“El maestro estaba de un talante comunicativo, y por eso sus discípulos trataron de que les hiciera saber las fases por las que había pasado en su búsqueda de la divinidad.
Primero, les dijo, Dios me condujo de la mano al País de la Acción, donde permanecí una serie de años. Luego volvió y me condujo al País de la Aflicción, y allí viví hasta que mi corazón quedó purificado de toda afección desordenada. Entonces fue cuando me vi en el País del Amor, cuyas ardientes llamas consumieron cuanto quedaba en mi de egoísmo. Tras de lo cual, accedí al País del Silencio, donde se desvelaron ante mis asombrados ojos los misterios de la vida y de la muerte ¿Y fue ésta la fase final de tu búsqueda?, le preguntaron. No respondió, el Maestro,... Un día dijo Dios: Hoy voy a llevarte al santuario más escondido del Templo, al corazón del propio Dios...Y fui conducido al País de la Risa.”[1]
Este relato Zen, de claro sabor oriental puede servir para un pequeño comentario sobre diferentes modos de vivir que apenas esbozaremos. Cualquiera de nosotros podría verse reflejado en alguno de esos discípulos que caminan de la mano del maestro, viajando desde lo más alejado de la divinidad, hasta el mismo corazón de Dios pasando por distintas etapas fácilmente identificables.
Lo más alejado de la divinidad, según dicho relato, es el País de la Acción. Con ese apelativo se quiere señalar con total claridad al hombre activo, al que siempre tiene que estar haciendo alguna cosa y que no encuentra modo alguno de detenerse e interrogarse sobre lo que está haciendo. Nuestra sociedad está llena de hiperactivos, de gente de acción que va de aquí para allá a toda velocidad y que no sabe o no puede contenerse. En el ámbito del trabajo, por ejemplo, se observan algunos que lo desempeñan de modo compulsivo y, cuando lo terminan, y parece que nunca lo terminan, no saben qué hacer con su tiempo libre. Seguramente estas personas llenarán sus vacaciones o su escaso tiempo libre, de innumerables actividades o de viajes agotadores, todo con tal de que no quede un hueco para la reflexión, de un tiempo para uno mismo, en el mejor sentido.
Un ejemplo frecuente de este personajillo es el turista de consumo que hace una cola de dos horas para ver una exposición de moda en un museo para recorrerla luego en veinte minutos comentando mas tarde con gran satisfacción a sus amigos:
- “Ya la he visto, ha sido impresionante. Casi, lo que más me ha gustado es el museo y cómo estaban dispuestos los cuadros. El colorido de las salas era mágico”.
¡Sin comentarios!
Un poco más cerca de la divinidad, siempre según el relato Zen, se encuentra el País de la Aflicción que se podría traducir como el lugar que en todo hombre ha de ocupar la pasión, es decir la asimilación de lo que es preciso sufrir, pero no gusta. Los que juegan a la lotería saben que nunca o casi nunca toca el premio gordo, pero lo que todo ser medianamente sensato sabe es que más tarde o más temprano el dolor o la aflicción siempre “toca”. Puede ser un dolor físico o moral, o una contradicción de cualquier tipo.
Parece que ese País de la Aflicción del que habla el relato y que tanto purifica, es por ejemplo esa negación que el hombre ha de dar a lo que no debe hacer, y la afirmación a todo lo que se debe hacer, aunque cueste mucho. Todo hombre experimenta que ha de decir que “no” muchas veces y que no puede hacer todo lo que se le pasa por la imaginación o los deseos. A medida que se asuman esas negaciones, se luche contra esas afecciones desordenadas y se logren victorias, se lograrán una madurez y un equilibrio suficiente.
Cómo hay que llevar el sufrimiento es algo que no se puede enseñar. Cada cual ha de aprenderlo por sí mismo con la práctica “deportiva” o ascética que diría alguien. Hay quien se ahoga a las primeras de cambio y no podrá nunca desarrollarse como una persona equilibrada. La vida es una mezcla de alegrías y dolores. El que busca sólo las primeras no será capaz de disfrutarlas por falta de contraste. Los dolores pertenecen también a la vida real. Sólo el que percibe esto con claridad podrá pasar a la siguiente fase.
El País del Amor es el de la entrega al otro, el de la consideración de que el otro merece la pena. La superación del egoísmo sólo puede sobrevenir cuando se sabe que los otros son apreciables y dignos de amor. Y siguiendo el relato, habría que consumir en ardiente llamas el egoísmo que habita de modo “natural” en cada uno de nosotros. Pero es preciso no confundirse. Se trata de superar el egoísmo, no de encontrar a otros de los que encapricharse e incorporar a nuestras conquistas. Conviene aclarar que el amor es darse, perderse, no solamente recibir y atesorar; y esto lo confunden todos aquellos que buscan a los otros como si fueran perdices a las que cazar, trofeos que incorporar a sus vitrinas.
El País del Amor es el de la entrega y desaparición del yo. Cuesta darse cuenta.
El País del Silencio donde se desvelaron ante mis asombrados ojos los misterios de la vida y de la muerte es, -todo apunta a ello-, el de la metafísica, o mejor de la religión. Es el silencio de la reflexión, de la meditación serena, de una oración. El relato Zen considera ahora como absolutamente necesario el recurso a la oración porque el hombre no se basta a sí mismo y porque sabe que tiene que morirse. Todo ser humano se plantea con seriedad alguna vez la muerte y, por tanto la vida teniendo en cuenta su irremediable límite temporal. Así pues, es inevitable plantearse qué hacer con la propia vida. Ante la muerte, la vida adquiere un sentido y un color distintos. Por el contrario, como algunos sostienen, existiendo la muerte no encuentran sentido a la vida, entonces lo que se sigue con absoluta lógica es la desesperación y la angustia[2]. Pero no querer abordar nunca el problema de la muerte y, consiguientemente el de la vida, es falta de realismo.
La opción elegida por los hedonistas es vivir el “carpe diem”, precisamente antes de que llegue ese fatídico momento. Pero todos se dan cuenta si llegan a reflexionar que, cuando se pasa el placer o no se obtiene todo el que se pensaba, de que han vivido como perfectos animales. A muchos tampoco les importa demasiado esta circunstancia.
Se puede tener miedo a vivir con sentido por no saber si ese será el sentido verdadero. Pero a lo largo de la vida pueden acometerse variaciones en la orientación elegida. Pero vivir sin ningún sentido es una locura suicida que, más pronto o más tarde, será diagnosticada en forma de neurosis[3].
Al final de una larga tertulia entre amigos siempre suelen salir estos temas. Algunos pretenden evitarlos como si fuera un asalto a la intimidad. Pero incluso, los que esto afirman, están sosteniendo probablemente que los misterios de la vida y de la muerte son realmente asuntos graves y que quizá en conversaciones ligeras deberían evitarse. No se debe bromear con ciertas cosas. Pero lo que uno considera valioso termina por hacerlo partícipe a los demás. Una persona que se acaba de comprar un coche suele enseñárselo con orgullo a sus amigos y, de la misma forma, si uno cree haber encontrado alguna luz en estos asuntos no veo por qué no se lo va a poder comunicar a los demás. Por eso no se puede estar de acuerdo con aquellos que pretenden arrojar las religiones al ámbito de lo privado. El error antropológico que cometen los que sostienen dicha posición es desconocer el carácter social del hombre y la necesidad que se experimenta de comunicar lo que se considera un bien. De modo especial lo que se estima como el supremo Bien.
“El País de la Risa, el corazón del propio Dios”. Esta magnífica expresión me parece que puede interpretarse como esa alegría que naturalmente disfruta Dios en absoluta plenitud y en consecuencia, participan todos aquellos que se acercan a Él. Según el relato Zen, Dios es alegría y esa es una declaración perfectamente admisible con la condición de que comprendamos esa alegría - felicidad, más que risa, como la señal del dominio que Dios tiene sobre todas las cosas, por mucho que los hombres crean que pueden oponérsele con su pequeña libertad La providencia es el concepto preciso para explicar esa potestad de Dios de la que nada escapa.
Para iluminar un tanto lo dicho hasta ahora, puede ser oportuno añadir que en los textos bíblicos se nombra a Dios como Aquél que “su delicia es jugar con los hijos de los hombres”. Y en la misma línea evangelio añade que, “si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”. Es fácil sostener por tanto que dicho juego es necesariamente alegre aunque precisa la inocencia de los niños. Es imprescindible ver y comprender a Dios de este modo y no de un modo distante y absolutamente separado del mundo, como lo ven los deístas[4].
El misterio de la libertad humana se manifiesta en este caso, en que Dios sólo puede jugar con los hombres si estos quieren. Y los hombres sólo pueden jugar si se hacen pequeños y dejan de lado el orgullo y la prepotencia. Me parece que sólo advirtiendo bien esto se tiene licencia para entrar con pleno derecho en el País de La Risa, en el corazón del mismo Dios. Pero las reglas del juego únicamente las conoce el mismo Dios, lo cual significa que sólo se puede jugar a lo que Dios quiere. Hay que rendirse y admitir quién es quién. Justamente, con la oración - diálogo podremos comprenderlo y pedir la ayuda necesaria para poner en práctica todas las reglas del juego. Sólo de este modo se podrá experimentar el juego más divertido del mundo, el único juego que merece la pena jugar, y con el mejor Padre. Y reírse con la mejor risa, la risa y la alegría de los santos.
[1] “Historias Zen”, de Taisen Deshimaru. Ed Sirio.
[2] Esta es la conclusión de algunos autores como por ejemplo J.P. Sartre.
[3] Cfr. V. Frankl. El Hombre en Busca de Sentido.
[4] El deísmo, de raíz ilustrada pero muy actual en ciertos ambientes, es la posición según la cual, Dios crea el mundo pero lo abandona a su suerte y, consecuentemente, han de ser los hombres los que se hagan cargo del progreso humano y vivir por tanto, como si Dios no existiera.