RESEÑA
de
Luis Ballesteros Andreu
al libro:
Amor y
responsabilidad
Karol Wojtyla
Ed. Palabra
Presentación
La presente reseña no es un trabajo crítico sino un resumen del libro Amor y responsabilidad de Karol Wojtyla, más tarde Juan Pablo II, proclamado santo en 2014 a los pocos años de su muerte que ocurrió el 2 de Abril de 2005. Karol Wojtyla lo escribió en su Polonia natal años antes de ser proclamado Papa. La obra fue publicada en polaco en 1960. Traducido del francés al español con ciertas deficiencias en 1978, año de su proclamación como Papa, el libro fue traducido directamente del polaco en 2016 por Jonio González y Dorota Szmidt y esta es la edición que se ha usado para el presente trabajo. El libro, como su autor señala, es fruto de sus conversaciones con jóvenes polacos que, en sus encuentros apostólicos con cientos de ellos le planteaban preguntas sobre el amor, el sexo y el matrimonio. Profesor en la Universidad Católica de Lublin, el entonces sacerdote célibe puede no haber experimentado en carne propia estas realidades referidas a la sexualidad, pero su trabajo pastoral y muchas horas oyendo confidencias le aportaron un conocimiento de estos temas sacado de esa misma experiencia de su trato con personas.
El personalismo filosófico recorre todo el libro y el evangelio es utilizado en contadas ocasiones, con más frecuencia hacia el final de la obra. Como es lógico, el fondo cristiano de toda la obra es indudable pero el lenguaje y las aportaciones personalistas son accesibles para cualquier persona sin prejuicios.
Índice
LA PERSONA Y EL IMPULSO SEXUAL 5
ANÁLISIS DE LA PALABRA “GOZAR” 5
La persona, objeto y sujeto de la acción 5
Primer significado de la palabra «gozar» 6
Segundo significado de la palabra «gozar» 6
El mandamiento del amor y la norma personalista 7
INTERPRETACIÓN DEL IMPULSO SEXUAL 9
El impulso sexual, propiedad del individuo 9
El impulso sexual y la existencia 9
Interpretación de la teoría de la libido 11
ANÁLISIS METAFÍSICO DEL AMOR 13
El problema de la reciprocidad 14
De la simpatía a la amistad 15
ANÁLISIS PSICOLÓGICO DEL AMOR 16
La afectividad y el amor afectivo 17
El problema de la integración del amor 18
La experiencia vivida y la virtud 18
La afirmación del valor de la persona 19
La pertenencia recíproca de las personas 19
La elección y la responsabilidad 20
El compromiso de la libertad 21
El problema de la educación del amor 21
REHABILITACIÓN DE LA CASTIDAD 22
La castidad y el resentimiento 22
El verdadero sentido de la castidad 24
El fenómeno del pudor sexual y su interpretación 26
La ley de la absorción de la vergüenza por el amor 27
PROBLEMAS DE LA CONTINENCIA 28
El autodominio y la objetivación 28
JUSTICIA PARA CON EL CREADOR 30
La monogamia y la indisolubilidad 30
Procreación, paternidad y maternidad 32
La continencia periódica. Método e interpretación 33
El concepto de justicia para con el Creador 35
La virginidad mística y la virginidad física 35
La paternidad y la maternidad 36
OBSERVACIONES COMPLEMENTARIAS 37
Problemas del matrimonio y de las relaciones conyugales 37
El problema de la paternidad responsable 39
La psicopatología sexual y ética 40
El autor parte de la distinción objeto-persona como el principio a partir del cual se deducen otras cuestiones secundarias, aunque también importantes. Las personas no son objetos sino sujetos y el utilitarismo, como veremos más adelante, comete el error de confundir ambos planos. En esa distinción está presente Inmanuel Kant y uno de sus imperativos categóricos: las personas no son medios sino fines en sí mismos. Tratar a alguien como objeto es no tener en cuenta su dignidad. Wojtyla reformula el imperativo de Kant de la forma siguiente: Cada vez que en tu conducta una persona sea el objeto de tu acción, no olvides que no has de tratarla solamente como un medio, como un instrumento, sino que ten en cuenta que ella misma posee, o por lo menos debería poseer, su propio fin» Ese peligro se presenta con frecuencia en la ética sexual. “Mujer objeto” u “hombre objeto” se dan cuando no se respeta al otro como lo que es y simplemente se le usa como objeto de placer o incluso como medios para conseguir la maternidad-paternidad. Asimismo puede darse un uso mutuo cuando lo que se busca es la satisfacción placentera de ambos alejado de la donación que ha de ser el qué, de la relación sexual abierta a la vida.
Otra forma de subrayar el valor de la persona es decir que el hombre es alguien y no algo. Las personas tienen nombre propio, las cosas nombre común. Las personas son únicas e irrepetibles y las cosas son genéricas. Se puede añadir que los animales son individuos y no personas. La persona es racional y posee interioridad, vida interior. Los animales tienen, en cambio, simplemente una vida sensorial más acentuada en algunos que les permite ejecutar ciertas conductas automáticas en beneficio propio. Los animales no se plantean ¿cuál es la causa inicial de todo? ni ¿cómo ser bueno y llegar a la plenitud del bien? como ciertamente se lo plantea, o al menos puede plantearse la persona humana. Por otra parte, la comunicación de la persona con la realidad y con otras personas no es solamente física sino conceptual-espiritual. Y además el hombre posee la facultad de autodeterminarse, es decir, elegir libremente entre las múltiples opciones posibles. En otras palabras, es lo que suele llamarse libre albedrío. El hombre es pues dueño de sí mismo. El animal no elige propiamente, sino que opta por lo que su propio instinto le marca en cada caso.
Siendo el hombre sujeto, puede ser a la vez objeto de la acción de otro. En la vida sexual, el hombre es sujeto y la mujer objeto de la acción del hombre y al revés, la mujer sujeto puede tener al hombre como objeto de su acción. En la actividad sexual, el hombre y la mujer, como hemos visto antes, pueden tener al otro meramente como objeto de placer o de uso, olvidando el valor de la persona.
Para el hombre, gozar es una expresión que implica poner unos medios para conseguir unos fines. Gozar es el fin que el hombre se propone muchas veces y para lograrlo pone unos medios adecuados a tal fin. Para lograr el goce sexual, como ya hemos visto, en ocasiones se corre el riesgo de tratar al otro únicamente como un medio, atentando así contra la misma esencia de la persona que nunca debe ser tratada como medio. Si así se hiciera, tal acción en sí misma natural, se convertiría en despersonalizada. Wojtyla lo expresa con fuerza: Nadie tiene derecho a servirse de una persona, de usar de ella como de un medio, ni siquiera Dios su Creador. Dios nos hace libres y aunque podamos conocer el plan de Dios, nos deja libres para seguirlo o no.
Visto ahora en forma positiva, amar es la manera que tenemos las personas para no caer en el simple usar. El amor mutuo, entre dos personas de sexo opuesto, logra que la actividad sexual no caíga en el uso abusivo de uno por el otro, o de un uso mutuo. El bien común y el fin acordado del uno y del otro les alejan del peligro de despersonalización al que hemos aludido. El fin del matrimonio es la procreación, la familia, y la misma comunidad conyugal, que ha de desembocar en la madurez de ambos. Uno y otro son capaces de subordinarse a ese bien buscado entre los dos. De esta forma, es preciso huir del utilitarismo consumista porque es una grave tentación en la que puede caerse por el egoísmo de uno o de otro, o de los dos. Hay que señalar asimismo que, en el terreno sexual el peligro de usar uno del otro puede llegar a ser casi inconsciente. Es preciso que ambos se planteen de forma clara este problema para evitar caer en la posible despersonalización de la que venimos tratando.
Los actos humanos vienen acompañados de diversos estados emocionales, afectivos, precediéndolos, y también una vez terminados. En el acto sexual, como en otros actos humanos, dichos estados pueden considerarse tanto positivos como negativos por aquellos que los experimentan. Así, dicho acto puede llevar al placer o a la pena, según sean positivos o negativos los sentimientos derivados. Por ejemplo, el placer así tomará forma de saciedad sensual, satisfacción afectiva y profundo deleite. La pena, así considerada, podrá tomar forma de contrariedad sensual, insatisfacción afectiva y profunda tristeza. Todos estos sentimientos se derivan de que el placer o pena obtenido procede del contacto estrecho con una persona a la que se debe respeto por ser lo que es, una persona y no un mero objeto. Olvidarlo, o no tenerlo en cuenta lleva consigo graves frustraciones. La vida sexual instintiva de los animales vuelve a separarse de la vida sexual humana por mucho que algunos quisieran identificarla. La convicción de que el ser humano es una persona nos fuerza a aceptar la subordinación del gozo al amor. (...) solo gracias al amor (el placer) puede ser ordenado interiormente y elevado al nivel de la persona.
El utilitarismo está emparentado con el hedonismo puesto que se juzga que el placer es útil y según esta doctrina, todos los hombres buscan el placer sin cesar. La distinción del hedonismo entre placeres sensibles o espirituales no es importante aquí, pues ambos se pueden juzgar como útiles. El utilitarismo simplifica el problema al tratar de ambos como útiles y atractivos sin tener en cuenta más distinciones. Hay que añadir que, para el utilitarismo el ser humano consta de pensamiento y sensibilidad, y no tiene en cuenta la espiritualidad y el altruismo. Para el utilitarismo, el pensamiento humano le serviría al hombre para elegir convenientemente entre el mayor grado de placer y el mínimo de pena. Así es la ética utilitaria y, en todo caso, se deberá procurar, según ella, no solo el goce individual sino el máximo placer y el mínimo de pena para el mayor número de hombres. Estas definiciones pueden tener cierto atractivo pero no son aceptables porque el hombre percibe valores superiores al placer y por los que merece la pena el sacrificio. De esta forma, el placer es algo marginal y accesorio que acompaña ciertos actos, que llevan consigo placeres que son muchas veces muy diferentes en unos y otros. Por si fuera poco, los placeres mismos son muy volubles y cambiantes para los mismos individuos en momentos diferentes. Por ejemplo, podría ocurrir además que algunos consideraran placentero someter a otros a un trato vejatorio, lo cual es de todo punto inadmisible.
Lograr un bien arduo lleva consigo sacrificios, nada placenteros, que todo el mundo comprende como necesarios para tal fin. (...) Como dice Wojtyla, los principios utilitaristas son peligrosos porque no se ve el modo de establecer a partir de ellos las relaciones y la coexistencia de las personas de diferente sexo en el plano del verdadero amor. Visto de esta manera, el utilitarismo es una opción que puede tacharse de egoísta puesto que tanto el placer como la utilidad son subjetivos y propios de un sujeto que no puede hacerse cargo de cuánto será el placer del otro. El placer es de suyo incomunicable y desde bases utilitaristas, el altruismo es meramente aparente. El bien objetivo, el bien común altruista de dos personas que se unen en la actividad sexual escapa de toda consideración utilitarista. El amor es comunión de personas y el placer, en cambio, es individual. Si alguien quisiera plantear de forma utilitarista una especie de armonía entre dos egoísmos habría que contestarle que, por naturaleza los egoísmos tienen que chocar forzosamente terminando por imponerse alguno de los dos. Esto provocaría dolor personal y el consiguiente fracaso de los mismos principios utilitaristas - hedonistas.
La persona es susceptible de ser amada y no meramente utilizada. Wojtyla mantiene que la honestidad, en cuanto base de la norma personalista, rebasa la utilidad (...) pero no la rechaza, sino que la subordina: todo aquello que es honestamente útil en las relaciones con la persona está comprendido en el mandamiento del amor. Lo cual significa que el amor engloba ciertas utilidades que, eso sí, han de ser honestas, equitativas y justas. Por eso, el utilitarismo, como ya se ha visto antes, es claramente insuficiente y opuesto a la norma del amor que ha de regir las relaciones personales. La persona ha de ser tratada como objeto del amor y no como objeto de placer. Servirse de una persona, usarla, es contrario a la justicia porque las personas merecen ser amadas. Sin embargo, la justicia se refiere más bien a las cosas y con las personas, ser justo además es insuficiente porque el amor rebasa ampliamente la simple justicia. Aplicar a las personas justicia estricta suele dejarlas claramente insatisfechas.
Repetimos otra vez que, en el terreno sexual importa mucho distinguir, como hace san Agustín, entre el usar a la persona como objeto de placer, es decir, tender únicamente al deleite, sin tener en cuenta la persona; en cambio, encontrar el placer tratando a la otra persona como tal persona y de acuerdo con su naturaleza es perfectamente correcto. En el primer caso se puede obtener placer mediante el uso y el abuso, pero también frustración. En el segundo caso, ese placer se obtiene en mayor grado disfrutando y amando lo que la naturaleza da. El amor incluye de esta forma el placer, no solamente afectivo- sensitivo sino también espìrtual. El placer, sin amor siempre será inferior, puramente animal y degradante por tanto.
Las mujeres y los hombres son personas pero poseen una naturaleza propia y característica que las hace ser lo que son y las capacita para diversas funciones. La naturaleza es el principio de operaciones entre las que la sexualidad destaca por su papel en la propagación y continuidad de la especie. Pero ser persona indica libertad y, sin embargo, la naturaleza implica necesidad. El hombre es libre como persona pero está limitado físicamente por su naturaleza corpórea. Así pues, siendo la naturaleza algo fijo, el hombre, como persona que es puede elegir los modos de seguirla. El hombre, como animal tiene instintos, pero en él, el instinto sexual no es como en los animales sino que ese impulso está revestido de afectividad, sentimientos y pasiones, además de la misma moralidad que puede y debe asumir mediante la libertad. Aunque, en ocasiones ese impulso pueda parecer irrefrenable, no lo es, y hay demasiadas experiencias que demuestran que el impulso sexual, no controlado, degrada a la persona y es fuente de grandes injusticias.
Hombres y mujeres son por naturaleza sexuados. Lo que se quiere decir con esto es que vienen marcados por una orientación natural que, no solo es orgánica sino a la vez psíquica. La estructura psicofisiológica de las personas de ambos sexos está orientada una hacia la otra. El hombre y la mujer son complementarios y si se examinan en profundidad encontrarán ciertos límites personales propios, pudiendo advertir así esa complementariedad entre los sexos, que no solo es orgánica, como se ha dicho, sino también psíquica y espiritual. Pero como la mujer y el hombre son personas, el impulso sexual natural es hacia la persona de sexo contrario, no meramente hacia el sexo contrario. Y como la persona es amable en sí misma habría que añadir que el impulso sexual posee una tendencia a convertirse en amor, no como en los animales que se limitan solamente a una sexualidad física. El impulso sexual debe caer bajo el dominio de la persona que puede disponer de él como desee. Lo contrario, sostener por ejemplo que dicho impulso no se puede dominar sería dudar de la libertad humana, de la capacidad de la voluntad de decidir lo que la inteligencia le presenta. No obstante, hay que decir asimismo que el impulso sexual no adquiere la misma intensidad en todas las personas, manifestándose de forma diversa en cada una. En este terreno puede intervenir, y de hecho interviene, el factor social y educativo que ha rodeado al individuo concreto.
La especie humana depende, como es claro, del impulso sexual y de sus consecuencias naturales. Y como se ha dicho antes, el impulso sexual suministra materia para el amor de las personas. Pero como el amor es fruto del libre albedrío, las personas pueden quererse sin el impulso sexual. Así pues, el amor no es determinante para el impulso sexual. Dicho de otro modo, existe el amor sin sexualidad alguna y desde luego, sexualidad sin amor.
La existencia es un bien y ésta se debe al impulso sexual. El impulso sexual es una fuerza de la naturaleza para la existencia de la especie. Pero la existencia humana no es sólo objeto de estudio biológico, sino sobre todo filosófico. Si sólo fuera una cuestión biológica no tendría sentido plantearse ningún otro problema. Si el hombre y la mujer son personas, si las personas han de ser examinadas según lo que es mejor, entonces hay que ir más allá de la mera biología y entrar en el terreno de la ética. Hombre y mujer, como fruto de su amor pueden contribuir a la existencia de otra persona, el hijo, que es sangre de su sangre, cuerpo de su cuerpo, al que es preciso amar también para que se afiance en su existencia.
Hombre y mujer se pueden considerar procreadores porque participan de esa facultad dada por Dios como una forma de contribuir al desarrollo de la especie humana. Pero la unión sexual de los cuerpos de las personas solo da lugar a otro cuerpo generado. Como siempre ha sostenido la Iglesia, el alma es infundida por Dios en el nuevo embrión. Solo así podemos considerar persona al hijo engendrado por sus padres. Esto es así porque el espíritu solo puede ser creado por el Espíritu de Dios. Como se ha dicho antes, para que el desarrollo de la nueva persona sea acorde a su dignidad espiritual, el acto físico carnal de los padres debe ser procurado en el ámbito del amor. Y ese mismo amor deberá continuar durante años mediante una educación atenta de los hijos que Dios les confíe. Hay que tener en cuenta que, en el inicio, es el amor de Dios mismo el que nos da la existencia a todos y también a ese nuevo ser, y con su gracia y la ayuda de los padres, continúa con su acción creadora. Visto de esta manera es claro que los padres son colaboradores activos en el acto creador de Dios. Así pues, se puede concluir que, desde el punto de vida religioso, el mismo impulso sexual está ligado a la obra de la creación divina.
Según una interpretación rigorista, el Creador usaría de las personas y de sus relaciones sexuales en su plan de asegurarse la continuidad de la especie. Y así también cabría, que hombres y mujeres usaran su sexualidad para lograr esos fines. De esta forma, los rigoristas juzgan que lo malo en dichas relaciones sería el deleite buscado, el placer, que de esta forma sería impuro, un mal necesario. Interpretado de este modo, el matrimonio sería admisible por el bien de la especie pero no en sí mismo.
La interpretación rigorista y ultra espiritualista ignora las nociones de amor y libertad dados por Dios a los hombres como personas que son. Cuando el hombre y la mujer se unen sexualmente lo hacen en cuanto seres libres, racionales, y su unión tiene el valor moral propio del amor verdadero entre personas. El Creador ha otorgado a los hombres la libertad para elegir esos mismos fines que Dios tiene. Y desde el momento en que dos personas pueden elegir en común un bien para que sea su fin, existe también la posibilidad del amor.
Las personas pueden elegir establecer las relaciones sexuales en el nivel del amor o rebajarlas a niveles puramente utilitarios. Saborear el deleite sexual sin tratar en el mismo acto a la persona como un objeto de placer, he ahí el fondo del problema moral sexual. El Creador ha previsto este deleite y lo ha vinculado al amor del hombre y la mujer, a condición de que su amor se desenvuelva, normalmente, a partir del impulso sexual, es decir, de una manera digna de las personas.
Según el pansexualismo de Freud, el hombre persigue siempre la voluptuosidad y dentro de ella el impulso sexual. La procreación y la transmisión de la vida sería solo un fin secundario detrás de esa líbido primordial. Pero el hombre-persona es mucho más porque es capaz de conocer objetivamente el fin de la unión sexual, incluso capaz también de comprenderlo en unión del plan creador de Dios. Consideradas así las cosas, Freud rebaja la condición humana considerándolo solo como un sujeto sensible a los estímulos exteriores, como si de un mero animal se tratara. De esta forma Freud ignora o desprecia la interioridad humana, su voluntad libre y la racionalidad ética. Asimismo, esta forma de ver freudiana caería en el utilitarismo, puesto que los hombres, en su búsqueda constante de la líbido, se usarían los unos a los otros como fuente de placer.
Animales y hombres coinciden en tener esas dos tendencias naturales: el impulso a la conservación de carácter puramente egocéntrico, y el impulso sexual natural destinado a la conservación de la especie y que requiere el concurso del otro de sexualidad complementaria. Este último sería de carácter altero-céntrico y de donde se podría extraer la teoría del amor como lugar natural del sexo en las personas. Pero, si como hemos visto en la interpretación freudiana la líbido es lo primero, entonces se caería nuevamente en la mera conservación egoísta, y no cabrían planteamientos éticos de ningún tipo.
Tradicionalmente, la Iglesia ha visto como fines del matrimonio, la procreación, la ayuda mutua, y el remedio de la concupiscencia. Conservar ese orden en los fines es acorde con la norma personalista objetivista. Utilitarismo, freudismo y demás desenfoques son errores en cuanto que caen en el subjetivismo que no ve más allá del sujeto egoísta que solo mira por su propio beneficio.
Tanto la procreación como la ayuda mutua no pueden ser extraños al amor. La procreación ha de estar fundamentada en el amor - virtud, así como la ayuda mutua. Si faltara la procreación disminuirían sin duda la educación mutua de los esposos. Y una procreación no puede ser plena sin la ayuda mutua necesaria entre los esposos y la educación de los hijos. La madurez de los esposos será facilitada por ese orden de los fines que se ha visto.
El rechazo a los dos fines primeros conformándose con el simple remedio a la concupiscencia enturbia y empobrece las sensaciones, mucho más si se emplean medios artificiales para impedir la procreación. En ese caso, las relaciones sexuales caen siempre en alguno de los errores antes vistos, sobre todo, el utilitarismo que siempre defrauda en cuanto uno de ellos, o los dos, lo perciben.
Karol Wojtyla se va a ceñir al amor entre dos personas de sexo opuesto y sigue advirtiendo que aún así, la palabra “amor” encierra todavía significados diferentes. De entrada se define al amor como una relación mutua entre dos personas que persiguen el bien como fin. Se hace preciso un análisis metafísico del amor dado que este tiene, como el bien, un sentido analógico. Esto significa que el bien y el amor se dicen de muchas maneras y existe proporcionalidad entre los grados de bien y de amor, que se dan realmente, pero de ninguna manera material, sino espiritualmente.
El análisis metafísico abre el camino para el análisis psicológico y se fundamenta en la vitalidad sexual del ser humano, pero de ningún modo puede reducirse a esta última. El amor humano es una relación entre personas y posee, como es lógico un carácter ético, y visto cristianamente, se puede relacionar con el mandato nuevo del Señor. El amor así entendido es una virtud, la mayor de todas las virtudes.
La atracción entre dos personas de sexo opuesto es algo dado por la naturaleza. La atracción se funda en el bien que uno y otro esperan y ven como posibilidad. Lo primero que percibe un hombre o una mujer en el otro es lo que le dicen sus sentidos pero inmediatamente la inteligencia actúa sobre lo dado a los sentidos. Pero en la atracción actúan además, no solo los sentidos y la inteligencia, sino toda la sensibilidad y la voluntad. El sujeto humano tiene la capacidad de objetivar lo que ve, de apreciarlo como objeto de su atención y consideración. La atracción surge porque se juzga dicho objeto como bueno, y el bien, de suyo es atractivo. La voluntad libre puede decidirse a elegir ese bien que se le presenta de forma atractiva.
Aunque ese bien aparece en primer lugar como un bien sensible, no se limita solamente a la afectividad, aunque es de gran importancia en los inicios del despertar del amor. Sin embargo, conviene señalar desde el principio que el atractivo principal es la persona en su totalidad. A una persona le aparece otra como un bien. Pero en esa atracción intervienen aspectos importantes debidos a la educación recibida y a las experiencias personales de cada uno. Las diferencias entre lo que uno u otro juzgan atractivo se explican por el temperamento de la persona, y por el carácter y personalidad desarrollada. Y teniendo en cuenta la complejidad de la persona, y sus diferentes valores materiales y espirituales, se explican también los distintos bienes que aprecian las personas y el atractivo pertinente.
Aunque el valor de los sentimientos en la verdad del amor no puede dudarse, es necesario englobarlos en la verdad de la totalidad de la persona. La verdad de la persona no puede quedarse en alguno de esos valores parciales sino en la persona misma. “Agradar” significa aparecer como un bien y al mismo tiempo como bello, pero no únicamente en alguno de los aspectos exteriores o interiores, sino en todos ellos. Nos referimos así a un amor entre personas, en la belleza y el bien integrales que poseen.
La concupiscencia es uno de los aspectos del amor. El deseo pertenece asimismo a la esencia de ese amor que sobreviene entre el hombre y la mujer. El ser humano es limitado y tiene necesidad de otros seres; también el deseo de Dios se explica de esta manera. la experiencia de la propia limitación nos hace abrirnos a otras personas y a Dios. El hombre tiene necesidad de la mujer para completarse y viceversa. El amor se expresa así también como concupiscencia porque resulta de esa necesidad de encontrar el bien que le falta. Pero advertimos una vez más, que existe el peligro de usar a la persona como medio de apagar ese deseo, del mismo modo como el alimento sacia el hambre. El mismo Jesucristo lo advierte: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella, en su corazón» (Mt 5, 28).
Para superar esa dificultad y no caer en el utilitarismo Wojtyla explica: “El sujeto que ama es consciente de la presencia de este deseo, sabe que la concupiscencia permanece, por así decirlo, a disposición de él, pero trata de perfeccionar su amor y no permitirá que predomine por encima de todo aquello que contiene además de ese deseo. Siente, aunque no lo discierna, que semejante hegemonía del deseo deformaría su amor y se lo quitaría a los dos”.
El amor dignifica a la persona pero es preciso que sea verdadero amor y lo es cuando se dirige a un bien auténtico y conforme a la naturaleza de ese bien. La falsificación del amor llevaría a un amor malo, destructivo. Por ejemplo, el amor entre un hombre y una mujer que no pasase del deseo sensual sería malo o incompleto porque no tendría en cuenta el bien del otro, sino meramente el propio, egoístamente. El único y verdadero amor es el amor benévolo. El amor más puro es el deseo del bien para el otro. Es preciso pues, convertir el amor de concupiscencia en un amor benévolo, que quiera el bien del otro por encima del propio. Ese amor es el que debe existir en el matrimonio especialmente. Así lo termina de explicar Wojtyla: “El verdadero amor de benevolencia puede ir unido al amor de concupiscencia, incluso a la concupiscencia misma, con tal de que esta no llegue a dominar todo lo que el amor del hombre y la mujer contiene y no se convierta en su única sustancia”.
Como hemos visto, el amor de benevolencia y el de concupiscencia son distintos pero no se excluyen porque cabe que una persona desee a otra como un bien para sí, y al mismo tiempo desearle el bien benevolentemente. Cuando se desea a una persona en cuanto bien para sí, se desea sobre todo su amor, a ella misma, no como objeto de concupiscencia sino en cuanto co-creadora de amor. La reciprocidad sintetiza de alguna manera el amor de concupiscencia y el de benevolencia. Aplicando lo que Aristóteles explica sobre la amistad se puede decir que en el amor debe predominar el bien honesto y así, la reciprocidad es profunda. Si, en cambio, la reciprocidad se apoya en el bien útil o bien placentero será entonces frágil e inestable. Si lo que cada persona aporta es amor personal (amor-virtud) la reciprocidad adquiere estabilidad. En los otros casos, ese amor falso genera desconfianza, sospechas y celos. Siguiendo a Aristóteles, ni el placer ni la voluptuosidad sexual constituyen un bien duradero. En cuanto cese ese placer recíproco, los egoísmos individuales se impondrán destruyendo la unión y tornando el mero afecto por desapego y rechazo. No puede existir reciprocidad entre dos egoísmos. Uno querrá imponerse al otro.
La simpatía es un elemento importante en la relación entre personas. Muchas veces el amor puede estar precedido de la simpatía. El problema reside en que la simpatía cae dentro del ámbito de la subjetividad, porque cuando alguien la experimenta encontrará difícil objetivarla, saber por qué siente simpatía hacia determinada persona. Pero la simpatía no es el amor, aunque este pueda incluirla. La simpatía es un mero sentimiento muy grato en ocasiones pero que escapa al control de la voluntad. La simpatía debe desembocar en amistad que es un amor de benevolencia, y que implica a la voluntad, como hemos visto antes. La simpatía que madura con tiempo puede y debe llegar a la amistad verdadera. De no ser así desaparecerá porque los sentimientos son inestables. Es en este terreno en el que a veces, en los matrimonios pueda pensarse que el amor ha terminado cuando ya no se siente esa simpatía, porque no se ha madurado en amistad y compromiso. Así lo explica Wojtyla: “Aunque subjetivo, ya que está enraizado en los sujetos, el amor ha de estar libre de subjetividad. Ha de residir en el sujeto, en la persona, pero ha de poseer un aspecto objetivo. Precisamente por ello, no puede limitarse a ser simpatía, sino que ha de ser amistad”.
No se debe confundir tampoco el amor con la simple camaradería, aunque ésta supere el nivel de la mera simpatía. Desde luego la camaradería se apoya en bases objetivas como son los intereses comunes pero no llega a ser la búsqueda del bien para tí como si se tratase del bien propio, característica solo del amor real y verdadero.
El paso del yo al nosotros es esencial para que se dé el verdadero amor. Así se da el encuentro, la unión entre personas. El amor matrimonial consiste en el don de la persona, el don de sí mismo, del propio yo. Pero el amor matrimonial supera cualquier regla, supera la mera naturaleza según la cual nadie podría ser don de otra. Es una forma de amor particular que Cristo mismo expresa de esta forma: «El que halla su vida, la perderá, y el que la perdiere por amor de Mí, la hallará» (Mt 10, 39). Aunque aquí se refiera al mismo Amor a Dios puede aplicarse asimismo al don de sí a otra persona. El mundo de las personas y entendiendo bien la sublimidad de las mismas puede explicar esta paradoja. Solo así puede explicarse que ese yo intransferible e intransmisible que por naturaleza todo ser humano posee, pueda darse en el matrimonio y que sea eso mismo lo que lo constituye como tal. El amor de esposos ha de ser así una comunión de vidas en el que el don de sí mismo encontramos una prueba sorprendente de la posesión de sí mismo. Así pues el amor esponsal implica el don de una persona a otra, de parecida forma a como se puede relacionar el hombre con Dios. El punto de vista psicológico o físico no es suficiente para comprender, por ejemplo, ese abandono de la mujer a su marido. Sin embargo, el marido no se limita a tomar posesión de su esposa en el acto conyugal sino que, asimismo, ha de darse él mismo. Si no fuera así, el hombre corre el peligro, otra vez, de tratar simplemente a la mujer como objeto de placer, sin más. Añadir además, que en el matrimonio es don de sí no puede tener únicamente significado sexual si no se quiere caer en el ya aludido utilitarismo.
Como estudia la psicología fundamental, la percepción es la «partícula elemental» de la vida psíquica del hombre, y la emoción que de ella se deriva. Los sentidos reaccionan a los estímulos producidos por los objetos materiales mientras estos están delante del sujeto. En cuanto cesan, los sentidos internos, la imaginación y la memoria, conservan en una imagen la representación de los objetos. Muchas son las percepciones que el hombre recibe y no todas tienen la misma intensidad. Hay veces que alguna percepción da paso a una emoción que se distingue por la intensidad de la experiencia sensorial. En la emoción ya existe una valoración del objeto que la ha provocado. Aunque la emoción es sensorial, los valores que la han provocado pueden ser de índole espiritual, no material. La emoción será mucho más rica cuando rebasa la mera materialidad de algún objeto y llega al espíritu humano. No obstante, una emoción puede ser superficial, pero intensa, pero puede ser, asimismo profunda, aunque menos intensa. Experimentar a la vez emociones profundas e intensas parece ser de gran importancia en la vida interior de una persona.
En la relación de dos personas de sexo contrario se conoce bien el significado de frases tan simples como: “Ella le causó a él una gran impresión” o al revés, expresión equivalente a decir que se emocionó al verla. Ese tipo de emociones son posibles porque estamos ante unas impresiones valorativas.
Entre un hombre y una mujer que contactan tiene lugar una experiencia sensorial entre personas. Personas con “cuerpo” que reaccionan sensorialmente, dan lugar a impresiones y frecuentemente a emociones. El impulso sexual natural está al fondo de esas reacciones. La imagen del cuerpo de un individuo que es persona es sensorial al comienzo, pero enseguida da paso a la visión más rica de todos los valores que encierra. La belleza corporal puede y de hecho provoca un gozo estético que san Agustín designa con la palabra frui. No obstante, la experiencia sensorial puede introducir una actitud utilitaria si se ve el cuerpo como mero objeto de placer, como ya se ha visto ya en muchas ocasiones en este trabajo.
De todas formas, la sensualidad es espontánea, instintiva, y no es moralmente mala en sí. Alcanzada la madurez sexual en la segunda década de la vida se puede comprender que la vitalidad sexual se corresponde con la procreación y ese debe ser el fin de ella. (...) la persona humana no puede ser objeto de placer. Por ser el cuerpo parte integrante de la persona, no puede disociárselo del conjunto de esta: su valor y el de su sexo se fundan en el valor de ella. En ese contexto objetivo, una reacción de la sensualidad en la que el cuerpo y el sexo hacen el papel de objeto de goce posible amenazaría con desvalorizar a la persona. Considerar de este modo el cuerpo de una persona equivale a admitir el hecho de usarla. He ahí el motivo por el cual la reacción de la conciencia ante los movimientos de la sensualidad es fácilmente comprensible. Hay que añadir que el ser humano no posee instintos infalibles como los animales. En el hombre la sensualidad no es pura sino que está mezclada con los valores materiales y espirituales y además, tiene la conciencia que le hace ver la cosas desde el punto de vista de la ética. A pesar de lo dicho, en la relación hombre - mujer, la sensualidad forma parte del amor conyugal siempre que no se quede sola como simple concupiscencia.
La sensualidad se dirige solamente a los valores sexuales del cuerpo y de ahí la inestabilidad que presenta. No siendo moralmente mala, la sensualidad es una fuerza difícil de manejar, pero sublimada, puede ser un elemento esencial en el amor.
La sensualidad y la afectividad son distintas. La sensualidad solo fija su atención en el cuerpo mientras que la afectividad se refiere a toda la persona. La primera puede llevar a la segunda y eso es lo que debe ocurrir. La afectividad puede estar libre de concupiscencia, en cambio, la sensualidad está llena de ella. El amor afectivo une la imaginación, la memoria y la voluntad, de tal forma que dos personas unidas por ese amor están próximas aunque sus cuerpos estén separados. Incluso, se puede decir que, sobre todo en la mujer, la afectividad suele parecerle algo incorpóreo. Se admite así que la mujer es más emotiva y el hombre más sensual e incluso, muchas veces la mujer suele equivocarse cuando se siente impulsada a considerar prueba de amor afectivo, lo que para el hombre es la acción de la sensualidad y deseo de goce.
Un fenómeno bien conocido es idealizar a la persona que es objeto del amor, sobre todo en los jóvenes. La afectividad es subjetiva y suele nutrirse de valores propios que se ponen en el otro como si fueran de él. En cambio, la sensualidad es objetiva y se nutre de los valores sexuales de la persona objeto de concupiscencia, siendo así deseo sin más. De esta forma, muchas veces y debido a la subjetividad, el amor afectivo es motivo de decepción cuando se descubre la realidad y los valores que se creían en el otro no son verdaderos. No es extraño, entonces, el paso del amor afectivo al odio afectivo. Se descubre así la insuficiencia del amor afectivo que, abandonado a sí mismo, puede revelarse como mero uso.
Desde el punto de vista psicológico el amor puede considerarse una situación única e irreproducible. En esa situación, verdad y libertad son dos elementos imprescindibles. La verdad está ligada al conocimiento que no se limita a objetos materiales sino que ha de llegar a la espiritualidad. La verdad condiciona a la libertad aunque el hombre, capaz de la verdad, asume una actitud independiente de ella y no está determinado por ella. El hombre puede engañarse y no llegar a la verdad, como también no querer seguir lo que se le aparece como verdad misma. La libertad como autodeterminación presupone el conocimiento de cosas verdaderas sobre las que decidirse en algún sentido.
Ya se vio antes que el amor entre dos personas de sexo contrario nace del impulso sexual reconociendo en la otra persona la existencia de unos valores. Pero el sujeto puede estar dominado por la concupiscencia y no reconocer nada más que los valores sexuales ligados al cuerpo de la otra persona. Con la afectividad, se ha visto que se amplía el horizonte más allá de esos valores materiales. La interioridad de la persona decidirá si se obtiene un violento apego afectivo, o solamente una concupiscencia apasionada. La intensidad de esas fuerzas vitales y psíquicas absorbe la conciencia del sujeto no dejándole espacio para todo lo demás. La fuerza del Eros, como Platón reconocía, se ve confirmada por una energía del que el sujeto ignoraba su posesión. Puede verse así el perfil subjetivo del amor como propio de la interioridad del hombre que, sin embargo, tiende a la unidad y la plenitud con el otro.
Comprendido de este modo, el amor entre personas es un problema espiritual y de relación entre interioridades. Los sentidos y la vitalidad sexual del cuerpo humano no constituyen, de ninguna manera, la esencia del amor, aunque podrían conducir a él. La voluntad y la libertad del hombre son facultades espirituales y el compromiso de la libertad constituye su esencia psicológica porque, si no es un compromiso libre, no se puede hablar de amor sino de dominio. La libertad ha de basarse siempre en la verdad. El deseo sensual y el compromiso afectivo son psicológicamente verdaderos, pero subjetivos. Pero el amor exige una verdad objetiva como condición necesaria para su integración, por eso, mientras el análisis del amor se quede en el plano subjetivo no alcanzaremos la imagen completa del amor.
La moral de situación queda descartada por su errónea concepción de la libertad e ignorancia de la virtud. Debemos partir de que la voluntad debe seguir el bien verdadero aunque puede no seguirlo, de ahí la existencia de la libertad. En aras de una libertad mal entendida, la moral de situación y el existencialismo rechazan cualquier norma obligatoria. El amor entre un hombre y una mujer considerado como un acto moral está sometido a una norma por mucho que esta moral de situación lo niegue. El amor humano en sentido psicológico debe estar subordinado al sentido moral, lo que significa que la virtud ha de presidir la vida en todos sus órdenes. Habrá que examinar el amor entre un hombre y una mujer, no meramente a nivel psicológico sino en cuanto virtud.
Las personas se distinguen de las cosas por su estructura y perfección. La persona es un espíritu encarnado y la psique animal no puede compararse a la humana por mucho que hoy día se intente. Propiamente hablando solo el hombre posee una espiritualidad que ha de reflejarse, como es lógico, también en el amor humano. El valor de la persona está ligado a su ser íntegro y no a su sexo y sus valores sexuales, que son solo una parte del hombre y de la mujer. Es patente que los valores espirituales de la persona solo son accesibles a la mente humana porque la percepción y la sensibilidad solo captan los valores materiales - corporales. De esta forma, el ser humano capta en otro ser humano de sexo contrario los valores personales, y a su vez se da cuenta de que no es una cosa. En caso contrario se debe concluir que no es amor sino simple atracción sexual instintiva, y cosificadora en último término.
El amor-virtud se refiere al amor afectivo, como también al amor de concupiscencia siempre que no se separe u olvide el valor de la persona. Visto así, el amor solo será amor verdadero cuando se orienta a la persona en su totalidad. La emoción que suele acompañar a la sexualidad puede diluirse, y de hecho suele ocurrir que con el tiempo suele disminuir, si no está ligada fuertemente al valor de la persona dada.
La afectividad sexual en una persona puede ser provocada a lo largo del tiempo por las percepciones emotivas-sensuales de numerosas personas que se han cruzado en su vida. Por ello, el amor no puede fundamentarse en semejante base transitoria u ocasional. Es cierto que esa afectividad puede acercar a los individuos, pero si no se da el paso hacia los valores íntegros de las personas el posible amor no madurará ni dará paso a una elección vital principal que ha de ser el fruto del amor verdadero.
El amor matrimonial difiere de las demás formas y manifestaciones del amor. La persona es dueña de sí misma e intransferible, pero cuando con voluntad libre, una persona quiere darse a otra por amor, renuncia a ser independiente, y sin embargo, lejos de empequeñecerse se enriquece y logra una expansión del ser. Aquí, la fuerza biológica de la tendencia sexual solo es una exterioridad de lo que se realiza en la interioridad de la persona. El don de sí mismo solo tiene valor cuando es obra de la voluntad. Así lo explica Wojtyla: Contrariamente a las opiniones que consideran el problema sexual de manera superficial y no ven el summum del amor más que en el abandono carnal de la mujer al hombre, debe verse aquí el don mutuo y la pertenencia recíproca de dos personas. No un placer sexual mutuo en el cual el uno abandona su cuerpo al otro a fin de que ambos experimenten el máximo de voluptuosidad sensual, sino precisamente un don y una pertenencia recíproca de las personas. (...) En la concepción contraria, el amor está anulado de antemano en provecho del gozo (en los dos sentidos de la palabra). Ahora bien, el amor no puede quedar reducido al mero placer, mutuo o simultáneo. Por el contrario, encuentra su expresión normal en la unión de las personas. El fruto de esta unión es su recíproca pertenencia en las relaciones sexuales, que llamamos conyugales, porque –como veremos más adelante– no caben más que en el matrimonio.
El aspecto objetivo del amor no puede ser cambiado por los dos aspectos subjetivos de los dos sujetos. El amor objetivo es interpersonal y las relaciones sexuales han de ser expresión de semejante unión de personas en el bien recíproco como donación. Si faltara esa actitud el amor no tendría más que un significado erótico y sensual en el cual uno buscaría su gozo usando al otro para lograrlo, lo cual nos llevaría una vez más al utilitarismo egoísta siempre peligroso y dado al abuso de uno por el otro. Las frustraciones que se derivan de este error de lo que es el amor verdadero llevan a graves desilusiones y rupturas. Solo la mujer que tiene conciencia tanto de su valor personal como del valor del hombre a quien se entrega es capaz de darse verdaderamente, y viceversa. La conciencia del valor del don despierta una necesidad de reconocimiento y el deseo de dar no menos que lo que se ha recibido. También por esto se advierte cuán indispensable es para el amor matrimonial comprender la estructura interna de la amistad.
Karol Wojtyla advierte que el título de su obra se hace evidente en este apartado. La responsabilidad que se contrae al elegir y ser elegido en el amor verdadero. Ha de ser un amor verdadero, suficientemente maduro y profundo para no defraudar la confianza y la esperanza de la otra persona, por la cual se pierde el “alma”, y se enriquece el propio ser. Es una gran responsabilidad considerar el valor de la persona, y lo que está en juego en una relación de amor. Se trata de un yo que se expande hasta encontrar otro yo, según el bien. Si el amor es bueno, como es claro, la relación entre las dos personas es un verdadero amor y les debe hacer mejores personas. No se puede rehuir de esa responsabilidad, si no se quiere caer en el egoísmo o el utilitarismo. La pertenencia recíproca de las personas unidas por el amor - donación supone al mismo tiempo la responsabilidad de la elección. Es como si se escogiese a sí mismo en la otra persona. Y no es posible el amor entre personas impenetrables, sino que es necesaria la comunicación espiritual para que se den las condiciones de verdadera unión interior.
Pero Wojtyla advierte que hay que distinguir cuándo estamos ante la superficialidad y la depravación de cierta juventud: la juventud sana y no depravada descubre de buenas a primeras una persona de sexo diferente en lugar de un cuerpo en cuanto objeto posible de placer. Cuando ocurre lo contrario, estamos ante un caso de depravación, que hace difícil el amor y, sobre todo, la elección de la persona. Los valores sexuales no pueden ser el único motivo de la elección, como ocurre demasiadas veces, si bien, no se quiere decir que éstos no sean importantes pero siempre en su lugar, que no puede ser el principal ni el único. Ciertamente son los valores de la persona y no los sexuales los que otorgan al amor su estabilidad como muestra la experiencia de muchas parejas.
Y sigue Wojtyla: Mientras que el amor puramente afectivo se caracteriza por una idealización de su objeto (...), el amor concentrado sobre el valor de la persona hace que la amemos tal como es verdaderamente: no la idea que nosotros nos hacemos, sino el ser real. La amamos con sus virtudes y sus defectos, y hasta cierto punto independientemente de sus virtudes y a pesar de sus defectos. La medida de semejante amor aparece más claramente en el momento en que su objeto comete una falta, cuando sus flaquezas, incluso sus pecados, son innegables. El ser humano que ama verdaderamente no solo no le niega su amor, sino que, por el contrario, la ama todavía más, sin por ello dejar de tener conciencia de sus defectos y sus faltas ni aprobarlas.
La libertad es un don recibido para el amor y puede añadirse que el amor llena el vacío en que se podría quedar una libertad sin contenido. La voluntad quiere la felicidad y tiende al bien que es el amor. De esta forma, la persona desea el amor por encima de una libertad vacía. La libertad es medio, el amor es fin. Pero la persona no se conforma sino con el amor verdadero sin imposiciones. Wojtyla lo explica así: El hombre y la mujer se desean con ansia mutua, y en esto consiste el amor de concupiscencia. Los sentidos y sentimientos contribuyen a ello. Pero el amor al que ayudan de ese modo da una ocasión inmediata a la voluntad, orientada naturalmente hacia el bien infinito, es decir, la felicidad, de querer ese bien no solo para sí, sino también para otra persona, particularmente aquella que, gracias a los sentidos y sentimientos, es el objeto de la concupiscencia. Destaca aquí una tensión entre el dinamismo del impulso sexual y el dinamismo propio de la voluntad. El impulso hace que la voluntad mire con codicia a una persona y la desee a causa de sus valores sexuales, pero la voluntad no se contenta con ello. Es libre y, por lo tanto, capaz de desearlo todo en relación con el bien absoluto, infinito, con la felicidad. Eso es lo que el autor llama, con razón, el rasgo divino del amor. Solo Dios es la plenitud objetiva del bien y solo Dios puede colmar el bien de la persona. Querer de verdad a una persona es desearle su felicidad y eso es desearle a Dios. Siendo el amor el más alto valor moral es importante traducirlo a lo cotidiano y para ello abordar el problema de la educación del amor.
Los jóvenes suelen pensar en el amor casi como una aventura, algo que acontece en determinadas situaciones pero no como algo que habría que educar. No perciben que el amor es algo que hay que elaborar, trabajar y que está de acuerdo con la profundidad de su compromiso. Los estados psíquicos, la sensualidad y la afectividad no son más que la materia prima del amor. Si alguien considerara estos estados subjetivos como el amor verdadero caería sin remedio en el utilitarismo al que ya hemos aludido y rechazado.
El amor es creativo y se desarrolla como obra de las personas que lo encarnan. Si tenemos en cuenta además la acción de la Gracia, -participación oculta del Creador- siendo Él mismo Amor puede ayudar a la criatura a recorrer el camino de la vida con ese amor. Él tiene asimismo el poder de enderezar los caminos tortuosos siempre que hiciera falta. La castidad es la forma de la educación del amor que las personas necesitan.
El título de este párrafo está tomado de Max Scheler de su estudio Rehabilitación de la virtud. Parece necesario restituir la fama tanto a la virtud en general como la castidad en particular. El resentimiento, según Scheler en esa falsa actitud de desprecio por la virtud. Santo Tomás atribuye a la acedia esa “tristeza que proviene de la dificultad del bien”. Pero el resentimiento va más allá: deforma la imagen del bien y desacredita los valores que merecen estima como las virtudes en general. La castidad se encuentra en ese descrédito llegándose a afirmar de ella que: «Una castidad exagerada (resulta difícil establecer qué quiere decir esto) es dañina para la salud; un ser humano joven ha de satisfacer sus necesidades sexuales». Se llega a afirmar que, en todo caso, la castidad tendría sentido fuera del amor entre el hombre y la mujer pero no en él.
Como ya se ha visto muchas veces, el amor pleno y verdadero está lejos de lo que consideramos meramente reacciones subjetivas afectivo-sensuales. El amor objetivo solo puede darse en personas en mutua donación. En cambio, esas reacciones sensibles son satisfacciones puramente subjetivas que tienen el grave peligro del uso de uno por el otro o del uso mutuo, no del amor, de tal modo que el mero erotismo puede ocultar un subdesarrollo del amor. Repetimos que las manifestaciones de sensualidad o afecto que se desarrollan con mayor rapidez que la virtud no son amor, y no se las debe tomar como tal. Errores aquí dan como resultado numerosos fracasos. La castidad se hace necesaria para preservar, distinguir y elevar el amor, frente al mero erotismo.
El amor suprime la relación sujeto - objeto entre las personas que se quieren de verdad. Lo que entonces se da es una unión de personas que tienen el sentimiento de ser ambas un único sujeto de la acción. Sus voluntades se unen porque desean el mismo bien. No obstante, siguen siendo dos seres y dos sujetos de acción, con el peligro que eso conlleva.
La concupiscencia carnal está estrechamente unida a la sensualidad. Distinguimos el “amor carnal” del “amor del cuerpo” porque en este último caso cabe entender que el cuerpo de una persona puede ser objeto de amor y no solo de concupiscencia. La concupiscencia busca su satisfacción en el cuerpo y el sexo por medio del deleite. Tan pronto como lo ha obtenido, toda actitud del sujeto respecto del objeto termina y el interés desaparece hasta el momento en que el deseo despierte de nuevo. La sensualidad se agota en la concupiscencia. Así pues, el mero deseo carnal cambia el objeto del amor y cambia el cuerpo y el sexo de la persona, hasta anular a la persona misma. Los valores de la persona son sustituidos por los valores sexuales que se convierten en los principales. Estamos ante el mero erotismo sensual y sexual que tiende a la satisfacción placentera egoísta, quedando la persona muy lejos de este plano. Es cierto que la sensualidad suministra materia al amor pero es la voluntad la que lo produce. La simple sensualidad, el amor carnal de concupiscencia convierte todo en utilitarismo, como se ha visto anteriormente. Pero de alguna manera, la afectividad protege contra la concupiscencia porque puede ver los valores de la feminidad o la masculinidad por encima de los meramente sexuales. El amor afectivo es puro comparado con la pasión sensual que queda degradada en ese contraste. Pero ese amor afectivo, siendo superior al sensual todavía no es el amor verdadero, aunque aporte algo de material del mismo. Pero no hay que olvidar que la afectividad suele estar idealizada por el sujeto y es por tanto subjetiva. La virtud realista de la castidad protege contra la concupiscencia del cuerpo. Sin embargo, la sola afectividad privada de la virtud de la castidad es muy débil frente a la poderosa concupiscencia que suele vencer en esa lucha.
El sentimiento es propio de cada cual y por lo tanto introduce subjetivismo, tanto en el amor como en la llamada afectividad y, asimismo en las percepciones de los sentidos. Cabe hablar pues del peligro del sentimiento por su falta de objetividad. No quiere decirse con esto que el amor no tenga que ver con los sentimientos, como querrían los estoicos y Kant. Si el hombre tiene una necesidad natural de la verdad y de seguirla, y teniendo en cuenta que la experiencia del sentimiento influye sobre ese conocimiento, cabe concluir que habrá que tener cuidado a la hora de dar con la verdad, para no dejarse llevar por el sentimentalismo.
A veces se proclama la autenticidad de los sentimientos como valor de verdad del amor. Sin embargo, el sentimiento solo es verdadero subjetivamente, es decir, es verdad que siento lo que siento, pero son los actos juzgados objetivamente lo que cuenta de verdad. Nunca los sentimientos pueden justificar conductas alejadas de la objetividad moral. Y es objetivo que los sentimientos tienden siempre al placer porque ellos lo juzgan como un bien. Convierten de ese modo al otro como un objeto de placer cayendo, como ya hemos visto, en el utilitarismo. El egoísmo es lo propio del subjetivismo y ambos se oponen al amor que es altruista de suyo. El egoísmo excluye el amor, pero admite los cálculos y el compromiso; aun cuando no exista amor en absoluto, es posible un arreglo bilateral entre los egoísmos. De todos modos, el placer no es un mal en sí mismo, sino un bien, pero que la voluntad se dirija simplemente al mero placer usando al otro como objeto ya se ha demostrado como un mal moral. Wojtyla lo aclara todavía más: El egoísmo de los sentimientos, que a menudo se transforma en una especie de juego («se juega con los sentimientos de otro»), es una alteración del amor no menos profunda que la que se debe al egoísmo de los sentidos, con la sola diferencia de que este tiene un aspecto de egoísmo más acentuado, mientras que aquel puede disimularse bajo apariencias de amor. A dos personas que dicen amarse se les ha de pedir que alcancen la máxima objetividad del amor, en otras palabras, que no se dejen caer en el egoísmo y la propia subjetividad.
Desde el punto de vista de la estructura del pecado, la sensualidad y el deseo carnal en sí mismo no lo son, aunque pueden ser considerados una “tea” del pecado, es decir, un peligro. La teología, fundándose en la Revelación considera la concupiscencia del cuerpo como una consecuencia del pecado original. El amor al que estamos llamados se transforma así en deseo de gozo llevado de la sensualidad. Pero ni la sensualidad ni la concupiscencia del cuerpo son pecado, sino los actos pecaminosos conscientes y consentidos, tanto interior como exteriormente. Solo se peca con la voluntad, aunque las invitaciones de la concupiscencia pueden ser muy fuertes y llevar a la voluntad al consentimiento. Cuando la voluntad empieza a querer lo que está pasando a la sensualidad y a aceptar el deseo carnal, la persona comienza a actuar ella misma, primero interiormente y más tarde puede pasar a la exterioridad. A continuación transcribo literalmente a Wojtyla lo que para San Josemaría era la distinción entre sentir y consentir: La concupiscencia del cuerpo, que por su propio dinamismo tiende a convertirse en querer (acto de la voluntad), hace que, cuando falta el discernimiento necesario, se corra el peligro de considerar como un acto voluntario lo que no es todavía más que un aviso de la sensualidad y de esa misma concupiscencia. Gracias a ese dinamismo, la reacción de la sensualidad sigue su curso, no solo cuando la voluntad no consiente, sino incluso cuando se opone. Un acto volitivo dirigido contra el despertar de la sensualidad no tiene, en general, un efecto inmediato. Por lo general, la reacción de la sensualidad prosigue hasta el fin dentro de su propia esfera psíquica, es decir, dentro de la esfera sensual, aun cuando en la volitiva haya encontrado una oposición clara. Nadie puede autoexigirse que las reacciones de la sensualidad no se manifiesten en él ni que cedan desde que la voluntad rehúsa consentir, incluso opone su repulsa. Esto es importante para la práctica de la virtud de la continencia. «No querer» es diferente de «no sentir» o no experimentar».
El pecado muchas veces acontece porque la persona rehúsa someter el sentimiento al amor trastocando el orden y sometiendo el amor al sentimiento. Suele ponerse entonces a los sentimientos por encima de la persona y por encima de la ley moral objetiva. Algunos pretenden situar sus sentimientos auténticos por encima de otras consideraciones abandonando, con su conducta subjetiva el amor verdadero. De esta forma, se ponen los deseos placenteros por encima de cualquier otra norma. El placer hace retroceder el amor puesto que, como se ha visto antes, la persona no debe ser meramente objeto de placer. Un estado de saturación afectivo sigue siendo subjetivo y egoísta y no puede dar lugar al amor verdadero que ha de ser unión de personas. Y cabe incluso que el amor de uno pueda transformar el “amor malo” del otro, así como también el amor malo de uno, puede envilecer el bueno del otro.
Una vez más hay que repetir que solo el amor hecho virtud puede responder a las exigencias objetivas de la norma personalista que exige que la persona sea «amada» y no admite, de ninguna manera, que sea «objeto de placer». Y esa virtud se llama castidad. Santo Tomás sitúa esta virtud dentro de la templanza. Y según él los movimientos sensuales han de estar subordinados al entendimiento. Sin la templanza, el hombre se deja llevar por los sentidos y quiere ver en ellos el bien. La virtud de la templanza protege al hombre de esa adulteración y le enseña a vivir según la razón. La castidad, dentro de la templanza, es una aptitud permanente para dominar los movimientos de la concupiscencia y se dice permanente porque de lo contrario no sería virtud. Modera el apetito concupiscible y proporciona un equilibrio razonable. De todos modos es importante ver la vinculación que existe entre la castidad y el amor. Ese vínculo es notorio porque la castidad libera el amor de la actitud egoísta. Pero la castidad debe llegar también a los centros internos del ser humano que es de donde nace la misma actitud del gozo subjetivo. La castidad es así, una actitud transparente de la interioridad sin la cual el amor no es amor; y no lo será hasta que el deseo de gozar esté subordinado a la disposición de amar en todas las circunstancias. Pero no se está diciendo que la castidad consista en un rechazo de los valores sexuales sino en su subordinación a los valores personales. Wojtyla lo explica así: No se trata de destruir los valores del cuerpo y el sexo en la conciencia rechazando su experiencia y confinándola en el subconsciente, sino de realizar una integración duradera y permanente: los valores del cuerpo y el sexo han de ser inseparables del valor de la persona. Hay quien afirma que la castidad es negativa pero no es así porque ella sirve positivamente a la persona y al amor. La castidad verdadera no puede conducir al menosprecio del cuerpo ni al desprecio del matrimonio y la vida sexual. Semejante descrédito es el resultado de una castidad falseada, hasta cierto punto hipócrita, y más aún de la impureza. Esto puede parecer sorprendente y extraño, y sin embargo no puede ser de otra manera. No se puede reconocer ni experimentar plenamente el valor del cuerpo y el sexo más que a condición de haber realzado estos valores al nivel del valor de la persona. Y esto, precisamente, es esencial y característico de la castidad.
Hay una conexión clara entre la castidad y la humildad: el cuerpo humano ha de ser humilde ante la grandeza de la persona y del amor. Dicho de otra forma, el cuerpo humano ha de ser humilde en presencia de la felicidad humana que supera la mera voluptuosidad de los gozos sexuales. La humildad del hombre casto que puede alcanzar una visión suprema y entender la frase del Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mat 5, 8). Es significativo que el Antiguo y el Nuevo Testamento hablen del «matrimonio» de Dios con la humanidad (en el pueblo elegido, en la Iglesia) y los contemplativos, del «matrimonio místico» del alma con Dios.
La persona posee una interioridad que es propia y únicamente de ella y esa interioridad es resguardada, en alguna concreta, hasta el extremo. El pudor surge cuando parece que dicha interioridad puede revelarse al exterior. Pero el pudor no es meramente temor sino que es algo diferente. El sentimiento de la vergüenza va acompañado del temor a que el mundo se entere de lo que, a su juicio, debería permanecer oculto. En cuanto al pudor sexual los seres humanos tienen una tendencia casi general a cubrir su desnudez ante los ojos de los demás y sobre todo a las personas de sexo opuesto. Pueblos primitivos de regiones cálidas parece que no identifican la desnudez con la falta de pudor, llegando incluso a considerar impudor cubrir ciertas partes del cuerpo. Pero existe en ellos el mismo fenómeno del pudor aunque cambie su materia. “Todo lo que puede constatarse es que la tendencia a disimular el cuerpo y sus partes sexuales va asociada con el pudor pero no constituye su esencia”. Como se ha visto antes, el pudor necesita de la vida interior de la persona, único terreno en que puede aparecer; y, por otro, al profundizar en nuestro análisis del ser mismo de la persona, advertimos que constituye su base natural. Solo la persona puede tener vergüenza, porque solo ella puede ser por naturaleza objeto de gozo (en las dos acepciones de este término). El pudor sexual es, en cierta medida, una revelación del carácter suprautilitario de la persona, tanto del hombre como de la mujer. Podría concluirse asimismo que, en ausencia de vida interior en ciertas personas, daría como resultado el impudor de las mismas. Y añade Wojtyla: “La necesidad espontánea de encubrir los valores sexuales es una manera natural de permitir que se descubran los valores de la misma persona. El valor de esta se halla estrechamente ligado a su inviolabilidad, por el hecho de ser ella más que un objeto de placer. El pudor sexual es un movimiento de defensa instintivo que protege este estado de cosas y, en consecuencia, el valor de la persona”. El “no me toques” que algunas mujeres manifiestan de modo rotundo ante ciertos intentos de los varones, expresa bien lo que es el pudor. Así lo expone Wojtyla: Este temor del «contacto», característico de las personas que verdaderamente se aman, es una expresión indirecta de la afirmación del valor de la persona misma, y ya sabemos que es el elemento constitutivo del amor en sentido propio, es decir, ético, de la palabra.
El pudor se manifiesta con total claridad en el momento del coito. La máxima intimidad del acto sexual que huye de la mirada de cualquier persona. Indecente sería alguien que quisiera presenciar un acto tan sublime de intimidad entre personas. Nuestro autor lo expresa así: El amor es una unión de personas que conlleva su unión física en las relaciones sexuales. Estas constituyen un placer sexual común, en el que el hombre y la mujer reaccionan recíprocamente ante sus valores sexuales. Este acto sexual puede estar esencialmente ligado al amor, y es entonces cuando encuentra su razón y su justificación objetiva, motivo por el cual aquellos que lo realizan vencen la vergüenza. Y esa unión no solo es de cuerpos sino de interioridades. La vida sexual en los humanos ha de ser discreta y el pudor es el medio.
Entre un hombre y una mujer que verdaderamente se aman, la vergüenza es absorbida por el amor de tal modo que dejan de sentirla, aunque nunca se destruya. Ese hombre y mujer que se aman así, lo hacen porque valoran a la persona por encima de sus valores sexuales. Se hacen una sola carne como señala el Génesis, y esa unidad no adquiere forma de impudor sino que lleva a cabo la esencia del matrimonio como unión de personas abiertas a la vida. Desaparece la vergüenza en cuanto nace la convicción de que esos valores ya no provocan únicamente el deseo sexual.
Queda por señalar que la absorción de la vergüenza por el amor no basta que sea por cualquier “amor”. Por ejemplo, en las relaciones eróticas siempre hay una forma de impudor que busca legitimarse sin conseguirlo. Podría derivar en desvergüenza porque el verdadero pudor nunca cedería sino es por un amor de verdad. No obstante, ciertas costumbres y diferencias entre hombres y mujeres hacen necesaria una educación del pudor ligada a una educación para el amor.
El autor comienza por definir otra vez el pudor: El pudor es la tendencia particular del ser humano a esconder sus valores sexuales en la medida en que serían capaces de encubrir el valor de la persona. Se trata de un movimiento de defensa de la persona que no quiere ser un objeto de gozo en el acto ni en la intención, sino que, por el contrario, quiere ser objeto del amor. Ante la posibilidad de ser objeto de placer precisamente a causa de sus valores sexuales, la persona trata de disimularlos. Con todo, solo los disimula en parte, ya que, al querer ser objeto de amor, ha de dejarlos visibles en la medida en que el amor los necesita para nacer y existir.
El impudor del cuerpo se da cuando alguien pone en primer lugar los valores sexuales ocultando así el valor esencial de la persona. El impudor de los actos de amor es la negativa que opone alguien a la natural vergüenza que se siente por esas reacciones ante la persona como objeto de gozo. Ante la opinión equivocada según la cual el sexo no puede ser otra cosa que objeto de placer que nada tiene que ver con el amor, hay que responder que el hombre y la mujer son capaces de un amor que incluya a los dos como personas que son, y que no rechaza el placer, sino que lo subordina a los valores más altos propios de la persona.
Hay diferencias entre lo que una mujer o un hombre pueden considerar impúdico. Algunas mujeres consideran que su forma de vestir no es impúdica mientras que ciertos hombres la encontrarán indecente. Pero también, un hombre puede ser impúdico en su fuero interno sin que haya mediado provocación alguna. El pudor del cuerpo es de todas formas necesario porque el impudor de los actos de amor es posible. Y el vestido, en la medida que pueda resaltar los valores sexuales, puede dar lugar a la impudicia porque escondería el valor de la persona despertando en cambio la concupiscencia. La aplicación de este principio no es sencilla porque las diferencias entre las costumbres y usos sociales es clara. La desnudez en sí misma no es impudicia sino para aquél que se vale de dicha desnudez para tratar a la persona, otra vez, como un objeto de gozo sensual. El impudor nace en la voluntad, no en la mera sensibilidad que puede ver la desnudez sin más. Otro caso claro de impudor es la pornografía que tiene como objeto usar de la desnudez impúdica. Sin embargo el arte puede manifestar la belleza a través del desnudo artístico sin incitar a la concupiscencia.
Una persona casta es la que se domina, la que tiene a raya la concupiscencia cuando ésta es contraria a la razón. Es digno de la persona dominar la concupiscencia del cuerpo. Ese dominio que ejerce la persona lo es para su perfección propia pero también para la realización del amor. La persona ha de dominar sus sentimientos subordinándolos a la razón. La moderación no consiste en la mediocridad de los sentimientos y las emociones porque entonces las personas con un nivel de emotividad baja serían moderadas sin más. El equilibrio del moderado se manifiesta virtuosamente como un criterio de los actos y los estados vividos dentro de la esfera sentimental. La continencia es pues un modo de que sea la voluntad la que domina el campo sin dejarse llevar por los vaivenes de la concupiscencia, la sensibilidad extrema, etc.. Pero la castidad no puede consistir en una continencia ciega sino en el reconocimiento de que los valores de la persona están por encima de los valores sexuales. Así lo explica Wojtyla: “El ser humano está constituido de manera tal que, si sus movimientos de concupiscencia son cohibidos solo por un esfuerzo de la voluntad, solo desaparecen en apariencia; para que realmente desaparezcan, es preciso que el sujeto sepa por qué los cohíbe. Cabría decir que, en este caso, ese «por qué» significa una interdicción, un «porque está prohibido», pero ello no sería una respuesta satisfactoria ni determinaría un verdadero objetivismo de los valores”. Es imprescindible sublimar los sentimientos y la virtud para no caer en la negatividad. De otro modo, contener por contener, o porque está prohibido, nunca será virtud permanente y generaría frustración.
Conviene además no conocer simple y fríamente el valor de la persona sino llegar también a sentirlo y eso corresponde a la afectividad. Como afirma Wojtyla: Las reacciones espontáneas ante los valores del ser humano de sexo diferente, feminidad o masculinidad, y la tendencia a idealizarlos pueden asociarse fácilmente al concepto de la persona, de suerte que el proceso espontáneo de idealización emocional se desarrolle no ya alrededor de los valores feminidad-virilidad, sino en torno al valor de la persona que capta el espíritu gracias a la reflexión. De este modo, la virtud de castidad también encuentra un apoyo en la afectividad. (...) Esta facultad de transformar enemigos en aliados es tal vez más característica de la esencia de la templanza y de la virtud de la castidad que de la pura continencia.
La sublimación de las relaciones entre el hombre y la mujer está fundada en la ternura. La ternura se extiende asimismo a los animales en cuanto se toma conciencia de los lazos que los unen a nosotros. Puede entenderse la ternura como la necesidad de mostrar al otro que se toma en serio lo que el otro está viviendo. La ternura se exterioriza mediante gestos y actos convencionales como abrazar, coger del brazo, ciertas formas del beso. Pero cabe distinguir entre la ternura y esas manifestaciones. Conviene advertir que la ternura proviene de la afectividad y expresa benevolencia desinteresada, de ningún modo concupiscencia. No obstante conviene asimismo vigilar para que la ternura no acabe siendo un paso hacia la sensualidad. Otra vez es necesaria la continencia, el verdadero dominio de sí.
Tienen derecho a la ternura los débiles, los enfermos, los que padecen física o moralmente, y los niños que la necesitan en su desarrollo como medio de aprendizaje en el amor. Pero la ternura debe complementarse tantas veces con la firmeza de la búsqueda del bien. De lo contrario la ternura se convertiría en un tonto enternecimiento. Así concluye Wojtyla: la ternura no tiene razón de ser sino en el amor. Fuera de él, no tenemos el derecho de manifestarla ni de aceptarla, y sus manifestaciones externas quedan en el vacío.
En el matrimonio es muy necesaria la ternura puesto que si un cuerpo tiene necesidad de otro cuerpo, mucho más un ser humano tiene necesidad de otro ser humano. Ligada la ternura al amor puede salvar a éste de los diversos peligros del egoísmo y de la actitud de gozo. Según nuestro autor: La ternura es el arte de «sentir» a la persona, al ser humano en su totalidad, en cada uno de los movimientos de su alma, por escondidos que se supongan, pensando siempre en su verdadero bien. Esta es la ternura que la mujer espera del hombre. La mujer tiene un derecho particular a esa ternura en el matrimonio, donde se da al hombre y vive esos momentos y períodos tan difíciles e importantes de su existencia que son el embarazo, el parto y todo lo que con ellos se relaciona. Su vida afectiva es en general más rica que la del hombre, y, por consiguiente, mayor su necesidad de ternura y cariño. El hombre también lo necesita, pero bajo otra forma y en distinta medida. En ambos, la ternura crea la convicción de que no están solos y de que su vida es compartida por el otro. Semejante convicción es para ellos una gran ayuda y refuerza la conciencia que tienen de su unión.
Con todo lo dicho habría que añadir que no puede haber verdadera ternura sin una verdadera continencia que tiene su origen en la voluntad siempre dispuesta a amar por encima de otras consideraciones sensuales o afectivas. Wojtyla concluye esta apartado con una alusión del evangelio: El amor del hombre y la mujer no puede construirse más que por medio de algún sacrificio de sí mismo y del renunciamiento. Encontramos su formulación en el Evangelio, expresada en estas palabras de Cristo: «El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo...» (Mt 16, 24). El Evangelio nos enseña la continencia en cuanto manifestación del amor.
Las consideraciones de los capítulos anteriores llevan a la monogamia y la indisolubilidad del matrimonio. Y la base de ellas es el personalismo que recorre todo el libro. Si la persona no puede ser nunca objeto de gozo, sino de amor, el marco no puede ser otro que el matrimonio monogámico e indisoluble. El matrimonio no es solo una unión espiritual de personas sino también unión material y terrestre. Mientras dura la vida de los cónyuges dura su matrimonio pero si uno de los dos muere el otro puede contraer nuevamente matrimonio, pero la viudez es digna de los mayores elogios porque expresa bien la unión con la persona desaparecida.
“Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” (Mt. 19 - 6) es el refrendo evangélico a la indisolubilidad y eso que Jesús habla a israelitas que conocen bien la poligamia de los patriarcas y de los grandes jefes del pueblo elegido. Jesús vuelve a la idea primitiva del Creador frente a las concesiones mosaicas: (... al principio no fue así. (Mt. 19- 8)).
La supresión de la poligamia y la indisolubilidad del matrimonio responden a la norma personalista y al respeto del mandamiento del amor, norma suprema que se puede alcanzar con la razón sin necesidad de la fe. Como es sabido, el divorcio conduce a la poligamia y muy frecuentemente al trato de personas como objetos de goce sexual. Dado que la persona es capaz de pensar intelectualmente también lo es para conducirse por principios generales. De esta forma, en el caso de una convivencia imposible, especialmente debido a la infidelidad de alguno de los cónyuges, se admite la separación, que aunque sea un mal necesario es preferible a una situación penosa. Si los esposos que se separan renuncian a unirse a otras personas, la norma personalista no se verá alterada.
Así lo explica Wojtyla: Puede suceder que uno de los esposos o los dos no encuentren ya la base subjetiva de su unión, o incluso que un estado subjetivo aparezca en oposición a la unión desde el punto de vista psicológico o psicofisiológico. Semejante estado justifica la separación de cuerpos, pero no puede anular el hecho de que permanecen objetivamente unidos, precisamente en cuanto esposos. La norma personalista, que está por encima de la voluntad y las decisiones de las personas interesadas, exige que esta unión perdure hasta la muerte. Cualquier otra concepción pone a la persona en situación de objeto de gozo, lo que equivale a la destrucción del orden objetivo del amor en el cual el valor suprautilitario de la persona se encuentra afirmado.
No todos pueden entender estos principios pues requieren madurez suficiente a la pareja, a los cuales advierte Wojtyla: El hombre y la mujer cuyo amor no ha madurado profundamente ni ha adquirido el carácter de una unión real de personas, no deberían casarse, porque no están preparados para afrontar la prueba del matrimonio. Por otra parte, lo que importa no es tanto que su amor esté plenamente maduro en el momento de casarse, cuanto que sea capaz de florecer y fructificar más allá del marco del matrimonio y gracias a él. El matrimonio necesita de la responsabilidad de los contrayentes que deciden unir sus vidas por un amor verdadero entre personas.
Como se ha podido ver, la institución del matrimonio no puede reducirse a las relaciones sexuales de la pareja. La palabra institución significa algo establecido según el orden de la justicia. Las personas antes de contraer matrimonio pertenecen a la sociedad y ante ella justifican el hecho de querer casarse. “Justificar” aquí significa “hacer justo”, es decir presentarse ante la misma sociedad como una unión de la que puede surgir un nuevo miembro de la misma, el hijo. De esta forma surge también la familia, pequeña sociedad de la que depende asimismo otras sociedades mayores como la nación, el estado y la iglesia.
El matrimonio es una institución cuya estructura interna es diferente de la familia. Así lo explica Wojtyla: La estructura de esta es similar a la de una sociedad, en la que el padre y la madre –cada uno a su manera– ejercen la potestad a que están sometidos los hijos. El matrimonio no tiene aún la estructura de una sociedad, pero posee, en cambio, una estructura interpersonal, por tratarse de una unión y una comunidad de dos personas. Esta comunidad matrimonial, puede o no, convertirse en familia si se tienen o no, hijos. Sin embargo, esa unión matrimonial basada en el amor de dos personas tiene sentido por sí misma.
Cuando se sostiene que “la procreación es el fin principal del matrimonio” no se está diciendo que sin hijos no pueda existir tal unión y amor. Se entiende siempre que esa procreación no se impida culpablemente por medios artificiales. Por otro lado, cuando se sostiene que con la poligamia se asegura una mayor procreación, aun con eso, no se tiene en cuenta el valor personalista del amor y se valora en cambio únicamente el número.
Curiosamente, como se vio antes, existe por una parte, la necesidad de ocultar las relaciones sexuales que se siguen del amor, y, por otra, la de que este sea reconocido por la sociedad en cuanto unión de las personas. El amor necesita de este reconocimiento para estar completo. La diferencia de significado atribuida a palabras como «querida», «concubina», «amante», etc., y a las de «esposa» o «novia» no es de ningún modo mero convencionalismo (lo mismo puede decirse en lo que al hombre respecta).
El adulterio, la relaciones prematrimoniales, el amor libre son éticamente malas porque atentan todas ellas contra la institución matrimonial y desprecian la importancia que han de tener siempre las relaciones personales y sexuales a las que se rebaja así a encuentros justificados solamente por el gozo y el placer pasajeros y efímeros bien lejos del verdadero amor entre personas. Mucho más si consideramos que la misma institución matrimonial adquiere relevancia mayor todavía si se admite esa justificación ante el mismo Creador. Los seres creados dependemos de un Creador que ha puesto en los hombres esa capacidad de ser partícipes del poder creador de Dios mediante la “procreación”.
El carácter sacramental del matrimonio se puede deducir de lo anterior con facilidad. Se le pide a Dios que sea testigo de un amor del que Él mismo es el exponente máximo. El amor matrimonial se constituye así como sagrado. Así lo dice Wojtyla: El matrimonio en cuanto sacramento de la naturaleza es la institución matrimonial fundada sobre una cierta comprensión de los derechos que el Creador tiene sobre las personas. El matrimonio en cuanto sacramento de la Gracia supone la plena comprensión de ese derecho. Pero, además, el sacramento del matrimonio está basado en la certeza –aportada por el Evangelio– de que la justificación del ser humano ante Dios se realiza esencialmente mediante la Gracia.
En las relaciones conyugales del hombre y la mujer se entrecruzan dos órdenes: el de la naturaleza, cuyo fin es la reproducción, y el de personas, que se expresa en el amor y tiende a su más completa realización. Esos dos órdenes no pueden separarse, porque dependen el uno del otro; la actitud respecto de la procreación es la condición para la realización del amor. Eso no ocurre en los animales que solo se reproducen sin más. En el mundo de las personas no es el instinto lo que debe dominar, y la tendencia sexual natural ha de pasar por la conciencia y la voluntad, de tal manera que la procreación no debe prescindir del amor. Hombre y mujer, que se dan mutuamente en el matrimonio eligen de modo innegable la procreación, aunque de hecho no esté al alcance de su voluntad sino de los ritmos naturales de la biología. De este modo, sus relaciones sexuales adquieren un carácter verdaderamente personalista. Las relaciones sexuales en el matrimonio solo tienen valor pleno de unión de personas si se acepta la posibilidad de la procreación. De otro modo esas relaciones serían injustas. De la unión de personas en el amor se pasaría a un placer común, un placer de los copartícipes. La paternidad y la maternidad adquieren en el hombre un carácter asimismo personalista y no meramente biológico puesto que el hijo posible es asimismo persona.
Wojtyla lo expresa así: En el orden del amor, el ser humano no puede permanecer fiel a la persona más que en la medida en que permanece fiel a la naturaleza. Al violar las leyes de la naturaleza, «viola» también a la persona convirtiéndola en objeto de gozo en lugar de hacerla objeto de amor. La disposición a la procreación en las relaciones conyugales protege el amor, es la condición indispensable de una unión verdadera de las personas. No obstante, los esposos no están obligados en cada acto conyugal a desear positivamente la procreación pero se les puede pedir que acepten la concepción imprevista. La paternidad y la maternidad conscientes deben admitir lo que hay de fortuito entre el acto sexual y la procreación. Tampoco se debe admitir que únicamente esas relaciones tienen el fin exclusivo de la procreación porque debe entenderse que el matrimonio es una institución de amor y no solo de reproducción. Basta que los esposos puedan decir: “realizando este acto sabemos que podemos ser padre y madre y estamos dispuestos a ello”.
En las relaciones conyugales la intención de procrear no ha de ser, como se ha visto antes, el único motivo del amor, pero mucho menos la intención contraria. Excluir toda posibilidad de procrear por medios artificiales es impúdico y da paso a la intención del mero gozo y al utilitarismo entre personas. El amor desaparece y queda el gozo simple y llanamente. Cuando la procreación es excluida por medios naturales lo único que se hace es recurrir a la misma naturaleza conocida por la inteligencia para mantener relaciones sexuales solo en los periodos infecundos. Completamente distinto es recurrir a otros medios artificiales porque en este caso no se sigue a la naturaleza. En el primer caso, aunque de hecho no se desea la procreación, se mantiene abierta la posibilidad de la misma, cosa que no ocurre en el segundo caso. Se puede añadir que en la continencia periódica los esposos se someten a la naturaleza y siguen sus pautas, cuestión que no ocurre con los medios artificiales que pasan por encima de la naturaleza.
El autor se hace la pregunta fundamental al respecto: Si el hombre y la mujer practican la continencia conyugal durante los períodos de fecundidad y no tienen relaciones más que en los de infertilidad, ¿puede sostenerse todavía que conservan en sus relaciones sexuales la disposición a la procreación? No tienen la intención de ser padre o madre, y por ello precisamente eligen el período de supuesta infertilidad de la mujer. ¿No excluyen entonces «positivamente» la posibilidad de procreación? ¿Por qué el método ha de tenerse por mejor que los artificiales si tanto el uno como los otros tienden al mismo fin?.
Es conveniente observar que no conviene llamar método a la continencia periódica para no confundirla con los métodos artificiales. También la continencia periódica tiene ciertas reservas y no se puede usar meramente para impedir la fecundidad sin causa justificada. De todos modos, como se ha señalado antes la continencia es acorde con la misma naturaleza y la infertilidad es natural. Pero hay que añadir que la continencia periódica, como toda continencia, requiere la virtud que hace recta la voluntad de los esposos. El amor de los esposos no pierde nada con la renuncia temporal que supone la continencia periódica. En cambio, con los métodos artificiales los esposos se convierten en cómplices de la trampa.
Se debe añadir además que la continencia en cuanto virtud no debe ser considerada únicamente como anticonceptivo, puesto que puede practicarse asimismo por otros motivos (religiosos, por ejemplo). Tampoco debe ser la continencia, utilitarista y calculadora. No debemos olvidar que es virtud y si no lo fuera, sería extraña al amor. Como Wojtyla señala: El amor del hombre y la mujer ha de madurar para alcanzar la continencia, que a su vez ha de convertirse en un elemento constructivo de su amor. Solo entonces el método natural corresponderá a la naturaleza de las personas, porque su secreto reside en la práctica de la virtud; la técnica no es aquí una solución. Y poco más adelante: Ya que no es método en el sentido utilitarista sino virtud, la continencia periódica no puede ir acompañada de la negativa total a procrear, siendo como es la disposición para la paternidad y la maternidad la justificación de las relaciones conyugales, la cual mantiene el nivel de la unión verdadera de las personas. Por este motivo no puede haber continencia en cuanto virtud allí donde los cónyuges explotan los períodos de esterilidad biológica para evitar enteramente la procreación, es decir, cuando no mantienen relaciones más que en esos períodos. Obrar así equivale a aplicar el método natural en contradicción con su misma naturaleza, a lo cual se oponen tanto el orden objetivo de la naturaleza como la esencia misma del amor.
En la sociedad actual se puede estar cayendo en cierto maltusianismo al considerar que las familias han de ser de uno o dos hijos. Esto es un error porque es sabido que se educan mejor más hijos que uno o dos, que pueden ser incluso “únicos”. Por otro lado, la sociedad, el estado o la nación deben preocuparse de la familia como institución. Wojtyla llama la atención sobre esto: La tendencia a tener la menor cantidad de hijos posible y la búsqueda de una vida fácil deben, inevitablemente, causar daños morales tanto a la familia como a la sociedad. La regulación de la natalidad en la vida conyugal no puede en ningún caso ser sinónimo de rechazo de la procreación. Desde el punto de vista de la familia, la continencia periódica solo es admisible en la medida en que no se opone a la disposición fundamental para procrear. Pero ocurre de hecho que algunos padres pueden verse obligados a renunciar a tener más hijos por el bien de la misma familia y entonces recurrir a esa continencia por amor. No excluyen absolutamente la posibilidad de tener otro hijo sino que miran, por amor, mantener su disposición a evitarlos de forma natural.
Partimos de la noción de Dios como Creador y Redentor del hombre. Dios ha querido relacionarse con el hombre siempre que éste quiera. Pero Dios ha impuesto unos mandamientos: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu; amarás al prójimo como a tí mismo”. Y la justicia para con Dios supone reconocer esos compromisos y sabemos que la virtud de la religión es una parte de la justicia. El orden natural de las cosas, que en los animales es ejecutado por el instinto, puede ser aprehendido por el hombre mediante la inteligencia. De este modo el hombre puede ser copartícipe de la creación de Dios pues puede descifrar las leyes que el creador ha puesto en la naturaleza.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que el hombre es justo con Dios en la medida en que ama a sus congéneres por Dios. Así pues, la justicia para con el Creador exige, en primer lugar, la observancia del orden personalista, del cual el amor es una expresión particular. Y el amor, a su vez, refleja sobre todo la esencia de Dios. ¿No dice la Escritura que «Dios es Amor»? (1 Jn 4, 8) (...) Por medio de las relaciones conyugales (hombre y mujer) participan en la transmisión de la existencia a un nuevo ser humano. Pero, en cuanto personas, participan conscientemente en la obra de la creación: son, bajo este punto de vista, participes Creatoris. Por esta razón, es imposible comparar las relaciones conyugales con la vida sexual de los animales, sometida al instinto. Y precisamente por ello, el problema de la justicia para con el Creador, inseparable de la responsabilidad del ser humano para con el amor, aparece en todas las relaciones entre las personas de sexo diferente, así como en la vida conyugal. La responsabilidad en cuestión conduce a la institución del matrimonio.
Es claro que debido a la diferencia ontológica el ser humano nunca puede saldar su deuda con Dios. Cristo ha resuelto el problema al darle la posibilidad de devolver el amor que Dios le da. Ya no se trata de ser justo con Dios puesto que es imposible, pero amarle de todo corazón sí lo es, lo que le lleva a la unión con Él por medio de Jesucristo.
La virginidad física es la renuncia a las relaciones sexuales por diversos motivos entre los que puede encontrarse el celibato por el reino de los cielos, pero también no haber encontrado ocasión de unirse a otra persona, o consagrarse a la investigación científica o a algún trabajo absorvente. La virginidad mística que incluye la física es un signo por el que la persona es dueña de sí y no pertenece más que a Dios al que se consagra. En este caso la persona escoge a Dios y a Él se une de por vida. No se quiere decir que las personas casadas no puedan asimismo unirse a Dios, aunque de otra manera no exclusiva.
No se debe comparar la virginidad con el matrimonio en términos de facilidad o dificultad: Que el matrimonio sea más fácil o más difícil que la virginidad no es un criterio aceptable para juzgar el valor de ambos. En general, el matrimonio es más fácil que la virginidad y parece responder más que esta al desarrollo natural del ser humano. Pero hay, ciertamente, circunstancias en que es más fácil guardar la virginidad que vivir en matrimonio. Consideremos, por ejemplo, el terreno sexual de la vida: desde el principio, la virginidad, como hecho excepcional, separa a la persona de la vida sexual; el matrimonio, por el contrario, la introduce en ella, pero al hacerlo provoca el nacimiento de un hábito y una necesidad en este dominio. En consecuencia, las dificultades que experimenta una persona obligada a mantenerse en la continencia (aunque sea temporalmente) en el matrimonio pueden ser momentáneamente mayores que las que tiene que afrontar una persona que haya renunciado para siempre a la vida sexual.
La vocación es propia de las personas. Del latín vocare, “llamar” y se entiende como que una persona llama a otra. Y toda persona está llamada a discernir qué orientación ha de seguir en la vida y qué compromisos ha de adquirir de acuerdo con ella. El don de sí de dos personas que se unen en matrimonio tiene un sentido plenamente vocacional. Como nuestro autor señala, la vocación no está determinada únicamente desde el interior de la persona sino que es un verdadero llamamiento de Dios al amor. Cuando Cristo dice: sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto está llamando al amor y esa es la vocación general a la que cada uno deberá responder.
Cada criatura ha de responder a su Creador y la persona responde, por ejemplo, con la llamada perfección evangélica que incluye la virginidad, además de la pobreza y la obediencia. Pero puede elegir el matrimonio y alcanzar mayor santidad incluso que con la virginidad, siendo fiel a dicha vocación matrimonial. El matrimonio es asimismo un camino de santidad como lo es la virginidad.
La paternidad y la maternidad, como fruto del amor de los esposos es un bien querido por Dios para la mayoría de las personas casadas. Visto de manera biológica - física el papel de la madre en su maternidad parece mayor que la del padre en su paternidad. El largo embarazo hace presente la realidad de la maternidad de la mujer de modo manifiesto y evidente y, en cambio, en el padre solo de forma ocasional y casi siempre a instancias de la madre. Pero paternidad y maternidad no son en las personas un hecho solamente biológico.
Padre y madre son personas y el fruto de su generación también lo es. Por tanto, estamos ante una maternidad y paternidad espirituales que se prolongan en la educación y trato personal con el hijo. Existen diferentes manifestaciones de paternidad espiritual como es el caso del amor que se suscita entre profesores y alumnos o entre sacerdotes y las almas de los dirigidos, pero más fuerte es esa paternidad - maternidad en las familias. El modelo de paternidad es siempre el Padre eterno y entendemos que, vistas así las cosas, esa paternidad - maternidad espirituales adquieren horizontes eternos, sublimes.
El presente capítulo no es simplemente un añadido sino el complemento necesario a lo anteriormente expuesto. Un biólogo - sexólogo, aunque sabe que el hombre y la mujer son personas, este hecho no es relevante para sus investigaciones. Lo que diga puede que sea verdadero, pero no será completo. La perspectiva del biólogo - sexólogo puede resultar acertada para el conocimiento de las reglas de la ética sexual, siempre que no se olvide que estamos tratando de personas. Suele hablarse asimismo de sexología médica, pero no es lo mismo la ciencia que la ética. Se da el caso de hombres sanos pero malos por sus acciones. Lo que ha de verse en este apartado es que el sexo, como una característica de la persona, desempeña su papel en la aparición y desarrollo del amor, pero por sí solo no constituye una base suficiente para ello. Ya se ha visto que el amor puede incluir la sexualidad, pero no es necesario que así sea.
Viendo al hombre completo se ha de considerar que el impulso sexual no va dirigido hacia el sexo como particularidad sino a toda la persona de sexo opuesto. Dicho impulso despierta en la pubertad. La aparición de la regla en las niñas y la facultad de producir esperma en los niños marca la madurez fisiológica sexual. Existen diferentes umbrales de excitación sexual debido a las diferencias de constitución somática y fisiológica del ser humano. Físicamente esa excitación proviene de los sentidos externos, la vista, el tacto, el oído, el gusto y el olfato, pero también interviene la imaginación. Esos estímulos sexuales provocan reflejos automáticos e involuntarios. Y existen asimismo zonas llamadas erógenas, mucho más numerosas en la mujer que en el hombre, que son conductoras de la excitación. Es sabido también que hay factores que aumentan o disminuyen dicha excitabilidad como el cansancio o el insomnio. Pero todo lo dicho cabe verlo como algo que puede y debe contribuir al amor.
Como ya se vio, el matrimonio monogámico e indisoluble se basa en la norma personalista y en el reconocimiento del orden objetivo. En la actividad sexual es sabido que el hombre y la mujer no reaccionan de la misma manera ni alcanzan el punto culminante de la excitación sexual al mismo tiempo (orgasmo). Cabe por tanto, que el hombre busque egoístamente su propio placer sin tener en cuenta a la mujer. Así lo explica Wojtyla: Desde el punto de vista del amor de la persona y el altruismo, ha de exigirse que en el acto sexual el hombre no sea el único que llega al punto culminante de la excitación sexual, que este se produzca con la participación de la mujer, no a sus expensas. (...) Los sexólogos constatan que la curva de excitación de la mujer es diferente de la del hombre: sube y baja con mayor lentitud. En el aspecto anatómico, la excitación en la mujer se produce de una manera análoga a la del hombre (el centro se halla en la médula S2-S3), con todo, su organismo está dotado de muchas zonas erógenas, lo cual la compensa en parte de que se excite más lentamente. El hombre ha de tener en cuenta esta diferencia de reacciones, pero no por razones hedonistas, sino altruistas. La aportación de la sexología es aquí una buena orientación para que los cónyuges, sobre todo el hombre, no caiga en el egoísmo. Se da el caso además de que alguna mujer con dificultades para alcanzar ese máximo de excitabilidad termina sintiendo repugnancia a dichas relaciones. La causa de esa frigidez femenina puede deberse a su propio complejo, o de una falta de entrega de sí misma, o de lo que ella interpreta como falta de comprensión por parte del hombre de sus ritmos naturales de excitabilidad. Nuestro autor no rehuye ciertas consideraciones: Desde el punto de vista psicológico, estas perturbaciones dan origen a la indiferencia, que muchas veces acaba en hostilidad. La mujer difícilmente perdona al hombre la falta de satisfacción en las relaciones conyugales, que le son penosas de aceptar y que, con los años, pueden originar un complejo muy grave. Todo lo cual conduce a la degradación del matrimonio. Para evitarla, es indispensable una «educación sexual», pero que no se limite a la explicación del fenómeno del sexo. En efecto, no ha de olvidarse que la repugnancia física en el matrimonio no es un fenómeno principal, sino una reacción secundaria: en la mujer, se trata de una respuesta al egoísmo y la brutalidad; en el hombre, a la frigidez y la indiferencia. Ahora bien, la frigidez y la indiferencia de la mujer es a menudo consecuencia de las faltas cometidas por el hombre que deja a la mujer insatisfecha, lo que, por lo demás, contraría el orgullo masculino. Pero, en algunas situaciones particularmente difíciles, el mero orgullo no puede, a largo plazo, servir de ayuda; ya se sabe que el egoísmo ciega al suprimir la ambición, o bien hace crecer a esta desmesuradamente, de manera que, en ambos casos, impide que el hombre vea al otro. Asimismo, no puede bastar, a la larga, la bondad natural de la mujer que finge el orgasmo (así lo aseguran los sexólogos) precisamente para no humillar el orgullo masculino.
De todo lo anterior se deduce la necesidad de una educación sexual encaminada sobre todo a inculcar que el “otro” es más importante que el “yo”. Y se entiende que eso no es mera educación sexual sino educación para el amor. Una parte importante a desarrollar en esa educación es acostumbrarse a penetrar en los estados del alma de la otra persona. Y si como se ha visto, el ritmo en la excitación sexual de la mujer es mucho más lento, se sobreentiende la importancia de la ternura, tanto antes como después del acto físico. Esto puede constituir en el hombre una decisión virtuosa de continencia. Dentro del matrimonio persisten la castidad, la ternura, la continencia por amor. El hombre ha de saber que la mujer es un mundo aparte no solo, físicamente sino sobre todo psicológicamente.
Añadamos también que la sexología aporta elementos para percibir que el matrimonio monogámico y la indisolubilidad no son contrarios a lo que podríamos llamar moral natural. El matrimonio en cuanto institución durable que protege la maternidad circunstancial de la mujer libra a esta en gran medida de las reacciones de angustia, que no solo perturban su psique, sino también su ritmo biológico; el miedo de tener un hijo, fuente principal de las neurosis femeninas, es una de esas reacciones.
La regulación de la natalidad puede hacer mención de que ésta ha de ser consciente, aunque más bien suele entenderse como una forma de que la mujer conciba cuando se desee. Es cierto que los esposos han de ser responsables en su maternidad - paternidad. Sin embargo, la regulación de la natalidad no ha de obedecer a principios utilitaristas, como se ha venido rechazando a lo largo de esta obra. De esta forma, la virtud de la continencia es la única manera honesta de enfocar la paternidad responsable. La naturaleza de la mujer fija en su organismo el número de concepciones posibles y el periodo de fecundidad se puede calcular con cierta precisión.
Pero hay otras cuestiones psicológicas que hay que considerar para poder enfocar bien el problema de la paternidad - maternidad responsable. Wojtyla advierte aspectos a tener en cuenta: El miedo de concebir, el temor a tener un hijo es el factor decisivo en el problema de la regulación de los nacimientos, pero, al mismo tiempo, es también paradójico, pues, por una parte, incita a buscar los medios que permitan no tener hijos más que cuando se quieran y, por otra, hace imposible la explotación de las posibilidades que la misma naturaleza crea en este dominio. (...) Se sabe que el cansancio físico, los cambios climáticos, los estados de estrés y, sobre todo, el miedo detienen o adelantan las reglas. El miedo es, por lo tanto, un poderoso estímulo que puede romper la regularidad normal del ciclo menstrual de la mujer. La práctica médica confirma la tesis de que es precisamente el miedo a la concepción lo que paraliza más que nada la acción de la naturaleza. No solo quita a la mujer el gozo de experimentar el amor que debe aportar toda acción conforme con la naturaleza, sino que domina cualquier otra sensación e incluso puede estar en el origen de reacciones imprevisibles que provoquen justamente ese embarazo temido y que, en las relaciones normales, libres de esa poderosa reacción de angustia, no se produciría.
La naturaleza está subordinada a la moral por eso, el ciclo biológico de la mujer y la posibilidad de una regulación natural de los nacimientos ligada a ese ciclo están íntimamente vinculados al amor, el cual se manifiesta, por una parte, en el deseo de tener hijos, y, por otra, en la virtud de la continencia, en la facultad de renunciar y sacrificar el propio «yo». El egoísmo es la negación del amor; se manifiesta en las actitudes opuestas a aquellas que dicta el amor y constituye la fuente más dañina de ese temor que paraliza los sanos procesos de la naturaleza. Y el único método que respeta la naturaleza del amor y el respeto debido es la continencia periódica, llamado también por este motivo “natural”. Los llamados métodos artificiales como los contraconceptivos son, en primer lugar, nocivos para la salud. Los llamados “mecánicos”, aparte de las lesiones debidas a la fricción quitan espontaneidad al acto sexual, lo que sobre todo en la mujer puede resultar insoportable.
El llamado coitus interruptus, además de poco fiable, resulta egoísta en el sentido de que frustra la naturaleza del acto y aunque parezca que es el varón el que pretende proteger a la mujer, en realidad quita la posibilidad del orgasmo femenino y se queda por así decir como único en obtener el placer sexual el varón. Si el hombre desea proteger a la mujer del embarazo lo que debe es no iniciar el acto y esperar la infertilidad de esta. Y eso requiere, como ya se vio, la necesidad de la castidad y la continencia. El método natural basado en la continencia periódica exige a los esposos un dominio de sí y el respeto a la naturaleza. Un problema a tener en cuenta es que el deseo sexual de la mujer suele despertarse mayormente coincidiendo con su etapa fértil, lo cual exigirá de ella y su esposo de un mayor esfuerzo ético de voluntad.
La interrupción voluntaria del embarazo, o aborto es fuente, como se ha visto ya suficientemente en la experiencia clínica, de neurosis en la mujer principalmente porque su naturaleza y su instinto maternal es muy fuerte. De ningún modo puede contemplarse, como algunos plantean, el aborto como un medio de regulación de los nacimientos y desde un punto de vista moral es una falta grave.
Las neurosis cuya causa se atribuyen a la sexualidad son en realidad provocadas por los excesos en la vida sexual. No es la continencia, sino la falta de ella, lo que puede conducir a dichas neurosis. La templanza es necesaria para integrar la sexualidad en la misma naturaleza. Pero hay que tener en cuenta que la reacción instintiva llamada «excitación sexual» es una reacción neurovegetativa hasta cierto punto independiente de la voluntad; la no comprensión de este simple hecho es a menudo causa de graves neurosis sexuales en las que el ser humano es víctima de un conflicto entre dos tendencias ambivalentes que es incapaz de poner de acuerdo. Una importante cantidad de esas neurosis sexuales se debe a las irregularidades de las relaciones conyugales. Pueden incluso incluirse, dentro de este apartado, neurosis causadas por otros motivos. No obstante, lo que parece indispensable en este terreno es insistir en la necesidad de una sana educación de índole sexual fundamentada en el amor y el personalismo, y que incluye, asimismo, una buena formación biológica y psicológica.
La falta de información y formación en el terreno sexual puede dar lugar a toda clase de aberraciones como la masturbación y otras acciones contra la naturaleza de las relaciones sexuales.
Algunas indicaciones de carácter general pueden ayudar a enfocar los problemas:
Nuestro autor termina esta obra de este modo: Un conocimiento profundo de los procesos bio-físiológicos es muy útil e importante, pero insuficiente; la educación y la terapéutica sexuales no podrán alcanzar su fin más que cuando sepan ver objetivamente a la persona y su vocación natural ( y sobrenatural ), que es el amor.