ACTO III - Escena XIII

 

DON DIEGO.—Aquí no hay escándalos... Ese es de quien su hija de usted está enamorada... Separarlos y matarlos viene a ser lo mismo... Carlos... No importa... Abraza a tu mujer...

 

(Don Carlos va adonde está doña Francisca. Se abrazan, y ambos se arrodillan a los pies de don Diego.)

 

DOÑA IRENE.—¿Conque su sobrino de usted?...

 

DON DIEGO.—Sí, señora, mi sobrino; que con sus palmadas y su música, y su papel, me ha dado la noche más terrible que he tenido en mi vida. ¿Qué es esto, hijos míos, qué es esto?

 

DOÑA FRANCISCA.—¿Conque usted nos perdona y nos hace felices?

 

DON DIEGO.—Sí, prendas de mi alma... Sí.

 

(Los hace levantar con expresiones de ternura.)

 

DOÑA IRENE.—¿Y es posible que usted se determine a hacer un sacrificio?...

 

DON DIEGO.—Yo pude separarlos para siempre, y gozar tranquilamente  la posesión de esta niña amable; pero mi conciencia no lo sufre... ¡Carlos! ¡Paquita!... ¡Qué dolorosa impresión me deja en el alma el esfuerzo que acabo de hacer!... Porque, al fin, soy hombre miserable y débil.

 

DON CARLOS.—Si nuestro amor (Besándole las manos.), si nuestro agradecimiento pueden bastar a consolar a usted en tanta pérdida...

 

DOÑA IRENE.—¡Conque el bueno de don Carlos! ¡Vaya, que...!

 

DON DIEGO.—Él y su hija de usted estaban locos de amor, mientras usted y las tías fundaban castillos en el aire y me llenaban la cabeza de ilusiones, que han desaparecido como un sueño. Esto resulta del abuso de la autoridad, de la opresión que la juventud padece; éstas son las seguridades que dan los padres y los tutores, y esto lo que se debe fiar en el sí de las niñas... Por una casualidad he sabido a tiempo el error en que estaba. ¡Ay de aquellos que lo saben tarde!

 

Leandro FERNÁNDEZ DE MORATÍN: El sí de las niñas, Espasa Calpe

 

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