Filosofía y Justicia. Platón y San Agustín (2)

En el libro VII de la República de Platón, se puede leer el siguiente diálogo a propósito de la justicia y lo que sucede cuando no se tiene respeto por la verdad:

Tenemos desde niños, según creo, unos principios sobre lo justo y lo honroso dentro de los cuales nos hemos educado, obedeciéndoles y respetándoles a fuer de padres.

--Así es.

--Pero hay también, en contraposición con éstos, otros principios prometedores de placer que adulan a nuestra alma e intentan atraerla hacia sí, sin convencer, no obstante, a quienes tengan la más mínima mesura; pues éstos honran y obedecen a aquellos otros principios paternos.

--Así es.

--¿Y qué?--dije yo--. Si al hombre así dispuesto viene una interrogación y le pregunta qué es lo honroso, y al responder él lo que ha oído decir al legislador le refuta la argumentación, y confutándole mil veces y de mil maneras le lleva a pensar que aquello no es más honroso que deshonroso, y que ocurre lo mismo con lo justo y lo bueno y todas las cosas por las que sentía la mayor estimación ¿qué crees que, después de esto, hará él con ellas en lo tocante a honrarlas y obedecerlas?

--Es forzoso--dijo--que no las honre ya ni les obedezca del mismo modo.

--Pues bien --dije yo--, cuando ya no crea, como antes, que son preciosas ni afines a su alma, pero tampoco haya encontrado todavía la verdad, ¿existe alguna otra vida a que naturalmente haya de volverse sino aquella que le adula?[1]

Comienza Platón aludiendo a que los principios de lo justo y lo honroso son algo a lo que siempre hay que someterse como si fueran unos padres. No se puede decir de un modo más plástico. De la misma forma que se les debe respeto y obediencia a los padres, igualmente se le deben respeto y obediencia a la justicia y a la honradez. Una justicia y honradez que son principios objetivos y teóricos. Estos principios se pueden alcanzar con la inteligencia y con ella comprender cuáles son sus aplicaciones prácticas en la vida. Lo opuesto para Platón es dejarse llevar por otros principios prometedores de placer, pero que es probable que no cumplan sus promesas, porque no hay nada peor que alejarse de la justicia y la honradez.

Señala a continuación que existen otras fuerzas contrapuestas que invitan también a ir en dirección contraria, pero que no son eficaces, mientras uno no ponga en duda quiénes son sus “padres”. Pero viene un triste momento en el que alguien, jugando a contradictor y adulando al confiado “hijo”, llega a hacer titubear a quien hasta entonces se conducía por un camino recto. Y cuando se experimenta la injusticia y la falta de decoro, y se obtiene placer en ello, uno mismo puede llegar a explicar cualquier conducta, mediante razonamientos más o menos afortunados. Nadie quiere quedar mal con nadie, y mucho menos consigo mismo. La puerta de la confusión comienza a abrirse y continuando por el mismo derrotero será difícil volver atrás y respetar de nuevo la justicia y la honradez.

Los Parlamentos políticos son las nuevas ágoras, lugares de encuentro de las ideas. Seguramente, en el contraste de las razones de unos y de otros, los representantes de los ciudadanos procuran acercarse lo que pueden a la idea de justicia. Las leyes que promulguen deberán ser justas y proporcionadas a las verdaderas necesidades de la sociedad. Si haciendo caso al texto platónico, los parlamentarios no se han alejado de sus “padres” (la honradez y la justicia) serán capaces de lograrlo. A unas ideas expresadas por unos, se les opondrán serenamente otras, y de la discusión nacerá la luz. Por el contrario, si los parlamentarios no respetan la verdad o no son honrados; si sólo obedecen consignas de partido, racionales o no, el resultado nunca podrá ser la justicia sino la simple implantación de la opinión de la mayoría en el poder. Pero para eso no hacía falta haber expuesto razonadamente las ideas. Si existe la disciplina de voto en los partidos y al final se decide por mayoría, entonces parece que sobra tanto discurso. Además, cuando los políticos se enzarzan en largas discusiones estériles, lo que están consiguiendo es que los ciudadanos corrientes se alejen de la política, o lo que es peor, que acaben profesando como ellos un turbador, aunque cómodo relativismo. Si no se debate sinceramente con intención de dar con la verdad, cuando se litiga hasta cierto punto y luego simplemente se vota, conociendo desde mucho antes cuál va a ser el resultado, no cabe duda de que se está jugando a demócrata escondiendo el pequeño dictador que todos llevamos dentro. De esta manera, el sistema democrático moderno por muy parlamentario que sea, se convierte en una partitocracia, es decir en un sistema de gobiernos absolutistas que se suceden, eso sí, según sea el resultado de las elecciones.

La coherencia de vida le parece a Platón necesaria porque vivir de una manera desordenada y pretender dirigir la vida de los demás, suena a una burla insolente. El autor griego ve necesaria la unidad de vida. Ciertamente sólo existe una vida, que es a la vez pública y privada. Si cualquier trabajo repercute en los demás y por eso adquiere carácter público, es realmente difícil admitir una separación entre público y privado en cualquier manifestación de la vida. Si por ejemplo, alguien es perezoso, o bebe en exceso, el ámbito privado y público no será fácil diferenciarlo. Por una parte, se lo habrán notado en su casa, privadamente, pero seguro que en su trabajo lo notarán tanto que terminarán echándolo.

Si se quiere que la vida pública sea un ámbito de justicia, los políticos han de ser hombres y mujeres de vida honrada. El respeto que se debe a los promotores de la justicia es porque se les supone esa coherencia. Por desgracia y cómo vemos tantas veces, cuando se descubre y demuestra una corrupción en un personaje público, inmediatamente se le aparta de la vida pública. Lo extraño es que sólo se considera deshonesto al estafador a gran escala, y no se juzga de la misma manera al simple mentiroso o al de vida licenciosa. Por ejemplo, algunas mentiras comprobadas en hombres públicos son de efectos devastadores en cuanto al ambiente político y moral. Es evidente que no pueden tener el mismo tratamiento penal que las corrupciones urbanísticas por ejemplo, pero no deberían tomarse tan a la ligera como suele ocurrir. El embustero público tendría que ser inmediatamente desalojado de la escena y sin embargo, no estoy muy seguro de que esto suceda.

Y a los políticos que roban aprovechándose de su privilegiada posición, bien puede ir una cita de San Agustín que a su vez recoge otra de Cicerón:

Si se suprime la justicia, ¿qué son los gobiernos sino colosales bandas de ladrones? Y ¿qué son las bandas de ladrones sino reinos diminutos? (…) En cierta ocasión el rey Alejandro Magno interpeló a un pirata cautivo preguntándole:

-«¿Por qué razón infestas el mar con tus fechorías?»

En un alarde de ingenio y de veracidad el pirata le replicó con insolente desparpajo:

-«Por la misma por la que tú infestas con las tuyas el orbe terráqueo. Pero mientras a mí, que solo dispongo de un exiguo navío me llaman ladrón, a ti, que mueves ejércitos te llaman emperador»[2].

Por lo visto eso de gobernar y robar no es nuevo. Y si alguien piensa lo contrario, puede leer esta otra de Calígula, obra dramática de Albert Camus:

Gobernar es robar, eso todo el mundo lo sabe. Yo voy a robar descaradamente…[3]

¿Suena exagerado o trasnochado lo que mantiene el demente Calígula? ¿no es verdad que los locos dicen a veces las verdades más palmarias?

-Pero nadie es perfecto, podría decir alguien.

-Es cierto, pero habría que acercarse un poco más ¿no? Y si son políticos, exigirles una rectitud a prueba. La dimisión después del desaguisado me parece poco.

[1] Platón. La República. Libro VII.

[2] San Agustín. La Ciudad de Dios, Libro IV, Cap. 4.

[3] Cfr. Albert Camús. Calígula. Acto 1. Escena 8.