La siguiente anécdota que circula por internet sin dueño conocido puede ser cabalmente utilizada para distinguir la filosofía de las demás ciencias. Sirve asimismo de chiste con cierta gracia y aunque valga para aclarar algunas confusiones, no es necesario tomarla muy en serio:“Un ingeniero, un físico experimental, un físico teórico y un filósofo están paseando en las montañas de Escocia. Cuando llegan a lo alto de la cima, ven en otra cima una oveja negra. El ingeniero dice: “está visto que las ovejas en Escocia son negras”. “Mejor sería decir que ‘algunas’ ovejas escocesas son negras” responde el físico experimental. El físico teórico piensa un momento y exclama: “es más correcto decir que al menos una de las ovejas escocesas es negra”. Por fin el filósofo responde:” al menos por uno de sus lados”.Dejando de lado la eventualidad de que el filósofo de la anécdota pueda ser un tanto escéptico, lo que deja claro el chiste -llamémosle así- es que, a la hora de la investigación, la cautela ha de ser uno de los patrones más claros. La historia de la ciencia y de la filosofía recoge abundantes ejemplos de errores provocados por la falta de prudencia o por la precipitación. Si los filósofos históricamente han sido los más prudentes o no, los más cautelosos, no es fácil de averiguar. La presente anécdota nos aporta una definición de filósofo y nos conformaremos con ello. De esta manera, será filósofo el observador que juiciosamente no se conforma con las apariencias primeras y rehúye pruebas apresuradas, no completamente seguras. Cuando tenga que sostener algo procurará no ser tajante ni dogmático en lo que diga. El mismo tono que utilizará en sus explicaciones será dejando siempre una puerta abierta. Así, en el ejemplo se dirá que las ovejas escocesas son negras: “al menos por uno de sus lados.”
Como hemos visto, el enunciado “Todas las ovejas escocesas son negras” que se emite sin haberlas visto todas, y por consiguiente, todos los enunciados que quieran ser universales pero se formulan desde la observación particular, están abocados al error, o al menos a la mera probabilidad. Es el conocido problema de la inducción, según el cual, la conclusión de un razonamiento inductivo es sólo probable. Cuantas veces transitamos de la observación, que siempre es particular, a una pretendida ley científica como conclusión universal, lo hacemos mediante el razonamiento inductivo que nunca es terminante. La conclusión será meramente posible, nunca absolutamente segura.
Con un ejemplo sencillo se puede corroborar lo dicho: si en un aula con alumnos bulliciosos el profesor pretende que dicho grupo es una calamidad, todos saben que su conclusión si no completamente falsa es por lo menos aventurada. El profesor mismo lo puede reconocer cuando se le pasa la irritación y percibe que está siendo injusto. A ciencia cierta, puede concluir que el problema se centra en uno, dos o tres de sus alumnos, cuando no en él mismo, que no ha preparado bien la clase o no ha sabido interesar a sus oyentes. Los culpables no son todos los alumnos, sino algunos. Por otro lado, los alumnos suelen tener otra percepción sobre quién o quiénes son los verdaderos culpables y muchas veces son más objetivos.
Otro ejemplo más acorde con la ciencia puede mostrarse con algunos de los fracasos que cosechan los laboratorios farmacéuticos cuando experimentan con personas voluntarias en la búsqueda de nuevos productos. Antes de lanzar al mercado un determinado fármaco suelen pasar meses e incluso años de pruebas y prácticas de laboratorio donde se percatan de sus efectos, primero en animales y más tarde en voluntarios. Si todo sale como está previsto, el nuevo medicamento saldrá al mercado. Suponiendo la honradez de los directivos de los laboratorios, y por mucho que se piense en el gran negocio posible, si las pruebas no son concluyentes y no se tiene una seguridad suficiente, el producto no saldrá a la venta. Pero, como no se puede experimentar con los millones de personas que viven en nuestro pequeño mundo, llega un momento en que se termina la investigación porque alguien (habría que saber quién lo decide) juzga suficientemente comprobada la eficacia del medicamento.
Tras una buena y convincente campaña publicitaria se lanza al mercado el nuevo producto. Pero como se ha advertido antes siempre hay una parte de riesgo. Y por eso, cuando el producto mil veces probado se lanza a la venta universal, puede haber fallos. Con la lógica científica se sabe que la inducción nunca puede ser admitida sin más. La inseguridad es mayor o menor, dependiendo de la cantidad de experiencias llevadas a cabo, pero al fin y al cabo no es segura.
La confirmación de que los riesgos ya han derivado en graves perjuicios la tenemos cuando un Ministerio de Sanidad de cualquier Estado procede a la retirada de algún medicamento por sus graves efectos sobre algunos pacientes. Pero el daño ya se ha producido. Y esto es así por la sencilla razón de que nunca miles de observaciones pueden extrapolarse a todos los casos. Aunque no lo quieran reconocer algunos, la inducción científica siempre entraña un peligro; peligro que se puede asumir y que de hecho asumimos porque vivir es de suyo arriesgado y porque, además ¿qué otra cosa podríamos hacer? Pero si los cientificistas afirman que la filosofía no es segura, se comprueba, con este ejemplo que tampoco la ciencia experimental lo es. La única ciencia exacta son las matemáticas y es así porque es formal, es decir, porque no pertenece a nuestro mundo experimental, cambiante e incierto.
El ejemplo anterior, y otros ejemplos que podrían añadirse, muestran que, como en todo, también en la ciencia hay que ser prudentes. Por supuesto, también con la ciencia primera, la filosofía. Cualquier historia de la ciencia y cualquier historia de la filosofía deberán incluir sin rubor alguno los errores de la ciencia y de la filosofía, es decir, de los hombres. Tenemos mucha experiencia acumulada y hemos comprobado mil veces que de los errores se aprende. Y errores los cometemos todos. Habrá que ser pues discretos, moderados, prudentes siempre y no sólo algunas veces.