Como el tirano LEÓN DE PLIONTE admiraba el genio de PITÁGORAS y adulaba su ‘arte’, éste declinó el término ‘sabio’ (sophos) y respondió que él no enseñaba arte alguno, sino que era un ‘amigo de la sabiduría’ ( philo – sophos), y que ésta sólo la poseían los dioses[1].
La filosofía no es una profesión ni un título propiamente dicho. Alguien se licencia u obtiene un doctorado en filosofía por una determinada universidad y se podrá afirmar de esa persona que ha estudiado probablemente bastante, y que sabe seguramente más que otros muchos. Sin embargo el título de filósofo quizá no sea adecuado para él, o quizá si. Dependerá de su actitud. Como vemos por el texto, la filosofía tal como Pitágoras la entiende no es posesión del conocimiento sino cuestión de amor. No se puede ser filósofo sin amar el conocimiento, la sabiduría. Pero amar no es sinónimo de poseer. Más bien es encaminarse hacia el ser querido sin poder nunca abarcarlo, siendo su objeto más grande que el deseo de poseerlo. Hay algo de adoración hacia dicho objeto maravilloso. Además, en el caso del filósofo, se rebela imposible poder alcanzar el objeto amado y contenerlo. La sabiduría siempre es más grande que aquel que dice quererla. Pero cabe amarla sin tenerla nunca completamente. Pequeña sería la sabiduría si se pudiese abrazar del todo. Así pues, solo cabe dirigirse a ella con el máximo respeto y muy grande amor a la verdad, una verdad con mayúscula.
La verdad de algo se puede entrever por alguna parte y con perspectiva pero no se la puede abarcar nunca en su totalidad. Y esa visión, aunque parcial, siempre es sobrecogedora, profunda si se sabe mirar con sumisión advirtiendo que es mayor que el que la mira. Si, como dice Pitágoras solo la poseen los dioses ¿qué podrán hacer los hombres? Siempre pueden salir en su búsqueda sin cansancio, superando la pereza que tienta al hombre para que se quede entretenido con las florecillas del camino que también proclaman su belleza.
El punto de partida para llegar a la sabiduría y el conocimiento es paradójico, como bien comprendió Sócrates: no sé nada es el arranque para saber algo. El que cree saberlo todo no aprenderá nunca nada porque en realidad no quiere saber nada. La humildad de saber que no se sabe faculta para el conocimiento verdadero no manipulador, para el conocimiento admirativo que se regocija en el objeto conocido. Hay que subrayar además, que la sabiduría no es solo conocimiento sino virtud, y ésta, como bien advirtió Aristóteles, hay que practicarla. Se necesita una actitud de sencillez habitual para empezar la aventura del conocimiento y a esa aventura ya se la puede tildar de sabiduría. Es como una historia interminable.
Filósofo desde Pitágoras no será nunca un experto, un erudito en nada. Más bien, un buscador incansable e insaciable, alguien que se preguntará siempre dónde está la verdad y, cuando alguien le diga -“aquí”, la mirará con alegría pero con prudencia y tratará de reconocerla porque curiosamente algo de ella sabe, algo de ella ha visto en algún otro lugar. Pero en seguida se pondrá nuevamente en camino porque sabrá que lo que ha visto es insuficiente y hay que seguir indagando. Todo lo que rodea al filósofo es interesante para él y lo que lamenta es no disponer de una existencia mayor para poder seguir indagando. Toda una vida es insuficiente para albergar un poco de sabiduría. El filósofo sabe que su tiempo es mucho menor que aquello que quisiera saber. Todo engreimiento basado en lo que cree saber es ridículo comparado con todo lo que no sabe. La sublimidad de la filosofía procede de su objeto. No hay otro objeto mayor y por eso cabe amarlo, incluso adorarlo, nunca utilizarlo.
El texto citado alude asimismo a otra cuestión en la que el filósofo no deberá caer nunca y es admitir la adulación. Todos deben estar precavidos ante ella por la falsedad que encierra. Cuando alguien habla bien de otro puede ser sincero pero cabe, como es sabido, que no lo sea y esté buscando algo que de otro modo no puede conseguir. Una vez más, la filosofía no admitirá la adulación venga de donde venga porque ella misma se sabe poca cosa y lo que encierra es muy poco para lo mucho que está por saber. Es preciso recordar esto en toda circunstancia. No solo los tiranos, como dice el texto pretenden adular. El recurso a la adulación es ya un clásico utilizado por todos aquellos que pretenden de este modo algo que piensan no lo van a poder obtener de otro modo. A todos les encanta el poder, por lo menos poder influir por cualquier medio. Y todos, filósofos incluidos, deberán despreciar con todas sus fuerzas este engaño, no siempre fácil de descubrir.
[1] CICERÓN en Tusculanes, V, 8-9