, no reconozco nada tan grande ni tan excelente que no me parezca poder venir de mí mismo; pues, si las considero más de cerca y si las examino del mismo modo en que examinaba ayer la idea de la cera, hallo que no se encuentran en ellas sino muy poca cosa que conciba muy clara y distintamente, a saber: el tamaño, o bien la extensión en longitud, altura y anchura, y la figura, que está formada por los bordes y límites de su extensión; la situación que los cuerpos diversamente configurados guardan entre sí; y el movimiento o cambio de esta situación; a las que se puede añadir la sustancia, la duración y el número. En cuanto a las otras cosas, como la luz, los colores, los sonidos, los olores, los sabores, el calor, el frío, y las otras cualidades que pertenecen al tacto, se encuentran en mi pensamiento con tanta obscuridad y confusión que ignoro incluso si son verdaderas o falsas, o sólo aparentes, es decir, si las ideas que concibo de esas cualidades son, en efecto, las ideas de cosas reales o bien si no me representan más que seres quiméricos que no pueden existir. Ya que, aunque haya remarcado anteriormente que la verdad y falsedad formal sólo se puede encontrar en los juicios, podemos encontrar, no obstante, una cierta falsedad material en las ideas, a saber: cuando representan lo que no es nada como si fuera algo. Por ejemplo, las ideas que tengo del frío y del calor son tan poco claras y distintas que, por medio de ellas, no puedo discernir si el frío es sólo una privación de calor, o el calor una privación de frío, o bien si uno y otro son cualidades reales o no lo son; y dado que, siendo las ideas como imágenes, no puede haber ninguna que no nos parezca representar alguna cosa, si es cierto decir que el frío no es sino una privación de calor, la idea que me lo representa como algo real y positivo no será inadecuadamente llamada falsa, y así las otras ideas semejantes; a las cuales, ciertamente, no es necesario que atribuya otro autor más que yo mismo.

Puesto que, si son falsas, es decir, si representan cosas que no existen an absoluto, la luz natural me hace conocer que proceden de la nada, es decir, que no están en mí sino porque le falta algo a mi naturaleza, y que ésta no es totalmente perfecta. Y si esas ideas son verdaderas, no obstante, al mostrarme tan poca realidad que ni siquiera puedo discernir claramente la cosa representada del no-ser, no veo ninguna razón por la que no puedan haber sido producidas por mí mismo y por la que no pueda ser yo su autor.

En cuanto a las ideas claras y distintas que tengo de las cosas corporales, hay algunas que parece que he podido sacarlas de la idea que tengo de mí mismo, como las que tengo de la sustancia, de la duración, del número y de otras cosas semejantes. Pues cuando pienso que la piedra es una sustancia, o bien una cosa que es capaz de existir por sí misma, y a continuación que yo soy una sustancia, aunque conciba perfectamente que yo soy una cosa que piensa e inextensa, y que la piedra, por el contrario, es una cosa extensa y que no piensa en absoluto, de modo que entre estas dos concepciones se da una diferencia notable, parecen convenir, sin embargo, en que representan sustancias. Del mismo modo, cuando pienso que existo ahora, y recuerdo además haber existido anteriormente, y concibo varios pensamientos distintos cuyo número conozco, entonces adquiero en mí las ideas de duración y número, las cuales, posteriormente, puedo transferir a todas las otras cosas que quiera. Por lo que respecta a las otras cualidades de las que están compuestas las cosas corporales, a saber: la extensión, la figura, la posición y el movimiento de traslación, es cierto que no están formalmente en mí en absoluto, puesto que yo sólo soy una cosa que piensa; pero, puesto que son sólo ciertos modos de la sustancia (como los ropajes bajo los que se muestra la sustancia corporal) y que yo mismo soy también una sustancia, parece que pueden estar contenidas en mí eminentemente.

Sólo queda, por tanto, la idea de Dios, en la que haya que considerar si hay algo que no pueda venir de mí mismo. Por el nombre de Dios entiendo una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente y por la cual yo mismo y todas las otras cosas que existen (si es verdad que existe alguna) han sido creadas y producidas. Ahora bien, estas excelencias son tan grandes y tan eminentes que, cuanto más atentamente las considero, menos convencido estoy de que la idea que tengo de ellas pueda tener su origen sólo en mí. Y, en consecuencia, hay que concluir necesariamente de todo lo que he dicho anteriormente que Dios existe.

Pues, aunque la idea de sustancia esté en mí, por el hecho de que yo soy una sustancia, no tendría, sin embargo, la idea de una sustancia infinita, yo, que soy un ser finito, si no hubiera sido puesta en mí por alguna sustancia que fuera verdaderamente infinita.

Y no debo pensar que no concibo lo infinito por una verdadera idea, sino sólo por la negación de lo que es finito, al igual que comprendo el reposo y las tinieblas por la negación del movimiento y de la luz; sino que, al contrario, veo manifiestamente que se encuentra más realidad en la sustancia infinita que en la sustancia finita y, por lo tanto, que tengo, de alguna manera, primeramente en mí la noción de lo infinito antes que la de finito, es decir, la de Dios antes que la de mí mismo. Pues ¿cómo sería posible que pudiera conocer que dudo y que deseo, es decir, que me falta algo y que no soy totalmente perfecto, si no tuviera en mí alguna idea de un ser más perfecto que el mío, por comparación con el cual conociera los defectos de mi naturaleza?

Y no se puede decir que quizá esta idea de Dios sea materialmente falsa y que, en consecuencia, la puedo sacar de la nada, es decir, que puede estar en mí porque tengo alguna carencia, como dije anteriormente de las ideas del calor y del frío y de otras cosas semejantes: pues, por el contrario, siendo esta idea tan clara y tan distinta, y conteniendo en sí más realidad objetiva que ninguna otra, no hay ninguna que sea más verdadera ni que pueda ser menos sospechosa de error y falsedad. La idea, digo, de este ser soberanamente perfecto e infinito es completamente verdadera; pues, aunque se pueda quizá imaginar que tal ser no existe en absoluto, no se puede imaginar, no obstante, que su idea no me represente nada real, al igual que dije de la idea de frío. Esta idea es también muy clara y distinta, puesto que todo lo que mi mente concibe clara y distintamente de real y verdadero, y que contiene en sí alguna perfección, está contenido y encerrado completamente en esta idea. Y esto no deja de ser verdadero aunque yo no comprenda lo infinito o, incluso, aunque se encuentren en Dios una infinidad de cosas que no puedo comprender, ni quizá tampoco alcanzar por el pensamiento de ninguna manera: ya que pertenece a la naturaleza de lo infinito que mi naturaleza, que es finita y limitada, no lo pueda comprender; y es suficiente que conciba bien esto y que juzgue que todas las cosas que concibo claramente, y en las que sé que hay alguna perfección, y quizá también una infinidad de otras que ignoro, están en Dios formalmente o eminentemente, para que la idea que tengo de él sea la más verdadera, la más clara y la más distinta de todas las que están en mi mente.

Pero puede ocurrir también que sea yo algo más de lo que imagino y que todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza de Dios estén, de alguna manera, en mí, potencialmente, aunque todavía no se realicen y no se manifiesten en absoluto en acto. Experimento, en efecto, que mi conocimiento aumente y se perfecciona poco a poco, y no veo nada que le pueda impedir seguir aumentando hasta el infinito; por lo que, habiendo así crecido y perfeccionado, no veo nada que impida que pueda adquirir por medio de él todas las demás perfecciones de la naturaleza divina. Y que, en fin, parece que el poder que tengo para la adquisición de estas perfecciones, si está en mí, puede ser capaz de imprimir e introducir en mí sus ideas (de tales perfecciones).

No obstante, mirándolo bien, reconozco que eso no puede ser; pues, en primer lugar, aunque fuera cierto que mi conocimiento alcanza cada día nuevos grados de perfección, y que hubiera en mi naturaleza muchas cosas en potencia que no se encuentran en ella en acto, no obstante todas esas ventajas no pertenecen ni se aproximan en modo alguno a la idea que tengo de la divinidad, en la que no se encuentra nada sólo en potencia, sino que todo en ella es en acto y efectivamente. Y además ¿no es una prueba infalible y muy cierta de la imperfección de mi conocimiento el que aumente poco a poco y gradualmente? Por lo demás, aunque mi conocimiento aumente cada vez más, sin embargo no dejo de concebir que no podría ser infinito en acto, pues jamás llegará a tan alto grado de perfección que no sea capaz todavía de alcanzar un grado mayor. Pero yo concibo a Dios como siendo infinito en acto, en un grado tan elevado que no se puede añadir nada a la soberana perfección que posee. Y, en fin, comprendo muy bien que el ser objetivo de una idea no puede ser producido por un ser que existe solamente en potencia, el cual, propiamente hablando, no es nada, sino producido sólo por un ser formal y actual.

Y, ciertamente, no veo nada en todo lo que acabo de decir, que no sea muy fácil de conocer por la luz natural a todos los que quieran pensar en ello cuidadosamente; pero cuando dejo de prestar atención a estas cosas, mi mente, encontrándose obscurecida y como cegada por las imágenes de las cosas sensibles, no recuerda fácilmente la razón por la que la idea que tengo de un ser más perfecto que el mío debe necesariamente haber sido puesta en mí por un ser que sea, en efecto, más perfecto. Por ello, quiero dar un paso más y considerar si yo mismo, que tengo esa idea de Dios, podría existir en caso de que no hubiera ningún Dios.

Y me pregunto ¿de dónde tendría yo mi existencia? Quizá de mí mismo, o de mis padres, o bien de algunas otras causas menos perfectas que Dios, ya que no se puede imaginar nada más perfecto, y ni siquiera igual a él.

Ahora bien, si yo fuera independiente de todo otro, y fuese yo mismo el autor de mi ser, no dudaría, ciertamente, de ninguna cosa, no concebiría deseos y, en fin, no me faltaría ninguna perfección, ya que me hubiera dado a mí mismo todas aquellas de las que tengo en mí alguna idea y, así, yo sería Dios. Y no debo imaginar, en absoluto, que las cosas que me faltan son, quizá, más difíciles de adquirir que aquellas de las que estoy ya en posesión; pues, al contrario, es muy cierto que ha sido mucho más difícil que yo, es decir, una cosa o una sustancia que piensa, haya surgido de la nada, de lo que me sería adquirir las luces y los conocimientos de varias cosas que ignoro, y que no son más que accidentes de esta sustancia. Y así, sin dificultad, si me hubiera dado a mí mismo ese "más" que acabo de decir, o sea, si fuera el autor de mi nacimiento y de mi existencia, no me habría privado, al menos, de cosas que son de la más fácil adquisición, a saber: de muchos conocimientos de los que mi naturaleza está desprovista; tampoco me habría privado de ninguna de las cosas que están contenidas en la idea que tengo de Dios, pues no hay ninguna que me parezca de más difícil adquisición; y si hubiera alguna, ciertamente, me parecería tal (suponiendo que tuviese en mí todas las demás cosas que poseo) porque experimentaría que mi poder terminaría en ella y no sería capaz de alcanzarla.

Y aunque pueda suponer que quizá yo haya sido siempre como soy ahora, no podría, por ello, evitar la fuerza de este razonamiento, y dejar de conocer que es necesario que Dios sea el autor de mi existencia. Pues todo el tiempo de mi vida se puede dividir en una infinidad de partes de las que cada una es independiente de las otras; y así, de que hace un poco haya existido, no se sigue que deba existir ahora, a no ser porque en este momento alguna causa me produzca y me cree, por decirlo así, directamente, es decir, me conserve. En efecto, es una cosa muy clara y evidente (para todos los que consideren con atención la naturaleza del tiempo) que una sustancia, para ser conservada en todos los momentos que dura, necesita del mismo poder y de la misma acción que sería necesaria para producirla y crearla de nuevo, si no existiera aún. De modo que la luz natural nos hace ver claramente que la conservación y la creación no difieren más que respecto a nuestra forma de pensar, y no de hecho.

Debo, pues, interrogarme a mí mismo para saber si poseo algún poder y alguna virtud que sea capaz de hacer que yo, que existo ahora, exista también en el futuro; pues, aunque sólo soy una cosa que piensa (o, al menos, puesto que no se trata hasta aquí más que de esa parte de mí mismo), si tal poder residiera en mí debería, ciertamente, al menos pensarlo y conocerlo; pero no siento ningún poder en mí, por lo que concluyo evidentemente que dependo de algún ser distinto de mí.

Quizá también aquel ser del que dependo no es lo que llamo Dios y he sido producido o por mis padres, o por cualesquiera otras causas menos perfectas que él. Da lo mismo, eso no puede ser así. Pues, como dije anteriormente, es algo muy evidente que debe haber al menos tanta realidad en la causa como en el efecto. Y, por lo tanto, puesto que soy una cosa que piensa, y que tengo en mí alguna idea de Dios, sea cual sea, en fin, la causa que atribuya a mi naturaleza, hay que reconocer necesariamente que debe ser igualmente una cosa que piensa y que posea en sí la idea de todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza divina. Podemos luego buscar directamente si esta causa tiene su origen y existencia en sí misma o en alguna otra cosa. Ya que, si la tiene en sí misma, se sigue, por las razones que alegué anteriormente, que ella misma debe ser Dios, puesto que teniendo la virtud de ser y de existir por sí, debe tener también, probablemente, el poder de poseer en acto todas las perfecciones cuyas ideas concibe, es decir, todas las que yo concibo que están en Dios. Y si tiene su existencia de alguna otra causa distinta de sí misma, preguntaremos directamente, por la misma razón, respecto a esta misma causa, si existe por sí o por otro, hasta que, gradualmente, lleguemos a una última causa que resultaría ser Dios.

Y es muy manifiesto que no puede haber en esto progresión al infinito, dado que no se trata aquí tanto de la causa que me ha producido antes en el tiempo, como de la que me conserva en el presente.

Tampoco podemos suponer que hayan concurrido varias causas parciales para producirme y que haya recibido, de una la idea de las perfecciones que atribuyo a Dios, y de otra la idea de cualquier otra perfección, de modo que todas estas perfecciones se encuentren verdaderamente en alguna parte del universo, pero que no se encuentren todas juntas y reunidas en una sola que sea Dios. Pues, por el contrario, la unidad, la simplicidad o la inseparabilidad de todas las cosas que están en Dios es una de las principales perfecciones que concibo que están en él: y ciertamente, la idea de esta unidad y reunión de todas las perfecciones de Dios no ha podido ser puesta en mí por ninguna causa de la que no hay recibido también las ideas de todas las demás perfecciones. Ya que ella no puede habérmelas hecho comprender conjuntamente unidas e inseparables sin haber hecho, al mismo tiempo, que yo supiese lo que eran y que las conociese todas de alguna manera.

Por lo que respecta a mis padres, de los que parece que tengo mi nacimiento, aunque todo lo que he podido creer al respecto fuera verdadero, ello no hace, sin embargo, que sean ellos quienes me conserven, ni que me hayan hecho y producido en tanto soy una cosa que piensa, ya que ellos han puesto sólo algunas disposiciones en esta materia en la que juzgo que yo, es decir, mi mente, a la cual tomo ahora por mí mismo, se encuentra encerrada; y por lo tanto, no puede haber aquí ninguna dificultad al respecto, sino que hay que concluir necesariamente que, del sólo hecho de que existo, y de que hay en mí la idea de un ser soberano perfecto (es decir, de Dios), la existencia de Dios está muy evidentemente demostrada.

Sólo me queda examinar de qué manera he adquirido esta idea. Pues no la he recibido por los sentidos, ni jamás se me ha presentado a mí contra mi voluntad, tal como hacen las ideas de las cosas sensibles cuando se presentan o parecen presentarse a los órganos externos de mis sentidos. Tampoco es una pura producción o ficción de mi mente, ya que no está en mi poder quitarle o añadirle nada. Y en consecuencia, no queda ninguna otra cosa que decir, sino que, al igual que la idea de mí mismo, ha nacido y se ha producido conmigo desde que he sido creado.

Y ciertamente no debe resultar extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí esta idea, para que sea como la marca del obrero imprimida en su obra; y tampoco es necesario que esa marca sea algo diferente de la obra misma. Sino que, del sólo hecho de que Dios me ha creado, es muy creíble que me haya hecho, de alguna manera, a su imagen y semejanza, y que yo conciba este parecido (en el que se encuentra contenido la idea de Dios) por la misma facultad por la que me concibo a mí mismo; es decir, que cuando reflexiono sobre mí, no solamente conozco que soy una cosa imperfecta, incompleta y dependiente de otro, que tiende y aspira sin cesar a algo mayor y más grande de lo que soy, sino que conozco también, al mismo tiempo, que aquel del que dependo posee en sí todas esas grandes cosas a las que aspiro, cuyas ideas encuentro en mí, no indefinidamente y sólo en potencia, sino que él goza de ellas en efecto, actual e infinitamente y que por ello es Dios. Y toda la fuerza del argumento del que me he servido aquí para demostrar la existencia de Dios, consiste en que reconozco que no sería posible que mi naturaleza fuera lo que es, es decir, que tuviese en mí la idea de un Dios, si Dios no existiese verdaderamente; ese mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas elevadas perfecciones de las que nuestra mente puede tener alguna idea sin por ello comprenderlas, que no está sometido a ningún defecto y que no tiene ninguna de las cosas que indican alguna imperfección. De donde resulta bastante evidente que no puede ser engañador, ya que la luz natural nos enseña que el engaño depende necesariamente de algún defecto.

Pero, antes de examinar esto más atentamente y de pasar a la consideración de otras verdades que pueden seguirse de ello, me parece muy apropiado detenerme algún tiempo en la contemplación de este Dios perfectísimo, sopesar a placer sus maravillosos atributos, considerar, admirar y adorar la incomparable belleza de esta inmensa luz, al menos mientras la fuerza de mi mente, que en cierto modo permanece deslumbrada por ella, me lo pueda permitir. Pues, como la fe nos enseña que la suprema felicidad de la otra vida no consiste más que en esta contemplación de la majestad divina, así experimentamos desde ahora que semejante meditación, aunque incomparablemente menos perfecta, nos ha hecho gozar de la mayor satisfacción de la que somos capaces de gozar en esta vida.

Esquema del texto

Recuerda que la 1ª pregunta del examen de Selectividad te pide: Exponer las ideas fundamentales del texto propuesto y la relación que existe entre ellas. 

Publicada en latín en 1641, esta obra presenta el sistema filosófico cartesiano a lo largo de sus seis meditaciones. En 1647 fue traducida al francés. La primera meditación está dedicada a la duda metódica, el tema de la segunda es la verdad "pienso luego existo" como primera certeza. La tercera meditación, que es el texto que debes leer, aborda el tema de la existencia de Dios. 

A continuación te ofrecemos un esquema que divide todo el texto para que te sirva de guía de lectura:

1.  Primera certeza tras la duda: El cogito (pensar definido como dudar, afirmar, negar, conocer querer, imaginar, sentir) soporta cualquier motivo de duda. La idea "Pienso luego existo" se mantiene cierta contra toda duda imaginable.

1.1.  La certeza requiere claridad y distinción.

1.2.  No hay certeza de la realidad exterior de donde parecen provenir las ideas.

1.3.  Tampoco hay certeza en los razonamientos matemáticos porque puede que Dios me engañe.

2.  Comienza el análisis de la única verdad alcanzada: el pensamiento [hay que tener en cuenta que el objetivo de Descartes es deducir alguna realidad objetiva fuera de él mismo, fuera de su propio pensamiento]

2.1.   Se piensan ideas, que son “como” imágenes de las cosas y en tanto que pensadas, siempre son verdaderas.

2.2.  Tres tipos de ideas: Innatas (parecen proceder de la propia naturaleza humana); Adventicias (parecen provenir de fuera); Facticias (fabricadas, inventadas).

2.3. La creencia en la existencia del mundo exterior se basa en dos razones: la inclinación natural a creer en ese mundo exterior y la independencia de las ideas adventicias de la voluntad. Ninguna de estas razones es convincente.

2.4. Entre todas las ideas hay una que se impone con una gran realidad objetiva, es la idea de Dios como ser infinito y perfecto [hay que tener en cuenta que para Descartes toda idea tiene una realidad subjetiva en tanto acto de pensamiento y una realidad objetiva en tanto representa un objeto. Él mismo dice que en tanto acto de pensamiento todas las ideas son iguales pero en tanto imágenes de cosas, son muy diferentes entre sí].

3.    Primera demostración de Dios a partir de su idea

3.1.   Es necesario que haya al menos tanta realidad en la causa como en el efecto.

3.2.   El proceso causal no puede ser infinito, por tanto debe haber una causa primera que contenga tanta realidad y perfección como su efecto.

3.3.   Las ideas claras y distintas que tengo sobre los cuerpos (distingue entre ideas claras y distintas: cualidades primarias de los cuerpos e ideas confusas: cualidades secundarias) las he podido causar yo mismo.

3.4. Sin embargo, la idea de Dios, como sustancia infinita y perfecta, presente en mi pensamiento no puede haber sido causada por mí, que soy un ser finito e imperfecto.

3.5. Por tanto existe algo fuera de mí que es la causa de la idea que hay en mi pensamiento y que contiene al menos todas las perfecciones que hay en la idea. Tal realidad es Dios.

4. Segunda demostración de Dios que es una variación de la primera: se aplica el principio de causalidad a la propia existencia

4.1.  Yo soy un ser finito e imperfecto que posee una idea de perfección.

4.2.  Yo no puedo haberme dado la existencia a mi mismo pues, teniendo la idea de perfección, me habría hecho perfecto.

4.3.  Descartes mantiene el principio de causalidad (en la causa debe haber al menos tanta realidad como en el efecto y el proceso causal no puede ser infinito).

4.4.  Por consiguiente, tanto mi creación como la conservación de mi existencia dependen de otro ser. Ese ser es Dios ya que su idea está en mí. 

4.5  La idea de Dios es innata y ha sido puesta en mí por Dios.