Aquí comienza el comentario al Nuevo Testamento, como suele llamarse a la segunda parte de la Santa Biblia, aunque sería más exacto llamarle el Nuevo Pacto. Es conveniente, a este efecto, leer los capítulos 8 y 9 de la Epístola a los hebreos, especialmente 8:13, donde leemos: «Al decir: Nuevo Pacto, ha dado por anticuado al primero; y lo que se da por anticuado y se envejece, está próximo a desaparecer».
En efecto, este Nuevo Pacto es tan superior al Antiguo cuanto la Gracia es superior a la Ley. En Juan 1:17, leemos: «Pues la ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo». Así, pues, toda la gracia contenida en este libro y en los volúmenes siguientes se debe a la obra de nuestro Señor y Salvador Jesucristo;—y, a no ser que consintamos en aceptarle como Señor, no podemos obtener de Él ningún beneficio como Salvador. Cuando vemos con cuánto cuidado y placer lee y guarda un hijo el testamento en que su padre le deja una herencia rica y abundante, mucho mayor debe ser el cuidado y el placer con que los hijos de Dios hemos de leer, meditar y vivir las incomparables riquezas que en este Nuevo Pacto o Testamento, nuestro Padre nos ha prometido y asegurado, en virtud de la obra que el Señor Jesús llevó a cabo en la Cruz del Calvario.
Este Nuevo Testamento comienza con los cuatro Evangelios o, mejor dicho, con las cuatro versiones que Dios nos ha dejado del Evangelio de gracia. La palabra Evangelio significa Buenas Noticias o Buenas Nuevas. Por eso, al nacer el Señor, dijo el ángel a los pastores: «Os traigo buenas noticias de gran gozo
… que os ha nacido hoy un Salvador, que es Cristo el Señor» (Lc. 2:10–11). Y ¿qué mejores noticias que el anuncio de que Dios enviaba al mundo a su propio Hijo Unigénito, a fin de que todo el que creyese en Él obtuviese el perdón de todos sus pecados y el disfrute de la bienaventurada vida eterna, sin tener que poner otra cosa de su parte que una fe amorosa y arrepentida?
La primera de estas versiones del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo la debemos a la pluma del apóstol Mateo, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Mateo era judío de raza, de oficio publicano, es decir, cobrador de impuestos a sueldo de los romanos, por lo que los publicanos eran una clase social sumamente odiosa a los ojos de todo buen israelita. Pero un día, el Señor pasó junto a su despacho y le dijo simplemente: «Sígueme». Mateo se levantó inmediatamente y siguió al Maestro, y llegó a ser uno de los Doce grandes testigos elegidos por Jesús para ser sus apóstoles con los requisitos mencionados en Hechos 1:21–22. Así pues Mateo fue un testigo de primera vista de las cosas que menciona en su Evangelio. Esto es lo que nos interesa principalmente en este comentario, dejando a un lado las múltiples discusiones acerca del idioma y de la fecha en que lo escribió.
El evangelista comienza su relato mencionando la genealogía y el nacimiento del Señor.
Versículos 1–17
En cuanto a la genealogía de nuestro Salvador, podemos considerar:
I. El título. Esta genealogía de Jesucristo, o el registro de sus antepasados según la carne, también podría traducirse: Libro del Nacimiento, ya que el original griego dice: Biblos geneseos = Libro del génesis. Es curioso que tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo comiencen por un Libro del Génesis. El Antiguo Testamento comienza con el libro de la generación del mundo, pero la gloria del Nuevo Testamento se echa de ver en que comienza con el libro de la generación de Aquel que hizo el mundo.
II. El objetivo. Mateo no intenta dar una genealogía innecesaria, sino que tiene un objetivo bien definido: probar que el Señor Jesús es el hijo de David, y el hijo de Abraham, de la nación y de la familia de las que había de salir el Mesías. Abraham y David fueron, en su respectivo tiempo, los albaceas de las promesas referentes al Mesías. Se le había prometido a Abraham que el Cristo había de descender de él (Gn. 12:3; 22:18), y a David igualmente (2 S. 7:12; Sal. 89:3, etc.; 132:11). Cristo es llamado primeramente hijo de David, porque bajo ese nombre era mencionado y esperado entre los judíos. Quienes le reconocían como el Cristo, le llamaban el hijo de David (Mt. 15:22; 20:31; 21:15). Por lo tanto, el evangelista va a demostrar que no solamente es el hijo de David, sino que es aquel hijo de David sobre cuyos hombros había de estar el principado; y no sólo el hijo de Abraham, sino aquel hijo de Abraham que había de ser el padre de muchas naciones.
Al llamar a Cristo el hijo de David y el hijo de Abraham, muestra que Dios es fiel a su promesa, y que va a cumplir cada palabra que ha pronunciado; y esto: 1. Aun cuando su realización se haya demorado tanto. Las demoras de los favores prometidos, aun cuando ejercitan nuestra paciencia, no debilitan la promesa de Dios. 2. Aun cuando algunos hayan comenzado a desesperar de su cumplimiento. Este hijo de David e hijo de Abraham, que iba a ser la gloria de la casa de su Padre, nació cuando la descendencia de Abraham era una nación despreciada, hecha recientemente tributaria del yugo romano y cuando la casa de David yacía soterrada en la oscuridad; ya que Cristo iba a ser raíz de tierra seca (Is. 53:2).
III. La línea recta, trazada desde Abraham para abajo, a semejanza de las genealogías registradas al comienzo de los libros de Crónicas.
Notemos algunos aspectos particulares en esta genealogía.
1. Entre los ascendientes de Cristo que tuvieron hermanos generalmente lo fueron quienes tenían hermanos mayores; ni Abraham, ni Jacob, ni Judá, ni David, ni Salomón fueron primogénitos según la carne; para mostrar así que la preeminencia de Cristo no se debía a la primogenitura de sus antepasados, sino a la pura voluntad de Dios, que exalta a los humildes, y pone un honor más abundante sobre aquella parte que no lo tiene.
2. Al nombrar la descendencia de Jacob, además de Judá, de quien había de proceder Siloh, se mencionan también sus hermanos. No se menciona a Ismael como hijo de Abraham, ni a Esaú como hijo de Isaac, porque habían sido excluidos del pacto; mientras que son mencionados todos los hijos de Jacob como patriarcas del pueblo de Israel, con quien Dios estableció su pacto. Por la misma razón se menciona a Fares y a Zara, los hijos gemelos de Judá.
3. Se mencionan cuatro mujeres, y sólo cuatro, en esta genealogía (además de María); dos de ellas eran originariamente extranjeras en cuanto a los pactos de la promesa (Ef. 2:12). Rahab era cananea, y además prostituta, y Rut era moabita; pero en Jesucristo, en cuanto a la salvación, ya no hay judío ni griego; los que son extranjeros y forasteros son bienvenidos, en Cristo, a la ciudadanía de los santos. Las otras dos, Tamar y Betsabé, fueron adúlteras, lo cual imprimía una marca todavía peor en la humillación que por nosotros asumió el Salvador. Sin embargo, en la mente de Mateo (y del Espíritu Santo), la mención de esas cuatro mujeres habida cuenta de los rumores que correrían sobre la legítima condición del nacimiento de nuestro Salvador (v. el comentario a Jn. 8:19, 41), tenía, sin duda, el objetivo de hacer ver a los lectores que a Dios no le importa la «pura sangre» en la descendencia carnal, sino el nacimiento de arriba (Jn. 1:13; 3:3, 5). Por eso, Jesús tomó sobre sí la semejanza de carne de pecado (Ro. 8:3), y admite a los más grandes pecadores, con tal que crean y se arrepientan, a la más estrecha relación con Él.
4. Aunque se mencionan muchos reyes, ninguno de ellos es llamado así, con la sola excepción de David (v. 6), ya que con él fue establecido el pacto dinástico. Por eso leemos, en Lucas 1:32, que el Mesías había de heredar el trono de su padre David.
5. En la línea de los reyes de Judá, entre Joram y Uzías (v. 8), quedan excluidos tres reyes, a saber, Ocozías, Joás y Amasías; por eso, cuando leemos que Joram engendró a Uzías, hemos de entender simplemente que Uzías descendía directamente de Joram. Con esto se obtenía el propósito de Mateo de disponer en tres grupos de catorce personas a los ascendientes de Jesús desde Abraham, al tener en cuenta que las letras de David (d = 4 + v = 6 + d = 4) suman 14, según la numeración hebrea. También se dice que Salatiel engendró a Zorobabel (v. 12), a Pesar de que Salatiel no era padre natural, sino tío, de Zorobabel (v. 1 Cr. 3:17, 19). Sin duda, Salatiel murió sin descendencia y su hermano Pedaías le suscitó heredero legal en la persona de Zorobabel. Al ser ésta la genealogía de Jesús a través de José, lo que le interesa al escritor sagrado es la línea dinástica, con lo que Jesús adquiere los derechos legales al trono de David mediante José que era descendiente directo de Jeconías o Joaquín, que fue el último rey de Judá. Por otra parte, Jesús no queda incluido en la maldición pronunciada contra la descendencia de Jeconías (v. Jer. 22:30), por no ser José el padre natural de Jesús, sino su padre legal, mientras que, según la carne, Jesús es descendiente de David, por medio de María, aunque no por la línea de Salomón, sino por la de Natán (v. Lc. 3:23–32, donde fiel de Elí», como dice el original, habría de referirse al padre de María— suegro de José).
6. Se menciona la cautividad de Babilonia como un período de especial importancia en esta línea (vv. 11–12). Al considerar bien todas las cosas, es algo asombroso el que la raza judía no quedase extinguida en esa deportación, como les ha ocurrido a otras razas en circunstancias similares, pero eso nos insinúa la razón de que la corriente de ese pueblo se mantuviese intacta a través de esa especie de mar Muerto, ya que de ella había de surgir, según la carne, el Mesías venidero. Poco importa que, a los ojos de sus coetáneos, no apareciese notoria la dignidad regia en la persona de un pobre carpintero, puesto que, en los designios de Dios, Jesús había de reinar para siempre en la casa de Jacob, como heredero del trono de David (Lc. 1:31–33).
Versículos 18–25
El misterio de la encarnación de Cristo es digno de adoración más bien que de investigación. Si no sabemos cuál es el camino del viento (v. Jn. 3:8), o cómo crecen los huesos en el vientre de la mujer encinta (Ecl. 11:5), mucho menos podemos saber cómo fue formado el cuerpo de nuestro Salvador en el vientre de la Virgen María. Lo que sí podemos asegurar es que: 1. El embrión (v. Sal. 139:16) del cuerpo de Jesús, tomado de la sustancia de su madre era ya el embrión del Hijo de Dios según la carne. De no ser así, habría pertenecido a un ser humano distinto es decir, a una persona distinta de la del Hijo de Dios. No fue, pues, primero formado el cuerpo de Jesús, y después unido a la persona del Hijo de Dios, sino que desde el primer momento, el Hijo de Dios tomó sobre Sí la primera célula viva de aquel cuerpo que se estaba formando, por obra del Espíritu Santo, en el vientre de María. Lo que el texto sagrado nos dice explícitamente es lo siguiente:
I. Que María, la madre de Jesús, estaba desposada, es decir, comprometida para casarse, con José, sin que hubiesen llegado todavía a convivir juntos. En Deuteronomio 20:7, leemos de alguien que se ha desposado con mujer, y no la ha tomado. Cristo nació de una virgen, pero de una virgen desposada: 1. Para guardar el debido respeto al estado matrimonial, que ha de ser honroso en todos (He. 13:4), ¿qué mayor honor para una mujer judía que estar desposada? 2. Para salvaguardar la honra de la bendita Virgen, que de lo contrario habría quedado en entredicho. Era conveniente que su concepción quedase protegida por el matrimonio, y justificada así a los ojos del mundo. 3. Para que María tuviese en José una ayuda idónea. Hay quienes opinan que José era viudo, y que los que se mencionan como hermanos de Jesús (13:55) eran hijos de José de un matrimonio anterior, pero la Palabra de Dios no nos da pie para ello.
II. La concepción de la descendencia prometida: antes de que viviesen juntos, se halló que estaba encinta por obra del Espíritu Santo. Podemos imaginarnos la perplejidad de María. Ella conocía el misterio que se obraba en su interior, pero, ¿cómo convencer a los demás de que era inocente? Habría sido tenida por ramera, y sentenciada como tal. Jamás una hija de Eva fue tan digna como ella y, sin embargo, jamás una mujer estuvo en tanto peligro de contraer el reato de uno de los peores crímenes. Con todo no vemos que se angustiase por ello, sino que, al ser plenamente consciente de su propia inocencia, conservó en calma su mente, y encomendó su causa al que juzga rectamente.
III. La perplejidad de José, y su gran preocupación por saber cómo obrar en este caso. Por una parte, no podía creer que su virtuosa esposa cometiese tal villanía; por otra parte, la cosa era demasiado evidente como para poder negarla o excusarla. Consideremos:
1. El extremo que procuró evitar: no quería denunciarla aunque podía haberlo hecho (v. Dt. 22:23– 24). Cuán diferente era el espíritu de José del de Judá, cuando en un caso similar dijo severamente: Sacadla, y sea quemada (Gn. 38:24). ¡Cuán bueno es reflexionar correctamente, como hizo José! Si hubiese más deliberación en nuestras censuras y en nuestros juicios, también habría en ellos más misericordia y moderación. Personas de carácter riguroso podrían acusar a José de debilidad en su clemencia, pero la Palabra de Dios nos dice que obró así porque era justo. Era un hombre bueno, religioso, según el corazón de Dios, y por eso, inclinado a la misericordia como lo es Dios, y presto a perdonar como quien ha sido perdonado. Nos viene bien, en muchos casos, ser magnánimos y misericordiosos con quienes están bajo sospecha de haber cometido alguna falta. Hay en nuestra conciencia un tribunal encargado de moderar el rigor de la ley y se le llama el tribunal de la equidad. Hay quienes son sorprendidos—tomados por sorpresa—en alguna falta, y deben ser restaurados con espíritu de mansedumbre (Gá. 6:1).
2. El procedimiento que encontró para evitar dicho extremo: resolvió dejarla secretamente, es decir, ponerle en la mano el certificado de repudio delante de dos testigos y zanjar así el asunto entre los dos. Así deberían zanjarse las causas de ofensa entre hermanos: sin ruido, sin altivez, sin rencor. La prudencia y el amor cristianos cubrirán una multitud de pecados (Stg. 5:20), por grandes que estos sean, sin que ello comporte ninguna connivencia ni comunión con los pecadores notorios.
IV. José queda descargado de su perplejidad por un mensaje venido del Cielo (vv. 20–21). Mientras él pensaba en esto, sin saber qué partido tomar, Dios se dignó instruirle y llevar paz a su conciencia. Dios guía a quienes usan sus facultades racionales y reflexionan correctamente, no a quienes esperan de arriba la solución a un problema en el que no se han tomado el trabajo de reflexionar. Como en el caso de José, cuando se ha reflexionado lo bastante, y se ha llegado a un punto muerto en nuestras deliberaciones, es cuando Dios viene en nuestra ayuda con una inspiración clara o con una circunstancia reveladora; no son menester luces sobrenaturales ni voces audibles. El tiempo en que Dios nos muestra que es el Todosuficiente es aquel en que estamos convencidos de nuestra total insuficiencia. El mensaje fue enviado a José por medio de un ángel del Señor. No sabemos hasta qué punto y de qué forma puede usar Dios el ministerio de los ángeles para sacar a los suyos de sus aprietos, pero sí estamos seguros de que son espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que van a heredar la salvación (He. 1:14). Este ángel se le apareció a José en sueños, o a la hora del sueño. En la quietud y tranquilidad de la noche es cuando estamos en la mejor disposición para recibir los mensajes de la divina voluntad. Veamos qué dice el mensaje.
1. Se le anima a José a que siga adelante en su intención de tomar a María por esposa. De entrada se le hace memoria a este pobre carpintero de su alta alcurnia: José, hijo de David …; como si le dijera: Ten en cuenta tu estirpe José. Eres el hijo de David a través del cual se va a trazar la línea del Mesías; por tanto no temas recibir a María por mujer. Cuando un creyente se halle en apuros, hemos de decirle de manera semejante: «No temas, hijo del creyente Abraham, e hijo de Dios; no te olvides de la dignidad de tu nuevo nacimiento».
2. Se le informa acerca del ser santo que su esposa ha concebido. Lo que es engendrado en ella tiene origen divino. Dos cosas importantes se le dicen en relación con esto:
A) Que ha concebido por obra del Espíritu Santo, no por obra natural. El Espíritu Santo que, como agente ejecutivo de la Trina Deidad, llevó a cabo la creación del mundo ha producido ahora al Salvador del mundo, y le ha preparado un cuerpo, como se le había prometido cuando dijo: He aquí que vengo (He. 10:5). Es el Hijo de Dios, pero al mismo tiempo participa de la sustancia de su madre hasta el punto de ser llamado el fruto de su vientre (Lc. 1:42). Las leyendas nos cuentan casos de quienes vanamente pretendían haber concebido por obra de un poder divino como la madre de Alejandro Magno; pero nadie concibió en realidad de esta manera, excepto la madre de nuestro Señor.
B) Que ella daría a luz al Salvador del mundo (v. 21). El ángel le dice el nombre y le explica el significado:
(a) El nombre con que le habían de llamar es Jesús: Llamarás su nombre Jesús. Jesús (hebreo: Yeoshuah) es el mismo nombre que Josué, al cambiar sólo la terminación, para acomodarla a la lengua griega. Citando de los LXX, Josué es llamado Jesús en Hechos 7:45 y Hebreos 4:8. Cristo es nuestro Josué y es a la vez el capitán de nuestra salvación y el Sumo Sacerdote de nuestra profesión, y en ambas cosas, nuestro Salvador es un Josué que viene en lugar de Moisés, y hace por nosotros lo que la ley no podía, puesto que era débil. Josué se llamaba antes Oseas, pero Moisés le cambió el nombre (Nm. 13:16), al cambiar el perfecto en imperfecto al prefijarle la sílaba ya, que es también la 1.a sílaba del nombre de Dios (Yehovah), y resultando así Yeoshuah: Jehová (o Yahweh) salva así se insinuaba que el Mesías que había de llevar este nombre, sería Dios; por tanto, puede salvar completamente (He. 7:25), y no hay salvación en ningún otro (Hch. 4:12).
(b) La explicación es la siguiente: Porque Él salvará a su pueblo de sus pecados. Aquellos a quienes Cristo salva, los salva de sus pecados: de la culpabilidad del pecado por medio de la obra de su Cruz; del dominio del pecado, por medio del Espíritu de su gracia. Y, al salvarlos del pecado los salva de la ira venidera, de la maldición segura y de toda miseria de esta vida y de la de ultratumba. Quienes dejan sus pecados con arrepentimiento y se entregan a Cristo por fe como pueblo suyo, entran en la esfera del Salvador y de la gran salvación que Él ha llevado a cabo.
V. El cumplimiento de la Escritura en todo esto. Este evangelista, al dirigirse primordialmente a los judíos, observa esta circunstancia con más frecuencia que los otros evangelistas, y muestra cómo las profecías del Antiguo Testamento tenían su cumplimiento en el Señor Jesús. La Escritura que se cumplió en el nacimiento de Cristo era aquella promesa que, como señal, dio Dios al rey Acaz (Is. 7:14): He aquí que la virgen concebirá. Allí el profeta, para animar al pueblo de Dios a esperar en la prometida liberación de la invasión de Senaquerib, hace que fijen su mirada en el Mesías venidero, que había de surgir de los judíos (Jn. 4:22), y de la casa de David.
1. La señal dada es que el Mesías había de nacer de una virgen y así, ser manifestado en carne (1 Ti. 3:16). Aunque la voz hebrea almah significa una doncella núbil sin más, el cumplimiento de la profecía nos demuestra que se trata de una virgen, de una doncella que no conoce varón, como María profesa ser (Lc. 1:34). Cristo había de nacer, no de una reina o de una emperatriz, pues no apareció con pompa y esplendor exteriores, sino de una virgen para enseñarnos el valor de la pureza espiritual.
2. La verdad implicada en esta señal es que el Salvador es el Hijo de Dios, y el Mediador entre Dios y los hombres pues también se le llamará Immanuel. El hebreo Immanuel significa Dios con nosotros, nombre misterioso, pero muy precioso, pues indica que Dios se ha encarnado en medio de nosotros, para así reconciliar al mundo consigo (2 Co. 5:19), a fin de que, al tener paz con Dios (Ro. 5:1), disfrutemos de íntima comunión con Él y de su nuevo pacto. Los judíos tenían consigo a Dios habitando entre los querubines, en tipos y sombras, pero nunca como cuando el Verbo se hizo carne y su bendita Shekinah se hizo patente entre nosotros en la forma de siervo (Fil. 2:7). Por la luz de la naturaleza, vemos a Dios sobre nosotros; por la luz de la Ley, vemos a Dios contra nosotros; pero por la luz del Evangelio, le vemos como Emanuel, es decir, Dios con nosotros, participando de nuestra naturaleza e interesado en nuestra salvación. En esto consistió la gran salvación que llevó a cabo en la unión de Dios y hombre, pues su objetivo era traer Dios a nosotros, en lo que consiste nuestra felicidad, y llevarnos a nosotros a Dios, en lo que consiste nuestro supremo deber.
VI. Obediencia de José al precepto divino (v. 24). Despertando José del sueño por la impresión que había recibido, hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió en su hogar a María como su esposa. Dios tiene todavía medios de hacer saber sus propósitos en casos dudosos, al emplear los recursos de su providencia, los debates de nuestra conciencia, y los consejos de amigos fieles. Con todos estos medios, y al aplicar las reglas generales de la Sagrada Escritura, debemos obtener la dirección de Dios.
VII. El cumplimiento de la promesa divina (v. 25): dio a luz a su hijo primogénito. Las circunstancias son narradas con mayor detalle en Lucas 2:1 y siguientes. Si Cristo ha sido formado en nuestro interior, Dios mismo llevará a feliz término la buena obra que ha comenzado (Fil. 1:6); lo que ha sido concebido en gracia, sera dado a luz en gloria.
Después de haber solemnizado su matrimonio con María, José no la conoció hasta que dio a luz … Mucho se ha dicho acerca de la perpetua virginidad de la madre del Señor, y la Iglesia de Roma se aferra tenazmente a esa doctrina, que no tiene fundamento alguno en la Escritura. El citado versículo 25 insinúa que, después que María dio a luz a Jesús, José convivió con ella normalmente de acuerdo con la ley (Éx. 21:10).
En este capítulo, tenemos la historia concisa de la infancia de Jesús.
Versículos 1–8
Un detalle importante dentro del estado de humillación que por nosotros asumió nuestro Salvador es que, siendo Él el Deseado de las naciones, su primera Venida a este mundo pasase desapercibida, y su nacimiento quedase oculto en la mayor oscuridad. Vino al mundo, y el mundo no le conoció; más aún, vino a su propio pueblo, al Israel de Dios, y los suyos no le recibieron (Jn. 1:10–11). Con todo lo mismo que en las demás fases de su humillación, brillaron algunos rayos de gloria en medio de las más profundas muestras del despojo de su gloria.
Los primeros que tuvieron noticia del nacimiento de Cristo fueron unos pastores (Lc. 2:15 y ss.), quienes vieron y oyeron grandes y gloriosas cosas acerca de Él, y las dieron a conocer a su vez, para asombro de todos los que las oían (Lc. 2:17–18). Después de esto, Simeón y Ana hablaron de Él, movidos por el Espíritu, a cuantos estaban dispuestos a prestar atención a lo que decían (Lc. 2:38). Cualquiera podría imaginarse que todo esto habría sido bastante para que los hombres de Judá y los habitantes de Jerusalén se percatasen del gran acontecimiento, y corriesen a estrechar con ambos brazos al por tanto tiempo deseado Mesías; pero por lo que se nos da a entender, Jesús continuó por casi dos años en Belén, y nada se nos dice de Él hasta la venida de los magos. No hay nada que pueda despertar a quienes están resueltos a no darse por enterados. Obsérvese:
I. Cuándo se hizo esta investigación acerca de Cristo. Fue en días del rey Herodes. Este rey era idumeo, y fue nombrado rey de Judea por Augusto y Antonio, que eran entonces los jefes del estado romano. Era un hombre lleno de falsedad y de crueldad, a pesar de lo cual se le ha honrado con el título de Herodes el Grande.
II. Quiénes eran estos sabios; se les llama aquí magos. Este título ha de tomarse aquí en buen sentido, puesto que, entre los persas, eran llamados magos los filósofos y los sacerdotes, y especialmente los astrólogos, como se puede evidenciar en este caso por la forma en que se apercibieron de la estrella y la conectaron con el nacimiento del Mesías. Quizás había llegado al conocimiento de ellos la famosa profecía de Balaam (Nm. 24:17). Hay quienes opinan que estos hombres se dedicaban también a las malas artes, así llamadas artes mágicas, ya que este es el sentido en que la palabra mago aparece en el resto de la Escritura (v. p. ej., Hch. 8:9; 13:6). Sea de ello lo que sea, bien puede llamárseles sabios, desde el momento en que se pusieron a inquirir acerca de Cristo.
De lo siguiente podemos estar seguros: 1. Que eran gentiles, y que, por tanto, no pertenecían a la comunidad de Israel. Paradójicamente, mientras para los judíos Cristo pasaba desapercibido estos gentiles estaban deseosos de encontrarle. Nótese cómo, muchas veces, quienes están más cerca de los medios, están más lejos del fin (v. 8:11–12). 2. Que eran estudiosos, expertos en diversas artes. Los grandes expertos deberían ser buenos cristianos, para así completar su aprendizaje aprendiendo a Cristo, este es el saber de salvación (2 Ti. 3:15), sin el cual de nada aprovechan todos los demás saberes de este mundo, pues como dijo nuestro clásico «aquel que se salva, sabe; y el que no, no sabe nada». 3. Que procedían del Oriente, cuna, con Egipto, de toda clase de magia (v. Is. 2:6). Arabia misma es llamada tierra del este (Gn. 25:6), y los árabes son llamados hombres del este (Jue. 6:3). En efecto, los presentes que los magos traían, eran productos de dicho país.
III. Qué les indujo a emprender dicha investigación. En su país, situado en el Oriente, habían visto una estrella extraordinaria, cual nunca la habían visto antes; tomaron esto como indicación de alguna persona extraordinaria, nacida en Judea, puesto que la estrella aparecía sobre esta región. Tan distinta era de lo corriente, que con razón concluyeron que indicaba algo no corriente. El nacimiento de Cristo fue notificado a los pastores judíos por medio de un ángel, pero a los filósofos gentiles por medio de una estrella; a cada uno le habló Dios en el lenguaje de ellos y de la forma a la que mejor estaban habituados. La misma estrella que ellos vieron en el Oriente, la volvieron a ver después guiándoles a la casa donde estaba Cristo, como si fuese una lámpara puesta en lo alto con el propósito de conducirlos a Jesús. Los idólatras, en especial los orientales, adoraban a las estrellas como al ejército de los cielos. Así, las estrellas que tan mal uso habían recibido vinieron a ser usadas correctamente para conducir los hombres a Cristo; los dioses de los gentiles pasaron a ser servidores de Jesús.
IV. Cómo prosiguieron su investigación. Llegaron a Jerusalén, e inquirieron acerca del príncipe, cuya expectación era general en aquel tiempo, no sólo en Oriente, sino también en Occidente, como puede verse en los autores clásicos griegos y romanos. Podían haber dicho: «Si es que ha nacido tal príncipe, ya oiremos pronto de Él en nuestro propio país, y entonces tendremos tiempo suficiente para llegarnos a prestarle homenaje y pleitesía». Pero estaban tan impacientes por conocerle, que emprendieron un largo viaje con el propósito de preguntar por Él. Quienes de veras desean conocer a Cristo y encontrarle, no reparan en molestias ni en peligros con tal de hallarle.
La pregunta que hacen es la siguiente: ¿Dónde está el que ha nacido rey de los judíos? No dudaban de que pronto encontrarían respuesta a esta pregunta y que hallarían a todo Jerusalén adorando a los pies de este nuevo rey; pero pronto se percataron de que nadie podía suministrarles minguna información. Hay en el mundo, y también en la Iglesia, mucha más ignorancia de la que nos parece. Muchos de los que pensamos que podrían conducirnos a Cristo le son extranjeros ellos mismos. No hacía falta que nadie les preguntase a los magos: ¿Por qué inquirís eso? Ellos mismos dan la respuesta: Porque hemos visto su estrella en el oriente. Y si alguien les preguntase: ¿Y qué tenéis vosotros que ver con Él? La respuesta se halla también en el sagrado texto: Hemos venido a adorarle. Todos aquellos en cuyos corazones ha nacido Cristo, el lucero de la mañana (2 P. 1:19), tan pronto como con esa luz, les ha amanecido el conocimiento de su Señor y Salvador, han de adorarle con todo fervor y obedecerle con toda prontitud y fidelidad.
V. Cómo fue vista y tratada en Jerusalén dicha investigación. Por fin, llegaron a la corte noticias de ella: Al oír esto, el rey Herodes se turbó (v. 3). De seguro que no le serían ajenas las profecías del Antiguo Testamento referentes al Mesías, a su reino y a los tiempos fijados para su aparición en las semanas de Daniel; pero, al haber reinado él tan larga y prósperamente, comenzaría a pensar que tales promesas no se habían de cumplir y que, a pesar de ellas, su reinado se había de establecer y perpetuar.
¡Qué sorpresa, pues, tan desagradable debió de ser para él oír hablar de que este rey había nacido!
Pero aunque Herodes, al fin idumeo, se turbase con la noticia cualquiera pensaría que Jerusalén se alegraría grandemente al oír que llegaba su gran Rey; pero el texto nos dice que toda Jerusalén se turbó con el rey, al pensar sin duda cuáles serían las consecuencias adversas que había de acarrear el nacimiento de este nuevo rey. Hay muchísimos que prefieren la esclavitud del pecado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios, tan sólo porque prevén las dificultades que ha de comportar esa necesaria revolución en el gobierno de los corazones. Son tan locos como Herodes y toda Jerusalén, turbados por la equivocada noción de que el reinado del Mesías tiene interferencias políticas con los poderes seculares; mientras que la estrella que le anunciaba como rey claramente indicaba que su reino era celestial, no de este mundo inferior.
VI. Qué ayuda encontraron, en su investigación, de parte de los sacerdotes y escribas (vv. 4–6). Nadie se atreve a poder decir dónde está el Rey de los judíos, pero Herodes pregunta dónde había de nacer. Estaba bien claro en la Escritura que el Cristo había de nacer en Belén (Jn. 7:42), pero Herodes quería escuchar la opinión de los entendidos, y por eso se dirige a las personas más apropiadas: Convocados todos los principales sacerdotes, y los escribas del pueblo, les preguntaba dónde había de nacer el Cristo. Hay preguntas que llevan muy mala intención.
Los sacerdotes y los escribas no necesitaron mucho tiempo para responder a dicha pregunta; no vacilan entre diversas opiniones, sino que, con plena unanimidad, contestan que el Mesías había de nacer en Belén de Judea. Belén (en hebreo, Bethlehem) significa casa del pan; el más conveniente lugar para que allí naciese el pan vivo que descendió del cielo y da vida al mundo (Jn. 6:33, 50, 51, 58). El honor de Belén no estaba, como el de otras ciudades, en la multitud de sus habitantes, sino en la magnificencia de los príncipes que allí surgieron. A Belén se puede aplicar lo que de Sion dice el Salmo 87:6: «Este nació allí». Belén era la ciudad de David, y David era la gloria de Belén; allí debía, pues, nacer su hijo y sucesor. Había una famosa fuente a las puertas de Belén, de la que David anhelaba beber (2 S. 23:15). En Cristo tenemos no sólo pan para nuestro sustento, sino también agua de vida eterna, de la que podemos beber libremente (Jn. 4:10, 14; 7:37; Ap. 22:17), porque se da gratis a todo el que tenga sed de ella.
VII. El sangriento plan y designio de Herodes, ocasionado por la investigación de los magos (vv. 7– 8). Herodes era ya viejo en ese tiempo, y había reinado durante treinta y cinco años; mientras que este rey había nacido hacía muy poco, y no había de emprender ninguna acción considerable por muchos años; sin embargo, Herodes ya estaba celoso de Él. Las testas coronadas no aguantan el pensar en sucesores; mucho menos, en rivales; por eso, nada podrá satisfacer a Herodes, sino la sangre de este rey que acaba de nacer. La loca pasión acaba juntamente con la razón y con la conciencia.
1. Cuán astutamente planea su proyecto (vv. 7–8). Llamó en secreto a los magos para hablar con ellos acerca del asunto. No quería publicar sus temores ni sus celos. Los pecadores se ven a veces atormentados de secretos miedos pero se los guardan para sí. Herodes indagó de los magos el tiempo de la aparición de la estrella, y les pidió que averiguasen con diligencia acerca del niño, para informarle debidamente. Todo esto habría parecido sumamente sospechoso, si no lo hubiese cubierto con el manto de la religión: para que yo también vaya y le adore. Las mayores maldades se ocultan a veces bajo una máscara de piedad.
2. Con todo, con qué extraña insensatez se portó Herodes, al confiar este encargo a los magos. Belén está a unos once kilómetros de Jerusalén; cuán fácil le habría sido enviar espías que observasen atentamente a los magos, y que hubiesen tenido la oportunidad de matar al niño tan pronto como hubiesen los magos tenido la oportunidad de adorarle.
Versículos 9–12
En esta porción, vemos a los magos que adoran humildemente al recién nacido Rey de los judíos, y le ofrecen sus presentes. Desde Jerusalén habían llegado a Belén, resueltos a buscar hasta que hallasen; pero es muy extraño que fuesen solos. Vinieron desde un país lejano, para adorar a Cristo, mientras que los judíos los suyos, no se tomaron la molestia de dar un paso, ni de acudir a la ciudad cercana, para darle la bienvenida. También nosotros aun cuando marchemos solos, hemos de continuar y seguir los pasos de Jesús; hagan otros lo que hagan, nosotros hemos de servir al Señor.
I. Véase cómo encontraron a Cristo por medio de la misma estrella que habían visto en su país (vv. 9– 10). Obsérvese, 1. Cuán benévolamente los condujo Dios. Con la primera aparición de la estrella, se les dio a entender dónde podrían preguntar por este Rey; después desapareció la estrella, para que empleasen los métodos normales para una investigación de esta clase. Se nos enseña así que no hemos de esperar ayudas extraordinarias cuando están al alcance de la mano los medios ordinarios. Bien, hasta ahora el camino era claro; se acercan a Belén; pero, ¿en qué parte de Belén le podrán encontrar? Aquí se habrían visto perdidos, si se hubiesen guiado por su propia sabiduría, pero les sostuvo la fe; sabían que Dios no les iba a dejar allí. Y no les dejó, porque «he aquí que la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos». Si, en el camino del deber, vamos tan lejos como podemos Dios nos guiará y nos capacitará para que podamos hacer lo que por nuestras propias fuerzas no podríamos. La estrella les había dejado por algún tiempo, pero ahora volvía. Quienes siguen a Dios en la oscuridad, hallarán que la luz está sembrada, reservada, para ellos. Esta luz era la señal de la presencia de Dios con ellos porque Él es luz, y va delante de su pueblo como Guía. 2. Obsérvese cuán gozosamente siguieron la dirección de Dios (v. 10). Al ver la estrella, se regocijaron con enorme gozo. Ahora veían que no habían sido engañados, y que no habían emprendido en vano tan largo viaje. Ahora estaban seguros de que Dios iba con ellos, y las señales de su presencia y de su gracia les llenaban de gozo el corazón, una vez que habían comenzado a estimar en su justo valor los favores divinos, que sobrepasan con mucho a nuestras esperanzas. Podemos vislumbrar los transportes de alegría de estos hombres al ver de nuevo la estrella. Ahora tenían suma razón en esperar un pronto encuentro con Jesús, el Sol de justicia. Así deberíamos alegrarnos de todo cuanto nos muestra el camino hacia el Señor. Esta estrella fue ya creada con el propósito de ser enviada para conducir a los magos a la presencia del gran Rey. Dios cumple así su promesa de salir al encuentro de los que con alegría hacen justicia (Is. 64:57). Dios se complace, a veces, en favorecer a los recién convertidos con señales sensibles de su amor, de modo que se animen a correr con paciencia la carrera que tienen por delante (He. 12:1), para así contrarrestar las dificultades que salen al encuentro cuando una persona da la espalda al mundo para encaminarse hacia Dios.
II. Véase cómo se comportan con Jesús, una vez que le han encontrado (v. 11). Podemos imaginarnos su decepción cuando encontraron una pobre morada en vez de un palacio, y unos pobres artesanos por toda escolta. Sin embargo, estos magos fueron lo bastante sabios para ver a través del velo. No se creyeron frustrados en su búsqueda, sino que, al haber encontrado al Rey a quien buscaban, se presentaron a sí mismos a Él, y luego le ofrecieron sus presentes.
1. Se presentaron a Él: Postrándose, le adoraron. No leemos que dieran tal honor a Herodes, aunque se hallaba en la cima de su regio esplendor; pero a este bebé le dieron tal honor, no sólo como a rey, sino como a Dios. Todos los que han encontrado a Cristo no se contentan con inclinarse ante Él, como se inclina uno ante la grandeza, la bondad, el genio o el heroísmo; a Cristo no se le puede clasificar como a otro ser humano cualquiera; ante Él es preciso caer de rodillas y someterse a su imperio. Es el Señor.
2. Le ofrecieron sus presentes. Entre los orientales, al prestar homenaje a sus reyes, les ofrecían presentes. Nosotros no hemos de contentarnos con ofrecer presentes a Jesucristo, sino que hemos de darle todo cuanto somos y poseemos. Y no serán aceptados nuestros presentes, a menos que antes nos presentemos nosotros como sacrificios vivos (Ro. 12:1). Los presentes que los magos ofrecieron a Jesús fueron: oro, incienso y mirra. La Providencia envió así a José y a María unos recursos muy oportunos no sólo en su presente condición de pobreza, sino también en vistas al futuro viaje a Egipto donde el incienso y la mirra, abundantes en Arabia, tendrían un valor considerable. Desde la antigüedad, se ha visto en estos presentes un simbolismo muy en consonancia con la Palabra de Dios: el oro es símbolo, entre otras cosas, de realeza; el incienso es bien conocido como símbolo de la oración que se dirige a Dios; y la mirra es símbolo de sufrimiento. Así, pues, le ofrecieron oro como a Rey; incienso, como a Dios; mirra, como a hombre que había de morir, pues la mirra se usaba para embalsamar los cadáveres.
III. Véase ahora de qué forma se marcharon, luego de haberle presentado sus respetos (v. 12). Herodes les había mandado que a su vuelta le informasen. Y así lo habrían hecho, si no se les hubiese dado contraorden del Cielo, sin sospechar que Herodes los quería como instrumentos de sus malvados designios. Quienes proceden con honestidad están inclinados a pensar que todas las demás personas proceden de la misma manera, sin imaginarse que el mundo es tan malo como es en realidad. Dios salió al paso de la maldad que Herodes pensaba cometer contra el Niño Jesús. Fueron avisados en sueños que no volviesen a Herodes, ni a Jerusalén. Quienes tenían ojos para ver, y no percibían, eran indignos de recibir informes acerca de Cristo. Regresaron a su tierra por otro camino, para llevar las noticias a sus compatriotas. Aunque parezca extraño, ya no se vuelve a hablar de ellos en las Escrituras. Lo cierto es que ya estaban bien encaminados. Volverse por otro camino tiene una clara aplicación espiritual para todo el que ha encontrado a Cristo: el que de veras se ha convertido a Dios, no puede, como suele decirse,
«volver a las andadas».
Versículos 13–15
En esta porción, se nos narra la huida a Egipto para esquivar la persecución de Herodes. No sólo fue muy poco el respeto que se le rindió a Jesús en su infancia, comparado con el que debía habérsele rendido; sino que aun el poco que se le dio, en vez de servir para darle más honor entre los suyos, sólo sirvió para exponerlo a peligro.
I. Vemos aquí el encargo que se le da a José en relación con dicho peligro (v. 13). José no conocía el peligro que amenazaba al niño, ni cómo escapar de dicho peligro; pero Dios, por medio de un ángel, le descubre ambas cosas en sueños, como le había mostrado anteriormente lo que tenía que hacer (1:20). José es informado del peligro: Herodes buscará al niño para matarlo. Dios está bien enterado de todos los malvados proyectos de los enemigos de su Iglesia. ¡Cuán temprano se vio envuelto en apuros el Salvador! De ordinario, incluso los que pasan por peligros y sufrimientos en la madurez de su vida, disfrutan de una infancia pacífica y sosegada; pero no fue este el caso de Jesús: su vida y sus sufrimientos comenzaron a un mismo tiempo. José recibe una orden concreta para escapar del peligro: toma al niño y a la madre, y huye a Egipto. De este modo, y tan temprano, nos da Cristo ejemplo de su propia norma (10:23): Cuando os persigan en esta ciudad, huid a la otra. El instinto de conservación, que es parte de la ley natural, es también parte de la ley positiva de Dios. Huye; pero ¿por qué a Egipto? Egipto era infame por su idolatría, su tiranía y su enemistad hacia el pueblo de Dios. Sin embargo, ese es el sitio destinado a ser lugar de refugio para el santo niño Jesús. Dios tiene poder para hacer, cuando a Él le place, que el peor de los lugares sirva para el mejor de sus designios. Esto puede ser considerado:
1. Como una prueba para la fe de José y de María. Podían sentirse tentados a pensar: «Si este niño es el Hijo de Dios como se nos ha dicho que es, ¿no tiene otros medios de defenderse de un hombre, que al fin y al cabo es un gusano, que mediante esta retirada vil y vergonzosa?» Hace poco habían oído que este niño sería la gloria de su pueblo Israel, ¿y tan pronto le resulta incómoda la tierra de Israel? Con todo, es evidente cuán perfectamente había Dios provisto para el niño y para su madre, al destinar a José para que tuviese una relación tan estrecha con ellos; ahora también les sería de mucha ayuda el oro que los magos habían ofrecido a Jesús, para costear el largo viaje y las primeras semanas en tierra extranjera. Dios prevé los apuros de su pueblo, y provee de antemano a sus necesidades. Dios insinúa la continuación de sus cuidados y de su dirección, al decir a José: permanece allí hasta que yo te diga, pues así estaba seguro de que volvería a tener aviso del Cielo, sin tener que aventurarse a volver por su cuenta y riesgo.
2. Como un ejemplo más de la humillación del Señor Jesús. Así como no había lugar para Él en el mesón de Belén, tampoco había lugar tranquilo para Él en la tierra de Judea. Si alguna vez nos encontramos nosotros y nuestros niños en algún apuro, recordemos los apuros que pasó Cristo en su infancia.
3. Como señal del desagrado de Dios hacia los judíos, que tan poco caso habían hecho del nacimiento de Cristo, justamente abandona a quienes tan a la ligera habían tomado la venida del Salvador.
II. José obedece prontamente la orden del Cielo (v. 14). El viaje podía parecer inconveniente y peligroso, tanto para el niño como para la madre; pero José no fue desobediente a la visión celestial, no puso objeciones ni demoró la partida. Tan pronto como recibió la orden, inmediatamente se levantó y se fueron de noche. Quienes deseen asegurar el fruto de su obediencia, han de estar dispuestos a obeceder con toda prontitud. Así, pues, José marchó, como lo había hecho su padre Abraham, dependiendo totalmente de Dios, sin saber el lugar concreto al que se dirigía (He. 11:8).
José tomó al niño y a su madre. Como algunos observan, el niño se menciona primero, como la persona principal, y María es llamada, no la esposa de José, sino, como mayor dignidad, la madre del niño. Permanecieron en Egipto hasta la muerte de Herodes. Allí estaban a gran distancia del Templo y de los cultos, y en medio de idólatras; sin embargo, aunque estaban lejos del Templo del Señor, tenían consigo al Señor del Templo. Una ausencia forzada de las ordenanzas de Dios, y una presencia forzada en medio de los impíos, aunque sean penosas para buenos cristianos, han de aceptarse como algo venido de la mano de nuestro Padre para nuestro bien (v. Ro. 8:28).
III. El cumplimiento de la Escritura en todo esto: De Egipto llamé a mi hijo (Os. 11:1). Ahora bien, estas palabras del profeta se referían, sin duda alguna, a la liberación de Israel de la tierra de Egipto, cuando Dios les reconoció como a su hijo, al primogénito (Éx. 4:22); pero aquí se aplica, por analogía, a Cristo, con lo que se atisba una maravillosa identificación del Salvador con su pueblo, y nos permite entender mejor aquello de el vituperio de Cristo (He. 11:26. v. también Is. 63:9). Aquí, como en otros muchos lugares, la Escritura tiene varios niveles de cumplimiento. En realidad, Dios está cumpliendo cada día la Escritura. No es cosa nueva para los hijos de Dios el estar en Egipto, en tierra extranjera y en casa de esclavitud; pero han de ser liberados. Pueden quedar escondidos en Egipto, pero no quedarán abandonados.
I. Herodes se siente burlado por la marcha de los magos. Después de esperar por largo tiempo, inquiere y se entera de que han regresado a su tierra por otro camino, con lo cual se enojó mucho, sintiéndose alevosamente ultrajado por tal descortesía.
II. Su decisión inmediata es quitar de en medio al nacido Rey de los judíos. Si no ha podido alcanzarle en una ejecución particular, no duda de que lo podrá alcanzar en una ejecución general. Es extraño que Herodes pudiese hallar alguien tan inhumano para cometer un crimen tan sangriento y bárbaro, pero a las manos malvadas nunca les faltan instrumentos con que consumar su obra. Herodes tenía para entonces setenta años; de modo que un niño de dos años para abajo no era probable que le causase ninguna inquietud. Lo hizo solamente para satisfacer sus brutales instintos de orgullo y crueldad.
Obsérvense las medidas que tomó: 1. En cuanto al tiempo: A todos los niños de dos años para abajo. Es probable que el niño Jesús no tuviese por entonces más de un año; sin embargo, Herodes amplió de tal manera la edad para que no se escapase la presa. 2. En cuanto al lugar: mandó matar a todos los niños varones de esa edad, no sólo en Belén, sino también en todos sus alrededores, en todas las aldeas circunvecinas. La cólera desenfrenada, armada de poder sin ley, lleva con frecuencia a los hombres a los más absurdos y abominables excesos de crueldad. No hemos de pensar que aquellos niños tuviesen mayor pecado que los demás niños de Israel, por el hecho de sufrir tal asesinato. Más bien hemos de considerar su muerte como una especie de martirio o testimonio; derramaron su sangre—aunque inconscientemente—por aquel que más tarde había de derramar su sangre, voluntaria y conscientemente, por ellos.
III. El cumplimiento de la Escritura también en esto (vv. 17–18). Entonces se cumplió la profecía de Jeremías 31:15 en un nivel distinto a su cumplimiento en tiempos de Jeremías. Allí aparece la profecía poco antes de la promesa del Nuevo Pacto (Jer. 31:31–34). Ahora cuando aparecía el Mediador del Nuevo Pacto, también había de aparecer precedido de dolor y pena en la muerte de estos niños. Así, la profecía se cumplió:
1. En el lugar de los lamentos, que se oyeron desde Belén a Ramá, ya que Herodes había extendido su crueldad hasta los alrededores de Belén ya en territorio de Benjamín entre los hijos de Raquel. El sepulcro de Raquel estaba cerca de Belén (Gn. 35:16, 19, comp. con 1 S. 10:2). Estas madres vivían cerca del sepulcro de Raquel y muchas de ellas descendían de Raquel. No es extraño, pues, que sus lamentos estén elegantemente representados en el llanto de Raquel.
2. En la medida de sus lamentos. Fue llanto y gran lamento; palabras que no llegan a expresar el sentimiento producido por esta tremenda calamidad. Hubo grandes lamentos en Egipto cuando murieron los primogénitos, y grandes fueron también aquí los lamentos cuando murieron los más jovencitos, por quienes se siente una ternura especial. Esta pena era tan grande, que no cabía consuelo ninguno. ¡Bendito sea Dios, porque no hay para el cristiano ningún motivo de tanta pena en este mundo, ni siquiera el motivo que el pecado proporciona, que justifique el que rehusemos ser consolados! Estas madres no querían ser consoladas porque ellos, los hijos, ya no eran (como dice el original); es decir, ya no existían en la tierra de los vivientes. Si fuese cierto que los muertos en el Señor han dejado totalmente de existir, habría motivo para entristecerse como los que no tienen esperanza (1 Ts. 4:13); pero sabemos que no se han perdido, sino que han marchado delante de nosotros. Si volvemos la vista a la profecía de Jeremías 31:15, de donde está tomada esta cita veremos que la amargura del llanto en Ramá no era sino el prólogo de un mayor gozo (v. Jer. 31:16–17). Cuanto peores se nos pongan las cosas, tanto más pronto podemos esperar el remedio de parte de Dios.
Versículos 19–23
Aquí se nos refiere el regreso de Cristo de Egipto a la tierra de Israel. Egipto puede servir de refugio y lugar de peregrinación por algún tiempo pero no de residencia fija. Cristo había sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel y, por tanto, a ellas había de volver.
I. Qué es lo que preparó el camino para el regreso: la muerte de Herodes, que ocurrió no mucho después de la matanza de los niños ¡tan rápido fue el juicio de Dios! De todos los pecados el verter sangre inocente llena la medida de la ira de Dios más pronto. Tan dominado de la pasión y de la impaciencia estaba aquel malvado, que era un tormento para sí mismo, y un terror enorme para quienes le asistían. Véase qué clase de personas han sido los enemigos y perseguidores de Cristo y de los cristianos. Quienes más se han opuesto a la Cristiandad, antes se han despojado de la humanidad.
II. Las órdenes venidas del Cielo acerca del regreso, y la obediencia de José a dichas órdenes (vv. 19– 21). Dios había enviado a José a Egipto, y allí permaneció él hasta que el mismo que le había ordenado marchar allá le ordenase también volver de allí. En todos nuestros traslados, bueno es ver claro el camino a tomar, y a Dios que marcha delante de nosotros; no deberíamos ir por un lado o por otro sin orden divina. Vemos también que las visitaciones divinas no excluyen ningún lugar; ángeles vinieron a José en Egipto, a Ezequiel en Babilonia y a Juan en Patmos. 1. El ángel le informa de la muerte de Herodes y de sus cómplices: han muerto los que atentaban contra la vida del niño. Ellos han muerto, mientras que el niño vive. Muchas veces, los santos perseguidos viven lo suficiente para hollar las tumbas de sus perseguidores. 2. Le muestra lo que debe hacer: vete a la tierra de Israel; y así lo hizo sin demora. Los verdaderos hijos de Dios siguen la dirección de su Padre Celestial, cualquiera que sea el lugar al que los conduzca.
III. Todavía le dio el ángel direcciones más correctas de parte de Dios, al especificarle más tarde el lugar al que se había de dirigir dentro de Israel (vv. 22–23). Dios podía haberle dado estas instrucciones desde el principio pero el Señor suele revelar su mente a sus hijos gradualmente, para mantenerlos en constante dependencia de Él, y en anhelante expectación de escuchar su voz. No hay duda de que este aviso en sueños lo recibió también por ministerio de un ángel. La orden que se le da a esta santa y regia familia es:
1. Que no fije su residencia en Judea (v. 22). José podía pensar que, puesto que Jesús había nacido en Belén, debía ser llevado allá; pero siente temor por el niño al oír que Arquelao reinaba en Judea en lugar de Herodes su padre. Se muere un tirano y surge otro parecido, para conservar viva la antigua enemistad. Así pasó con Cristo y así sucede con la Iglesia. Por tanto José no debe llevar el niño a Judea. Dios no quiere arrojar a sus hijos a la boca del peligro, sino cuando es para su gloria y para probarles.
2. Que se establezca en Galilea (v. 22). Allí gobernaba Felipe que era más pacífico y manso. Nótese cómo la Providencia suele disponer las cosas de tal modo, que no les falte a los hijos de Dios un lugar retirado y tranquilo a salvo de la tormenta y del turbión. A Galilea fueron enviados, a Nazaret, ciudad edificada sobre una colina, en el centro del territorio correspondiente a Zabulón, allí vivía la madre del Señor cuando concibió al Santo Ser y, probablemente, allí vivía también José (Lc. 1:26–27). Allí eran bien conocidos, y estaban entre sus parientes; el lugar más apropiado para residir. Allí permanecieron y de allí le vino a nuestro Salvador el apelativo de Jesús de Nazaret, lo cual fue para los judíos una piedra de tropiezo, porque, como dijo Natanael: ¿De Nazaret puede salir algo bueno?
Y añade el texto sagrado: Para que se cumpliese así lo dicho por medio de los profetas, que habría de ser llamado nazareno lo cual puede considerarse: (A) Como nombre de honor y dignidad, aunque primordialmente no significa otra cosa que hombre de Nazaret, pero sirve misteriosamente para iluminar tres aspectos de nuestro Salvador: (a) Se advierte una alusión al retoño (hebreo: Netser) de Isaías 11:1; (b) en el lugar humilde, modesto, que en la reputación de los judíos ocupaba Nazaret se nos recuerdan los pasajes de Isaías, capítulos 40–55, referentes al Siervo Sufriente; (c) en la palabra Nazaret, Mateo nos recuerda el nazareato (Nm. 6:1–21). Es cierto que Cristo no fue, en sentido estricto un nazareo, ya que bebía vino y tocaba cadáveres, pero lo era en sentido eminente, por su santidad singular y además por su solemne designación y total dedicación al honor de Dios en la obra de nuestra redención, de la misma forma que Sansón fue hecho nazareo para salvar a Israel. O (B) como nombre de reproche o desprecio.
Llamarse nazareno equivalía a ser llamado hombre despreciable, alguien de quien no se debía esperar nada bueno, y a quien no se debía guardar ningún respeto. En este sentido quedó como un apodo para Él y para sus seguidores. Así aprendemos a no resentirnos de la forma en que el mundo nos llame por causa de nuestra fe, al ver que nuestro Maestro mismo fue llamado nazareno.
Con este capítulo, que trata del bautismo de Juan, comienza el Evangelio propiamente dicho, pues todo lo anterior no es más que prefacio o introducción.
Versículos 1–6
Relato de la predicación y del bautismo de Juan.
I. El tiempo en que apareció. En aquellos días (v. 1) o después de aquellos días, mucho después de lo narrado en el capítulo anterior, que se refería a la infancia de Jesús. En aquellos días significa también: en el tiempo fijado por el Padre para el comienzo de la predicación del Evangelio, cuando el tiempo se había cumplido. Tanto de Juan como de Jesús se dijeron cosas gloriosas, en su nacimiento y antes de su nacimiento, que habrían dado ocasión de esperar muestras extraordinarias de la presencia y el poder divinos en ellos ya en su juventud; pero no fue así. Excepto la disputa de Cristo, cuando tenía doce años, con los doctores en el Templo, nada importante se nos dice de ellos hasta que llegaron a la edad de treinta años. Aparte de que, antes de esa edad, ambos cumplían la voluntad de Dios en sus respectivos lugares, está el hecho de que los judíos no habrían admitido como predicadores autorizados a quienes no tuviesen la edad «canónica» rabínica y sacerdotal.
Mateo no dice nada de la concepción ni del nacimiento de Juan el Bautista, lo cual es referido con todo detalle por Lucas, sino que lo presenta ya en su plena madurez, como llovido del Cielo para predicar en el desierto. Después de Malaquías no hubo ningún otro profeta, ni quien pretendiese serlo, hasta Juan el Bautista.
II. El lugar donde apareció primero: En el desierto de Judea. No se trata de un desierto completamente deshabitado, sino de una parte del país no tan poblada como las demás, ya que había allí seis ciudades con sus aldeas correspondientes. Fue en estas ciudades y aldeas donde Juan anduvo predicando. La Palabra de Dios vino a Juan en un desierto. No hay ningún lugar tan cerrado que pueda excluir las visitas de la gracia divina. Fue en este desierto de Judá donde David escribió el Salmo 63, que tanto habla de la dichosa comunión que tuvo con Dios (Os. 2–14). Juan el Bautista era sacerdote aarónico, pero lo hallamos, no oficiando en el Templo, sino predicando en el desierto; en cambio, Cristo, que no era descendiente de Aarón, se presenta con frecuencia en el Templo, y sentado allí como quien tiene autoridad. Vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis (Mal. 3:1); esto está escrito de Cristo, no del mensajero, el cual preparará el camino.
El comienzo del Evangelio en un desierto lleva ánimos a los desiertos del mundo gentil: Se alegrarán el desierto y el sequedal (Is. 35:1).
III. Su predicación. Esta fue la ocupación de Juan, puesto que el reino de Cristo ha de establecerse mediante la locura de la predicación.
1. La doctrina que predicó fue la del arrepentimiento: Arrepentíos (v. 2). La predicó, no en Jerusalén, sino en el desierto de Judea, entre la gente sencilla del pueblo, porque incluso quienes se creen a salvo de las tentaciones y alejados de las vanidades y de los vicios de las grandes ciudades, no se pueden lavar las manos en inocencia, sino que han de hacerlo en arrepentimiento. El cometido de Juan era llamar a los hombres a que se arrepintiesen de sus pecados. La palabra griega para arrepentirse significa cambiar de mentalidad. Así, pues, Juan venía a decirles: «Cambiad de mentalidad; pensáis erróneamente; pensad de nuevo y pensad correctamente». El cambio de mentalidad provoca un cambio de conducta. Los que tienen sincero pesar por lo malo que han hecho, tendrán cuidado de no volver a hacerlo. Este arrepentimiento es un deber necesario y general, en obediencia al mandamiento de Dios (Hch. 17:30); también es una preparación necesaria para disfrutar de los consuelos del Evangelio de Cristo. Hay que buscar la herida para que pueda ser sanada.
2. El argumento que usaba para inducir al arrepentimiento era: Porque el reino de los cielos se ha acercado. Es un reino del que Cristo es el Soberano. Es reino de los cielos, no de este mundo. Juan lo predicó como que estaba cerca, al alcance de la mano; en él van entrando cuantos se arrepienten y creen en el Evangelio (Mr. 1:15). (A) Esto es un gran incentivo para arrepentirse. No hay nada tan eficaz como la consideración de la gracia divina para quebrantar los corazones por el pecado y para apartarse del pecado. La bondad es conquistadora. Una bondad de la que se ha abusado es capaz de humillar nuestra cabeza y derretirnos el corazón, y pensar: ¡Qué malvado he sido para pecar contra tal gracia, contra la ley y el amor de tal reino! (B) La proclamación del perdón descubre y detiene al malhechor que antes huía y se escondía. Así somos atraídos a Jesús con cuerdas de amor (v. Jn. 6:44 y el sublime comentario de Agustín de Hipona a este versículo).
IV. Se cumplió en él la profecía (v. 3). De él se habla al principio de aquella parte de la profecía de Isaías que más tiene que ver con el tiempo del Evangelio y con la gracia del Evangelio (v. Is. 40:3–4). Se habla aquí de Juan:
1. Como de la voz de uno que grita en el desierto. Juan mismo dijo de sí: Yo soy la voz de uno que clama en el desierto (Jn. 1:23). Dios es el que habla y da a conocer Su pensamiento por medio de Juan, como un hombre lo hace por medio de su voz. Es voz de uno que grita, para despertar y alertar del peligro y del remedio. Cristo es llamado el Verbo, vivo, distinto, articulado y con mensaje instructivo y salvador. Juan, la voz en grito, despierta la atención de los hombres; Cristo, el Verbo, les instruye.
2. Como alguien cuyo cometido es preparar el camino del Señor y enderezar sus sendas. (A) Así lo hizo a los hombres de su generación. En aquel tiempo y en la nación de Israel, todo estaba fuera de lugar. La gente en general estaba extremadamente orgullosa de sus privilegios, pero insensible al pecado; y, aunque humillada por la providencia divina bajo el yugo extranjero, hecha una provincia romana, no era humilde. Entonces Juan es enviado para rebajar estas montañas, y echar abajo la alta opinión que tenían de sí mismos. (B) Su mensaje de arrepentimiento y humildad es ahora tan necesario como entonces. Hay mucho por hacer para dar a Cristo entrada en un corazón y, para ello, nada hay tan necesario como el descubrimiento del pecado y la convicción de nuestra insuficiencia en cuanto a la justicia propia (v. Ro. 10:1–2). Los caminos del pecado y de Satanás son caminos torcidos; para preparar el camino a Cristo, las sendas deben ser enderezadas.
V. El atuendo con que apareció, su figura y su estilo de vida (v. 4). Era grande a los ojos de Dios, pero vil y despreciable a los ojos del mundo; como lo fue Cristo mismo (Is. 53:2–3).
1. Su vestido no podía ser más sencillo: Tenía el vestido hecho de pelos de camello, y un cinto de cuero alrededor de sus lomos; al vivir en la campiña, su hábito correspondía a su habitación. Nos va bien acomodarnos al lugar y a la condición en que Dios, en su providencia, nos ha colocado. Juan apareció vestido de esta manera: (A) Para mostrar que estaba crucificado a este mundo, a sus pompas y deleites.
(B) Para mostrar que era profeta, pues los profetas llevaban mantos vellosos (Zac. 13:4).
2. Su dieta era también sencilla: Su comida era langostas y miel silvestre. Estas langostas son insectos volátiles parecidos a nuestros saltamontes, permitidos como limpios según la Ley (Lv. 11:22) y muy apreciados entonces como alimento. Miel silvestre era la que abundaba en la tierra de Canaán (1 S. 14:26). Esto indica que su comida era muy frugal, bastándole con poco cada vez, pues una persona necesitaría mucho tiempo hasta llenar su estómago de langostas y miel silvestre, y Juan estaba tan absorto en las cosas espirituales que apenas encontraba tiempo para una comida formal. Quienes desempeñan el ministerio de incitar a otros a dolerse del pecado y a dar muerte a las obras de la carne, es menester que ellos mismos vivan sobriamente, y se nieguen a sí mismos. Para Juan, cada día era día de ayuno. La convicción de la vanidad del mundo y de las cosas que hay en él es la mejor preparación para desear de corazón el reino de los cielos. Bienaventurados los pobres en el espíritu (5:3).
VI. La gente que acudía a él: Acudían a él de Jerusalén, de toda la Judea, y de toda la región de alrededor del Jordán (v. 5). Grandes multitudes venían a él de la ciudad y de todas las partes del país. Esto era un gran honor para Juan, aunque él no lo buscaba. Con frecuencia, quienes no apetecen ni la sombra del honor son los que mayor honor verdadero reciben, pues la gente los estima y respeta en su interior más de lo que puede imaginarse. Esto dio a Juan una gran oportunidad de hacer el bien, y demostró que Dios estaba con él. Era opinión general que el reino de Dios estaba para aparecer. Por eso había quienes pensaban que Juan era el Cristo (Lc. 3:15). Quienes querían beneficiarse del ministerio de Juan, tenían que salir con él al desierto «llevando su vituperio» (v. He. 13:13). Los que quieren aprender la doctrina del arrepentimiento tienen que salir de la prisa y del ruido del mundo en busca de la del espíritu. Por los resultados que se echan de ver, de los muchos que salían al bautismo de Juan, pocos se adhirieron en realidad a él. Es posible encontrar una multitud de oyentes de primera fila, aunque entre ellos se hallen muy pocos creyentes verdaderos.
VII. El rito o ceremonia con que admitía discípulos (v. 6). Quienes recibían su enseñanza y se sometían a su disciplina, eran bautizados por él en el Jordán. Daban testimonio de su arrepentimiento confesando sus pecados. Los judíos estaban acostumbrados a justificarse a sí mismos; pero Juan les enseña a acusarse a sí mismos. Para obtener la paz interior y el perdón de los pecados es menester arrepentirse y confesar el pecado, pues sólo quienes son conducidos a sentir pesar y vergüenza de sus propias culpas quedan bien dispuestos a recibir a Jesucristo como su Justicia (v. 1 Jn. 1:9). Los beneficios del reino de los cielos, que ahora estaba al alcance de la mano, eran sellados sobre ellos por medio del bautismo. Juan los bautizaba con agua, en señal de que Dios les limpiaría de todas sus iniquidades. Se trata de un bautismo de arrepentimiento (Hch. 19:4). El pueblo de Israel había sido bautizado en Moisés (1 Co. 10:2). La ley ceremonial consistía en diversas abluciones (He. 9:10) pero el bautismo de Juan apuntaba a la ley sanadora, la del arrepentimiento y la fe. Por el bautismo les obligaba a emprender una vida santa, de acuerdo con la profesión que habían hecho. La confesión del pecado debe ir siempre acompañada de santas resoluciones.
Versículos 7–12
La enseñanza de Juan era sobre el arrepentimiento. Ahora tenemos el lado práctico de dicha enseñanza. La aplicación es la vida de la predicación; así lo era en la predicación de Juan. ¿A quiénes la aplicaba? A los fariseos y saduceos que acudían a su bautismo (v. 7). Los fariseos eran celosos de las ceremonias y de las tradiciones de los ancianos; los saduceos se iban al otro extremo pues eran poco más que deístas, ya que negaban la existencia de los espíritus y de la vida de ultratumba. Nótese que las aplicaciones eran muy sencillas y concretas, bien dirigidas a la conciencia de cada uno. Juan habla como quien ha venido, no a predicar ante ellos, sino a predicarles a ellos. No se avergüenza al aparecer en público, ni se atemoriza ante el rostro de los hombres.
I. Sus primeras palabras son de alerta y de convicción, sin paliativos. Comienza ásperamente, no les llama rabí, no les da títulos; mucho menos, aplausos, a los que tan acostumbrados estaban. 1. El título que les da es engendros de víboras. Cristo les dio el mismo título (12:34; 23:33). Eran generación y descendencia de quienes habían tenido el mismo espíritu, de modo que había en ellos una disposición congénita. Y eran toda una generación de víboras porque todos ellos eran igual; aunque fuesen enemigos unos de otros, todos se coligaban para el mal. Es cosa muy apropiada el que los ministros de Cristo tengan la osadía de mostrar a los pecadores su verdadero estado. 2. El toque de alarma que les da: ¿Quién os mostró cómo huir de la ira venidera? Esto demuestra que todos ellos estaban en peligro de caer bajo la ira de Dios; era casi un milagro esperar de ellos ningún buen efecto. Como si les dijera: «¿Qué os trae acá?
¿Quién podía pensar en veros aquí? ¿Quién os ha asustado de tal forma que venís en busca del reino de los cielos?» (A) Hay, pues, una ira que está llegando. (B) La preocupación primordial de cada uno de nosotros debe ser huir de esa ira. (C) Es una maravillosa misericordia el que se nos advierta tan amorosamente a que huyamos de esa ira. Pensémoslo bien: ¿Quién nos da este aviso? Nos avisa el mismo Dios que no se deleita en nuestra ruina. (D) Tales advertencias asustan a veces a quienes parecen haber permanecido mucho tiempo endurecidos en su falsa seguridad y en la buena opinión que tenían de sí mismos.
II. Hay también una palabra de exhortación y de instrucción: Haced frutos dignos de arrepentimiento (v. 8); es decir, que muestren un sincero arrepentimiento. Dice: Haced, pues …, y da a entender que si profesan estar arrepentidos, y quieren recibir el bautismo de arrepentimiento, han de mostrar evidencias de que ello es una realidad en su corazón, porque el arrepentimiento, como la fe, se concibe en el corazón; allí ha de estar la raíz; pero en vano podemos pretender que poseemos una buena raíz, si no damos los frutos correspondientes. Por eso, no merecen el nombre ni el privilegio de penitentes los que dicen que sienten pesar por sus pecados y, sin embargo, continúan cometiéndolos. La fe y el arrepentimiento no son actos pasajeros, sino actitudes habituales de la persona. Una práctica contraria evidencia la falta de ellos.
III. Sigue una palabra de precaución, para que no confíen en sus privilegios externos: No penséis que basta con decir en vuestro interior: Tenemos por padre a Abraham (v. 9). Siempre que el pecador se enfrenta con la Palabra de Dios, antes de que el Espíritu Santo le humille convenciéndolo de pecado, tiende a escudarse tras pretextos y excusas. Cualquiera que, al escuchar el mensaje del Evangelio, no se decide resueltamente a dejar el pecado y vivir una vida santa, es porque abriga objeciones o falsas excusas con las que cubre su apego al pecado y su falta de decisión. El enemigo de las almas cobra muchas victorias al engañar a los hombres con la idea falsísima de que la santidad está reñida con la felicidad y que el seguimiento de Cristo es un camino penoso y triste. Pero Dios ve lo que pensamos en nuestro interior, y su Palabra nos descubre, con el poder de su Espíritu, la vanidad de nuestros pensamientos. Así, Juan les muestra a los fariseos y saduceos:
1. Cuál es su falsa pretensión: «Nosotros somos hijos de Abraham (v. Jn. 8:33, 39); no somos pecadores como los gentiles; ¿a qué nos viene eso a nosotros?» Ningún mensaje puede hacernos bien, a menos que lo tomemos como personalmente dirigido a nosotros. Es muy corriente aplicar el mensaje al vecino, como si quisiésemos justificarnos con los pecados ajenos. A los tales, Juan les advierte: No penséis que, por ser descendientes de Abraham: (A) No necesitáis arrepentiros, como si no tuvierais que cambiar vuestra mentalidad ni vuestra conducta. (B) No os va a pasar nada malo, aunque no os arrepintáis. Es una vana presunción creer que, al tener buenos parientes, vamos a estar a salvo, aunque nosotros mismos no seamos buenos. ¿De qué nos va a servir eso, si no nos arrepentimos y llevamos una vida consecuente? Hay muchos que, por desgracia, apoyándose en prácticas exteriores y en su asidua asistencia a los cultos, quedan fuera del reino de Dios, por falta de disposiciones interiores
2. Cuán insensata y sin fundamento era dicha pretensión. Pensaban que, al ser linaje de Abraham, eran la única gente que tenía Dios en este mundo. Juan les muestra la necedad de tal pretensión: Yo os digo (contra lo que vosotros podáis decir o pensar en vuestro interior) que Dios puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras. Estaba entonces Juan bautizando en el Jordán, en Betábara (Jn. 1:28), que significa la casa del paso, porque por allí habían pasado los israelitas el Jordán en tiempos de Josué, y allí estaban las doce piedras, una por cada tribu, que Josué había dejado como memorial (Jos. 4:20). Es probable que Juan apuntase a esas piedras, de las que Dios podía levantar, no solo en representación, sino en realidad, las doce tribus de Israel. Dios no tiene acepción de personas y, por otra parte, es suficientemente poderoso para convertir en hijos suyos a los hombres de corazón más empedernido.
IV. También hay una palabra de terror para los infatuados y autosuficientes fariseos y saduceos y los demás judíos que no se percataban de las señales de los tiempos ni del día de su visitación (v. 10). Si el reino de los cielos estaba cerca, también lo estaba la ira de Dios. Por eso, les advierte:
1. Cuán poco es el tiempo que les queda: Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles. Lleváis la marca de la destrucción, y sólo podéis evitarla mediante un pronto y sincero arrepentimiento: Mira que yo vengo pronto (Ap. 22:7, 12, 20). Quizás esta era la última oportunidad; por tanto, ahora o nunca.
2. Si no ponéis en regla vuestra situación actual, ¡cuán sombría va a ser vuestra suerte futura! Con el hacha puesta a la raíz, todo árbol que no produce buen fruto, por alto que sea en dones y honores, por muy verde que aparezca en vitalidad natural y en prácticas exteriores, va a ser cortado, desechado de la viña de Dios como indigno de ocupar en ella un lugar, y arrojado al fuego por la ira de Dios, como es apropiado para los árboles estériles y, además, corrompidos; ¿para qué otra cosa son útiles? Lo que no sirve para el fruto ha de servir para el fuego.
V. Una palabra de instrucción acerca de Cristo. Toda predicación genuina del Evangelio ha de estar centrada en la persona de nuestro Señor Jesucristo.
1. La dignidad y la preeminencia de Cristo sobre Juan. Véase con cuánta humildad habla de sí mismo para mejor engrandecer a Cristo: Yo a la verdad os bautizo en agua; es lo más que puedo hacer, pero el que viene detrás de mí es más poderoso que yo (v. 11). Juan a la verdad era grande a los ojos de Dios (más que ningún otro nacido de mujer); sin embargo se tiene a sí mismo por indigno (lit. no cualificado, no idóneo) del servicio más bajo que un esclavo podía prestar a su amo: llevarle las sandalias. Nadie mejor que los santos puede percatarse de la propia indignidad. En una habitación con poca luz, no se perciben las partículas de polvo que flotan en el aire, ni las manchas de los cristales; pero cuando el sol les da de lleno, saltan a la vista las manchas y el polvo. Así Juan está bien percatado: (A) De cuán poderoso es Cristo, en comparación con él. Para los ministros fieles de Dios es un consuelo saber que Cristo es más poderoso que ellos, pues así se puede manifestar la fuerza del Señor a través de la debilidad de ellos (2 Co. 12:9–10). (B) De cuán poca cosa es él en comparación de Cristo ya que se siente indigno aun de llevarle las sandalias. Aquellos a quienes Dios honra con su gracia y con sus dones, también son preparados para sentirse pequeños a sus propios ojos, de modo que Cristo lo sea todo.
2. El propósito y la intención de la aparición de Cristo, a quien ellos esperaban con tanto anhelo. Cristo va a venir para hacer una notable distinción:
(A) Mediante la poderosa eficacia de su gracia: Él os bautizará—a algunos de vosotros—en Espíritu Santo y fuego. Nótese: (a) Que es prerrogativa de Cristo el bautizar con el Espíritu Santo. Esto lo hizo con los extraordinarios dones que confirió a los Apóstoles, y lo hace también con las gracias, dones y consuelos que imparte a cuantos se lo imploran. (b) Que quienes son bautizados en (o con) el Espíritu Santo, son bautizados con fuego. ¿Es iluminador el fuego? Así es el Espíritu Santo un Espíritu de iluminación. ¿Calienta el fuego? ¿Y no arden sus corazones dentro de ellos? ¿Consume el fuego? ¿Y no consume el Espíritu de juicio la escoria de nuestras corrupciones? ¿No tiende el fuego a subir hacia arriba, y a hacer las cosas que alcanza semejantes a él? Así también el Espíritu hace al alma semejante a Él, y su tendencia es hacia el Cielo.
(B) Por las finales diferenciaciones de su juicio: Su bieldo está en su mano (v. 12). Ahora se presenta como Refinador. Su era es su Iglesia. El Templo, tipo de la Iglesia, fue edificado sobre una era. En el suelo de esta era hay mezcla de trigo y paja. Los verdaderos creyentes son como el trigo; los falsos profesantes son como la paja; ambos están ahora mezclados, buenos y malos, en una misma profesión de fe. Pero llegará el día en que Cristo limpiará con esmero su era, y el trigo quedará separado de la paja; recogerá el trigo en el granero, y quemará la paja en fuego inextinguible. El Cielo es el granero en que Cristo recogerá a los suyos, sin que se le pierda un solo grano; y allí no habrá paja entre ellos. La paja será quemada en el fuego inextinguible, que es el Infierno o lago de fuego que arde con azufre (Ap. 19:20; 20:10, 14–15; 21:8). Como todos los profetas, Juan vio el futuro en un solo plano, sin la perspectiva de los distintos niveles de cumplimiento, a la manera como se dibujaban los cuadros en la antigüedad: en superposición de planos. Así entendió la profecía de Isaías 61:1–3 en un solo plano, sin distinguir la proclamación del año de la buena voluntad de Jehová, del día de la venganza de nuestro Dios, con el intervalo de miles de años entre los dos eventos: la Primera Venida del Señor en estado de humillación y la Segunda Venida con poder. De ahí la especie de decepción que Juan sufrió, ya en la cárcel, cuando vio que Jesús se mostraba compasivo con los pecadores, pero no aplicaba el hacha ni esgrimía el bieldo.
Versículos 13–17
Ahora, el Sol de justicia se levanta gloriosamente. Se ha cumplido el tiempo para que Cristo entre a desempeñar su oficio profético; y escoge hacerlo, no en Jerusalén, sino donde Juan estaba bautizando, pues a él salían los que esperaban la consolación de Israel, quienes por eso mismo estarían dispuestos a dar la bienvenida al Mesías. La venida de Cristo desde Galilea al Jordán para ser bautizado por Juan, nos enseña a no ahorrarnos penas ni fatigas cuando tenemos oportunidad de llegarnos a Dios por medio de una ordenanza. Deberíamos estar deseando caminar por largo espacio antes que perder la ocasión de acrecentar nuestra comunión con Dios. Quienes buscan con afán, lo que buscan hallarán.
En este relato del bautismo de Cristo, podemos observar:
I. Cuánto le costó a Juan ser persuadido a administrarlo (vv. 14–15). Fue una señal de la gran humildad de Cristo el ofrecerse a ser bautizado por Juan. Tan pronto como comenzó Cristo a predicar, predicó humildad y obediencia. Aun cuando estaba destinado a los más altos honores sus primeros actos públicos no son para exaltarse a sí mismo, sino para bajarse. El que desee subir mucho ha de empezar desde muy abajo; los edificios más altos requieren fundamentos más profundos. La humildad va delante del honor, y Dios honra a quienes le honran a Él con humildad y obediencia. Aquí tenemos:
1. La objeción que Juan presenta para no bautizar a Jesús: Juan trataba de impedírselo (v. 14) como hizo Pedro cuando Cristo se disponía a lavarle los pies (Jn. 13:6, 8). La condescendencia y la benignidad de Cristo son tan sorprendentes en su profundidad misteriosa, que incluso los que conocen su mente bien tardan en comprender el significado de sus acciones. Juan, en su modestia, piensa que eso es un honor demasiado grande para él. Por entonces, el Bautista había obtenido ya gran renombre, y gozaba del respeto general; sin embargo, véase cuán humilde se conserva aún. Dios tiene reservados nuevos honores para quienes continúan siendo tanto más humildes cuanto más alta sube su reputación.
(A) Juan juzga necesario ser bautizado él mismo por Jesús: Yo necesito ser bautizado por ti con el bautismo del Espíritu Santo y con fuego. (a) Aunque Juan había sido lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre (Lc. 1:15), todavía reconocía que necesitaba tal bautismo puesto que quienes son receptivos a la operación del Espíritu Santo en su interior, son los que se percatan de que necesitan aún mayor receptividad. (b) Juan reconoce que aún necesita ser bautizado, a pesar de ser el más grande entre los nacidos de mujer. Las almas más puras son las más sensibles a la impureza que queda en ellas y, por eso, las más deseosas de un continuo lavamiento espiritual. (c) Necesita ser bautizado por Cristo. Los hombres mejores y más santos tienen necesidad de Cristo, y cuanto mejores son, tanto mejor ven la necesidad que tienen de Él. (d) Esto fue dicho delante de una multitud que tenía en gran veneración a Juan y estaba dispuesta a recibirle como Mesías. No es ningún desdoro para los hombres grandes confesar que están perdidos sin Jesús y sin su gracia. (e) Juan era el Precursor de Cristo y, sin embargo, reconoce que necesita ser bautizado por Él. Incluso los que precedieron a Cristo en el tiempo, dependían de Él en cuanto a su salvación. (f) Mientras predica a otros acerca de la salvación de sus almas Juan no olvida lo que tiene que ver con la suya propia. Como dice Pablo a Timoteo: Ten cuidado de ti mismo y de la enseñanza (1 Ti. 4:16).
(B) En consecuencia, Juan piensa que es un absurdo el que Cristo se ofrezca a ser bautizado por él:
¿Tú vienes a mí?
2. Jesús desbarata tal objeción: Pero Jesús le respondió: Permítelo ahora (v. 15). Cristo admite la humildad de Juan, pero no su negativa. Véase:
(A) Cómo insiste Cristo: Así debe hacerse ahora. Todo está bien a su tiempo. Pero ¿por qué ahora?
(a) Porque Cristo está en estado de humillación. No sólo es hallado en su porte exterior como hombre (Fil. 2:8), sino en semejanza de carne de pecado (Ro. 8:3), y así hecho pecado por nosotros, aunque no conoció pecado (2 Co. 5:21). (b) Dios está ahora haciendo su obra por medio del bautismo de Juan. Cuando vemos a Dios obrar, y lo que está obrando, hemos de someternos a su obra. (c) Tiene que ser ahora, porque ahora es el tiempo de que Cristo comience su ministerio público, y esta es la mejor oportunidad para que su aparición sea manifiesta.
(B) La razón que Cristo da para ello: Así conviene que cumplamos toda justicia. El alimento de Jesús era cumplir la voluntad del Padre, y esto era lo que el Padre disponía ahora. Pero había un motivo principal: Como un símbolo del designio que le había traído a este mundo, Jesús se identifica, en su bautismo, con los pecadores cuyo sustituto había de ser en la Cruz del Calvario. Era conveniente que lo hiciera al comienzo de su ministerio público, del mismo modo que, en el Antiguo Testamento, el sacerdote era lavado con agua antes de desempeñar su oficio (Éx. 29:4–7). Es aleccionador ver cómo Jesús cumplía siempre y en todo con toda justicia. ¿Cuánto nos falta para llegar al nivel de cumplimiento que de nosotros espera Dios?
Con la razón que Cristo da, Juan queda enteramente satisfecho, y entonces se lo permitió. La misma modestia que le incitó a declinar el honor que Jesús le ofrecía le hizo también efectuar el servicio que le demandaba. Cuando se trata de cumplir con nuestro deber, no cabe escudarse en una falsa modestia.
II. Cuán solemnemente mostró el Cielo, con un despliegue especial de gloria, el agrado con que el Padre veía el bautismo de Jesús (vv. 16–17). Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua. Todos los demás que eran bautizados, se quedaban allí por algún tiempo, confesando sus pecados (v. 6); pero Cristo, al no tener pecados que confesar, subió luego del agua, sin perder tiempo y como quien pone manos a la obra con la mayor presteza y alegre resolución.
1. Y he aquí que los cielos le fueron abiertos, como para descubrir algo en las alturas celestiales, más allá del firmamento estelar. Esto era: (A) Para animarle en su empresa, con el prospecto de la gloria y del gozo puesto delante de Él (He. 12:2). (B) Para animarnos a nosotros a recibirle y a someternos a Él. El pecado cierra los cielos y pone una barrera a la comunión entre Dios y el hombre (Is. 59:25); pero ahora Cristo ha abierto el reino de los cielos para todos los creyentes. Los cielos despiden rayos de luz y amor sobre los hijos de los hombres, mediante el Señor Jesucristo, que es como la escalera que se apoya en la tierra y se introduce en el Cielo.
2. Vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, o como una paloma, y venía a posarse sobre Él. Lucas 3:22 especifica que el Espíritu descendió en forma corporal, como una paloma. Cristo lo vio (Mr. 1:10), y Juan también (Jn. 1:33–34), y es probable que también lo vieran todos los que estaban allí, pues de esta manera quedaba inaugurado su ministerio público.
(A) El Espíritu de Dios descendió y se posó sobre Él. En el principio de la creación del mundo el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas (Gn. 1:2), como un ave que incuba sobre su nido. Así también ahora, en la inauguración del nuevo mundo de la gracia, el Espíritu del Señor había de reposar sobre Él (la «palabra» simbolizada por el agua; v. Jn. 3:5), y así lo hizo aquí (comp. Is. 11:2; 61:1). (a) Jesús era el Profeta por excelencia; y los profetas siempre hablaron por el Espíritu de Dios, que venía sobre ellos. (b) Él había de ser la Cabeza de la Iglesia. Así el Espíritu había de permanecer sobre Él y llenarle hasta sobreabundar (Jn. 1:32–33; 3:34), para que de su plenitud todos recibiésemos (Jn. 1:16)
(B) Descendió sobre Él en figura corporal, como una paloma. Esta última frase puede significar dos cosas: (a) Que el Espíritu tomó la forma corporal de una paloma aunque el texto no lo dice explícitamente, pero sí (en Lc. 3:22) que se hizo visible de alguna forma. (b) Que descendió como descienden las palomas; es decir suave y lentamente, en contraposición con la imagen del águila, que es la que prevalece en el Antiguo Testamento (comp. con lo de la «gallina» en 23:37). Así se resalta la benignidad de la gracia frente a la dureza de la Ley, así como la potencia de un Dios que salva desde arriba con la condescendencia de un Dios que se identifica con los hombres. «Águila», «gallina» y «paloma» vienen así a ser los símbolos del respectivo modo de comportarse las tres personas divinas con nosotros. Concretándonos a la paloma como figura del Espíritu Santo, podemos decir, primero, que la paloma es símbolo de inocencia y de paz. Por eso, Cristo exhortó a los suyos a ser mansos como palomas. La paloma gime (Is. 38:14). Cristo lloró sobre Jerusalén (Lc. 19:41) y el Espíritu es entristecido por el pecado del creyente (Ef. 4:30). También las almas arrepentidas son comparadas a las palomas de los valles. En segundo lugar, la paloma era la única ave que era ofrecida en sacrificio (Lv. 1:14), y Cristo se ofreció a sí mismo mediante el Espíritu eterno (He. 9:14). Finalmente, las buenas nuevas del descenso de las aguas en el Diluvio fueron traídas por una paloma con un ramo de olivo en el pico (Gn. 8:11). Es, pues, muy apropiado que las buenas nuevas de la paz con Dios nos sean traídas por el Espíritu en figura de paloma. Que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo (2 Co. 5:19) es un mensaje de gran alegría, que nos viene sobre las alas de una paloma.
3. Para completar y explicar esta solemnidad, hubo una voz de los cielos. El Espíritu Santo se manifestó en la figura de una paloma, pero el Padre se manifestó por medio de una voz.
(A) Véase cómo reconoce Dios el Padre a nuestro Señor Jesús: Este es mi Hijo, el Amado. Obsérvese:
(a) La relación del Padre con Jesús: Este es mi Hijo. Es el Hijo de Dios por la especial designación para la obra y el oficio de Redentor del mundo (Jn. 10:36) pero especialmente porque en Cristo hay una única persona, la persona del Hijo, del Verbo de Dios (Jn. 1:1, 14 18). (b) El afecto que el Padre le profesa: Este es mi Hijo, el Amado. Amado especialmente por su pleno consentimiento en llevar a cabo la obra de la Redención (Jn. 10:17). Por esto mismo nos percatamos de lo mucho que nos ama Dios, al ver que no eximió a su propio Hijo (comp. con Gn. 22:12), sino que lo entregó por todos nosotros (Ro. 8:32, comp. con 1 Jn. 4:9–10).
(B) Véase también cuán dispuesto está asimismo a reconocernos a nosotros en Cristo, pues dice, no con quien he puesto mi complacencia, sino en quien he puesto mi complacencia. Dios Padre está complacido con todos los que están en Cristo, unidos a Él por la fe. En Él nos eligió ya antes de la fundación del mundo, y en Él disfrutamos de todas las gracias de la redención, puesto que nos ha colmado de gracia en el Amado (Ef. 1:4, 6). Fuera de Cristo, Dios es fuego consumidor (He. 12:29), pero en Cristo es Padre reconciliador (2 Co. 5:19). Este es el resumen y compendio del Evangelio, el cual nos apropiamos por fe, pudiendo decir, con la esposa del Cantar: «Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento» (Cnt. 7:10).
Así que, en el bautismo de Jesús, vemos por primera vez en el Nuevo Testamento la manifestación de la Santísima Trinidad: El Hijo sale del agua, el Espíritu Santo se aparece bajo la forma de una paloma, y el Padre hace oír su voz desde el Cielo, y manifiesta su complacencia en su Hijo Jesús.
Juan el Bautista había dicho de Cristo: Es menester que Él crezca y que yo mengüe (Jn. 3:30).
Conforme el Sol se levanta, desaparece de la vista el lucero de la mañana. En este capítulo se nos narra la tentación de Jesús, el comienzo de su ministerio, el llamamiento de Pedro, Andrés y Juan a seguirle, y la curación de muchos enfermos.
Versículos 1–11
Aquí tenemos el famoso duelo, mano a mano, entre Cristo y el Gran Dragón, entre la descendencia de la mujer y la serpiente antigua (Gn. 3:15), en el cual, como un anticipo de la lucha final, vemos a la descendencia de la mujer que es tentada, como herida en el calcañar, pero sale victoriosa.
I. El tiempo en que ocurrió la tentación. Inmediatamente después de su bautismo en el Jordán, leemos que Cristo fue tentado. La investidura del Espíritu le preparó para la lucha con Satanás. 1. Los grandes privilegios y las especiales señales del favor de Dios no nos eximen de la tentación. Antes bien: 2. Después de los grandes honores que Dios nos concede, debemos esperar algo que sirva para mantenernos en humildad. 3. Dios acostumbra a preparar a sus hijos para la prueba, antes de meterlos en ella. 4. La seguridad de nuestra filiación divina es la mejor preparación para soportar la prueba.
Entonces—dice el texto—. Precisamente entonces, cuando acababa de ser bautizado, y el Padre le había mostrado su complacencia, fue tentado. Después que hemos sido admitidos a la comunión con Dios hemos de esperar el ataque de Satanás. El alma enriquecida debe redoblar la guardia, pues el diablo tiene un empeño especial y rencoroso en atacar a las personas útiles, que no sólo son buenas, sino que se dedican a hacer el bien, en particular cuando acaban de escaparse de sus garras, o cuando comienzan a dedicarse de lleno al Señor. Que los nuevos cristianos, así como los jóvenes ministros de Dios, tomen buena nota de esto, y se armen en consecuencia de toda la armadura de Dios (v. Ef. 6:10–18).
II. El lugar en que ocurrió la tentación: en el desierto. Después de algún servicio en la obra del Señor, o de alguna señal especial del favor de Dios, es conveniente retirarse por algún tiempo, para no perder, en medio de la ruidosa multitud o de la prisa de los negocios seculares, lo que acabamos de recibir. Cristo se retiró al desierto: 1. Para su propio beneficio. El retiro da oportunidad para la meditación y la comunión íntima con Dios; y cuantos son llamados a una vida de gran actividad deben tener sus horas de contemplación, y encontrar tiempo para estar a solas con Dios, pues no es posible hablar a otros convenientemente de las cosas de Dios, si antes no nos hemos penetrado de esas mismas cosas en secreto, ya que, por nosotros mismos, no somos fuentes, sino depósitos y canales, de vida espiritual; tanto daremos cuanto tengamos, y si no tenemos nada, mal podremos comunicar algo. 2. Para dar ventaja al tentador. Aunque la soledad es un buen amigo para los buenos corazones, el diablo sabe cómo aprovecharse de ella en contra nuestra. Quienes, bajo pretexto de santidad y devoción, se retiran a cuevas y desiertos, se encuentran con que no han escapado del alcance de sus enemigos espirituales, y echan de menos el beneficio de la comunión fraternal. Cristo se retiró al desierto: (A) Para que Satanás pudiese emplear sus peores armas, con lo que la victoria de Jesús sería más gloriosa. (B) Para tener la oportunidad de demostrar la gran fuerza que le comunicaba el Espíritu y ser exaltado en una victoria conseguida sin ayuda de ningún otro ser humano.
III. Los aprestos para la lucha. Estos eran dos:
1. Jesús fue llevado al combate: Fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo. El mismo Espíritu que había descendido sobre Él como una paloma para infundirle mansedumbre, le infundió también bravura y osadía. Si Dios, en su providencia, nos pone en circunstancias propicias para la tentación a fin de probarnos, no nos ha de parecer cosa extraña, sino que hemos de prepararnos, velar y resistir firmes en la fe (1 P. 4:12; 5:8–9); así, todo irá bien. Adondequiera que el Señor nos lleve, podemos esperar que Él irá con nosotros, y nos proporcionará fuerza suficiente Para ser más que vencedores (Ro. 8:37; 1 Co. 10:13).
Cristo fue llevado para ser tentado por el diablo, y sólo por él. Los demás somos tentados, cuando somos atraídos y seducidos por nuestra concupiscencia (Stg. 1:14), pero Jesús carecía de concupiscencia, ya que su naturaleza humana fue preservada de la corrupción en el primer momento de su concepción, por la acción santificante del Espíritu (Lc. 1:35). Su corazón podía compararse a un vaso de agua limpia, sin posos de corrupción; podía ser agitado, pero no enturbiado; mientras que el nuestro, cuando somos tentados, no sólo es agitado, sino también enturbiado.
Por otro lado, la tentación de Cristo es: (A) Un ejemplo de condescendencia en su estado de humillación. (B) Un caso de identificación. Nuestro Gran Sumo Sacerdote había de ser tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado (He. 4:15, comp. con 2:17–18). (C) Una ocasión de confundir a Satanás. No hay victoria sin combate. Cristo fue tentado para derrotar al tentador. (D) Para consuelo y estímulo de todos los hijos de Dios. En la tentación de Cristo se echa de ver que nuestro gran enemigo no es invencible. Aunque es un fuerte armado, el Autor y Capitán de nuestra salvación es más fuerte que él. Es un gran consuelo para nosotros saber que Cristo sufrió, siendo tentado, pues así vemos que las tentaciones, si no consentimos en ellas son sólo aflicciones, pero no pecados. Como alguien ha dicho, «no podemos impedir que un pájaro vuele en torno de nuestra cabeza, pero sí que haga un nido en nuestro pelo».
2. Mantuvo una dieta apropiada para el combate, como hacen los atletas, quienes en todo ejercitan el dominio propio (1 Co. 9:25); pero Cristo extremó dicho dominio, pues ayunó cuarenta días y cuarenta noches, no porque necesitase mortificar su carne, ya que carecía de corrupción en su naturaleza, sino para mejor darse a la oración y como ejemplo para nosotros. Es de notar que, mientras estuvo ayunando, no pasó hambre, su íntima comunión con el Padre le servía de alimento (v. Jn. 4:34), pero al final tuvo hambre, para mostrar que era hombre real y verdadero. El primer Adán cayó al comer (y también nosotros pecamos a veces en la comida y bebida); el postrer Adán venció al no comer.
IV. Las tentaciones mismas. El objetivo principal de Satanás al tentar a Jesús, fue desviarle del plan que el Padre había programado para Él, haciendo así que pecase contraviniendo la voluntad de Dios, y tornándose incapaz para ser sumo sacerdote santo y víctima sacrificial sin mancha, ofrecida por el pecado del mundo. Así intentaba llevar a Jesús al mismo estado de ánimo que causó la ruina de nuestros primeros padres. En efecto, procuraba inducirle a, 1. hacerle desconfiar de la bondad del Padre; 2. poner a prueba innecesaria el poder de Dios 3. arrebatar al Padre el honor que le pertenece, entregándoselo al diablo. Las dos primeras tentaciones eran tan astutas, que se necesitaba gran sabiduría para discernirlas; la tercera era tan fuerte, que se necesitaba mucha resolución para resistirla.
1. Primero le tentó a desconfiar de la bondad de su Padre y del cuidado que el Padre tenía de Él.
(A) Véase cómo fue propuesta la tentación: Se le acercó el tentador (v. 3). El tentador se acercó a Cristo y tomó una forma visible. Si el Diablo puede transformarse en ángel de luz, como dice Pablo, de seguro que lo hizo ahora, al pretender hacerse pasar por una especie de ángel de la guarda.
Obsérvese la astucia del tentador, al conectar esta tentación con lo que precede inmediatamente en el texto sagrado, para hacerla más fuerte: (a) Cristo comenzaba a tener hambre por lo que parecía muy apropiado usar su poder divino para convertir las piedras en pan, y satisfacer así su necesidad apremiante. La necesidad extrema y la pobreza son gran tentación para el descontento, la incredulidad y el empleo de medios ilegales para salir del apuro, bajo pretexto de que la necesidad no tiene ley. Por consiguiente, los que se hallan en tal aprieto, necesitan doble precaución; es preferible morir de hambre que vivir de pecado. (b) Cristo fue declarado después el Hijo de Dios, y el diablo se apoya en este título para comenzar la tentación. Como si dijese: Puesto que eres el Hijo de Dios, tienes poder para hacer esto por tu propia cuenta. Además, según Isaías 49:10, la promesa de «no tendrán hambre ni sed» entraba dentro del plan de salvación para los tiempos mesiánicos, así como, en Juan 6:30 y siguientes, la muchedumbre desafía a Jesús a que demuestre su mesianidad y que haga descender pan del cielo, como lo había hecho Moisés.
(c) ¿El heredero de todas las cosas había de estar reducido a tal aprieto? «O Dios no es tu Padre—viene a decirle Satanás—o no te tiene mucho afecto». Lo primero que Satanás intenta es hacer que los hijos de Dios desconfíen de la bondad de su Padre. Los problemas y aflicciones que sufrimos le sirven de argumento poderoso para hacernos dudar de si somos hijos de Dios o no. Para responder a esta tentación hay que estar dispuesto a decir, como Job, «aunque Él me mate, en Él esperaré» (Job 13:15). El Padre había dicho poco antes: Este es mi Hijo Amado, en quien he puesto mi complacencia (3:17); el diablo viene a decirle: Probablemente no lo dijo; o si lo dijo, no es verdad. No hay cosa que haga tanto daño como haber concebido una falsa imagen, un concepto falso, del ser y de los atributos de Dios. (d) En fin, Satanás parece también decirle: «Ahora tienes una oportunidad de demostrar que eres el Hijo de Dios, ordenando que estas piedras se conviertan en panes». No le dice: «Ruega a tu Padre que las convierta en panes», sino: «Di que se conviertan en panes; si tu mismo Padre te ha abandonado, arréglatelas por ti mismo y no dependas de Él». El diablo nunca tienta a mantener actitudes de humildad, sino a cuanto tenga que ver con el orgullo, la arrogancia y la autosuficiencia.
(B) Veamos ahora cómo venció Cristo esta tentación.
(a) Jesús rehusó obedecer al diablo, y no quiso decir que aquellas piedras se convirtiesen en panes; no porque no tuviese poder para hacerlo, sino porque no quería hacerlo; ¿y por qué no quería? Porque su alimento era hacer la voluntad del Padre (Jn. 4:34); por eso, respondió a Satanás con la cita de Deuteronomio 8:3. No había venido a hacer su propia voluntad, sino la del que le envió y en esa voluntad habíamos de ser santificados (He. 10:5–10). Su comunión con el Padre era tan íntima, que nadie ni nada podía torcer su dependencia de Él y su entera confianza en Él. ¿Cómo iba Él a obedecer al diablo, el gran enemigo de Dios y de su obra?
(b) La respuesta de Jesús es pronta y certera: Él respondió y dijo (v. 4). Obsérvese que Cristo desbarató todas las tentaciones de Satanás con la frase: Escrito está. Con eso honraba a la Escritura y, para darnos ejemplo apelaba a lo que estaba escrito en la Ley (Is. 8:20). La Palabra de Dios es la espada del Espíritu, arma primordial en la panoplia del cristiano (Ef. 6:17).
Esta respuesta, como las otras dos que da Cristo al tentador está sacada del libro del Deuteronomio, que significa segunda ley, donde se encuentra muy poco referente a lo ceremonial, los sacrificios y las purificaciones del Levítico, aunque eran de institución divina, tenían poca fuerza para ahuyentar a Satanás, pero los preceptos morales y las promesas evangélicas, mezcladas con fe, son poderosas, mediante el Espíritu de Dios, para vencer al diablo. La razón que se da en Deuteronomio para explicar por qué alimentó Dios a los israelitas con el maná es porque quería hacerles saber que no sólo de pan vivirá el hombre. Esto lo aplica Cristo a su propio caso. El diablo quería hacerle dudar de su filiación, porque se hallaba en un apuro. Cristo viene a contestarle que eso no es objeción, pues Israel era hijo de Dios; sin embargo, Moisés le dice a Israel, de parte de Dios: Reconoce en tu corazón que como castiga el hombre a su hijo, así Jehová tu Dios te castiga (Dt. 8:5). Cristo siendo Hijo, aprendió obediencia (He. 5:8). El diablo quería hacerle desconfiar del afecto y del cuidado del Padre, y le inducía a procurarse alimento tan pronto como sintió hambre. Pero Dios quiere que sus hijos, cuando se encuentren en alguna necesidad, esperen en Él. El diablo quería que Cristo se abasteciera de pan por sí mismo. «No—dice Jesús—, ¿qué necesidad tengo de pan? El hombre puede vivir sin pan, como vivió Israel del maná durante cuarenta años en el desierto». Toda palabra que sale de la boca de Dios cuanto Dios tenga a bien ordenar o disponer para el hombre, puede mantener la vida tan bien como el pan. Así como podemos disponer de pan y, con todo, no quedar alimentados si Dios niega su bendición, así también podemos carecer de pan y ser alimentados de otra manera. Así como en medio de la mayor abundancia, no debemos pensar en vivir sin Dios, así también en la mayor escasez debemos aprender a vivir esperando en Dios. Sigamos el ejemplo de Cristo y recordemos que uno de los títulos de Dios es Jehová-jireh = Dios proveerá, de una manera o de otra. Es mejor vivir pobremente del fruto de la bondad de Dios, que nadar en la abundancia de los productos de nuestro pecado.
2. Después viene la tentación a que se arroje abajo desde el pináculo del Templo al confiar en el poder y en la protección de Dios. Véase la astucia del diablo al proponerle esto:
(A) Al ver Satanás que Cristo, en el caso de satisfacer su hambre, confiaba tan plenamente en el cuidado que el Padre tenía de Él le ataca por ahí, induciéndole a que se arroje de lo alto, con la misma confianza de que el Padre velará por su seguridad. No hay extremos tan peligrosos, especialmente en lo que atañe al bienestar de nuestra alma, como la desesperación y la presunción. Hay quienes, al haber obtenido la persuasión de que Cristo puede y quiere salvarles de sus pecados, son tentados a presumir que les salvará también en sus pecados. Tan mala es la inseguridad de la salvación, como la presunción de la salvación. La primera es normal en la Iglesia de Roma; la segunda acecha dentro de la Reforma. Ambos extremos quedan refutados en 1 Juan 5:13 y 3:7–10 respectivamente. Observemos ahora:
(a) Cómo preparó el demonio la tentación. Llevó a Cristo a Jerusalén, no por la fuerza, no contra su voluntad, sino con su consentimiento. Y le puso en pie sobre el alero del Templo. Véase aquí primeramente, cuán sumiso fue Cristo, al permitir ser llevado de esta manera por Satanás y cuán consolador es para nosotros el saber que, al permitir el Señor a Satanás que ejercitara su poder sobre Él, no consiente que lo ejercite con nosotros, porque conoce nuestra fragilidad. En segundo lugar, cuán astuto fue el diablo al escoger el sitio para tentar a Jesús. Lo sitúa en un lugar muy conspicuo y en la populosa ciudad de Jerusalén, gozo de toda la tierra; y en el Templo, una de las maravillas del mundo, continuamente observado con admiración por unos o por otros. Allí puede Cristo hacerse notar y demostrar que es el Hijo de Dios, no en la oscuridad de un desierto, sino ante multitudes.
Téngase en cuenta cómo Jerusalén es llamada la santa ciudad; así lo era por nombre y profesión. Pero no hay en la tierra una ciudad tan santa que se halle a salvo de las tentaciones del diablo. La santa ciudad es el lugar en que, con mayor ventaja y éxito, induce a los hombres al orgullo y a la presunción. Pero, bendito sea Dios por el hecho de que, en la Jerusalén de arriba, esa ciudad santa del todo, no entrará ninguna cosa impura, ni habrá jamás en ella tentación alguna. Satanás pone a Cristo sobre el alero, en el pináculo del Templo. Los lugares altos son lugares de tentación, pues son lugares que producen vértigo y son resbaladizos. Vemos aquí que el diablo levanta para hacer caer, mientras que Dios humilla para levantar. Especialmente peligrosos son los altos lugares en la iglesia; los que allí sobresalen por sus dones y han ganado buena reputación, necesitan mayormente mantenerse humildes y velar, porque el diablo tiene especial interés en derribarlos, tanto por la pieza que cobra como por el escándalo que levanta.
(b) Cómo presentó el demonio la tentación: Si eres Hijo de Dios, échate abajo; muéstrate así al mundo y demuestra quién eres; serás admirado, como quien está bajo una protección especial del Cielo, y serás recibido, como quien viene con una comisión especial del Cielo. Todo Jerusalén verá y reconocerá, no sólo que eres más que hombre, sino que eres el Mensajero, el ángel del pacto, el Señor que viene súbitamente a su Templo (Mal. 3:1).
Obsérvese que el diablo le dice: Échate abajo. Satanás no podía echarlo abajo, porque su poder es limitado. El diablo puede persuadir, pero no puede coaccionar; puede decirnos: échate abajo; pero no puede arrojarnos abajo. Si nosotros mismos no nos hacemos daño, nadie nos lo hará a la fuerza.
(c) Cómo apoyó el diablo en la Escritura su propuesta: Porque escrito está: A sus ángeles les encargará acerca de ti. Pero ¿también Saúl está entre los profetas? ¿Está Satanás tan versado en la Escritura, que puede citarla con tal facilidad? Así parece. Nótese que es posible que una persona tenga su cabeza llena de conceptos bíblicos y teológicos, y su boca llena de expresiones de la Biblia, mientras su corazón está en plena enemistad con Dios y con todo lo divino (v. Stg. 2:19).
Hay una parte de verdad en esta tentación, hay una promesa acerca de tal ministración por parte de los ángeles, y el diablo lo sabe por experiencia, pues los ángeles guardan a los santos de las acometidas del enemigo. Pero hay también gran parte de mentira, por callar el contexto: De que te guarden en tus caminos (Sal. 91:11); en los caminos del deber, no fuera del camino que Dios indica. Si nos salimos del camino, perdemos el derecho a la promesa y nos ponemos fuera del alcance de la protección de Dios.
Vemos, pues, que el demonio es un maestro en emplear las medias verdades, que son las peores mentiras, porque una mentira pura difícilmente puede conquistar el asentimiento de nuestra mente, la cual ha sido hecha para la verdad, pero cuando la mentira se reviste de una capa de verdad es verdaderamente peligrosa, porque es como el cebo que atrae al pez para que pique en el anzuelo. De ahí la necesidad que tenemos de conocer todo el consejo de Dios (Hch. 20:27), para no torcer el sentido de la Escritura por desconocimiento de lo que realmente dice el texto o el contexto; todo texto, sacado de su contexto, se convierte en un pretexto. El diablo, no sólo se calló el contexto, sino que usó el texto como pretexto para inducir a Jesús a tentar a Dios con la presunción del cuidado que Dios tiene de sus hijos.
(B) Cómo venció Cristo la tentación. La venció, como a la primera, con la Escritura bien citada. El abuso que el diablo hizo de la Escritura no impidió que el Señor la usase debidamente y citase otra vez del Deuteronomio (6:16): No tentarás al Señor tu Dios. En el lugar de donde está tomada la cita, dice en plural: No tentaréis a Jehová vuestro Dios. Aquí dice en singular: No tentarás. Esto nos enseña a aplicarnos a nosotros en particular, tanto los mandamientos como las promesas que en la Biblia se hallan en plural.
Si Cristo se hubiese echado abajo, habría tentado a Dios, (a) como si aún requiriese una ulterior confirmación de lo que tan expresamente le había sido ya confirmado. Cristo estaba suficientemente convencido de que Dios era su Padre y de que tenía cuidado de Él, (b) como si hubiese requerido una especial protección de Él, haciendo algo para lo que no había recibido ninguna orden del Padre. Si esperamos que, porque Dios ha prometido protegernos, no abandonarnos y proveer a todas nuestras necesidades, ya podemos marchar por el camino que nos parezca, hacer lo que nos plazca y meternos en el peligro, es que estamos llenos de presunción y tentamos a Dios. Hay incluso predicadores que escudan su falta de preparación en la promesa del Señor de que el Espíritu inspirará lo que han de decir quienes sean llevados ante los tribunales por causa de su nombre. Estos también tientan a Dios, aunque se imaginen que predican por inspiración. Nadie debe prometerse a sí mismo más de lo que Dios ha prometido.
3. Finalmente, el diablo tentó a Jesús ofreciéndole todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, a cambio del más vergonzoso y horrible acto de idolatría.
(A) La peor de todas las tentaciones fue la última. Cuando, con la ayuda de Dios, hayamos vencido alguna tentación, no debemos confiarnos, sino prepararnos para ulteriores, y quizá peores, asaltos. En esta tentación podemos observar:
(a) Lo que mostró Satanás a Jesús: todos los reinos del mundo. Para ello, le llevó a un monte muy alto. El pináculo del Templo no era bastante alto para su propósito. El príncipe del poder del aire había de buscarle otro lugar en el territorio de su jurisdicción. Allá lo llevó el diablo para poder tener una panorámica más completa, como si el diablo pudiese mostrar al Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas algo más de lo que Él conocía. Podemos aventurar la opinión de que Satanás usó de poderes mágicos para hacer pasar ante la vista de Jesús como en un caleidoscopio, la pompa, la riqueza y el poder de todos los reinos del mundo, cosa que no se habría logrado, sin más, desde una montaña, por alta que esta fuese. Puede notarse de paso que las tentaciones comienzan con mucha frecuencia, por la vista (v. por ej. Gn. 3:6 y Jos. 7:21; en ambos casos, el proceso es el mismo: ver, codiciar, tomar y esconder). Debemos, pues, como Job (31:1), hacer pacto con nuestros ojos, para evitar el comienzo de muchas tentaciones. Vemos también que son muchas las tentaciones que provienen del mundo y de las cosas que hay en el mundo, el diablo tienta con ellas a los ignorantes, incautos e inestables, ya que lo reviste todo de sombras misteriosas y de falsos colores, con los que atrae a los hombres como con un lazo, para ocultar de ellos la negra cara del pecado y precipitarles así en la miseria, en la muerte y en la perdición eterna. Satanás es padre de la mentira y homicida desde el principio (Jn. 8:44).
(b) Lo que Satanás dijo a Jesús en esta tentación: Todo esto te daré, si postrado me adoras (v. 9). Véase primero la vanidad de esta promesa: Todo esto te daré. Lo que promete es sólo la pompa y el vano colorido de los reinos del mundo, desde el pedestal de una ocupación ilegítima que le fue ofrecida en bandeja por el pecado de la humanidad. Quizás al oír: Este es mi Hijo, el Amado, Satanás recordó que, en el Salmo 2:7–8 lo que él le ofrecía a Cristo, le había sido prometido por el Padre: Mi hijo eres tú … Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra; y quería persuadirle a que lo recibiera de su mano por el camino de la gloria, en vez de recibirlo de manos del Padre por el camino de la Cruz. Esto nos enseña que nunca debemos aspirar a obtener, de manos de Satanás, lo que Dios nos ha prometido, aunque el plan de Dios para nosotros parezca menos placentero que el que nos ofrece el diablo.
En segundo lugar, obsérvese la vergonzosa condición que le propone: Si postrado me adoras. El diablo está siempre deseoso de ser adorado. ¿Podía darse una tentación más horrenda y espantosa?
Notemos que el mejor de los santos puede ser tentado a cometer el peor de los pecados, pero no tiene que afligirse por ello, con tal de que no consienta en ella, sino que puede sentirse animado al ver que Cristo fue tentado a adorar a Satanás.
(B) Véase cómo Cristo rechazó la proposición:
(a) Con horror y detestación: Vete, Satanás (v. 10). Es tan abominable la proposición al primer golpe de vista, que Cristo la rechaza inmediatamente. Cuando el diablo tentó a Cristo a que se echase abajo, aunque no consintió, le oyó; pero ahora que la tentación insinúa tal afrenta contra el mismo Dios, no puede aguantarla ni por un momento. El antiguo adagio latino dice: Principiis obsta = Resiste a los comienzos. Es preciso rechazar las tentaciones de forma perentoria y contundente si queremos triunfar de Satanás; la morosidad hace que la tentación vaya cobrando fuerza en nuestro interior hasta debilitarnos y hacernos caer. Este es un punto de suprema importancia. La mayor parte de nuestras caídas se deben a que no nos oponemos con un NO rotundo al atractivo de la tentación, y mantenemos una secreta complicidad con el pecado que no nos decidimos a abandonar. Esta indecisión va unida a cierta desconfianza en la bondad de Dios, pues nos parece que el camino de una virtud total es un camino de sufrimiento y de tristeza, cuando el fruto del Espíritu es: amor, gozo y paz. El resultado de tales indecisiones suele ser un «sí, pero no ahora», que deja para un mañana incierto, que casi nunca llega, el albur de toda una eternidad.
(b) Con un argumento sacado de la Escritura: Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo servirás (v. Dt. 6:13; 10:20). El Salvador recurre así a la ley fundamental, indispensable y universalmente obligatoria. Sólo a Dios se debe adoración. Cristo cita esta ley concerniente a la adoración religiosa, y la cita aplicándosela a sí mismo, para mostrar, primero, que en su estado de humillación como hombre, adoraba a Dios, tanto pública como privadamente en cumplimiento de toda justicia; segundo, para mostrar que la ley de la adoración a Dios es de obligación perpetua.
V. Finalmente, tenemos el resultado de este combate (v. 11).
1. El diablo quedó burlado, y abandonó el campo de batalla: Entonces le dejó el diablo, forzado a hacerlo por el poder que acompañó a la voz de mando: Vete, Satanás. Batido y en vergonzosa retirada Satanás concluye que es en vano seguir tentando a Cristo por ahora. Resistid al diablo, y huirá de vosotros—dice Santiago—(Stg. 4:7). Para el creyente, es un enemigo vencido. Por eso, Pablo exhorta a los efesios (Ef. 6:13 y ss.) a resistirle y a estar firmes, no a avanzar, ya que pisan terreno de victoria, pero pueden ser derribados en dicho terreno, si no resisten con resolución. «El diablo—dice un escritor eclesiástico de los primeros siglos—es como un perro atado a una cadena, que sólo muerde a quienes se acercan a él.»
2. Los santos ángeles vinieron a servir a nuestro victorioso Redentor: Y he aquí que se le acercaron unos ángeles y le servían. Con un ángel bastaba para servirle el alimento que necesitaba, pero le sirvieron muchos para mostrarle cuánto le respetaban y cuán prestos estaban a obedecer sus mandatos. Es digno de notarse:
(A) Que así como hay numerosas huestes de maldad, espíritus malignos que luchan contra Cristo y contra su Iglesia, así como contra cada uno de los creyentes en particular, así también hay numerosas huestes de santidad, espíritus bienaventurados, enviados para servir a los santos (v. He. 1:14).
(B) Que las victorias de Cristo son triunfos también de los ángeles.
(C) Que los ángeles servirían al Señor, no sólo con alimentos, sino también con cuanto necesitase después de sus ayunos y fatigas. Aunque Dios permite que los suyos se encuentren en necesidades y en apuros, no dejará de tener cuidado de ellos para que no les falte lo necesario para el sustento diario y, si es necesario, les enviará alimento por medio de ángeles, antes que verlos perecer de hambre. Así fue Jesús auxiliado después de la tentación: (a) Para animarle a seguir en la empresa que el Padre le había confiado.
(b) Para que nos animemos nosotros a confiar en Él. Bien podemos esperar, no sólo que se compadezca (simpatice) de los suyos cuando son tentados, sino que venga a socorrerles en el momento oportuno.
Versículos 12–17
Aquí tenemos un relato acerca de la predicación de Cristo en las sinagogas de Galilea.
Por los otros evangelistas, especialmente por Juan, vemos que hubo un lapso de tiempo, con varios episodios, entre la tentación en el desierto y el comienzo del ministerio de Cristo en Galilea. Pero como Mateo residía en Galilea, comienza el relato del ministerio público del Señor a partir del mismo lugar en que él residía.
I. El tiempo: Cuando Jesús oyó que Juan estaba preso, volvió a Galilea (v. 12). El clamor de los sufrimientos de los santos llega a los oídos del Señor Jesús. Al ser encarcelado Juan, Jesús se entera, toma buena nota de ello, y organiza su programa en consecuencia. 1. Cristo no fue a Galilea hasta que se enteró del encarcelamiento de Juan, para dar tiempo al Precursor a preparar los caminos del Señor antes que el Señor mismo apareciera. Juan debía ser el heraldo de Cristo, no su rival. El Sol sale cuando se ocultan las estrellas. 2. Marchó allá tan pronto como se enteró del encarcelamiento de Juan, no sólo por su propia seguridad, sino también para suplir la ausencia del Bautista y comenzar a edificar sobre el fundamento que Juan había puesto. Dios no se deja a Sí mismo sin testimonio, ni a Su Iglesia sin líderes.
II. El lugar donde predicaba; en Galilea, la parte más remota del país y la más distante de Jerusalén y que, además, era considerada con desprecio como de gente ruda y tosca, hombres a propósito para soldados, pero rústicos y poco aptos para los estudios. Nótese:
1. La ciudad que escogió para su residencia; no Nazaret, donde se había criado; precisamente, en el versículo 13, se especifica que dejó Nazaret. Y tenía buenas razones para dejar Nazaret, porque los hombres de dicha ciudad le echaron fuera de allí (Lc. 4:29). Cristo no quería permanecer donde no era bien recibido. ¡Desventurada Nazaret!
Sino que vino y habitó en Capernaúm, que era también una ciudad de Galilea, pero distante muchos kilómetros de Nazaret. Se dice aquí que estaba junto al mar; no del gran mar, o mar Mediterráneo, sino el mar de Galilea o lago de Tiberíades (también, de Genesaret). Esto no quiere decir que permaneciese fijo allí, porque pasaba haciendo el bien (Hch. 10:38), sino que allí tenía, por decirlo así, su cuartel general; el poco reposo que tenía lo tenía allí; y parece ser que en Capernaúm era bien recibido, aunque algunos le rechazaran también allí.
2. La profecía que se cumplió en esto (vv. 14–16). La cita es de Isaías 9:1–2, pero con algunas variantes. El evangelista toma aquí sólo la última cláusula, que habla del retorno de la luz de la libertad y de la prosperidad a las comarcas que antes habían estado en las tinieblas de la cautividad y lo aplica a la aparición del Evangelio entre ellos. Se especifican las comarcas (v. 15). Con la venida de Cristo a Capernaúm llegó el Evangelio a todos los lugares circunvecinos; tan difusivas son las influencias que irradia el Sol de justicia.
(A) Estos lugares estaban en tinieblas (v. 16). Quienes están sin Cristo, están en la oscuridad; más aún, ellos mismos son tinieblas. Estaban asentados en esta condición. Estar sentado es una postura de inactividad; estar asentado enfatiza la continuidad de esta postura; y es una postura de contentamiento: estaban en tinieblas y amaban las tinieblas. El que está en la oscuridad por ser de noche, puede estar seguro de que el sol volverá a salir, pero el que está en la oscuridad por ser ciego, no tiene esperanza de abrir los ojos a la luz. Tenemos la luz al alcance de la mano, pero esta luz no nos servirá de nada, si no somos luz en el Señor. (B) Cuando viene el Evangelio, viene la luz; cuando entra el Evangelio en un corazón, se hace de día allí. La ley descubre y orienta; lo mismo pasa con el Evangelio.
Es una gran luz. Grande en comparación con la luz de la ley, cuyas sombras eran ahuyentadas ahora.
Es una gran luz, porque descubre grandes cosas de vastas consecuencias; durará mucho y se extenderá ampliamente. Es una luz que crece, como se insinúa en la frase: les ha amanecido una luz. Fue entonces sólo un amanecer, para brillar después más y más. Como la luz de la mañana el mensaje del Evangelio del reino fue pequeño en sus comienzos, gradual en su auge y grande en su perfección.
Obsérvese que la luz les amaneció; no fueron ellos a buscarla, sino que vino sobre ellos antes de que se apercibieran de ella.
III. El texto sobre el cual predicó (v. 17). La línea medular de su mensaje, ampliado en Marcos 1:15, dice: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado. Es el mismo mensaje que Juan predicaba (3:2), porque la esencia del Evangelio es la misma en las diversas dispensaciones, ya que es el Evangelio eterno. Cristo confirió un gran honor al ministerio del Bautista, al predicar el mismo mensaje que Juan predicaba; así confirmaba Dios la palabra de su mensajero.
1. Con este texto comenzó Jesús a predicar. Por ahí comenzó Él, como había comenzado el Bautista, y así nos enseñó a que comencemos nosotros. No es preciso que nos levantemos a grandes alturas ni descendamos a grandes profundidades, en lo que se refiere al contenido o a la expresión de nuestros mensajes. Así como Juan había preparado el camino del Señor, así el Señor preparó el suyo propio y abrió nuevos caminos para los descubrimientos posteriores que había determinado, por medio de la doctrina del arrepentimiento.
2. Sobre este tema predicó con frecuencia; adondequiera que iba, este era su tema, y nunca pensaron ni Él ni sus seguidores que el tema estuviese gastado o demasiado trillado. Lo que una vez se ha predicado y escuchado, puede aún predicarse y escucharse de nuevo con mucho provecho, Si se predica y se escucha mejor.
3. Esto lo predicó como Evangelio. No sólo el austero Juan, que era tenido por demasiado severo, sino el dulce y bondadoso Jesús, cuyos labios destilaban miel, predicó también arrepentimiento.
4. La razón es todavía la misma: El reino de los cielos se ha acercado. Y cuanto más cerca está el reino, tanto más fuerte es el argumento. Ahora la salvación está más cerca (Ro. 13:11).
5. Reino de los cielos (Mt. 3:2; 4:17) y reino de Dios (Mr. 1:15) son sinónimos. Mateo dirige su evangelio primordialmente a los judíos, para quienes era familiar la expresión «reino de los cielos», así evitaba pronunciar el nombre sagrado, mientras que Marcos y Lucas sienten la necesidad de escribir
«reino de Dios», para hacerse entender mejor de sus lectores. Este reino empezó a estar al alcance de la mano, y en medio del pueblo, con la Primera Venida del Señor, pero será experimentado en toda su plenitud cuando al nombre de Jesús se doble toda rodilla (Fil. 2:10).
Versículos 18–22
Cuando Cristo comenzó a predicar, comenzó también a reunir discípulos, para que fuesen oyentes antes de ser predicadores. En esta porción, tenemos un recuento de los primeros discípulos que llamó para que conviviesen con Él. Y esto fue un ejemplo: 1. De llamamiento eficaz a estar con Cristo. En toda su predicación, hizo un llamamiento general a toda la nación, pero en esto hizo un llamamiento especial a quienes le habían sido dados por el Padre (Jn. 17:6, 9, 12, 24). Todo el país fue llamado a venir; pero estos fueron llamados de forma que vinieran. 2. Fue también como una especie de ordenación o nombramiento para el ministerio. Cuando Cristo, como Maestro, estableció su gran escuela, una de sus primeras ocupaciones fue nombrar ujieres o bedeles—maestros subalternos—que se ocupasen en la obra de la instrucción.
Ahora bien, aquí podemos observar:
I. Dónde fueron llamados—junto al mar de Galilea—(v. 18), por donde iba andando. Acá vino a llamar discípulos; no a la corte de Herodes (porque no son muchos los poderosos, ni muchos los nobles llamados, 1 Co. 1:26), ni a Jerusalén, entre los principales sacerdotes y los ancianos, sino al mar de Galilea. Los ojos de Jesús no ven como los de los hombres. Galilea era una parte remota del país, sus habitantes eran menos cultos y refinados, su mismo lenguaje era rudo y tosco; su manera de hablar les descubría (26:73). Con todo, allá fue Cristo a llamar a sus Apóstoles, que habían de ser los primeros ministros de Estado en su reino, porque Él escoge lo necio de este mundo para confundir a los sabios.
II. Quiénes eran ellos. En estos versículos se nos refiere el llamamiento de dos parejas de hermanos: Pedro y Andrés, Santiago y Juan. Habían sido discípulos del Bautista, y así estaban mejor dispuestos para seguir a Cristo. Quienes se han sometido a la disciplina del arrepentimiento serán bien venidos a los gozos de la fe. Respecto de ellos, podemos observar:
1. Que eran hermanos. Es un honor y un consuelo para un hogar, cuando los que son de la misma familia, son también de la familia de Dios.
2. Que eran pescadores. Al ser pescadores: (A) No eran ricos; si hubiesen poseído mucha hacienda, o considerables ganancias en su oficio, no se habrían dedicado ellos mismos a pescar, a no ser como diversión. Cristo no desprecia a los pobres, y tampoco tenemos que despreciarlos nosotros. (B) Eran iletrados (Hch. 4:13), faltos de sabiduría mundana y de erudición rabínica, pero receptivos al Evangelio de la gracia. Esto no justifica el admitir para la obra del ministerio a personas ignorantes y descalificadas.
(C) Eran trabajadores, hechos al esfuerzo y a la fatiga. La diligencia en un quehacer honesto es agradable a Cristo y no resulta un estorbo para una vida santa. Los holgazanes están a merced de las tentaciones de Satanás, más bien que a los llamamientos de Dios. (D) Eran hombres acostumbrados a las privaciones y a los peligros; el oficio de pescador, más que ningún otro, es laborioso y peligroso; los pescadores están continuamente expuestos al frío y a la humedad; tienen que velar, esperar, fatigarse y arriesgarse. Quienes están acostumbrados a sufrir privaciones y a correr riesgos, están mejor preparados para la comunión y el discipulado de Jesucristo. Los buenos soldados de Cristo han de aguantar penurias y durezas.
III. Qué estaban haciendo. Pedro y Andrés estaban pescando: echaban la red en el mar, Jacobo y Juan estaban remendando sus redes, lo que es una muestra de su laboriosidad y de su economía. No fueron a pedirle dinero a su padre para comprar nuevas redes, sino que se tomaron el trabajo de remendar las viejas. Es muy recomendable hacer que lo que tenemos dure el mayor tiempo posible. Jacobo y Juan estaban con Zebedeo su padre, prontos a ayudarle. Es un feliz presagio ver a los hijos interesados en sus padres y obsequiosos con ellos. Obsérvese: 1. Que todos ellos estaban ocupados, todos trabajaban; no había ningún holgazán. Cuando Cristo venga, bueno será que nos encuentre haciendo algo provechoso. 2. No todos hacían lo mismo, dos de ellos pescaban; otros dos, remendaban las redes. Los ministros del Señor deben estar siempre ocupados, ya sea enseñando o estudiando; pues remendar las redes es tan necesario, a su tiempo, como pescar.
IV. Cuál fue el llamamiento: Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres (v. 19). Obsérvese:
1. Para qué los quería Cristo: os haré pescadores de hombres. Para que no se ensoberbezcan del honor que les otorga, les hace ver que van a ser simplemente pescadores; y para que no se atemoricen ante el ministerio que les va a encomendar, les recuerda un oficio al que están bien acostumbrados. (A) Los ministros de Dios son pescadores de hombres, no para destruirlos, sino para salvarlos, sacándolos a otro elemento. (B) Es Jesús quien les confiere este honor y este oficio: yo os haré pescadores de hombres. Él es quien les cualifica para este trabajo, los llama a efectuarlo, les autoriza para llevarlo a cabo, y les hace prosperar en él.
2. Qué es lo que tienen que hacer para ello: Venid en pos de mí. Tienen que retirarse a una convivencia continua con el Maestro. (A) Aquellos a quienes Cristo usa para algún ministerio, han de quedar antes aptos y equipados para Él. (B) Quienes han de predicar a Cristo, tienen antes que aprender a Cristo, y aprenderlo de Él mismo. (C) Quienes quieran adquirir un correcto conocimiento del Señor, han de ser constantes y diligentes en la comunión con Él. No hay aprendizaje comparable al que se obtiene mediante el seguimiento de Cristo. (D) Los que reciben el encargo de pescar hombres, deben seguir a Cristo para aprender a hacerlo como Él lo hizo: con diligencia, fidelidad y ternura.
V. Cuál fue el resultado de este llamamiento. Pedro y Andrés, dejando al instante las redes, le siguieron (v. 20). Jacobo y Juan, dejando al instante la barca y a su padre, le siguieron (v. 22). Quienes de veras quieran ir en pos de Cristo, deben estar dispuestos a dejarlo todo inmediatamente, para seguirle.
1. Este ejemplo del poder de nuestro Señor Jesucristo nos anima grandemente a depender de la suficiencia de su gracia. ¡Cuán fuerte y eficaz es su Palabra! Habla Él, y ya está hecho.
2. Este ejemplo de docilidad por parte de los discípulos, nos sirve de incentivo para obedecer los mandatos de Cristo. Es una buena propiedad de los fieles siervos de Cristo venir cuando son llamados, y seguir al Maestro adondequiera que los conduzca. Ellos, al ser llamados, obedecieron y, como Abraham fueron sin saber adónde iban, pero sabiendo muy bien a quién seguían.
Versículos 23–25
I. ¡Qué predicador tan laborioso era Cristo! Recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, predicando el evangelio del reino (v. 23). Nótese: 1. Qué predicaba: El evangelio del reino. El reino de los cielos, es decir, de la gracia y de la gloria, es enfáticamente el reino. El Evangelio es como la carta constitucional de ese reino, contiene el juramento de la coronación del Rey con el que se ha obligado a Sí mismo benévolamente a perdonar, proteger y salvar a los súbditos de este reino. 2. Dónde predicaba: en las sinagogas; no sólo allí, pero especialmente allí, porque eran lugares de reunión, donde la sabiduría clama (Pr. 1:21). 3. El trabajo que se tomaba en predicar: recorría toda la Galilea. Jamás hubo un predicador itinerante tan infatigable como Cristo.
II. Qué médico tan poderoso era Cristo; no sólo enseñaba, sino que también sanaba.
1. ¿Qué enfermedades sanaba? Todas sin excepción: sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Hay enfermedades que llaman incurables; lo son para los médicos de la tierra, pero no para el médico celestial.
Tres términos generales se usan aquí para insinuar la totalidad de las enfermedades que sanaba; los que se encontraban mal, los que padecían diversas enfermedades, y los que sufrían graves padecimientos. Ninguna de ellas era tan grave ni tan persistente, como para que Cristo no la sanase.
En particular, se especifican tres enfermedades: los paralíticos que es la mayor debilidad del cuerpo, los lunáticos, que es la mayor debilidad de la mente, y los endemoniados, que es la mayor miseria y calamidad de mente y cuerpo; no obstante, Cristo los sanó a todos.
2. Qué número de pacientes tuvo. Por el texto puede verse cómo afluían a Él de todas partes; le siguió mucha gente, no sólo de Galilea y de la Decápolis, sino también de Jerusalén y de Judea, que caen ya muy lejos, y del otro lado del Jordán (v. 25). Su fama llegó a difundirse por toda Siria (v. 24). Esta es la razón que se nos da de que viniesen a Él tales muchedumbres, porque su fama se había difundido tan extensamente. Todo lo bueno que de otros oímos acerca de Cristo, debería invitarnos a ir a Él. El testimonio de una experiencia personal es: Ven y ve. Cristo enseñaba y sanaba. Todo cuanto conduce a Cristo es bueno; y quienes acuden a Él, hallarán en Él más de lo que esperaban.
En cuanto a las curaciones que Cristo llevaba a cabo, podemos observar en ellas tres aspectos: el milagro, la merced y el misterio.
(A) El milagro. De tal manera realizaba Cristo sus curaciones que con toda claridad se veía que eran producto inmediato de un poder sobrenatural y divino, y que eran el sello que Dios estampaba sobre la comisión de Jesús. La naturaleza no puede producir tales efectos. Eso probaba que era un Maestro venido de Dios, de no ser así, nadie habría podido hacer las obras que Él hacía (Jn. 3:2). Sus curaciones y sus predicaciones iban juntas, pues las primeras servían para confirmar las segundas; así comenzó Jesús a hacer y a enseñar (Hch. 1:1).
(B) La merced misericordiosa que se mostraba en ellas. Los milagros que Jesús obró, fueron en su mayor parte curaciones, y todos ellos fueron bendiciones y favores (excepto la maldición de la higuera estéril); porque la dispensación del Evangelio está fundada y edificada en amor, gracia y suavidad. Cristo trataba, mediante sus curaciones de ganar las almas atrayéndolas con cuerdas de amor (Os. 11:4), y sanar así al hombre entero, como también era el hombre entero el que se había perdido (Lc. 19:10). Lo que tenían de milagro demostraba que su doctrina era Palabra fiel (1 Ti. 1:15), e iba dirigida a convencer a la mente; lo que tenían de misericordia probaba que su palabra era digna de toda aceptación, e iba dirigida a despertar los sentimientos. No sólo eran grandes obras, sino también buenas obras, que Él les mostraba de su Padre (Jn. 10:32).
(C) El misterio envuelto en ellas. Al sanar las enfermedades corporales, Cristo quería mostrar que su gran objetivo, al venir a este mundo, era sanar las enfermedades del espíritu, que son la raíz de todo otro mal. El pecado es el malestar, la enfermedad y el tormento del alma. Cristo vino a quitar el pecado (Jn. 1:29) y, así, traer curación completa. En todas las narraciones de las curaciones que Cristo llevó a cabo, es preciso ver y exponer este punto, para el honor y la alabanza de este glorioso Redentor, que perdona todas nuestras iniquidades, y sana todas nuestras dolencias (Sal. 103:3).
Este capítulo, con los dos siguientes, forman lo que se llama el Sermón del monte. Es el discurso más largo y más completo de los que registra la Palabra de Dios como salidos de la boca de nuestro Salvador.
Versículos 1–2
En estos versículos se nos da una especie de introducción general en las circunstancias que acompañaron a la predicación del Sermón del monte.
I. El Predicador era el Señor Jesús, el Príncipe de los predicadores. Los profetas y Juan habían cumplido bien su misión de predicar, pero Jesús los sobrepasó a todos, porque era el Verbo eterno, en el cual y por el cual nos ha hablado Dios en estos últimos días (He. 1:1–2). Las muchas curas milagrosas que Cristo había llevado a cabo en Galilea estaban destinadas a disponer al pueblo para recibir instrucción de parte de aquel en quien de tal manera se mostraban la bondad y el poder divinos. Probablemente, este sermón era el resumen de lo que había predicado en las sinagogas. Todo el sermón habla del reino; así que su texto bien pudo ser el de su primer mensaje: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado (4:17).
II. El lugar fue una montaña de Galilea. El que no tenía lugar conveniente donde reclinar su cabeza, tampoco tiene ahora púlpito más conveniente que una montaña desde donde poder ser visto y oído por la multitud recostada en la ladera; y no desde uno de los santos montes de Sion, sino desde un monte del remoto norte; con lo que Cristo quería indicarnos que, si es la voluntad de Dios que los hombres oren en todo lugar (1 Ti. 2:8), también es su voluntad que se predique el Evangelio por todas partes (Hch. 8:4), en cualquier lugar que sea decente y conveniente. Cristo predicó este sermón, que es una especie de normativa espiritual del Reino, sobre un monte, porque sobre un monte se había dado la Ley. Pero obsérvense las diferencias: 1. Cuando se dio la Ley, descendió Jehová sobre el monte Sinaí (Éx. 19:20); aquí, subió al monte (v. 1). 2. En el Sinaí, habló Dios en medio de truenos y relámpagos; aquí, abrió su boca, diciendo (v. 2), no gritando. 3. Allí, se le ordenó al pueblo que se mantuviese a distancia, aquí se les invitó a que se acercasen a Él. 4. En el Sinaí, se promulgó la Ley, que iba directamente contra los efectos del pecado; aquí, Jesús atacó directamente a las raíces del pecado.
III. Los oyentes. Aunque el versículo 1, comp. con Lucas 6:20 parece indicar que los oyentes fueron sólo sus discípulos, 7:28 nos muestra que también le oyó la gente. El mejor modo de armonizar las aparentes discrepancias, tanto del texto en sí como con Lucas 6:17, es el siguiente: Al noroeste de la antigua Capernaúm hay una montaña sobre la que se cree que Jesús predicó el Sermón del monte. A mitad de camino hacia la cumbre hay una quebrada en la ladera, que da lugar a una amplia explanada donde pueden acomodarse cómodamente varios millares de personas. Es lo más probable que el Señor tomó a los Doce y subió con ellos a la cima del monte, y luego descendió a la explanada y pronunció desde allí su discurso a la multitud. Naturalmente, al ser los discípulos quienes mejor dispuestos estaban para recibir las enseñanzas del Maestro, a ellos principalmente fueron dirigidas las enseñanzas de Jesús, como se nota de una manera especial en 5:13–16. Para un ministro del Señor, es un gran estímulo echar la red del Evangelio donde hay grandes peces y muchos peces, con la esperanza de que algunos serán capturados. La vista de una multitud anima al predicador, pero este ánimo ha de surgir del deseo de ser útil no de ser alabado por su oratoria.
IV. La solemnidad del sermón se echa de ver en la palabra sentándose, que da idea de un acomodo conveniente para mejor ser oído, así como por la frase abriendo su boca que ordinariamente insinúa que se va a decir algo importante. Al ser numerosa la asistencia, tendría que levantar la voz más que de costumbre. Uno de los escritores antiguos hace notar lo siguiente: Cristo enseñó mucho cuando, llevado como un cordero al matadero, no abrió su boca (Is. 53:7), pero ahora abriendo su boca les enseñaba; les enseñaba cuál era el mal que debían evitar, y cuál era el bien en que debían abundar; porque el cristianismo tiene por objeto reglar el temple de nuestras mentes y el tenor de nuestras conductas, el tiempo del Evangelio es un tiempo de reforma (He. 9:10), en que todo debe ser rectificado.
Versículos 3–12
Cristo comienza su Sermón con bendiciones, porque vino al mundo para eso, lo ha enviado el Padre para bendecirnos (Hch. 3:26). Y lo hace como quien tiene autoridad (7:29), y realiza con su bendición lo que dice; en esto precisamente se diferencia la bendición de Dios de la nuestra, la nuestra es un bien-decir en forma de alabanza o de petición a Dios; pero la de Dios es un biendecir que comporta un bien-hacer, porque la Palabra de Dios es viva y eficaz (He. 4:12). De ahí que Pedro, en Hechos 3:26, continúe y diga: para bendeciros, HACIENDO que cada uno se convierta de sus maldades. El Antiguo Testamento termina con la palabra «maldición» (Mal. 4:6), pero este gran mensaje de Jesús comienza con bendiciones, y el Nuevo Testamento termina con una bendición. Cada una de estas bendiciones comporta una doble intención: mostrar quiénes son los afortunados, y en qué consiste su felicidad.
1. Esta enseñanza está destinada a rectificar los ruinosos errores de una mente ciega, carnal y mundana. La felicidad es algo que todos intentan alcanzar: ¿Quién nos mostrará el bien? (Sal. 4:6). Pero la mayor parte tiene un falso concepto de felicidad; y, al errar el concepto, equivocan el camino y pierden lo que buscaban. La opinión general es que felices son los ricos, los que gozan de dinero, de placeres, de honores, de poder; los que pasan los días en juergas, y los años en goces corporales; los que comen y beben lo más exquisito, se ven libres de sufrimientos, disgustos y problemas, y se salen siempre con la suya. Ahora bien, nuestro Señor Jesucristo viene a darnos una noción completamente distinta de felicidad. El comienzo de una vida cristiana debe ser tomar buena nota de la noción de felicidad que Cristo nos da con estas máximas, y tratar de actuar siempre en conformidad con ellas.
2. Está también destinada a animar a los débiles y a los pobres que reciben el Evangelio. Incluso el más pequeño en el reino de los cielos, si su corazón es recto delante de Dios, será feliz con los honores y privilegios de tal reino.
3. Está destinada a invitar a las almas a venir a Cristo. Y quienes habían visto las benignas sanaciones efectuadas por su mano (4:23–24), y ahora las benévolas palabras salidas de su boca podrán decir que todo ello es una misma y sola maravilla, hecha de amor y de dulzura.
4. Está destinada a fijar las cláusulas de compromiso entre Dios y el hombre (v. Is. 1:18–19). El objetivo de la revelación divina es hacernos saber lo que Dios espera de nosotros, y lo que entonces podemos nosotros esperar de Él; y en ninguna otra parte se establece esto en pocas palabras como aquí. Aquí se abre el camino de la felicidad, el Camino de Santidad (Is. 35:8). Algunos de los más sabios entre los gentiles tuvieron una noción de felicidad distinta de la del resto de la humanidad, acercándose a la de nuestro Salvador. Séneca, por ejemplo, al describir a un hombre feliz dice que sólo puede llamarse así a quien sea honesto y bueno, en cuyas apreciaciones nada hay bueno o malo, sino la bondad o la maldad del corazón.
Nuestro Salvador nos describe aquí ocho caracteres de gente feliz, que representan las principales gracias de un creyente. Sobre cada uno de ellos se pronuncia una bendición presente: Felices son; y a cada uno de ellos se le promete una bendición futura.
I. Felices son los pobres en el espíritu (v. 3). No se trata de esa pobreza de espíritu que, en lugar de bendición, es una maldición y un pecado: el miedo y la cobardía, sino que pobre en el espíritu es:
1. Fundamentalmente, todo el que tiene corazón de pobre que se siente pequeño, mendigo, insuficiente, y depende siempre y en todo de Dios (v. Sof. 3:12).
2. Todo el que no pone su corazón en las riquezas de este mundo y que, al tener así su corazón desapegado de lo temporal, vive contento, como Pablo, lo mismo en la abundancia que en la escasez (Fil. 4:12).
3. Pobre en el espíritu es quien, al tener riquezas de este mundo, está dispuesto, como Job, a bendecir a Dios cuando se las quite, y a simpatizar con los menesterosos, no sólo sintiendo compasión del necesitado, sino también socorriéndole eficazmente en su necesidad.
4. Pobre en el espíritu es quien tiene bajo concepto de sí mismo, como Pablo, el cual, a pesar de abundar en todos los dones espirituales, se tenía por menos que el menor de los Apóstoles y por el primero de los pecadores. Nótese el contraste: el último en la fila de los Apóstoles; el primero en la fila de los pecadores.
5. Pobre de espíritu es el que ha perdido toda confianza en su propia justicia y en sus propias fuerzas, y reconoce que depende totalmente del mérito de la obra de Cristo y del poder de su Espíritu. Ese corazón contrito y humillado con el que el publicano clamaba propiciación para un pobre pecador, eso es pobreza en el espíritu.
6. En cambio, no es pobreza bendita la del menesteroso que codicia las riquezas de este mundo, y ve con envidia cómo otros disfrutan de lo que él carece.
7. Tampoco es pobreza evangélica la falsa humildad con que muchos declaran no tener dones o capacidades para servir a Dios y edificar a la iglesia. Eso es ingratitud, mentira y pereza. Lo curioso de los humanos es que solemos enorgullecernos de lo que somos y de lo que hacemos, mientras nos descalificamos de lo que podemos; debería ser lo contrario: estar siempre insatisfechos de nuestras realizaciones, y contentos con nuestras posibilidades, como Pablo, que decía: Para todo tengo fuerzas en aquel que me da el poder (Fil. 4:13, lit. del original). Es cierto que no somos nada y que Dios lo es todo, pero precisamente en la conciencia de nuestra nulidad se halla la convicción de que, unidos a Dios, lo podemos todo (v. Mr. 9:23).
(A) Esta pobreza en espíritu figura la primera entre las bendiciones. Los filósofos no reconocieron la humildad como una de las virtudes, pero Cristo la puso en primer lugar, como fundamento de todas las demás virtudes morales. Como ya hemos dicho en otro lugar, cuanto más alto se construye un edificio, más profundo se echa el fundamento. Los que están fatigados y cargados son también pobres en el espíritu, y ellos encontrarán descanso en Cristo.
(B) Son ya felices en este mundo porque Dios cuida siempre de ellos; nunca les faltará nada (Sal. 23:1), y tendrán descanso completo, mientras que los arrogantes y ambiciosos se hallan siempre inquietos.
(C) De ellos es el reino de los cielos. Aquí disfrutan ya del reino de la gracia, y para después les está preparado y reservado el reino de la gloria (1 P. 1:4). Los grandes y ambiciosos de este mundo pasan con el mundo y sus deseos (1 Jn. 2:17), pero los humildes, mansos y misericordiosos obtienen la gloria incorruptible del reino de los cielos. La misma felicidad está reservada a los que están contentos con su pobreza que a los que usan sobria, justa y piadosamente de su riqueza. Si no puedo dar alegremente por amor de Dios, me será igualmente recompensado si sé carecer alegremente por ese mismo amor.
II. Felices son los afligidos (v. 4). Esta es otra extraña bendición. Es fácil pensar: Felices son los que están alegres; pero Cristo que fue afligido en todo, dice: Felices los afligidos. Hay una aflicción pecaminosa, que es enemiga de la bendición: la tristeza del mundo, que produce muerte (2 Co. 7:10). Hay otra tristeza natural que puede estar sin pecado, y aun próxima a la bendición mediante la gracia de Dios que la acompañe. Pero hay una tristeza o aflicción bendita, cualificada para la felicidad. 1. La tristeza del penitente, que se lamenta de sus pecados, es tristeza según Dios que produce arrepentimiento para salvación. 2. También es santa la tristeza que se lamenta de los pecados ajenos, por amor a Dios y al prójimo. 3. Finalmente, es santa la tristeza de los que se duelen de las aflicciones de otros, tanto de los que lloran con los que lloran, como de los que lloran sobre los que perecen, como lloró Cristo sobre Jerusalén.
Todos estos afligidos santamente: (A) Son felices. Así como, en la risa vana y pecaminosa, el corazón se queda triste, así también en la aflicción santa, el corazón permanece con genuino gozo, que es fruto del Espíritu (Gá. 5:22), y secreta satisfacción, no enturbiada por circunstancias exteriores. (B) Ellos recibirán consolación. La luz está sembrada para ellos; y en el Cielo serán consolados como el pobre Lázaro (Lc. 16:25). Allí enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos (Ap. 21:4). El cielo será verdaderamente Cielo para los que caminan hacia él santamente afligidos. Será una cosecha de gozo en retorno de una siembra con lágrimas (Sal. 126:56).
III. Felices los mansos o apacibles (v. 5). Estos son los que se someten resignada y alegremente a los designios de Dios, y los que muestran toda mansedumbre para con todos los hombres (Tit. 3:2); los que pueden aguantar una provocación sin encenderse en ira, sino que permanecen en silencio o dan una respuesta suave; los que permanecen serenos mientras otros cometen grandes desatinos; cuando, en admirable paciencia, se mantienen dueños de sí mismos al mismo tiempo que son desposeídos de todo lo demás; los que prefieren sufrir y perdonar veinte injurias antes que vengarse de una.
Estos mansos o apacibles son presentados como felices, incluso en este mundo. 1. Son felices porque son como Jesús—el manso y humilde de corazón—. 2. Son felices porque tienen el mayor consuelo, con el más pacífico disfrute de sí mismos, de sus amigos y de su Dios; preparados siempre para vivir, lo mismo que para morir. 3. Ellos recibirán la tierra por heredad. Esta bendición lleva consigo, de una manera especial, la promesa de posesión del mundo con Cristo, cuando Él venga a posesionarse de los confines de la tierra, conforme a la profecía del Salmo 2:8. Incluso en la presente dispensación, el que ejercita la mansedumbre, aunque sea objeto de burla y desprecio por parte de los mundanos sirve eficazmente para promover la salud, la prosperidad material, la sensación de bienestar y seguridad. Así que los mansos son bendecidos con toda bendición del cielo y de la tierra.
IV. Felices los que tienen hambre y sed de justicia (v. 6). Hay quienes entienden esto como si se tratara de los que sufren opresión, violencia o cualquier otra injusticia, y refieren a Dios su causa, con plena confianza de que a su tiempo, serán vindicados. Pero el tenor general de las bienaventuranzas va muy por encima de las vindicaciones meramente sociales. La palabra justicia tiene aquí su sentido espiritual más elevado, hasta comportar en sí la mayor de las bendiciones: la rectitud moral y espiritual en la presencia de Dios; tener interés en Cristo, en su gracia, en sus promesas en la santidad, todo esto es justicia. Esta justicia se da a los que tienen hambre y sed de ella, por medio de la justicia de Cristo, sin precio y sin dinero (v. Is. 55:1 y ss.). El hambre y la sed son apetitos que retornan constantemente y piden nueva satisfacción. Los nacidos de nuevo tienen hambre y sed de alimento espiritual; una vez satisfechos no se hartan, sino que tienen todavía más apetito, pues en esto se diferencian los alimentos espirituales de los corporales: los corporales quitan el apetito en la medida que satisfacen; pero los espirituales lo acrecientan en la misma medida.
Los que así tienen hambre y sed serán saciados. (A) Sus deseos quedarán satisfechos. Aunque no todos los deseos de gracia son gracia (no lo son los fingidos ni los lánguidos), un deseo como este sí que lo es, pues es una evidencia de algo bueno, y una esperanza de algo mejor. Es también un deseo estimulado por Dios. (B) Serán saciados con esas bendiciones. Dios les dará lo que desean, satisfaciéndoles completamente. Sólo Dios puede llenar un alma, ya que los favores y las gracias de Dios tienen la medida adecuada para los deseos humanos legítimos. Dios colma de bienes a los hambrientos (Lc. 1:53), satisface al alma cansada y sacia a toda alma entristecida (Jer. 31:25).
V. Felices los misericordiosos (v. 7). Como el resto de las bienaventuranzas, también esta constituye una paradoja; porque los misericordiosos no son tenidos por muy sabios, ni es probable que se hagan muy ricos; sin embargo, Cristo los declara dichosos. Una persona puede ser verdaderamente misericordiosa, aunque no tenga con qué ser generosa y liberal, pues Dios acepta una voluntad bien dispuesta a compartir. No sólo debemos soportar con paciencia nuestras propias aflicciones, sino que hemos de simpatizar cristianamente con las aflicciones de nuestros hermanos. Hay que consolar al atribulado (Job 6:14), vistiéndonos de entrañable misericordia (Col. 3:12). Hemos de sentir compasión de las almas de nuestros prójimos, y tratar de ayudarles; tener lástima de los ignorantes, e instruirles; de los descuidados, y amonestarles; de los que se encuentran habitualmente en pecado, arrebatándolos del fuego (Jud. v. 23). Sí, un hombre bueno es compasivo incluso con su bestia de carga.
1. Se les proclama dichosos; ya en el Antiguo Testamento leemos: Dichoso el que se preocupa del pobre (Sal. 41:1; Pr. 14:21). En esto se parecen a Dios, cuya gloria está en su misericordia (Éx. 33:18–19, 34:6–7). Uno de los deleites más puros y refinados que pueden darse en este mundo es hacer el bien. En esta frase: dichosos los misericordiosos, queda incluido aquel dicho de Cristo que no se encuentra en los Evangelios: Más felicidad hay en dar que en recibir (Hch. 20:35).
2. Porque ellos alcanzarán misericordia; misericordia de parte de los hombres, cuando se hallen en necesidad (no sabemos si bien pronto estaremos necesitados de misericordia), pero especialmente de parte de Dios, pues con el misericordioso se mostrará misericordioso (Sal. 18:25). Pero el más caritativo y misericordioso es incapaz de merecer misericordia, sino que tiene que volar a recibirla. Pero a los que no tienen misericordia, les espera un juicio sin misericordia (Stg. 2:13).
VI. Felices los de corazón limpio (v. 8). Entre todas las bienaventuranzas, esta es la más comprensiva, la que más abarca.
1. En la pureza de corazón encontramos compendiado el carácter del creyente. El verdadero cristianismo está en el corazón, en la pureza del corazón, en lavar de maldad el corazón (Jer. 4:14). Debemos levantar hacia Dios, no sólo manos limpias, sino corazón puro (Sal. 24:4; 1 Ti. 1:15). Puro significa: (A) sin mezclas: honesto, sencillo, entero en una sola dirección. Cuando decimos oro puro, entendemos que aquello es oro, todo oro y sólo oro. (B) sin mancha, es decir, sin suciedad ni contaminación; como un vino sin mezcla y sin posos; un agua clara y sin barro. El corazón debe estar libre de toda suciedad de cuerpo y alma, de todo lo que sale del corazón y contamina al hombre (15:18– 19). El corazón debe ser purificado por la fe, y conservado entero para Dios por el amor. Por esta pureza de corazón, hemos de rogar incesantemente a Dios: ¡Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio! (Sal. 51:10).
2. En la bendición prometida, encontramos también compendiada la felicidad: Porque ellos verán a Dios. (A) La felicidad perfecta consiste en ver a Dios; ver a Dios o ver el rostro de Dios (Ap. 22:4) es disfrutar del favor de Dios y tener comunión íntima con Él. La Escritura no da pie para el dogma romano de la visión beatífica, directa e intuitiva, de la esencia divina, sino todo lo contrario (v. Jn. 1:18; 14:9; 1 Ti. 6:16). Los que disfrutan, por la fe, de esta comunión íntima con Dios, tienen ya el Cielo en la Tierra. Disfrutar de ella en la eternidad será el Cielo de los cielos. (B) Esta felicidad de ver a Dios es prometida sólo a los limpios de corazón; sólo ellos son capaces de ver a Dios; ¿qué placer sería para un corazón impuro ver a Dios? ¿Qué gozo habrían de tener en el Cielo los que sólo anhelan disfrutar de los placeres de este mundo? Pero los limpios de corazón, santos como Dios es santo, tienen en su corazón deseos que nada sino la visión de Dios puede satisfacer (Sal. 24:3–6).
VII. Felices los pacificadores (v. 9). La sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica (Stg. 3:17). Los bienaventurados son puros para con Dios, y pacíficos para con los hombres. Son pacificadores:
1. Los que tienen una disposición pacífica, que consiste en amar, desear y disfrutar de la paz, hasta vivir en ella como en el elemento propio.
2. Los que observan una conducta pacífica y pacificadora, y hacen todo lo posible por preservar la paz de forma que no se quiebre, y por reparar la que ya se ha quebrado. Promover la paz es una tarea que pocas veces es agradecida. Quienes se atreven a impedir una refriega suelen recibir golpes de ambas partes; con todo, es un servicio excelente y debemos estar dispuestos generosamente a prestarlo.
3. Dichas personas son declaradas por Cristo felices, porque: (A) Colaboran con Cristo, quien vino a este mundo a matar la enemistad y anunciar las buenas nuevas de paz (Ef. 2:16–17). (B) Serán llamados hijos de Dios. Dios los reconocerá como hijos suyos. Pero si tal es la bendición para los que procuran la paz, ¡ay de aquellos que procuran la guerra!
VIII. Felices los que padecen persecución por causa de la justicia (v. 10). Esta es la mayor paradoja de todas, y exclusiva del cristianismo. El mundo tiene por felices a los que gozan y son seguidos; Cristo tiene por felices a los que padecen y son perseguidos, así que la paradoja es doble, como aquel famoso sueño del Faraón, difícil de adivinar y difícil de darle crédito.
1. Se describe aquí la condición de los santos que sufren.
(A) Son perseguidos, cazados, derribados, heridos, como se hace con animales nocivos, a los que se busca celosamente para exterminarlos; son tenidos como el desecho de todos (1 Co. 4:13).
(B) Son calumniados, vituperados y han de sufrir que se diga toda clase de mal contra ellos, mintiendo (v. 11). Les ponen apodos y motes de desprecio, que les denigren y les hagan abominables, para provocar así el ataque contra ellos. Esto es lo que hacen contra ellos los que no tienen poder para hacer otra cosa; y quienes tienen en su mano el hacerles toda clase de daño, se escudan también en las falsedades que les atribuyen, para cohonestar la bárbara persecución que contra ellos desatan. Esta conexión entre el hablar cosas duras y hacer cosas impías puede verse en Judas versículo 15 y Hebreos 11:36. El apóstol Pedro tiene buen cuidado en advertir que sólo el que padece como cristiano, y es acusado falsamente, tiene acceso a esta bendición (v. 1 P. 2:19–20; 4:12–16), pues sólo así es seguidor de Cristo.
(C) En efecto, todo esto es por causa de la justicia (v. 10), por mi causa (v. 11). Quienes sufren justamente, y de quienes se dicen cosas malas con verdad, no pueden ser partícipes de esta bendición. Pascal cometió una grave equivocación cuando escribió: «Fácilmente me dejo persuadir por testigos que se dejan matar». Más acertado estuvo Agustín de Hipona cuando declaró: «No es la sentencia de muerte la que hace mártir, sino la causa por la que muere». Sufrir por causa de la justicia es sufrir por hacer lo que es justo.
2. Se describe también el consuelo de los santos que sufren:
(A) Son después consolados por los males que recibieron en vida (Lc. 16:25), a pesar de tener buen testimonio. Son bendecidos, porque es un honor para ellos, ya que han tenido la oportunidad de glorificar a Cristo y de experimentar especiales consuelos y señales de su presencia.
(B) Serán recompensados: de ellos es el reino de los cielos (v. 10). Ya ahora tienen asegurado el título de herencia, y gozan de suaves anticipos de dicho reino, y no tarda en disfrutarlo en plena posesión. Vuestro galardón es grande en los cielos (v. 12); tan grande, que sobrepujará con mucho al padecimiento sufrido y al servicio prestado. Dios proveerá abundantemente para que quienes han perdido por Él, aunque sea la vida misma temporal, vean que, al fin, no han perdido con Él. Esto es lo que ha mantenido firmes, en todas las épocas, a los santos que han sufrido por causa de la justicia y por causa de Cristo: el gozo puesto delante de ellos (v. He. 12:2).
(C) Así persiguieron a los profetas que os precedieron (v. 12). Os precedieron en excelencia, en un nivel que todavía no habéis alcanzado; y os precedieron en el tiempo, para serviros como ejemplo de aflicción y de paciencia (Stg. 5–10). ¿Puedes esperar ir al Cielo por un camino elegido por ti mismo? Es un consuelo ver que el camino del sufrimiento es un camino trillado, y un honor ir en pos de tales pioneros. La misma gracia que fue suficiente para ellos para que pudiesen soportar sus padecimientos, no será insuficiente para ti.
(D) Por consiguiente, gozaos y alegraos (v. 12). No es bastante ser paciente y estar contento en medio de esos sufrimientos, sino que debemos alegrarnos. No es que debamos estar orgullosos de nuestros sufrimientos (eso lo echaría a perder todo), sino que hemos de estar alegres en medio de ellos, al saber que Cristo va delante de nosotros y, al mismo tiempo, no nos deja atrás, sino que nos acompaña.
Versículos 13–16
Cuando Cristo llamó a sus discípulos, les dijo que les haría pescadores de hombres; ahora les dice que van a ser la sal de la tierra y la luz del mundo.
I. Vosotros sois la sal de la tierra (v. 13). Los profetas del Antiguo Testamento habían sido la sal de la tierra de Canaán, pero los apóstoles eran la sal de toda la tierra, porque habían de ir por todo el mundo predicando el Evangelio (Mr. 16:15). ¿Qué podían hacer ellos en una extensión tan grande? Pero, al tener que trabajar a la manera de la sal, un puñado de sal había de extender su sabor e influencia de una manera progresiva e irresistible. La doctrina del Evangelio es como la sal: penetra hasta llegar al corazón (Hch. 2:37). Purifica, sazona y preserva de la corrupción, aunque aquí el énfasis parece cargarse en este último aspecto. Es de notar que Jesús quiere en todo esto poner de relieve el carácter del discípulo más bien que sus obras. La sal y la luz operan en virtud de lo que son; por eso, es menester que conserven su identidad más bien que su actividad. Un pacto perpetuo se llama pacto de sal (Nm. 18:19). Al ser la sal símbolo de la Sabiduría Divina (Mr. 9:49–50; Col. 4:6), se comprende cómo el Evangelio es sal. Su efecto es semejante al del fuego (v. Mr. 9:49) por el cloro que lleva como ingrediente. De ahí que hubiese de emplearse en todo sacrificio (Lv. 2:13). Todo cristiano debe ser sal, pero en especial deben serlo los ministros del Señor.
1. Si son como deben ser, serán como la buena sal: blanca, pequeña, rota y desmenuzada en muchos granos, pero muy útil y provechosa. Véase en todo esto: (A) Lo que cada discípulo debe ser en sí mismo: sazonado con el Evangelio, con la sal de la gracia. Tened sal en vosotros mismos (Mr. 9:50); de lo contrario, no podéis difundirla entre otros. (B) Con sólo mantenerse como sal, harán bien a otros. (C) ¡Qué bendición tan grande son para todo el mundo! La humanidad, que yacía en la ignorancia, en la maldad y en la corrupción, era un enorme montón de materia insípida en proceso de putrefacción; pero Cristo envió a sus discípulos para sazonarla con el conocimiento del Evangelio y preservarla de la corrupción, haciéndola aceptable a Dios. (D) Cómo deben ser usados. Deben ser esparcidos como la sal en la carne, un grano aquí y otro allí. Hay mucha gente que tiene por mal presagio que se caiga el salero y se derrame la sal; eso es pura superstición, pero no lo es, sino verdadero mal presagio, que quien profesa la fe de Cristo carezca de sal.
2. Si la sal se vuelve insípida—continúa Jesús—, ¿con qué será salada? Los comentaristas explican esto de varias maneras; unos dicen que se trata de la capa superficial de la sal de roca que ha perdido su salinidad por la acción del sol y el agua; otros dicen que se trata de sal adulterada; pero el hecho de que sea físicamente imposible que la sal pierda su sabor, hace pensar que lo que el Señor quería poner de relieve es que un discípulo que no obre como la sal, no es ni ha sido jamás un verdadero seguidor de Cristo. Si un pretendido creyente, y especialmente un ministro del Señor, se halla en esta triste condición, su radio de acción pondrá de manifiesto lo deplorable de su estado, porque, quien habría de ser sal para otros, ¿con qué será salado? Su utilidad se ha desvanecido por completo: No sirve ya para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres. Cuando los generales romanos reducían por la fuerza la rebelión de una ciudad o de una comarca, solían esparcir sal en las tierras para hacerlas improductivas. Esto es lo que hizo Abimelec con Siquem, como leemos en Jueces 9:45, asoló la ciudad, y la sembró de sal:
II. Vosotros sois la luz del mundo (v. 14). Esta es otra buena utilidad del verdadero discípulo de Cristo, y aún más gloriosa que la de la sal. Nada tan útil—ha escrito un autor—como el sol y la sal. La luz es la primogénita de las criaturas de este mundo material, hecha por Dios el primer día de la creación, y bienvenida en el mundo entero como lo es cada mañana la luz del día. Así pasa con el Evangelio, y con los que lo proclaman (v. 2 Co. 4:6). Dios es luz (1 Jn. 1:5), y los cristianos son hijos de la luz (1 Ts. 5:5). Y de los que enseñan a muchos la justicia, leemos que resplandecerán como las estrellas por perpetuas eternidades (Dn. 12:3).
1. Como luces del mundo, son ilustres y conspicuos, y los ojos de muchos se dirigen a ellos. Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Son puestos por señales (Is. 8:18) y por varones de presagio (Zac. 3:8); en especial todos sus vecinos no cesan de observarles. Unos les admiran, les alaban, se regocijan en ellos, y otros tratan de acabar con ellos. Deben pues, comportarse con toda circunspección, porque son objeto de observación por parte de todos.
2. Como luces del mundo, están puestos para iluminar y dar luz a otros (v. 15). Por consiguiente: (A) Deben estar sobre el candelero. Al ser Cristo el que ha encendido estas luces, no deben quedar escondidas bajo el almud. El Evangelio es una luz tan fuerte y comporta tanta evidencia de sí mismo, que, como una ciudad asentada sobre un monte, no se puede esconder, sino que ofrece claras pruebas de que procede de Dios. Sirve para dar luz a todos los que están en casa y a todos cuantos se acercan al lugar donde ella alumbra. (B) Deben brillar como luces: (a) Por medio de su buen hablar, pues han de comunicar el conocimiento que tienen, para bien de los demás; no han de esconderlo, sino esparcirlo. Los discípulos de Cristo no se han de ocultar en la oscuridad de un claustro o en el retiro de una ermita bajo pretexto de contemplación, modestia o preservación propia. (b) Por medio de su buen vivir. Como el Bautista, deben ser lámparas que arden y alumbran (Jn. 5:35). Nótese bien el orden de los verbos; no pueden alumbrar si no arden.
Primero, Cómo debe brillar nuestra luz:—haciendo buenas obras, que puedan ser vistas y edificar a los hombres—. No es que hayamos de hacer buenas obras para que se vean y sirvan de ostentación para nuestro prestigio, sino que hemos de alumbrar, de tal modo que vean nuestras buenas obras, para gloria de nuestro Padre que está en los cielos (v. 16). Nótese que no son las buenas obras las que alumbran, sino que es nuestro carácter luminoso el que hace que la gente vea que nuestras obras son buenas. No es suficiente que los demás oigan de nosotros buenas palabras, sino que es necesario que vean buenas obras en nosotros. Alguien tuvo la osadía de decirle a un predicador: «Las acciones de usted hablan tan alto, que no me dejan oír los sermones que usted pronuncia».
Segundo, Para qué debe brillar nuestra luz:—para gloria del Padre—. La gloria de Dios es el objetivo principal que hemos de tener siempre presentes en todo cuanto hacemos (1 Co. 10:31), pues la gloria es lo único que Dios no da a otro (Is. 42:8), porque su gloria consiste en ser el único Creador y Salvador (Is. 43:1–26). Por eso, la mayor gloria de nuestra luz consiste en que sirvamos de instrumentos en las manos de Dios, para llevarle muchas almas que sean salvas y le glorifiquen; nuestras buenas obras les servirán:
1) de motivo de alabanza a Dios; 2) de incentivo de piedad. Una conducta santa, constante ejemplar, es el medio más eficaz para redargüir al pecador y para estimular al justo. Hay en ello una razón psicológica muy sencilla: Las palabras necesitan una especie de traducción por parte del que las escucha, pues cada uno tenemos, por decirlo así, nuestro propio «diccionario» (de ahí que una misma frase se entienda de tantas maneras como oyentes hay), mientras que las acciones no necesitan traducción; el gesto se comunica por la vía directa de la intuición, y provoca la imitación.
Versículos 17–20
Los que escuchaban a Jesús tenían un ojo puesto en las Escrituras como norma, y en esto Cristo les muestra que estaban en lo cierto; pero tenían el otro ojo puesto en los fariseos como ejemplo, y en esto Cristo les muestra que están en el error: porque:
I. La norma del reino que Cristo vino a establecer coincide exactamente con las Escrituras del Antiguo Testamento, que aquí se llaman la ley y los profetas.
1. En este sentido, Cristo protesta contra la idea de que Él haya venido a abrogar la ley y los profetas. Los judíos piadosos, que tienen gran afecto a la ley y a los profetas, no han de temer que Jesús venga a destruir las Escrituras; y los judíos profanos, que tienen en poco a la ley y a los profetas, no han de esperar que Jesús venga a abrogar las Escrituras. El Salvador de las almas no ha venido a destruir cosa alguna que venga de Dios; mucho menos, los santos preceptos e instrucciones que hallamos en Moisés y en los profetas. No ha venido a abrogar, sino a cumplir (v. 17); es decir: (A) A cumplir todo lo que de Él estaba escrito en la Ley y en los Profetas; este es el primer sentido del verbo cumplir (gr. plerosai), que significa llenar; y así se usa frecuentemente en Mateo; (B) A observar con toda fidelidad la Ley, pues jamás quebrantó la Ley en nada, sino que la cumplió con toda perfección; (C) A completar y perfeccionar la Ley, y rellenar los huecos que tenía, de la misma manera que un dibujante hace primero un esbozo, y después lo completa hasta tener una imagen exacta del objeto; por eso, volver al esbozo después de tener la pintura acabada es como volver a edificar lo destruido (Gá. 2:18–19); (D) A llevar sobre sí, de forma vicaria, la maldición de la Ley, a fin de que todos los creyentes podamos participar de las bendiciones de Abraham (Gá. 3:13–14); (E) A promulgar la Nueva Ley del amor (Jn. 13:34), con cuya observancia, no sólo se cumple toda la Ley (Ro. 13:8, Gá. 5:14; 6:2), sino que se supera, pues ya no se está bajo ley, sino dentro de ella (1 Co. 9:21, según el original griego).
2. Jesús afirma también la inquebrantabilidad de la Ley (v. 18). De cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasarán de ningún modo de la Ley, hasta que todo se haya realizado. El cuidado del Señor acerca de la Ley, se extiende a lo más minucioso de las Escrituras, como es la diminuta letra hebrea yod, o una tilde una pequeña señal colocada encima de una letra para marcar el tono o acento de la sílaba (más probable que el rasgo que puede cambiar una letra en otra (la d hebrea, en r, por ejemplo, ya que esto no sería «insignificante»). Toda la Escritura es inspirada por Dios; por eso, sus letras se llaman sagradas (2 Ti. 3:15–16) y, por eso también, dijo el Señor que la Escritura no puede ser quebrantada (Jn. 10:35); es decir ninguna parte de la Biblia puede fallar o dejar de ser palabra de Dios.
3. En conformidad con todo ello, encarga seriamente a sus discípulos que, cualquiera que suprima uno de estos mandamientos, aun de los más insignificantes, y enseñe así (suprimiendo, para que otros no lo conozcan) a los hombres, será llamado el menor en el reino de los cielos; mas cualquiera que los cumpla y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos (v. 19). (A) Entre los mandamientos de Dios, unos son menos importantes que otros, pero ninguno es pequeño, sino menos urgente o fundamental que otros. (B) Es muy peligroso, tanto en materia de doctrina como de práctica, anular el menor de los mandamientos de Dios pues significa algo más grave que el transgredir la Ley, ya que equivale a violarla (Sal. 119:126); más aún, a anularla. (C) Cuanto más se extienden estas corrupciones, peores se vuelven. Ya es bastante desvergüenza quebrantar la Ley pero lo es aún mayor enseñarlo así a los hombres. El que obre así, será llamado el menor en el reino de los cielos, en el reino de la gloria. Los que hacen y enseñan el bien son en verdad honorables, y dignos de gran estima en la Iglesia de Cristo, porque los que no hacen lo que enseñan, derriban con una mano lo que edifican con la otra. Quienes hablan por propia experiencia y viven al nivel de lo que predican, son verdaderamente grandes; brillarán después como estrellas en el reino de nuestro Padre.
II. La justicia que Cristo vino a establecer con esta norma debe superar a la de los escribas y fariseos (v. 20). Esta era una doctrina extraña para los que consideraban a los escribas y fariseos como a quienes habían escalado las cimas de la piedad religiosa. Por tanto, fue una gran sorpresa para ellos oír que debían ser mejores que los escribas y fariseos. Estos eran enemigos de Cristo y de su doctrina y eran también grandes opresores, con todo, hay que reconocer que había en ellos algo recomendable. Sin embargo, Jesús les dice aquí a sus discípulos que la religión que Él ha venido a establecer, no sólo excluye lo malo, sino que supera lo bueno, de los escribas y fariseos. Nosotros debemos obrar más y mejor que ellos. Ellos se preocupaban sólo de la piedad exterior, pero nosotros debemos tomar conciencia de la interior. Ellos se afanaban por conseguir la alabanza y el aplauso de los hombres, pero nosotros debemos afanarnos por ser aceptos a Dios y, cuando hayamos hecho todo, hemos de negarnos a nosotros mismos y decir: siervos inútiles somos, y confiar sólo en la justicia de Cristo (Ro. 10:3).
Versículos 21–26
Cristo pasa ahora a exponer la Ley en algunos de sus puntos particulares. No añade nada nuevo, sino que limita y restringe algunas cosas permitidas de las que se había abusado; y, en cuanto a los preceptos, muestra su extensión, la necesidad estricta de cumplirlos y su naturaleza espiritual. En otras palabras como ya dijimos al comienzo de este capítulo, ataca a las raíces del pecado. En estos versículos, explica el alcance de la ley del sexto mandamiento, de acuerdo con su verdadero objetivo y plena extensión.
I. Aquí está el mandamiento mismo (v. 21). Las leyes de Dios no son nuevas ni advenedizas, sino que fueron dadas a los antiguos, pero son de tal naturaleza, que no se habían vuelto anticuadas ni obsoletas. Aquí se prohíbe matar: matarse, matar a otros, directa o indirectamente, o ponerse en camino de hacerlo, o perpetrar cualquier cosa que se asemeje a ello. La ley de Dios, que es Dios de vida, es una barrera de protección para nuestras vidas.
II. La exposición de este mandamiento con la que los maestros judíos se contentaban; su comentario era que cualquiera que mate será reo de juicio. Ahora bien, esta glosa que ellos hacían del mandamiento era defectuosa, ya que insinuaba que la ley del sexto mandamiento era sólo externa, y no prohibía sino el acto del asesinato sin poner freno a las pasiones de donde vienen las guerras y los pleitos (Stg. 4:1). Este era, por cierto el error de los maestros judíos, error fundamental: pensar que la ley de Dios prohibía sólo el acto pecaminoso exterior, no el pensamiento pecaminoso.
III. La exposición que Cristo hizo de este mandamiento.
1. Cristo les dice que el enojo irreflexivo equivale al asesinato (v. 22); Cualquiera que se enoje con su hermano sin causa, será reo de juicio y, por tanto, quebrantará el sexto mandamiento. El enojo es una pasión natural; hay casos en que es legítimo y laudable; pero cuando nos enojamos sin causa, es pecado. Cuando surge sin que exista provocación justa, sin causa o sin causa buena, o sin causa proporcionada; cuando nos enojamos por suposiciones sin fundamento, o por afrentas triviales que no merecen respuesta. Cuando no hay ningún objetivo bueno en perspectiva no sólo es en vano, sino que hace daño; mientras que, si en alguna ocasión nos enojamos, debería ser para incitar al ofensor a arrepentirse e impedir así que vuelva a ofender. Cuando sobrepasa los debidos límites, cuando va acompañado del ultraje y de la frase maliciosa, cuando tratamos de herir en lo vivo a quienes se van a resentir de ello. Todo esto es un quebrantamiento del sexto mandamiento pues quien se enoja de este modo, llegaría a matar si pudiese o se atreviese a ello, ya que está dando los primeros pasos en esa dirección.
2. Les dice también que usar un lenguaje oprobioso contra el hermano, llamándole imbécil y renegado es asesinato de lengua. Cuando esto se dice con mansedumbre y con buen fin, para convencer a otros de su insensatez e impiedad, no es pecado. Pero cuando con enojo indebido y malicioso, es como el humo del fuego que surge del Infierno. (A) Raca es una palabra de desprecio nacida de orgullo, y equivale a imbécil o mentecato. Una frase reveladora de esta clase de ultraje es la que enscontramos en Juan 7:49: Mas esta gente que no conoce la ley, son unos malditos. (B) Moreh, que muchas versiones traducen por loco, no es en realidad término griego, sino arameo, y significa algo así como impío o renegado; aquí el desprecio nace del odio, pues se mira al prójimo, no sólo como a despreciable e indigno de honor, sino como a vil e indigno de amor. Raca equivale a sin sentido, pero moreh equivale a sin gracia (gracia de Dios); y cuanto más atañe un reproche a la condición espiritual, tanto peor es. Las calumnias y censuras maliciosas son veneno bajo la lengua, que mata secretamente y despacio. Son como raíces de asesinato.
3. Les dice que, por muy a la ligera que se piense de estos pecados, hay que considerarlos como tales con toda seriedad. Quien se enoja con su hermano será reo de juicio; no sólo del local tribunal judío de 23 miembros, sino del juicio de Dios. Quien le llame raca, será responsable ante el sanedrín, palabra griega que los judíos usaban para designar la Corte Suprema de Jerusalén, compuesta de 71 miembros. Pero quien le diga Moreh se hace reo, no ante un tribunal humano, sino ante la misma Corte Celestial, será reo del fuego del Infierno, de ese mismo Infierno del cual él juzga digno a su hermano. Cristo quería así mostrar cuál de los pecados era más grave, e indica qué castigo era más terrible.
IV. De todo esto se infiere el deber que tenemos de preservar el amor cristiano y la paz con todos nuestros hermanos y que, si en alguna ocasión, se produce alguna ruptura, hemos de afanarnos por procurar la reconciliación.
1. Porque, mientras esto no se haga, estamos completamente indispuestos para tener comunión con Dios en sus santas ordenanzas (vv. 23–24). Si tenéis algo contra alguien, pronto se arregla; basta con perdonar (Mr. 11:25); pero si el mal ha comenzado de tu lado, de modo que tu hermano tiene algo contra ti, anda a reconciliarte con tu hermano, antes de presentar tu ofrenda ante el altar; es decir, antes de acercarte solemnemente a Dios. Siempre que nos dispongamos a efectuar cualquier acto religioso, bien nos irá con tomar de ello ocasión para reflexionar seriamente y examinar nuestro corazón, pues tales actos de religión no son aceptables a Dios, si los efectuamos cuando estamos enojados. Las oraciones pronunciadas en ira están escritas con hiel (v. Is. 1:15; 58:4). El amor es mucho mejor que todos los holocaustos y sacrificios, tanto que Dios se contenta con esperar para la ofrenda, y no con que se le presente mientras somos culpables de odio y metidos en reyerta. Pero, aun cuando estemos indispuestos para la comunión con Dios a causa de alguna continua reyerta con nuestro hermano, esto no puede servirnos de excusa para omitir o descuidar nuestro deber. Muchos dan como excusa o razón de no venir a la iglesia o a la Mesa del Señor, el que no se llevan bien con algún hermano; y ¿de quién es la culpa? Un pecado no excusa el otro, sino que lo multiplica por dos. La falta de caridad no puede significar la falta de piedad. Por tanto, no debemos permitir que se ponga el sol sobre nuestro enojo (Ef. 4:26) ningún día, porque debemos ir a la oración antes de ir a dormir.
2. Porque, mientras esto no se haga, estamos expuestos a gran peligro (vv. 25–26).
(A) En el aspecto temporal. Si la ofensa que hemos cometido contra nuestro hermano, en su persona, en sus bienes o en su reputación, es tal que le ha producido un perjuicio considerable, es nuestro deber someternos humildemente a una satisfacción pacífica y equitativa; no sea que lo requiera al recurrir a los tribunales, y nos ponga en el extremo de ir a la cárcel. Es preferible llegar a un entendimiento, porque los pleitos ante los tribunales se pagan caros. Aunque debemos ser misericordiosos con los que nos causan perjuicio, debemos ser justos con aquellos a quienes hemos causado perjuicio. La cárcel es un lugar incómodo para los que son llevados allá por su orgullo, su insensatez o su despilfarro.
(B) En el aspecto espiritual. «Anda reconcíliate con tu hermano», sé justo con él, pórtate amistosamente con él, porque, mientras continúe la enemistad, así como no estás preparado para presentar tu ofrenda sobre el altar, indispuesto para llegarte a la Mesa del Señor, tampoco estás preparado para morir.
Aunque los versículos 25 y 26 no se refieren a la relación del hombre con Dios, sino con su prójimo, bien puede hacerse una acomodación al gran asunto de nuestra reconciliación con Dios por medio de Jesucristo: Ponte a buenas con él, entretanto que estás con él en el camino. Nótese que: (a) El gran Dios es adversario de todos los pecadores; (b) Mucho nos importa el ponernos a buenas con él; (c) Es señal de gran prudencia hacer esto de prisa, mientra «estamos en el camino; mientras estamos con vida, estamos en el camino; después de muertos, ya es demasiado tarde para ello; (d) quienes continúan en estado de enemistad con Dios, están continuamente expuestos a ser arrestados por su justicia. El Infierno es la cárcel en la que serán arrojados los que continúen en estado de enemistad con Dios. Los pecadores no arrepentidos permanecerán allí por toda la eternidad. No saldrán de allí hasta que paguen el último cuarto. En el sentido literal del texto, esto es posible, pero en el sentido acomodado a nuestra relación, esto es imposible, porque nadie puede pagar a Dios, de su peculio, por ninguno de sus pecados. Por lo que acabamos de decir, se ve cuán falso resulta aplicar esto literalmente a la relación con Dios, y más falso todavía deducir de aquí, como se ha hecho en la Iglesia de Roma, a partir de Tertuliano, nada menos que la doctrina sobre el purgatorio.
Ahora tenemos una exposición del séptimo mandamiento. Es la ley contra la impureza sexual, lo cual sigue muy apropiadamente al mandamiento anterior. El sexto mandamiento concierne al mayor de los bienes del prójimo, que es la vida; el séptimo concierne al segundo de sus bienes, que es la honra.
I. Primero aparece el mandamiento mismo: No cometerás0 adulterio (v. 27), lo cual incluye la prohibición de todos los otros actos de impureza sexual, así como el deseo de ellos.
II. Se explica después la severidad del mandamiento en tres aspectos.
1. Se nos enseña aquí que existe un adulterio cometido en el corazón, es decir, pensamientos y deseos que nunca llegan al acto exterior del adulterio o de la fornicación. Cualquiera que mira a una mujer (ajena, se entiende) para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón (v. 28). Este mandamiento prohíbe, pues, no sólo los actos externos de adulterio y fornicación, sino: (A) Todos los deseos de ellos. La concupiscencia supone una conciencia confusa o predispuesta por una mala inclinación; confusa, si no reacciona contra el pecado; mal inclinada, si muestra su connivencia con el pecado; en el primer caso, no prevalece en lo que dictamina; en el segundo, no dictamina como es debido. (B) Todo acercamiento a ellos; lo cual suele comenzar al alimentar los ojos con la vista del fruto prohibido. El ojo es la puerta de entrada y de salida de gran cantidad de perversidad en esta materia. ¿Para qué tenemos la «cubiertas de los ojos, que son los párpados, sino para frenar las miradas de corrupción, y dejar fuera las impresiones contaminantes? Esta ley prohíbe igualmente el uso de cualquier otro de los sentidos para avivar la concupiscencia. Si las miradas tentadoras son cosa prohibida, mucho más lo son las conversaciones sucias, las diversiones lascivas, etc.; todo cuanto sirve de pábulo y fuelles a este fuego infernal. Estos preceptos son vallas en torno a la pureza de corazón (v. 8). Y, si el mirar es pecado, quienes se visten, se arreglan y exhiben con el propósito, más o menos consciente de ser vistas y codiciadas no son menos culpables. Los hombres pecan, pero el demonio tienta de muchas maneras a pecar.
2. Tales miradas y diversiones son tan peligrosas y nocivas para el alma, que es preferible perder un ojo o una mano antes que aceptar la ocasión de caer. El mundo dice: «Dura es esta palabra, ¿quién la puede oír?» (Jn. 6:60). La carne y la sangre no pueden menos de mirar con placer a una mujer bella; y les resulta imposible dejar de codiciar y divertirse con tal objeto. Tales inclinaciones difícilmente pueden ser superadas con razones, por lo cual, es preciso oponerles los terrores del Señor.
(A) Es una operación muy seria la que aquí se prescribe para remedio de tal concupiscencia. Si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo y échalo de ti. Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala y échala de ti. Si no hubiese otro medio de impedir las miradas lascivas y los perversos desmanes, sería preferible tomar tan drásticas medidas; pero, gracias a Dios, hay un remedio más efectivo que toda precaución externa: la oración ferviente al Señor, para asirse del poder de su gracia, que es suficiente para superar toda tentación. Y si hemos de estar dispuestos a aplicar tales correctivos, mucho más debemos estar resueltos a mantenernos en constante vela sobre los movimientos de nuestro corazón para suprimir inmediatamente en su primer inicio el oleaje de la pasión, para evitar las ocasiones de pecado, para resistir a toda tentación en sus comienzos y huir de la compañía de quienes pueden hacernos caer en el lazo de la seducción, por muy agradable que nos resulte su amistad. ¡Guardémonos de los caminos del mal, y aun del uso de cosas de suyo permitidas, si hallamos en ellas algún motivo de tentación; y, sobre todo, busquemos el rostro del Señor y dependamos continuamente de su gracia! ¡Andemos en el Espíritu, y así no satisfaremos los deseos de la carne! (Gá. 5:16). Esto será mucho más efectivo que sacarse el ojo derecho y cortarse la mano derecha, pues equivale a dejar inoperante nuestro viejo hombre.
(B) Es sobrecogedor el argumento que el Señor usa para encarecer la estricta observancia del precepto: Más te conviene que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno (vv. 29–30). No es inconveniente para un ministro del Señor el hablar del infierno y de la condenación, sino que, por el contrario, debe hacerlo, por cuanto el Señor lo hizo; y seríamos infieles al encargo que se nos ha confiado, si no advirtiéramos a otros de la ira venidera. (a) Hay algunos pecados de los que necesitamos ser salvados con temor (Jud. v. 23), particularmente las pasiones de la carne, que son tan brutalmente bestiales, que sólo se pueden tratar poseídos de temor. (b) Los que ponen su alma en riesgo de ruina eterna antes que privarse de las satisfacciones que proporciona el placer de los instintos brutales, no saben lo que es el infierno o no creen en él. (c) Incluso los deberes menos agradables a nuestra carne y sangre, son provechosos, pues nuestro Maestro no requiere de nosotros nada que no sea para nuestro provecho y felicidad. Más aún, podemos asegurar que el desprecio o el descuido de la virtud se deben a que la mayoría de la gente (incluso, entre creyentes) no llega a convencerse de que hay una perfecta ecuación entre santidad y felicidad.
3. El Señor dice también que el divorciarse de sus mujeres por cualquier causa que no sea el concubinato es una violación del séptimo mandamiento, puesto que abre de par en par las puertas al adulterio (vv. 31–32). Observa aquí:
(A) Cómo estaba la cosa respecto del divorcio: «Cualquiera que repudie a su mujer, que le de carta de divorcio»; que no piense hacerlo de palabra, cuando está dominado por alguna pasión, sino que lo haga solemnemente. Así prevenía la Ley contra los divorcios precipitados.
(B) Cómo rectificó y enmendó el Señor este precepto, y devolvió la institución del matrimonio a su primitivo estado: Vendrán los dos a ser una sola carne (v. el comentario a Gn. 2:24) y por tanto, difícil será separarlos, no debiendo ser permitida la separación, a no ser que se hallen unidos ilegítimamente, en grado prohibido por la Ley. Esta es la más probable interpretación del griego porneia, que nunca significa adulterio en el Nuevo Testamento. El que repudia a su mujer por cualquier otra causa, hace que ella adultere; y no sólo ella, sino también el hombre a quien ella se una después de ser repudiada.
Versículos 33–37
Ahora tenemos una exposición del tercer mandamiento. Dios no tendrá por inocente al que quebrante este mandamiento tomando el nombre de Dios en vano.
I. Todos están de acuerdo en que aquí se prohíbe el perjurio y la violación de votos y juramentos (v. 33). El perjurio es un pecado condenado por la luz misma de la naturaleza, como un combinado de impiedad contra Dios y de injusticia contra el prójimo, y hace que el hombre quede grandemente expuesto a la ira de Dios. Así me ayude Dios, decimos solemnemente, cuando deseamos carecer de la ayuda de Dios en caso de que juremos falsamente. De este modo, por consentimiento general, se han maldecido a sí mismos los hombres al no dudar de que Dios los había de maldecir, si mentían contra la verdad en el preciso momento en que invocaban a Dios como testigo de lo que decían.
II. Se añade aquí que el mandamiento no sólo prohíbe jurar en falso, sino también el jurar precipitadamente y sin necesidad: No juréis en ninguna manera (v. 34). No quiere decir que todo juramento sea pecado; lejos de tal cosa, el juramento debidamente pronunciado es parte del culto religioso y, por medio de él, damos a Dios la gloria debida a Su nombre. Al jurar así empeñamos la palabra en la verdad de algo conocido, a fin de confirmar la verdad de algo dudoso o poco conocido; apelamos de esta manera a un conocimiento más alto, como a un Tribunal Supremo.
La mente de Cristo en esta materia es:
1. Que no juremos de ninguna manera, sino cuando somos debidamente llamados a hacerlo, y así lo pide la justicia o el amor hacia nuestro prójimo, o el respeto a la comunidad, para poner punto final a toda disputa (He. 6:16). Podemos, pues, ser conjurados, pero no debemos jurar.
2. Que no debemos jurar sin reverencia o a la ligera, en la conversación corriente; es un gran pecado apelar sin necesidad a la gloriosa Majestad de los cielos, porque no hay ninguna excusa para ello y, por tanto, es señal de un corazón sacrílego e irreflexivo.
3. Que de una manera especial hemos de evitar los juramentos promisorios, de los que Cristo habla aquí más en particular pues son juramentos que deben cumplirse. El uso y la frecuente demanda de juramentos son un reproche para los cristianos, quienes deberían ser reconocidos por tan fieles a su palabra, que una sobria afirmación de ellos habría de equivaler al más solemne de los juramentos.
4. Que no debemos jurar por ninguna criatura. Parece ser que había quienes pensaban que por cortesía al nombre de Dios era preferible no usarlo en los juramentos, sino jurar por el cielo, por la tierra, etc. Sin embargo, esto es peligroso por dos razones: (A) Es hacer una indebida distinción entre un juramento y otro, pues así se puede engañar a una persona poco versada en estas sutilezas y profanar las cosas sagradas. (B) Al poner por testigo a una persona, puedo inclinarla a garantizar mis afirmaciones o a traer sobre mí una calamidad si juro en falso; pero a las cosas inanimadas no las puedo invocar de esta manera, ni puedo controlarlas; más aún, todas ellas están relacionadas con Dios, como Supremo Hacedor y Controlador del Universo, y sólo en esta conexión con Dios tiene fuerza el juramento pronunciado sobre ellas.
(A) No juréis por el cielo. Tan seguro como que hay un cielo, es que es el trono de Dios, donde Él se asienta. No se puede, pues, jurar por el cielo sin jurar por Dios mismo.
(B) Ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies. La tierra es de Jehová; así que, al jurar por ella, se jura por su Dueño.
(C) Ni por Jerusalén, un lugar por el que los judíos sentían tal veneración, que no encontraban nada más sagrado por lo que jurar. Es la ciudad del gran Rey (v. 35; y. Sal. 48:2), la ciudad de Dios (Sal. 46:4); por eso, Dios está interesado en ella y en cualquier juramento que se profiere sobre ella.
(D) Ni jurarás por tu cabeza (v. 36). Más que tuya, es de Dios; pues Él la hizo, y Él formó todas sus facultades y energías; mientras que tú no puedes, a base de un influjo natural e intrínseco, cambiar el color de un solo cabello para hacerlo blanco o negro; así que no puedes jurar por tu cabeza sin jurar por quien es la Vida de tu cabeza, y el que levanta tu cabeza (Sal. 3:3).
5. Por consiguiente, en todas nuestras conversaciones debemos contentarnos con un sencillo: Sí, sí; no, no (v. 37). Amén, amén era el sí, sí de nuestro Salvador. Así que si deseamos negar una cosa, bástenos con decir: No. Si nuestra sinceridad y nuestra fidelidad son conocidas, eso nos será suficiente para ganar el crédito necesario; y si alguien lo pone en duda, el querer asegurarlo con juramentos y maldiciones servirá solamente para hacerlo más sospechoso. Quienes pueden tragarse un juramento innecesario, no van a colar una mentira.
La razón que el Señor da es muy de notar: Pues lo que se añade de más, procede del maligno, aun cuando no llegue a la maldad de un juramento. Ello surge del carácter engañoso de nuestra naturaleza caída; todo hombre es mentiroso (Sal. 116:11, Ro. 3:4). Los hombres usan todas esas protestas de sinceridad porque no se fían unos de otros y piensan que ese es el único medio para que se les crea. Un juramento es como una medicina que supone la existencia de una enfermedad.
Versículos 38–42
En estos versículos se expone la ley del talión. Obsérvese:
I. Cuál era la tolerancia del Antiguo Testamento en caso de perjuicio. No estaba mandado que cada cual requiriese necesariamente tal satisfacción; pero podían hacerlo legalmente, si lo tenían a bien; ojo por ojo, diente por diente (v. 38). En realidad, era una normativa límite para refrenar a quienes habían sufrido un perjuicio, de modo que no tratasen de imponer un castigo mayor que el daño sufrido; no es la vida por un ojo, o un brazo por un diente, sino que guarda una proporción igualitaria.
Esto es todavía vigente de algún modo, en lo que toca a los magistrados a quienes compete hacer justicia, que usa la espada de acuerdo con el bien común del país, para imponer temor a los malhechores y vindicar a los oprimidos y perjudicados (v. Ro. 13:4); y a ello deben prestar atención los legisladores, a fin de proveer las medidas necesarias para que los criminales no gocen de impunidad.
II. Cuál es el precepto del Nuevo Testamento en lo que atañe al creyente perjudicado (de un inconverso no pueden esperarse cosas contrarias a su naturaleza); su deber es perdonar la injuria recibida y no insistir en el castigo del delincuente más allá de lo que es necesario para el bien de la sociedad. Dos cosas nos enseña aquí el Señor Jesucristo:
1. No debemos ser vengativos: Pero yo os digo: No resistáis al malvado (v. 39); es decir, a la mala persona que os hace un perjuicio. Debemos evitar el mal, y aun podemos resistir al mal en la medida en que es necesario para nuestra propia seguridad; pero no debemos devolver mal por mal (Ro. 12:17); no debemos guardar rencor, ni tomarnos la justicia por nuestra mano, ni tratar de ponernos al mismo nivel de los que se portan con nosotros ásperamente, sino que hemos de ir más lejos perdonándoles de corazón. La ley del talión debe dar paso a la ley del amor. No es excusa para perjudicar a nuestro prójimo decir que él comenzó primero, porque es el segundo golpe el que provoca la reyerta. Tres cosas especifica el Señor, para mostrar que los cristianos deben soportar con paciencia el daño que reciben de otros:
(A) Un golpe en la mejilla, que es una injuria causada en el cuerpo: «A cualquiera que te hiera en la mejilla derecha—lo cual no sólo produce daño, sino también afrenta—, vuélvele también la otra»; es decir, sopórtalo con paciencia; no le devuelvas el golpe ni te enfurezcas por ello; si no hay ningún hueso roto, ni herida copiosamente sangrante, perdona y olvida. Y si los vengativos y arrogantes te tienen en poco y se ríen de ti por ello, los equilibrados y verdaderamente sabios te estimarán y honrarán por ello como a un genuino seguidor del bendito Jesús. Aunque esto te exponga ante los viles y perversos a recibir nuevas afrentas, como en efecto ocurre a menudo, no te perturbe si recibes nuevo golpe al volverle la otra mejilla. Pero quizás el perdón de una injuria puede impedir que recibas otra, mientras que el tomar venganza de ella podría acarrearte una segunda, pues hay quienes son vencidos si te muestras apacible y sumiso, cuando resistiéndoles no harías sino exasperarles más y más.
(B) La pérdida de una túnica, que es una pérdida en mis bienes: Y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica (v. 40). Aunque los jueces sean justos y circunspectos, entra dentro de lo posible el que hombres malos que no tienen conciencia y no respetan juramentos, inventen una historia o falsifiquen los hechos, para quitarle a uno la túnica por la fuerza de la ley, llevándolo a los tribunales. No te maravilles de ello (Ec. 5:8), sino déjale también la capa. Si el precio de lo incautado no es importante, es preferible someterse por amor a la paz. Aunque el precio de la capa sea mayor que el de la túnica, y no esta permitido por la ley quitársela a nadie (v. Éx. 22:26 y ss.), de seguro que te saldrá más barato comprarte otra capa, que lo que te ha de costar recobrar la vieja si recurres a los tribunales.
(C) Recorrer una milla (1.478 m) por coacción, lo cual es un agravio a mi libertad: Y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos (v. 41). Más te vale decir: Sí, lo haré pues así te evitarás una reyerta; mejor es servir al opresor, que servir a tu propio orgullo y deseo de venganza. El fondo de todo esto es que el cristiano no debe ser amigo de pleitos; los perjuicios menores es preferible aguantarlos; y si el daño es lo suficientemente importante como para exigir una reparación, hágase para bien y sin deseos de venganza.
2. Debemos ser caritativos y generosos (v. 42). No sólo no debemos hacer mal a nuestro prójimo, sino que hemos de tratar de hacerle todo el bien que podamos. (A) Hemos de estar dispuestos a dar: Al que te pida, dale. Si tienes bienes de fortuna o habilidad para prestar un determinado servicio, ten por un honor que alguien te pida, dándote la oportunidad de ser útil a los demás, y ofreciéndote esa felicidad que proporciona el dar más bien que el recibir (Hch. 20:35). Con todo, este asunto de dar debe estar guiado por la discreción, no sea que prives de lo necesario a los tuyos, mientras fomentas la vagancia de holgazanes sin vergüenza, que tratan de vivir como parásitos de la sociedad. Lo prudente es tratar de aliviar la necesidad del modo más eficaz. Hay un proverbio chino que dice: Mucho mejor que regalar un pescado es regalar una caña de pescar. Lo más importante es que haya en nosotros la misma disposición que hay en nuestro Padre Celestial, cuando nos dice: Pedid, y se os dará. Demos, pues, a quien nos pide en su verdadera, no fingida, necesidad; aunque es preferible ser engañado en dos ocasiones, que negar nuestra ayuda a un solo necesitado. (B) También debemos estar dispuestos a prestar. Esto es a veces, más efectivo que un regalo, pues no sólo alivia la necesidad del momento, sino que estimula al beneficiario a ser previsor, laborioso y honesto. Al que quiera tomar de ti prestado, no lo desatiendas. No mires a la condición de la persona, sino a la urgencia de su necesidad. Es muy propio del cristiano el adelantarse en los actos de generosidad y amabilidad, y recordar que nuestro Dios nos escucha antes de que le hablemos y nos previene con las bendiciones de su bondad. ¡Oh, si cada día meditásemos los cinco primeros versículos del Salmo 103!
Versículos 43–48
Finalmente, tenemos en esta porción una exposición de la gran ley fundamental de la segunda tabla del Decálogo: Amarás a tu prójimo.
I. Veamos primero cómo fue corrompida esta ley por los comentarios de los maestros judíos (v. 43). Dios había dicho: Amarás a tu prójimo; pero ellos entendieron por prójimo solamente a quienes consideraban como amigos, y de ahí dedujeron lo que Dios nunca intentó decir: y aborrecerás a tu enemigo, así entendieron por enemigo a cualquiera que no les cayese bien. Nótese cuán prestas están las pasiones corrompidas a sacar falsas consecuencias de la Palabra de Dios, y tomar ocasión del mandamiento para justificarse a sí mismas.
II. Veamos ahora cómo queda aclarada la ley por mandato del Señor Jesús, quien nos enseña otra lección: Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos (v. 44). Aunque los hombres somos malos por naturaleza, y nos portamos mal con los demás, eso no es ninguna excusa para descargarnos del deber que tenemos para con nuestros prójimos: el deber de amar al semejante, y en especial a los más allegados. Es un gran deber del cristiano amar a los enemigos. No significa que hayamos de complacernos en la maldad del enemigo, sino que hemos de desearles toda clase de bien e incluso complacernos en lo que tengan de agradable y encomiable. Debemos de tenerles, no sólo compasión, sino también buena voluntad hacia ellos. Recordemos que Dios nos amó cuando éramos sus enemigos (v. Ro. 5:6–8). Aquí se nos dice:
1. Que debemos hablar bien de ellos: Bendecid a los que os maldicen. Si bendecir es decir bien, cuando les hablemos debemos contestar a sus insidias e impertinencias con palabras corteses y amistosas, sin responder a sus ultrajes con ultrajes. Aquellos cuya lengua es fuente de dulzura (Stg. 3:11), pueden hablar palabras dulces a quienes les dirigen palabras amargas.
2. Que debemos hacerles bien: Haced bien a los que os aborrecen; esto es una prueba de amor más efectiva que las buenas palabras. Estemos dispuestos a hacerles todo el bien que esté en nuestra mano, y alegrémonos de la ocasión que se nos ofrece para ello.
3. Debemos orar por ellos: Orad por los que os ultrajan y os persiguen. Cristo mismo reaccionó de esta manera hacia los que le ultrajaron y llevaron a morir en la cruz. Si en alguna ocasión nos ocurre algo parecido, tenemos la oportunidad de mostrar nuestra conformidad, no sólo con el precepto de Cristo, sino también con su ejemplo, y orar por los que nos maltratan. Hemos de pedirle a Dios que les perdone, que no tengan que sufrir malas consecuencias por el daño que nos han hecho, y que Él haga de alguna manera que se pongan en paz con nosotros. Esto es amontonar sobre su cabeza carbones encendidos (Ro. 12:20). Y hemos de hacerlo así:
(A) Para ser como Dios nuestro Padre: Para que así lleguéis a ser—y lo demostréis—hijos de vuestro Padre que está en los cielos (v. 45). ¿Podemos copiar un original mejor? Él hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos. El sol y la lluvia son grandes bendiciones para toda la humanidad, y provienen de Dios. Las gracias y los favores comunes deben ser estimados como ejemplos y pruebas de la bondad de Dios, quien se muestra en ellos como bienhechor generoso. Estos dones generales de la divina providencia se imparten sin discriminación a buenos y malos, justos e injustos. Los peores entre los humanos comparten con los demás estos favores de la vida presente, lo cual es un ejemplo sorprendente de la paciencia y de la generosidad de Dios. Estos regalos de la generosidad de Dios a hombres perversos que están en rebelión contra Él, nos enseñan a hacer bien a los que nos aborrecen. Sólo quienes se afanen por parecerse a Dios, especialmente en su bondad, serán aceptados como hijos de Dios.
(B) Para que así actuemos mejor que los demás (vv. 46–47). (a) Los publicanos o cobradores de impuestos también aman a los que les aman; siguen así la inclinación de la naturaleza y las direcciones de su propio interés. Hacer el bien a quienes se portan bien con nosotros es una cualidad común de los humanos. (b) Hemos pues, de amar a nuestros enemigos, para así superarlos; pues la cristiandad es algo más que humanidad. Se trata de una pregunta muy seria que deberíamos hacernos con frecuencia: «¿Qué hacemos más que los que no son creyentes? ¿En qué cosas les superamos?» Dios ha hecho más por nosotros que por los demás y, por consiguiente, con razón espera de nosotros más que de los demás pero ¿qué hacemos nosotros más que los demás? ¿En qué está nuestra vida por encima del nivel de la de los hijos de este mundo? No podemos esperar la recompensa de cristianos, si no nos elevamos sobre la virtud de los publicanos. Quienes esperan premio de vencedores han de procurar ser en todo los mejores.
(C) Nuestro Salvador concluye el tema presente con la siguiente exhortación: Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto (v. 48). Esto puede entenderse, (a) en general, incluyendo todo aquello en que debemos imitar a Dios como hijos suyos. Es deber de todo cristiano aspirar a la perfección en la gracia y en la santidad; perfección equivale aquí, no a impecabilidad—imposible en esta vida—sino a madurez, propia de quien no anda según la carne, sino conforme al Espíritu y en el Espíritu (Ro. 8:4; Gá. 5:16). (b) En particular, con respecto al amor que se ha de tener a los enemigos (v. Lc. 6:36), lo cual está más en conformidad con todo el contexto anterior. Propio es de Dios perdonar y tener compasión (v. Dn. 9:9), y ser bueno para con todos (Sal. 145:9), para buenos y malos, para agradecidos e ingratos. ¡Seamos, pues, como Él! Nosotros que se lo debemos todo a la bondad divina, debemos afanarnos por imitar a nuestro Padre en todo, pero especialmente en su bondad para con todos.
En el capítulo anterior, Cristo ha prevenido a sus discípulos contra las deformaciones que los escribas y fariseos habían hecho de la Ley de Dios, al enseñar doctrinas falsas y opiniones corrompidas. Ahora les va a prevenir contra la hipocresía y la mentalidad mundana, pecados de los que, más que de otros cualesquiera, necesitan guardarse quienes profesan ser creyentes.
Versículos 1–4
Debemos estar en guardia contra la hipocresía, que era la levadura de los fariseos, tanto como contra sus enseñanzas (Lc. 12:1). Dar limosna, orar y ayunar son tres grandes deberes del cristiano. Así que, no sólo nos hemos de apartar del mal, sino dedicarnos a hacer el bien, a hacerlo bien y a perseverar en la práctica del bien.
Se nos advierte aquí contra la hipocresía en dar limosnas. Guardaos—dice Jesús—(v. 1), puesto que es un pecado que se insinúa solapadamente; ya que la vanagloria se presenta antes de que nos percatemos de ello e infecta así la buena obra de la limosna Estamos en constante peligro de caer en ese pecado.
¡Guardémonos de la hipocresía, porque cuando reina, arruina! Es parecido a las moscas muertas que hacen heder al perfume del perfumista (Ec. 10:1).
Dos cosas se dan aquí por ciertas:
I. El dar limosna es un gran deber; un deber que todos los discípulos de Cristo, según sus posibilidades, deben cumplir generosamente. Los judíos llamaban a la bolsa de los pobres la bolsa de justicia. Es cierto que las limosnas no merecen el cielo, pero también es cierto que no podemos ir al cielo si no ejercitamos la generosidad. Cristo da aquí por supuesto que sus discípulos dan limosna, y no reconocerá por suyos a los que no lo hagan así.
II. Es un deber que tiene gran recompensa, la cual se pierde si se hace con hipocresía. Será recompensado con riquezas eternas en la resurrección de los justos (Lc. 14:14). En realidad, las riquezas que se comparten forman la única riqueza que no se pierde jamás.
1. Cuál era la conducta de los hipócritas en relación con este deber. Ellos practicaban la limosna, pero no lo hacían por obediencia a Dios ni por amor a los hombres, sino por orgullo y vanagloria; no lo hacían por compasión, sino meramente por ostentación. Al seguir esta pauta, escogían las sinagogas y las amplias avenidas para hacerlo, ya que allí era donde mayor número de gente podía observarlos. No es que esté mal dar limosna donde la gente pueda vernos; podemos y debemos hacerlo así. Lo que el Señor reprende es hacerlo para que nos vean. Tocar trompeta es aquí sin duda, una hipérbole de gran viveza, para dar a entender la ostentación de los hipócritas. Así como los toques de trompeta especialmente en el ejército, sirven para dar órdenes y llamar poderosamente la atención, así también la vanagloria trata por todos los medios de «hacer mucho ruido» para llamar la atención de los demás y recibir un aplauso muy nutrido.
El reproche que Cristo les hace es muy notable: De cierto os digo que ya están recibiendo toda su recompensa (v. 2. La frase se repite en los vv. 5 y 16). Dos palabras hacen que el reproche del Señor sea terrible:
(A) Es una recompensa, pero es su recompensa, no la recompensa que Dios promete a los que practican el bien, sino la que ellos buscan, y ¡qué pobre recompensa es! Su intención es que los vean los hombres; los hombres los ven, y ahí queda todo.
(B) Esa es toda su recompensa; pequeña y pasajera, sin que les quede nada para la otra vida. Tienen ya todo lo que buscaban, como indica el verbo del original: un recibo por la suma total. Como si dijera:
¿no es eso todo lo que buscaban? ¡Pues ya lo tienen! ¿Cómo van a presentar al cobro delante de Dios un recibo que lleva la tachadura de «pagado»? Dios no fuerza a nadie, sino que concede (o permite) a cada uno lo que desea (v. Ro. 2:6–8).
2. Cuál es el precepto de nuestro Señor al respecto (vv. 3–4). «Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha.» Dar limosna con la mano derecha es una expresión típicamente hebrea (v. Gn. 35:18); es la mano del honor, del poder, de la protección y de la resolución. Que no se entere la izquierda expresa con viveza el secreto de la limosna, donde está su mejor cualidad. Darla simplemente porque es una obra buena, no porque da buen nombre al donante. Precisamente el judaísmo insistía en guardar el secreto en los actos de caridad, para no avergonzar a los pobres; debería ser algo tan secreto que nosotros mismos olvidásemos que habíamos ayudado a una persona cuando nos encontrásemos con ella. De esta forma, se insinúa en las palabras de Jesús: (A) Que hemos de hacer lo posible para que otros no se enteren; (B) que nosotros mismos no hemos de tratar de recordarlo. La autocomplacencia, que es algo así como la adoración de nuestra propia sombra, es una de las más fuertes ramas del árbol del orgullo. En cambio, vemos que los que han olvidado sus obras buenas son honrados con el recuerdo que de ellas les hace el mismo Señor: «¿Cuándo te vimos hambriento, y te alimentamos?» (Mt. 25:37).
3. Cuál es la promesa que se hace a quienes dan limosna con sinceridad y humildad: Para que tu limosna quede en secreto y tu Padre que ve en lo oculto, te lo recompensará en público (v. 4). Es un gran consuelo para el creyente sincero saber que Dios ve en lo oculto. Obsérvese el énfasis con que se declara que Él mismo recompensará. Y no sólo será Él el Recompensador, sino también la Recompensa: galardón sobremanera grande (Gn. 15:1). Él te recompensará como quien es tu Padre, no como el amo que le da al criado lo justo y nada más, sino como el padre que da abundantemente y sin restricción al hijo que le sirve. Si la obra no ha sido en público, el galardón lo será, y eso es mucho mejor.
Versículos 5–8
Cuando ores (v. 5). Se da por supuesto que todos los discípulos de Cristo oran. Más fácilmente debería encontrarse vivo a un hombre que no respirase, que a un cristiano que no ore. Si falta la oración, falta la gracia.
Los hipócritas eran culpables de dos grandes faltas cuando oraban: vana gloria (vv. 5–6) y vana repetición (vv. 7–8).
I. No debemos tener orgullo ni vanagloria en la oración, ni desear ser alabados de los hombres. Obsérvese aquí:
1. Cuál era la práctica de los hipócritas. En todos sus ejercicios de devoción, era obvio que su intención primordial era ser encomiados por sus prójimos. Cuando parecían mirar hacia arriba en sus oraciones, su intención, el ojo del alma, miraba hacia abajo y buscaba ovaciones. Nótese:
(A) Qué lugares escogían para sus devociones: los mismos que para las limosnas, lugares prominentes donde todos podían observarlos y decir: ¡Mirad, qué piadosos son! Jesús no les reprocha por orar en público o en privado, sino por su ostentación. Orar de pie era una postura normal, pero hacerlo en lugar prominente (v. en Lc. 18:11 el implícito énfasis en el lugar, si se compara con la «bastante distancia» del publicano; v. 13), por ostentación, daba a entender el orgullo y la vanagloria, pues lo hacían para ser vistos de los hombres, no para ser aceptos a Dios.
(B) Cuál era el producto que obtenían de esa ostentación: el mismo que en dar limosna, a saber, el aplauso de los hombres. ¡Bien poca cosa! ¿De qué sirve obtener de los hombres buenas palabras, si el Maestro no nos dice un día: Muy bien hecho, siervo bueno y fiel? La oración es como una audiencia privada ante el trono de Dios; lo que pasa entre Dios y nosotros en los momentos solemnes de la oración, no puede servir de ostentación pública.
2. Cuál es la voluntad de Cristo en oposición a eso: Pero tú, cuando ores … (v. 6). Se supone aquí que la oración personal es el deber y la práctica de todos los discípulos de Cristo. Obsérvense:
(A) Las instrucciones que aquí se dan a este respecto: (a) En vez de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas (v. 5), entra en tu aposento (v. 6), o en cualquier lugar retirado y solitario: Isaac salía al campo (Gn. 24:63), Cristo subía al monte, Pedro a la azotea (Hch. 10:9). No hay lugar falto de ceremonia, si responde al propósito de la oración. Pero si las circunstancias hacen que nos sea imposible evitar ser vistos, no por eso hemos de dejar la oración, especialmente cuando su omisión produce mayor escándalo que su observación. (b) En vez de orar para ser vistos, ora a tu Padre que está en lo secreto. Los fariseos venían a orar a los hombres más bien que a Dios. ¡Ora a Dios, y que esto sea bastante para ti!
¡Ora a Él que es tu Padre, presto a escucharte y a responderte, favorablemente inclinado a compadecerte, ayudarte y socorrerte; allí está Él, en lo secreto, donde nadie más te ve, donde nadie más está; especialmente cercano a ti, cuando tú estás lejano de los demás; al estar con Él, nunca estás solo! ¡Y cómo te espera! Tiene más deseo de escucharte que tú de hablarle.
(B) El estímulo que aquí se nos da: (a) Él ve en lo secreto: hasta el fondo y sin perder detalle de tu situación (Sal. 139:1–4); (b) Él te lo recompensará en público. Ellos tienen su recompensa al orar en público, pero tú tendrás la de Dios, ya ores en privado o en público. Es recompensa, no de deuda, sino de gracia. A veces, las oraciones secretas de los hijos de Dios tienen su premio ya en este mundo por las señales obvias de las respuestas que Dios les da, con lo que resulta evidente su condición de creyentes que oran, incluso en las conciencias de sus adversarios que no pueden soslayar un testimonio tan patente.
II. No debemos usar en la oración vanas repeticiones, parlotear sin tino ni medida (v. 7). Aunque el alma de la oración consiste en la elevación de la mente y el derramamiento del corazón en la presencia de Dios, también las palabras tienen su interés, tanto en la oración privada como en la comunitaria. Lo que Jesús reprocha aquí son las vanas repeticiones. Nótese:
1. Cuál es, en realidad, la falta que aquí se reprueba; no es simplemente la repetición que a veces es una muestra saludable del afán o de la angustia con que se ora (26:44; Lc. 22:44), pues Jesús mismo repetía, sino las vanas repeticiones; es decir: (A) la repetición mecánica, u «oración de rodillo»—como alguien ha llamado a devociones como el rosario, etc.—y que se asemeja a las oraciones de los bonzos, que las escriben en rollos y las hacen pasar en un rodillo ante los ojos sin vida de la estatua de Buda. (B) la parlotería sin sentido y sin medida, que es una mera afectación de elocuencia prolija en la oración, ya que a muchos les encanta oírse a sí mismos hablar. No es que estén prohibidas las oraciones largas; Cristo oraba durante toda la noche (Lc. 6:12). No es el orar mucho lo que aquí se condena, sino el hablar mucho; el peligro de esto se halla cuando tratamos de decir oraciones, en vez de orarlas.
2. Qué razones se dan aquí contra esto:
(A) Este es el modo como los gentiles oran, y está muy mal que los cristianos rindan culto al Dios verdadero de la misma manera que los gentiles lo hacen a sus dioses falsos. Al pensar que Dios era como ellos mismos, creían que necesitaba muchas palabras para poder entender lo que se le decía, o para inclinarle a conceder lo que se le pedía. El mero trabajo de labios en la oración, por muy bien trabajado que esté, si no es más que eso, es un trabajo perdido.
(B) No es menester recurrir a ese subterfugio, puesto que nuestro Padre sabe de qué cosas tenemos necesidad, antes que nosotros le pidamos (v. 8). Por consiguiente, es superfluo añadir muchas palabras. De ahí no se sigue que no debamos orar, pues Dios mismo nos manda que oremos, que le expongamos nuestro caso, le abramos nuestro corazón, y dejemos en sus manos la solución del problema que nos agobia. En realidad, aquí tocamos fondo en el concepto mismo de oración: No oramos para que Dios se entere de lo que necesitamos, sino para percatarnos nosotros mismos de nuestra necesidad y mostrar humildemente que dependemos de Él en todo y de Él lo esperamos todo. Notemos que: (a) el Dios a quien oramos es nuestro Padre. Los hijos no pronuncian largos discursos ante sus padres cuando necesitan algo; no necesitan decir muchas palabras cuando el Espíritu de adopción les ha enseñado a decir bien esto solo: Abbá, Padre (Ro. 8:15). (b) Es un Padre que conoce nuestro caso y nuestra necesidad mucho mejor que nosotros. Con frecuencia responde antes que le llamemos (Is. 65:24) y hace todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o pensamos (Ef. 3:20). No es menester que nos alarguemos al presentarle nuestro caso; Él lo conoce mejor que nosotros, pero quiere oírlo de nuestros labios. Las intercesiones más poderosas son aquellas que se hacen con gemidos indecibles (Ro. 8:26).
Versículos 9–15
Precisamente porque no sabemos qué hemos de pedir como conviene, el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad (Ro. 8:26), y Cristo mismo nos ayuda también al poner las palabras en nuestros labios: Vosotros, pues, oraréis así (v. 9). No quiere decir que hayamos de atarnos a ello como a un mero formulario o a un conjunto de frases sagradas o mágicas. Es cierto que la Iglesia, en todos los tiempos y en todas las denominaciones, la ha usado en la oración comunitaria, pero Cristo no dijo: con estas palabras sino de esta manera. En realidad, el Padrenuestro es, más bien que una oración ya hecha, un índice de capítulos en que las materias de oración están perfectamente coordinadas; comienza por los valores supremos hasta descender a las necesidades detalladas de cada día.
Esta oración (como, en realidad, toda oración) es como una carta enviada de la tierra al cielo, pues contiene todos los datos propios de una carta: la persona a quien la dirigimos Padre nuestro, la dirección en los cielos; el contenido en las distintas peticiones; la despedida, porque tuyo es el reino, etc.; el sello, Amén; y, si se quiere, hasta la fecha, hoy. Desde luego, tiene una introducción, un contenido y una conclusión.
(A) El prefacio o introducción Padre nuestro que estás en los cielos. Decimos primero, Padre nuestro. Como hijo de Dios, le digo Padre; como que soy miembro de una comunidad de hermanos, le digo nuestro; esto ya insinúa que hemos de pedir, no sólo por nosotros mismos, sino por nuestros hermanos. Aquí se nos enseña a quién hay que orar, sólo a Dios, no a los ángeles ni a los santos. También se nos dice cómo hemos de dirigirnos a Dios y qué título hemos de darle, el que habla de Él más como benéfico que como magnífico, ya que hemos de acercarnos confiadamente al trono de la gracia (He. 4:16).
1. Sí, hemos de dirigirnos a Él como a nuestro Padre y llamarle por ese nombre. Nada más agradable a Dios ni más placentero para nosotros que llamar Padre a Dios. En la mayoría de sus oraciones, Cristo llamó Padre a Dios. Si es nuestro Padre, Él se compadecerá de nosotros en todas nuestras debilidades y enfermedades (Sal. 103:13), nos perdonará (Mal. 3:17), tendrá por aceptas nuestras acciones, aunque sean muy defectuosas, y no nos negará nada que sea verdaderamente bueno para nosotros (Lc. 11:11–13). Cuando nos arrepentimos de nuestros pecados, hemos de llegarnos a Dios como a nuestro Padre, conforme lo hizo el Hijo Pródigo (Lc. 15:18), a un Padre amoroso y benigno, que nos ha reconciliado en Cristo (2 Co. 5:19).
2. Como a nuestro Padre que está en los cielos; en los cielos está como también en todas partes, puesto que los cielos no pueden contenerle (1 R. 8:27), pero hay un justo énfasis en los cielos porque allí manifiesta de modo especial Su gloria, ya que los cielos son Su trono (Sal. 103:19), el cual es para los creyentes un trono de gracia; por eso hemos de dirigir nuestras oraciones a aquel lugar. Desde allí tiene una visión amplia y clara de todas nuestras necesidades, de todos nuestros problemas, de todos nuestros deseos y de todas nuestras debilidades. Como Padre, está deseando ayudarnos; como Padre Celestial, es poderoso para ayudarnos, y para hacer por nosotros grandes cosas, más de lo que podemos pedir y pensar; Él tiene también abundantes reservas con que proveer a todas nuestras necesidades, pues toda buena dádiva y todo don perfecto viene de arriba, desciende de parte del Padre (Stg. 1:17). Por ser Padre, nos acercamos a Él confiadamente; por ser Celeste, nos acercamos a Él reverentemente. Como una carta enviada a casa desde el extranjero, dirigimos nuestra oración allá donde está nuestra verdadera patria, de la que, como creyentes, profesamos estar en camino.
(B) Las peticiones, que forman el contenido de la oración son seis; las tres primeras se refieren directamente a Dios y a su honor, las tres últimas, a nuestras necesidades. La pauta de esta oración nos enseña a buscar primero el reino de Dios y su justicia, con la firme esperanza de que las demás cosas nos serán añadidas (v. 33).
1. Santificado sea tu nombre; es decir, que se le de a Dios el honor y la gloria que le pertenece (v. Is. 8:13, 1 P. 3:15). (A) Hemos de dar gloria a Dios, antes de esperar recibir de Él misericordia y gracia. Procuremos que Él tenga la alabanza de sus perfecciones, y obtengamos después los beneficios de las mismas. (B) Fijemos nuestra última meta en que Dios sea glorificado, pues ese es el fin último de toda la creación (Is. 43:7); todas las demás peticiones deben estar subordinadas a esta y dirigidas a ella: Padre, glorifica tu nombre (Jn. 12:28), al darme el pan de cada día y perdonar mis pecados, etc. Puesto que todo viene de Él y a través de Él, todo debe ser por Él y para Él. Nuestros pensamientos y sentimientos en la oración deberían ir dirigidos, ante todo, a la gloria de Dios: «Haz esto y lo otro por mí, para la gloria de tu nombre, y en la medida en que es para tu gloria». (C) En esta petición, oramos que sea glorificado y santificado por todos el nombre de Dios, esto es Dios mismo en todo aquello por lo que se ha dado a conocer: «Padre, que sea glorificado tu nombre como Padre, y como Padre que está en los cielos; glorifica tu bondad y tu majestad, tu excelencia y tu misericordia».
2. Venga tu reino. Esta petición hace referencia clara a la doctrina que Cristo predicaba por entonces: El reino de Dios se ha acercado (4:17). El reino de Dios es como el área inmensa en que Dios tiene su gloria más preclara como Salvador necesario y suficiente de la humanidad, y en él se entra ya ahora («en medio de vosotros está») mediante la sumisión a su voluntad que es nuestra santificación. No se refiere, pues, a la Segunda Venida del Señor, cuando el Reino se extenderá a todo el mundo y Él los regirá con cetro de hierro (Sal. 2:9; Ap. 2:27; 19:15). Rogamos que se extienda ese reino de Dios que está al alcance de la mano, y que venga pronto el Rey que impondrá su voluntad al universo. Esta es una manera de apresurar la venida del día de Dios (2 P. 3:12). Así nuestra oración será como un eco del mensaje primero de Jesús (Mr. 1:15), de la misma manera que, cuando Jesús dice: Ciertamente vengo en breve, nuestros corazones deben responder: Sí, ven, Señor Jesús (Ap. 22:20). Hemos de orar por lo que Dios ha prometido, porque las promesas se nos dan, no para reemplazar nuestras oraciones, sino para estimularlas.
3. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así en la tierra. Oramos aquí que el reino de Dios se establezca ya ahora mediante nuestra sumisión y obediencia a todas las leyes y ordenanzas de dicho reino. Es cierto que Dios puede quebrantar y someter las voluntades más rebeldes, pero ahora no lo hace mediante coacción, sino mediante atracción (v. Jn. 6:44), aunque Él también controla las malas voluntades y hace que sirvan para Sus designios. En cuanto a los cristianos, hacemos de Cristo un Príncipe meramente titular, si le llamamos Rey y no hacemos lo que Él manda; si oramos para que Él reine y nos gobierne, también oramos para que nosotros nos dejemos gobernar en todo por Él. Consideremos: (A) Lo que pedimos aquí: Hágase tu voluntad. En este sentido oró Jesús en Getsemaní: Hágase tu voluntad (26:42; Lc. 22:42). Digámosle a nuestro Padre: «Capacítame para hacer lo que te agrada; dame esa gracia que es necesaria para el recto conocimiento de tu voluntad, y una obediencia total, para que no te desagrade yo en ninguna cosa que haga, ni sienta desagrado por ninguna cosa que tú me hagas». (B) La extensión de lo que pedimos: En la tierra (donde nuestra obra se ha de hacer, o no se hará jamás), como se hace en el cielo. Pedimos así que la tierra vaya asemejándose al Cielo mediante la observancia de la voluntad de Dios.
4. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Comoquiera que la condición física de nuestro ser influye en nuestra condición espiritual en este mundo, por eso, después de orar por las cosas de Dios (su gloria, su reino y su voluntad), pedimos también por las provisiones, ayudas y consuelos de la vida presente.
Cada palabra de esta petición comporta una lección: (A) Pedimos pan, no golosinas ni cosas superfluas, sino lo que es necesario y sano. (B) Oramos por nuestro pan, lo cual nos estimula a la honestidad y a la laboriosidad. (C) Oramos por nuestro pan de cada día. La palabra del original griego sale únicamente una vez en escritos no cristianos; de ahí la dificultad de dar certeramente con su significado preciso. Los intérpretes descartan el sentido de «sobresustancial» o «sobrenatural» que muchos escritores latinos emplean. Puede significar la ración diaria de pan, o el pan necesario para el futuro inminente. En cualquiera de los dos sentidos, se expresa aquí la continua dependencia nuestra de la provisión divina, de la misma manera que dependían diariamente los israelitas del maná, en su peregrinación por el desierto. Al pedir el pan de cada día, no podemos olvidar que es Dios quien nos lo envía. (D) Le rogamos a Dios que nos lo de. El más opulento y encumbrado de los hombres debe estar reconocido a Dios por el sustento diario. (E) Notemos que nuestra oración es: Dánoslo; es decir, no sólo a mí, sino que otros lo compartan conmigo. Esto nos enseña a tener caridad, y una preocupación compasiva por los pobres y necesitados. (F) Le pedimos a Dios que nos lo de hoy, para que la elevación de nuestras almas a Dios vaya sincronizada con la reparación de las fuerzas de nuestros cuerpos. Así aprenderemos a no pasar un solo día sin oración, como no podemos pasarlo sin alimento.
5. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Esto va de algún modo conectado con lo anterior; porque si no se nos perdonan nuestros pecados, nuestro pan de cada día sólo serviría para engordarnos como a corderos para el matadero. También insinúa que hemos de orar por el perdón de cada día, de la misma manera que pedimos por el pan de cada día.
(A) La petición es: Padre Celestial, perdónanos nuestras deudas: las deudas que tenemos contigo. Nuestros pecados son nuestras deudas; hay deuda de obligación («deber»), la cual debemos, como criaturas, a nuestro Creador; no pedimos que se nos descargue de esa deuda; pero, cuando esa deuda no se paga, surge otra deuda de ahí, que es la deuda del castigo. El deseo y la oración de nuestro corazón a nuestro Padre de los cielos debería ser que nos perdone nuestras deudas que merecen castigo, a fin de que, no sólo quedemos sin esa carga, sino que ganemos un nuevo consuelo.
(B) El argumento para reforzar esta petición es: como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. El original está en tiempo aoristo; es decir, es un hecho que nos comportamos así. Este argumento no ha de interpretarse como si hiciéramos valer un mérito nuestro, sino como una razón para implorar la gracia del perdón. Esto se entiende mejor (así como los vv. 14–15) a la luz de la parábola de los dos deudores (cap. 18). Es nuestro deber perdonar a nuestros deudores, porque un corazón que no perdona no está en condiciones de que la sangre de Jesús lo limpie de todo pecado, puesto que alberga un pecado no confesado sinceramente (1 Jn. 1:7, 9). Soportar, perdonar y olvidar las afrentas e injurias que se nos hacen es una necesaria cualificación moral para el perdón y la paz, pues confirma nuestra esperanza de que Dios nos ha de perdonar; el hecho mismo de que Dios haya puesto en nuestro corazón la disposición a perdonar, es ya una evidencia de que nos ha perdonado.
6. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal. Al tener en cuenta que Dios no tienta a nadie, sino que cada uno es tentado cuando es atraído y seducido por su propia concupiscencia (Stg. 1:14–15), y que el original griego se traduce mejor en sentido personal, el significado de toda la petición es el siguiente: Y no nos sometas a una prueba dura, sino líbranos del Maligno, ya que Dios usa, a veces, a Satanás para probarnos. Después de orar para ser librados de la culpa del pecado, oramos ahora para que Dios nos libre del peligro del pecado, de modo que no volvamos a cometer semejante locura.
(C) La conclusión: Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria, por todos los siglos. Amén.
1. Es nuestro deber suplicar a Dios en la oración y apelar a sabias razones y fuertes motivos (v. Éx. 32:11–14), no para conmover a Dios, sino para conmover nuestro propio corazón, animar nuestra fe, avivar nuestro fervor y elevar nuestro espíritu. Por eso, los mayores argumentos que podemos emplear en nuestras oraciones son los que se toman del carácter mismo de Dios como hizo Moisés en el lugar citado, y por lo que Dios mismo se ha dado a conocer. Eso es luchar con Dios y emplear la fuerza de Dios. «Tuyo es el reino»; Dios salva y da como rey. «Tuyo es el poder», para sostener y reforzar ese reino, y cumplir todo lo que has prometido a tus hijos. «Tuya es la gloria», como fin último de todo lo que das a los tuyos y de lo que haces por ellos, en respuesta a sus oraciones.
2. Esta conclusión constituye también una forma de alabanza y gratitud. El mejor modo de rogar a Dios es alabarle, y por ahí deben comenzar nuestras plegarias, pues la oración de alabanza es la más sublime de todas. Ese es el mejor medio de obtener gracias y favores, puesto que nos cualifica, como ninguna otra cosa, para recibirlos. Alabamos a Dios, y le damos gloria, no porque la necesite, sino porque la merece. La alabanza es la tarea suprema y más deleitosa de los habitantes del Cielo; y todos cuantos hayan de ir al Cielo después, deben comenzar aquí su Cielo. Es muy conveniente que abundemos en las divinas alabanzas; un creyente espiritual nunca piensa que ya es bastante el honor que tributa a Dios. Atribuir a Dios la gloria por todos los siglos, da a entender que nos damos perfecta cuenta de que hay que glorificar a Dios eternamente, de que estamos deseando con ansia vivir por toda la eternidad, y llevar a cabo esa bendita tarea con los ángeles y santos que ya disfrutan de Su presencia (v. Sal. 71:14).
3. Finalmente, se nos enseña concluir todo esto con un Amén, así sea. El Amén de Dios es una garantía: así será. Nuestro Amén es sólo el compendio de nuestros deseos: así sea. Decimos, pues, Amén, tanto para expresar nuestros deseos, como la seguridad de que Dios nos escucha. ¡Cuán saludable es concluir nuestros deberes religiosos con calor, fervor y vigor, para que nuestro espíritu salga de ellos lleno de dulzura y de ánimo para hacer grandes cosas.
(D) La mayor parte de las peticiones del Padrenuestro eran usadas de ordinario por los judíos en sus devociones, al menos en expresiones que significasen lo mismo; pero la cláusula de la quinta petición que dice: Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, era totalmente nueva y, por eso, nuestro Salvador muestra al final por qué la había añadido, en vista de la necesidad e importancia de la cosa en sí. Cuando Dios nos perdona, tiene muy en cuenta si nosotros perdonamos o no a quienes nos han ofendido; y por consiguiente, cuando le pedimos a Dios perdón, debemos mencionar que somos conscientes del deber de perdonar, no sólo para recordarlo, sino para mostrar que estamos dispuestos a cumplir con tal obligación. Nuestro carácter egoísta tiende a olvidarlo, y por eso se nos inculca aquí (vv. 14–15):
1. En una promesa. Si perdonáis … os perdonará también vuestro Padre. No quiere decir que con esto baste; se requiere siempre fe, arrepentimiento y una constante obediencia. Quien se enternece hacia su hermano, demuestra que se arrepiente hacia Dios. Hay muchas maneras de presentar buena evidencia de que perdonamos a nuestros deudores; una de ellas es tratar de excusarles pues quizá no tenían intención de ofendernos; otra es estar dispuestos a ayudarles en todo lo que podamos; otra, alegrarnos de todo lo bueno que les suceda y apenarnos de cualquier mal que les sobrevenga; otra, en fin, conducirnos amistosamente con ellos desde el momento en que se arrepientan y deseen ser amigos nuestros.
2. En una amenaza. Pero si no perdonáis … es una señal muy mala de que carecemos de los demás requisitos necesarios para alcanzar el perdón; por consiguiente, tampoco vuestro Padre os perdonará. No puede haber sinceridad en nuestro carácter cristiano, si fallamos en esto, porque un espíritu vengativo, que se resiste a perdonar, es la prueba más clara de que no se ha experimentado el nuevo nacimiento (v. 1 Jn. 3:10, 14, 15). Quienes deseen encontrar misericordia en Dios, han de mostrarla hacia sus hermanos; pero si oramos con ira, tenemos razón para temer que Dios nos responda también con ira. Con razón se ha dicho: Las oraciones hechas con ira, están escritas con hiel. ¿Qué razón hay para que Dios nos perdone los millones que le debemos, si no perdonamos a nuestros prójimos los céntimos que nos deben? Cristo vino al mundo como el gran Príncipe de paz (Is. 9:6) no sólo para reconciliarnos con Dios (Ef. 2:15–16), sino también a los unos con los otros. No se puede tomar a la ligera aquello en que Cristo ha puesto tanto énfasis.
Versículos 16–18
Aquí se nos previene contra la hipocresía en el ayunar.
I. Se da por supuesto en esta porción que el ayuno, como devoción religiosa, es algo en que los discípulos de Cristo deben ejercitarse. Se nos presenta en último lugar, porque, más que un deber en sí mismo, es un medio que nos dispone para cumplir mejor otros deberes. La oración ocupa el lugar intermedio entre la limosna y el ayuno, no porque sea la segunda en importancia, sino porque es el alma que vivifica tanto a la limosna como al ayuno. Lo que Cristo condenó en el fariseo de Lucas 18:11–12, no fue que ayunara dos veces a la semana, sino de que se jactara de hacerlo como quien ofrece a Dios más de lo preceptuado. El ayuno es un acto de negación de sí mismo y de humillación bajo la mano de Dios, y es una pena que se practique tan poco entre los cristianos. El hecho de que su práctica haya sido mal entendida y pervertida en la Iglesia de Roma, no es motivo para abandonarla del todo. El más maduro de los cristianos tiene así que reconocer, mediante el ayuno, que, lejos de tener nada de qué sentirse orgulloso, es indigno incluso del pan de cada día.
II. Se nos amonesta que no ayunemos como los hipócritas, para que no perdamos la recompensa que lleva aneja. Ahora bien, los hipócritas:
1. Presumían de ayunar sin que en ellos hubiese ni un átomo de la humildad y de la contrición de corazón que es la vida y el alma de tal devoción. Sus ayunos eran una burla, un gran figurón sin sustancia y una sombra sin cuerpo.
2. Proclamaban tan alto sus ayunos para que cuantos les viesen se diesen buena cuenta que era día de ayuno para ellos. En esos días se presentaban en las calles y plazas para que la gente pudiese observar con cuánta frecuencia ayunaban, y les ensalzaran como a personas devotas y mortificadas. Cosa triste es que, quienes han dominado en cierta medida su placer, que es maldad sensual arruinen su alma mediante el orgullo, que es maldad espiritual; y no menos peligrosa. También éstos tienen ya toda su recompensa, y eso es todo lo que les queda.
III. Aquí se nos instruye sobre el modo de practicar un ayuno personal. Jesús no nos dice con cuánta frecuencia tenemos que ayunar; el Espíritu que hay en la Palabra lo ha dejado en manos del Espíritu que está en el corazón; pero podemos seguir la siguiente pauta, cuando quiera que nos sintamos con ánimo de practicar el ayuno: procuremos hacerlo siempre para ser aceptos a Dios, y no para que los hombres tengan una buena opinión de nosotros. Cristo no trata de rebajar nada del hecho ni de la cantidad del ayuno; no nos dice: «Tomad un poco de alimento o de bebida», sino: «está bien que doméis los instintos y las apetencias de vuestro cuerpo (v. 1 Co. 9:27), pero no lo hagáis por ostentación; poned cara alegre, unge tu cabeza y lava tu rostro, como haces los demás días, a fin de que no se note siquiera tu devoción; y no vais a perder por eso, a la larga, la alabanza consiguiente; no será la de los hombres, pero sí la de Dios, que vale infinitamente más». El objetivo del ayuno es la humillación del corazón; esa debe ser, por tanto, nuestra principal preocupación. Si somos sinceros y humildes en la práctica de nuestros ayunos, y tenemos por testigo de ellos a un Dios omnisciente, y por galardón a un Dios todosuficiente, hallaremos que Él ve en lo secreto, y nos recompensará en público. Los ayunos devocionales, practicados correctamente, pronto serán recompensados con un eterno festín.
Versículos 19–24
Después de habernos amonestado contra la codicia de alabanza humana, Cristo nos amonesta ahora contra la codicia de las riquezas mundanas; en esto también debemos estar alerta, para no obrar como los hipócritas; el error fundamental que en esto sufren es que escogen por recompensa lo que se queda en este mundo.
I. Una vez que hemos escogido un tesoro, comenzamos a allegarlo. Todo ser humano escoge algo de lo que hace un tesoro, su tesoro, donde pone su corazón. Siempre hay algo ante los ojos del corazón que es considerado como la mejor cosa del mundo. Cristo no quiere privarnos de nuestro tesoro, sino enseñarnos a escogerlo.
1. Nos previene para que no hagamos de las cosas que se ven, que son temporales (2 Co. 4:18), nuestras mejores cosas, nuestro tesoro, donde esperamos obtener nuestra felicidad: No alleguéis tesoros en la tierra (v. 19). Los discípulos de Cristo lo habían dejado todo para seguirle; así les animaba a continuar con los mismos sentimientos y criterios. No debemos allegar tesoros en la tierra; es decir: (A) No debemos tener esas cosas como las mejores, ni como un honor, sino reconocer que no tienen ningún valor en comparación con el eterno peso de gloria (2 Co. 4:17), con la gloria venidera (Ro. 8:18), que supera en calidad y duración a todas las riquezas del Universo entero. (B) No debemos codiciar la abundancia de esas cosas ni acaparar más y más de ellas como quien nunca piensa que ya tiene suficiente.
(C) No debemos poner en ellas nuestra confianza para el futuro; no debemos decir al oro: Tú eres mi esperanza (v. Job 31:24). (D) No debemos contentarnos con esas cosas, como si eso fuese todo lo que necesitamos o deseamos. Es menester que escojas sabiamente, porque escoges para ti y vas a tener lo que escojas. Si considerásemos bien quiénes somos, para qué estamos hechos, lo inmensa que es nuestra capacidad y lo larga que es nuestra continuidad, veríamos qué locura tan grande es allegar tesoros en la tierra.
2. Jesús nos da una buena razón para que no consideremos como tesoro ninguna cosa de este mundo, porque todas ellas están expuestas al deterioro o a la pérdida: (A) por parte de su condición interior que es corruptible: la polilla y el orín lo corroen. Hasta del maná salían gusanos. El orín corroe los metales, y la polilla corroe los vestidos. Las riquezas mundanas llevan dentro de sí un principio de corrupción y desmedro. (B) Por parte de la violencia exterior: Los ladrones horadan y hurtan. La codicia del ladrón es atraída hacia las casas donde abundan los tesoros de esta tierra; y no hay medios humanos de conservar a buen recaudo dichos tesoros, puesto que la astucia de los ladrones profesionales va en aumento y el instrumental para perpetrar los latrocinios se perfecciona con los inventos modernos. Es, pues, una locura hacer de algo que puede ser robado tan fácilmente nuestro tesoro. Ropas finas y metales preciosos eran los elementos ordinarios que constituían un tesoro entre los orientales, de ahí que Jesús los designara en particular. Hoy podríamos hablar de grandes haciendas, negocios, empresas, factorías y cuentas corrientes, etc.
3. Jesús añade un buen consejo para hacer de los goces y glorias del otro mundo, de las cosas que no se ven que son eternas nuestro mejor tesoro, y pone en ellas nuestra felicidad: Allegaos tesoros en el cielo (v. 20). Los verdaderos millonarios son los del Cielo. (A) Es una prueba de suma prudencia y sabiduría allegar esa clase de tesoros; poner toda diligencia en asegurar nuestro título para la vida eterna mediante Jesucristo, y depender de eso para nuestra felicidad; miremos los tesoros de aquí abajo con un santo menosprecio. Si hacemos de las cosas celestiales nuestro tesoro, se allegarán sin pérdida ni menoscabo, pues están bien seguras en las manos de Dios (v. 2 Ti. 1:12). No nos agobiemos, pues, con las riquezas de este mundo. Las promesas de Dios son como cheques al portador, mediante los cuales, todos los verdaderos creyentes ven transferida al Cielo su verdadera riqueza, pagadera en la vida futura. Los judíos contemporáneos de Jesús creían que se podía acumular tesoro en los cielos mediante los actos de limosna, pero en el pensamiento del Señor, lo importante no es la transferencia de riqueza, sino la del efecto, pues entraña una nueva motivación. (B) Es un gran estímulo para nosotros saber que si allegamos nuestro tesoro en el cielo, allí está seguro, porque allí ni la polilla ni el orín corroen, ni los ladrones horadan ni hurtan. Es una herencia incorruptible (que no se puede perder), incontaminada (que no se puede deteriorar) e inmarcesible (que no se puede menguar ni marchitar), reservada (total seguridad, más que la
«reserva» en un tren, en un avión, en un apartamento, etc.) en los cielos (no cabe lugar más ameno) para nosotros (no hay nada tan personal). ¿Cabe mejor descripción de la vida eterna, satisfacción completa en actividad perfecta? (v. 1 P. 1:3–9).
4. Una buena razón de por qué debemos escoger así: Porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón (v. 21), ya sea en la tierra o en el cielo. El corazón se va tras el tesoro, como la aguja se va tras el imán, o el girasol se vuelve constantemente hacia el sol. Donde está el tesoro, allí está también el valor y la estima, allí el amor y el afecto. Donde está el tesoro, allí están nuestra confianza y nuestra esperanza, allí estarán nuestro goce y nuestro deleite, allí estarán nuestros pensamientos. El corazón se debe a Dios y, para que Él lo tenga, es menester que nuestro tesoro esté también en Él y con Él. Nuestro tesoro son nuestras buenas obras (Ap. 14:13): nuestras limosnas, nuestras oraciones, nuestros ayunos, etc. y la recompensa por todo ello. Si hemos hecho todas esas cosas sólo por ganar el aplauso de los hombres, hemos allegado tesoros en la tierra. Pero esto es una locura, porque esa alabanza humana que tanto codiciamos está siempre expuesta a un proceso de descomposición; una tontería, por pequeña que sea, como una mosca muerta, la va a estropear por completo (Ec. 10:1). La calumnia y la detracción son ladrones que horadan y hurtan. Los cultos hipócritas y las devociones egoístas no dejan nada para el Cielo (Is. 58:3). Pero si hemos orado y ayunado, etc. en verdad y justicia, puesta la mira en Dios, hemos allegado tesoros en el Cielo; un libro de recuerdo está escrito allí delante de Dios (Mal. 3:16). Los hipócritas tienen sus nombres escritos en la tierra, quizá con letras de oro, pero los fieles hijos de Dios tienen sus nombres escritos en los cielos (Lc. 10:20). La aprobación de Dios: ¡Muy bien, siervo bueno y fiel! (25:21, 23) quedará para siempre; y si hemos allegado nuestros tesoros con Él, con Él quedará nuestro corazón, y ¿en qué mejor lugar podrá estar?
II. De la alternativa entre las dos clases de tesoro, pasa Jesús a hablar del ojo del alma, del ojo de la intención, representado por dos clases de ojos: el ojo sencillo y el ojo malo o maligno (vv. 22–23).
1. Si el ojo del corazón es sencillo, sincero, sano y generoso (un ojo con visión clara y única, que no ve los objetos dobles ni borrosos), será un ojo luminoso, dirigido hacia Dios, la santidad, la bondad, la caridad (los verdaderos valores) y dirigirá los pasos de la conducta por el camino recto; toda la vida estará llena de luz, la cual alumbrará delante de los hombres (5:16); y, con la mirada fija en Dios, no cabrá la hipocresía de segundas intenciones. Pero si el ojo del corazón está enfermo, maligno, con visión borrosa, especialmente porque ve doble, con un ojo puesto en Dios y el otro puesto simultáneamente en el mundo, las cosas no se perciben con claridad ni en su perspectiva correcta; es una visión oscura tenebrosa. Y, si ese ojo está en tinieblas, todo el cuerpo—toda la vida—estará en tinieblas (v. Jn. 12:35; 1 Jn. 1:6–2:11). La conducta del tal será pecaminosa, malvada, impía. Si esa sincera disposición que habría de ser nuestra luz es tinieblas, ¿cuán grandes no serán las tinieblas mismas? Toda la conducta estará corrompida. Los hipócritas de los que ha venido hablando el Señor, tenían esta visión doble: un ojo hacia Dios, y otro hacia el mundo; hacían ostentación de una cosa y buscaban otra; profesaban la verdadera religión y actuaban inconsecuentemente en contra de dicha profesión, como un barquero que mirase hacia un lado y remase hacia el lado opuesto; mientras que el verdadero cristiano tiene el ojo puesto en la meta de su viaje.
Vemos, pues, que esta enseñanza de Jesús sobre el ojo sencillo y el ojo enfermo ocupa un lugar importante y a propósito entre el contexto anterior y el posterior.
III. En efecto, después de hablar de visión simple y doble, Jesús pasa a hablar de dos amos a los cuales no se puede servir a la vez: Dios y Mamón (v. 24). Nadie puede servir a dos señores. Servir a dos señores es contrario al ojo sencillo, porque los ojos de los siervos han de mirar a las manos de sus señores (Sal. 123:1–2). No se puede dividir el corazón entre Dios y el mundo; no se puede tener el tesoro a la vez en el Cielo y en la tierra; no se puede agradar a Dios y a los hombres a la vez.
1. Jesús establece primero una máxima o principio general: Nadie puede servir a dos señores; mucho menos, a dos dioses. (A) Un trabajador, un obrero, un empleado o un criado pueden, de mutuo acuerdo, concertarse para trabajar a distintas horas con dos jefes o amos diferentes; pero un esclavo no puede dividir su vida entre dos amos (Ro. 6:16–23). (B) Cuando dos amos marchan de acuerdo, un criado podría seguir y servir a ambos; pero, si marchan por caminos diferentes, el criado no tiene más remedio que seguir a uno de ellos y dejar al otro (Lc. 16:13), y manifestar así a quién pertenece en realidad.
2. Jesús aplica seguidamente el principio general al caso en cuestión: No podéis servir a Dios y a Mamón. El término Mamón era usado en tiempo de Jesús para significar la hacienda o riqueza de una persona; con toda probabilidad, es una palabra aramea compuesta de la preposición me = en, y la raíz amán = sustentar, estar seguro, etc. Es, por tanto, como una personificación de las riquezas, en las que el mundo pone su confianza y su seguridad. En este sentido, dice el refrán castellano: «Poderoso caballero es don dinero»; y el famoso Arcipreste de Hita dice, en una de sus célebres cuartetas: «Si tovieres dinero, habrás consolación/plaser, e alegría, del papa ración/comprarás paraíso, ganarás salvación/do son muchos dineros, es mucha bendición». El sarcasmo es evidente; pero este es el criterio del mundo. Notemos que Cristo no dice: No debéis, sino no podéis servir a Dios y a Mamón; no podemos buscar, amar, obedecer, servir a ambos, por ser contrarios diametralmente el uno del otro. ¡No estemos, pues, perplejos entre servir a Dios o a Mamón (que, en realidad, es servir a Baal, al mismo diablo)!, sino escojamos hoy a quién servir y digamos como Josué: Pero yo y mi casa serviremos a Jehová (Jos. 24:15), y mantengámonos en esta disposición, recordando que hemos elegido a Jehová para servirle (Jos. 24:22).
Versículos 25–34
En consecuencia con lo que acaba de decir, Jesús añade ahora algo de suma importancia para el creyente: Si hemos escogido servir a Dios, y ponemos en Él toda nuestra confianza, se sigue como una consecuencia natural que debemos desechar toda ansiedad acerca de las cosas necesarias para la vida.
I. Jesús nos invita a no sentir ansiedad ni preocupación acosante por las cosas necesarias, como el comer y el vestir: Por tanto, os digo: No os afanéis ansiosamente por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir (v. 25). Por tanto, como consecuencia de lo que acabo de decir, os digo, como Dueño, Legislador, Salvador y Esposo de vuestras almas: No os afanéis … Pensar y ocuparse en las cosas necesarias para la vida, y trabajar para ganarse el sustento, es algo, no sólo legítimo, sino preceptuado por Dios. Pero:
1. Lo que Jesús prohíbe es la ansiedad atormentadora, que perturba el gozo en el Señor, la paz del espíritu, el sueño reparador y el disfrute de las bendiciones que recibimos de Dios.
2. Tal ansiedad tiene como fondo una falta de fe. Dios ha prometido proveer a sus hijos de todo lo necesario para la vida, no de lo superfluo, de modo que podamos decir con David: Jehová es mi pastor; nada me faltará (Sal. 23:1). No nos ha prometido banquetes, pero sí sustento. Estar ansioso acerca de ello equivale, pues, a dudar de la fidelidad de Dios a Sus promesas, o de la bondad y sabiduría de la divina providencia. Dice Pedro: Echando toda ansiedad sobre Él, porque Él tiene cuidado de vosotros (1 P. 5:7). La Palabra de Dios está llena de referencias a esta actitud de confianza filial que debe ser una característica de los creyentes.
3. No os afanéis por vuestra vida. Aun tratándose de esta vida terrenal, que es el máximo valor de las cosas temporales: «todo lo que el hombre tiene, lo dará por su vida» (Job 2:4). Sin embargo hemos de dejarla confiadamente en manos de nuestro Padre: En tu mano están mis tiempos (Sal. 31:15). ¡Están en buenas manos!
4. No os afanéis por el día de mañana (v. 34); en general, por el porvenir. ¡No estemos ansiosos por el futuro! Así como no debemos jactarnos del día de mañana (Stg. 4:13–16) tampoco debemos estar ansiosos por el día de mañana; ya sea dulce, ya sea amargo, lo que nos depare el porvenir, hemos de ponerlo en manos de Dios como un cheque en blanco, y rubricarlo con un Amén.
II. Razones y argumentos con que Jesús fundamenta esta prohibición. Para mostrar cuánto interés tiene en esta materia, y cuánto le agrada el que los suyos tengan absoluta confianza en la providencia divina, Jesús respalda su mandato con las más poderosas razones. Para librarnos de todo pensamiento de angustia en este asunto, Cristo nos sugiere los más consoladores pensamientos para que llenemos de ellos nuestra mente y nuestro corazón. Si nuestra razón pura no es suficiente para quitarnos la ansiedad, la fe viva es más que bastante para vencerla.
1. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? (v. 25). Sí, claro que lo es; se trata de algo evidente para todos: la vida es más importante que el sustento. La comida y el vestido están destinados para la vida, y el fin es más noble y excelente que los medios. El manjar más exquisito y el más suntuoso vestido proceden de la tierra mientras que la vida procede del aliento de Dios (Gn. 2:7). Esto nos sirve de estímulo para esperar de Dios que nos conceda el alimento y el vestido necesarios y así desprendernos de toda ansiedad acerca de ellos. Si Dios nos ha dado la vida y el cuerpo, ¿qué no podrá o no querrá darnos para mantenerlos y protegerlos? Si nosotros nos afanamos por Las cosas del alma y de la vida eterna, que valen mucho más que el cuerpo y la vida temporal, podemos dejar en manos de Dios el cuidado de proveernos alimento y vestido, que son de menor importancia. El que nos guarda de los males a los que estamos expuestos, nos proveerá de los bienes que necesitamos.
2. Mirad las aves del cielo … Considerad los lirios del campo. Aquí tenemos un argumento sacado de la providencia que Dios tiene con las criaturas inferiores. ¡A qué bajo estado ha debido de caer el hombre, para que se le envíe a esta escuela de las aves del cielo para que le enseñen!
(A) Mirad a las aves y aprended de ellas a depender de Dios para su alimento (v. 26). Observad la providencia de Dios con respecto a ellas. Hay muchas clases de aves, algunas muy numerosas, algunas muy voraces, pero todas hallan el alimento conveniente para su especie. Estas aves, comoquiera que, en su mayor parte, prestan poco servicio al hombre, tampoco están al cuidado del hombre; los hombres se alimentan de ellas con frecuencia, pero raras veces las alimentan a ellas; pero no les falta el sustento: Vuestro Padre celestial las alimenta (v. 26). Él conoce todas las aves silvestres de los montes mucho mejor que lo que tú conoces las aves domésticas de tu corral. Pero lo más digno de notarse en este punto es que dichas aves hallan alimento sin que ellas trabajen o se esfuercen por encontrarlo: No siembran, ni siegan ni recogen en graneros. Cada día, tan seguro como que el sol se levanta cada mañana, encuentran el sustento necesario, y todas ellas esperan en Dios, para que les de su comida a su tiempo (Sal. 104:27), y Él provee a todas abundantemente, pues Sus ojos están en todo lugar (Pr. 15:3). De aquí podemos sacar ánimo y consuelo abundante para acrecentar nuestra confianza en Dios: ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?—dice Jesús—. Sí es cierto; los herederos del Cielo valen mucho más que las aves del cielo; como seres más nobles y excelentes, pueden, mediante la fe, volar más alto que las aves. Dios es el Hacedor, el Dueño y el Sustentador común de aves y hombres; pero sólo de los suyos es Padre; nosotros somos sus hijos primogénitos (He. 12:23); ahora bien, quien alimenta a sus pájaros no dejará morir de hambre a sus hijos. Si las aves confían en la providencia de nuestro Padre, ¿no vamos a confiar nosotros en ella? Al depender de Dios, viven ellas sin preocupación por el mañana; por eso, disfrutan de una vida más alegre que ninguna otra criatura inferior, como lo muestran cantando en las ramas de los árboles. Si nosotros, por fe, estuviésemos tan confiados del mañana como ellas lo están, de seguro que cantaríamos tan alegremente como ellas lo hacen.
(B) Considerad los lirios del campo, y aprended a confiar en Dios acerca del vestido (v. 28). Esto es también parte de nuestra ansiedad: ¿Qué hemos de vestir? Esta pregunta recurre casi con tanta frecuencia como la del sustento diario. Considerad los lirios del campo; no os contentéis con mirarlos (cualquiera puede hacerlo para admirar su belleza), sino reflexionad sobre ellos; hay muy buenas cosas que aprender de lo que vemos todos los días, si nos paramos a meditar. ¡Los lirios son tan frágiles! Son la hierba del campo, que hoy es y mañana se seca y se echa en el horno. Así el hombre es también frágil: Es cortado como la flor, como la hierba (v. Job 14:2; Sal. 103:15; Is. 40:6, 8), aunque algunas de las cualidades del alma y de las prendas de un cuerpo hermoso sean como lirios y reciban mucha admiración, todavía son como la hierba. Esta hierba hoy es y mañana se echa al horno; dentro de poco, el lugar donde vivimos nos negará diciendo: Nunca te vi (Job 8:18). Tu nombre desaparecerá de la puerta del despacho, de la nómina de la empresa, del padrón del ayuntamiento; hasta tu recuerdo irá difuminándose paulatinamente en la memoria de los vivientes. ¿Para qué pensar sobre lo que nos pondremos mañana, pues quién sabe si mañana lo que nos pondrán (no lo que nos pondremos) será una mortaja? Consideremos cuán libres de ansiedad están los lirios: no se fatigan como los humanos para poder comprar vestidos, ni hilan para hacerse el vestido. No quiere decir que no hayamos de trabajar o desempeñar con esmero y sentido de la responsabilidad nuestro oficio o nuestra profesión en esta vida. El perezoso tienta a Dios en vez de confiar en Él. ¡Considera qué bellos y qué finos son los lirios; cómo crecen, y de dónde salen! La raíz del lirio está, en el invierno, escondida y soterrada, pero cuando vuelve la primavera, reaparece y se levanta en poco tiempo; esto ilustra la promesa de Dios a Israel, de que había de crecer como el lirio (Os. 14:5).
¡Considera en qué se convierte en pocos días su tallo! Desde la oscuridad en que estuvo soterrado durante el invierno, llega a ser en pocas semanas una flor tan vistosa, que ni Salomón, en medio de todo su esplendor, se vistió como uno solo de ellos. Por muy bien que un hombre se vista, se ha de quedar por debajo del esplendor de los lirios, y un parterre de tulipanes le dejará deslucido. Ambicionemos, pues, la sabiduría de Salomón más bien que su gloria y esplendor, en lo que un solo lirio le supera. La inteligencia y la gracia son perfecciones específicas del hombre, no la belleza del cuerpo, y mucho menos la elegancia y finura del vestido. Aquí se nos dice también que Dios viste a la hierba del campo (v. 30). Todas las excelencias de las cosas creadas proceden de Dios. Él es quien ha dado al caballo su fuerza y al lirio su hermosura. ¡Cuán instructivo es todo esto para nosotros! (v. 30). En efecto, lo es:
(a) En cuanto a los vestidos lujosos, pues nos enseña a no preocuparnos de modo alguno en adquirirlos, a no envanecernos llevándolos, a no codiciarlos, porque, después de todo, los lirios nos han de sobrepujar en esto con mucha ventaja; si no podemos vestirnos tan elegantemente como ellos, ¿por qué nos hemos de empeñar en rivalizar con ellos? Por otra parte, su belleza es tan pasajera como la nuestra.
(b) En cuanto al vestido necesario, pues nos enseña a echar sobre Dios toda nuestra ansiedad (1 P. 5:7). Si Él viste tan finamente a la hierba, ¿cómo no se cuidará de que sus hijos dispongan de la ropa conveniente? Nótese el título que da Jesús a sus oyentes al final del versículo: hombres de poca fe. Esto puede tomarse, primeramente, como un reproche por una fe débil, aunque sea verdadera. Si tuviésemos más fe, tendríamos menos ansiedad; en segundo lugar, puede tomarse como un estímulo para tener fe, incluso cuando sea débil. Jesús recomienda tener más fe, pues una fe mayor puede llevar a cabo grandes cosas, pero la fe pequeña no será rechazada. Dios provee para los creyentes sanos, incluso cuando no son santos; cuando son firmes, aunque no sean aún fuertes. Porque, también en una familia, se les da alimento y vestido a los niños lo mismo que a los mayores, y con un cuidado y una ternura especiales.
3. ¿Y quién de vosotros podrá, a fuerza de afanarse, añadir a su vida una sola hora? Esta es una traducción mejor que: añadir a su estatura un solo codo (v. 27), ya que encaja mejor en el contexto y en el uso normal del término griego helikía, especialmente en nuestro caso, pues pocos hombres se acongojan por añadir un codo a su estatura, mientras que la mayoría desean prolongar su vida. Podrá objetarse que, especialmente en esta última parte del siglo XX, la medicina y la cirugía han hecho notables progresos para prolongar la vida de los seres humanos, pero de nada sirven todos los esfuerzos humanos sin la bendición de Dios, y por eso decimos de uno que se muere, que le ha llegado su hora, la que Dios tenía marcada en su reloj, pues sólo Dios puede hacer que la sombra retroceda diez grados en el reloj (2 R. 20:11). Por otra parte, es bien conocido el hecho de que pocas cosas hay que acorten la vida tanto como el disgusto o la ansiedad, ya que son fenómenos psicológicos concomitantes, interrelacionados con la úlcera y el cáncer de estómago, aparte de otras enfermedades del sistema nervioso. No es extraño que la fe, la confianza absoluta en Dios, sea la mejor medicina en estos casos.
4. Porque todas estas cosas las buscan con afán los gentiles (v. 32). Los gentiles buscan todas estas cosas, porque no conocen mejores cosas; se afanan por todo lo de este mundo, porque son extranjeros para el otro; están ansiosos y preocupados por estas cosas, porque están sin Dios en el mundo (Ef. 2:12) y, por ello, no saben nada de la providencia divina. Tienen sus ídolos, los adoran y les sirven, pero no pueden confiar en ellos. Por eso mismo es una vergüenza para los cristianos el que, al poseer principios más nobles, anden como andan los gentiles, los mundanos, y llenen su cabeza y su corazón con las mismas cosas que ellos.
5. Vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Es decir, de todas estas cosas necesarias: el alimento y el vestido. Dios conoce nuestras necesidades mejor que nosotros mismos. A veces pensamos: Si tal amigo o pariente mío supiese en qué aprieto me hallo, pronto correría a sacarme del apuro. Pensemos, ante todo, que Dios, nuestro buen Padre conoce nuestras necesidades, nos ama, tiene compasión de nosotros y está presto a ayudarnos, porque sabe, quiere y puede hacerlo. Aunque, por otra parte, quiere también que se lo digamos y echemos sobre Él nuestra ansiedad, pues Él es quien cuida de nosotros. Veamos finalmente, que Jesús habla de lo que necesitamos, no de lo que nos sea superfluo o nocivo o de lo que sea producto de nuestro capricho. Como bien dice Crisóstomo: «Jesús no dijo:
«Considerad cómo vuelan las aves», cosa imposible a los hombres, sino que «vuestro Padre celestial las alimenta» para que no sufran congoja, cosa que podemos alcanzar nosotros también».
6. Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas (v. 33). Hay aquí un argumento doblemente poderoso para ahuyentar de nosotros la ansiedad y el afán atormentador acerca de las cosas temporales; como si dijese: No os afanéis ansiosamente por la vida del cuerpo, porque: (A) Tenéis mayores y mejores cosas en que afanaros: la vida del espíritu y la eterna bienaventuranza; esto es lo único necesario (Lc. 10:42), en lo que deberíais ocupar vuestro pensamiento.
(B) Tenéis un medio más seguro, fácil y sencillo de obtener las cosas necesarias para esta vida y es buscar primero el reino de Dios.
(a) Hay aquí la demanda de un gran deber el cual es la suma y compendio de todos nuestros deberes:
«Buscad primero el reino de Dios». Nuestro deber es «buscar», «no que lo haya alcanzado ya» (v. Fil. 3:12); pero si nuestro buscar es sincero, si nuestro proseguir a la meta es sin desmayo, será sin duda acepto a los ojos de Dios, aunque en muchas cosas tropecemos y nos quedemos por debajo del nivel deseado. Pensemos que el Cielo es nuestra meta, y la santidad nuestro camino. Si no es camino para el Cielo, de nada nos sirve nuestra religión. La felicidad de tal reino es consustancial con su justicia o rectitud. Profundizando en este concepto, y con la experiencia que suministran tanto el examen de nosotros mismos, como el trato con los demás, podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que la razón principal por la que los incrédulos e indiferentes se muestran reacios a entregarse a Cristo, y los cristianos carnal es a ponerse totalmente bajo el control del Espíritu Santo, es porque, más o menos conscientemente, no perciben la perfecta ecuación entre santidad y felicidad; piensan que una vida santa es triste y penosa y procuran seguir su camino haciendo lo que más les agrada. Pero si Dios es infinitamente feliz, y la vida eterna es la suprema felicidad, ¿cómo es posible que alguien se imagine que va a perder en punto a gozo y felicidad lo que gane en íntima comunión con Dios y fruto del Espíritu Santo? Buscar primero es también buscar desde la más temprana edad (la vida es muy corta ¡no la desaprovechemos!) y desde el alborear de cada día (las primeras resoluciones después de despertar, tienen una influencia decisiva en lo restante del día). Quien es en todo el Primero, bien está que tenga lo primero.
(b) La gloriosa y generosa promesa aneja a tal deber: Todas estas cosas (lo necesario para la vida) os serán añadidas. Y nos serán añadidas, como suele decirse, con propina porque la medida del galardón de Dios es muy grande (v. Lc. 6:38). «La piedad—dice Pablo—tiene promesa de esta vida presente …» (1 Ti. 4:8). Si comenzamos con Dios, comenzamos por el lado correcto en nuestros quehaceres, y podemos estar seguros de que, en las cosas de esta vida, Jehová-jireh = Dios proveerá tanto cuanto nos sea, no sólo necesario, sino conveniente y más de lo que podamos desear, pensar y pedir. El Israel de Dios, no sólo fue introducido en Canaán, sino que fue mantenido y protegido por Dios durante toda su peregrinación por el desierto.
7. El día de mañana traerá su propia inquietud. Le basta a cada día su propio mal (v. 34). Cada día trae consigo su carga, sus molestias, sus problemas y sus preocupaciones; pero con la providencia de Dios, trae también consigo la fuerza, el ánimo y la provisión consiguientes. ¡Deja que el mañana se ocupe del mañana! Si el problema y el tormento de hoy se renuevan mañana, también las misericordias de Dios son nuevas cada mañana (Lm. 3:22–23). Él sacia de bien tu boca de modo que te rejuvenezcas como el águila (Sal. 103:5; v. Is. 40:31). Dejemos, pues, para las fuerzas del mañana el trabajo de mañana y la carga de mañana. Esto no prohíbe una sana solicitud y prudente previsión, sino una angustia atormentadora y una necia presuposición de dificultades y calamidades que rara vez ocurren. Como alguien ha dicho, «el noventa por ciento de nuestros disgustos son mero producto de nuestra imaginación». Lo que el Señor desea es que concentremos nuestra atención en la obra presente, hacer la obra del día a su tiempo, y dejar el futuro en las manos de Dios. El día de hoy tiene en sí suficiente quehacer y exige suficiente dedicación, para que no dupliquemos nuestra carga anticipando la que vendrá mañana y pidiéndole prestado al día de mañana su propio mal para añadirlo al de hoy. No tratemos, pues de llevar a hombros en un pesado saco la carga desmesurada que Dios ha ordenado sabiamente que llevemos repartida en pequeños paquetes. Con nuestras diarias oraciones, obtendremos las fuerzas diarias para hacer frente también a los problemas y tentaciones de cada día. Es muy de notar que uno de los errores más funestos con que el enemigo de las almas consigue engañar a los hombres, es hacerles vivir en el pasado o en el futuro, de recuerdos o de ilusiones, mientras pierden el aquí y ahora de cada momento (¡hasta tomar como una diversión «matar el tiempo»!, contra Ef. 5:16; Col. 4:5), que Dios nos da generosamente para que de él saquemos eterno peso de gloria (2 Co. 4:17, no sólo en la tribulación, v. Ap. 14:13).
En este capítulo se continúa y concluye el llamado Sermón del monte, con la sabia comparación de las dos casas: la una, edificada sobre roca; la otra, sobre arena movediza.
Versículos 1–6
Nuestro Salvador pasa ahora a instruirnos sobre el modo de conducirnos en relación con las faltas de los demás.
I. Hay primero una advertencia contra el vicio de juzgar (vv. 1–2). Es una prohibición: No juzguéis. Parecería, a primera vista que esto no tiene conexión con el contexto anterior, pero, en realidad, la tiene y muy estrecha, puesto que todos los hipócritas y de doble visión son siempre propensos a formar juicios temerarios respecto de los demás: «No te acerques a mí … soy más santo que tú» (Is. 65:5). El orgullo personal tiende a cubrir los propios defectos proyectándolos sobre los demás. Es muy antiguo el proverbio que dice: «Cree el ladrón que son todos de su condición». Y el escritor francés G. Thibon dice, con gran agudeza, que, al juzgar temerariamente, «cada uno proyecta hacia el prójimo la parte de criminal que él mismo lleva dentro». Cada cual debe juzgarse a sí mismo, examinarse a sí mismo (1 Co. 11:28, 31), pues cada uno ha de responder de sí mismo, no de otros, ante el tribunal de Cristo (2 Co. 5:10 y Ro. 14:10). No podemos juzgar las intenciones del corazón, pues sólo Dios penetra en ese santuario. No debemos juzgar sin amor, sin misericordia, sin justicia, sin reflexión. Menos aún, atrevernos a juzgar del estado de sus almas, llamándoles hipócritas, réprobos, renegados, etc.; eso es pasarse de la propia raya.
¿Quién eres tú para juzgar a tu prójimo? (Ro. 14:10, 13; Stg. 4:11–12). Aconséjale, ayúdale, pero no le juzgues. Resulta triste y poco edificante el que respetables ministros del Señor se atrevan a decir ligeramente de otras personas, vivas o difuntas: Tal señor o tal otro no es (o no era) convertido de corazón, sino sólo de cerebro, etc. La razón de dicha prohibición es: para que no seáis juzgados. Esto insinúa que: (A) Si nos atrevemos a juzgar a otros, podemos esperar que nosotros seamos juzgados también. Lo corriente es que quienes más censuran a otros, son también los más censurados y criticados; y no habrá misericordia para la reputación de quienes no muestran misericordia hacia la reputación de los demás. Pero esto no es lo peor, pues han de ser juzgados por Dios. Si los que pretenden saberlo todo y ser «únicos» maestros de los demás, han de recibir un juicio más severo ¿qué será de los que ofenden en palabra, y tienen la lengua inflamada por el infierno? (Stg. 3:1, 2, 6). Ofensor y ofendido han de aparecer ante el tribunal de Cristo (Ro. 14:10) quien, así como ha de consolar al humilde escarnecido, también resistirá al arrogante escarnecedor y le juzgará con toda severidad. (B) Que si somos modestos y caritativos en nuestras censuras y, en vez de juzgar a los demás nos juzgamos a nosotros mismos, no seremos juzgados por el Señor. Así como Dios perdona a quien perdona a sus hermanos, así también dejará de juzgar a quienes no juzgan a sus hermanos; los misericordiosos alcanzarán misericordia (5:7).
El juicio de quienes juzgan a los demás sigue la pauta de la ley del talión: Con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados (v. 2). El Dios justo observa, a veces, en sus juicios la regla matemática de la proporción: Con la medida con que medís, os será medido; con frecuencia, esto ocurre ya en la vida presente, para que los hombres puedan leer su pecado en el castigo. En el primer tercio del siglo actual, en un pueblecito de Aragón, un hombre que había matado a su hermano en discusión por la herencia de un caballo fue muerto poco tiempo después, a dentelladas y sin motivo aparente, por el mismo caballo. ¿Qué sería de nosotros, si Dios fuese tan severo en juzgarnos como lo somos nosotros en juzgar a otros? ¿Qué, si Él nos pesase en la misma balanza? Podemos esperarlo así, si persistimos en señalar todo cuanto los demás dejan que desear en nuestra opinión. En esto como en otras cosas, los que tiran piedras al tejado ajeno ven arruinado su tejado de cristal.
II. En conexión con lo mismo, Jesús previene también sobre el modo de reprender al prójimo. Advirtamos de entrada que, aunque no debemos juzgar a los demás, puesto que es un gran pecado, no se sigue de ahí que no hayamos de reprender a los demás, pues eso es un gran deber y puede ser un medio eficaz para ganar a un hermano (18:15 y ss.) y salvar de la muerte un alma (Stg. 5:19–20).
1. No todos están cualificados para reprender. Quienes son culpables de las mismas faltas, o peores que aquellas de las que tratan de reprender a otros, se cubren ellos mismos de vergüenza y arrojan la tierra a sus propios ojos, y no es de esperar que tengan ningún éxito en sus reprensiones ni que hagan ningún bien a los reprendidos (vv. 3–5). Aquí hay pues:
(A) Un justo reproche a los censurados, que arman reyerta con un hermano por faltas pequeñas, mientras ellos se permiten cosas más graves; que tienen la vista muy fina para detectar una pequeña mota en el ojo ajeno, pero no perciben la viga en el propio. (a) Hay grados en las faltas; algunos pecados son como motas en comparación con otros que son como vigas, unos son como mosquitos; otros, como camellos. No quiere decir que haya pecados veniales o pequeños, porque no es pequeño el Dios contra quien pecamos, pero sí hay pecados mayores que otros (v. Jn. 19:11). (b) Nuestros propios pecados habrían de aparecer a nuestros ojos mayores que los de los demás, pues nuestra conciencia nos indica las circunstancias agravantes de nuestros pecados, mientras que no podemos ver las circunstancias atenuantes que hay en los pecados ajenos, al ser incapaces de penetrar en la conciencia ajena. (c) Hay muchos que llevan una viga en el ojo y no se paran a percatarse de ello; son culpables de grandes pecados y dominados por múltiples vicios, pero se resisten a reconocerlos y tienden a justificarlos con sofisticadas excusas, como si no necesitasen arrepentirse y reformar su vida. Con gran presunción se atreven a decir: Vemos (Jn. 9:41). (d) Es cosa corriente entre quienes están llenos de pecados y con la conciencia cauterizada, el tener mayor presteza y osadía en juzgar y censurar a otros. La soberbia y la falta de caridad son vigas que suelen ir juntas en los ojos de quienes pretenden ser piadosos y diligentes, hasta mansos y amables, cuando censuran o reprenden a otros. Más aún, ¡cuántos hay, que son culpables en lo secreto de muchas peores cosas que las que tienen la cara dura de castigar en otros tan pronto como las descubren! Recordemos el episodio de Juan 8:1 y siguientes. No olvidaré lo que ocurrió, a mediados del presente siglo, en un lugar que no deseo mencionar. Un grupo de señores que formaban el comité local para defensa de la mujer y de las buenas costumbres hizo venir ante sí a un señor acusado de reincidencia en adulterio. Cuando él se vio en presencia de tal tribunal dijo con desenfado a uno de los presentes: Haz el favor de salir de aquí, y los demás nos fumaremos un cigarrillo. Así se acabó el juicio; por supuesto sin «sentencia». (e) Cuando las personas son tan severas con las faltas de los demás mientras son tan indulgentes con las propias, es señal de hipocresía de la más refinada: «¡Hipócrita!» (v. 5). Cualesquiera que sean las pretensiones de tal persona, una cosa es cierta: no es enemigo del pecado, porque, si lo fuese, sería enemigo de su propio pecado; por consiguiente, no merece ninguna alabanza, pues esta, y no otra, es la verdadera caridad que ha de empezar por uno mismo. ¿Cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, cuando está la viga en el ojo tuyo? (v. 4). Muchos hay que hablan de reformar el mundo o cualquiera de las instituciones (y la propia Iglesia), sin cuidarse de reformarse primero a sí mismos. (f) La consideración de tus propios defectos aunque no debe impedirte corregir al hermano (de lo contrario sería imposible ejercitar este difícil ministerio), debe preservarte de usar un tono doctoral y estimularte a corregir tus propios fallos y humillarte en la presencia de Dios, con lo que el beneficio espiritual será doble, ya que será provechoso para tu hermano y para ti.
(B) Una buena norma para los que reprenden a otros. El método correcto es: Saca primero la viga de tu propio ojo (v. 5). Tan lejos está nuestro pecado de ser una excusa para no reprender a otros, que el hecho de que nos descalifique para tal servicio, añade gravedad a tal pecado. La ofensa nunca debe servir de defensa para nadie, sino que el que reprende ha de tratar de reformarse a sí mismo, a fin de estar así capacitado para reprender a su hermano y ayudarle a reformarse. Quien acusa ha de estar libre de acusación, así como las despabiladeras del lugar santo debían ser de oro puro (Éx. 37:23).
2. No todos están en la debida disposición para ser reprendidos: No deis lo santo a los perros (v. 6). Nuestro celo contra el pecado ha de estar guiado por la discreción, y no es conveniente ir por todas partes dando instrucciones, consejos y reprensiones (mucho menos, ánimos y consuelos) a gente endurecida y mal dispuesta a recibir buenas palabras. Échale una perla a un cerdo, y lo llevará tan a mal como si le echases una piedra; por tanto, no des a los perros ni a los cerdos, que son animales inmundos, las cosas santas. Un buen consejo y un manso reproche son cosa santa, más valiosa que una perla; están ordenados por Dios y son de gran precio (a veces, se pagan muy caros, como le pasó al Bautista con Herodes). En una generación perversa, hay tantos que han estado por largo tiempo en camino de pecadores, que han llegado así a sentarse en silla de escarnecedores; y, una vez aposentados en tan triste condición, odian y desprecian toda reprensión, y así lo proclaman abiertamente en tono de desafío. Tratar de instruirles y reprenderles es exponerse a sí mismo a las reacciones que pueden esperarse de perros y cerdos. ¿Qué remedio puede haber para quienes, en lugar de agradecer la medicina, se revuelven contra el médico e intentan herir al cirujano con el mismo bisturí con que desea extirparles el tumor? No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros (15:26). Sin embargo, hemos de ser cautos para no tildar fácilmente de perros y cerdos a nuestros semejantes. Muchos pacientes han perdido la vida por haber sido desahuciados demasiado a la ligera por los médicos. También hay muchas personas que, si se empleasen todos los medios posibles para traerlas al buen camino, saldrían del estado miserable en que se encuentran. Finalmente, podemos apreciar la ternura de Jesús y el cuidado que tiene de los suyos al advertirles que no echen las perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen.
Versículos 7–11
Nuestro Salvador había hablado, en el capítulo anterior, de la oración como de un deber, cuyo cumplimiento correcto da gloria y honra a Dios. Aquí habla de ella como el medio ordenado para obtener lo que necesitamos.
I. El precepto de orar está expresado en tres verbos que presuponen el mismo objetivo: Pedid, buscad, llamad (v. 7). La repetición de esta especie de sinónimos sirve para enfatizar el precepto, la necesidad y el resultado. Pedid, como pide limosna un mendigo. Quienes desean ser ricos en gracia y bendiciones de Dios, han de dedicarse a este modestísimo oficio de mendigos y verán cuán productivo les resulta el negocio. Pedir expresa la exposición delante de Dios de tus necesidades y problemas. Este verbo significa también preguntar, como un viajante pregunta por una ciudad, una calle, etc. Así leemos: Enséñame, oh Jehová, el camino de tus estatutos (Sal. 119:33), y David dice: Guíame por el camino eterno (Sal. 139:24). Y en un sentido que abarca ambos: Así dice el Señor Jehová: Aún seré solicitado por la casa de Israel (Ez. 36:37). Buscar se emplea para designar algo valioso que hemos perdido: Volví mi rostro al Señor Dios, buscándole en oración y ruego (Dn. 9:3). Llamar, como llama a la puerta quien quiere entrar en una casa. El pecado nos cierra la puerta de la comunión con Dios; puestos en oración, y arrepentidos, decimos: Señor, Señor, ábrenos. Cristo llama a nuestra puerta (Cnt. 5:2; Ap. 3:20) y nos permite llamar a la suya, cosa que no solemos permitir a los mendigos corrientes. Buscar y llamar implican algo más que rogar y pedir; no hemos de contentarnos con pedir y preguntar, sino que hemos de buscar, y mostrar nuestro interés por medio de nuestro esfuerzo; y si no hacemos por buscar lo que pedimos, quizás estamos tentando a Dios. No sólo hemos de preguntar, sino también llamar a la puerta de Dios, e importunarle; no sólo orar, sino suplicar ardientemente en lucha con Dios, como Jacob, si bien no hemos de olvidar que es Dios quien inicia la pelea (Gn. 32:24) para obligarnos a luchar en oración con Él (Os. 12:3).
II. El precepto de orar lleva aneja una promesa: nuestra labor en la oración, si en verdad laboramos en ella, no quedará en vano. Dondequiera que Dios encuentra un corazón orante, será encontrado como un Dios escuchante; si se le ruega con corazón contrito y humillado, Él da respuestas de paz.
1. En efecto, hay promesa de Dios de que la oración tendrá una respuesta que corresponda exactamente al precepto de orar (v. 7). Dios saldrá al encuentro de los que le buscan: Pedid, y se os dará; no dice: se os prestará o, se os venderá, sino: se os dará, y ¿hay algo tan generoso y barato como un regalo? No hay más que pedir, y ya lo tienes; no tenéis lo que deseáis, porque no pedís. Pedís, y no recibís, porque pedís mal (Stg. 4:2–3). Lo que no se considera de suficiente valor para pedirlo, tampoco tiene suficiente valor para concederlo. Buscad y hallaréis, y entonces no habréis perdido vuestro trabajo. Dios mismo es hallado por los que le buscan (Is. 55:6), y si le tenemos a Él, ya tenemos bastante. Llamad y se os abrirá; la puerta de la gracia y de la misericordia ya no estará más cerrada contra vosotros como contra enemigos e intrusos, sino abierta como a amigos e hijos. Si la puerta no se abre al primer toque, permaneced constantes en la oración (Ro. 12:12), es una afrenta para un amigo el llamar a su puerta, y marcharse enseguida; aunque tarde un poco en abrir, esperamos allí.
2. Se repite la promesa con el mismo objetivo, pero con alguna adición. Se expresa de una forma universal, para extenderla a todo el que ora de un modo correcto: Porque todo aquel que pide recibe (v. 8), sea judío o gentil, alto o bajo; todos son igualmente bien admitidos al trono de la gracia (He. 4:16), si se acercan con fe, pues con Dios no hay favoritismos. Los verbos están en tiempo presente, lo cual es mejor que una promesa para el futuro: Todo aquel que pide, no sólo recibirá, sino que ya recibe; tan seguras e inquebrantables son las promesas de Dios, que permiten, en efecto, tomar inmediata posesión de ellas ¡tan sincronizada está la promesa de Dios con el disfrute de lo prometido! Lo que esperamos, de acuerdo con la promesa, es tan seguro y tan deleitoso como lo que ya tenemos a mano. Aquí no pasa como en las concesiones de este mundo, que han de esperar, a veces largos años después de ser solicitadas. Las subvenciones condicionadas de Dios se tornan automáticamente en absolutas tan pronto como se cumple la condición: el que pide, recibe.
3. Jesús lo ilustra con una comparación tomada de los padres terrenales, quienes están prestos a conceder a sus hijos todo lo bueno que estos les piden. Cristo apela así a los pobres que le escuchan: ¿Qué hombre hay entre vosotros por muy amoroso o malhumorado que sea, que si su hijo le pide pan le dará una piedra? etc. (vv. 9–10). No se trata tanto de conceder o negar lo que se pide cuanto de conceder una cosa distinta que es inútil o dañina. De aquí infiere el Señor: Pues si vosotros, aun siendo malos (ignorantes, imprudentes y limitados en comparación con Dios—no precisamente malvados—), sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le pidan? (v. 11). Con esta comparación, Jesús quiere: (A) Dirigir y encaminar nuestras oraciones y nuestras esperanzas. Hemos de acudir a Dios como hijos a su Padre de los cielos. Cuando un niño se halla en necesidad o en apuro, ¡con qué naturalidad corre hacia su padre a exponerle su caso! Pero hemos de acudir a Dios en busca de cosas buenas, pues esas son las que Él da a los que le pidan. Como Él sabe qué es lo que más nos conviene, no hay mejor método que dejarlo a su parecer: Padre, hágase tu voluntad. A veces le pedimos a Dios algo que nos haría daño si nos lo concediera; Él lo sabe y, por eso, no nos lo da. Una negativa con amor es preferible a una concesión con ira; ya estaríamos hechos una ruina en este momento (o antes), si hubiésemos obtenido muchas cosas que deseábamos.
(B) Animar y estimular nuestras oraciones y nuestras esperanzas. Podemos estar seguros de que no quedaremos decepcionados en nuestras peticiones: no vamos a recibir una piedra en vez de pan (aunque tengan cierto parecido), ni una serpiente en vez de pescado (también tienen algún parecido). Si Dios ha puesto en el corazón de los padres una inclinación compasiva a socorrer a sus hijos y darles lo que necesitan, sin que sea precisa una ley positiva que obligue a los padres a mantener a sus hijos legítimos,
¿cómo no nos va a conceder Dios cosas buenas, cuando ha asumido la relación de Padre con respecto a nosotros, y nos reconoce como hijos suyos? Él mismo compara en Su Palabra el interés que tiene por los suyos con el que tiene un padre por sus hijos (Sal. 103:13), y aun con el que tiene una madre, que de ordinario posee mayor ternura (Is. 49:14–15, 66:13). Pero aquí se da a entender que el amor, la bondad y la ternura de Dios exceden y superan con mucho a los de cualquier padre o madre de este mundo por eso, Jesús resalta: ¿cuánto más …? Nuestros padres de este mundo, han tenido cuidado de nosotros; y nosotros lo tenemos de nuestros hijos; mucho más lo tendrá nuestro padre celestial de nosotros (v. He. 12:10, en otra línea de la misma comparación), puesto que, en primer lugar, Dios es infinitamente sabio, mientras que los padres de la tierra cometen a veces imprudencias por ignorancia en segundo lugar, Dios es infinitamente bueno. Comparar la ternura de los padres de la tierra con las misericordias de nuestro Dios es como comparar la luz de un fósforo con la del sol o una gota de agua con el océano; finalmente, Dios es infinitamente rico; no se pueden agotar sus tesoros, y está más dispuesto a dar buenas dádivas a sus hijos que nuestros padres según la carne lo están para darnos cosas buenas.
Versículos 12–14
El Señor quiere aquí ungirnos a ejercitar la justicia hacia los hombres, que es una rama esencial de la verdadera religión, y la piedad hacia Dios, que es una rama esencial de la justicia universal.
I. Debemos hacer de la justicia nuestra norma (v. 12). Así que, tened como norma hacer como querríais que os hicieran; para que podáis así disfrutar de los beneficios de las promesas anteriores. Es muy apropiado el que la ley de la justicia esté subordinada a la ley de la oración, pues a menos que seamos honestos en nuestra conducta, Dios no oirá nuestras oraciones (Is. 1:15–17; 58:6–9, Zac. 7:9, 13). No podemos esperar de Dios buenas cosas, si no hacemos lo verdadero, lo respetable, lo puro, lo amable, lo que es de buena reputación (Fil. 4:8).
1. La norma de justicia propuesta: todo cuanto queráis que los hombres os hagan a vosotros, así también hacedlo vosotros a ellos. Cristo vino a enseñarnos, no sólo lo que debemos saber y creer, sino también lo que debemos hacer; y lo que hemos de hacer, no sólo para con Dios, sino también para con los hombres. La regla de oro de la equidad es hacer a los demás lo que querríamos que los demás nos hiciesen. No debemos hacer a otros el mal que nos han hecho, ni el que nos harían si pudiesen; sino lo que deseamos que nos hagan a nosotros. Esto está basado en el gran mandamiento: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De la misma manera que hemos de tener hacia el prójimo el mismo afecto que nos tenemos a nosotros mismos, así también debemos prestarle los mismos buenos oficios. Debemos hacer al prójimo lo que consideramos apropiado y razonable, no sea que Dios, en sus justos juicios, haga con nosotros lo que nosotros hemos hecho con nuestros prójimos, si no les hemos hecho lo que querríamos que nos hiciesen ellos a nosotros.
2. Para fundamentar esta norma, se nos da una razón: porque esto es la ley y los profetas. Es el compendio de aquel segundo gran mandamiento, uno de los dos de los que dependen toda la ley y los profetas (22:40). Todo lo que está preceptuado en la Ley y en los profetas viene a resumirse en esto. Y Cristo lo ha introducido en esta regla, de modo que, tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo, estén de acuerdo en prescribirnos el que hagamos a otros como querríamos que nos hiciesen a nosotros.
II. Debemos tomar en serio la religión pura (Stg. 1:27), y poner empeño en observarla. Nótese aquí:
1. La descripción que se nos da del mal camino del pecado y del buen camino de la santidad. No hay más que dos caminos: recto y desviado, bueno y malo; el camino hacia el Cielo y el camino hacia el Infierno; todos estamos andando por uno de esos dos caminos; así como no hay después lugar intermedio, así tampoco hay ahora camino intermedio.
(A) Tenemos primero lo que se nos dice del camino del pecado y de los pecadores, en lo que tiene de ventajoso y de inconveniente. Lo que atrae hacia él a las multitudes y hace caminar en él es que la puerta es ancha, y espacioso el camino, y son muchos los que viajan por él. Primero dice: «Tendréis abundante libertad por este camino. Podéis entrar por esta puerta con todo el bagaje de vuestras concupiscencias; no pone freno a vuestros instintos ni a vuestras pasiones; podéis caminar por el camino de vuestro corazón y con la vista de vuestros ojos. Hay varios caminos de maldad para escoger, opuestos unos a otros, pero todas las sendas caben en este camino ancho. En segundo lugar, «tendréis abundante compañía en este camino; muchos son los que viajan por él, tras haber entrado por la puerta ancha». Si vamos siguiendo a las multitudes será para hacer el mal; la multitud va por caminos desviados (Is. 53:6). La naturaleza nos inclina a seguir la corriente (Ef. 2:2), y hacer lo que hacen los demás. Pero si muchos perecen en él, debemos escarmentar en cabeza ajena; el hecho de que ese camino lleva a la perdición debe atemorizarnos a todos. Ya sea el camino obvio de la maldad descubierta o el camino oculto de la hipocresía, si es el camino del pecado, será nuestra ruina si no nos arrepentimos a tiempo. Notemos que son los peces muertos los que siguen la corriente.
(B) Después se nos habla del camino de la santidad. Cristo nos declara lo que retrae a muchos de entrar por él. Primero, que la puerta es estrecha. La conversión, el nuevo nacimiento, es la puerta por la que se entra a este camino. Del estado de pecado al estado de gracia se pasa naciendo de nuevo (Jn. 3:3, 5). Es una puerta estrecha; difícil de hallar y difícil de pasar, como desfiladero entre dos rocas (1 S. 14:4). Tiene que haber un corazón nuevo, y un nuevo espíritu (Ez. 36:26), y las cosas viejas deben pasar (2 Co. 5:17). El corazón debe cambiar de rumbo; hemos de nadar contra corriente, encontrar mucha oposición, y experimentar gran conflicto, tanto del exterior como de nuestro interior. Es más fácil enfrentar a una persona contra todo el mundo que contra sí mismo y, con todo, esto es lo que hay que hacer en la conversión. Es una puerta estrecha, y hay que agacharse si queremos entrar por ella; hemos de hacernos como niños pequeños, negarnos a nosotros mismos, dejar el mundo, y despojarnos del viejo hombre (Ef. 4:22); hemos de estar dispuestos a dejarlo todo por la causa de Cristo. La puerta es estrecha para todos, pero para unos (como los ricos) más que para otros. La puerta es estrecha pero ¡bendito sea Dios, porque no está cerrada ni echada la llave contra nosotros ni custodiada con una espada flamígera, como lo estará un día no lejano! (25:10).
En segundo lugar, que el camino es angosto. No pensemos que ya estamos en el Cielo tan pronto como hemos pasado por la puerta estrecha, sino que hemos de atravesar por un desierto, hemos de viajar por un camino angosto, vallado por la ley divina, la cual es excesivamente extensa, lo cual hace angosto el camino; hay que negar el «yo pecador», hay que resistir a las tentaciones de cada día y cumplir con deberes que van contra nuestra inclinación natural. Hemos de aguantar asperezas, luchar agónicamente, velar en todo tiempo y caminar con toda precaución y circunspección. Vamos a pasar por muchas tribulaciones, pues es un camino cercado de espinas. ¡Gracias a Dios que no es totalmente impenetrable! Y, en la medida en que nuestra inteligencia y nuestra voluntad van progresando en el bien, se abre y ensancha hasta hacerse más y más agradable.
En tercer lugar, al ser la puerta tan estrecha, y tan angosto el camino, no es extraño que sean pocos los que lo hallan y entran por él. Hay muchos que pasan de largo sin preocuparse de él ni tomarse la molestia de hallarlo; se encuentran a gusto por donde van, y no ven ninguna necesidad de cambiar de ruta. Otros lo ven, pero lo desprecian, pues no les apetece verse limitados o refrenados. Los que van por el camino del Cielo son pocos, y esto desalienta a muchos a quienes espanta significarse y andar en solitario. Sin embargo, en vez de desanimarse por la poca compañía, deberían decir: si tan pocos van al Cielo, habrá más lugar para mí. Veamos qué es lo que tiene este camino que, a pesar de todo, debe incitarnos a todos a tirar por él: lleva a la vida; al consuelo de la vida presente, con el favor de Dios, que es la vida del alma; y, especialmente, a la bienaventuranza eterna, cuya esperanza, al final del camino, debería compensarnos de todas las dificultades e inconveniencias del viaje (Ro. 8:18; 2 Co. 4:17). La puerta es estrecha, y el camino es angosto y cuesta arriba, pero una hora en el Cielo bastará para compensar del esfuerzo.
2. La gran incumbencia y el deber de cada uno de nosotros, al considerar lo que Cristo ordena: Entrad por la puerta estrecha. La cosa está bien clara: la vida y la muerte, el bien y el mal, frente a nosotros; los dos caminos y los dos destinos. Escoge hoy mismo el camino por el que vas a andar; en realidad, el asunto no admite discusión ni debate, se determina por sí mismo. Por tanto, no os demoréis ni lo penséis más, sino entrad de una vez por esa puerta estrecha; llamad con sincera invocación y oración intensa, y se os abrirá. Es cierto que no podemos entrar ni seguir adelante, sin el auxilio de la divina gracia, pero también es cierto que la gracia se nos ofrece generosamente y no les faltará a quienes la busquen y se sometan a ella.
Versículos 15–20
Se nos precave aquí contra los falsos profetas, a fin de que estemos alerta para no ser engañados y descarriados por ellos. Los profetas verdaderos son los que, de parte de Dios, comunican al pueblo lo que ha de suceder y le intiman lo que debe cumplir. Pero, ya en el Antiguo Testamento, había quienes pretendían hablar en nombre de Dios sin ninguna garantía Para ello los mismos hechos se encargaban de refutar su falsedad. Aquí se trata de falsos maestros que al hablar como ovejas, quieren ganar dinero y prestigio como lobos devoradores.
Hay muchas clases de estos falsos profetas. 1. Los hay que presentan falsas credenciales y pretenden estar inspirados y dirigidos por Dios mismo para el ejercicio de este don, cuando no hay ningún fundamento para esa presunción. 2. Los que predican falsas doctrinas en puntos esenciales de religión: cosas que son contrarias a la verdad como es en Jesús. De estos hay que precaverse, en cuanto asoma la sospecha, probarlos debidamente y, una vez descubierta su falsedad, evitarlos para no tener nada en común con ellos.
I. Se nos da para ello una razón poderosa: porque son lobos rapaces con piel de ovejas (v. 15).
1. Tenemos que usar de mucha precaución, porque sus pretensiones parecen a veces buenas y plausibles, hasta el punto de que pueden engañarnos fácilmente, si no estamos sobre aviso. Vienen con vestidos de ovejas con hábito de profetas. No nos hemos de dejar impresionar por el vestido y el gesto. A veces, pueden parecer inocentes, inocuos, mansos, útiles, y cubrir su falsa y nociva filosofía con un manto brillante; sus errores pueden ir dorados con capa de santidad y devoción. El mismo Satanás se transforma, a veces, en ángel de luz (2 Co. 11:13–14).
2. Bajo inocentes pretensiones, su objetivo es malvado: por dentro son lobos rapaces. Todo hipócrita es un cabrito con piel de oveja; pero un falso profeta es un lobo vestido de oveja. Todo el que nos priva de alguna verdad o nos seduce con algún error, sea cual sea su pretensión, trata de dañar nuestras almas. Pablo los llama lobos rapaces (Hch. 20:29). Al ser tan fácil la seducción y tan perjudicial el resultado, guardémonos de los falsos profetas.
II. El Señor nos da una buena norma para descubrirlos una vez probados (1 Ts. 5:21): Por sus frutos los conoceréis (vv. 16, 20). Obsérvese: Lo apto de esta comparación, de conocer el árbol por el fruto. No siempre es posible discernir un árbol por la abundancia de follaje, ni por la robustez y extensión de sus ramas, pero por el fruto se le conoce, porque cada árbol da fruto, no sólo según su especie, sino también según su condición. Cristo insiste en la ecuación entre el árbol y el fruto. Si se conoce la especie del árbol, se sabe qué fruto esperar. No hay que esperar uvas de los espinos, ni higos de los abrojos, porque no es conforme a sus respectivas naturalezas el producir tales frutos. (A) Los corazones viciosos, corrompidos, no santificados, son como espinos y abrojos, sin provecho, nocivos y destinados al fuego. (B) Las buenas obras son buen fruto, como las uvas y los higos, agradables a Dios y provechosos para el hombre. (C) Este buen fruto nunca puede esperarse de un mal hombre, como no se puede esperar una cosa limpia de una inmunda. Por otra parte, al ver cómo es el fruto, podemos deducir cómo es el árbol: todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. Debe ser tenido por fruto de un árbol lo que este árbol produce natural, abundante y constantemente; al árbol, como al hombre, no se le conoce por un acto particular, sino por el curso y tenor de toda una conducta.
1. Aplicación de esto a los falsos profetas.
(A) Por la vía de las amenazas: Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego (v. 19). Ya el Bautista había pronunciado la misma amenaza (3:10). Cristo podía haber dicho lo mismo en otras palabras; pero no pensó que fuese para Él un rebajamiento el decir lo mismo que Juan había dicho antes que Él. Hablar y escribir las mismas cosas no debe hacerse gravoso, puesto que da mayor seguridad. Nótese la descripción que se da del árbol malo: no da buen fruto; hay árboles que dan fruto, pero el fruto no es bueno y, por eso, el árbol ha de ser considerado malo. Nótese también el destino del árbol malo: es cortado, con toda certeza, y echado al fuego. Dios actuará de igual manera con el hombre que no produzca frutos de vida eterna: lo cortará para que no ocupe el suelo en vano.
(B) Por la vía de la probación: Por sus frutos los conoceréis (v. 20). (a) Por los frutos de sus personas; de sus palabras, de sus acciones y del curso general de su conducta. Si quieres saber cómo son, observa cómo viven; sus obras testificarán a favor o en contra de ellos. Aquellos cuyas vidas dan evidencia de estar bajo la conducción del espíritu inmundo, no son enseñados ni enviados por el Dios tres veces santo. Dios pone sus tesoros en vasos de barro, pero no en vasos inmundos. (b) Por los frutos de sus enseñanzas, ¿adónde tienden éstas?, ¿qué sentimientos despiertan y a qué prácticas conducen en los que las acogen? Si la doctrina es de Dios, tenderá a promover piedad genuina, humildad, caridad, santidad y amor, junto con otras gracias cristianas; pero si, por el contrario, las doctrinas que estos profetas predican manifiestan una clara tendencia a suscitar en la gente el orgullo, la mundanalidad, las contiendas, las injusticias o la falta de amor, y hacen que los hombres no se avengan a someterse a las reglas estrictas del angosto camino, podemos concluir que esta persuasión no procede de aquel que os llama (Gá. 5:8). Esta sabiduría no viene de arriba (Stg. 3:15). La fe y la buena conciencia van de la mano (1 Ti. 1:19; 3:9).
Versículos 21–29
Aquí tenemos la conclusión de este largo y excelente sermón cuyo objetivo es mostrar la indispensable necesidad de la obediencia a los mandatos de Jesús.
I. Cristo muestra, con una clara amonestación, que una profesión exterior de la religión, por muy notable que parezca, no nos llevará al Cielo, a no ser que se corresponda con una conducta consecuente (vv. 21–23).
1. El Señor establece la siguiente norma: No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos … (v. 21). No sirve confesar a Cristo como Señor nuestro, sólo de palabra y con la lengua, y dirigirnos a Él de esa manera, y profesar seguirle de ese modo. ¿Podemos imaginar que eso es suficiente para llevarnos al Cielo, o que el que conoce y demanda el corazón, se va a contentar con meras manifestaciones sin realidad interior? Los cumplimientos entre los hombres son reglas de urbanidad, correspondidas igualmente con cumplimientos; pero no se consideran como verdaderos servicios (incluso existe un refrán que dice: cumplimiento es cumplo y miento). Y ¿vamos a pensar que tales «cumplimientos» tengan algún valor para Cristo? Esto no nos debe impedir el invocar al Señor y dar testimonio valiente de Él, sino el quedarnos en la forma de piedad sin el poder (2 Ti. 3:5). Para nuestra felicidad es necesario hacer la voluntad de Cristo, que es hacer la voluntad del Padre que está en los cielos. ¿Y cuál es la voluntad del Padre? Que creamos en Cristo, que nos arrepintamos del pecado, que vivamos una vida santa, que nos amemos unos a otros. En una palabra, Su voluntad es nuestra santificación (1 Ts. 4:3). Decir y hacer son dos cosas distintas, que muchas veces no van juntas en la conducta humana: el que dijo: Sí, señor, voy, no movió un pie (21:30); pero Dios ha unido estas dos cosas en Su santo mandamiento ¡no las separe el hombre!
2. La apelación del hipócrita contra el rigor de esta ley, al ofrecer otras cosas en lugar de la obediencia (v. 22). Señor Señor—dicen importunándole y tomándose gran confianza al dirigirse a Cristo con ese nombre; Señor, ¿no sabes que, (A) profetizamos en tu nombre? Sí; puede que sea verdad; Balaam y Caifás fueron también impulsados a profetizar; y Saúl se encontró contra su voluntad entre los profetas; pero esto no les salvó. Estos profetizaron en Su nombre, pero Él no les envió; hicieron uso de Su nombre, y eso fue todo. (B) ¿Que en tu nombre echamos fuera demonios? También eso es posible. Judas echaba fuera demonios y, a pesar de eso, era hijo de perdición. Es posible que alguien eche demonios fuera de otros y, con todo, tenga dentro un demonio y hasta sea el mismo diablo. (C) ¿Que en tu nombre hicimos muchos milagros? Los dones de lenguas y de sanaciones pueden recomendar a una persona ante el mundo, pero es la genuina santidad la que es aceptada por Dios. La gracia y el amor son un camino más excelente que el trasladar montañas o hablar en lenguas humanas y angélicas (1 Co. 13:1–2). La gracia puede conducir al Cielo a una persona sin que obre milagros, pero el hacer milagros nunca llevará al Cielo a una persona sin gracia. No tenían muchas buenas obras a las que apelar; no habían hecho obras de piedad ni amor, pues una sola de ellas les habría servido mejor que los muchos milagros. El don de hacer milagros, como otros dones, han cesado ahora casi del todo, y ya no apelan a ellos hoy los hombres, pero,
¿no se empeñan todavía los corazones carnales en buscar otros pretextos igualmente débiles, con los que nutrir sus infundadas esperanzas? Guardémonos de descansar en privilegios y realizaciones exteriores, no sea que nos engañemos a nosotros mismos.
3. El rechazo, por frívola, de semejante apelación. El mismo que da la ley (v. 21) es ahora el Juez de acuerdo con dicha ley (v. 23): Nunca os conocí y, por consiguiente, apartaos de mí, hacedores de iniquidad. Obsérvase, (A) por qué, y sobre qué base, les rechaza a ellos y a sus apelaciones; porque son hacedores de iniquidad. Es posible que una persona tenga un gran nombre como persona piadosa y, con todo, sea hacedora de iniquidad. Tal persona recibirá una mayor condenación; (B) cómo lo expresa: Nunca os conocí. Eso insinúa que, si en algún tiempo les hubiese conocido, en la forma en que el Señor conoce los que son suyos, le hubieran ellos pertenecido y les hubiera Él amado, les habría conocido y amado y le habrían pertenecido hasta el fin; pero nunca les conoció, porque siempre conoció que eran hipócritas. Los que, en el servicio de Cristo, no van más lejos de una profesión externa, no le son aceptos ni los reconocerá como suyos en el gran día. ¡Véase desde qué ilusión tan alta pueden los hombres caer a una miseria tan honda! ¡Cómo pueden ir al Infierno a través de las puertas mismas del Cielo! En el tribunal de Dios, la profesión de religión no va a salvar a alguien que continúe en la práctica del pecado; por consiguiente, todo el que invoque el nombre de Cristo debe apartarse de toda iniquidad.
II. Jesús muestra, mediante una parábola, que el oír todas estas cosas no nos va a hacer dichosos, a no ser que pongamos empeño en ponerlas por obra; pero si las oímos y las ponemos por obra, seremos realmente dichosos (Jn. 13:17).
1. Los oyentes de Jesús aparecen aquí divididos en dos grupos: unos que oyen y ponen en práctica lo que oyen; otros que oyen y no ponen por obra lo que oyen.
(A) Hay algunos que oyen las palabras de Cristo y las ponen por obra. ¡Demos gracias a Dios de que hay tales personas, aunque sean relativamente pocas! Oír a Cristo no consiste meramente en prestarle oídos, sino en obedecerle de corazón. Ya es un favor el oír sus palabras: Bienaventurados esos oídos (13:16, 17). Pero, si no practicamos lo que oímos, estamos recibiendo la gracia de Dios en vano. Todas las palabras de Jesús, no sólo las leyes que nos ha dado sino las verdades que nos ha revelado, las hemos de poner por obra. No basta con oír las palabras de Cristo y entenderlas, oírlas y recordarlas, oírlas y hablar de ellas, repetirlas, discutirlas etc., sino que hemos de oírlas y hacerlas. Haz esto, y vivirás. Sólo los que oyen y hacen son dichosos (Lc 11:28; Jn. 13:17) y de la familia de Cristo (12:50).
(B) Hay otros que oyen las palabras de Cristo y no las ponen por obra. La religión de estas personas se queda meramente en oír y no pasa más adelante. Oyen las palabras de Dios, como gente que hubiese hecho justicia, pero no las ponen por obra (Is. 58:2; Ez. 33:30–31). Se siembra la semilla, pero no brota nada. Los que oyen las palabras de Cristo y no las ponen por obra es como si se sentasen a mitad de camino hacia el Cielo, y eso no les va a conducir a su destino dichoso.
2. Estos dos grupos de oyentes, y sus casos respectivos, quedan aquí representados en sus verdaderos caracteres bajo la comparación de dos edificadores: uno de ellos era prudente y edificó sobre roca; así que su casa resistió todos los embates. El otro era insensato y edificó sobre arena; así que su casa se derrumbó. El objetivo de esta parábola es enseñarnos que el único medio para asegurar una eternidad feliz es oír y poner por obra las palabras del Señor Jesús; eso es asegurarse la buena parte, sentándose a los pies de Jesús, como María, para oír Su palabra y someterse a ella. ¡Habla, Señor, que tu siervo escucha! Los detalles de esta parábola nos enseñan varias buenas lecciones: (A) Que cada uno tenemos que edificar una casa, y que esa casa es nuestra esperanza para el Cielo. Nuestra principal y constante preocupación debería ser afianzar nuestro llamamiento y nuestra elección (2 P. 1:10). Hay muchos que nunca se preocupan de esto; nada tan lejos de sus pensamientos; están edificando para este mundo como si hubiesen de vivir aquí siempre, y no piensan en edificar para el mundo venidero. Todos los que profesan una religión, preguntan de alguna manera: ¿Qué debo hacer para ser salvo? Es decir, cómo ir al Cielo finalmente, y tener entretanto una esperanza bien fundada para ello. (B) Que ha sido provista para nosotros una roca sobre la que podamos edificar dicha casa, y que esa roca es Cristo. Él es nuestra esperanza (1 Ti. 1:1).
Eso es Cristo en nosotros; debemos fundar nuestras esperanzas de gloria celestial sobre la plenitud de los méritos de Cristo para el perdón de nuestros pecados, el poder de Su Espíritu para la santificación personal, y la eficacia de su intercesión para el suministro de todo el bien que Él nos ha conseguido. La Iglesia está edificada sobre esta Roca, y así lo está todo creyente. Él es roca fuerte, estable e inamovible; bien podemos aventurarnos a colocar sobre ella todo cuanto somos y tenemos, y no quedaremos avergonzados de nuestra esperanza. (C) Que hay un remanente, personas que, al oír y practicar las palabras de Cristo, edifican sus esperanzas sobre esta Roca. Edifican sobre Cristo quienes se preocupan constantemente de someterse a todas las normas de Su santa religión, y así dependen enteramente de Él en cuanto a todo lo que reciben de Dios, así como en todo lo que son y hacen de aceptable a Dios, y tienen todas las cosas por basura, por pérdida, por amor de Cristo y para ganar a Cristo, siendo hallados en Él (Fil. 3:79). Edificar sobre roca requiere cuidado esfuerzo y fatiga; quienes desean afianzar su llamamiento y elección han de poner diligencia. Son prudentes edificadores los que comienzan a edificar de tal forma que puedan acabar (Lc. 14:30) y, por tanto, ponen buenos cimientos. (D) Que hay muchos que profesan abrigar la esperanza de ir al Cielo, pero menosprecian esta Roca, y edifican sus ilusiones sobre arena. Todo lo que no sea Cristo es arena movediza. Los hay que edifican sus esperanzas sobre la prosperidad material, como si eso fuera una señal segura del favor de Dios (Os. 12:8). Otros, sobre la profesión exterior de la religión. Se llaman cristianos, fueron bautizados, van a la iglesia, oyen la Palabra de Dios, dicen sus oraciones y no hacen daño a nadie; pero todo ello es arena, demasiado débil para sostener hasta el Cielo el elevado edificio de sus esperanzas. (E) Que se avecinan tormentas, las cuales pondrán a prueba el fundamento sobre el que están basadas nuestras esperanzas. Lluvias, vientos e inundaciones van a embestir contra la casa; a veces, la prueba acaece ya en este mundo; cuando viene la aflicción o la persecución por causa de la Palabra (13:21) entonces puede verse quiénes se limitaron a oír la Palabra y quiénes la pusieron por obra. Con todo, la mayor tormenta es la del juicio después de la muerte; será entonces cuando todo lo demás nos fallará, excepto las esperanzas colocadas sobre buen fundamento, las cuales se tornarán en disfrute inalienable de la gloria celestial y eterna. (F) Que las esperanzas edificadas sobre la Roca que es Cristo, se sostendrán firmes y sostendrán al edificador cuando venga la tormenta. Sus consuelos no decaerán, sino que le servirán de fuerza y de cántico, como ancla del alma, segura y firme. Cuando se aproxime el último encuentro, esas esperanzas le quitarán todo miedo a la muerte y al sepulcro, será aprobado por el Juez; aguantará la prueba del gran día; y será coronado de gloria imperecedera (2 Co. 1:12; 2 Ti. 4:7–8). (G) Que las esperanzas que los insensatos edificadores ponen sobre cualquier otra cosa que no sea Cristo, se derrumbarán y con toda certeza les fallarán en un día de tormenta. Se apoyará él en su casa, pero no permanecerá ella en pie (Job 8:15). Se va a derrumbar en la tormenta, cuando más la necesite él, pensando que con ella estaba bien guarecido. ¡Qué desilusión tan grande para el edificador! La pérdida y la vergüenza son muy grandes. Cuanto más altas había puesto sus esperanzas tanto más profunda ha sido su ruina. La ruina mayor es la que les espera a los falsos profesantes.
III. Los últimos dos versículos nos refieren las impresiones que el discurso de Cristo produjo en los oyentes. La gente se quedaba atónita de su doctrina; es de temer que pocos de ellos fueron impulsados por ello a seguirle; pero de momento, se llenaron de asombro. Es muy posible, y hasta frecuente, que la gente admire la buena predicación, y sin embargo, permanezca en su ignorancia e incredulidad; quedan atónitos, pero no santificados. La razón de su asombro era que les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. Los escribas presumían de tener tanta autoridad como cualquier maestro, y tenían su apoyo en los privilegios y ventajas de que disfrutaban; pero hablaban como meros repetidores, como niños de escuela que repiten su lección, no como maestros de lo que enseñan; así que la Palabra no salía de ellos con vida ni fuerza alguna. En cambio, Cristo hablaba como un juez que da su sentencia; sus lecciones eran leyes; sus palabras, mandatos. Cristo, en la ladera de su monte, mostró una autoridad mucho mayor y más genuina que los escribas en la cátedra de Moisés. Así también, cuando Cristo enseña en nuestro corazón por medio de Su Espíritu, enseña con autoridad. Dice: ¡Sea la luz! y la luz es (Gn. 1:3).
El evangelista procede ahora a presentar algunos ejemplos de los milagros que Cristo obraba: la curación de un leproso, de un paralítico y de una enferma con fiebre. Tras el paréntesis de una conversación con dos que deseaban seguirle, vienen los milagros de calmar una tempestad y echar fuera los demonios que atormentaban a dos posesos.
Versículos 1–4
La gente que le oyó, quedó atónita de su doctrina; y, como resultado de ello cuando Él descendió del monte, le seguían grandes multitudes. Aquellos a quienes Cristo se ha manifestado, no pueden menos que desear tener un mayor conocimiento de Él. Quienes conocen mucho de Cristo, han de ambicionar conocerle más y mejor. Es agradable ver a la gente tan bien dispuesta hacia Cristo, como si nunca se cansaran de oírle. Con todo, quienes se reunían en torno de Él, no se adherían de veras a Él. Los que le seguían de cerca y con perseverancia eran muy pocos en comparación con la gran multitud de seguidores ocasionales.
En esta porción tenemos el relato de la curación de un leproso. Resulta muy apropiada la narración, en primer lugar, de este milagro: 1. Porque la lepra era considerada, entre los judíos, como una señal especial del desagrado de Dios; por consiguiente, Cristo, para mostrar que había venido a librarnos de la ira de Dios, a quitar el pecado causante de la ira, comenzó por la curación de un leproso. 2. Porque esta enfermedad, así como se suponía que era causada directamente por la mano de Dios así también se suponía que era directamente curada por la mano divina; y, por eso, no se hacía ningún intento de que la curasen los médicos, sino que era puesta bajo la inspección de los sacerdotes, ministros de Dios, quienes esperaban a ver lo que Dios hacía. Cristo demostró ser Dios al curar directamente a muchos leprosos y al autorizar a sus discípulos a que, en Su nombre, hiciesen lo mismo (10:8); y, como vemos en 11:5, eso aparece como prueba de Su mesianidad. También se mostró a sí mismo como el que salvaría a Su pueblo de sus pecados; pues, aunque toda enfermedad es fruto y figura del pecado, como desorden del alma, con todo la lepra lo es de un modo especial. Es tratada, no como una enfermedad, sino como una impureza; el sacerdote había de pronunciar que el enfermo estaba limpio o inmundo, según las indicaciones; pero el honor de hacer limpio a un leproso estaba reservado a Cristo. La Ley descubría el pecado (pues por la ley es el conocimiento del pecado), y declaraba inmundos a los pecadores; pero no podía pasar de ahí no podía perfeccionar nada. Pero Cristo quita el pecado y nos limpia de él.
I. Vemos cómo se dirige el leproso a Cristo. Podemos suponer que este leproso, aunque excluido del recinto de las ciudades de Israel, llegó a enterarse del sermón de Cristo, y se sintió animado a recurrir a Él, pues quien podía enseñar como quien tiene autoridad, también podría curar con la misma autoridad. Así que le dice: Señor, si quieres puedes limpiarme. Su curación puede considerarse:
1. Como un favor temporal; una merced hecha en favor de su cuerpo. Así que nos enseña no sólo a recurrir a Cristo, sino también la manera de recurrir a Él: seguros de Su poder, pero sumisos a Su voluntad: Señor, si quieres, puedes. Sus promesas de escuchar nuestras oraciones están cercadas (y aseguradas) por dos vallas: Su gloria y nuestro bien; cuando no estemos seguros de Su voluntad, podemos estarlo de Su amor y de Su gracia, a los que podemos referirnos gozosamente, diciendo: Hágase Tu voluntad.
2. Como un favor con sentido típico. El pecado es la lepra del alma, pues nos aparta de la comunión con Dios, y nos mancha interiormente. Es, por tanto, necesario que seamos limpios de esta lepra. Ahora, obsérvese que nos sirve de gran consuelo saber que cuando nos dirigimos a Cristo como al Gran Médico, puede limpiarnos si es Su voluntad; y ¡qué más quiere Él, si acudimos a Él con fe y humildad! (A) Debemos descansar totalmente en Su poder, confiados plenamente en que puede limpiarnos. (B) Debemos encomendarnos a Su compasión; no podemos exigirlo como un deber, pero podemos demandarlo humildemente como un favor: «Señor, si quieres … Me arrojo a tus pies, y si he de perecer, que perezca allí».
II. Respuesta de Cristo a esta petición (v. 3).
1. Extendió la mano y le tocó. La lepra era una enfermedad asquerosa y horrible, al par que contaminante. Sin embargo, entre el asombro de los circunstantes, Jesús le tocó y mostró así que al curar leprosos y limpiar pecadores, no corría ningún peligro de ser infectado por ellos.
2. Diciendo: Quiero; sé limpio. No le prescribió un método tedioso, prolijo, caro o doloroso, sino que lo curó con una sola palabra. (A) Va por delante una señal de amabilidad: Quiero; estoy dispuesto a ayudarte en la forma en que lo necesitas. Cristo es un Médico que no necesitamos enviar por él, porque siempre está de camino; no necesitamos importunarle, pues nos escucha compasivo y presto a ayudarnos; no hay que pagarle, pues cura gratis, «sin dinero y sin precio». Su voluntad corre pareja con Su poder para salvar a los pecadores. (B) Viene enseguida una expresión de poder: Sé limpio. Poder, tanto de autoridad como de energía, es el que encierra esa palabra. Cristo cura con una expresión de mando, la cual no sólo manda, sino que lleva a cabo la curación; la voz que nos manda ser limpios, quiere también que, en efecto, lo seamos. La gracia omnipotente que habla así, no les faltará a quienes de veras la deseen.
III. El cambio feliz, operado en el leproso: Y al instante su lepra desapareció. La naturaleza actúa gradualmente, pero el Dios de la naturaleza actúa instantáneamente; en cuanto habla, ya está hecho.
IV. Las instrucciones que Cristo le dio después. Es muy apropiado que quienes son curados por Cristo, se sometan después a las prescripciones de Cristo.
1. Mira, no lo digas a nadie. Esta prescripción de Jesús aparece en otros lugares (v. 9:30; 12:16; 16:20; 17:9, etc.), por lo que se vislumbra una razón general, que no es otra que la siguiente: Había peligro de que, al oír de estos milagros, el pueblo se excitase al ver en ellos las señales del Mesías-Rey (v. Jn. 6:14–15) y pensasen en un rápido establecimiento del reino glorioso, politicomilitar, del Mesías, con lo que la predicación del Evangelio se vería estorbada, y los poderes públicos estarían alertados contra Jesús. En efecto, este leproso desobedeció el mandato de Jesús (Mr. 1:45; Lc. 5:15), y causó una interrupción seria en la predicación del Señor. Tenemos el caso excepcional de Marcos 5:19; Lucas 8:39, pero aquí la situación es totalmente distinta, pues en esta región había quedado contra Jesús un sentimiento desfavorable, que el Señor deseaba corregir.
2. Ve, muéstrate al sacerdote, de acuerdo con la Ley (Lv. 14:2). Cristo se preocupó de que se observase la Ley en este caso no sólo para no dejar de observarla, sino para mostrar su respeto al sacerdocio establecido por Dios e incluso para garantía oficial de que la curación del leproso era completa. En este sentido, había de servirles de testimonio.
3. Presenta la ofrenda que ordenó Moisés, en agradecimiento a Dios por el beneficio conseguido, y en recompensa para el sacerdote por el trabajo que se había tomado al examinar al leproso. Como en muchos otros lugares de la Escritura, especialmente en el Nuevo Testamento (v. por ej. Ap. 13:8; 20:5, y tamb. Mr. 16:16; Hch. 2:38), la sintaxis griega no sigue los rígidos cánones de las lenguas modernas, sino que forma parentesis (que es necesario conocer bien para no confundirse); de ahí que la frase «para que les sirva de testimonio» ha de conectarse inmediatamente detrás de «muéstrate al sacerdote», pues sólo después del examen requerido, podía el sacerdote permitir la ofrenda del sacrificio. Hay quienes opinan que ese «testimonio» se refiere a que Jesús era el Mesías pero esto está en abierta oposición a la prescripción de Jesús: Mira, no lo digas a nadie.
Versículos 5–13
En esta porción tenemos el relato de la curación del siervo del centurión, el cual yacía en cama paralítico. Cristo se encontraba entonces en Capernaúm (4:13). Jesús pasó haciendo el bien por todas partes, y continuaba haciendo el bien cuando se hospedaba en un lugar; cada lugar se beneficiaba con Su llegada.
I. Las personas con quienes Cristo trata ahora son:
1. Un centurión; es decir, un oficial de las legiones romanas con mando sobre cien soldados. Aunque era un militar (y la compasión parece avenirse poco con tal profesión), era también un hombre piadoso. Dios tiene su remanente entre todas las clases de gente. Por eso mismo, no hay profesión ni lugar en este mundo, que pueda servir de excusa a la impiedad o a la incredulidad. Y muchas veces, la gracia de Dios se muestra doblemente victoriosa al ganar almas donde las circunstancias parecen estar en contra. Aunque era un militar romano, y el mismo hecho de residir entre los judíos era un recuerdo continuo del yugo de Roma, Cristo que es el verdadero Rey de Israel, le hizo un gran favor, enseñándonos con Su ejemplo a hacer bien a nuestros enemigos. Aunque era un gentil, el Señor se manifestó a él, con lo que comenzaban a cumplirse las palabras del anciano Simeón: «Luz para revelación a los gentiles, y para gloria de tu pueblo Israel» (Lc. 2:32). Al leproso, Cristo le tocó y le curó porque a los judíos les predicaba directamente, ya que había venido a las ovejas de Israel; pero al gentil (tanto a este paralítico como a la hija de la mujer sirofenicia) lo curó a distancia; no fue en persona a manifestarse a ellos, sino que envió su palabra y les curó; con todo, en esto mismo quedó su gloria mayormente engrandecida.
2. El siervo del centurión. Cristo está tan presto a curar al siervo más pobre como al amo más rico; pues Él mismo tomó sobre sí la forma de esclavo, para mostrar su consideración con los humildes.
II. La gracia del centurión yendo al encuentro de Cristo. Podríamos decir: ¿Puede algo bueno salir de un militar romano? Ven y ve, y encontrarás abundancia de cosas buenas que salen de este centurión.
1. La manera afectuosa con que se dirigió a Jesús (vv. 5–6), lo cual demuestra:
(A) Una piadosa consideración respecto de nuestro gran Maestro, como de quien es poderoso para socorrer y aliviar a quien se lo suplique humildemente, y deseoso de hacerlo. Vino a Él rogándole, gorra en mano, como un modesto suplicante. Por esto se deduce que había visto en Jesús más de lo que a primera vista aparecía; vio algo que le imponía respeto. Los hombres más grandes tienen que comportarse como menesterosos cuando tienen algo que ver con Cristo. Aunque la palabra Señor, aquí como en el versículo 2 no signifique más que un saludo respetuoso, el tenor de su petición muestra que veía en Él a un Soberano, y un sabio y compasivo Médico, a quien la manifestación escueta de la enfermedad equivalía a la súplica más anhelante. Una confesión humilde y sincera de nuestras necesidades y enfermedades espirituales, no quedará sin respuesta de paz y consuelo. Derrama tu miseria, y te será derramada misericordia.
(B) Una caritativa consideración hacia su pobre siervo. Leemos de muchos que vinieron a Jesús para rogarle a favor de sus hijos, pero este es el único caso de alguien que vino a Él para rogarle a favor de un siervo: Señor, mi criado está postrado en casa, paralítico. Es un deber de los amos preocuparse de la salud de sus criados. El criado no habría podido hacer por su amo más de lo que el amo hizo por él aquí. Los siervos del centurión le eran muy obedientes (v. 9), y aquí comprendemos por qué: él se portaba muy cariñosamente con ellos, y esto hacía que le obedeciesen gozosamente. La parálisis es una enfermedad en la que el talento y la habilidad del médico suelen fallar: era, pues, una gran evidencia de su fe en el poder de Cristo el llegarse a Él en demanda de remedio, cuando esto sobrepujaba el poder de los medios naturales. Obsérvese con qué patetismo presenta el caso de su siervo como algo muy triste: postrado en casa, paralítico, gravemente atormentado. Al ser la parálisis una enfermedad que ordinariamente hace perder la sensibilidad, podemos colegir el terrible estado de este enfermo, al oír cuán terribles eran sus sufrimientos. Esta enfermedad es símbolo de la insensibilidad de conciencia, que hace a los hombres descuidar sus deberes y no percatarse de su estado miserable. Si hay alguien entre nuestros hijos o criados, con esta clase de enfermedad espiritual, hemos de llevar el caso a Cristo con fe y oración a fin de que el Señor se digne curarle.
2. Obsérvese la gran humildad de este centurión. Después que Cristo ha expresado ya su disposición a llegarse hasta el siervo para curarle (v. 7), él se expresa con una humildad todavía mayor. Las personas humildes muestran mayor humildad a medida que Cristo condesciende con mayores gracias. Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo (v. 8); esto expresa pensamientos muy bajos respecto de sí mismo, y muy altos respecto del Señor Jesús. No dice: «Mi siervo no es digno de que vayas a su habitación, pues yace en el desván», sino: «Yo no soy digno de que vengas a mi casa». El centurión era persona de situación económica acomodad, pero se confiesa indigno delante de Dios. ¡Qué bien se aviene la humildad con personas de calidad! A la sazón Cristo se hallaba en su estado de humillación; sin embargo, el centurión le rindió pleitesía con todo respeto. También nosotros deberíamos mostrar estima y veneración por lo que vemos de Dios, incluso en aquellos que, en su condición exterior, parecen inferiores a nosotros en todo. Siempre que nos dirigimos a Cristo, y a Dios mediante Jesucristo, es preciso que nos bajemos y permanezcamos conscientes de nuestra propia indignidad.
3. Obsérvese su gran fe. A mayor humildad, mayor fe lo cual no es extraño, pues si la humildad es el fundamento negativo de la construcción (equivalente a «sacar tierra»), la fe es el fundamento positivo (echar cimiento). Este hombre tenía una gran seguridad de fe, no sólo de que Cristo podía curar a su siervo sino:
(A) De que podía curarle a distancia. No necesitaba el contacto físico como en las curaciones naturales, ni aplicación directa del remedio a la parte afectada. Leeremos después sobre aquellos que llevaron a Cristo un paralítico y lograron, con grandes dificultades, ponerlo delante de Él; y Cristo los recomendó por su fe activa. Este centurión no trajo a su criado paralítico, y Cristo le recomendó por su fe confiada; la fe genuina es siempre aceptada por Cristo, aunque se muestre de muchas maneras. Cristo construye siempre lo mejor sobre los diferentes modos de expresar una fe verdadera. Para Él son lo mismo la cercanía y la distancia, pues su poder divino es inmenso.
(B) De que podía curarle con una palabra, sin enviarle una medicina; mucho menos, un hechizo; sino solamente dilo de palabra, y no me cabe duda de que quedará sanado mi criado. Aquí viene ya a reconocer que el poder del Señor es divino. Entre los hombres, decir y hacer son dos cosas distintas, pues la palabra humana expresa, pero no crea; mientras que la Palabra de Dios es viva y eficaz (He. 4:12). Cristo era el Verbo por quien fueron hechas todas las cosas (Jn. 1:3; Col. 1:16; He. 1:2).
La fe del centurión en el poder de Cristo se muestra bellamente en la comparación que el mismo centurión hace del dominio que él, como centurión, ejercía sobre sus soldados, y del que como amo, ejercía sobre sus criados: «digo a este: Ve, y va; y al otro: Ven y viene …». Todos ellos estaban a sus órdenes, de modo que, mediante ellos, podía él ejecutar sus órdenes a distancia De la misma manera, Cristo podía obrar con sola su palabra. El centurión ejercía este dominio sobre sus soldados, aunque él mismo era un hombre bajo autoridad, un subalterno; mucho mayor habría de ser el de Cristo, siendo el supremo y soberano Señor de todo. Tales criados deberíamos ser nosotros respecto de Dios, yendo y viniendo a Sus órdenes, de acuerdo con las direcciones de Su palabra y las disposiciones de Su providencia. Cuando Su voluntad se opone a la nuestra, la Suya debe cumplirse, y la nuestra debe dejarse a un lado. Las enfermedades corporales son para Cristo como humildes siervos. ¡Cuánto consuelo brinda a quienes somos del Señor el pensar que cada enfermedad está destinada a servir a las intenciones de Su gracia! No hay por qué temer la enfermedad, ni sus efectos sobre nosotros, cuando la vemos a las órdenes de un Amigo tan bueno.
III. Veamos ahora la gracia de Cristo manifestándose a este centurión; porque con los benignos se mostrará benigno.
1. Jesús corresponde a su petición a las primeras palabras: Yo iré y le sanaré (v. 7), no dice: Yo iré y le veré, lo que ya mostraría en Él a un Salvador amable, sino: Yo iré y le sanaré, lo que le muestra como Salvador todopoderoso. Lleva salvación bajo sus alas (Mal. 4:2); su venida es ya salvación (sanación completa). El centurión deseaba que Cristo curase a su criado, pero Cristo le expresa un favor mayor que lo que él podía pedir o pensar: Yo iré y le sanaré. Es corriente en Cristo el superar la expectación de quienes le suplican humildemente. No dijo que estaba dispuesto a ir al hijo de un noble, cuando éste le insistía a que lo hiciera (Jn. 4:47–49); en cambio, Él mismo se ofrece a ir a un pobre criado. La humildad de Cristo, al ofrecerse a ir, le sirvió de gran ejemplo al centurión y le fue ocasión de mostrarse también humilde, al confesarse indigno de tener a Jesús bajo su techo. La condescendencia que Cristo tiene para con nosotros debería hacernos más humildes y agradecidos para con Él.
2. Alaba la fe del centurión, y toma de ahí ocasión para decir palabras muy amables acerca de los pobres y menospreciados gentiles (vv. 10–12).
(A) En cuanto al centurión mismo; no sólo le aprobó y aceptó (un honor común a todos los creyentes), sino que le admiró y le aplaudió (un honor reservado a los grandes creyentes).
(a) Cristo le admiró, no por su grandeza, sino por su gracia. Al oírlo Jesús, se maravilló; no por ser excesivo, sino por ser poco común, y Cristo lo tuvo por admirable, para enseñarnos lo que debemos admirar; no la pompa mundana, sino la hermosura de la santidad. Las maravillas de la gracia nos deberían impresionar más que las maravillas de la naturaleza o de la misma providencia, y las realizaciones espirituales más que cualquier obra del orden material.
(b) Cristo le aplaudió, como se deduce de lo que dijo a los que le seguían: De cierto os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe. Esto expresa: Primeramente: Un honor para el centurión; el cual aunque no había salido de los lomos de Abraham, era heredero de la fe de Abraham. Lo que Cristo busca es fe, y dondequiera que ésta se halle, Cristo la encuentra, aunque sea tan pequeña como un grano de mostaza. También nosotros debemos estar dispuestos a tributar la debida alabanza a los grandes creyentes, aun cuando no estén en las filas de nuestra denominación. En segundo lugar, expresa una vergüenza para Israel. Cuando venga el Hijo del Hombre, encontrará poca fe y, por consiguiente, poco fruto. Esto lo dijo Cristo a los que le seguían. Ellos eran descendencia de Abraham. ¡Ojalá que, celosos de tal honor, no consientan ser sobrepujados por un gentil, especialmente en la gracia en que Abraham sobresalió!
(B) En cuanto a otros, Cristo les dice dos cosas, que no podía menos de ser sorprendentes para quienes habían aprendido que la salvación procedía de los judíos.
(a) Que muchos gentiles serían salvos (v. 11). La fe del centurión no era sino un ejemplo de la conversión de los gentiles. Este fue un tema sobre el que Jesús volvió con frecuencia. Cristo habla con toda seguridad: Os digo, aunque una insinuación semejante enfureció a los de Nazaret contra Él (Lc. 4:27). El Señor nos da aquí una idea: Primero, de las personas que serán salvas: muchos del oriente y del occidente; antes había dicho (7:14): Son pocos los que hallan el camino de la vida; con todo, ahora dice: muchos vendrán. Pocos, de una vez y en un lugar, pero cuando vengan todos juntos, serán muy muchos. Vendrán del oriente y del occidente, lugares muy distantes el uno del otro, pero todos se encontrarán a la derecha de Cristo, quien es el gran Centro de la unidad. Dios tiene su remanente en todo lugar. Aunque hasta ahora habían sido extranjeros en cuanto a los pactos de la promesa (Ef. 2:12), ¿quién sabe cuántos tenía Dios escondidos entre ellos? Cuando vayamos al Cielo, así como nos sorprenderemos de no ver allí a muchos que pensábamos que caminaban en aquella dirección, así también nos sorprenderemos de ver allí a muchos que no esperábamos. En segundo lugar, el Señor nos da una idea de la salvación misma. Vendrán juntos, a encontrarse con Cristo (2 Ts. 2:1). 1. Serán admitidos aquí en la tierra, en el reino de la gracia, y bendecidos con el creyente Abraham. Esto hizo a Zaqueo hijo de Abraham (Lc. 19:9). 2. Serán admitidos en el reino de la gloria en el Cielo. Allí descansarán de sus trabajos, como quien ha trabajado bien durante la jornada; sentarse denota continuidad; mientras estamos de pie, vamos de paso; cuando nos sentamos, es como para estar durante algún tiempo, como a la mesa, para tomar alimento; esta es la metáfora aquí: se sentarán para disfrutar del gran banquete lo cual expresa, tanto la libertad de comunión como la plenitud de comunión (Lc. 22:30). Se sentarán con Abraham. Quienes, en este mundo, estaban tan distantes unos de otros, en lugar, tiempo y condición exterior, se juntarán todos en el mismo lugar en el Cielo, para siempre. La santa compañía será una parte de la felicidad celestial.
(b) Que muchos judíos habían de perecer (v. 12). Obsérvese:
Primero: Lo extraño de la frase: Pero los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera. El reino de Dios, del cual se jactaban de ser los hijos, les será quitado. En el gran día, de poco les servirá a los hombres haber sido hijos del reino (destinados a él) por el contexto en que han nacido y se han criado; no importa que sean judíos o gentiles, o que se llamen cristianos, pues entonces los hombres serán juzgados, no por lo que se llamen, sino por lo que sean. El haber nacido de padres cristianos nos denomina hijos del reino; pero si nos quedamos en eso, y no tenemos otra cosa que mostrar en orden a entrar en el Cielo, seremos echados afuera.
En segundo lugar lo extraño del castigo para los hacedores de iniquidad: Serán echados a las tinieblas de afuera, a la oscuridad de los que se quedan fuera. En aquellos tiempos en que las calles no estaban iluminadas de noche ser excluidos del banquete, donde innumerables lámparas irradiaban su vivo resplandor en la sala, equivalía a quedar en el frío de la calle y en la más densa oscuridad. Ser excluidos del Cielo, de la luz de Dios que lo ilumina, y del calor de una comunión sin estorbos, es mucho más trágico. Ya no quedará el menor rayo de luz ni el menor resquicio de esperanza. Por eso, puso Dante sobre el dintel de la puerta de su Infierno la leyenda siguiente: Lasciate ogni speranza voi ch’ entrate = Dejad toda esperanza los que entráis.
Cristo sana al criado del centurión (v. 13), al concederle a este la petición que le había formulado.
(A) Lo que Cristo le dijo: vino a decirle algo que convirtió la curación en un favor tan grande, y aun mayor, para él como para su criado: Como creíste te sea hecho. El criado obtuvo la sanación de su enfermedad, pero el amo obtuvo la confirmación y la aceptación de su fe. Con mucha frecuencia, Jesús da respuestas alentadoras a quienes oran e interceden por otros. Es un gran privilegio para nosotros el ser oídos en favor de otros. Como creíste, te sea hecho. ¿Qué mejor cosa podía desear? Lo que le dijo a él, nos lo dice a cada uno de nosotros: Creed, y recibiréis; creed solamente. Véase aquí, no sólo el poder de Cristo, sino también el poder de la fe. Así como Cristo puede hacer cuanto quiera, así también un creyente activo puede obtener cuanto pida.
(B) El efecto que tuvo lo que dijo; la oración de fe fue una oración eficaz; siempre lo ha sido así y siempre lo será. Por la rapidez de la curación, y la distancia a que fue hecha y con una sola palabra, pudo percibirse claramente su carácter milagroso: habló, y fue hecho. Esta era una prueba de la omnipotencia de Cristo, la cual tiene un brazo muy largo.
Versículos 14–17
I. Aquí tenemos el relato de la curación de la suegra de Pedro, que se hallaba enferma con fiebre.
1. El caso no tenía nada de extraordinario; se refiere aquí como un ejemplo del interés y de la simpatía que Jesús sentía por los familiares de sus discípulos; hallamos aquí: (A) Que Pedro tenía esposa, aunque había sido llamado a ser Apóstol de Jesucristo; Cristo veía con buenos ojos el estado matrimonial de los más elevados líderes de su Iglesia. (B) Que Pedro tenía casa, aunque Cristo no la tenía (v. 20), con lo que el discípulo estaba mejor provisto que su Maestro. (C) Que tenía una casa en Capernaúm, aunque era originario de Betsaida; es probable que se trasladase allá cuando Cristo puso allí su residencia principal. Es conveniente cambiar nuestro domicilio, cuando podemos así estar más cerca del Señor. (D) Que tenía en su casa y en su familia a su suegra, lo cual es un ejemplo para yernos y nueras, a fin de que muestren su afecto sincero a los familiares del cónyuge como a los suyos propios. Probablemente, esta buena mujer era de edad avanzada, pero esto no era obstáculo para ser respetada y atendida con todo cariño como deberían serlo todos los ancianos. (E) Que estaba postrada en cama, con fiebre. La parálisis era una enfermedad crónica; la fiebre, una enfermedad aguda; pero ambas fueron encomendadas a Cristo.
2. La curación (v. 15). (A) Cómo fue efectuada: Le tocó la mano; no para conocer la enfermedad tomándole el pulso, como hacen los médicos, sino para curarla. Esto era una señal de su amabilidad y ternura. La Escritura dice la palabra, pero el Espíritu da el toque: toca la mano y toca el corazón. (B) Cómo fue manifestada: Ella se levantó, y les servía. Con esto se mostraba: (a) Que el favor había sido hecho. Aunque había obtenido una merced tan privilegiada, no se siente persona importante, sino que está dispuesta a servir a la mesa como cualquier criada, ya que pudo reemprender de inmediato las tareas de la casa. (b) Que el favor había sido santificado. Aunque había obtenido una merced tan privilegiada, no se siente persona importante, sino que está dispuesta a servir a la mesa como cualquier criada. Quienes son honrados por Cristo deben mantenerse humildes. Al haber sido liberada de aquella manera, enseguida piensa cómo podrá ser útil. Es muy apropiado que quienes han sido sanados por Cristo, se animen a servirle humildemente todos los días de su vida.
II. Sigue después un conciso relato de las muchas curaciones que Jesús hizo caída la tarde. Parece ser que este milagro anterior se hizo notorio, y fue ocasión de que le llevasen abundancia de pacientes. «La ha curado a ella, ¿por qué no a mí»—se dirían—. Aquí se nos dice:
1. Lo que hizo (v. 16). (A) Con su palabra echó fuera a los demonios. La época en que Cristo vino a este mundo parece haber presenciado una suelta más que ordinaria de demonios, que poseían y atormentaban los cuerpos de mucha gente; Dios lo ordenó así en Su infinita sabiduría, para que se le ofrecieran a Jesús más y mejores oportunidades de mostrar Su poder sobre Satanás. (B) Sanó a todos los enfermos; a todos sin excepción, por vil que fuese la persona, y por grave que fuese la enfermedad.
2. Cómo se cumplió en ello la Escritura (v. 17). Entre otras cosas, estaba escrito de Él: Ciertamente Él llevó nuestras enfermedades, y soportó nuestros dolores (Is. 53:4). Lo más curioso de esta cita es que Mateo se aparta aquí de los LXX, de donde suelen citar todos los escritores del Nuevo Testamento, para ir al original hebreo, que es el que cuadra en esta porción. A primera vista parece mayor obra quitar el pecado que la enfermedad, pero lo primero no es perceptible a los ojos de la carne, mientras que quitar la enfermedad es algo tan notorio a todos, que nadie puede negarlo. El mismo que quitó el pecado mediante la obra de Su muerte, quitó las enfermedades mediante los milagros de Su vida. Nuestros pecados causan la pesadumbre de nuestras enfermedades. Muchas son las dolencias y enfermedades a que estamos sujetos en el cuerpo; sin embargo, en esta sola línea de los Evangelios, hay para nosotros mayor ánimo y consuelo en medio de ellas, que en todos los escritos de los filósofos. Cristo lo llevó todo sobre Sí en Su pasión, para llevarlo todo ahora con nosotros en compasión de nuestras debilidades (He. 4:15). Recibiéndolas sobre Sí, las quitó de nosotros. Obsérvese con qué énfasis dice el texto: ÉL MISMO llevó nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores; podía y quería ser nuestro intermediario en esto y al mismo tiempo, mostrarse como nuestro Gran Médico al sanarlo todo.
Versículos 18–22
I. Ahora Cristo manda que estén listas las barcas para pasar al otro lado del lago (v. 18), Pues tiene que pasar para hacer el bien dondequiera que las necesidades de las almas le llamen («Pasa a Macedonia, y ayúdanos»; Hch. 16:9). Se dispuso a trasladarse cuando se vio rodeado de mucha gente. Aunque con esto se mostraba lo deseosa que estaba esta multitud de tenerle allí, Él sabía que había otros tan deseosos de tenerle con ellos, y también debían participar de Sus beneficios; el ser aceptable y útil en un lugar no era objeción, sino más bien razón, para ir a otro. Hay muchos que se alegrarían de disfrutar de tal ayuda, si pudiesen tenerla a la puerta de al lado, pero no se sienten con el suficiente ánimo para ir a buscarla al otro lado.
II. Cristo conversa con dos que, al trasladarse Él al otro lado, no se resignaban a quedarse atrás, sino que deseaban seguirle, no como los que le seguían a distancia, sino para un seguimiento más cercano, del que la mayoría se sentían avergonzados o intimidados.
Vemos a Cristo aquí habiéndoselas con dos temperamentos muy distintos: El uno, arrojado y animoso; lento y pesado, el otro; y sus instrucciones son muy acomodadas a cada uno, y destinadas a sernos útiles a nosotros.
1. Tenemos primero a uno que era demasiado precipitado al prometer; era un escriba, un experto en la Ley, un erudito, que había estudiado a fondo la Escritura y la había expuesto a otros. Los Evangelios nos presentan a esta clase de personas como poco propensos a recibir el mensaje; rara vez se les encuentra entre los seguidores de Cristo, ni aun a distancia; pero aquí hay uno que muestra gran deseo de ser un discípulo.
(A) Cómo expresa su animosa disposición: Maestro, te seguiré adondequiera que vayas. ¿Podría alguien expresarse mejor? Esta profesión de una absoluta dedicación a Cristo es, (a) una inclinación espontánea: no es llamado por Cristo, sino que se ofrece él mismo, a una comunión más estrecha con el Señor; no es empujado a ello, sino que se ofrece voluntariamente. (b) una resolución firme; parece decir:
«Estoy decidido, y lo haré». (c) una determinación sin límites ni reservas: «adondequiera que vayas». Sin embargo, por la respuesta de Cristo se colige que su resolución era precipitada. Hay muchas decisiones piadosas, producidas por súbitas emociones y tomadas sin las consideraciones debidas, que demuestran ser abortivas, sin llegar a nada práctico; fruta que madura antes de tiempo, pronto se corrompe.
(B) Cómo pone Cristo a prueba esta disposición animosa, ya fuese sincera o no (v. 20). A quien está tan resuelto a seguirle, Cristo le hace ver que el Hijo del Hombre (expresión que encontramos sólo en boca del mismo Jesús) no tiene donde recostar su cabeza. Es extraño que el Verbo de Dios (Jn. 1:1, 14) y majestuoso (Hijo del Hombre (Dn. 7:13), en su Primera Venida a este mundo, se sometiese a una condición tan baja como para no tener ni donde reclinar Su cabeza. Véase primero: Qué bien provistas están las criaturas inferiores: Las raposas tienen guaridas, y las aves del cielo nidos (Sal. 104:17); y eso, sin ninguna preocupación por su parte; segundo: Cuán pobremente estaba Jesús provisto de lo más necesario: no tenía morada de su propiedad, ni siquiera una almohada que fuera suya para reclinar su cabeza. Tanto Él como sus discípulos vivían de lo que almas generosas les procuraban (v. Lc. 8:2). Cristo se sometió a esta condición para mostrarnos la vanidad de las cosas de este mundo y enseñarnos a mirar con menosprecio santo lo que es superfluo o tiende a pegarse a nuestro corazón. Cuentan de Diógenes el filósofo que, aparte del tonel en que vivía y la linterna con que se alumbraba, poseía una escudilla para el parco alimento que tomaba y el agua que bebía. Pero un día vio a un soldado beber con la mano, y arrojó de sí la escudilla, y dijo: Ahora he visto que poseo algo superfluo. Cristo se despojó de todas esas cosas, no por cínico estoicismo, sino para poder así conseguirnos mejores bienes: siendo rico, por amor a nosotros se hizo pobre, para que fuésemos enriquecidos con su pobreza (2 Co. 8:9). Es extraño que Cristo hiciese tal declaración precisamente en esta ocasión. Un solo escriba podía haberle proporcionado mayor prestigio y mejor servicio que doce pescadores; pero Cristo veía su corazón, y contestó a sus pensamientos, enseñándonos así a todos cómo hemos de llegarnos a Él. En primer lugar, parece que la decisión de este escriba había sido demasiado precipitada; y Cristo desea que antes de llegar a una decisión en materia religiosa, nos sentemos antes a calcular los gastos (Lc. 14:28). No es ninguna ventaja para la verdadera religión el tomar a los hombres por sorpresa, sin que tengan conciencia clara de aquello a que se comprometen. Quienes se agarran a la primera emoción, se soltarán al primer tirón. Mejor es que, quienes se aprestan a seguir a Cristo, se aperciban del lado más difícil de tal seguimiento y se apresten a pagar el alto precio que ello comporta. En segundo lugar, parece que su resolución nació de un impulso mundano, ambicioso. Había visto la abundancia de curaciones que Cristo efectuaba, y tal vez sacó en conclusión que obtenía de ello pingües ganancias, y pronto se haría con una buena hacienda. ¿No podría él conseguir algún dividendo, si le acompañaba a todas partes?
2. El segundo era demasiado lento en actuar. La demora en actuar es tan mala como la precipitación en el resolver. Nunca se diga que dejamos para mañana lo que podemos hacer hoy.
(A) La excusa que este otro puso para no seguir inmediatamente a Cristo, fue: «Señor, permíteme que vaya primero y entierre a mi padre» (v. 21). No se sabe si su padre había muerto ya, o estaba para morir, o enfermo de suma gravedad, o simplemente tan anciano que su muerte no podía hacerse esperar por mucho tiempo, ya que todo esto puede significarse con esa frase. Lo cierto es que su excusa, aunque aparentemente plausible, no era correcta, pues demuestra que no tenía por la obra de Dios el celo que debería tener. A una mente perezosa o cobarde nunca le falta una excusa. Cristo bien merecía tener la preferencia.
(B) Jesús no le admitió la excusa. Jesús le dijo: Sígueme (v. 22). No se sabe de seguro que le siguiera, pero es probable que, tanto este como el otro, siguiesen después a Jesús; aunque es más probable en el caso del segundo, por el poder que acompañaba a las palabras de Jesús. Notemos que somos llevados a Cristo por la fuerza que su llamamiento ejerce sobre nosotros, no por la de nuestras promesas a Él. Cuando Cristo llama, supera todos los obstáculos y hace que su llamamiento sea eficaz (v. 1 S. 3:10). Luego responde a la excusa presentada: Deja que los muertos entierren a sus muertos. Es decir, deja que los que están muertos espiritualmente, se encarguen de sepultar a los que están muertos corporalmente; deja que los oficios mundanos sean dejados en manos de las personas mundanas; no te sobrecargues ni te detengas por eso. Dar sepultura a los muertos, en especial a un padre, es una buena obra, pero no es de tu incumbencia en este momento; tú tienes algo mucho más elevado que hacer, y no puedes dejarlo para después. La piedad hacia Dios ha de ir por delante de la piedad hacia los padres, aunque esta forme parte importante de la verdadera religión. Un caso muy distinto (y en el que puede una persona equivocarse igualmente) es cuando un padre o una madre se hallan enfermos, sin otra persona que les asista que un hijo o una hija. En este caso atender al enfermo puede ser más perentorio que acudir a un culto o a otro cualquier ejercicio de devoción.
Versículos 23–27
Cristo había dado orden a sus discípulos de hacerse a la vela y pasar al otro lado del lago (v. 18), pues había decidido marchar de este modo, ante el agobio de la multitud que le detenía por tierra. Es un consuelo para los que descienden al mar en naves (Sal. 107:23), y se encuentran con frecuencia con muchos peligros allí, saber que tienen un Salvador en quien confiar y al que orar, el cual conoce lo que es hacerse a la mar, y las tormentas que en la mar se producen. Sus discípulos le siguieron; los Doce le seguían de cerca. Sólo los que están dispuestos a embarcarse con Cristo y a seguirle en medio de peligros y dificultades, se hallan entre los verdaderos discípulos del Maestro. Muchos se contentarían con seguir a Cristo por tierra, pero quienes deseen descansar después con Jesús, deben seguirle ahora adondequiera que Él los lleve, ya sea a un barco como a una cárcel, lo mismo que a un palacio.
I. El peligro y la ansiedad de los discípulos en este viaje. Los que siguen a Jesús, han de contar con las dificultades (v. 20).
1. Se levantó en el mar una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca (v. 24). Esta tempestad era para la gloria de Dios y el provecho de los discípulos, como en el caso de Juan 11:4, 15. Cristo quería mostrar que los que atraviesan con Él el océano de este mundo, deben esperar tormentas en el viaje. Sólo la región superior disfruta de perfecta calma, mientras que esta inferior está siempre expuesta a ser perturbada y perturbadora.
2. Jesucristo dormía. Nunca leemos que Cristo durmiese, excepto en esta ocasión; no era este un sueño de falsa seguridad, como el de Jonás durante la tormenta, sino de santa serenidad y dependencia del Padre; no abrigaba en su interior culpa ni miedo que perturbase su reposo. Quienes pueden reclinar su cabeza sobre la almohada de una conciencia limpia, pueden dormir tranquilamente en medio de una tormenta (Sal. 4:8), como Pedro en la cárcel (Hch. 12:6). Dormía Jesús ahora para poner a prueba la fe de sus discípulos, a ver si confiaban en Él ahora que parecía desinteresarse de ellos.
3. Los pobres discípulos, aunque acostumbrados al mar, se asustaron mucho y se le acercaron en demanda de socorro (v. 25). ¿A quién otro podían ir? ¡Qué bien que lo tenían tan cerca! Le despertaron con sus súplicas, diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Hay un proverbio que dice: Quien quiera aprender a orar, que se haga a la mar. Los peligros claros, inminentes e inevitables, conducen espontáneamente a la gente hacia el único que puede prestar ayuda en momentos de extremo apuro. Su petición fue: Sálvanos. Sabían que Él podía salvarles; le piden que quiera. Cristo vino al mundo a salvar (Lc. 19:10) pero sólo serán salvos los que invoquen el nombre del Señor (Hch. 1:21). Le llaman Señor, y luego le piden: Sálvanos. Cristo no salvará sino a los que estén dispuestos a recibirle como Señor (Col. 2:6). El motivo de su súplica es: que perecemos; era el lenguaje del miedo; habían recibido en su interior respuesta de muerte, y dicen: «Perecemos, a menos que tú nos salves; ten, pues, compasión de nosotros»; era también el lenguaje del fervor. Nos va bien el tener que esforzarnos y luchar en la oración; por eso dormía Cristo, para darles esta oportunidad.
II. El poder y la gracia de Jesucristo acuden en auxilio de ellos. Puede parecer que Cristo duerme mientras su Iglesia se encuentra en medio de una tormenta, pero su Espíritu siempre vela para no dejarla desamparada.
1. En primer lugar, reprende a los discípulos: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? (v. 26). No les echa en cara el que le hayan perturbado con sus oraciones, sino el que se hayan dejado perturbar por sus temores. Les reprende antes de salvarles: ¿Por qué teméis? ¿Vosotros, mis discípulos? Y luego les descubre la causa de sus temores: Hombres de poca fe. Efectivamente tenían varios motivos para confiar en Cristo y no dejarse llevar del pánico. Por una parte, tenían consigo en la barca la persona de Cristo, suficiente garantía de que las olas no les harían naufragar y por otra parte tenían la palabra de Cristo, que había mandado pasar al otro lado. Con un poco más de fe, habrían entrevisto la orilla opuesta a través de la tormenta. También nosotros debemos avivar nuestra fe, y saber que, tras las tormentas de esta vida arribaremos a las tranquilas playas de una eternidad bienaventurada. No les dice: Hombres sin fe, sino hombres de poca fe. Hay muchos que tienen fe verdadera, pero es pequeña y les sirve para poco en las tormentas de la vida.
2. Después reprendió a los vientos y al mar. (A) ¡Con qué facilidad! Con sola Su palabra. (B) ¡Con qué eficacia! Sobrevino gran calma, inmediatamente. Ordinariamente, pasado lo peor de una tormenta, todavía queda mucho oleaje hasta que el mar se sosiega por completo; pero, a la voz de Cristo, no sólo cesa la tormenta, sino todo lo que queda de ella. A veces, las grandes tormentas de dudas y temores acaban en una calma maravillosa.
3. Esto les produjo a los discípulos gran asombro: Los hombres se maravillaron (v. 27). ¡Aquí había uno que era más que Jonás! (12:41). Dice hombres, ya sea refiriéndose especialmente a otras personas que estuviesen con los discípulos, o porque estos, a causa de su poca fe, no merecían ser llamados de otra manera. Todos ellos estaban acostumbrados al mar, pero no habían visto jamás en su vida una tormenta que se calmase de forma tan rápida y completa. Obsérvese: (A) Su admiración de Cristo: ¿Qué clase de hombre es éste? Cristo es un hombre completamente diferente de todos los demás; todo en él es admirable: nadie es tan sabio, tan poderoso, tan amable y benigno, como Él. (B) La razón de tal asombro: Aun los vientos y el mar le obedecen. Según este relato, Cristo es digno de admiración por disponer de un poder tan portentoso, que se impone incluso a la naturaleza inanimada, que es incapaz de ser hechizada por la palabra humana. El que puede hacer esto, puede también hacer cualquier cosa por difícil que parezca; tiene poder para avivar nuestra confianza en Él, en medio de las mayores tormentas.
Versículos 28–34
En esta porción se nos narra el episodio de dos endemoniados, de los que Cristo arrojó fuera a los espíritus inmundos. El objetivo de este capítulo es mostrar el poder de Cristo. Cristo tiene todo poder, no sólo en el cielo y en la tierra, y en las profundidades del abismo sino que posee también las llaves del Infierno mismo. Se observa en general (v. 16) que Cristo echaba fuera los demonios con Su palabra, y aquí tenemos un ejemplo particular de ello. Aunque Cristo había sido enviado especialmente a las ovejas perdidas de la casa de Israel hizo también unas pocas salidas fuera de los límites de Israel, como aquí, para derrotar en todos los terrenos a Satanás. Respecto a esta legión de demonios, obsérvese la labor que hacían, tanto donde estaban como donde fueron echados.
I. La obra que hacían donde estaban se echa de ver en la miserable condición en que se hallaban estos dos posesos.
1. Vivían entre los sepulcros; de allí salieron cuando vinieron al encuentro de Jesús. Viviendo entre los sepulcros, no es extraño que aumentasen la melancolía y la locura de los pobres endemoniados, y también les hacía más temibles de parte de la gente, que generalmente se asusta mucho de todo lo que sale de entre sepulcros.
2. Eran feroces en gran manera; no sólo eran indomables sino dañosos, al haber sin duda perjudicado a alguien; por lo que tenían tan asustada a la gente que nadie podía pasar por aquel camino. El diablo infunde maldad en la gente, y lo muestra haciendo que los hombres desprecien y teman los unos a los otros. Las mutuas enemistades, donde debería existir cooperación y estímulo, las concupiscencias que hacen la guerra en nuestros propios miembros, el orgullo, la envidia, la malicia, la venganza, incapacitan al hombre para vivir normalmente en sociedad, y le hace indigno de ella, y tan perjudicial para la buena marcha del orden público como lo eran estas pobres criaturas poseídas por el demonio.
3. Se muestran desafiantes ante Jesús, al expresar despectivamente el poco interés que tenían en Él (v. 29). El hecho de que no pudiesen evitar encontrarse con Cristo, demuestra el poder de Dios sobre los demonios. Jesús pudo encadenar con Su palabra a quienes los hombres no podían sujetar con ninguna clase de cadenas. Puestos en presencia de Jesús, protestan contra lo que tienen por intrusión, y montan en cólera: ¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Hijo de Dios? Aquí tenemos:
(A) Una palabra que el demonio habló como un santo, al dirigirse a Cristo como al Hijo de Dios; palabra buena y, en la ocasión en que fue pronunciada, palabra grande también. Incluso los demonios creen y confiesan que Cristo es el Hijo de Dios, pero se quedan tan demonios como antes (Stg. 2:19). No es el conocimiento, sino el amor lo que distingue a los santos de los demonios.
(B) Dos palabras que el demonio habló como un diablo, y en esto mostró su verdadera cara: (a) una palabra de desafío: ¿Qué tenemos nosotros que ver contigo? Es cierto que los demonios no tienen nada que ver con Cristo como Salvador. ¡Oh, qué misterio tan profundo del amor de Dios, que los hombres caídos tengan tanto que ver con Cristo, cuando los ángeles caídos no tienen nada que ver con Él! Por eso, es tanto más triste que haya hombres, incluso entre los que confiesan que Jesús es el Hijo de Dios, que no quieren tener nada que ver con Él. También es cierto que los demonios no desean tener nada que ver con Jesús como Rector del Universo, pues le odian y están llenos de enemistad contra Él, pero no pueden escapar de Su dominio. Por otra parte, no es cierto que los demonios no tengan nada que ver con Cristo como Juez pues no sólo tienen que ver con Él, sino que, además lo saben. (b) Una palabra de miedo y deprecación: ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo? Estos espíritus malignos sabían sin duda, que llegaría una «sazón» (esta es la palabra en el original) en la que sufrirían penas peores que las que habían sufrido hasta entonces, y pensaban que la presencia de Cristo era un indicio de que había llegado el momento (Jud. v. 6; Ap. 20:10). Pero el hecho mismo de que Cristo les impidiese hacer el daño que estaban causando, ya era para ellos un tormento especial también. Nosotros deberíamos tener por tormento únicamente lo que nos impide hacer el bien.
II. Veamos ahora la obra que hicieron en el lugar al que fueron echados, cuando fueron arrojados fuera de los hombres y se les dio permiso para entrar en los cerdos, que se hallaban a cierta distancia de ellos (v. 30). Estos gadarenos (o gerasenos o gergesenos—pues de las tres formas aparecen—) parece que eran judíos, aunque vivían al otro lado del Jordán; pero entonces, ¿qué tenían que ver con los cerdos?
1. Cómo se hicieron los demonios con los cerdos. Aunque estaban a cierta distancia de ellos, se ve que tenían un ojo puesto en ellos.
(A) Rogaron a Jesús que, si les echaba fuera, les enviase a los cerdos (v. 31). De este modo, (a) mostraban su inclinación a hacer daño, y el placer que esto les causaba. Ya que no se les permitía continuar haciendo daño a los hombres en sus personas, al menos podrían hacerles daño en sus bienes, y aun en eso mismo, les harían daño en sus almas, predisponiéndoles contra Jesús. (b) Reconocen el poder de Jesús sobre ellos, ya que saben que, si Él no les permitiera esto, no tendrían poder ni siquiera para hacer daño a un cerdo. Esto debe servir de consuelo y ánimo al pueblo de Dios pues aunque el poder del diablo es muy grande, sin embargo es limitado y muy inferior a su malicia (¿qué sería de nosotros, si no lo fuera?), y vemos que está especialmente bajo el control de nuestro Señor Jesucristo.
(B) Tuvieron que salir. Cristo les dijo: Id (v. 32), como le dijo Dios a Satanás, cuando este deseaba atormentar a Job. En sus sabios y santos designios, Dios permite con frecuencia que Satanás desahogue su rabia y haga el daño que desea. Cristo permitió esto para castigo de los gadarenos, los cuales, aunque probablemente eran judíos, se tomaban la libertad de comer cerdo en contra de la Ley, en todo caso el apacentar cerdos rayaba ya en maldad. Los demonios, al obedecer a Cristo, salieron de los hombres y, al contar con el permiso de Jesús salieron y se fueron a los cerdos. Véase cuán trabajador es Satanás y qué enemigo tan rápido es; no pierde tiempo para hacer el mal.
2. Adónde condujeron a los cerdos cuando se apoderaron de ellos. Les hicieron precipitarse en el mar por un despeñadero, donde todos perecieron en número de unos dos mil (Mr. 5:13). La posesión que el diablo toma es para destrucción. De la misma manera precipita el diablo a los hombres en el pecado haciéndoles apresurarse a veces hacia aquello que ellos mismos habían decidido no hacer, pues sabían que les había de causar pesar y vergüenza. Así lleva a la ruina a mucha gente.
3. El efecto que esto tuvo en los dueños de los cerdos. Pronto les llegó el informe que de lo ocurrido les dieron los pastores de la piara quienes parecían más preocupados de la pérdida de los cerdos que de cualquier otra cosa, pues no contaron lo de los endemoniados hasta que pasó lo de los cerdos (v. 32). Cristo no entró en la ciudad, pero sí llegaron las noticias de que estaba cerca de allí. ¿Qué hizo entonces esta gente?
(A) La curiosidad les llevó a salir para ver a Jesús: Toda la ciudad salió al encuentro de Jesús (v. 34). Así hay muchos que van a Jesús por curiosidad y aun por admiración, pero no le tienen verdadero afecto ni buscan en Él al Salvador.
Su avaricia les indujo a rogarle que se retirara de sus contornos. En lugar de invitarle a que viniese a la ciudad o de presentarle los enfermos para que los sanase, estaban deseando que se retirara de sus contornos. De este modo, los demonios consiguieron lo que pretendían al precipitar al mar a los cerdos y ahogarlos allí. Así es como el diablo siembra cizaña en el campo de Dios. A lo largo de los siglos se ha venido repitiendo este extraño fenómeno, que los hombres han rechazado a Cristo porque han preferido a los cerdos y, así, al no recibir al Salvador, no han llegado a la salvación.
En este capítulo tenemos magníficos ejemplos del poder y de la compasión de Jesús, para el bien, tanto de los cuerpos como de las almas de los hombres. Así demostró ser el Gran Médico de cuerpos y almas, que dispone de suficientes remedios para las enfermedades de ambos.
Versículos 1–8
Las primeras palabras de este capítulo nos obligan a volver nuestros ojos al final del precedente, donde encontramos a los gadarenos resentidos por la pérdida de sus cerdos y tan disgustados de la presencia de Jesús que le piden que se vaya de sus contornos. Aquí se nos dice que entrando en la barca, pasó al otro lado (v. 1). Le rogaron que se fuera, y Él les tomó la palabra. Jesús no se detiene mucho donde no es bien venido, pero se queda con los que anhelan su compañía. No dejó tras de sí un juicio destructor para castigarles como se merecían por su desprecio y contumacia porque este era todavía el día de su paciencia; no había venido a destruir, sino a salvar; no a matar, sino a sanar.
Vino a su ciudad es decir a Capernaúm que era entonces el principal lugar de su residencia (4:13; Mr.
2:1). Mientras los gadarenos deseaban que se marchara, los de Capernaúm se alegraron de que viniera. Aunque haya muchos que afrenten a Jesús, nunca faltan quienes le glorifiquen.
Lo primero que encontramos ahora es la sanación de un paralítico. Veamos:
I. La fe de unos amigos de este al traerle a Cristo. Su estado era tan lamentable, que no podía venir a Cristo por su propio pie, pero al menos tenía buenos amigos que se preocuparon de llevarle. Tampoco los niños pequeños pueden llegarse por sí mismos a Cristo, pero Él les proveerá alguien con fe para que los conduzca a Jesús. Niño o adulto, sano o enfermo, por su propio pie o conducido por otros, nadie viene a Jesús en vano. Jesús vio la fe de ellos (v. 2): la fe del paralítico y la de los que lo llevaban. Esta fe era: 1. Una fe fuerte; creían firmemente que Jesús podría y querría curarle. 2. Una fe humilde. Aunque el enfermo no podía dar un paso no le pidieron a Jesús que fuese a visitarle, sino que le trajeron el enfermo a Él. Nos compete a nosotros ir a Cristo más bien que esperar a que Él venga a nosotros. 3. Una fe activa. Con su fe en el poder y en la bondad de Cristo, le trajeron al enfermo tendido sobre una camilla, lo cual comportaría un montón de molestias. Una fe fuerte no se fija en obstáculos con tal de llegar a Jesús.
II. La amabilidad de Cristo en las palabras que dirigió al enfermo: Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados. Esto fue un estupendo estimulante para un enfermo. No leemos que el enfermo o los que lo llevaban dijesen una sola palabra a Jesús; simplemente pusieron al enfermo delante de Cristo; con esto bastaba. Nunca es en vano el esfuerzo en presentarnos, a nosotros o a nuestros amigos, a Jesús, como objetos de Su compasión. La miseria grita tan alto como el pecado, y la misericordia no está menos presta a oír que la justicia. En lo que Cristo dice aquí, vemos: 1. Un amable tratamiento: Hijo. 2. Una amable exhortación: Ten ánimo. Es probable que el pobre hombre temiese alguna reprensión por ser introducido a Jesús de aquella manera tan brusca; pero Cristo no se fija en ceremonias, sino en realidades. 3. Una buena razón para tener buen ánimo: Tus pecados te son perdonados. Esto ha de considerarse como una introducción a la curación de su enfermedad corporal; como si dijese: «Tus pecados te son perdonados y, por consiguiente, serás sanado». Si tenemos el consuelo de estar reconciliados con Dios, con el consuelo subsiguiente de recobrarnos de la enfermedad, esto será de veras un gran favor que Dios nos hace como a Ezequías (Is. 38:17). Pero aun en el caso de que no hubiese sido sanado en el cuerpo, habría tenido suficiente motivo para tener buen ánimo, si sus pecados le eran perdonados; con esta seguridad, bien valía la pena de haber venido a Jesús. Todos los que, por la gracia de Dios, tienen evidencia de que les han sido perdonados los pecados, tienen motivo para estar de buen ánimo, cualesquiera que sean los problemas exteriores o las aflicciones corporales que tengan.
III. La cavilación de los escribas sobre lo que Cristo acababa de decir: Decían dentro de sí, en su corazón (e, incluso quizá cuchicheando por lo bajo): Este blasfema (v. 3). Véase cómo aun la mayor muestra del poder y de la gracia del Cielo es infamada con el más negro tizón de la enemistad del Infierno.
IV. El argumento contundente que Cristo les dio de la necedad de tales cavilaciones, antes de proceder a la curación del enfermo.
1. Les acusó de cavilar el mal. Aunque sólo lo pensaron dentro de sí mismos, sin expresarlo al exterior, Él conocía los pensamientos de ellos (v. 4). El Señor Jesucristo conoce perfectamente todo cuanto decimos en nuestro interior. Los pensamientos son secretos y súbitos, pero delante de Cristo están desnudos y descubiertos. Los pecados que comienzan y acaban en el corazón, aunque no salgan fuera, son tan peligrosos como los demás.
2. Les arguyó de lo irracional de tal actitud (vv. 5–6). Obsérvese: (A) Cómo afirma su autoridad en el reino de la gracia, y les dice que el Hijo del Hombre, el Mediador, tiene potestad en la tierra para perdonar pecados. ¡Qué estímulo es esto para los hombres pecadores para que se arrepientan: saber que la potestad de perdonar los pecados está en las manos del Hijo del Hombre, que es carne de nuestra carne y hueso de nuestros huesos! Y si ya tenía esta potestad en la tierra, ¡cuánto más ahora que está exaltado a la diestra del Padre!
(B) Cómo prueba dicha autoridad mediante la demostración de su poder en el reino de la naturaleza:
¿No es tan fácil decir: los pecados te son perdonados, como decir: Levántate y anda? El que puede curar así la enfermedad, puede igualmente perdonar el pecado. Este es un argumento general para demostrar que Cristo era el Gran Enviado de Dios. Tanto el poder como la compasión que se veían en sus curaciones, probaban que había sido enviado por Dios para salvar y sanar. La parálisis era un mero síntoma de la enfermedad del pecado; por consiguiente, al hacer desaparecer inmediatamente el síntoma, presentaba evidencia de que podía curar la enfermedad misma. Quien tiene potestad para levantar la pena, la tiene también, sin duda, para perdonar la culpa. Para eso vino al mundo: para salvar a su pueblo de sus pecados (1:21).
V. La curación inmediata del enfermo. Cristo se volvió hacia el enfermo y le dirigió una frase de efectos curativos, y mostró así que la discusión más necesaria no debe impedirnos hacer todo el bien que se halle al alcance de nuestras manos. Dijo al paralítico: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Y, en aquel mismo momento, las palabras fueron acompañadas de un poder curativo rápido y fortalecedor: Entonces él se levantó y se fue a su casa (v. 7). Le envió a su casa, para que fuese una bendición para su familia, donde hasta entonces sólo había sido una carga.
VI. La impresión que esto hizo sobre la gente: Las gentes, al verlo, se llenaron de asombro y glorificaron a Dios (v. 8). Glorificaron a Dios por lo que había hecho a este hombre. Los favores concedidos a otras personas deberían ser alabanzas en nuestros labios y acciones de gracias a Dios por ellos. Le admiraban, no como a Dios, sino como a hombre a quien Dios había dado tal poder. Dios debe ser glorificado en todo el poder que los hombres tienen para hacer el bien, pues todo poder es originalmente Suyo; en Él está como en su Fuente; en los hombres, como en canales o cisternas.
Versículos 9–13
En esta porción tenemos un relato de la gracia y favor de Cristo para con los pobres publicanos o cobradores de impuestos, particularmente con Mateo.
I. Llamamiento de Mateo, el escritor de este Evangelio. Marcos y Lucas le llaman Leví. Hay quienes opinan que Jesús le puso el nombre de Mateo cuando le llamó al apostolado, así como a Simón le puso por sobrenombre Pedro. Mateo significa «don de Jehová».
1. Dónde estaba Mateo cuando le encontró Cristo: Estaba sentado en la oficina de los tributos públicos (v. 9), pues era cobrador de impuestos (Lc. 5:27). Estaba en el ejercicio de su profesión, como el resto de los discípulos cuando Cristo los llamó (4:18). Así como Satanás decide acercarse, con sus tentaciones, a los holgazanes, Cristo suele llegarse, con sus llamamientos a quienes están ocupados. Era un oficio de mala fama entre la gente piadosa, puesto que estaba expuesto a tanta corrupción y a tales tentaciones, que había muy poca gente honesta en dicha profesión; pero Dios tiene su remanente en toda clase de gentes. Nadie puede excusarse en su incredulidad por el cargo que desempeña en el mundo; pues no hay oficio pecaminoso, pero algunos han sido salvos fuera de él, así como no hay oficio santificador, pero algunos han sido salvos en él.
2. El poder anticipador de su llamamiento. No encontramos que Mateo buscase a Jesús, o que tuviese alguna inclinación a seguirle. Cristo es hallado por los que no le buscan. Cristo habló primero. No le escogimos nosotros a Él, sino que fue Él quien nos escogió a nosotros. Le dijo a Mateo: Sígueme. Esta llamada fue eficaz, puesto que Mateo enseguida se levantó y le siguió; no rehusó ni demoró obedecerle. El poder de la gracia divina responde y supera todas las objeciones. Mateo dejó así su oficio y todas las esperanzas de ser promovido dentro de él; y, aunque los discípulos que habían sido pescadores, les hallamos después ocasionalmente pescando, nunca volvemos a ver a Mateo en su oficina.
II. El encuentro de Jesús con publicanos y pecadores con ocasión de esto: Estando Él sentado a la mesa en la casa (v. 10). Los otros evangelistas nos dicen que Mateo le hizo a Jesús un gran banquete, lo cual no pudieron hacer los pobres pescadores cuando Él los llamó. Pero cuando es Mateo mismo el que narra el episodio, no dice que fue un banquete, ni que fue en su propia casa, sino sólo que Jesús estaba sentado a la mesa en la casa. Esto nos enseña a ser muy comedidos cuando hablamos de nuestras propias obras buenas.
Cuando Mateo invitó a Cristo, invitó también a sus discípulos. Nótese que, cuando recibimos a Cristo, debemos recibir también a los que son de Cristo, a fin de que tengan un lugar en nuestro corazón. Invitó también a muchos publicanos y pecadores para que tuviesen un encuentro con Jesús. Este fue el primer objetivo que tuvo Mateo en esta ocasión: llevar al conocimiento de Cristo a los que habían sido sus compañeros de oficio. Quienes han sido llevados al Señor no pueden menos de estar deseosos de que otros sean también llevados a Él, y ambicionar a contribuir en algo a la extensión del Evangelio. La gracia verdadera no permite que una persona se contente con participar sola del festín, sino que le induce a invitar a otros. Sin duda que algunos seguirán a quien de este modo sigue a Cristo. Esto es lo que hicieron Andrés y Felipe, así como la mujer samaritana (Jn. 1:41, 45; 4:29).
III. El desagrado de los fariseos por ello (v. 11). Enseguida surgió la oposición: ¿Por qué come vuestro Maestro con los publicanos y pecadores? No fue para Cristo el menor de los sufrimientos el soportar tal contradicción de pecadores contra sí mismo (He. 12:3). Aunque nunca dijo ni hizo nada fuera de lugar (así dice lit. Lc. 23:41), en todo lo que decía o hacía encontraban falta sus enemigos. Así nos enseñaba a esperar los reproches y estar preparados para sufrirlos con paciencia. Los que así se querellaban eran fariseos. Estos eran muy estrictos con los pecadores, pero no con el pecado; nadie tan celoso como ellos por la forma de la piedad, así como nadie tan enemigo como ellos de la eficacia de la piedad. Llevaron su querella ante los discípulos, no ante Jesús mismo. La razón más probable de ello es, no porque se sintiesen cobardes ante Cristo, sino porque al acercarse a los discípulos, intentaban apartarlos de su Maestro como de quien no observaba la ley sobre la contaminación con los inmundos. Como a discípulos de Cristo, nos incumbe justificarle y vindicarle, así como a sus enseñanzas y normas, ante el mundo, siempre preparados para presentar defensa ante todo el que nos demande razón de nuestra esperanza (1 P. 3:15). Ya que Él es nuestro Gran Abogado en el Cielo bien está que nosotros seamos sus abogados en la tierra y que hagamos nuestro el reproche que se le hace a Él. Se quejaban de que comía con los publicanos y pecadores. Tener intimidad con los malvados era contra la Ley (Sal. 1:1; 119:115); quizá pensaban que acusando de esto a Cristo ante sus discípulos, les inducirían a apartarse de Él. Tener amistad con los publicanos era contra la tradición de los ancianos y, por consiguiente lo consideraban como algo nefando. Estaban enojados con Cristo por esto: (A) Porque le deseaban el mal. Es cosa fácil y muy corriente echar a la peor parte las mejores palabras y acciones. (B) Porque no deseaban el bien a los publicanos y pecadores, sino que tenían envidia del favor que Cristo les mostraba.
Se puede sospechar con razón que quienes se niegan a compartir con otros la gracia de Dios, carecen ellos mismos de dicha gracia.
IV. La defensa que Cristo hizo de Su actitud y de la de Sus discípulos, al justificar el estar acompañados de publicanos y pecadores. Si nosotros somos fieles a Jesús, Él defenderá Su causa y la nuestra. Dos cosas pone Él de relieve en su defensa:
1. La necesidad y urgencia del caso de los publicanos, que requerían con insistencia la ayuda de Jesús. Fue precisamente la extrema necesidad de los pobres y miserables pecadores, la que trajo a Cristo desde las puras regiones de arriba a estas impuras de abajo; y fue esa misma necesidad la que le llevó a buscar la compañía de esta gente que era considerada como impura. Él expresa así la necesidad de estos publicanos: Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos (v. 12). Los publicanos son enfermos y necesitan de alguien que les ayude y sane, cosa que los fariseos piensan que no necesitan. Nótese que el pecado es la enfermedad del alma; deforma, debilita, intranquiliza, desgasta y mata, pero ¡gracias sean dadas a Dios! no es incurable. Jesucristo es el Gran Médico de las almas. Las personas buenas y sabias deberían ser como médicos para cuantos están en torno suyo, como lo era Cristo. Las almas que están enfermas con el pecado necesitan de este Médico, porque su enfermedad es sumamente peligrosa; la naturaleza no les puede ayudar; nadie nos puede ayudar en esto; tenemos tal necesidad de Cristo, que, sin Él, estamos perdidos, eternamente perdidos. Hay multitudes que se imaginan estar en perfecta salud y, por ello, piensan que no tienen necesidad de Cristo y que pueden arreglárselas bien sin Él, como le ocurría a la iglesia misma de Laodicea (Ap. 3:17, comp. con Jn. 9:40–41). Cristo demuestra que la necesidad de los publicanos y de los pecadores justificaba suficientemente la conducta que Él observaba con ellos, pues esta necesidad hacía de su actitud un acto de caridad, que siempre tiene preeminencia sobre las formalidades de las observancias exteriores, ya que la beneficencia y la magnificencia son mejores que la magnificencia, tanto como la realidad es superior a las apariencias o a las sombras. Si la obediencia es mejor que los sacrificios (1 S. 15:22–23), mucho mejor lo será aún, cuando esa obediencia se ejercita en provecho de otros, pues promover la conversión de las almas es el mayor acto imaginable de misericordia, pues es salvar de muerte un alma (Stg. 5:20). Obsérvese cómo Cristo cita lo de: Id, pues, y aprended lo que significa. No basta con conocer bien la letra de la Escritura, sino que debemos aprender a entender su significado. Y el mejor modo de aprender el significado de las Escrituras es saber cómo hemos de aplicarlas como un reproche de nuestras faltas y como una norma de nuestras acciones (2 Ti. 3:16–17). Este texto que Cristo citó, no sólo servía para vindicar Su propia manera de proceder, sino también: (a) Para mostrar en qué consiste la verdadera religión: no en observancias externas, sino en hacer todo el bien posible a las almas y a los cuerpos de nuestros prójimos, en justicia y paz. (b) Para condenar la hipocresía farisaica de quienes ponen la religión en un ritual, más bien que en una moral (23:23).
2. La naturaleza y objetivo de Su propia comisión: No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento (v. 23). Para eso debía llegarse a los publicanos. Vemos, pues: (A) Cuál era el objetivo de Su venida: llamar al arrepentimiento. Una llamada a que cambiemos nuestra mentalidad y nuestros caminos. (B) A quiénes afectaba esto: no a los justos, sino a los pecadores. Si los hijos de los hombres no hubiesen sido pecadores, el Hijo del Hombre no habría tenido necesidad de venir a convivir con ellos. Por consiguiente, su ocupación más importante tiene que ver con los mayores pecadores; cuanto más grave es el estado de un enfermo, tanto mayor es la necesidad de que acuda el médico. Por eso, cuando Pablo habla de sí como apóstol, se coloca el último en el desfile (1 Co. 15:9), pero cuando habla de sí como pecador, se coloca el primero en la fila (1 Ti. 1:15), como quien tenía más necesidad que nadie de la ayuda de Aquel que vino a salvar a los pecadores. Cristo no vino con la ilusión de tener éxito entre los que se creen justos y, por ello, se van a sentir hartos del Salvador antes que de sus pecados, sino entre los que están convencidos de ser miserables pecadores; a estos vendrá Cristo, porque de estos será bienvenido.
Versículos 14–17
Las objeciones que se hacían a Cristo y a sus discípulos, dieron ocasión a algunos de los más provechosos de Sus discursos; de este modo, la sabiduría de Jesús sacaba bien del mal. Así pasó en esta porción, pues de una objeción a la conducta de los suyos, sacó Jesús una enseñanza que mostró la ternura que tenía hacia ellos.
I. La objeción la hicieron los discípulos de Juan contra los de Cristo, por no ayunar estos como aquellos lo hacían; para los discípulos de Juan, esto era otro ejemplo de la relajación de su moral, además del de comer con publicanos y pecadores. Por el testimonio de los otros evangelistas (Mr. 2:18; Lc. 5:33), sabemos que los discípulos de los fariseos se les unieron en esta querella seguramente porque, siendo los discípulos de Juan más allegados a Cristo y a Sus discípulos, la objeción parecía más plausible. No es cosa nueva el que los malos se asocien a gente buena para engañar a incautos y salirse con la suya; cuando los hijos de Dios ponen de relieve sus diferencias internas, los seguidores del diablo se aprovechan de ello para sembrar graves discordias. La querella era la siguiente: ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos muchas veces, y tus discípulos no ayunan? Es una pena que los deberes religiosos, que deberían ser una confirmación del verdadero amor se conviertan muchas veces en ocasión de discordia y contienda.
1. Cómo se jactaban de sus ayunos: Nosotros y los fariseos ayunamos muchas veces. El ayuno ha sido considerado a lo largo de la historia de la Iglesia, como una parte integrante del culto (v. Hch. 13:2). Los fariseos ponían gran énfasis en él. También los discípulos de Juan ayunaban con frecuencia. Es muy corriente encontrar entre los observantes de lo más severo que tiene la religión, a quienes están bajo la disciplina del espíritu de servidumbre (Ro. 8:15). No es que eso sea malo; más aún, puede ser muy provechoso en ciertas ocasiones; pero quienes hemos recibido el espíritu de adopción hemos de pasar a través de esas devociones, para llegar al contentamiento en Dios y a la dependencia de Él, pues esta es la meta a la que dichas devociones deben, en último término conducir. En los meros profesantes hay siempre una natural inclinación a alardear de sus prácticas religiosas externas, jactándose de ellas, no sólo delante de los hombres, sino incluso ante Dios, ya que confían en dichas prácticas y apelan a ellas como realizaciones de la justicia propia (Ro. 10:3).
2. Cómo acusaban a los discípulos de Cristo por no ayunar con tanta frecuencia como ellos: Tus discípulos no ayunan. No podían menos de percatarse de que, como Cristo había instruido a sus discípulos a mantener en secreto sus ayunos, ellos procuraban no mostrar a los hombres que ayunaban (6:18). Por eso no debemos juzgar la devoción de las personas por lo que se percibe con los ojos de la carne. Los vanos profesantes de la religión suelen ponerse a sí mismos como ejemplo de lo que un cristiano debe ser, de modo que, para ellos, quienes hacen menos, se quedan cortos; y quienes hacen más se pasan de la raya.
3. Cómo fueron a Cristo con esa queja. Si los discípulos de Cristo ofenden en algo, por omisión o por comisión, de seguro que la queja va a llegar hasta Él de rebote: Oh Jesús, ¿son éstos tus cristianos? La queja contra Cristo fue presentada a los discípulos (v. 11), y la queja contra los discípulos es expuesta a Cristo (v. 14) esta es la manera de sembrar discordia y apagar el amor: enfrentar a los creyentes contra los ministros de Dios, a éstos contra los creyentes, y a un amigo contra el otro.
II. La defensa que Jesús hace de sus discípulos en esta materia. Aunque ellos no hallaban con qué replicar a la acusación, Jesús tenía algo que decir en favor de ellos. Si hacemos algo según el ejemplo y el mandato del Señor, Él se encargará de defendernos por ello.
Dos razones da Cristo para defender a sus discípulos de la acusación de que no ayunan:
1. No era el tiempo apropiado para ejercitar dicha devoción: ¿Pueden los que están de bodas tener luto entretanto que el novio está con ellos? (v. 15). La respuesta de Cristo está expresada de tal modo que sirve con creces para justificar la práctica de Sus discípulos, sin tener que condenar la práctica de Juan ni de los discípulos de este. Siempre que se nos censure injustamente, hemos de procurar defendernos sin que tengamos que recurrir a recriminar a otros.
El argumento de Jesús está tomado del uso corriente de alegrarse y regocijarse durante las solemnidades de las bodas, pues entonces resultan absurdas e impropias la tristeza y la melancolía. Los discípulos de Cristo eran, como dice literalmente el original, los hijos de la cámara nupcial; es decir los invitados natos a la fiesta nupcial. Así también, los fieles seguidores de Cristo, que tienen el Espíritu de adopción, están en continua fiesta, mientras que los que tienen el espíritu de servidumbre y temor, no pueden regocijarse del mismo modo. Los discípulos de Cristo tenían consigo al novio, mientras que los discípulos de Juan no lo tenían, ya que su maestro había sido puesto en prisión y, por eso, era para ellos el tiempo apropiado de ayunar con frecuencia. También a los discípulos de Cristo les vendrán días cuando el novio les será quitado, y entonces ayunarán (v. 15). El pensamiento de Su marcha les puso tristes (Jn. 16:6). La tribulación y la aflicción les sobrevinieron cuando Jesús se fue, y entonces fue la ocasión de ayunar y orar. Los «hijos de la cámara nupcial» están alegres o tristes en la medida en que disfrutan más o menos de la presencia del novio. La presencia y la cercanía del Sol dan lugar al día y al verano mientras que su ausencia y lejanía dan lugar a la noche y al invierno. Cristo lo es todo en todos para la Iglesia de Dios pero cada devoción debe ponerse por obra a su debido tiempo (Ec. 7:14; Stg. 5:13). Hay tiempo para el duelo y tiempo para el gozo, y hemos e acomodarnos a cada tiempo para llevarlo en su debida sazón.
2. La incompatibilidad de la dispensación de la Ley con la de la Gracia. Esto lo ilustra con dos comparaciones; una, la de remendar un paño viejo con uno nuevo, que tiene por resultado la destrucción de lo remendado (v. 16); otra la de echar el vino nuevo en odres viejos, con lo que estos se revientan y el vino se derrama (v. 17). Es de advertir que el original no dice paño nuevo, sino paño no batanado. Un paño que no ha sido batanado se encoge tan pronto como se moja; así que el remiendo de dicho paño tira del viejo y lo desgarra, de forma que la rotura se hace mayor que antes. Lo mismo pasa con los odres o cueros viejos que, con el paso del tiempo, tienden a endurecerse y perder flexibilidad; de esta manera, se resquebrajan fácilmente y revientan con la fermentación propia del vino nuevo. De la misma manera, el espíritu de libertad del Evangelio no cabe en los moldes antiguos del judaísmo. Este fue el error funesto de los judaizantes; querer hacer compatible el judaísmo con el cristianismo es dejar sin mordiente—como dice Pablo—la obra de la Cruz. Así que, muertos a los rudimentos o principios elementales del exterior, todo lo antiguo ha quedado superado (Col. 2:8–23). Muchos creyentes, con buena voluntad, pero no según el perfecto conocimiento (Ro. 10:2), siguen de alguna manera encastillados en una especie de judaísmo, tanto en lo que se refiere a la comida y a la bebida como al día de reposo, y olvidan que, como dijo el propio Señor, «el sábado es para el hombre, no el hombre para el sábado». Todo intento de poner de relieve las exterioridades de la Ley equivale a poner la medida de nuestra justicia al nivel de un cumplimiento legalista. ¡No estamos bajo la Ley, sino bajo la gracia! (Ro. 6:14). La Ley oprime, la gracia libera; la Ley atemoriza (Ro. 4:15), la gracia salva y cobija (Ef. 2:8).
Versículos 18–26
Dos episodios históricos referidos conjuntamente: la resurrección de la hija de Jairo y la curación de la mujer que padecía flujo de sangre. Esto último es introducido como un paréntesis mientras el Señor se dirigía a casa de Jairo; pues los milagros de Cristo fluían de Él con tal exuberancia, que a veces se entretejían como plantas cuyas semillas se siembran con mucha prodigalidad. Es de notar que Jesús fue solicitado a obrar estos milagros precisamente mientras hablaba estas cosas que preceden (v. 18), y constituyen así la mejor respuesta a las cavilaciones de los fariseos, así como una agradable interrupción puesta a la desagradable ocupación de discutir, la cual, aunque a veces es necesaria e inevitable, con gusto la dejará todo buen discípulo de Cristo para dedicarse a servir a Dios y hacer el bien a otros.
I. Se le acercó un dirigente de la sinagoga y se postró ante Él (v. 18). ¿Acaso ha creído en Él alguno de los gobernantes?—dirán los fariseos—(Jn. 7:48). Pues, sí; ahí tenéis uno. Este dirigente tenía una hijita de doce años; la muerte de esta niña que sería la alegría de la casa, fue ocasión de que este hombre se llegase a Cristo. En la aflicción hemos de acudir al Señor; la muerte de un familiar nos habría de conducir a Cristo, que es la vida. Obsérvese, respecto a este dirigente:
1. Su humildad al dirigirse a Cristo. Vino al Señor cuando se vio abrumado por el dolor. No es ninguna vergüenza para los más encopetados dirigentes el acudir personalmente a Jesucristo. Este dirigente se postró ante Jesús; es decir, le adoró. Quienes deseen recibir de Cristo su favor, deben dar a Cristo su honor.
2. Su fe en esta ocasión: Mi hija acaba de morir. En esta frase expresa Mateo el episodio cuyos detalles aparecen con mayor distinción en Marcos y Lucas. Aunque cualquier otro médico habría llegado ya demasiado tarde, este hombre creía que Jesús nunca llegaba demasiado tarde, porque Él es médico después de la muerte, pues es la resurrección y la vida. «Ven y pon tu mano sobre ella, y vivirá»— añade—. Esto estaba totalmente fuera de los poderes de la naturaleza, pero dentro de los poderes de Cristo, que tiene vida en sí mismo y da vida a los que quiere (Jn. 5:21, 26). No podemos atrevernos hoy a ir al Señor con una petición semejante. Mientras hay vida, hay esperanza y lugar para una oración similar; pero cuando alguno de nuestros allegados muere, el caso está ya determinado. Sin embargo cuando Jesús estaba en este mundo y obraba toda clase de milagros, una confianza tal, no sólo era permitida, sino también recomendable.
II. Cristo se mostró inmediatamente dispuesto a acceder al ruego de este hombre: Se levantó Jesús, y le siguió con sus discípulos (v. 19). No sólo estaba dispuesto a concederle lo que deseaba y resucitar a su hija, sino también a complacerle, yendo a su casa para realizar el milagro. Seguramente que nunca dijo a la descendencia de Jacob: En vano me buscáis (Is. 45:19). Y obsérvese que, cuando Jesús le siguió, también lo hicieron sus discípulos, a quienes había escogido por compañeros constantes; no lo hizo por pompa o para ser más visto, sino para que fuesen testigos de Sus milagros quienes habían de ser después predicadores de Su doctrina.
III. La curación de la pobre mujer con flujo de sangre. La llamo «pobre mujer», no sólo porque su caso era digno de compasión, sino porque, aunque había tenido algunos bienes de este mundo, había gastado todos sus bienes, a manos de médicos, sin provecho alguno (Mr. 5:26), de modo que su miserable condición se veía doblemente agravada, puesto que se había empobrecido por ver si encontraba remedio para su enfermedad y, además, no había encontrado alivio a pesar de tanto dispendio. Esta mujer estaba enferma de flujo de sangre desde hacía doce años (v. 20) y, por si fuera poco, esta enfermedad, además de tanto gasto sin ningún alivio, la hacía ceremonialmente inmunda, con lo que quedaba excluida de los atrios de la casa de Dios; pero eso no la excluyó de la proximidad del Señor Jesús: se encomendó al poder de Cristo y recibió de Él la tan deseada curación.
1. La gran fe que esta mujer depositó en la persona y en el poder de Cristo. Su enfermedad era de tal naturaleza, que su modestia no le permitía hablarle a Cristo públicamente para rogarle que la sanase de ella, como lo hacían otras personas pero creía firmemente que el Señor tenía una plenitud tan abundante de poder curativo, que con sólo tocar el borde de su manto le bastaría para quedar sana. Quizás, en esto, se mezclaba un tanto la fantasía con la fe, pues no había precedente, que se sepa, de esta clase de sanación por parte de Jesús. Pero Cristo no se fijó en la pequeñez de su conocimiento, sino en la fuerza y sinceridad de su fe. En efecto, hay una virtud especial en todo lo que pertenece a Cristo; está tan lleno de gracia, que de su plenitud todos hemos recibido (Jn. 1:16).
2. El gran favor de Cristo a esta mujer; no dejó sin efecto sus influjos curativos, sino que permitió que esta tímida mujer le robara, por así decir, una curación de la que nadie más se enteró, aunque ella no pudo pensar que a Jesús le fuese a pasar desapercibida. Ahora ya quedaba satisfecha y dispuesta a marcharse, puesto que ya había obtenido lo que deseaba, pero Cristo no quería dejarla marchar así; los triunfos de su fe debían servir para su honor y alabanza; así, pues, se volvió hacia ella después de descubrir dónde se hallaba (v. 22). Es un gran consuelo para los creyentes humildes, que aunque pasen desapercibidos para los hombres, son conocidos de Cristo, quien ve lo más secreto del corazón, tanto en los pensamientos como en los deseos. Así, pues, Jesús, al curar a esta mujer:
(A) Puso alegría en su corazón, al decirle: Ten ánimo, hija. Ella temía ser reprendida por acercarse clandestinamente pero fue animada. La llama hija hablándole con la ternura de un padre, como había hecho con el paralítico (v. 2), a quien llamó hijo. La exhorta a que tenga ánimo y, al decirlo, le da ánimo así como con sus palabras de sanación, daba también la sanación.
(B) Puso honor en su fe. Esta gracia da a Cristo más honor que las demás y, por eso, Él le concede también mayor honor: Tu fe te ha sanado (o salvado). Esta mujer tenía más fe que la que ella misma pensaba. Fue curada también espiritualmente, pues la curación que fue efectuada en ella es el fruto y el efecto propio de la fe, el perdón del pecado y la obra de la gracia. Su sanación corporal fue el fruto de la fe, de su fe, y eso hacía que su curación fuese de veras dichosa y consoladora. Los posesos de los que Cristo arrojó los demonios, fueron ayudados por el poder soberano de Cristo; algunas personas fueron ayudadas por la fe de otras (v. 2); pero, en fin de cuentas, es tu fe la que te ha salvado.
IV. El estado en que encontró Jesús la casa del dirigente (v. 23): Vio a los que tocaban flautas, y la gente que hacía alboroto. La casa estaba llena de confusión y desorden; esto es lo que la muerte produce cuando llega a una casa; y quizá las urgencias que surgen en tales momentos, cuando nuestro difunto tiene que ser convenientemente preparado para la sepultura, son de cierta utilidad para distraernos de la pena que tiende a apoderarse de nosotros y dominarnos por completo. Los vecinos irían acudiendo para expresar a la familia su dolencia por la pérdida del ser querido, para consolar a los padres y para ayudar en los preparativos del funeral, el cual, entre los judíos, no se demoraba mucho. Allí se encontraban también los músicos, siguiendo costumbres paganas, con sus tonadas tristes y melancólicas, propias para aumentar la pena y suscitar las lamentaciones de los asistentes. Cuando se trataba de gente rica, como lo sería la familia de este dirigente, se pagaba a músicos que incitasen a la lamentación; como se pagaba (y aún se paga en algunos lugares) a plañideras alquiladas para este fin. Lo falso de estas lamentaciones se echa de ver cuando notamos cuán deprisa se convierte el llanto en risa (v. 24). Lo cierto es que estas señales de dolor eran propias de los que no tienen esperanza (1 Ts. 4:13). Por aquí se ve que la verdadera religión administra estimulantes, mientras que la irreligión administra corrosivos deprimentes. El paganismo tiende a agravar el dolor que el cristianismo ayuda a suavizar. Los padres, que eran los más directamente afectados por la pérdida, se mantenían en silencio, mientras que la gente y los músicos, cuyas lamentaciones eran forzadas, hacían tanto alboroto. La pena más ruidosa no siempre es la más profunda, los ríos más someros son los que más ruido hacen. El dolor más sincero escapa de ordinario a la observación ajena.
V. La reprensión que Jesús dio a este alboroto y desorden (v. 24): Retiraos. Nótese que, a menudo, cuando prevalece la tristeza del mundo (2 Co. 7:10), es difícil que entre Cristo con sus consuelos celestiales. Quienes se endurecen en su dolor y, como Raquel, rehúsan ser consolados, deberían escuchar a Cristo que dice a sus pensamientos inquietantes: Retiraos. Y a continuación expresa la razón por la que no deberían acongojarse ni inquietarse mutuamente: La niña no está muerta, sino que duerme. 1. Esto era especialmente verdadero en el caso de esta niña, pues inmediatamente iba a ser despertada a la vida; sí que estaba realmente muerta, pero no para Cristo, quien sabía muy bien lo que quería y podía hacer. Esta muerte tenía tan poca continuidad, que bien podía ser comparada al sueño, a un pequeño descanso nocturno. 2. En cierto sentido, eso es también cierto respecto a los que mueren en el Señor (Ap. 14:13).
(A) La muerte es un sueño. Todas las gentes, y en todas las lenguas, se han puesto de acuerdo en llamarla así, quizá para suavizar el pensamiento de una realidad tan temible y, al mismo tiempo, tan inevitable, y acostumbrarse mejor a ella. Pero no es un sueño del alma, pues la actividad de esta no cesa, sino del cuerpo, que yace en el sepulcro, quieto y silencioso. El sueño es como una muerte breve y la muerte es como un largo sueño. Es, sobre todo, la muerte de los justos la que, de manera especial, es de considerar como un sueño (Is. 57:2), pues ellos duermen en Jesús (1 Ts. 4:14); más aún, no sólo la vida, sino también la muerte de sus santos es estimada a los ojos de Jehová (Sal. 116:15). No es extraño que así sea, pues Pablo enumera entre las posesiones del creyente ¡la muerte! (1 Co. 3:22), ya que, por ella, no sólo descansan de sus trabajos (Ap. 14:13), sino que descansan en la gloriosa esperanza de despertar alegres en la dichosa mañana de la futura resurrección, cuando surgirán a una vida que no tendrá ya fin jamás. (B) Estas consideraciones deben servir para moderar el dolor que sintamos en la muerte de nuestros seres queridos. No digamos que los hemos perdido, sino que han arribado antes que nosotros a las playas de una eternidad feliz. Por eso, el Apóstol define como un absurdo el pensamiento de que los que durmieron en Cristo, hayan perecido (1 Co. 15:18).
Ahora bien, ¿podría alguien imaginarse que una palabra tan consoladora como esta, salida de los labios de nuestro Salvador, fuese ridiculizada como lo fue? Y se burlaban de Él. Es propio de la incredulidad el burlarse de los dichos y de los hechos del Señor, pues no los puede entender (v. 1 Co. 2:14). Nosotros debemos adorar en silencio el misterio de las palabras y de los hechos de Dios que escapan a nuestra inteligencia limitada; será un buen ejercicio de humildad, especialmente cuando confiamos demasiado en nuestros propios conocimientos. Añadamos que, a pesar de todo, esta burla que del Señor hacían venía a confirmar la realidad del milagro, pues si la niña no hubiese estado realmente muerta, no habría tenido la gente por qué burlarse de las palabras del Señor.
VI. La resurrección de la niña por el poder de Cristo (v. 25). La gente fue echada fuera. Los burladores que se ríen de lo que ven y oyen sin comprenderlo, no son aptos para ser testigos de las maravillosas obras del Señor, la gloria de las cuales no está en que sean pomposas, sino poderosas. Entonces Cristo entró y tomó de la mano a la niña, como para despertarla y ayudarla a levantarse. El sumo sacerdote, que era tipo de Cristo, no podía acercarse a un cadáver (Lv. 21:10–11), pero Cristo tocó a la difunta. Comoquiera que tiene poder para resucitar a los muertos está inmune de toda infección y contaminación de parte de un cadáver y, por eso, no estaba temeroso de su contacto. Tomó de la mano a la niña, y ella se levantó. Así con un simple contacto tan fácil y tan efectivo se llevó a cabo el milagro. Las almas en estado de muerte espiritual tampoco se levantan a una nueva vida, a menos que Cristo las tome de la mano por medio del Espíritu Santo, el dedo de Dios. Sin esta ayuda quedarían para siempre muertas en sus delitos y pecados VII. La publicidad que adquirió este milagro, aunque fue llevado a cabo en privado: Y se difundió esta noticia por toda aquella tierra (v. 26); este hecho se convirtió en el comentario de toda la gente. Desgraciadamente, las obras de Cristo son objeto de conversación más bien que de imitación y de aplicación personal. Aunque nosotros estamos muy lejos, en el tiempo, de estos milagros de Jesús, hemos de consolarnos con la palabra que Él dijo: Dichosos los que no vieron, y creyeron (Jn. 20:29).
Versículos 27–34
En esta porción tenemos el relato de otros dos milagros obrados por nuestro Salvador.
I. La curación de dos ciegos (vv. 27–31). Cristo es la Vida; y es también la Luz. Aquí vemos:
1. La manera importuna con que estos ciegos se dirigieron a Jesús. Volvía Él de la casa del dirigente a su propia residencia, cuando le siguieron dos ciegos, como hacen los mendigos con sus gritos incesantes (v. 27). Al curar las enfermedades de un modo tan fácil, tan efectivo y, además, tan barato, por fuerza había de tener muchos pacientes. Observemos:
(A) El título con que estos ciegos llaman a Jesús: ¡Ten compasión de nosotros, Hijo de David! La promesa hecha a David, de que de sus lomos había de salir el Mesías, era bien conocida. En aquel tiempo, era general la expectación de que el Mesías estaba a punto de aparecer; estos ciegos saben, reconocen y proclaman por las calles de Capernaúm que ya ha venido y que Jesús es Él. Quienes por los misteriosos designios de Dios están privados de la vista corporal pueden, mediante la gracia de Dios, tener los ojos del corazón tan iluminados (Ef. 1:18), como para discernir las grandes cosas de Dios, ocultas a los sabios y a los entendidos (11:25).
(B) La petición que le hacen: Ten compasión de nosotros. Cualesquiera que sean nuestras necesidades y preocupaciones, lo único que necesitamos para nuestro alivio y socorro es participar de la compasión del Señor Jesucristo. Nos cure o no, si tiene compasión de nosotros, con eso nos basta. Notemos que estos ciegos no le pidieron por separado: Ten compasión de mí, sino que ambos a una, le imploraron como beneficio común: Ten compasión de nosotros. Los que son compañeros de sufrimiento y de dolor, deberían serlo también de oración y de clamor. No hay temor de que se disminuya la gracia que se comparte, pues en la plenitud de Cristo hay abundancia para todos.
(C) La importunidad de su petición: Le siguieron, diciéndole a gritos. Parece ser que, al principio, Cristo no se dio por enterado, porque quizá quería probar la fe de ellos, aunque ya sabía Él que era fuerte; de este modo, avivaba sus oraciones y les capacitaba para apreciar más y mejor su curación, al tener que persistir por algún tiempo en su demanda. Así nos enseñaba a perseverar incesantemente en la oración, a orar siempre, a orar y no desmayar. Llegado a la casa, se le acercaron los ciegos (v. 28). Las puertas de Cristo están siempre abiertas a los peticionarios creyentes e importunos. Parecería rudeza por parte de ellos el que se le metieran en casa, cuando Él deseaba retirarse allí; pero es tal la ternura de Jesús, que, no por ser tan atrevidos, fueron menos bienvenidos.
2. La confesión de fe que Cristo les hizo pronunciar en esta ocasión. Al acercarse ellos, les preguntó:
¿Creéis que puedo hacer esto? La fe es la gran condición para obtener los favores de Cristo. Quienes deseen participar de la compasión de Cristo, han de creer firmemente en el poder de Cristo. Si queremos que Él haga algo por nosotros, estemos completamente seguros de que es poderoso para ello (2 Ti. 1:12). La naturaleza puede producir fervor, pero sólo la gracia puede producir fe. Ellos ya habían expresado de alguna manera su fe en el oficio mesiánico de Jesús, como Hijo de David, y en Su compasión; pero Él demanda igualmente una profesión explícita de fe en Su poder: ¿Creéis que puedo? Esta profesión les llevaría a reconocer que Jesús, no sólo era el Hijo de David, sino también el Hijo de Dios, porque es prerrogativa divina el abrir los ojos de los ciegos (Sal. 146:8). También a nosotros se nos hace la misma pregunta: ¿Crees que Cristo puede hacer eso para ti? Creer en el poder de Jesús no consiste sólo en estar seguros de Él, sino encomendarnos a Él y animarnos en Él.
A la pregunta de Jesús, los ciegos contestan inmediatamente y sin dudar: Sí, Señor.
3. La curación que Cristo obra en ellos: Les tocó los ojos (v. 29). Cargó la curación a cuenta de la fe: Conforme a vuestra fe os sea hecho. Cuando le imploraron compasión, Él les demandó fe: ¿Creéis que puedo? No les preguntó si podían pagarle, sino si podían creerle; y ahora que habían profesado su fe, a esta fe refiere la curación producida; como si dijese: «El poder en que habéis creído, para vosotros es ejercido». Gran consuelo es para los creyentes saber que Cristo conoce su fe y se complace en ella. Aunque sea débil, aunque otros no la noten, aunque ellos mismos se sientan tentados a ponerla en duda, Cristo la conoce. Quienes se acojan al Señor Jesucristo han de saber, pues, que Él los va a tratar conforme a su fe; no conforme a su imaginación, ni conforme a su profesión. Los verdaderos creyentes pueden estar seguros de poder hallar todos los favores y consuelos que se nos ofrecen en el Evangelio; pero nuestro gozo subirá o bajará en la medida en que nuestra fe sea más fuerte o más débil. No estamos estrechos en Cristo; ¡no nos estrechemos, pues, dentro de nosotros mismos!
4. El encargo que les dio de que no lo dijeran: Mirad que nadie lo sepa (v. 30). En el bien que hacemos, no hemos de buscar nuestra propia alabanza, sino sólo la gloria de Dios. Hemos de preocuparnos de ser útiles, no de ser importantes, conocidos y observados de todos. Jesús les encargó rigurosamente o severamente que no divulgaran el hecho. Aquí, la razón es la misma que en 8:4. La forma severa en que lo mandó obedecía, sin duda, a que el leproso del lugar citado no hizo caso de la advertencia de Jesús. Además, en esta ocasión, los ciegos le habían confesado públicamente como el Mesías y esto podía suscitar fácilmente el fanatismo popular y precipitar el conflicto con las autoridades religiosas y políticas del país
Pero el honor es como la sombra, la cual huye de los que la siguen, pero sigue a los que huyen de ella: Pero ellos, apenas salieron, divulgaron la fama de Él por toda aquella tierra (v. 31). No se puede excusar este proceder bajo el pretexto de honrar al que les había curado. Tras un encargo severo, Jesús deseaba obediencia más bien que honor. Cuandoquiera que deseemos hacer algo por la gloria de Dios, hemos de asegurarnos primero que lo que queremos hacer es conforme a la voluntad de Dios.
II. La curación de un mudo, endemoniado. Observemos respectivamente:
1. Su caso, que era muy triste ya que el no poder hablar se debía a que estaba impedido por un demonio que se había posesionado de él (v. 32). ¡Cuán calamitoso es el estado de este mundo y cuán grande es la variedad de miserias y aflicciones que en él se padecen! Acabamos de dejar a dos ciegos, y nos encontramos ahora con un mudo. ¡Cómo deberíamos estar agradecidos a Dios por la vista y el habla que poseemos! Cuando el demonio toma posesión de una persona, se queda muda para todo lo bueno: para oraciones y para alabanzas. Esta pobre criatura fue traída a Cristo, quien atendía, no sólo a los que venían por sí mismos con fe, sino también a los que le eran traídos por sus amigos, con la fe de otros. Lo trajeron justamente mientras salían los ciegos ya curados. Por aquí se puede ver cuán infatigable era Cristo en hacer el bien. ¡Una obra buena seguía a la otra sin solución de continuidad! Los tesoros de gracia, maravillosa gracia, están escondidos en Él; aunque los recibamos continuamente, nunca se agotan.
2. Su curación que fue instantánea: Una vez echado fuera el demonio, el mudo habló (v. 33). Las curaciones de Cristo operan en la raíz del mal, y así quitan los efectos y actúan sobre las causas; abren los labios y quebrantan el poder del demonio sobre el corazón.
3. Las consecuencias de esta curación:
(A) Las gentes se maravillaron. Y con mucha razón. Muchos se maravillaban, pero pocos creían. La admiración de la gente es la más temprana de las emociones en surgir y la primera en marchitarse.
(B) Los fariseos blasfemaban (v. 34). Al no poder negar la evidencia de estos milagros, los atribuían al poder diabólico, como si Cristo pactase con Satanás para realizarlos: Por el príncipe de los demonios echa fuera los demonios. Esto indica una malicia y una falsedad sin límites, y una enemistad infernal en el más alto grado. No cabe nada más diabólico. Como la gente se maravillaba ellos tenían que decir algo para disminuir los efectos del milagro, y esto fue todo lo que pudieron decir.
Versículos 35–38
I. Como resumen y conclusión del relato que antecede sobre la predicación y los milagros de Cristo leemos aquí: Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando … predicando … y sanando (v. 35). Lo mismo leíamos en 4:23. Allí era como una introducción al relato de las enseñanzas de Cristo (caps. 5–
7) y de sus milagros (caps. 8–9), y aquí es como un broche elegante que cierra dicho relato. Obsérvese cómo mostraba Cristo, en su predicación, deferencia hacia:
1. Las pequeñas poblaciones. Visitaba, no sólo las ciudades grandes y ricas, sino también las pequeñas y poco conocidas aldeas; también allí predicaba y sanaba. Las almas de la gente más pobre e insignificante tenían tanto valor para Cristo, y deben tenerlo para nosotros, como las de la gente más opulenta y notable.
2. El culto público. Enseñaba en las sinagogas de ellos: (A) Para dar testimonio ante las congregaciones solemnes; (B) Para tener oportunidad de predicar donde el pueblo se reunía con la intención de oír algo provechoso.
II. Viene luego un prefacio o introducción al relato del capítulo siguiente, que se refiere al envío de Sus Apóstoles. Al ver las multitudes (v. 36). Se fijaba, no sólo en las muchedumbres que le seguían, sino también en toda la vasta multitud que poblaba el país, como efecto de la bendición de Dios a Abraham.
1. Su observación no estaba acompañada de curiosidad, sino de ternura: Se compadeció de ellas; no por motivos temporales, como se compadecía de los ciegos, los cojos, los enfermos, etc., sino por motivos espirituales, pues los veía ignorantes o indiferentes, prestos a perecer por falta de visión. Fue por compasión a las almas por lo que descendió del Cielo a la Tierra, y de aquí a la Cruz. Vemos que Cristo tiene más compasión de los que tienen menos compasión de sí mismos. Lo mismo deberíamos hacer nosotros.
Veamos lo que le movió a compasión. (A) Porque estaban extenuadas faltas de vigor en sus almas por no disponer del alimento espiritual conveniente. Los escribas y fariseos las llenaban de vanas nociones ¿qué vigor espiritual podían tener unas almas alimentadas con cáscaras y cenizas en lugar del pan de vida? (B) Estaban abatidas como ovejas que no tienen pastor. No hay animal tan propenso a extraviarse como la oveja; y cuando se extravía, es completamente incapaz de hallar el camino de vuelta, de defenderse de las fieras, de hallar por sí misma el pasto adecuado, de caminar con rumbo y dirección, incluso de descansar. Ésa es precisamente la condición de los perdidos: Todos nosotros nos descarriamos como ovejas (Is. 53:6). Las ovejas extenuadas, abatidas y perdidas necesitan urgentemente de pastores que las guíen a los buenos pastos y las vuelvan al redil. El caso más patético es el de la gente que carece de ministros del Señor; o cuando los que hay, más valdría que no estuvieran, pues no buscan las cosas de Cristo, sino las suyas propias.
2. A continuación, exhortó a sus discípulos a que oraran por ellas. Por Lucas 6:12–13, sabemos que, en esta ocasión, antes de enviar a sus apóstoles, Él mismo pasó mucho tiempo en oración. No debemos limitarnos a compadecer a las multitudes, sino que debemos orar por ellas antes de actuar sobre ellas.
(A) Cuál era la situación: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos (v. 37). Había mucho trabajo que hacer y mucho bien que llevar a cabo, pero faltaban manos para ello. Había un gran estímulo en el hecho de que la mies era mucha. No es extraño que haya multitudes faltas de instrucción, pero no es corriente que quienes la necesitan, la deseen. Es una bendición ver a la gente con deseos de oír buenos mensajes. Entonces los valles se ven cubiertos de mies y hay esperanzas de una buena cosecha. La recolección es tarea que comporta mucho trabajo y, si es mucha, requiere muchas manos. Era una pena que, siendo mucha la mies hubiese tan pocos obreros; que el grano se eche a perder y se corrompa en el campo por falta de segadores; que haya tantos vagos, cuando hay tanto que cosechar.
(B) Cuál era el deber de los discípulos en este caso: Rogad al Señor de la mies (v. 38). Cuando la situación tiende a desanimarnos, debemos orar más y quejarnos menos. (a) Dios es el Señor de la mies.
«Mi Padre es el labrador» dijo Jesús (Jn. 15:1; 1 Co. 3:9). Por Él y para Él, para su honor y servicio se cosecha la mies. Es un consuelo para quienes se dedican a esta recolección saber que Dios mismo está al frente de la misma y todo lo planea y ordena para los mejores objetivos. (b) Los ministros del Señor son (y deben así considerarse y ser considerados) colaboradores en la cosecha de Dios; el ministerio es un trabajo y debe ser atendido como tal; y es un trabajo de recolección; es decir, necesario y urgente, pues requiere discreción para que todo se haga a su debida sazón, y diligencia para llevarlo a cabo con la perfección que requiere; pero es también un trabajo agradable, ya que se cosecha con gozo; por eso, el gozo de los predicadores del Evangelio es comparado al gozo de los segadores (Is. 9:2–3). Y el que siega recibe salario (Jn. 4:36). El jornal de los obreros que trabajan en el campo de Dios, no será retenido, como el de aquellos de quienes habla Santiago (Stg. 5:4). El trabajo de Dios es enviar obreros a la mies:
El Espíritu Santo los capacita con sus dones (1 Co. 12:4); Cristo da estos hombres, ya dotados, como ministros a su Iglesia (Ef. 4:11); el Padre les proporciona la energía necesaria para la labor (1 Co. 12:6). Dios nombra, Dios llama y Dios cualifica para este trabajo. Todos los que aman a Cristo y a las almas deben mostrar ese amor con fervientes oraciones a Dios, especialmente cuando la mies es mucha, a fin de que envíe obreros a su mies: obreros competentes, fieles, prudentes, laboriosos y dedicados. Cristo da a los suyos este encargo de orar así justamente antes de enviarlos a trabajar en la recolección. Primero han de orar para que Dios envíe. Luego deben responder: Heme aquí, envíame a mí (Is. 6:8). Toda comisión divina que se da en respuesta a las oraciones de los fieles, tiene garantías de alcanzar éxito. Pablo era un vaso escogido, del que Cristo mismo dijo: Mira, está orando (Hch. 9:11, 15).
Este capítulo es una especie de mensaje que Cristo predicó en la inducción de doce de sus discípulos para la dignidad y el ministerio del apostolado. Aquí tenemos la comisión que se les encarga, los nombres de los comisionados y las instrucciones pertinentes para el desempeño de dicha comisión.
Versículos 1–4
I. Quiénes eran los que Cristo envió para que fuesen sus apóstoles o embajadores: eran discípulos suyos (v. 1). Los había llamado algún tiempo antes para que fuesen sus discípulos, y les había prometido que los haría pescadores de hombres; ahora les cumplía la promesa. Cristo suele conferir sus honores y sus gracias gradualmente. Hasta ahora, los había tenido:
1. En estado de prueba. Aunque Jesús conoce lo que hay en el hombre, y sabía desde el principio a quiénes había elegido (Jn. 2:25; 6:64), empleó este método para dar ejemplo a su Iglesia. Al ser el ministerio una comisión importante, es conveniente que los candidatos sean puestos a prueba por algún tiempo, antes de conferirles tal comisión.
2. En estado de preparación. Durante algún tiempo les había estado equipando para esta gran obra. Los preparó: (A) tomándolos consigo para que estuviesen con Él. La mejor preparación para la obra del ministerio es el conocimiento experimental y la comunión íntima con el Señor Jesucristo. Quienes deseen servir a Cristo, han de acostumbrarse a estar con Él (Jn. 12:26). Pablo tuvo la revelación del Hijo de Dios, no sólo a Él sino en Él (Gá. 1:16) antes de ir a predicar a Jesús entre los gentiles; (B) Enseñándoles. Estaban con Él como alumnos; Él les abría las Escrituras, y les abría el entendimiento para que entendiesen las Escrituras; a ellos les fue dado conocer los misterios del reino de los cielos (13:11). Quienes están llamados a ser maestros, deben ser antes alumnos; hay que recibir antes de poder dar. Cristo enseñó a sus discípulos (5:2 y ss.) antes de enviarlos y, más tarde, cuando les amplió la gran comisión, les amplió de igual modo la instrucción (Hch. 1:3).
II. Cuál fue la comisión que les dio.
1. Les llamó (v. 1). Antes les había llamado a que le siguieran; ahora les convoca a una mayor familiaridad. Los sacerdotes de la Antigua Ley se acercaban a Dios mucho más que el resto del pueblo escogido; algo parecido (no igual) ha de decirse de los ministros del Señor en la Nueva Ley; están llamados a tener una mayor intimidad con el Señor, ya que han de ser los administradores de los misterios de Dios (1 Co. 4:1). Es de notar que, cuando los discípulos iban a ser instruidos, se acercaron a Jesús de su propio acuerdo (5:1), pero ahora que iban a ser comisionados para predicar el Evangelio, fue Jesús quien los llamó. Esto nos muestra que hemos de estar más dispuestos a aprender que a enseñar. Hemos de esperar a que Él nos llame con un claro llamamiento, antes de cargar sobre nosotros la tarea de enseñar a otros.
2. Les dio autoridad (gr. exousían= potestad, facultad): les confirió una delegación autorizada en su nombre (v. 1), para reclamar audiencia, imponer obediencia y confirmar su comisión mediante el ejercicio de dicha autoridad sobre los demonios, echándolos fuera, y sobre toda clase de enfermedades y dolencias, sanándolas. Toda autoridad legítima es derivada de Jesucristo, pues a Él le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra. Y Él delega algo de este honor y de esta potestad en sus ministros, como Moisés lo hizo sobre su asistente Josué. Demonios y dolencias, he ahí las causas de todos los males. Por eso, el objetivo del Evangelio era dominar al demonio y curar al mundo.
(A) Les dio autoridad sobre los espíritus inmundos, para que los echasen fuera. La potestad puesta en manos de los ministros de Cristo está directamente encaminada a oponerse al diablo y al reino de las tinieblas. Cristo dio poder para arrojar al demonio de los cuerpos, pero esta era la señal de que el dominio del diablo sobre los espíritus quedaba abolido con todos sus efectos legales, pues para esto se manifestó el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo (1 Jn. 3:8; He. 2:14).
Les dio autoridad para sanar toda clase de enfermedades y dolencias. Les autorizó para hacer milagros en confirmación de la doctrina, y demostrar así que esta era de Dios; para probar así que, no sólo era fiel, sino también digna de toda aceptación (1 Ti. 1:15); que el objetivo del Evangelio es sanar y salvar (la misma palabra hay en griego para sanar y salvar, así como en hebreo para ayudar y salvar); pues los milagros que Cristo llevó a cabo, y para los que dio autoridad a sus apóstoles, no sólo mostraban que era el Gran Maestro y Señor del mundo, sino también el único Redentor. Podrían sanar toda clase de enfermedades, sin exceptuar las que son tenidas por incurables y desahuciadas por los médicos. En la gracia del Evangelio hay un bálsamo para cada herida y un remedio para cada dolencia. No hay enfermedad espiritual tan maligna, tan inveterada, tan resistente, que no tenga remedio en el poder más que suficiente de Cristo. Que nadie pues, diga: No hay remedio, no quedan esperanzas. Aunque la brecha sea tan ancha y tan profunda como el océano, el poder de Cristo alcanza siempre mayores distancias.
III. El número y los nombres de los comisionados para ser apóstoles y, por tanto, mensajeros. Las palabras griegas ángel = mensajero, y apóstol = enviado, son sinónimas, aunque en la primera el énfasis se carga sobre el mensaje, y en la segunda sobre el envío. Todos los fieles ministros del Señor son mensajeros y enviados suyos, pero estos primeros enviados de Cristo, como primeros ministros de Estado de Su Reino, son llamados de una manera especial apóstoles, con las cualificaciones exclusivas que Pedro enumera en Hechos 1:21–22. Cristo mismo fue eminentemente el Gran apóstol, o enviado de Dios (He. 3:1) y así los envió a ellos (Jn. 20:21). Pablo, el Gran apóstol, aunque trabajó más que todos ellos (1 Co. 15:10), no reunía todas las condiciones necesarias para pertenecer al círculo cerrado de los Doce pues no había convivido con el Señor en su vida mortal. También los profetas eran llamados mensajeros de Dios.
1. El número de los apóstoles fue doce, de acuerdo con el número de las tribus de Israel. Así serían los patriarcas de la Iglesia, como los doce hijos de Jacob habían sido los patriarcas de Israel. Los mismos israelitas según la carne habían de ser enviados los primeros (Ro. 1:16; 2:9) a las bendiciones del Evangelio de gracia; y aunque la masa del pueblo escogido rechazaría el anuncio mesiánico del Evangelio y, con su caída, vendría la salvación a los gentiles (Ro. 11:11), cuando haya entrado la plenitud de los gentiles, todo Israel será salvo (Ro. 11:25–26) y, al final de los tiempos, estos mismos apóstoles han de juzgar a las doce tribus de Israel (Lc. 22:30. Nótese que tal «autoridad apostólica»—pretensión romanista—no pertenece a la presente dispensación).
2. Sus nombres quedan registrados aquí, lo cual es un honor; pero ellos (y nosotros) tenían mayor motivo de alegrarse por el hecho de que sus nombres (excepto el de Judas Iscariote) estaban escritos en los cielos (Lc. 10:20, si bien este versículo no se refiere a la misión de los Doce, sino de los setenta).
(A) Entre estos doce, hay algunos de los que, a base de la Escritura, no conocemos otra cosa que los nombres, como Bartolomé y Simón el cananita. No todos los ministros de Dios son igualmente famosos, ni sus trabajos celebrados de la misma manera.
(B) Son nombrados por parejas, porque al principio fueron enviados de dos en dos (Mr. 6:7); aparte de otras razones de conveniencia, no cabe duda de que el motivo principal era el de hacer firme el testimonio con dos testigos. Esto es válido para todos los tiempos, porque además de la comunión fraternal que obtiene la bendición de una presencia especial del Señor (18:19–20), está la experiencia bien notoria de que, cuando son dos los obreros, uno puede recordar o puntualizar lo que al otro se le olvida o se le pasa por alto. Tres de estas parejas eran hermanos según la carne: Pedro y Andrés, Santiago y Juan, y el otro Santiago y Judas Tadeo. Cosa excelente es cuando los que son hermanos según la carne, lo son también por gracia, pues ambos vínculos sirven para unirles más estrechamente.
(C) Pedro es nombrado siempre el primero, sin duda, porque era como el portavoz de los demás en las grandes ocasiones (por ej. en Mt. 16:16 y Jn. 6:68); pero esto no le confería ningún poder o autoridad sobre los demás, ni era señal de ningún primado concedido a él ni reclamado por él, sobre el colegio apostólico o la Iglesia (las citas podrían multiplicarse).
(D) Mateo, el escritor del presente evangelio, es nombrado aquí junto a Tomás (v. 3), pero en dos cosas hallamos una variante en Marcos 3:18 y Lucas 6:15, donde Mateo figura antes, mientras que en el relato que él mismo nos ofrece, Tomás aparece delante de él ¡Buen ejemplo a los discípulos de Cristo, para que den honor preferente a los demás! Los otros evangelistas le nombran sólo como Mateo; pero él se nombra a sí mismo como Mateo el publicano. Bien está que los que han sido salvos por gracia, recuerden la piedra de la que fueron cortados (Is. 51:1), ya que, al ser la salvación obra de Dios, a Él pertenece la gloria. Mateo el publicano es ahora Mateo el apóstol.
(E) Simón es llamado el cananita, que en arameo significa el celador (gr. zelotes), para distinguirlo mejor de Simón Pedro.
(F) Judas Iscariote siempre es nombrado en último lugar), con la coletilla infamante de: el que también le entregó. Tales manchas suele haber siempre en nuestros ágapes (Jud. v. 12), cizaña en medio del trigo, lobos en medio de las ovejas; pero se acerca el día en que se hará la separación y se quitarán los disfraces, cuando a los hipócritas se les desprenda la máscara y aparezcan como son en realidad. (Otros detalles muy interesantes acerca de los nombres de los apóstoles pueden verse en el comentario de Broadus a este lugar.)
Versículos 5–15
En esta porción tenemos las instrucciones que Cristo dio a sus discípulos cuando les encargó la antedicha comisión: Les dio instrucciones (v. 5), en forma de preceptos y en realidad de bendiciones. Vemos primero:
I. Las gentes a las que les envió:
1. No a los gentiles ni a los samaritanos. No debían ir por camino de gentiles. En cuanto a los samaritanos, no podían evitar ir por el camino de ellos, ya que Samaria estaba entre Galilea y Judea, pero no debían entrar en las ciudades de ellos ¿A qué se debía esta restricción cuando el Señor había sido favorablemente acogido en Samaria? (Jn. 4:39–42). Probablemente a que, al ser tan profunda la enemistad entre judíos y samaritanos los apóstoles no estarían aún en las debidas condiciones para romper esta barrera de sentimientos (v. Lc. 9:52 y ss.) desfavorables. Esta restricción fue levantada más tarde, al darles el Señor la comisión de predicar por todo el mundo, incluido Samaria (Hch. 1:8).
2. Sino id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel (v. 6). La primera oferta del Evangelio había de ser hecha a los judíos (Hch. 3:26). El Señor tenía una preocupación especial y muy tierna por la casa de Israel, a pesar de que fue en Judea donde peor fue recibido (23:37); precisamente tenían menos excusa, pues no podían poner como pretexto que había enviado a sus discípulos a predicar en Samaria o en la gentilidad. Cristo miraba con inmensa compasión a estas ovejas perdidas, a las que Él, como buen pastor quería reunir sacándolas de las sendas del pecado y del error, donde se encontraban descarriadas y en trance de perecer si no las rescataba y las juntaba en su redil. Cristo describe así ante sus apóstoles la condición de las gentes a las que les enviaba para estimularles a ser diligentes en su labor. Al ser ellos mismos de la casa de Israel, habían de sentir mayor compasión por el estado de tales ovejas, y mayor deseo de prestarles ayuda.
II. Vemos después el mensaje que les encomienda para que lo proclamen. No les envía, no, sin ton ni son, sino que les dice: Al ir, predicad (v. 7). Debían predicar el comienzo y la quintaesencia del Evangelio: El reino de los cielos se ha acercado. No es que no hubiesen de decir nada más pues en Marcos 6:12 leemos: Y yéndose de allí, predicaron que se arrepintiesen, lo cual era la necesaria condición para recibir las bendiciones que comportaba el acercamiento del reino de los cielos. Este mensaje venía a ser como la luz del alba que anuncia la proximidad de la salida del sol. Así se proclamaba que la salvación estaba al alcance de la mano; Ciertamente cercana está su salvación a los que le temen
… La misericordia y la verdad se encontraron (Sal. 85:9, 10). La misma presencia física del Rey presagiaba la irrupción en medio de ellos de las gracias espirituales que tal reino comportaba, aunque la plena realización del reino sobre la tierra estaba reservada a los últimos tiempos, que con la nueva era ya habían iniciado su aparición.
Ahora bien, este mensaje era el mismo con que Juan el Bautista y el mismo Jesús habían inaugurado su ministerio público (3:2; 4:17). La gente necesita que, una y otra vez, se les prediquen las verdades fundamentales y, si se predican con renovado vigor y se escuchan con nuevos sentimientos, jamás pierden su frescura original. Habrá una consumación de este reino en la gloria, del cual también hemos de predicar que está al alcance de la mano, para avivar la diligencia de los oyentes con la consideración de una bienaventuranza tan gloriosa.
III. El poder que les dio de obrar milagros para confirmar la verdad de su mensaje (v. 8). Al enviarles a predicar el mismo mensaje que Él mismo había proclamado, les confió los mismos sellos divinos que garantizan su autenticidad ya que no pueden estamparse sobre una mentira. No hay por qué reclamar ahora los mismos sellos para garantizar el mensaje, porque eso equivaldría a echar de nuevo los cimientos cuando el edificio ha alcanzado la altura suficiente. Aquí se instruye a los Apóstoles:
1. A que usen tal poder para hacer el bien: Sanad enfermos, limpiad leprosos, etc. (v. 8). Son enviados a impartir grandes bendiciones para dar a entender al mundo que el amor y la bondad eran el espíritu y el genio del Evangelio que venían a predicar y del Reino que venían a anunciar. Con esto se mostraría que eran los siervos de Dios, que es bueno para todos, que hace el bien a todos y cuya misericordia está sobre todas sus obras. No leemos que resucitaran a nadie antes de Pentecostés, pero fueron instrumentos en manos de Dios para resucitar a muchos a la vida espiritual.
2. A que usen tal poder de balde: De regalo recibisteis, dad de regalo. Tenían que sanar gratis, para significar la naturaleza y condición del Evangelio, que es Evangelio de gracia, de pura gracia. Y la razón es que de regalo recibisteis. La consideración de todo el bien que Cristo nos ha hecho y dado gratis, debe estimularnos a hacer el bien a otros gratis también.
IV. Las cosas de que han de proveerse para esta expedición. En cuanto a esto:
1. No deben proveerse de ningún dinero, no sólo de oro y plata, sino aun de cobre (v. 9). Así como, por una parte, no habían de procurarse haciendas con su trabajo, así tampoco habían de gastar en esta expedición lo poco que tendrían. Cristo quería enseñarles: (A) A actuar conforme a la prudencia. Iban a emprender una breve expedición; por tanto, ¿para qué cargarse de cosas innecesarias? (B) A actuar dependiendo de la Providencia. Ya habían sido instruidos a no afanarse por su vida (6:25 y ss.). Quienes marchan en comisión recibida del Señor, tienen mayor motivo que los demás para confiar en Dios para el sustento necesario. Los siervos de Cristo tendrán pan suficiente para sí mismos y para compartir con otros. Si somos fieles a Dios y a nuestro deber, y procuramos hacerlo todo del mejor modo posible, bien podemos descargar sobre Él todos los demás cuidados.
2. Tienen derecho a esperar que aquellos a quienes son enviados les provean de lo necesario para su sustento (v. 10b). No debían pensar en ser alimentados milagrosamente como Elías, pero sí en confiar plenamente en que Dios movería los corazones de la gente entre la que iban a convivir, para que se portasen con ellos amablemente y les proveyesen de todo lo necesario. Los ministros de Dios son obreros, trabajadores, y quienes cumplen fielmente con su tarea, son dignos de su sustento. Cristo desea de sus discípulos que no desconfíen de Dios, pero también desea que no desconfíen, sin motivo suficiente, de sus compatriotas en cuanto a obtener de ellos la conveniente manutención. Si se les predica el mensaje que necesitan y se pone esfuerzo en procurarles el bien de seguro que proporcionarán la comida y la bebida suficientes para cubrir las necesidades; si lo hacen así, no hay por qué desear cosas superfluas; Dios nos dará después una medida llena, colmada, apretada y sobreabundante.
V. El procedimiento que habían de seguir al llegar a cada lugar (vv. 11–15).
1. Cristo les instruye acerca del modo como se han de conducir con los extraños.
(A) En ciudades y aldeas extrañas: En cualquier ciudad o aldea donde entréis, informaos quién es digno en ella. Se supone que en cada lugar había personas mejor dispuestas que otras para recibir el Evangelio y a los predicadores. En los peores tiempos y lugares, podemos esperar que haya quienes nadan contra la corriente y son como el trigo entre la paja. Hasta en casa de Nerón había creyentes. Informaos quién es digno; es decir, temeroso de Dios y hospitalario con sus mensajeros. La buena disposición hacia la Palabra de Dios es siempre un gran estímulo para los predicadores del Evangelio. Siempre hay esperanza cuando hay aceptación, aunque no siempre los más simpatizantes son los más cercanos a la salvación; hay una simpatía mezclada con indiferencia o falta de coraje, que es mucho peor que la oposición violenta del que da coces contra el aguijón. Deben, de todos modos, informarse de las personas mejor dispuestas, sin buscarlas en los alojamientos públicos, a los que se va o con dinero o por dinero, sino en las casas particulares, donde los que les acojan bien no esperarán de ellos otra recompensa que la del profeta y del apóstol: oraciones y mensajes. Quienes acogen a un obrero del Señor no deben escatimar las expensas que ello comporta, sino tener por un gran privilegio hospedarlos como si hospedaran al Señor (v. Gn. 18:3; 19:2; He. 13:2). Por otra parte, los obreros han de encontrarse en casa de otros creyentes como entre hermanos, ya que quien ama al que engendró, ha de amar al que ha sido engendrado por Él (1 Jn. 5:1). Al encargarles Cristo que se informen de quién es digno, les da a entender que seguramente podrán encontrarle. Cualquiera podrá decirles: Sí, aquí vive un hombre honrado, sobrio y bondadoso; pues la bondad, como el buen perfume, se descubre por sí misma y llena toda la casa con su aroma. También les encarga que, si son bien recibidos, se queden en aquella casa hasta que se marchen del lugar. Quienes cambian constantemente de alojamiento, son sospechosos, al menos, de maligna curiosidad. Aun en la actualidad, los orientales rivalizan en su hospitalidad y, si no se observa rigurosamente un turno en aceptar las invitaciones de todo el poblado o de todo el grupo fácilmente surgen rencillas y contiendas entre los del lugar. Otra ventaja de hospedarse en la misma casa es que queda más tiempo para la obra.
(B) En casas extrañas. Cuando hayan encontrado alguien digno de recibir el mensaje al entrar en la casa han de saludarla (v. 12). Ya es un buen comienzo adelantarse en el saludo a los moradores de la casa. Saludadla: (a) a fin de entrar mejor en el asunto; el mejor modo de presentar un mensaje es interesar a las personas en una conversación corriente antes de pasar, casi imperceptiblemente, a tratar el tema conveniente para la salvación o la edificación de los oyentes; esto requiere sabiduría, preparación y tacto.
(b) Para ver qué clase de acogida se os dispensa; el que no recibe con amabilidad un saludo, no es de esperar que acoja con amabilidad un mensaje. (c) Para dar una buena impresión de vuestra persona, lo cual puede influir grandemente en la impresión que vaya a producir el mensaje; que vean que sois serios, pero no morosos ni aburridos; educados, pero no impertinentes ni pedantes. El fiel cristiano ha de ser también cortés y amable, presto a escuchar y a interesarse por los problemas ajenos. Un modelo de caballerosidad cristiana lo encontramos en la maravillosa carta de Pablo a Filemón. Bastaría ella sola para retratar de cuerpo entero al gran apóstol de los gentiles. Te ruego por amor … (Flm. v. 9) ¿Quién puede resistirse a un ruego así? Veamos cómo habla Dios al obstinado Israel: Con cuerdas humanas los atraje, con cuerdas de amor (Os. 11:4).
Después del saludo, vendría la conversación y, por ella, se tendrían más elementos de juicio sobre la disposición de la familia: Si la casa es digna, vuestra paz vendrá sobre ella; pero si no es digna, vuestra paz se volverá a vosotros (v. 13). Parece ser que, aun habiéndose informado de antemano, podían encontrarse con que no eran tan dignos como parecían aquellos que les acogían. Esto nos enseña a usar constantemente nuestra propia discreción sin confiar demasiado en informes de segunda o de tercera mano, aunque muchas veces es inevitable la necesidad de prestar atención a dichos informes. Esta instrucción del Señor estaba dirigida:
Primero, a la satisfacción de los apóstoles mismos. El saludo judío es: La paz (hebr. shalom, que compendia toda clase de bendiciones) sea contigo (o con vosotros). Así se entiende que este saludo fuese un preludio de la proclamación del mensaje del Evangelio, el cual trae a los hombres la Buena Noticia de la mayor bendición que Dios imparte a la humanidad: una salvación de puro regalo para los miserables pecadores, en virtud de la obra de Jesús en el Calvario. ¿Qué mejor bendición puede desearse a una familia? Por eso, si la casa era digna, receptiva del mensaje, se beneficiaría de todas las bendiciones que la paz bíblica comporta; pero si no es digna, vuestra paz se volverá a vosotros; es decir, saldrá de allí sin haber realizado el efecto al que estaba destinada (v. Is. 45:23; 55:11). En realidad, la Palabra de Dios nunca vuelve vacía; o deja salvación o deja sin excusa. Por eso, puede afirmarse con toda certeza que toda persona que escucha un mensaje del Evangelio, nunca queda como estaba antes; si no ha recogido bendición, habrá recogido juicio (Jn. 12:47–48).
En segundo lugar, a la instrucción de los apóstoles mismos. Si al saludo de ellos, la familia visitada respondía favorablemente la extensión de la visita se reflejaría también en extensión de bendiciones, y la paz de Dios, que sobrepasa a todo entendimiento (Fil. 4:7), se derramaría abundantemente sobre aquella casa; de lo contrario, una paz rechazada enseñaría a los apóstoles a no gastar más tiempo ni arrojar perlas a los cerdos. ¡Cuántas veces, por una negligencia que parece insignificante, se pierden grandes bendiciones; en el caso de la predicación del Evangelio, se puede perder toda una eternidad! ¡Qué cosa tan grave, tan seria, es incluso dejar para otra vez el oír esto (Hch. 17:32; 24:25), cuando nadie sabe si otra vez, y otra oportunidad van a llegar jamás!
2. Cristo les instruye también acerca del modo de conducirse con los que rehúsen recibirles y oír sus palabras (v. 14). Sin duda habría quienes les tendrían en poco a ellos y a su mensaje, y llegarían al menosprecio y quizás al insulto. Los mejores y más poderosos predicadores del Evangelio han de encontrarse, sin duda, con algunos que, no sólo no recibirán su mensaje, sino que no se dignarán escucharles una sola palabra ni les guardarán siquiera el debido respeto. Hay muchos que prestan oídos sordos a los más alegres sonidos. El desprecio del Evangelio y el de los predicadores del Evangelio suelen ir juntos, y ambos vienen a recaer en el desprecio de Cristo, y como a despreciadores de Cristo se les juzgará. Pero todo fiel obrero ha de estar contento de participar del vituperio de Cristo (He. 13:13; 1 P. 2:21) y de completar así lo que falta de las aflicciones de Cristo (Col. 1:24). Nótese:
(A) Qué instrucciones da Cristo a sus Apóstoles para este caso. Deben salir de aquella casa o ciudad. El Evangelio no tiene por qué detenerse entre los que lo rechazan. Y cuando salgan, deben sacudir el polvo de sus pies. Esto había de ser un símbolo expresivo de que no querían tener que ver con ellos en nada y ni el polvo querían llevarse de allí, considerándolo como inmundo y contaminador. Este gesto denunciaba también la ira de Dios que un día caería sobre aquella ciudad o casa; Dios habría de sacudirlos a ellos como algo vil e indigno de ser llevado ni siquiera bajo la suela del calzado, pues quienes desprecian a Dios y a su Evangelio no merecen ningún aprecio.
(B) Cuál será la sentencia contra los que voluntariamente rechacen el mensaje del Evangelio (v. 15): En el día del juicio, será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma y de Gomorra, que para aquella ciudad. A pesar de lo abominables que Sodoma y Gomorra fueron, los que rechazan el Evangelio son considerados por el Señor como más abominables todavía, pues quienes voluntariamente se niegan a oír la doctrina que habría de salvarlos, tendrán que oír la sentencia que habrá de arruinarlos para siempre. En el juicio ante el Gran Trono Blanco, habrá diferentes grados de castigo según sus obras (Ap. 20:12, 13); todos irán al Infierno para una muerte eterna, al no estar inscritos en el libro de la vida (Ap. 20:14– 15), pero unos tendrán mayor castigo que otros, porque hay pecados mayores que otros (Jn. 19:11). El pecado de Sodoma y Gomorra era extremadamente grave (v. Gn. 13:13; 18:20; 19:4–14); sin embargo, todavía será más tolerable el castigo que recibirán en el día del juicio que el que han de recibir quienes se niegan a recibir a los ministros del Señor y escuchar su mensaje. «¡Hijo, acuérdate …!» (Lc. 16:25).
¡Cómo sonarán estas palabras en los oídos de quienes tuvieron al alcance de la mano la amorosa oferta de salvación, de vida eterna, de parte de un Dios que es Amor, y prefirieron la muerte eterna! ¿Qué mayor tormento durante toda la eternidad que ese recuerdo: Pude ser salvo y no quise?
Versículos 16–42
Toda esta porción se refiere a los sufrimientos que han de padecer en el cumplimiento de su misión los ministros de Cristo con el fin de que sepan lo que les espera y se preparen para ello; también se les instruye acerca del modo como han de soportarlos y proseguir su labor en medio de ellos. Esta parte de las instrucciones de Cristo apuntaba mucho más lejos que la comisión que entonces les encargaba, pues les anuncia las tribulaciones que han de encontrar cuando, después de la resurrección del Señor, su comisión será ampliada. Cristo les dice que han de esperar mayores sufrimientos que los que en aquella ocasión iban a experimentar. Es muy conveniente que se nos avise de antemano acerca de los problemas que nos han de salir al paso, para que así podamos estar convenientemente preparados y no jactarnos de que hemos superado ya las dificultades cuando apenas acabamos de ceñirnos la armadura para combatirlas. Predicciones y prescripciones se hallan mezcladas en esta porción.
I. Predicciones de problemas y aflicciones que los discípulos han de hallar en su labor. Cristo preveía los sufrimientos de ellos como preveía los suyos propios, pero quiere que se lancen a la obra con el mismo valor con que Él se lanzaba a la suya. Les predijo todo esto, no sólo para que las aflicciones no les tomasen por sorpresa y fuesen tropiezo para su fe, sino para que, al cumplirse la predicción, resultasen en confirmación y fortalecimiento de su fe. Así, pues, les dice lo que van a sufrir y de parte de quién.
1. Lo que habían de sufrir; sin duda, cosas muy duras: He aquí que yo os envío como a ovejas en medio de lobos (v. 16). ¿Qué puede esperar un rebaño de ovejas pobres, indefensas y poco numerosas, en medio de una gran manada de lobos hambrientos, sino persecución y tormento? Terrible destino, tener que convivir entre lobos; pero consoladora perspectiva, saberse enviados de Cristo; porque quien les envía es poderoso para protegerlos y sacarlos de los apuros.
(A) Han de esperar odio: Seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre (v. 22); esta es la raíz amarga de todo lo demás que ha de sobrevenirles. El mundo odia a quienes Cristo ama. Si a Cristo le aborrecieron sin motivo (Jn. 15:25), no es de extrañar que aborrezcan también a quienes llevan la imagen de Cristo y sirven a los intereses de Cristo. Resulta penoso ser odiado y objeto de la maledicencia ajenas, pero ¡por causa de su nombre! Esto explica la razón del odio pero también el consuelo de los que por tal razón son odiados. ¡La causa es santa y buena, y santo y bueno es el amigo por el que sufren y con quien la comparten!
(B) Han de esperar arresto y prisión como malhechores. La maldad de los enemigos, no sólo será incansable, sino también a veces irresistible, pues conseguirán a menudo lo que intentan: Os entregarán
… os azotarán … seréis llevados, etc. (vv. 17–18). Y todo esto, ante tribunales, en sinagogas, ante gobernadores y reyes. ¡Cuánto sufren los buenos bajo capa de legalidad y orden público! Y han de esperar persecución, no sólo por parte de alcaldes y de oficiales de inferior categoría, sino también de reyes y gobernadores. Todo esto lo vemos cumplido ya en Hechos de los Apóstoles.
(C) Han de esperar ser entregados a la muerte (v. 21). La maldad de los enemigos ha de llegar a estos extremos, y la fe y paciencia de los santos han de mantenerse firmes y constantes como para esperarlos; pero, al mismo tiempo, la sabiduría y el amor del Señor ha de permitirlo, ya que sabe cómo hacer de la sangre de los mártires semilla de cristianos y sello de la verdad divina. Por este noble ejército de soldados de Cristo que menospreciaron sus vidas hasta la muerte (Ap. 12:11), Satanás es vencido, y el Reino de Dios es extendido.
(D) Han de esperar, en medio de todos esos sufrimientos ser infamados y apellidados con los nombres más odiosos e ignominiosos. Todos los perseguidores de todas las épocas se las han arreglado para colocar etiquetas denigrantes (p. ej., enemigos de la patria, renegados, herejes, alborotadores, etc.; v. Hch. 16:20–21; 19:25 ss.; 22:22–24:5) sobre los creyentes para hacerlos odiosos ante la opinión pública y justificar así toda clase de crueldades contra ellos. Aquí se les asocia con el peor de los insultos que podían lanzarse a la cara de un israelita: Si al padre de familia llamaron Beelzebú, ¡cuánto más a los de su casa! (v. 25). Beel-zebú significa literalmente: Señor de las moscas, pero es sinónimo de «príncipe de los demonios», con quien los fariseos habían asociado ya a Cristo (9:34). Como se supone que todo el mundo odia al diablo, el mejor modo de hacer odiosa a una persona es representarla como amiga de Satanás. Así se invierten los términos (v. Is. 5:20): los enemigos jurados de Satanás son presentados como sus amigos; y los Apóstoles, que estaban para destruir el reino de Satanás, son llamados diablos. En cambio, los servidores jurados de Satanás pretenden así ser sus enemigos, pero nunca trabajan más y mejor a su favor, que cuando pretenden estar luchando contra él y rindiendo culto a Dios (Jn. 16:2).
¡Cuántas veces ocurre que quienes más cerca están del diablo son propensos a achacar a otros una cercanía mayor al príncipe de las tinieblas!
(E) Estos sufrimientos están representados como un grave conflicto, como espada y enfrentamiento (vv. 34–35): No penséis que he venido para traer paz a la tierra. Cristo no se contradice de esto en Juan 14:27. Él vino a traer su paz, paz para con Dios (Ro. 5:1) mediante la reconciliación llevada a cabo en la cruz del Calvario y, así, paz en la conciencia y paz con los demás (Ro. 12:18); pero el mundo no está preparado para esta paz, porque no quiere recibir el Evangelio de la paz (Hch. 10:36). En el mundo, habían de esperar aflicción (Jn. 16:33). Si todo el mundo recibiese a Cristo, habría una paz universal pero mientras se le rechace, los hijos de Dios, que no son del mundo, han de esperar la enemistad de parte de los que son del mundo.
(a) Cristo trae espada: la espada de la Palabra de Dios (Ef. 6:17), que penetra en los corazones (He. 4:12) para llevarlos a la compunción (Hch. 2:37). Con esta espada habían de luchar contra el mundo. Pero, al mismo tiempo, traía (no porque fuese esa su intención, sino una consecuencia prevista de Su mensaje) la espada de la persecución, con la que el mundo lucharía contra los discípulos, cuando los perseguidores, en vez de sentirse operados con el bisturí de la Palabra, se sintiesen heridos por ella en lo más vivo (Hch. 7:54). Con eso, el mensaje del Evangelio daba ocasión a que se desenvainase la espada de la persecución, y en este sentido Cristo pudo decir que venía a traerla.
(b) Cristo trae también enfrentamiento y división: He venido para enfrentar al hombre (v. 35). De nuevo este efecto del Evangelio no es culpa del mensaje, sino de quienes no lo reciben. La fe de los reyentes acusa y condena a quienes no creen y, como consecuencia, los no creyentes se convierten en enemigos acérrimos de los creyentes. Las disensiones más violentas e implacables siempre han sido las surgidas por diferencias en materia de religión; no hay enemistad tan encarnizada como la de los perseguidores religiosos, ni resolución tan firme como la de los verdaderos creyentes al ser perseguidos. Cristo ha sido amoroso y fiel con nosotros, al decirnos lo peor que nos espera en Su servicio, y quiere que cuantos se dispongan a servirle, se detengan antes a calcular el coste.
2. Se nos dice también aquí de parte de quiénes y a manos de quiénes habían de sufrir esta oposición. Es como si el Infierno mismo diese suelta a todos los demonios, y estos se posesionasen de los hombres, para que surja una lucha tan encarnizada contra una doctrina cuyo núcleo es buena voluntad para con los hombres (Lc. 2:14). Pero la realidad es otra y precisamente en esto se muestra hasta dónde llega el misterio de la iniquidad: Toda esta oposición y enemistad contra los predicadores del Evangelio surge, no de los demonios, sino de aquellos mismos a quienes los ministros de Dios vienen a ofrecer una salvación gratuita, completa y eterna. Efectivamente, los discípulos de Cristo han de esperar todas estas cosas.
(A) De parte de los hombres (v. 17): Guardaos de los hombres; es decir, poneos en guardia para lo que os han de hacer. La enemistad rabiosa y persecutoria convierte a los hombres en fieras. ¡Cuán triste cosa es que los mejores amigos que la humanidad posee, hayan de estar en guardia de los demás hombres. Los sufrimientos de los siervos del Señor son tanto más graves cuanto que son inferidos por sus semejantes, de la misma sangre y de la misma familia humana. La naturaleza humana cuando no está santificada, es la peor de todas después de la diabólica.
(B) De parte de hombres que profesan religión, e incluso se jactan de la forma de la piedad: Os azotarán en sus sinagogas (v. 17), lugares de reunión para dar culto a Dios y ejercitar la disciplina; de forma que consideran como un deber religioso el azotar y torturar a los siervos de Dios. De esta forma fue azotado Pablo cinco veces por los judíos (2 Co. 11:24). Es de notar, como caso curioso, al par que nefando, que las peores persecuciones han sido siempre desencadenadas por motivos religiosos y, con la mayor frecuencia, por los representantes de la Iglesia oficial (de cualquier denominación). Aun dentro de una misma organización eclesial el llamado «odio teológico» ha venido a ser una expresión proverbial, cuyo eslogan descarado podría ser: ¡Muera el que no piense como yo!
(C) Por parte de hombres en autoridad: Seréis llevados por causa de mí aun ante gobernadores y reyes (v. 18). Los judíos no se contentarían con azotarles, que era el mayor tormento al que, en aquel tiempo, se extendía su poder, sino que les entregarían a las autoridades del Imperio Romano, como hicieron con el Señor Jesucristo (Jn. 18:30). Así se les llevaba ante quienes, al tener mayor poder, podían infligir mayor tormento.
(D) Por parte de todos: Seréis aborrecidos de todos (v. 22), ya que la generalidad de los hombres son perversos y anticristianos. Son tan pocos los que aman, reconocen y favorecen la justa causa de Cristo, que bien puede decirse que los tales son aborrecidos de todos. En la medida en que avanza la apostasía, avanza también la enemistad contra los verdaderos creyentes; a veces se muestra con mayor crueldad; otras veces, se insinúa celada y solapadamente; pero siempre permanece algo de este veneno dentro del corazón de todos los hijos de desobediencia (Ef. 2:2).
(E) Por parte incluso de los parientes más cercanos: Hermano entregará a la muerte a hermano, y padre a hijo; y los hijos se levantarán contra sus padres, y los harán morir (v. 21). Y, por este motivo, se enfrentarán el hombre contra su padre, la hija contra su madre y la nuera contra su suegra (v. 35). Donde el afecto natural y el deber filial habrían de contribuir a prevenir o, al menos, acabar pronto con el enfrentamiento, vemos que es donde la enemistad adquiere su mayor virulencia, entre los de casa (v. 36).
¿Por qué se enciende el furor de los de la propia casa contra un creyente con mayor ardor que el de los de fuera? La razón es sencilla: Cuanto más profundo es el motivo de disensión, mayor es la enemistad; y, por otra parte, cuanto más estrecha es la intimidad y continua la compañía de las personas, más enconado es el odio e inevitable el choque. No es extraño que la conversión de un familiar desencadene el odio del resto de la familia y haga añicos los vínculos más fuertes y ejerza sobre el creyente la opresión más ominosa, la enajenación total y el ostracismo. No me afrentó un enemigo—dice David—, sino tú, hombre… mi amigo y mi familiar (Sal. 55:12–14). Tal enemistad es de ordinario, la más implacable: El hermano ofendido es más tenaz que una ciudad fuerte, y las contiendas de los hermanos son como cerrojos de alcázar (Pr. 18:19).
II. Junto a estas predicciones de aflicción, tenemos aquí también consejos y disposiciones consoladoras para tiempos de prueba. Veamos lo que dice:
1. Por vía de consejo y dirección de diversos puntos:
(A) Sed prudentes como las serpientes (v. 16). La serpiente es un animal que muestra gran cautela y destreza en evitar los peligros y, sobre todo, protege y cubre su cabeza, donde reside su fuerza vital y su poder maléfico. Con esto quería Cristo indicar que los suyos, y especialmente sus ministros, al estar tan expuestos a los ataques y peligros del mundo, no se expusieran sin motivo, sino que usasen todos los medios legítimos para protegerse. En la causa de Cristo, hemos de estar dispuestos a perder la vida temporal con todas sus conveniencias materiales, pero no debemos derrocharla sin motivo. Es un hecho, bien atestiguado por la Historia, que los creyentes que se ofrecían espontáneamente al martirio, sin ser buscados por los perseguidores, eran los más propensos a retroceder en la hora del tormento.
(B) Sed sencillos como las palomas. La paloma es símbolo de la paz, de la inocencia, de la pureza, de la mansedumbre. Cristo quería que los suyos fuesen como Él: sin daño y sin engaño, dispuestos a recibir cien injurias más bien que a devolver una sola. Pero, como demostró Él con Su ejemplo, quería que se combinara la prudencia de la serpiente con la sencillez de la paloma. Como ha escrito muy bien Steir:
«Que tu sabiduría nunca degenere en astucia, ni tu sencillez en ignorancia o imprudencia». Los creyentes participan del Espíritu de Cristo, el cual descendió sobre Jesús como paloma, un Espíritu cuyo primer fruto es amor, adornado de todos los atributos del amor verdadero (Gá. 5:22–23).
(C) Guardaos de los hombres (v. 17). Tened mucho cuidado en todo lo que decís y hacéis, y evitad las compañías peligrosas; poneos en guardia ante la hostilidad de la humanidad en general. La bondad debe ir unida a la precaución. No prestemos nuestra confianza a quien no conocemos suficientemente. Puesto que nuestro Maestro fue entregado con un beso por uno de Sus discípulos, hemos de estar en guardia.
(D) Cuando os entreguen, no os preocupéis por cómo o qué hablaréis (v. 19). Aunque volveremos sobre esto más adelante nótese que se trata de «cuando os entreguen». El Señor quería evitar a los suyos el miedo y la perplejidad a la hora de ser llevados a los tribunales; el aturdimiento puede llevar a decir incongruencias, mientras que la serenidad de ánimo, con toda la confianza puesta en Dios, favorece la conexión apropiada de las ideas y el flujo de las expresiones más oportunas. No hay por qué rebuscar un léxico florido ni períodos rotundos, todo lo cual sirve para dorar causas perdidas; el oro de la verdad no necesita tales coberturas. El discípulo de Cristo debe preocuparse de vivir bien más que de hablar bien; procurar preservar su integridad, más bien que vindicarla. Nuestra vida santa, mucho mejor que las palabras jactanciosas, es la mejor apología.
(E) Cuando os persigan en esta ciudad, huid a la otra (v. 23). El Señor les instruye a que pongan en práctica la prudencia de la serpiente, y eviten la persecución en cuanto esté de su parte. Un buen ejemplo lo tenemos en el mismo Señor, al escapar de Sus enemigos hasta que llegó Su hora, y también en Pablo, como lo podemos observar en el libro de Hechos. Siempre que Dios abre a los suyos una puerta de escape, ellos han de aprovecharla en caso de inminente peligro, para huir a otro lugar donde, sin duda tendrán oportunidad de ser útiles a la causa del Evangelio, y contar con que, al escapar de un frente de batalla, bien puede ser que tengan que luchar en otro. Nada tiene de vergonzoso el que los soldados de Cristo practiquen la retirada de un lugar, con tal de que no traicionen su testimonio; muy bien pueden escapar del sitio de peligro, con tal que no deserten del puesto del deber.
(F) No los temáis (v. 26). No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma (v. 28). Quienes de veras temen a Dios, no tienen por qué temer a ningún hombre; y quienes son temerosos de no cometer el menor pecado no tendrán miedo de pasar por el mayor apuro. Aunque la tierra sea sacudida de su lugar (Job 9:6), no hay por qué temer; mientras tengamos un Dios tan bueno y defendamos una causa tan justa, tenemos una gran esperanza mediante la gracia. Del soldado de Cristo puede afirmarse con mucha mayor razón que del bravo soldado de la legión romana: Etsi fractus illabatur orbis, impavidum ferient ruinae = Aunque el orbe se derrumbe hecho pedazos, él aguantará impávido el impacto de los cascotes.
(a) Para contrarrestar el miedo natural, les da una razón tomada del limitado poder de los enemigos; pueden matar el cuerpo, pero eso es lo más que pueden hacer; su poder no se extiende a más; mas no pueden matar el alma, no pueden hacer ningún daño al núcleo mismo de la personalidad. El alma sufre la muerte cuando es separada de la comunión con Dios, en la que reside la verdadera vida, y esto está fuera del alcance del poder del perseguidor. La tribulación, la angustia y la persecución pueden separarnos del mundo, pero no pueden separarnos del amor de Dios, que es en Cristo Jesús nuestro Señor (Ro. 8:35, 39); no pueden impedir que amemos a Dios, ni que seamos amados de Él. Si, pues, tenemos más cuidado de nuestras almas que de nuestros cuerpos, no tendremos miedo a los hombres; podrán quebrar la vitrina, pero no podrán robar la joya.
(b) Les da un buen remedio para lo mismo: temer a Dios. Temed más bien a aquel que puede destruir alma y cuerpo en el infierno. El Infierno es la destrucción de alma y cuerpo, no porque dejen de existir, sino porque dejan de existir bien. Esta destrucción viene de la mano de Dios, que es el Único con suficiente poder para ello. A Dios es, pues, a quien deben temer aun los más santos de este mundo. El temor de un Dios amoroso y poderoso es el antídoto más eficaz contra el temor a los hombres. Es preferible caer bajo el enojo del mundo entero, que caer bajo el enojo de Dios (He. 10:31); y, por consiguiente, al ser lo más correcto es también lo más seguro el obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch. 4:19).
2. Por vía de consuelo y estímulo. Muchas cosas les dice también con la misma finalidad, en la medida en que de momento las podían entender, al tener en cuenta, no sólo las muchas dificultades que después les saldrían al encuentro, sino también la debilidad que a la sazón experimentaban, antes de que descendiera sobre ellos el Espíritu Santo (Hch. 1:8). Cristo les muestra, pues, por qué motivos debían tener buen ánimo.
(A) Hay una promesa que se refiere especialmente, aunque no exclusivamente, al viaje misionero que iban a emprender: De cierto os digo, que no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel, antes que venga el Hijo del Hombre (v. 23). Era un consuelo muy grande, (a) saber que lo que iban a proclamar se cumpliría; (b) que se cumpliría pronto. Es un gran estímulo para los obreros del Señor el saber que sus trabajos se acabarán en breve. En cuanto al sentido de esta difícil frase, la interpretación más probable es la siguiente: La expresión «el Hijo del Hombre» tiene en la Biblia un sentido doctrinal inconfundible; sólo puede interpretarse aquí de Su Venida para juicio y liberación; quizás tiene 2 niveles, como el Sermón sobre el Olivete, pero ciertamente uno de los niveles apunta a la Gran Tribulación que precederá al Milenio.
(B) También hay expresiones que se refieren al trabajo de ellos en general, y las dificultades que habían de encontrar en su tarea; son también palabras de consuelo y estímulo.
(a) Los sufrimientos de ellos habrían de ser para testimonio a ellos (a los reyes y gobernadores) y a los gentiles (v. 18). Esto se cumplió puntualmente en el caso de Pablo, como vemos en el libro de Hechos. La entrega de los discípulos en manos de las autoridades, habría de ser una ocasión magnífica para dar testimonio del Evangelio, tanto a los judíos como a los gentiles. Los hijos de Dios, y especialmente Sus ministros, tienen el privilegio de ser testigos, no sólo en el trabajo, sino también en el sufrimiento (Fil. 1:29). Por eso se llama «mártires» (voz griega que significa «testigo») a los que dan el testimonio más auténtico mediante la entrega de su vida. Al ser esto así, ¡con cuánto gozo hay que dar ese testimonio!
(b) En todas las circunstancias tendrían una presencia especial de Dios con ellos, y una inmediata asistencia del Espíritu Santo: Os será dado en aquella hora lo que habéis de hablar (v. 19). Los discípulos de Cristo habían sido escogidos de entre lo necio del mundo (1 Co. 1:27), hombres iletrados e ignorantes (Hch. 4:13) y, por ello, con razón podían desconfiar de su capacidad cuando fuesen presentados delante de gente culta e instruida. Primeramente, se les promete que les será dado no de antemano, sino en aquella hora, lo que han de hablar. Tendrán que improvisar, pero, con la ayuda especial de Dios, hablarán tan a propósito como si lo hubiesen estudiado a la perfección. Es en estos casos, y sólo en estos, cuando hay que depender totalmente de la inspiración de Dios para hablar convenientemente y dar respuestas sabias a preguntas inesperadas. Aplicar esto a la predicación de un mensaje como opinan algunos no sólo es una señal de perezosa negligencia y falta de responsabilidad, sino que equivale prácticamente a tentar a Dios. Se les asegura también, en segundo lugar, que el Espíritu de Dios hablará en ellos (v. 20). No estarán sin ayuda en tales ocasiones, sino que Dios se encargará de socorrerles, y el Espíritu Santo, con Su sabiduría infinita cumplirá con Su papel de abogado, y defenderá la causa en ellos y por ellos.
(c) El que persevere hasta el fin, este será salvo (v. 22, comp. con 24:13). Este versículo ha sido mal interpretado con frecuencia, como si la perseverancia fuese la causa de la salvación eterna (contra Ef. 2:8, entre otros lugares). El versículo admite dos sentidos: el que tenga paciencia hasta el final (eso dice lit. el griego), salvará su vida, al seguir las instrucciones que aquí da el Señor; o también, el perseverar (aguantar) hasta el final, venida la persecución (v. 13:21), demostrará que es un verdadero creyente; es decir, salvo. Podemos considerar el consuelo que comporta saber que la tribulación tendrá un fin; puede durar por algún tiempo, pero no ha de durar siempre. Es cierto que, mientras dura, hay que soportarla, y soportarla hasta el final, porque hasta el final también dispondrá de la fuerza necesaria por parte de Dios, mientras dure la prueba, durará también la fuerza (v. 1 Co. 10:13). La salvación eterna bien merece aguantar la tribulación por un poco de tiempo (Ro. 8:18; 1 P. 1:6). Como dice W. Law: «la grandeza de las cosas que siguen a la muerte hace que las cosas que la preceden se hundan en la nada». Entrar en la casa del Padre bien compensará de las peores tormentas de esta vida. En cambio los que sólo aguantan por un poco de tiempo y, cuando viene la tentación se echan para atrás, han corrido en vano y han perdido cuanto habían ganado anteriormente. Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida (Ap. 2:10).
(d) Por mucho que hayan de sufrir los discípulos de Cristo nunca llegarán al nivel de lo que padeció el Maestro (vv. 24–25 y He. 4:15). El discípulo no está por encima de su maestro. Aquí se les expone la razón por la cual no han de tropezar al primer embate ni ante la mayor dificultad. Cristo vuelve a recordárselo en Juan 15:20. Es ya una expresión proverbial que el siervo no es mayor que el amo y, por tanto, no ha de esperar mejores cosas. Jesucristo, nuestro Señor y Dueño, se encontró con la más dura oposición de parte del mundo (He. 12:3), con lo que culminó de obra, en la muerte más ignominiosa y cruel que se conocía, y de palabra, en el denuesto más vil y abominable que podía lanzarse a la cara del Hijo de Dios, llamándole Beelzebú, dios de las moscas y príncipe de los demonios, con el cual decían que estaba en liga. Es difícil de calibrar cuál de las dos cosas era más de admirar, si la maldad perversa de los hombres que así trataron a Jesús o la paciencia del Señor al aguantar tan indigno tratamiento. ¡Que Satanás, el Enemigo y Destructor, pudiese ser el aliado del Dios y Salvador nuestro! ¡Y que el Dios Santo y Todopoderoso aguantase una suposición tan ignominiosa! La consideración de todo lo que el Señor sufrió en este mundo, debería prepararnos para esperar algo semejante y soportarlo con paciencia; no pensemos que es muy duro parecernos a Él en el sufrimiento, Si hemos de ser semejantes a Él en la gloria (1 Jn. 3:2). Cristo bebió en solitario la gran copa de amargura para que, siguiéndole, no falte en la nuestra, por amarga que sea, algo de su dulzura; Él llegó a ser del todo desamparado del Padre, para que nadie se sienta completamente sin amparo.
(e) No hay nada oculto, que no haya de ser manifestado (v. 26). Lo que Cristo les había dicho a ellos en privado, había de ser proclamado públicamente (v. 27) a todo el mundo. Las verdades que al ser misteriosas, están ahora ocultas a los hijos de los hombres, serán hechas notorias a todas las naciones en sus respectivas lenguas (Hch. 2:11), y los últimos confines de la tierra verán esta salvación. Es un gran estímulo para los obreros del Señor saber que es una obra que tendrá cumplimiento seguro. Es como un arado que Dios se encargará de empujar y apresurar. También es verdad, aunque el sentido literal del versículo no sea este, que ha de llegar el día en que el Señor sacará a la luz también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones (1 Co. 4:5); que los ministros de Cristo proclamen, pues, con toda fidelidad Su mensaje, y Él se encargará, a su debido tiempo, de revelar la integridad de ellos.
(f) Que la providencia de Dios cuidará de ellos, de una manera especial, mientras sufran (vv. 29–31). Buena cosa es recurrir, de vez en cuando, a los primeros principios de las cosas (en lo que consiste la sabiduría) y, en particular, a la doctrina de la providencia universal de Dios, la cual se extiende a todas las criaturas y a todas sus acciones, aun a las más pequeñas e insignificantes.
En primer lugar, la extensión general de la providencia divina a todas las criaturas, incluye las menores como, por ejemplo los gorriones (v. 29). Estos pajaritos cuentan tan poco, que uno de ellos apenas posee valor alguno; por eso, es preciso juntar dos para que valgan un cuarto (y hasta se pueden comprar cinco por dos cuartos; Lc. 12:6); sin embargo, no están fuera del cuidado de Dios: Ni uno de ellos caerá a tierra sin consentirlo vuestro Padre. Aunque no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, Dios los alimenta (6:26). Los hombres podrán cazarlos, pero ya sea que mueran de muerte violenta o de muerte natural, no caen sin el permiso de Dios. Su muerte es «noticia» en el diario divino ¡cuánto más la muerte de uno de los hijos de Dios! El Padre de los cielos que así se ocupa de los gorriones, porque son sus criaturas, mucho más se ocupará de nosotros, que somos Sus hijos, príncipes celestiales y coherederos con Cristo. Esto bastaría para silenciar todos los temores del creyente: Vosotros valéis más que muchos pajarillos (v. 31)
En segundo lugar, la cuenta particular que Dios lleva de todo lo que, de algún modo, pertenece a los discípulos de Cristo, especialmente en medio de los sufrimientos: En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados (v. 30). Esta frase es ya proverbial, para indicar la cuenta que Dios lleva de todo cuanto pertenece a los suyos, aunque sea tan insignificante como un cabello de la cabeza. Si Dios tiene contados nuestros cabellos, con mayor razón tendrá contadas nuestras cabezas y cuidará de nuestra vida y de lo más conveniente para toda nuestra persona. Con esto, se nos da a entender que Dios se ocupa de ellos más que ellos de sí mismos: Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá (Lc. 21:18). Nadie se aflige por la caída de un solo cabello; sin embargo, ni uno solo cae sin permiso de nuestro Padre para indicar que ni el daño más insignificante ha de afectar a los hijos de Dios sin el permiso del Padre Celestial, para quien tan preciosa es la vida (y aun la muerte) de los Suyos.
(g) Que Jesús reconocerá como Suyos en el día del triunfo a los que ahora le confiesan en el día de la prueba, mientras que quienes ahora le niegan, serán negados, desconocidos y rechazados por Él (vv. 32– 33). Confesar a Cristo delante de los hombres es nuestro deber y, si lo cumplimos, será después un máximo honor y una dicha inefable. Es nuestro deber y nuestro privilegio no sólo creer en Cristo, sino también profesar dicha fe, tanto en sufrir por Él cuando llega la ocasión, como en servirle en todo momento. Aunque ahora pueda exponernos al reproche y a la aflicción, seremos abundantemente recompensados por ello: En la resurrección de los justos, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Así honrará Cristo a los que le honran; Ellos le honran delante de los hombres.
¡Bien poca cosa! Él les honrará delante de Su Padre. ¡Esto sí que es gran cosa! Gran peligro es para cualquiera el negar a Cristo delante de los hombres, pues quienes tal hagan, serán negados por Él en el gran Día, cuando más lo necesiten. Al que le niega como Señor, Él le negará como siervo Suyo: Entonces les diré claramente: Nunca os conocí (7:23).
(h) Que el fundamento del discipulado había sido dispuesto de tal manera, que había de hacerles ligeros y fáciles los sufrimientos; y fue bajo la condición de estar preparados para los padecimientos, como Cristo los recibió como seguidores Suyos (vv. 37–39). Les advirtió desde el principio que no eran dignos de Él, si no estaban dispuestos a prescindir de todo para seguirle. En la profesión de la fe cristiana, son considerados como indignos de la dignidad y de la felicidad que ella comporta, quienes no ponen en el interés por Cristo un valor tan grande como para preferirle a todos los demás intereses de la vida. No pueden esperar la ganancia de un contrato, quienes no se avienen a las condiciones del mismo. Si la religión es digna de algo, ha de ser digna de todo. Los que no estén dispuestos a seguir a Cristo a este precio, mejor es que se marchen a su propio riesgo, pero sepan que cualquier cosa que entreguemos a cambio de esta perla preciosísima bien vale la pena por la eterna ganancia del cambio. ¡Qué consuelo tan grande para los que pueden decir, como Pedro: Nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido (19:27)! Las condiciones incluyen que hemos de preferir a Cristo:
(i) Antes que a nuestros parientes más próximos y queridos: padre o madre, hijo o hija (v. 37). Los hijos han de amar a sus padres, y los padres han de amar a sus hijos; pero si los aman más que a Cristo, son indignos de Él. Así como el odio de nuestros parientes no debe apartarnos de Él (vv. 21, 35, 36), así tampoco debe apartarnos de Él el amor que tengamos a nuestros más allegados y amigos.
(j) Antes que a todas nuestras comodidades: El que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí (v. 38). Obsérvese aquí: 1. Que los que quieran seguir a Cristo, han de tomar su cruz y seguirle. No se refiere a problemas y penalidades que se nos presentan en la vida, pues eso no lo tomamos, sino que se nos viene encima; la cruz que hay que tomar es todo lo que comporta el seguimiento de Cristo, incluida una muerte violenta como la Suya; la imagen que aquí se nos presenta es la del criminal condenado a muerte, que toma sobre sus hombros la cruz en que va a ser clavado y ocupa su lugar en la procesión de los que así cargados se dirigen al lugar del suplicio. 2. Pero es un consuelo muy grande para los que toman su cruz, saber que van siguiendo a Cristo tan de cerca que, como indica Pedro (1 P. 2:21), Él va dejando tras de Sí la huella calcada (gr. hypogrammón), la pisada inconfundible sobre la cual poner con seguridad nuestro pie. La pisada que lleva por la cruz a la luz; por el Calvario, a la Resurrección.
(k) Antes que a la misma vida temporal: El que halla su vida, la perderá (v. 39). El que piense que ha encontrado su vida al conservarla mediante la negación de Cristo, bajo la presión de la persecución, la perderá en la muerte eterna; pero el que pierda su vida natural por causa de Cristo, y prefiera perderla antes que negarle, la hallará, con ventaja incomparable, al recuperarla para la vida eterna. Quienes más desprendidos están de la vida presente, mejor preparados están para la vida futura.
(l) Que Cristo mismo se considerará tan ligado a la causa de ellos, que tendrá por amigos Suyos a los amigos de ellos (vv. 40–42): El que a vosotros recibe a mí me recibe. Se insinúa aquí que aunque la mayoría inmensa de la gente los va a rechazar, encontrarán, sin embargo, algunos que los recibirán, que escucharán con gusto su mensaje y les darán la bienvenida en su corazón, así como acogerán en sus casas a los mensajeros de Cristo. Los ministros de Cristo no trabajarán en vano. Así, pues, Cristo toma lo hecho a sus fieles ministros, ya sea en amabilidad o en hostilidad como hecho a Él mismo y se considera a Sí mismo tratado como son tratados ellos. Véase pues, cómo Cristo puede ser todavía obsequiado por los que le presentan públicamente sus respetos; a sus siervos y a sus ministros los tenemos siempre con nosotros; y Él está con ellos siempre, hasta el fin del mundo (28:20). Más aún, el honor sube de punto con lo que sigue: Y el que me recibe a mí, recibe al que me envió. Al obsequiar a los ministros de Cristo, se obsequia no sólo a ángeles, sin saberlo, sino a Cristo, y a Dios mismo, sin saberlo igualmente, como se deduce de 25:37: ¿Cuándo te vimos hambriento, etc.?
Aunque el gesto amable hacia los discípulos de Cristo sea tan pequeño, cuando no hay oportunidad de hacer más, como darles de beber sólo un vaso de agua fresca, será aceptado por Cristo y tenido en cuenta para una pingüe recompensa. Los favores hechos a los discípulos de Cristo son anotados en Su libro y evaluados allí no según el precio del regalo, sino según el amor y el afecto sincero del donante. Según esta cuenta, las dos moneditas que echó la pobre viuda de Lucas 21:3–4, no sólo pasaron como dinero corriente, sino que fueron estampilladas como de muy alto valor. Así también, todos los que son ricos en gracias pueden ser ricos en buenas obras, aunque sean pobres en bienes de la tierra.
La amabilidad mostrada a los discípulos de Cristo debe ser hecha con la mira puesta en Jesús y por Su causa. Un profeta ha de ser recibido por ser profeta; y lo mismo ha de decirse, según el Señor, de un discípulo, de un justo, etc. Recibir a un ministro de Dios, por ejemplo, por su cara, por su traje, por su talento o por su elocuencia, no entra dentro de las recompensas divinas, puesto que se trata de valores meramente humanos. Lo que no se hace por el interés de Cristo, no merece que Cristo le preste interés.
Esa amabilidad mostrada a los discípulos de Cristo, no sólo será aceptada, sino también ricamente recompensada a su tiempo. No dice que merecen una recompensa, porque nadie puede recibir nada como un salario de las manos de Dios; pero sí recibirán su recompensa como un regalo de las manos de Dios. De cierto os digo que no perderá su recompensa (v. 42). No sólo la recibirá, sino que de ningún modo la perderá. La recompensa puede hacerse esperar, pero de ninguna manera se va a perder ni se perderá nada con la demora en recibirla. Recibirá recompensa de profeta, etc.; es decir, recibirá la recompensa que el mismo habría recibido si hubiese sido un profeta, hombre inspirado por Dios para comunicar Su mensaje a los demás.
Tres cosas se nos refieren en este capítulo: La respuesta de Jesús a los mensajeros de Juan el Bautista, la reconvención a las ciudades impenitentes a pesar de la predicación y de los milagros del Señor, y su misericordiosa invitación a todos los fatigados y cargados con los problemas de la vida; en especial, a los esclavizados bajo el yugo del pecado.
Versículos 1–6
El primer versículo de este capítulo es, en realidad, una conclusión del capítulo anterior, con el cual se une perfectamente; de ahí que los comentaristas lo comenten como perteneciente a dicho capítulo, donde queda situado mejor que en el presente. Destacamos en este versículo lo siguiente:
1. Las instrucciones que Jesús había dado en el capítulo anterior, aparecen en este versículo como una orden (gr. diatasson) que les da. El encargo de ir a predicar el Evangelio, no sólo es un permiso o facultad que les da, sino una orden de mando, como la de un jefe militar a sus subalternos. Habían de sentirse constreñidos a anunciar el Evangelio (1 Co. 9:16).
2. Cuando Jesús terminó de dar este encargo a sus discípulos, se fue de allí; como si los discípulos estuviesen tan remisos en dejar Su compañía, que tuviese Él que irse de allí, separándose de ellos como aparta la nodriza su mano del niño para que éste eche a andar solo. Cristo quería enseñarles ahora cómo habían de vivir y trabajar cuando carecieran de Su presencia física. Era conveniente para ellos que Jesús se marchase de ellos por un poco tiempo.
3. Cristo se fue de allí a enseñar y a predicar en las ciudades de ellos; de los judíos, no de los discípulos. No se nos dice de dónde se fue, pero es probable que fuese de Capernaúm. Tampoco se nos especifican las ciudades a las que fue; es probable que fuese a las mismas ciudades a las que había enviado a Sus discípulos a hacer milagros (10:1–8), con lo que habrían despertado la expectación de la gente, y preparado así el camino del Señor. Cuando Cristo les dio poderes para hacer milagros, Él mismo se ocupó en enseñar y predicar, como si esta ocupación fuese más noble que la otra, pues lo primero estaba ordenado a lo segundo. El curar a los enfermos tenía por objetivo salvar los cuerpos pero la predicación del Evangelio es para salvación de la persona entera. Cristo había ordenado a sus discípulos que predicaran (10:7), pero no por eso dejó de predicar Él mismo. ¡Cuán diferentes de Cristo son los que imponen cargas a otros para quedar ellos en la holganza! Si aumenta el número de trabajadores en la obra del Señor, eso no debe ser un pretexto para la negligencia, sino un estímulo para la diligencia. Cuanto más ocupados estén otros hermanos nuestros, más diligentes debemos ser nosotros, pues todo es poco a la vista de lo mucho que hay que hacer. Jesús fue a predicar en las ciudades de ellos, que eran los lugares más poblados, para echar la red del Evangelio donde más peces se podían recoger.
Inmediatamente después se nos narra el mensaje que Juan el Bautista envió a Cristo, y la respuesta que Jesús le dio (vv. 2–6). Ya vimos anteriormente que Jesús se había enterado de la prisión de Juan (4:12). Ahora vemos que Juan en la prisión, se enteró de las obras de Cristo. No cabe duda de que se alegraría de enterarse de los milagros que Cristo obraba y de las admirables enseñanzas que impartía. Nada hay tan consolador para los hijos de Dios, especialmente cuando se ven en apuros, como oír las obras de Cristo, y ansiar experimentarlas en ellos mismos. Esto basta para convertir una cárcel en un palacio; de una manera o de otra, Jesús enviará noticias de amor a quienes padecen por amor a su causa y para conservar una conciencia limpia ante Dios. Al oír Juan las obras de Cristo, envió a dos de sus discípulos, y aquí se nos refiere la entrevista que ellos tuvieron con Jesús. Observemos:
I. La pregunta que le hacen: ¿Eres tú el que ha de venir, o esperaremos a otro? (v. 3). Esta era una pregunta seria e importante. Se tenía por seguro que el Mesías estaba para venir. La pregunta insinúa que, si Jesús no era el Mesías, habría que estar a la expectativa de otro; esto comportaba cierta impaciencia. No debemos estar impacientes si la Segunda Venida del Señor se tarda. Aunque tarde en venir, hay que velar y esperar, porque el que ha de venir vendrá, aunque no venga en nuestro tiempo. La pregunta insinúa también que, si quedan convencidos de que Él es el Mesías, no seguirán perplejos, sino que quedarán satisfechos, y no volverán su vista hacia ningún otro. Por eso, le preguntan: ¿Eres tú? Juan, por su parte, había dicho: Yo no soy el Cristo (Jn. 1:20). La opinión más probable es que Juan propuso esta pregunta para su propia satisfacción. Es cierto que había dado de Cristo un noble testimonio, al presentarle como el Hijo de Dios (Jn. 1:34), el Cordero de Dios (Jn. 1:29), el que había de bautizar con el Espíritu Santo (Jn. 1:33) y el Enviado de Dios (Jn. 3:34), todo lo cual ya era gran cosa. Pero deseaba mayores pruebas y seguridades; puesto que cuanto se refiere a Cristo y a la salvación que Él trajo, requiere una seguridad completa. Cristo no se había manifestado en la pompa exterior y con el poder majestuoso con que se esperaba que apareciese, para imponer el reino de Dios con cetro de hierro, separar el grano de la paja y cortando sin piedad todo árbol que no llevase fruto (3:10, 12). Jesús pasaba haciendo el bien, proclamando el año jubilar de la buena voluntad de Jehová, pero dejaba para su Segunda Venida lo del día de la venganza de nuestro Dios (Is. 61:2. Nótese cómo, al citar esta porción, Jesús se detuvo a la mitad del v. 2; Lc. 4:19). Como muchos otros, Juan no percibió el doble nivel en la perspectiva profética. Cristo se percató de que ello sería piedra de tropiezo para muchos y fue por eso, sin duda, por lo que añadió: Y bienaventurado es el que no tropieza en mí (v. 6). Incluso a los mejores hombres de Dios les resulta difícil dejar a un lado los prejuicios de las masas. La perplejidad de Juan pudo aumentar al considerar su propia situación. Llevaba algún tiempo en la prisión de Herodes y se vería tentado a pensar: Si Jesús es de veras el Mesías, ¿cómo es que yo, su amigo, pariente y precursor, sigo encerrado aquí y se me deja así por tanto tiempo? Sin duda que Jesús tenía muy buenas razones para no ir a Juan y consolarlo en su prisión, pero es muy posible que Juan no lo entendiese, y todo ello constituyese un tropiezo para su fe en el Señor. Notemos que: (a) Dondequiera que hay fe verdadera, puede darse una mezcla de duda o, al menos, de perplejidad. Como dice Romano Guardini: «Fe es la capacidad de soportar dudas»; y no siempre los mejores son los más fuertes. (b) Las pruebas sufridas por amor de Cristo, si continúan sin alivio por largo tiempo, resultan a veces tan insoportables, que nublan la visión del espíritu. (c) La duda que con frecuencia anida en el trasfondo de los creyentes, llega a golpear con tanta fuerza en horas de tentación, que las verdades más fundamentales, que parecían bien asentadas en la mente y en el corazón, llegan a ponerse en interrogante en la pantalla de la conciencia psíquica. Los santos más experimentados necesitan ayuda, consuelo y comprensión para fortalecer su fe y equiparse con toda la armadura de Dios (Ef. 6:13) para resistir los embates de la tentación de infidelidad.
Por otra parte, hay, y siempre ha habido, comentaristas que opinan que Juan envió a sus discípulos a que llevasen a Cristo dicho mensaje, no porque él dudase, sino para disipar las dudas de sus propios discípulos, al tener en cuenta que, en su celo por Juan, estaban celosos de Jesús (Jn. 3:25–26) y remisos en reconocerle por Mesías, porque estaba eclipsando a Juan. En este caso Juan habría querido que rectificasen su error y quedasen tan satisfechos con Cristo como él lo estaba. Al ver que todavía requerían una instrucción más completa, los enviaba a Jesús, como un buen maestro de escuela desea que sus alumnos lleguen a la Universidad. Todo buen ministro del Señor desea llevar las almas directamente a Cristo, no hacia sí mismo. Y todo creyente que, en vez de acudir directamente a la Palabra y al Espíritu, depende continuamente de otros, muestra su falta de madurez espiritual.
II. La respuesta que les da Jesús (v. 4–6). Fue una respuesta convincente, pues estaba basada en hechos, no en razones. El cristianismo no se basa en argumentos, sino en hechos incontestables (1 Co. 15:1–5) y, Cristo, Fundador y Esencia del cristianismo daba, mediante hechos, evidencia de Su Misión de parte del Padre.
1. Les dice que tomen buena nota de lo que han visto y oído, para que se lo digan a Juan: Id e informad a Juan de las cosas que oís y veis (v. 4). Ven y ve es el testimonio más efectivo que podemos dar del Señor (Jn. 1:46); así lo hizo Él mismo (Jn. 1:39). Jesús viene a responder: Id e informad a Juan, de:
(A) Lo que veis del poder de Cristo en los milagros que lleva a cabo; ya veis cómo, a la sola palabra de Jesús, los ciegos ven, los cojos andan, etc. Los milagros de Cristo eran llevados a cabo en público, a la vista de todos. La verdad no trata de esconderse. Estos milagros han de considerarse, (a) como efectos de un poder divino. Nadie sino el Dios de la naturaleza puede dominar y superar el poder de la naturaleza. En particular, se cita como una prerrogativa de Dios abrir los ojos de los ciegos (Sal. 146:3). Los milagros son, por tanto, un sello celestial, y la doctrina que confirman tiene, por necesidad, origen divino. Puede apelarse a falsos milagros para probar falsas doctrinas pero los verdaderos milagros evidencian una comisión divina (Jn. 9:33); tales eran los milagros de Cristo, los cuales no dejaban resquicio para dudar de que era enviado por Dios. (b) Como cumplimiento de una predicción divina. Estaba predicho (Is. 35:5–6) que Dios vendría, y entonces los ojos de los ciegos serían abiertos.
(B) Lo que oís de la predicación de Su Evangelio. Aunque la fe se corrobora con la vista, viene por el oír (Ro. 10:17). A los pobres les es anunciado el Evangelio (v. 5b). Los profetas del Antiguo Testamento eran enviados, de un modo especial, a los reyes y príncipes, pero Cristo predicó a los pobres, a la «gente del campo», a quienes filósofos paganos y rabinos judíos tenían por gente ruda e ignorante (Jn. 7:49). Por eso, es más notable la misericordiosa condescensión del Hijo de Dios al llevar las buenas nuevas de salvación, de modo especial, a los pobres y abatidos (Is. 61:1). Los pobres, los humildes, los que no tienen nada que perder en este mundo, están mejor capacitados para depender exclusivamente de Dios (v. Sof. 3:12). En la moderna sociedad de consumo, en que la mayoría de la gente se preocupa, ante todo, no sólo de tener cubiertas las necesidades, sino de disfrutar de todas las comodidades posibles y asegurarse un porvenir tranquilo en esta vida, ¿qué sentido puede tener la palabra «salvación»? Para saber lo que es «salvarse», hay que verse «perdido», en un sentido muy distinto al que hoy se le da a este vocablo. El Evangelio es una «buena noticia» sólo para aquellos que se sienten presos en la cárcel del pecado y sentenciados a una condenación eterna. ¡Qué consuelo es para ellos saber que hay perdón absoluto y vida eterna mediante la obra de Cristo, para todo aquel que cree (Jn. 3:16)! La admirable eficacia, que para esto posee el Evangelio predicado por Cristo, es una prueba contundente del origen divino del mensaje y de la mesianidad del mensajero.
2. También pronuncia Cristo una bendición sobre los que no tropiecen en Él; es decir, los que no hallen en las palabras y obras de Jesús algo que sea un obstáculo para creer (v. 6). Hay muchas cosas en el Evangelio, como las hay en el resto de la Biblia, donde los indoctos e inconstantes tropiezan, no porque la Palabra de Dios sea piedra de escándalo (cuando es mensaje de salvación), sino porque las tuercen, para su propia perdición (2 P. 3:16). Sólo por prejuicio efecto de la incredulidad y de la impenitencia, se explica la hostilidad que menosprecia, malentiende o escarnece la verdad de las Santas Escrituras. Un espíritu receptivo y una conciencia sincera no pueden menos de abrirse a las maravillosas verdades de la Biblia. Muchas apariencias externas contribuían a dicho prejuicio por parte de los enemigos que Cristo tuvo en aquel tiempo: despojado de su majestad divina, educado en la despreciada Nazaret, de familia pobre, la humilde condición de sus seguidores, la enemistad de los maestros de la Ley, lo estricto de su doctrina en contradicción con los deseos de la carne y de la sangre, los sufrimientos que eran de esperar para quienes hubiesen de confesar el nombre de Cristo, todo esto era, para muchos, un «escándalo» que les impedía adherirse a Él y recibir su doctrina. Así estaba puesto para caída de muchos en Israel, y para señal que es objeto de disputa (Lc. 2:34). ¡Dichosos los que no tropiezan en Él! La expresión de Jesús insinúa, por una parte, que es cosa difícil remontar tales obstáculos; y, por otra, que es sumamente peligroso tropezar en ellos.
Versículos 7–15
Después del episodio anterior, es probable que algunos de los discípulos de Cristo tomasen ocasión de las palabras de Cristo para tener a Juan por débil, vacilante e inconsecuente consigo mismo. Para impedirlo, Cristo da a continuación un vibrante testimonio de la fidelidad del Bautista, y describe su carácter con breves, pero expresivas pinceladas. En esto, nos sirve de ejemplo para que hablemos bien de los que son dignos de alabanza, aunque pasen por momentos de debilidad. Cuando el prestigio de Juan estaba en su apogeo, y el de Cristo estaba en la oscuridad, Juan dio un testimonio noble y brillante de Cristo; ahora que el prestigio de Jesús estaba en alza, y el del Bautista menguaba en la oscuridad de una lejana prisión (v. Jn. 3:30), es Cristo quien da un noble y brillante testimonio acerca de Juan. Éste se había abajado y desaparecido del centro de la escena, para que Cristo lo fuese Todo; Jesús le recompensaba ahora al exaltar la dignidad del carácter recio y noble del Bautista. Quienes se humillan serán exaltados, y los que honran a Cristo serán honrados por Él. Juan había ahora acabado su testimonio, y Jesús muestra cómo Él reserva el honor para sus siervos cuando estos han acabado su labor (Jn. 12:26).
I. Cristo ensalza a Juan, no cuando los discípulos de este estaban presentes, sino mientras ellos se iban (v. 7); cuando se marcharon (Lc. 7:24). Lo hizo así porque no quería que sus alabanzas pareciesen adulaciones que pudiesen llegar a oídos del Bautista. Aunque hemos de estar siempre prestos a rendir la debida alabanza que pueda contribuir a estimular a otros, hemos de huir, sin embargo, de todo lo que huela a servil adulación, lo cual sólo ayuda a fomentar el orgullo y, con la mayor frecuencia, a que quienes están en puestos de responsabilidad, se percaten aún menos de sus propios errores. Por eso, la adulación es la peor de las mentiras.
II. Lo que Cristo dijo acerca de Juan tenía por objetivo, no sólo alabar su carácter, sino también beneficiar a los oyentes trayéndoles a las mentes el recuerdo del ministerio de Juan: ¿Qué salisteis a ver en el desierto? (v. 7). En efecto: 1. Juan predicaba en el desierto. Cuando un buen maestro se retira (o es retirado) a un rincón, es preferible continuar yendo a él que quedarse sin él. Ahora bien, si la predicación de Juan bien merecía la pena de tomarse tanta molestia para oírle, de seguro que merecía la pena de poner empeño en recordarle. Cuanto mayores sean las dificultades que hayamos de superar para ir a escuchar la Palabra de Dios, tanto mayor será, de ordinario, el provecho que saquemos de ella. 2. Salían a ver a Juan, más bien por mera curiosidad que por apremio de su conciencia. Muchos de los que asisten a la predicacion vienen para ver y ser vistos, más que por aprender y ser así enseñados; para tener algo de que hablar, más que para ser hechos sabios para salvación (2 Ti. 3:15). Cristo les pregunta: ¿Qué salisteis a ver? A veces pensamos que, acabado el culto de predicación, se acabó la reflexión; no debe ser así, sino que es entonces cuando hay que reflexionar y poner por obra las buenas reflexiones que el mensaje nos produjo. ¿Qué os llevó allí?—viene a decirnos Jesús—¿Fue la rutina de siempre, la compañía, o fue el deseo de honrar a Dios y sacar provecho espiritual? ¿Qué habéis sacado de allí? ¿Qué nuevos conocimientos de la Escritura hemos sacado, qué gracias, qué ayudas y consuelos espirituales? ¿Qué fuisteis a ver?
III. Veamos ahora cómo alaba Jesús a Juan. ¡Bien! es como si dijera—. Yo os voy a decir qué clase de hombre es Juan.
1. No es una caña sacudida por el viento (v. 7), hueca, flexible, llevada por todo viento de doctrina o de fama; no es vacilante en sus principios ni inconsecuente en su conducta. Cuando el viento del aplauso popular «blando y próspero soplaba», lo mismo que cuando la tormentosa ira de Herodes se alzaba fiera y tumultuoso, Juan se mantenía el mismo en todo tiempo, sin doblegarse al peso de las circunstancias. El testimonio que de Cristo había dado no era el testimonio de una caña ni de una veleta de campanario. La gente acudía a él, precisamente porque no era como una caña. Nada se pierde, a la larga, por mantenerse firme tras una resolución prudente y seguir adelante con la tarea a la que Dios nos ha llamado, sin buscar sonrisas ni temer fruncidos entrecejos.
2. Ha sido un hombre abnegado. «¿Un hombre cubierto de vestiduras lujosas? (v. 8). Si así fuese, no habríais ido al desierto para verle, sino a la corte. Fuisteis a ver a uno que llevaba un vestido hecho de pelos de camello y un cinto de cuero alrededor de sus lomos (3:4); su atuendo estaba en consonancia con el desierto en que vivía y con el arrepentimiento que predicaba. Así que no podéis pensar que un hombre tan ajeno a los placeres de la corte, pudiese cambiar de actitud ante el temor de la cárcel». Quienes han llevado una vida de mortificación son los menos propensos a ceder en sus prácticas religiosas por temor a la persecución. No era un hombre lujosamente vestido, porque los tales no suelen estar en las cárceles, sino en los palacios. Es conveniente que los creyentes manifiesten, en su atuendo y compostura, su carácter y condición. Quienes han sido llamados al ministerio de la predicación no han de presentarse bajo la figura de un palaciego ni de un payaso, pues la prudencia cristiana nos enseña a ser de una sola pieza.
3. Pero el encomio más elevado que Jesús tributa a Juan se refiere al ministerio que el Bautista desempeñaba.
(A) Era un profeta (v. 9); y más que profeta—añade Jesús—. Juan había dicho de sí mismo que no era el profeta (Jn. 1:21), el gran profeta mesiánico, que Dios había anunciado en Deuteronomio 18:18; esto es, Jesús mismo (Jn. 4:25b); ahora es Cristo quien dice de Juan: es más que profeta. El Precursor de Cristo no era rey, sino profeta, pero un profeta de rango superior al de los profetas del Antiguo Testamento; estos vislumbraron de lejos el día de Cristo (Jn. 8:56) pero Juan lo vio de cerca, salido ya el sol de lo Alto (Lc. 1:78); los otros hablaron del Cristo que había de venir, pero Juan pudo señalarlo con el dedo y decir: He aquí el Cordero de Dios (Jn. 1:29, 36).
(B) Era el Precursor predicho por los otros profetas y, por tanto, superior a ellos por este otro motivo: Este es de quien está escrito (v. 10). En efecto, Malaquías había anunciado: He aquí que yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí (Mal. 3:1—dice Jehová—; luego Cristo es Jehová). Juan había sido preferido al resto de los profetas al ser el Precursor del Mesías; enviado por Dios para una comisión singular: preparar el camino del Señor, como él había dicho de sí mismo, y ahora Cristo lo dice de él. Esta cercanía al Salvador era la que elevaba a Juan por encima del rango de los otros profetas, pues cuanto más cerca está alguien de Jesús, más participa de Su honor (Jn. 12:26).
(C) Entre los nacidos de mujer, ninguno mayor que Juan (v. 11). Cristo sabía muy bien apreciar la dignidad y valía de una persona, y pone aquí a Juan por encima de cuantos le precedieron. Entre todos los que Dios había creado y llamado a un ministerio determinado, Juan sobresalía con ventaja. Muchos de los nacidos de mujer habían sido personas importantes en el mundo y habían jugado un papel decisivo en la historia de la Humanidad, pero Cristo coloca a Juan por encima de todos ellos. La grandeza no se ha de medir por las apariencias exteriores y el esplendor del atuendo, sino por la santidad de vida y la abundancia de gracias y bendiciones celestes; Juan era grande a los ojos del Señor (Lc. 1:15).
No obstante, el menor en el reino de los cielos es mayor que él. Nótese que Jesús no compara los valores personales, la firmeza de carácter, la fidelidad a la comisión recibida, la abnegación y dedicación total de Juan con los de otras personas, sino las ventajas superiores de que gozan quienes pertenecen a la dispensación de la gracia en la Iglesia de Cristo, a la que Juan no llegó a pertenecer; él fue el padrino del novio, pero no formaba parte de la Esposa del Cordero (Jn. 3:29; Ap. 19:7); a caballo entre ambos Testamentos, Juan disfrutó de la luz crepuscular del alba, pero nosotros gozamos del pleno calor del Sol de Justicia en su cenit; Juan apuntó con su dedo al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, pero los Apóstoles del Cordero le proclamaron ya crucificado y resucitado. Nuestra ventaja, pues, sobre Juan no es de carácter personal, sino de situación histórica en el proceso revelado de la salvación. Juan no pudo ver rasgado el velo del Templo, ni a Cristo resucitado, ni al Espíritu derramado; no pudo, en resumen, gozar de las superabundantes riquezas de la gracia (Ef. 1:7–8), ni del conocimiento superabundante del amor de Cristo, aunque este trasciende a todo conocimiento (Ef. 3:18–19). Así que la actual grandeza de los creyentes se deriva de, y se denomina por, una manifestación mucho más amplia y esplendorosa del que vino lleno de gracia y de verdad (Jn. 1:14). ¡Cuántos motivos para estar sumamente agradecidos a Dios por haber nacido en los días del reino de los cielos, con tantas ventajas de luz y de amor! Y, al mismo tiempo, ¡qué responsabilidad tan grande la nuestra si, con tantas ventajas sobre Juan, recibimos en vano la gracia de Dios! (2 Co. 6:1).
(D) Otra gran alabanza que Jesús hace de Juan es que Dios mismo honró su ministerio, e hizo que tuviera una eficacia admirable para romper el hielo de la indolencia y estimular al pueblo a entrar esforzadamente en el reino de los cielos: Desde los días de Juan el Bautista (desde el comienzo de su predicación) hasta ahora (el momento en que Cristo hablaba, sin indicar cesación sino continuidad) el reino de los cielos (aquí, el tiempo actual de la salvación al alcance de la mano; 3:2; 4:17) sufre violencia (es decir, es tomado por la fuerza, como se ocupa un país o una ciudad por una invasión súbita), y los violentos lo arrebatan; los que albergan un deseo apasionado y toman una resolución indomable de empezar una vida cristiana y seguir firmes en ella, se hacen con el botín de las bendiciones celestiales que Cristo nos adquirió cuando se llevó cautiva a la cautividad (Ef. 4:8). Gracias al fiel ministerio de Juan, multitudes habían sido llevadas a Cristo y, con Él, al reino de los cielos (a) Estas multitudes eran improbables, pues precisamente quienes podría pensarse que no tenían lugar en el reino de los cielos ni títulos para reclamarlo, lo alcanzaban, a pesar de parecer intrusos; mientras los hijos del reino quedaban fuera vendrían muchos del oriente y del occidente (8:11–12). Mientras los escribas y fariseos rechazaron a Juan, los publicanos y las prostitutas le creyeron, y marcharon así hacia el reino más aprisa que los maestros de la Ley. No es falta de cortesía adelantar a quienes parecen ser mejores que nosotros para llegar al cielo con ventaja sobre ellos; desde los días de la infancia del Evangelio, la mejor recomendación de la Buena Nueva es que ha llevado a la santidad a muchos que parecía inverosímil que la obtuviesen.
(b) Estas multitudes eran importunas, pues su decisión, su vigor y su esfuerzo—su violencia—en recibir los beneficios del ministerio de Juan, evidenciaban el celo y el fervor que se requieren para entrar con gozo y entusiasmo en el reino de la gracia. Quienes deseen entrar en el reino de los cielos no pueden quedar en la indolencia, sino que han de ser diligentes en arrebatarlo, hay que correr y luchar, agonizar en el sentido etimológico del vocablo; todo es poco para ganar una perla de tal precio, y su valor es más que suficiente para que superemos la oposición que surge, tanto desde fuera como desde nuestro interior. Los violentos lo arrebatan. Quienes tienen interés en su salvación eterna, son poseídos por un deseo tal de alcanzarla, que no cederán ante ninguna condición y no abandonarán la lucha hasta que hayan alcanzado la bendición anhelada (Gn. 32:26). El reino de los cielos no está destinado a favorecer la comodidad de los necios, sino a beneficiar con su descanso a los que se esmeran en su labor. ¡Ojalá viésemos muchos poseídos de esta santa violencia en su deseo de alcanzarlo!
(E) El ministerio de Juan era el comienzo del Evangelio.
(a) Con Juan, estaba a punto de terminar la dispensación del Antiguo Testamento (v. 13). Los descubrimientos de la antigua dispensación comenzaban a declinar ante una más clara manifestación del reino que estaba ahora al alcance de la mano. Cuando Cristo dijo que todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan, estaba mostrándonos: Primero: Que la luz del Antiguo Testamento estaba para ponerse, cumplida su misión de anunciar al que había de venir. Como dice Atanasio: «Hasta Juan, la ley; desde él, el Evangelio». Había luz en la Ley y en los profetas. pero era una luz que hablaba oscuramente de Cristo y de Su reino. ¡Bendito sea Dios porque tenemos juntamente las enseñanzas del Nuevo Testamento, que nos explican y aclaran las profecías del Antiguo, y las profecías del Antiguo, que nos confirman e ilustran las enseñanzas del Nuevo! (He. 1:1). Como los dos querubines del propiciatorio, ambos Testamentos aparecen cara a cara el uno del otro y se complementan mutuamente, como escribió Agustín de Hipona: «El Nuevo Testamento está latente en el Antiguo, y el Antiguo Testamento está patente en el Nuevo». La Biblia continúa enseñándonos, aunque los escritores sagrados se marcharon de este mundo. Moisés y los profetas están muertos; e igualmente lo están los Apóstoles y los evangelistas (Zac. 1:5), pero la Palabra de Dios vive y permanece para siempre (1 P. 1:23). Segundo: Que la luz de Juan, que por un tiempo ardía y alumbraba (Jn. 5:35), también estaba para desaparecer, como desaparecen de la vista las estrellas del firmamento aun antes de que salga el sol. Todas las profecías referentes al Mesías que había de venir quedaron anticuadas cuando Juan dijo: Ahí está; ya ha venido.
(b) Con Juan, comenzó la aurora del Nuevo Testamento, porque «si queréis recibirlo—continúa Jesús—, él es Elías, el que había de venir» (v. 14). Juan era como la abrazadera que empalmaba los dos Testamentos. La última profecía del Antiguo Testamento era: He aquí que yo os enviaré el profeta Elías, antes que venga el día grande y terrible de Jehová, etc. (Mal. 4:5–6). Con toda probabilidad, la profecía de Malaquías abarcaba dos niveles históricos; uno, en la Primera Venida del Salvador, cuando Juan el Bautista vino a preparar el camino del Señor; como había dicho el ángel: él mismo irá delante, con el espíritu y el poder de Elías (Lc. 1:17), para disponer al pueblo, mediante el arrepentimiento, a recibir al Mesías (Mal. 4:6, Lc. 1:17b); otro, en la Segunda Venida, cuando Elías mismo (u otro siervo de Dios con el espíritu y el poder de Elías), dará testimonio especial antes de la Segunda Venida del Señor (Ap. 11:6, donde la referencia a Elías y Moisés es evidente). Cristo se muestra suspicaz acerca de la recepción que se le daba al Bautista, al decir: Si queréis recibirlo, pues conocía los prejuicios del pueblo, máxime cuando los judíos confundían los dos niveles de la profecía. También se insinúa, como probable, esta otra interpretación: «Si queréis recibirlo y aceptar su ministerio como el del prometido Elías, él será para vosotros como Elías, para volveros hacia Dios». De acuerdo con la profecía de Malaquías, los judíos esperaban que Elías volvería para ungir al Mesías antes del Día de Jehová; muchos judíos siguen esperándolo todavía. Al decir Jesús que Juan era Elías, hablaba en los términos de Lucas 1:17, refiriéndose al espíritu y al poder de Elías, con quien Juan tenía una semejanza temperamental extraordinaria por su celo, su gran fidelidad a Dios y al ministerio y, también por su cariz severo y depresivo; de este modo, Jesús no contradecía a la declaración del propio Juan (Jn. 1:21, puesto que Juan no era Elías en persona, sino en espíritu y poder).
IV. Finalmente, nuestro Señor cierra su discurso con esta solemne demanda de atención: El que tiene oídos para oír, oiga (v. 15). Esta frase insinúa que lo que acababa de decir, no sólo era muy importante (comp. 13:9, 43; 24:15; Ap. 2:7, 11, 17, 29; 3:6, 13, 22), sino difícil de comprender para aquella gente de su generación (Is. 53:8) que, por ignorancia o prejuicios, se resistían a admitir que la aparición de Juan tuviese algo que ver con la venida de Elías y, por lo mismo, que fuese el Precursor del Mesías. Para nosotros, esto tiene la misma relevancia, ya que las grandes cosas de Dios, por difíciles y misteriosas que parezcan, requieren que tengamos alerta el oído a las demandas de la Palabra y a la conducción del Espíritu (Ro. 8:14; 12:2). Por otra parte, la frase de Jesús insinúa que lo único que Dios exige de nosotros es que usemos correctamente los órganos y facultades que nos ha dado; que usemos los oídos para el objetivo al que están destinados por Dios: para oír. Todo el que resiste al Espíritu Santo, no sólo se tapa los oídos para no oír, sino que suele gritar con fuerza, para intentar acallar la voz de Dios y la de la propia conciencia (v. Hch. 7:57).
Versículos 16–24
Al llegar a este punto, Cristo da un repentino giro a su discurso y se vuelve hacia aquella generación que recibía en vano, no sólo la predicación del Bautista, sino la Suya propia y la de Sus Apóstoles. En cuanto a dicha generación, podemos observar a qué la compara (vv. 16–19) y, en cuanto a los lugares que después cita, con quiénes la compara (vv. 20–24).
I. Esta generación. La mayoría continuaba en su obstinación e incredulidad. Juan era un gran hombre y un santo siervo de Dios, pero la generación en que le tocó vivir era tan estéril e inútil como podía ser; era indigna de él. La maldad de los lugares en que, a menudo, los ministros de Dios tienen que vivir y actuar sirve de pábulo a la belleza de su carácter. Después de alabar a Juan, Jesús recrimina a quienes, al tener el privilegio de escuchar a Juan, no habían querido beneficiarse de su ministerio.
Esto lo presenta Cristo bajo el ropaje de una parábola o símil: ¿A qué compararé esta generación? El símil está sacado de la costumbre que tenían los niños en sus juegos, como suelen tenerla los niños de todos los países y lugares de imitar a los mayores en sus modos de comportarse en la vida familiar y social en el caso presente, en las bodas y en los funerales; jolgorio y lamentación respectivamente; pero tratándose de un juego y en broma, no se tomaba en serio ni producía impresión alguna exactamente como ocurría a la generación aquella con relación al ministerio del Bautista y de Jesús mismo. A fin de entender mejor el símil y su significado, es preciso atender a las cinco observaciones siguientes:
1. El Dios de los cielos y de la tierra usa diferentes modos y métodos para la conversión y salvación de los hombres perdidos; quiere que todos los hombres sean salvos (1 Ti. 2:4) y, para ello, «no deja piedra por remover», como suele decirse. En el símil que nos ocupa, eso se compara a tocar la flauta y entonar canción de duelo (v. 17); lo primero lo hace Dios mediante las preciosas promesas del Evangelio, que estimulan la esperanza, y mediante su misericordiosa providencia, que alimenta nuestra confianza; lo segundo, por medio de su santa Ley, que nos mantiene en el temor de Dios, y por medio de las aflicciones de esta vida, que nos hacen suspirar por la otra.
En la explicación del símil, se muestran los aspectos tan diversos del ministerio de Juan y del de Jesús respectivamente. Por una parte. Juan vino a ellos en talante de endechador, no comiendo ni bebiendo, como el que está de duelo por un ser querido (v. 18). Esto debería hacer fuerte impresión, ya que una vida tan austera y mortificada como la de Juan estaba tan de acuerdo con la doctrina que predicaba; pues el ministro de Dios que más probabilidades tiene para que sus mensajes produzcan efecto es aquel cuya vida está de acuerdo con lo que predica, con todo, no siempre el ministerio de un predicador tan fiel produce el efecto deseado. Por otra parte, el Hijo del Hombre vino en talante festivo, lleno de compasión, simpatía familiar y gozosa beneficencia, y conversaba amablemente con todo género de personas, sin afectar especial rigor ni austeridad, sino comiendo y bebiendo (v. 19). Los que no habían sido atemorizados por el entrecejo de Juan, debieron ser atraídos por las sonrisas de Jesús, de quien Pablo había aprendido a hacerse todo a todos (1 Co. 9:22). Puede haber gran diversidad de actividades, pero es un mismo Dios el que efectúa todas las cosas en todos (1 Co. 12:6), y a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho común (1 Co. 12:7). Obsérvese la diversidad de dones con que están dotados los ministros de Dios, unos son como «boanerges» = hijos del trueno; otros, como «barnabases = hijos de consolación, no obstante, todas estas cosas las efectúa uno y el mismo Espíritu (1 Co. 12:11) y, por consiguiente, no debemos censurar a ninguno, sino alabar a ambos, y alabar a Dios por ambos.
2. Los diversos métodos que Dios emplea para la conversión de los pecadores, resultan infructuosos e ineficaces para muchos: no bailasteis … no os lamentasteis (v. 17). Ahora bien, si la gente no se despierta con las cosas más importantes, ni se siente atraída por las más dulces, ni se asusta con las más terribles, ni se persuade con las más sencillas; si no prestan atención a la voz de las Escrituras, ni a la de la razón, ni a la de la experiencia, ni a la de la providencia, ni a la de la conciencia, ni a la del interés, ¿qué más se puede hacer? Ya es de algún consuelo para los fieles obreros del Señor al ver poco fruto de sus labores, el considerar que el quedar por debajo del objetivo deseado no es cosa nueva ni aun para los mejores predicadores del mundo y para los mensajes mejor preparados y más aptamente proclamados. ¿Quién ha dado crédito a nuestro mensaje? (Is. 53:1).
3. De ordinario, las personas que no se aprovechan de los medios de gracia, son tan perversas que hacen a otros todo el daño que pueden, ya que producen y propagan prejuicios contra la Palabra de Dios y contra los fieles mensajeros de ella. Así lo hizo esta generación (v. 16, comp. Hch. 2:40); como estaban decididos a no creer ni a Cristo ni a Juan se pusieron a denostarles con los peores apelativos. De Juan el Bautista decían: Tiene un demonio (v. 18); atribuían su austeridad y su inclinación a vivir en el desierto a cierta afección cerebral, causante de depresión y melancolía, que a veces iba ligada a la posesión demoníaca. De Jesús decían: Mirad un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores (v. 19), y atribuían a vicio y desenfreno su talante amistoso y campechano. Nada más insensato calumnioso y envidioso que esto podía decirse de Jesús; nada más falso injusto e insidioso podía imputarse a Aquel de quien dijo Pablo: Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo (Ro. 15:3); nunca ha existido alguien con una vida de tal abnegación, mortificación y desapego de lo mundano como la que Cristo vivió. No hizo nada impropio (Lit. fuera de lugar; Lc. 23:41). La inocencia más inmaculada y la excelencia más singular no siempre son una valla contra las insidias de las lenguas; al contrario, los mejores dones y las más correctas acciones de una persona son, a menudo, el blanco preferido de la maledicencia. Nuestras mejores acciones pueden convertirse en objeto de las mayores acusaciones. Era sí cierto en el mejor de los sentidos que Jesús era amigo de publicanos y de pecadores, el mejor amigo que habían tenido, puesto que había venido a este mundo para salvar a los pecadores (1 Ti. 1:15), pero precisamente esto sirve, y servirá por toda la eternidad, de la mayor alabanza para Cristo; y quienes lo convierten en denuesto, se verán desprovistos para siempre de los beneficios que ello ha comportado a los hombres.
4. Es semejante a los muchachos que se sientan en las plazas (v. 16); son ignorantes como niños, díscolos, de poco seso y juguetones como los niños; si se mostrasen como hombres en su mentalidad habría cierta esperanza de sacar algún provecho de ellos. La plaza del mercado (gr. agorá) donde están sentados es, para algunos, el lugar de los holgazanes (20:3); para otros, el lugar de los negocios mundanos (Stg. 4:13), para todos, lugar de bullicio y distracción. Cabeza, manos y corazón están allí llenos de cosas del mundo, cuya preocupación ahoga la palabra (13:22) y, al final, les ahogará también a ellos mismos. Están en los mercados, y están allí sentados; allí está su tesoro y allí descansa su corazón (6:21).
5. Aunque sean muchos los que menosprecien los medios de gracia, siempre hay un remanente que, por gracia, se comporta con verdadera sabiduría: Pero la sabiduría queda justificada por sus hijos (v. 19b. Lit. obras; en Lc. 7:35, hijos). El sentido obvio de este proverbio es que la sabiduría (en el sentido bíblico de este término; la prudencia para conducirse correctamente) se justifica (demuestra su rectitud, comp. Lc. 7:29, 1 Ti. 3:16 «justificado en el Espíritu»; Stg. 2:21–25) por sus obras, puesto que por los frutos se conoce el árbol (7:16–17). Tanto Juan como Jesús probaban su rectitud por las enseñanzas que impartían y la vida santa que llevaban, Jesús, además, llevaba a cabo sus milagros como señales de Su divina misión. Las obras «sabias» son, pues, los hijos de la sabiduría. Puede también acomodarse a quienes, al haber nacido de nuevo, de arriba, nacen de la sabiduría que es de arriba (Stg. 3:17). Cristo es la Sabiduría con mayúscula (1 Co. 1:30), y en Él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría (Col. 2:3). Aunque la obra de Cristo sea locura para los que se están perdiendo (1 Co. 1:18), pero para aquellos que son llamados, así judíos como griegos, Cristo es poder de Dios y sabiduría de Dios (1 Co. 1:24). Mientras los hijos de las tinieblas escarnecen a Cristo, los hijos de la luz le dan honra y gloria.
II. En cuanto a los lugares en que Cristo había desempeñado su ministerio con mayor continuidad: Entonces comenzó a reconvenir a las ciudades en las cuales había hecho el mayor número de sus milagros (v. 20). Había comenzado a predicar en ellas mucho antes (4:17), pero no había comenzado a reconvenirlas hasta ahora, enseñándonos así a no emplear métodos abruptos, a no ser cuando los más suaves han sido empleados ya sin fruto alguno. Cristo no solía reconvenir sin causa suficiente. La sabiduría invita antes de reprender (Pr. 1:20–23). Así que quienes comienzan reconviniendo, no siguen el método de Cristo.
1. El pecado del que les reconviene es la cosa más vergonzosa e ingrata que puede darse: No se habían arrepentido. La impenitencia voluntaria es el gran pecado por el que se condenan las multitudes que han oído el mensaje del Evangelio (Lc. 13:3, 5). La gran doctrina que Juan el Bautista, Jesús mismo y los Apóstoles predicaron, es el arrepentimiento (3:2; 4:17; Hch. 2:38, 17:30), el objetivo, tanto de la música festiva como de la canción de duelo (v. 17), era incitar a la gente a cambiar de mentalidad y de conducta, a dejar el pecado y volverse a Dios; pero ellos no quisieron aceptar esta invitación. Cristo les reprendía de los otros pecados para inducirles al arrepentimiento; pero, al no querer arrepentirse, les reconvino por ello, para que se beneficiasen del reproche y se percatasen de la insensatez de la impenitencia, ya que es lo único (con la incredulidad, que es su hermana gemela) que torna desesperada la triste situación del pecado, e incurable la herida del pecado (v. Jn. 8:24; He. 10:26–31).
2. La circunstancia agravante del pecado: eran las ciudades en las cuales había hecho el mayor número de sus milagros. Al ver las maravillas que Jesús obraba, no sólo debieron recibir su doctrina, sino obedecer su ley; la misma curación de las enfermedades debería haberles conducido a la sanación de sus almas, pero no surtió el efecto deseado. Cuanto más fuertes sean las razones que un mensaje nos proporcione para arrepentirnos, tanto más grave es la impenitencia y más severa la cuenta que habremos de dar a Dios.
(A) Se menciona aquí a Corazín y Betsaida, en primer lugar (vv. 21–22), y cada una recibe su ¡ay!
«¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti Betsaida!» Cristo vino a este mundo a bendecirnos; al ser Dios, Su benedicencia es siempre beneficencia; pero si esta es rechazada, tiene en reserva sus ayes, y estos son tanto más terribles que otros, no sólo por la mayor gravedad del pecado que acusan, sino también por la mayor fuerza con que condenan. Estas dos ciudades eran ricas y populosas. Betsaida había sido elevada recientemente al rango de ciudad por el tetrarca Filipo o Felipe; de allí tomó Cristo al menos tres de sus Apóstoles ¡tal era el favor y privilegio que Jesús le había conferido! Poco después ambas ciudades decayeron rápidamente hasta convertirse en aldeas viles y oscuras. ¡Tan fatal es la ruina que el pecado acarrea a un lugar, y tan cierto es el cumplimiento de la palabra de Cristo!
Compara a estas ciudades con Tiro y Sidón, para humillar así a Corazín y a Betsaida, pues muestra:
(a) Que Tiro y Sidón no habrían sido tan malas como Corazín y Betsaida. Si a las primeras se les hubiese predicado el mismo mensaje que a estas, y se hubiesen hecho en ellas los milagros que habían sido hechos en Corazín y en Betsaida, ya hace tiempo que se habrían arrepentido, como Nínive, en saco y en ceniza. Cristo que conoce los corazones de todos sabía que, si hubiese ido a vivir entre los de Tiro y Sidón y a predicarles el mensaje, habría sacado allí más fruto del que había sacado donde actualmente se encontraba predicando; sin embargo, continuó allí por algún tiempo, para animar a sus ministros a hacer lo mismo, aunque no vean el fruto que desean. Nuestro arrepentimiento es lento y demorado, pero el de Tiro y Sidón (como el de Nínive) habría sido rápido: ya hace tiempo que se habrían arrepentido. El nuestro es, muchas veces, superficial y ligero; el de Tiro y Sidón habría sido profundo y serio, en saco y en ceniza.
(b) Que, por consiguiente, Tiro y Sidón no tendrán un final tan miserable como el de Corazín y Betsaida, sino que habrá más tolerancia para ellas en el día del juicio (v. 22). En aquel día del juicio ante el Gran Trono Blanco (Ap. 20:11 ss.), todos los medios de gracia que estuvieron a disposición de los hombres en el estado de prueba, serán ciertamente tenidos en cuenta y se averiguará no sólo cuán malos hemos sido, sino cuánto mejores podíamos haber sido. Si el remordimiento (el «gusano» de la conciencia) es el peor tormento del Infierno, sin duda tendrán un Infierno extremadamente terrible quienes han tenido tan buenas oportunidades para entrar por el camino del Cielo.
(B) Capernaúm es aquí condenada con un énfasis especial: Y tú, Capernaúm (v. 23). Aquí, los milagros de Cristo habían sido el pan de cada día y, por tanto, como el antiguo maná, habían sido también despreciados y denostados como pan liviano. Muchas enseñanzas suaves y consoladoras, llenas de gracia, les había impartido Jesús con tan poco provecho; y por eso les imparte ahora una enseñanza llena de ira, y anuncia el miserable final de la ciudad: Tú, Capernaúm, que eres levantada hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida. Capernaúm era una ciudad próspera, y esta prosperidad la incitaba a una arrogancia insolente, en castigo de lo cual estaba destinada a un final desastroso (comp. con Is. 14:13– 15). Quienes, además de los beneficios de la naturaleza disfrutan de toda clase de bendiciones y, por ello, se sienten arrogantes y autosuficientes, como la iglesia de Laodicea (Ap. 3:17–18), han de sufrir un juicio más riguroso. Nuestros privilegios exteriores, lejos de salvarnos, servirán de pábulo abundante para el fuego consumidor, a no ser que nuestros corazones sean humildes y agradecidos, y nuestras vidas sean moldeadas por las enseñanzas que hemos recibido y por las gracias y bendiciones de que estamos disfrutando; cuanto más alto se levanta el promontorio, más profundo se divisa el precipicio y más lastimosa se prevé la caída. La comparación que Cristo establece aquí entre Capernaúm y Sodoma, da a entender que si en esta ciudad se hubieran hecho los milagros que se hicieron en aquella, Sodoma estaría todavía en pie. Si los sodomitas, a pesar de su extraordinaria perversidad (Gn. 13:13), hubiesen presenciado los milagros que Jesús hizo en Capernaúm estos medios de gracia les habrían llevado al arrepentimiento, y su ciudad habría permanecido hasta el día de hoy como un monumento de la gran misericordia de Dios. Con arrepentimiento para con Dios, y fe en nuestro Señor Jesucristo (Hch. 20:21), el mayor criminal del mundo será salvo, el más horrible pecado será perdonado y la más espantosa ruina será evitada. Pero, para quien menosprecia el mensaje de salvación y pisotea al Hijo de Dios, y tiene por inmunda la sangre del Calvario (He. 10:29), la amenaza de Cristo adquiere su tono más severo: Habrá más tolerancia para la tierra de Sodoma, que para ti (v. 24).
Versículos 25–30
Ahora Jesús se vuelve hacia el Padre para darle gracias de que las mismas enseñanzas suyas que habían sido menospreciadas y rechazadas por los maestros de la Ley e intérpretes oficiales de las Escrituras, fuesen reveladas a los humildes e ignorantes que, en comparación de aquellos, eran como niños.
I. En aquel tiempo, a raíz de lo anterior tomando Jesús la palabra (lit. respondiendo, modismo hebreo mediante el cual se expresa que, aun sin pregunta previa, alguien «responde» a una actitud o circunstancia particular; en este caso, a las tristes verdades que acaba de proclamar) dijo (v. 25). Con estos pensamientos Jesús encuentra un refrigerio para su dolor; y, para añadirle nuevo consuelo los expresa en forma de acción de gracias. Cuando sólo vemos en torno nuestro actitudes desalentadoras, podemos obtener ánimo y consuelo grandes al dirigir nuestra mirada hacia arriba, donde nuestro Padre está en su trono. Te alabo, Padre. El verbo griego comporta las ideas de estar de acuerdo con algo (aquí, con la santidad del método divino), así como de alabanza y gratitud, resultantes de dicho reconocimiento. La alabanza y la gratitud deben constituir el primer móvil de nuestras oraciones al par que la mejor respuesta a pensamientos oscuros e inquietantes, pues lanzan rayos de luz divina sobre las tinieblas de nuestra perplejidad. Un cántico de alabanza es el mejor remedio para corazones desfallecidos y situaciones sin esperanza (Hch. 16:25–26). Cuando no hallemos fácil respuesta a problemas agobiantes, pesares constantes o temores inquietantes, echemos mano de este recurso eficaz: Te alabo, Padre, de que la situación no es tan mala como podría ser. [Al propio Matthew Henry le ocurrió una vez, yendo al culto, que le robaron unos ladrones y, al orar después, dijo: Gracias, Padre: primero, porque podían haberme matado, y sólo me robaron; segundo, porque llevaba poco dinero, y podía haber llevado mayor cantidad, y tercero, porque no fui yo el que robó a otros, sino que fueron otros quienes me robaron a mí—Nota del traductor.] Veamos ahora:
1. Los títulos con que nombra a Dios: Padre, Señor del cielo y de la tierra. Siempre que nos dirigimos a Dios tanto en alabanza como en súplica es bueno que le consideremos como Padre. Los favores son doblemente dulces y ensanchan el corazón para alabanza, cuando se reciben como señales del amor del Padre. ¡Qué bien les cae a los hijos ser agradecidos y decir: Gracias, Padre con la misma solicitud con que dicen: Concédeme, Padre! Y, cuando nos dirigimos a nuestro Padre, bueno es recordar que nuestro Padre es el Señor del cielo y de la tierra, pues eso nos ayudará a acudir a Él con reverencia, sin mengua de la confianza, como a quien es poderoso para defendernos de todo mal y de aprovisionarnos de todo bien.
2. El motivo por el que le alaba: Porque ocultaste estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las revelaste a los niños. «Estas cosas» = las enseñadas en el discurso precedente, lo que es para la paz (Lc. 19:42). Las grandes verdades del Evangelio eterno han quedado (y quedan) ocultas para muchos que son sabios y entendidos, expertos y letrados según el mundo y las cosas del mundo: El mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría (1 Co. 1:21). Personas que penetran profundamente en los misterios de la naturaleza y en las intrincadas materias de la ciencia y de la política, se muestran ignorantes, indiferentes o totalmente equivocadas acerca de los misterios del reino de los cielos, por no haber experimentado el poder y la verdadera sabiduría que encierran; y mientras esos sabios y entendidos del mundo se quedan en la más terrible oscuridad acerca de las verdades del Evangelio, incluso los bebés (lit. los que no saben hablar) en Cristo, los humildes e iletrados según el mundo, reciben el conocimiento salvífico y el poder santificador de dichas verdades: Las revelaste a los niños (v. 25). No fueron los eruditos del mundo los escogidos por Dios para predicadores del Evangelio, sino lo necio del mundo (1 Co. 1:27; 2:6, 8, 10). Dios es el que hace la diferencia y el que elige la preferencia de los niños sobre los sabios: Ocultaste estas cosas a los sabios y a los entendidos; a éstos dio facultades, erudición y conocimientos humanos superiores a los de otros, pero se enorgullecieron de eso, confiaron en eso, y no pusieron la mira en las cosas de arriba (Col. 3:2). Si hubiesen honrado a Dios con la sabiduría y el entendimiento que tenían, habrían recibido de Él el conocimiento de estas cosas mejores. Él las reveló a los niños, porque Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes (Stg. 4:6). Es la soberanía de Dios la que interviene en esto, como dijo Jesús: Sí, Padre, porque así te agradó (v. 26). Cristo lo atribuye al beneplácito del Padre. Estemos satisfechos de que sea Dios quien escoja el método que le plazca para que Su gloria resplandezca. Nosotros no podemos explicar por qué Pedro un pescador, fue escogido para apóstol del Cordero, en lugar de Nicodemo, el fariseo, jefe y gran maestro de Israel (Jn. 3:1–10) aunque también él creyó en Jesús pero así le agradó a Dios. ¡Con cuánta gratitud debemos reconocer este modo que Dios tiene de impartir sus gracias! ¡Cómo hemos de agradecer a Dios que se fijase en nosotros para revelarnos estas cosas! ¡Reveladas precisamente a quienes son menospreciados e ignorados por el mundo! Así se engrandece el favor y el honor que les concede, al ocultar estas cosas a los sabios y a los entendidos, y así brillan con mayor esplendor el poder y la sabiduría de Dios (v. 1 Co. 1:27, 31).
II. A continuación, Cristo hace a todos una generosa oferta de los beneficios del Evangelio. Veamos:
1. El solemne prefacio que da paso a esta invitación. Cristo expresa en Él Su autoridad y presenta Sus credenciales (v. 27). Dos cosas son de notar aquí:
(A) Su comisión de parte del Padre: Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre (comp. 28:18); en este caso, todo lo que pertenece a la instrucción religiosa de los hombres (Jn. 16:15). Él ha sido autorizado como Mediador entre Dios y los hombres para llevar a cabo la obra de la redención (1 Ti. 2:5), para impartir paz y salvación a una humanidad apóstata, y para declarar en lenguaje humano lo que nadie vio jamás, ni puede ver, del amor y del carácter santo de Dios (Jn. 1:18; 1 Ti. 6:16). El Hijo nos reveló el amor del Padre, y el Espíritu nos hace saber las cosas del Hijo (Jn. 16:14). En Él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col. 2:3). Todos los tesoros y todos los poderes están en sus manos; Él es el Señor que lo llena todo (Ef. 4:10). Esto nos anima a llegarnos a Cristo, pues Él está comisionado para recibirnos tal como somos, con nuestra miseria, con nuestra ignorancia, con nuestros pecados y darnos cuanto necesitamos y puede satisfacernos por completó. Dios le ha constituido el gran Árbitro divino-humano. Por la obra llevada a cabo en la cruz del Calvario, ya hay entre nosotros árbitro que ponga su mano sobre nosotros dos (Dios y yo), sobre Dios porque es Su igual (Jn. 5:18; 10:30, 33); sobre nosotros porque es nuestro semejante (He. 2:17; 4:15) y nuestro pariente más próximo (Ro. 8:29); así se quita de sobre mí la vara de la ira de Dios, y su terror no me espanta (Job 9:33–34). Todo lo que tenemos que hacer nosotros es estar de acuerdo con su arbitraje, y quedar satisfechos con lo que satisfizo al Padre: la obra del Calvario.
(B) Su intimidad con el Padre: Nadie conoce perfectamente al Hijo, sino el Padre, y ninguno conoce perfectamente al Padre sino el Hijo. Si el conocer sigue al querer obedecer (Jn. 7:17), y el obedecer al amar (Jn. 4:34; 5:20; 15:10), sólo el Hijo que eternamente está en el seno del Padre, en el centro de los secretos divinos, como Verbo con que el Padre expresa cuanto Dios es y hace (Jn. 1:1–2, 18; 14:9; Col. 2:9; He. 1:2–3) puede conocer bien al Padre. Al ver a Dios en Cristo, el amor y la fidelidad, la gracia y la verdad de Dios se hacen patentes y palpables (1 Jn. 1:1). ¡Cómo se manifiesta así el gran amor de Dios! (Jn. 3:16; 5:8; 1 Jn. 3:1; 4:9–11, 16–19). Tiene que servirnos de enorme consuelo y estímulo saber que, conociéndose tan perfectamente el Padre y el Hijo, los dos se entendieron y se pusieron de completo acuerdo en esta maravillosa revelación, como estuvieron de acuerdo al crear al hombre (Gn. 1:26) y al redimirlo (2 Co. 5:19). Entre los hombres, siempre se puede temer la ruptura de los contratos y el abandono de las medidas tomadas para cumplirlos; pero en esto, no es de temer que haya ruptura ni falte el auxilio (Ro. 8:32–39). Jesús añade: Y aquel a quien el Hijo resuelva revelarlo (v. Jn. 15:15; 17:26). Los misterios de Dios sólo se conocen por exégesis del Hijo (Jn. 1:18; ese es el verbo griego) y eiségesis del Espíritu Santo (Jn. 16:13; gr. hodegesei = «abrirá el camino» de la verdad). La felicidad eterna del hombre consiste en este conocimiento de Dios (Jn. 17:3). Y cuantos deseen adquirir este dichoso conocimiento deben acudir al Señor Jesucristo porque la luz del conocimiento de la gloria de Dios resplandece en la faz de Jesucristo (2 Co. 4:6).
2. La oferta misma que nos hace, y la invitación a aceptarla. Para ser salvos y sanos, somos invitados a recibirle como al Señor Jesús, Cristo (Rey, Sacerdote y Profeta), como dice Pablo en Colosenses 2:6.
(A) Hemos de llegarnos a Jesús como a nuestro Reposo, para depositar en Él el peso de nuestras cargas y descansar en Él: Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados (v. 28). Vemos aquí la condición de las personas invitadas: todos los fatigados y cargados. La fatiga denota un esfuerzo prolongado; la carga, el peso de algo que nos abruma. Los maestros de La Ley fatigaban y cargaban con los innumerables preceptos que imponían, imposibles de soportar (23:4; Hch. 15:10). Jesús vino a aliviar nuestra fatiga y a descargarnos del peso de la Ley, pues su mandamiento (Jn. 13:34; 1 Jn. 3:23) no es gravoso (1 Jn. 5:3). ¡Qué dulce suena esta voz al oído de todo mortal! Pero hay un peso especial, que produce no sólo fatiga, sino ansiedad insoportable: el del pecado, por el cual gravita sobre nuestra cabeza la ira de Dios (Ro. 1:18). Quien no está en paz con Dios (Ro. 5:1), no puede tener verdadero reposo en su conciencia; por mucho que se esconda, será hallado (Gn. 3:8–9) y no habrá quien le libre de la mano de Dios (Dt. 32:39). El que se reconoce cargado con este peso, y acude a Jesús en busca de alivio, tendrá perdón y paz. Como alguien ha escrito: «¿Tienes miedo de Dios? ¡Échate en sus brazos!» Pero es necesaria esta convicción de pecado, porque el Paráclito, antes de confortar, tiene que convencer (Jn. 16:8). Entonces viene la invitación: Venid a mí. Vemos pues, que Jesús tiene en su mano el cetro de oro a fin de que podamos tocar la punta del cetro y vivir (Est. 4:11; 5:2). Por ello, no sólo deben los pecadores ir a Jesús, sino que es del mayor interés para ellos hacerlo; y, con los pecadores, todos los fatigados y cargados con las labores y aflicciones de esta vida. Pero, como exigen los médicos y los abogados, hemos de acudir a Él para que nos salve y alivie según su plan y siguiendo sus prescripciones, ya que Él es nuestro Médico (Lc. 4:23; 5:31) y nuestro Abogado (1 Jn. 2:1). La bendición prometida a los que acudan a Él es: Y yo os haré descansar. El pronombre yo es enfático en el original, como contrapuesto a todos los que prometían (y prometen) descanso con sus normas y enseñanzas humanas, pero son incapaces de dar el verdadero descanso. ¡Cómo no va a descansar el que se sabe salvo en sus manos (Jn. 10:28) y seguro en su corazón (Jn. 15:9–11)! Pero el descanso supone labor, y el descargo, la carga. A Cristo no puede acudir ni el indolente ni el impaciente. El cuarto mandamiento del Decálogo tiene dos partes: primera, «seis días trabajarás, y harás toda tu obra»; segunda, «mas el séptimo es sábado (reposo) para Jehová tu Dios». Ambas cosas están mandadas, pero pocos son los que recuerdan la primera parte, si bien todos tienen bien presente la segunda.
(B) Hemos de llegarnos a Jesús como a nuestro Gobernador y someternos a Él: Llevad mi yugo sobre vosotros (v. 29). El descanso que Cristo promete no es una incitación a la holgazanería, ni una licencia para el pecado, sino un estímulo para el servicio de Dios a quien servir es reinar (v. Ap. 22:3, 5). Cristo tiene un yugo para el cuello, lo mismo que una corona para la cabeza (Ap. 3:11; 2 Ti. 4:8). El llamar a los que están fatigados y cargados, para invitarles a llevar un yugo, parece a primera vista añadir aflicción al afligido, pero la solución está en el adjetivo posesivo mi, como si dijese: «Estáis bajo un yugo que no podéis soportar, ¿por qué no probáis el mío?» Es un yugo de Cristo; Él lo ha designado; como buen carpintero, Él lo ha hecho, como buen maestro Él lo ha llevado primero, aprendiendo obediencia mediante el sufrimiento (He. 5:8); y nos ayuda a llevarlo mediante su Espíritu, el cual nos ayuda en nuestra debilidad (Ro. 8:26). Renunciar al yugo es dar de mano a la obra de Dios.
Comoquiera que este punto del yugo y la carga es el más difícil de la presente lección del Maestro, Jesús añade dos cualificaciones suavizadoras: Porque mi yugo es cómodo, y mi carga ligera (v. 30).
Como si dijese: «No os asustéis por eso; el yugo que yo os voy a imponer es cómodo, está tan apto y ajustado a vuestro cuello, que no os va a producir herida ni rozadura; al contrario, os va a servir de alivio, porque es un yugo forrado de amor». Así son todos los preceptos de Cristo, pues todos están resumidos en esa palabra: amor. «Ama, y haz lo que quieras—escribió Agustín—, porque si en ti está el verdadero amor, de esa raíz tan buena no puede brotar fruto malo». Hay pesos que abruman, y hay pesos que permiten volar; si las alas del avión fuesen de papel, no podría el aparato remontarse ni permanecer en el aire. Al principio, ese yugo puede parecer pesado, pero se hace ligero a medida que se avanza en la obra de la fe, el trabajo del amor y la constancia en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo (1 Ts. 1:3). El peso de la cruz sólo se hace sentir cuando no está sacada del mismo madero en que Jesús fue clavado; por eso, hay que participar de sus padecimientos para participar de su gozo (Col. 1:24). Por eso también, Pablo consideraba ligera la tribulación presente, frente al eterno peso de gloria que el la produce (2 Co. 4:17), ya que entre ambas no cabe comparación en cuanto al «peso específico» (Ro. 8:18).
(C) Hemos de llegarnos a Jesús como a nuestro Maestro y matricularnos en su escuela para aprender sus lecciones (v. 29). Cristo ha levantado una gran escuela y nos ha invitado a ser sus alumnos. Debemos entrar en su escuela, asociarnos a sus alumnos y asistir diariamente a las lecciones que nos da mediante su Palabra y su Espíritu. De este modo hemos de aprender de Cristo y aprender a Cristo (Ef. 4:20), pues Él es, al mismo tiempo, Maestro y Tema, Guía y Camino, y Todo en Todo y en todos.
Dos razones se nos dan aquí para mostrarnos por qué hemos de aprender de Cristo. Digamos de entrada que el verdadero sentido de la frase no es que aprendamos de Su ejemplo a ser mansos, aunque también esto es cierto, sino que vayamos a Él para aprender, porque Él no es orgulloso y duro como los escribas y fariseos, sino suave y compasivo, humilde y condescendiente, sabedor de nuestra debilidad y, por eso, nos impone un yugo suave y una carga ligera, en contraposición al yugo insoportable que los escribas y fariseos imponían, y las cargas que hacían a otros acarrear, mientras ellos no ponían un solo dedo para tocarlas. La primera razón para asistir a la escuela de Cristo es que Él es manso y humilde de corazón. Es manso, y tiene compasión de los ignorantes. Muchos maestros, aunque son competentes y hábiles para enseñar, se enfadan y pierden la paciencia, lo cual desanima grandemente a los alumnos poco brillantes y tardos para comprender; pero Cristo sabe aguantar a los tales y tomarse tiempo para explicarles la lección (v. Lc. 24:25–27). Es también humilde de corazón, y condesciende a enseñar a los pobres y a los principiantes. Explica las «primeras letras», que son como la leche para los bebés, y se adapta a los que poseen poca capacidad para aprender. ¡Cómo anima hacerse alumno de un Maestro como Él! La segunda razón es que, al ser alumnos de Cristo, hallaremos descanso para nuestras almas. El descanso del alma es el reposo más deseable. El único camino seguro para hallar verdadero descanso del alma es sentarse a los pies de Jesús y escuchar sus palabras de vida eterna (Jn. 6:68). El entendimiento encuentra descanso en el conocimiento de Dios y de Jesucristo; el sentimiento halla descanso en el amor de Dios y de Cristo, pues este amor comunica una satisfacción abundante e inefable; y la voluntad encuentra descanso en la amorosa providencia de Dios, que obra en todas las cosas a fin de que todas cooperen para nuestro bien (Ro. 8:28). Paz y seguridad para siempre (1 Ts. 5:3) están destinadas para los que resuelven hacerse alumnos de Cristo.
En este capítulo se nos presentan diversos episodios de la vida y labores de Jesús, en los que se hace patente la oposición que hubo de soportar, tanto de parte de sus enemigos, como de parte de sus parientes más allegados.
Versículos 1–13
Los maestros de la Ley habían corrompido muchos mandamientos al interpretarlos con demasiada laxitud, pero en lo que concierne al cuarto mandamiento del Decálogo, se habían ido al otro extremo, interpretándolo con excesivo rigor. Por eso, lo que aquí desea el Señor poner de relieve es la licitud de las obras de necesidad y de misericordia en día de reposo. Es costumbre el sentar jurisprudencia a base de casos concretos, y en esta forma es como Jesús da la correcta interpretación de la ley divina sobre el sábado.
I. Al vindicar la conducta de los discípulos que arrancaban espigas en sábado, Jesús muestra que en ese día son lícitas las obras de necesidad. Obsérvese aquí:
1. Qué es lo que hicieron los discípulos de Jesús. Acompañaban al Maestro un sábado, y pasaban por un sendero entre los sembrados, y tenían hambre (v. 1). La Providencia dispuso que pasaran por allí para encontrar alivio a su hambre. Dios tiene muchos medios de proveer para los suyos cuando están en necesidad. Al pasar por entre los sembrados comenzaron a arrancar espigas, lo cual estaba permitido en la Ley (Dt. 23:25), para enseñar a su pueblo a ser generosos con el prójimo y no insistir en los derechos de la propiedad privada cuando se trataba de cantidades insignificantes con las que un semejante podía salir del apuro. Aquello era una escasa provisión para Jesús y sus discípulos, pero era lo único que tenían a mano y con eso se contentaban de momento.
2. La ofensa que esto causó a los fariseos (v. 2). A pesar de lo frugal de tal desayuno, los fariseos no consintieron que lo tomasen en paz. No les recriminaron por aprovecharse del trigo ajeno, sino por hacerlo en sábado; arrancar espigas y restregarlas con las manos (Lc. 6:1) era para ellos un trabajo equivalente a cosechar, lo cual estaba prohibido hacer en sábado.
3. La respuesta que Cristo les dio. Los discípulos poco podían decir por sí mismos, pero Jesús salió en defensa de ellos para justificar lo que hacían.
(A) Lo hace y cita precedentes, lo cual era válido en la consideración de los fariseos mismos. Les recuerda el ejemplo de David: ¿No habéis leído lo que hizo David? (v. 1 S. 21:6). David y los que estaban con él tuvieron hambre y comieron de los panes de la proposición, reservados a los sacerdotes (vv. 3–4). Nótese que lo que cualificó a David para comer dichos panes no fue su dignidad de rey, sino su hambre de común mortal. Ni la dignidad da derecho a satisfacer la concupiscencia, ni la condición modesta impide que se tenga en cuenta la necesidad. Por eso, puede hacerse en caso de urgencia y necesidad lo que no es lícito en otro tiempo, con tal que ello no cause deshonor a Dios, daño al propio sujeto o perjuicio directo a la persona de un semejante. Otro ejemplo es el caso de los sacerdotes que realizan mucho trabajo manual en el Templo en día de reposo, sin quebrantar por eso la Ley (v. 5), puesto que el servicio del Templo lo requería, mientras que cualquier otro trabajo manual habría sido una profanación del sábado. Esto nos muestra que en el día de reposo están permitidas las obras de piedad, además de las obras de necesidad, puesto que la ley del sábado estaba destinada a promover, no a impedir, el culto del sábado.
(B) Lo confirma con tres argumentos contundentes:
(a) Aquí hay alguien mayor que el templo (v. 6). Si el servicio del Templo justificaba el trabajo que los sacerdotes llevaban a cabo en sábado, con mayor razón estaba justificado el que los discípulos hicieran aquello en servicio de Cristo. Cristo en un sembrado, era algo mayor que el Templo (el pronombre está en neutro, para darle mayor fuerza,—comp. 11:9—, y menor ofensa, al despersonalizarlo).
(b) Dios desea misericordia, y no sacrificio (v. 7). Jesús cita Oseas 6:6, como lo había hecho en 9:13; allí, en favor de las almas; aquí, en favor de los cuerpos; ya que el sábado había sido instituido para el hombre, no viceversa. Si hubieseis comprendido qué significa … Los escribas y fariseos conocían muy bien la letra de la Ley, pero ignoraban su verdadero sentido (comp. Jn. 5:39, donde el verbo debe traducirse en indicativo). Si hubiesen comprendido el verdadero sentido de la Ley, dada por Dios por Su bondad y compasión hacia los hombres, no habrían tenido por culpables a quienes arrancaban espigas en sábado, forzados por el hambre. No nos basta con conocer bien la Biblia, sino que hemos de esforzarnos por penetrar en su sentido para acomodar a nuestra vida el mensaje de Dios. Se puede citar de memoria cualquier versículo de la Biblia, para mayor tormento suyo (Stg. 2:19). El que lee, entienda—dice la Palabra (24:15; Mr. 13:14). La ignorancia de la significación de la Escritura es especialmente vergonzosa en los que se encargan de enseñar a otros.
(c) Porque el Hijo del Hombre es Señor del sábado (v. 8). Aquí, la razón va más allá de lo expresado en el versículo 6. La ley del sábado, como todas las demás, está en manos del Hijo del Hombre, en las que el Padre puso todo poder y toda autoridad. Cristo podía alterar, dispensar de, y acabar con, la ley del sábado, pues, con Él todo fue hecho nuevo (Ro. 10:4; 2 Co. 5:17) hasta el punto de que todo lo ceremonial quedó destituido de valor y de vigencia (Col. 2:14–17). Esta es ahora la única razón válida—contra judíos inconversos y falsos «testigos»—por la que los cristianos no están obligados a observar el sábado.
Después de silenciar a los fariseos Jesús pasó de allí, entró en la sinagoga de ellos; es decir, de los habitantes de aquella ciudad, en la que presidían precisamente aquellos fariseos que se habían querellado contra Él. Hemos de andar con sumo cuidado, no sea que un incidente cualquiera que nos ocurra en el camino hacia el culto nos distraiga o, peor aún, nos indisponga para una devota y provechosa asistencia a los oficios divinos, especialmente al culto de comunión, como tampoco hemos de permitir que pendencias necias o rencillas personales nos impidan asistir a las ordenanzas del Señor. El diablo cobra ventaja cuando, al sembrar discordia entre los hermanos (2 Co. 2:11), consigue apartarlos del culto y de la comunión con los creyentes.
II. En los versículos anteriores, Cristo había mostrado que son lícitas en sábado las obras de necesidad y las obras de piedad. Ahora va a mostrar que también son lícitas en sábado las obras de misericordia, pues se dispone a sanar en sábado a uno que tenía seca—encogida por parálisis—una mano (v. 10). Aquí vemos:
1. La penosa situación en que se encontraba este pobre hombre. Lucas dice que era la mano derecha (Lc. 6:6) el apócrifo «Evangelio de los Nazarenos» añade que era albañil de oficio, y en tal caso su situación sería todavía más lamentable, al verse impedido de ejercer su oficio. Este hombre estaba en la sinagoga. Quienes pueden hacer poco o tienen poco que hacer, como los enfermos, los viejos y los ricos, bien está que procuren hacer tanto más por sus almas cuanto menos pueden hacer por lo temporal.
2. La pregunta insolente que los fariseos hicieron a Jesús, a la vista de este hombre: Preguntaron a Jesús, para poder acusarle. ¿Es lícito sanar en sábado? No leemos que este pobre hombre se dirigiera a Cristo para que le sanara, pero ellos observaron que Jesús comenzaba a fijarse en él, y sabían que tenía por costumbre ser encontrado por los que no le buscaban y, por eso, la maldad de ellos se anticipó a la bondad de Jesús. ¿Puede alguien atreverse a preguntar si le es lícito a Dios enviar su Palabra y sanar? ¿Es lícito sanar? Inquirir sobre la licitud e ilicitud de las acciones es cosa muy buena, y a nadie mejor que a Cristo se le puede hacer una pregunta semejante; pero los fariseos le preguntaron aquí a Jesús, no para que les instruyese, sino para acusarle.
3. La respuesta que Cristo les da, apela al razonamiento y a la práctica de ellos mismos (vv. 11–12). En caso de que a ellos se les cayera una oveja en un pozo en sábado, ¿no la sacarían de allí? Seguramente que sí, pues el cuarto mandamiento lo permitía, y así decía hacerse, porque el justo cuida de la vida (o del sustento) de sus bestias (Pr. 12:10), y ellos no querrían perder sin más una oveja. ¿Se cuida Cristo de las ovejas? Sí, Él crea, preserva y da provisión al hombre y a la oveja; pero aquí lo dice por los hombres (1 Co. 9:9–10), y de ahí arguye: ¿Cuánto más vale un hombre que una oveja? (v. 12). El hombre, por la naturaleza personal de su ser y por la imagen de Dios que lleva impresa, tiene un valor inmensamente mayor que los brutos animales. Deberían considerar esto quienes tienen mayor solicitud por la cría, por el amaestramiento, el cuidado y la alimentación de sus perros y caballos, que por los pobres de Dios o, quizás, por sus propios familiares.
4. La verdad que Cristo infiere en este caso: Por consiguiente, es lícito hacer el bien en sábado. Ellos habían preguntado: ¿Es lícito sanar? Cristo les contesta que es lícito hacer el bien. En el día de reposo, hay muchas más maneras de obrar bien que asistir personalmente al culto de Dios; una de ellas es obrar el bien, como en este caso; cuando se hace el bien por un motivo de amor y compasión, es un buen obrar, y será aceptado.
5. La curación del hombre por la palabra de Cristo, a pesar de que los fariseos habían de ofenderse por ello (v. 13), y Jesús lo sabía. Ni el deber se ha de dejar sin cumplir, ni las oportunidades de hacer el bien se deben desaprovechar, por miedo a causar ofensa a gente de mentalidad farisaica. Le dijo Jesús al hombre: Extiende tu mano; es decir, obedece a mi palabra y ejercita el poder que yo te confiero. Y él la extendió, y le fue restaurada, sana como la otra estaba. Nótese que ni aun desde el punto de vista de ellos mismos, podían los fariseos acusarle de quebrantar el sábado, puesto que Jesús no había trabajado en prepararle algún remedio o en ayudarle con sus manos a que sanara, sino que se había limitado a pronunciar, en arameo, dos palabras muy breves. Podemos aplicarnos a nosotros mismos esta breve y eficaz receta de Jesús: A fin de mejorar nuestra salud espiritual (y aun corporal), hemos de extender nuestras manos, para obrar de la mejor manera posible, de acuerdo con el poder que Él nos da, para levantar hacia Dios manos limpias en oración, para asirnos de Cristo en momentos de tentación y apuro, para todo esfuerzo santo al servicio de Dios y en provecho del prójimo. Ahora bien, este hombre no podía extender por sí mismo su mano atrofiada, sin embargo, Cristo le manda que lo haga. Cuando Dios nos manda hacer algo o cumplir con un deber para lo cual no tenemos fuerzas naturales, obra con el mismo derecho y con el mismo poder con que Cristo mandó a este hombre que extendiera una mano que estaba seca, totalmente marchita por el encogimiento de su enfermedad, puesto que, con el mandato, nos garantiza la gracia necesaria para poder cumplirlo. Como escribió Agustín: «Dios no manda imposibles, sino que, al mandar, nos instruye a que hagamos lo que podamos, a que pidamos gracia para lo que no podemos, y con su gracia nos ayuda a que podamos». A una viejecita creyente, le preguntó un burlón para tentarla: Si Dios le mandara meter la cabeza por una pared, ¿también lo haría usted? «Sí, señor—contestó ella—mi obligación sería meter la cabeza; y la de Dios, hacer el agujero».
Versículos 14–21
I. Ahora vemos cuán perversa era la disposición de los fariseos contra el Señor (v. 14), enfurecidos por la evidencia contundente de sus milagros, salieron y celebraron una reunión contra Él para ver de destruirle. Lo que más les irritaba era que con los milagros que hacía, no sólo el honor de Él eclipsaba al de ellos, sino también que la doctrina que predicaba era opuesta directamente al orgullo, a la hipocresía y a los intereses mundanos de ellos. Pero ellos querían aparecer como sumamente disgustados por el quebrantamiento del sábado, lo cual era, según la Ley, un crimen que merecía la pena capital. Celebraron una reunión contra Él, no para encarcelarle o exiliarle, sino para ver de destruirle (el mismo verbo griego que en Jn. 3:16), para dar muerte al que había venido a dar vida, y darla en abundancia (Jn. 10:10). ¡Qué indignidad tan enorme cargaban así sobre nuestro Señor Jesucristo, al tratar de destruir como a un forajido indeseable y como a una plaga para el país, a quien era la mayor bendición que el país podía tener y la gloria de su pueblo Israel! (Lc. 2:32).
II. En esta ocasión, Cristo se apartó de allí para esquivar, no el trabajo, sino el peligro, puesto que su hora no había llegado todavía (26:45). Podía haberse escondido o marchado milagrosamente pero escogió el medio ordinario de la huida y el retiro a otro lugar. También en esto se humilló al hacer lo que hacen quienes no tienen otro medio de defenderse, y también nos dio, con su conducta, ejemplo de lo que Él mismo ordenaría a los suyos: cuando os persigan en una ciudad, marchaos a la otra.
Con todo, Cristo no se retiró para su propia comodidad, ni buscó una excusa para dejar de hacer el bien. Siguió haciéndolo incluso cuando se vio forzado a huir por haberlo hecho. Así dio también ejemplo a sus ministros, a fin de que hagan lo que puedan cuando no pueden hacer lo que desean hacer. El pueblo llano le buscaba: Le siguió mucha gente (v. 15). Era un honor para Él, como lo era para la gracia de Dios, el que los pobres fuesen evangelizados, y que, al acogerle favorablemente, todos sus enfermos eran sanados por Él. Cristo vino al mundo para ser el Médico universal; como el sol trae luz a toda la tierra, así también el Sol de justicia traía en sus alas salvación (o sanación) a disposición de todos. Aunque los fariseos le perseguían por hacer el bien Él continuaba haciéndolo, sanando a todos; sin embargo, les encargaba rigurosamente que no le descubriesen (v. 16). La razón es la misma que hemos dado en el comentario a otros lugares (8:4; 9:30).
III. Con su proceder y sus milagros, Jesús cumplía las profecías (v. 17). La profecía que aquí se menciona por lo largo (vv. 18–21) es la de Isaías 42:1–4, y se hace aquí para resaltar la mansedumbre y la compasión de Jesús y, al mismo tiempo, el éxito que habría de tener con su modo de proceder. Consideremos en ella:
1. La complacencia que el Padre tenía en Cristo: He aquí mi siervo, a quien he escogido; mi Amado, en quien se agrada mi alma (v. 18). De aquí podemos aprender:
(A) Que nuestro Salvador era el «Siervo de Jehová» (hebr. ebed Jehová) de Isaías 42. El «siervo de Jehová» era, en primer lugar, Israel; pero aquí, como en Oseas 11:1; Mateo 2:15, Israel sirve de tipo al Mesías (comp. He. 11:26; 13:13). En otros lugares, como Isaías 52:12 y todo el capítulo 53, Israel se pierde de vista y sólo el Mesías ocupa toda la perspectiva. El término griego que traduce el hebreo ebed es pais = hijo o siervo; en este último sentido ha de traducirse aquí, como en 8:6; Hechos 3:13, 26; 4:27,
30. Nadie mejor siervo que Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (Jn. 4:34) y, por hacerla, dejó su trono de gloria, se hizo hombre y llevó nuestros pecados sobre el madero, para alcanzarnos eterna redención. Su lema era Ich dien = sirvo; como Él mismo dijo: No vine a ser servido, sino a servir (20:28; Mr. 10:45). Los hombres piensan que el honor consiste en ser importante; Cristo nos enseña con su ejemplo, que la mayor gloria, lo que da sentido a la vida, no es ser importante sino ser útil. Esto es lo que expresamos cuando decimos: ¿Para qué sirve esto? La dignidad de un siervo se mide por el trabajo que se le encomienda y por la confianza que en él se pone. En ambos aspectos, sobresale Cristo sobre todos los demás siervos de Dios, como vemos por lo que sigue a continuación.
(B) Que Jesús era el siervo escogido por Dios, como la única persona apta para llevar a cabo la gran obra de nuestra redención. Ningún otro estaba cualificado para llevar a cabo la obra de un Redentor, ni para llevar sobre su cabeza la corona de un Redentor; pero Cristo no se lanzó a esta obra por propia iniciativa, sino en obediencia gustosa y amorosa al que le había escogido para llevarla a cabo mediante el cuerpo que le fue preparado por el Padre (He. 10:5) y formado por el Espíritu Santo (1:18, 20; Lc. 1:35).
(C) Que Jesucristo es el amado de Dios, Su amado Hijo.
(D) Que en Jesucristo se agrada la persona (lit. alma) del Padre. Y en Él, en el Amado, nos ha colmado de gracia (lit. nos ha agraciado) Dios (Ef. 1:6). Todo el interés que el hombre caído tiene, o puede tener en Dios, así como todas las gracias que recibe de Dios, se deben a la complacencia que el Padre tiene en la persona y en la obra del Señor Jesucristo, y en esa complacencia están fundadas.
2. La promesa que el Padre le hace en dos cosas:
(A) Que pondría sobre Él el Espíritu Santo (v. 18), en su séptuple forma (Is. 11:2–3), de modo que esté plenamente cualificado en todos los aspectos para la obra que debía llevar a cabo. A quienes Dios llama para cualquier servicio, les cualifica propiamente para tal servicio, pero Jesús recibió el Espíritu, no por medida (Ef. 4:7), sino sin medida (Jn. 3:34), ya que de Él habíamos de recibir todos la gracia y la verdad de la que Él estaba lleno (Jn. 1:14, 16; Ef. 1:23; 4:10, 16; Col. 2:9, 10). Quienquiera que sea elegido por Dios, y en él tenga Dios su complacencia, puede estar seguro de que ha de participar de Su Espíritu, mediante el cual hace a los elegidos semejantes a Él (Ro. 8:29). El Espíritu es el Amor personal de Dios y, por eso, Dios ha derramado Su amor en nosotros mediante Él (Ro. 5:5).
(B) Que tendría mucho éxito en el desempeño de su misión. Dios pone el sello de Su propio poder en aquellos a quienes Él envía. Por eso:
(a) Anunciará juicio a los gentiles (v. 18); es decir, revelará también a los gentiles la rectitud o justicia divina (hebr. mishpath), para que la acepten y la imiten. En este sentido es llamado aquí juicio el Evangelio que Cristo predicó el primero a los gentiles que habitaban en la frontera con Israel (v. Mr. 3:6– 8), y después lo predicó a todo el mundo mediante Sus apóstoles (28:19; Mr. 16:15). Puesto que el Evangelio tiende a renovar los corazones y las vidas de los hombres, ha de ser predicado también a los gentiles.
(b) Y en su nombre pondrán los gentiles su esperanza (v. 21). De tal manera anunciará juicio a los gentiles, que muchos de ellos prestarán atención a sus enseñanzas y las pondrán por obra, y serán así inducidos a poner toda su confianza en Él. El gran objetivo del Evangelio es inducir a las gentes a poner su confianza en el nombre de Jesús (Dios-Salvador). Esta es Su ley: la ley de la fe y del amor (1 Jn. 3:23).
3. La predicción que aquí se hace acerca de Él, de que había de ser manso y pacífico, suave y compasivo, en el desempeño de su misión (vv. 19:20).
(A) Había de llevar a cabo su obra sin ruido ni ostentación: No disputará, ni gritará, ni nadie oirá en las calles su voz (v. 19). Es costumbre en los países meridionales, especialmente en el Medio Oriente, alzar la voz en crescendo en cualquier discusión; pero el reino de Dios no viene con advertencia (Lc. 17:20). Estaba en el mundo, y el mundo no le conoció (Jn. 1:10). Hablaba en voz queda, dulce y atractiva para todos, terrorífica para nadie; no quería imponerse a gritos, sino descender en silencio como el rocío.
(B) Había de llevar a cabo su obra sin rigor ni severidad: No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humea (v. 20). Los hombres suelen ensañarse con los débiles; tanto más, cuanto más cobardes son ellos mismos. ¿Para qué sirve una caña rajada? ¿Para qué seguir aguantando el humo que despide una mecha que ya no da luz ni calor por falta de aceite? Así razonamos a veces y, al contrario que Jesús, desanimamos más a los desconsolados y damos por perdidos a los débiles. Pero demos gracias a Dios por tener en Jesús a un Salvador tan bondadoso y tan paciente, que conoce el barro de que hemos sido formados (Job 33:6), y nos recibe tal como somos, con nuestras debilidades y con nuestras intenciones que son, de ordinario, mejores que nuestras obras, por el impedimento que la carne pone constantemente (Gá. 5:17); no espera perfección de nosotros, sino que requiere tan sólo sinceridad y dedicación, contento de nuestro progreso, por lento que este sea, y sale en nuestra defensa, hasta cuando nuestra conciencia nos acusa severamente (1 Jn. 3:20). Los recién convertidos, especialmente, son débiles como una caña rajada y, como el pábilo que humea, no despiden todavía el «buen olor» de Cristo; así pasaba al principio con los discípulos de Cristo. Pero Jesús tenía con ellos la misma paciencia que tiene con nosotros. Él no desanima a nadie, no desecha a nadie (Jn. 6:37); no rompe del todo ni arroja lejos de sí al que es como una caña rajada, sino que le pone vendas y soportes para que llegue a ser como un cedro del Líbano o una hermosa palmera; no apaga del todo al que es como una mecha humeante, sino que le conforta y le anima a reavivar el fuego (comp. 2 Ti. 1:6), para que ejercite con fruto los dones que le ha dado; el día de los modestos comienzos es el día de la gratitud y de las cosas preciosas (Zac. 4:7, 10). Se insinúa un gran éxito, tras esos modestos comienzos, en la frase: Hasta que haga triunfar la justicia (v. 20). Tanto la predicación del Evangelio en todo el mundo, como la eficacia del Evangelio en el corazón, han de prevalecer. La gracia llegará a sobreabundar sobre el pecado (Ro. 5:20) y llegará a su perfección en la gloria. La verdad acaba por imponerse.
Versículos 22–37
I. Victoria gloriosa de Jesús sobre Satanás en la bondadosa curación de uno que estaba bajo el poder del diablo.
1. El caso de este hombre era muy triste: estaba poseído por el demonio. Este pobre endemoniado estaba ciego y mudo; ¡situación realmente miserable! No podía ver para ayudarse a sí mismo, ni hablar a otros para que le ayudasen. Así también Satanás ciega los ojos de la fe y cierra los labios de la oración.
2. Su sanación fue extraordinaria, tanto más cuanto que fue llevada a cabo en un instante: le sanó. Y, una vez quitada la causa, desaparecieron los efectos: De tal manera que el ciego y mudo veía y hablaba (v. 22). Cuando el poder de Satanás en un alma es quebrantado, se abren los ojos para contemplar la gloria de Dios, y se abren los labios para cantar las alabanzas de Su gracia.
II. La convicción que este milagro produjo en la gente: Y toda la gente estaba atónita (v. 23). Y de ello inferían: ¿No es éste el Hijo de David? Esta pregunta podría entenderse de tres maneras: 1. «Sin duda, debe de ser el Hijo de David, el Mesías prometido, porque ningún otro puede hacer estos milagros». Podría decirse como en Isaías 35:8, el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará.
2. «¿Acaso será éste el Hijo de David?» Era una buena pregunta para comenzar, aunque el contexto da a entender que la investigación no siguió adelante, y se perdió todo interés en la respuesta. En materia tan importante, se debe llegar a una fuerte convicción en la mente para que se llegue a una firme resolución en el corazón. 3. «¿Acaso puede ser éste el Hijo de David?» La partícula interrogativa griega da a entender que se espera una respuesta negativa, como en 7:16; 11:23. Este parece ser el verdadero sentido de la frase. El milagro sugeriría a la gente la posibilidad de que Jesús fuese el Mesías, pero esta suposición sería prontamente acallada, al observar que Jesús no se comportaba como un dominador poderoso, como un rey majestuoso.
III. La cavilación blasfema de los fariseos (v. 24). Estos hombres eran celosos de su propio prestigio, con el que se procuraban grandes alabanzas y pingües ganancias; y, como toda persona orgullosa que depende del aplauso de los demás, estaban envidiosos de lo que Jesús hacía y decía entre las multitudes. Con razón temían que el pueblo, al ver sus estupendos milagros, reconociese que Cristo era el enviado de Dios, y que sus mensajes fuesen recibidos, con mengua de la atención que la gente prestaba a las enseñanzas de escribas y fariseos. Obsérvese:
1. Con qué desprecio hablan de Cristo: Éste; este fulano. No se dignan llamarle por su nombre. Hemos de evitar todo desdén hacia un semejante, por pobre que sea, y por vil que nos parezca. Jesús trató a todos con respeto; con ira, a los fariseos y escribas; con mansedumbre y compasión, a todos los demás: pero a ninguno con desprecio.
2. Con qué expresión tan blasfema se refieren a los milagros de Jesús: Éste no echa fuera los demonios sino en virtud de Beelzebú, príncipe de los demonios. Como no podían negar los hechos, estaba más claro que la luz del mediodía que, a la palabra de Cristo, salían los demonios fuera de los posesos. Así que para evitar esta conclusión de que Jesús era el Hijo de David, no les quedaba otro camino que sugerir malignamente que existía un pacto entre Cristo y Satanás, para que, a la palabra de Jesús, los demonios salieran voluntariamente de los posesos, sin ser forzados a hacerlo en virtud del poder divino de Cristo.
IV. La respuesta de Cristo a esta blasfema insinuación (vv. 25–30). Jesús sabía los pensamientos de ellos. El Señor conoce lo que estamos pensando en todo momento, sabe lo que hay en el interior del hombre (Jn. 2:25); percibe desde lejos nuestros pensamientos (Sal. 139:2). Así Jesús replica a los pensamientos de ellos, porque sabía que esas suposiciones no surgían por sí mismas en la precipitación de la inconsciencia, sino que eran producto de la proterva malignidad de sus perversos corazones. La respuesta que Cristo da a tan vil imputación es contundente y copiosa:
1. Sería muy extraño, y del todo improbable, que los demonios fuesen arrojados en virtud de un pacto con Satanás, puesto que, de ser así, el reino de Satanás se enzarzaría en una guerra civil y se destruiría a sí mismo (vv. 25–26).
(A) Aquí Jesús establece un principio general: Todo reino dividido contra sí mismo, es asolado; en toda sociedad, la ruina común es la consecuencia de mutuas disensiones y luchas. La división conduce a la desolación; si nos enfrentamos, nos quebrantamos, si altercamos unos con otros, somos presa fácil de un enemigo común, como en la famosa fábula de «galgos o podencos». Tanto las naciones como las iglesias saben bien esto a costa de tristes experiencias.
(B) Jesús aplica luego el principio general al caso presente: Si Satanás echa fuera a Satanás (v. 26); es decir, si el príncipe de los demonios echa fuera a sus subalternos, y destruye la obra de los mismos que están bajo su mando, todo el poder y toda la economía de su reino se vendrá abajo; si Satanás llega a un pacto con Jesús, será para su propia ruina, puesto que el objetivo manifiesto de la predicación y de los milagros de Cristo era deshacer las obras del diablo (1 Jn. 3:8), y anular así el poder al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo (He. 2:14). Si Satanás entra en coalición con Cristo para echar fuera a los demonios, ¿cómo, pues, quedará en pie su reino? ¿Contribuir él mismo al derrocamiento de su régimen? ¿Cometer semejante estupidez aquel que es la astucia personificada? (Gn. 3:1; 2 Co. 2:11; Ef. 4:27; 6:11). Ante lo absurdo de esta impía suposición, no cabe otra alternativa que reconocer la victoria de Cristo en noble y leal palestra: Que pase el diablo revista a sus tropas para la batalla, y Cristo será demasiado fuerte para el compacto ejército de Satanás; el reino del diablo no va a caer por la imprudencia del jefe, sino por el poder divino de Jesús.
2. No era extraño, sino totalmente probable, que los demonios fuesen echados fuera por el Espíritu de Dios.
(A) Si no fuera así, ¿en virtud de quién los echan vuestros hijos? (v. 27). Había entre los judíos (Jesús no se refiere a Sus propios discípulos) algunos que, mediante la invocación del Altísimo, o del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, arrojaban demonios en ciertas ocasiones. Josefo menciona algunos que lo hacían en su tiempo; leemos de algunos de los exorcistas ambulantes judíos (Hch. 19:13), y de uno que estaba expulsando demonios en nombre de Jesús, aunque no le acompañaba (Mr. 9:38). Los fariseos no condenaban esta práctica, sino que la atribuían a la obra del Espíritu de Dios, del «dedo de Dios» (comp. Éx. 8:19 con Lc. 11:20, el Espíritu Santo es el «artista» de la Trina Deidad, pues Él es quien dibuja y cincela en nosotros la imagen de Cristo, e indica, da evidencia de la persona y de la obra de Cristo). Por consiguiente, la malévola imputación de los fariseos de que Jesús echaba los demonios por pacto con Beelzebú, mientras que admitían que sus exorcistas los echaban fuera por obra del Espíritu de Dios, era una contradicción manifiesta, nacida del desprecio y de la envidia que sentían hacia Cristo. Los juicios que la envidia sugiere, no surgen de la razón, sino del prejuicio.
(B) Esta obra de arrojar los demonios era una señal evidente y una segura indicación de la aproximación del reino de Dios: Pero si yo echo fuera los demonios en virtud del Espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios (v. 28). Otros milagros de Jesús mostraban que era enviado de Dios; éste mostraba que era enviado de Dios para destruir el reino y las obras del diablo. La actual destrucción del poder del diablo es llevada a cabo por un poder superior: el poder del Espíritu Santo (1 Jn. 4:4). Si la labor que el demonio lleva a cabo en un alma es contrarrestada y destruida por el Espíritu Santificador, no cabe duda de que el reino de Dios ha llegado a esa alma con su gracia, benditas arras de nuestra herencia en la gloria (Ef. 1:14).
3. La comparación de los milagros de Cristo con Su doctrina ponía en evidencia que Jesús, lejos de estar coligado con Satanás, estaba en abierta oposición y hostilidad contra él: ¿Cómo puede alguno entrar en la casa del forzudo y saquear sus bienes, si primero no ata al forzudo? (v. 29). Sólo después de vencer la resistencia del inquilino del inmueble, puede el ladrón llevarse el botín: Y entonces podrá saquear su casa. El mundo estaba y yace todo entero en poder del maligno (1 Jn. 5:19), como lo está toda persona que no ha nacido de nuevo (v. Ef. 2:2); ahí reside Satanás y ahí gobierna. El objetivo del Evangelio de Cristo es saquear el domicilio de Satanás y llevarse cautiva la cautividad (Ef. 4:8), para llamarnos de las tinieblas a su luz admirable (1 P. 2:9) y abolir la muerte, sacando a luz la vida y la inmortalidad (2 Ti. 1:10); del pecado, profundo mal del hombre, a la santidad, supremo bien. Pero el diablo es un forzudo, posee fuerza (v. 1 P. 5:8) y maña (2 Co. 2:11; Ef. 6:11) a un mismo tiempo. Sin embargo Jesús es Dios- Fuerte (Is. 9:6); su poder divino es infinito, y a ese poder no hay forzudo que pueda resistir. Era Cristo quien ataba a Satanás al echar fuera los demonios por medio de Su palabra. Al mostrar con qué facilidad y eficacia podía arrojar a los demonios de los cuerpos de los posesos, nos anima a todos los creyentes a estar seguros de que, por fuerte que sea el poder que Satanás ejerce en las almas de los hombres, Cristo puede destruirlo por medio de Su gracia. Cuando algunos de los peores criminales han sido convertidos por el Evangelio de Cristo y hechos los mejores santos, se ha hecho evidente en extremo que Cristo había saqueado la casa del diablo, y lo seguirá haciendo hasta el final de los tiempos.
2. Esta guerra santa que Cristo lleva a cabo contra el diablo y su reino, es de tal naturaleza, que no admite neutrales: El que no está conmigo, está contra mí (v. 30). En lo que toca a las pequeñas diferencias de puntos de vista entre los discípulos mismos de Cristo, lo cual comporta de ordinario distintas situaciones denominacionales, se nos manda paz, amor y comprensión, no ser de nuestro grupo no equivale a no ser del Señor, a no estar con Él (v. Lc. 9:50): el que no está contra nosotros, está de nuestra parte. Pero en esta gran lucha sin cuartel entre Cristo y Satanás no cabe paz ni posición neutral; el que no está de corazón con Cristo, será considerado como enemigo de la causa de Cristo, contra Cristo. Cristo y Satanás se disputan nuestra posesión total; el uno, para salvación; el otro, para perdición. Debemos, pues, estar enteramente del lado de Cristo, es el lado correcto, y será el lado feliz.
La frase siguiente lleva la misma intención: Y el que no recoge conmigo, desparrama. Era objetivo de Cristo al venir a este mundo, recoger su cosecha congregando en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn. 11:52). Cristo espera y demanda de los que están con Él que se ocupen en recoger con Él. Se engañan quienes se creen religiosos porque están a favor de los cristianos, pero rehúsan entregar a Cristo su corazón y su vida. Si no recogemos con Cristo, estamos desparramando, no basta con no hacer el mal; es preciso hacer el bien.
V. Sigue después un discurso de Jesús sobre los pecados de la lengua: Por tanto os digo. Al tomar ocasión de los malignos pensamientos y de las venenosas palabras de los fariseos (v. 24), Cristo amonesta contra tres clases de pecados de la lengua.
1. La blasfemia contra el Espíritu Santo es el peor de los pecados de la lengua, pues es un pecado imperdonable (vv. 31–32). Estos versículos incluyen:
(A) Una seguridad del generoso perdón de todo pecado, por la gracia de Dios, mediante el cumplimiento de las condiciones que comporta la proclamación de la Buena Nueva (Mr. 1:15). La perversidad de cualquier pecado no será obstáculo para que seamos aceptos a Dios, si de veras nos arrepentimos y creemos en el Evangelio: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres (v. 31). Aunque el pecado se remonte hasta el Cielo, hasta los cielos llega la misericordia de Dios (Sal. 36:5). La misericordia de Dios se extiende incluso a la blasfemia, pecado que profana directamente el nombre y el honor de Dios. Pablo había sido blasfemo, pero fue recibido a misericordia (1 Ti. 1:13). Bien podemos decir: ¿Qué Dios como tú, que perdonas la maldad? (Mi. 7:18). Incluso las palabras blasfemas lanzadas contra el Hijo del Hombre serán perdonadas (v. 32), como en efecto lo fueron las de quienes le lanzaron vituperios y burlas cuando estaba pendiente de la cruz, muchos de los cuales se arrepintieron después y hallaron misericordia.
(B) Una excepción a la regla general anterior, en la blasfemia contra el Espíritu Santo, la cual, en palabras de Cristo, no será perdonada ni en esta época ni en la venidera (vv. 31, 32). Este es, pues, el único pecado imperdonable. Véase cuánta malignidad se encierra en los pecados de la lengua, cuando el único pecado imperdonable es uno de esos pecados. Cuando Jesús dice: Por tanto (v. 31) empalma con lo de: Sabiendo Jesús los pensamientos de ellos, dijo, etc. (vv. 25 y ss.), da a entender con ello que los fariseos habían blasfemado contra el Espíritu Santo y, por tanto, habían cometido el pecado imperdonable. Este versículo 32 ha sido siempre objeto de controversia, pero el contexto general de la Palabra de Dios nos proporciona los datos suficientes para darle una interpretación satisfactoria. No se trata aquí de hablar contra una persona divina, ni de resistir a la operación del Espíritu Santo en el corazón de un incrédulo; tampoco se implica que el hablar contra el Espíritu Santo sea peor que hablar contra el Padre o contra el Hijo. La blasfemia contra el Espíritu Santo consiste en el acto consciente y voluntario de atribuir al espíritu inmundo al poder de Satanás, las obras milagrosas de Cristo, llevadas a cabo mediante el dedo de Dios, el Espíritu de Dios (aparte de toda connotación trinitaria, que los interlocutores u oyentes de Jesús no habrían entendido), el cual da pruebas evidentes, mediante dichos milagros de que la mesianidad de Cristo y la verdad de sus enseñanzas eran incuestionables y comprometedoras. El rechazo voluntario de esta evidencia cierra la puerta al perdón de Dios no por falta de eficacia en la obra del Calvario, ni por falta de gracia y misericordia de parte de Dios, sino porque el que comete dicho pecado se priva voluntariamente a sí mismo de la necesaria disposición para recibir el perdón divino; es como el caso del ciego que se saca los ojos para no ver. Tomás de Aquino emplea la comparación del enfermo del estómago que podría ser sanado con algún remedio si el estómago no lo rechazara. El pecado de 1 Juan 5:16 no tiene nada que ver con esto, y el comienzo mismo del versículo debería ser suficiente para convencerse («si alguno ve a su hermano …»). Discuten los autores si el pecado imperdonable puede darse ahora, una vez que Cristo ya no está físicamente obrando milagros en la tierra, pero, en todo caso, la malévola disposición de los fariseos—que era la verdadera causa del pecado imperdonable—, se puede repetir en todo tiempo. Quienes temen haber cometido el «pecado imperdonable», dan a entender, con ese mismo temor, que no lo han cometido. El único pecado imperdonable es el rechazo del perdón.
También la última cláusula del versículo 32 ha dado pábulo a toda clase de errores. Desde los primeros siglos de la Iglesia sirvió de base para la antibíblica doctrina del Purgatorio (v. por ej. Lc. 16:22; 23:43; Ro. 8:1). Pero dicho versículo no se refiere a pecados que no se perdonen en esta vida, Pero sí en la futura; ni da pie a una segunda oportunidad después de la muerte (v. He. 9:27), puesto que la exhortación a reconciliarse con Dios va seguida de la advertencia sumamente seria de que ahora es el día de la salvación (2 Co. 5:20, 6:2). Marcos 3:29 presenta la blasfemia contra el Espíritu Santo como pecado eterno. La frase de Jesús en Mateo 12:32b se adapta a la concepción judía sobre los períodos de la Historia, dividiéndolos en dos partes: los primeros tiempos (hasta la Venida del Mesías), y los últimos tiempos (después de la Venida del Mesías). La «época venidera» se cierra con el Juicio de Dios que ha de resolver definitivamente el destino eterno de los hombres. Se trata, por consiguiente, de una frase enfática para dar un relieve especial a la declaración de que la blasfemia contra el Espíritu Santo no será jamás perdonada.
2. Cristo habla después de otros pecados de la lengua, además de la blasfemia, para sentar el principio general de que las palabras expresan lo que hay en el corazón: el corazón es la fuente, las palabras son el canal, el corazón es la raíz, las palabras son los frutos. Para que las palabras sean limpias, hay que purificar la fuente; para que el fruto sea bueno, es preciso que el árbol lo sea (vv. 33–35). La conexión con lo anterior es clara.
(A) El corazón es la raíz; las palabras el fruto (v. 33). Si la naturaleza del árbol es buena, dará fruto bueno. Si hay concupiscencia en el corazón, se echará de ver inmediatamente en la conversación; los dientes cariados dan fetidez al aliento. El idioma, y hasta el acento (26:73b), muestra de qué región es una persona. O haced bueno el árbol, y bueno su fruto; esto es, si vuestro corazón es puro, serán puras vuestras palabras y pura será vuestra vida también o haced enfermizo el árbol, y su fruto echado a perder; si el corazón está viciado y corrompido, no se puede esperar un lenguaje decente ni una vida santa. A no ser que el corazón sea transformado, no es posible que la vida sea de veras reformada. Es cierto que el corazón humano es perverso y engañoso más que todas las cosas (Jer. 17:9), pero, gracias a Dios, cabe en él un «injerto» (Ro. 6:5) y, si estamos en Cristo, ninguna condenación hay para nosotros. ¿Cómo es nuestro fruto? ¿Sigue tan amargo como antes? ¿No será de temer que el «injerto no ha tomado»? Y, si no somos de veras nacidos de nuevo, en vano es plantar el árbol en mejor suelo o regarlo más abundantemente.
(B) El corazón es la fuente; las palabras, los canales o arroyos: De la abundancia del corazón, habla la boca (v. 34); lit. del rebosar del corazón; el corazón es como un manantial que constantemente hace rebosar lo que lleva dentro, como una copa que en su fondo albergase un surtidor de agua (comp. Jn. 4:14; 7:38), la cual no tendría más remedio que rebosar. De la misma manera las palabras muestran la naturaleza de lo que mana del corazón (Stg. 3:11–12, para dar a entender que una lengua que dice mal del prójimo no puede, de veras, decir bien de Dios). Sólo la sal de la gracia puede sazonar la palabra, cuando el corazón está dirigido sólo a Dios (Col. 3:23; 4:6). Por eso, Cristo dice a los fariseos: ¿Cómo podéis hablar lo bueno, siendo malos? La gente del pueblo miraba a los fariseos como a los santos de su generación, pero Cristo les llama: ¡Engendros de víboras! Ahora bien, de una naturaleza viperina, ¿qué otra cosa podía esperarse sino dicterios llenos de veneno y ponzoña? ¿Puede una víbora segregar miel? Por eso es tan importante saber con quién se junta uno, ya que la amistad supone constante comunicación: Las malas compañías corrompen las buenas costumbres (1 Co. 15:33). Es difícil conservarse puro cuando, como Ezequiel, se mora con escorpiones (Ez. 2:6), pero hay un remedio eficaz para no sufrir daño del ambiente maligno, y para dar testimonio a una generación de víboras: Comer, como Ezequiel, el rollo de la Palabra de Dios (Ez. 3:1 y ss.) no sólo leerlo o estudiarlo, sino comerlo; es decir, asimilarlo para vivirlo y poder proclamarlo con poder.
(C) El corazón es el tesoro o cofre; las palabras, lo que el cofre encierra (v. 35). El carácter del hombre de Dios se muestra en lo que saca del cofre de su corazón: de un buen tesoro, salen joyas valiosas: gracias, consuelos, experiencias edificantes, enseñanzas iluminadoras, actitudes amables, firmes resoluciones para el bien; la Palabra de Dios, almacenada y vivida, es un tesoro incomparable, que llena de luz, de amor, de poder, a uno mismo y a otros. La verdadera fe es activa por el amor (Gá. 5:6) y no puede menos que producir buenos frutos; de lo contrario, demuestra estar muerta en sí misma (Stg. 2:17). Quien tiene pocos fondos, no puede permitirse muchos gastos, a no ser que desee ir a la bancarrota; otros tienen buen acopio de sabiduría y conocimiento de la Palabra de Dios, pero no son comunicativos; disponen de talentos y dones, pero no aciertan a emplearlos en el servicio de Dios y en el provecho del prójimo. El cristiano cabal, a imagen de Dios, es bueno y hace el bien; tiene un buen tesoro y lo emplea para la gloria de Dios (2 Co. 4:7). En cambio, el hombre malo, no regenerado, saca cosas malas del mal tesoro.
3. Finalmente, Cristo habla de las palabras ociosas (lit. que no trabajan; es decir, inútiles), y muestra que esas palabras (gr. rhema = un dicho, que quizá carece de «mensaje») no son «neutras» o sin malicia, puesto que también de ellas habrá que dar cuenta en el día del juicio (v. 36). Dios se da cuenta de toda palabra que sale de nuestra boca; las frases inútiles e impertinentes que pronunciamos, aunque nosotros no les demos importancia, desagradan a Dios, pues son producto de un corazón vacío de cosas sustanciosas o de amor edificante (v. 1 Co. 8:1–3). Tomemos buena nota de las necedades que decimos, porque las palabras inútiles son como sirvientes que, al formar parte de los talentos que se nos han encomendado, ni nos aprovechan para mejorar nuestro razonamiento y nuestra expresión, ni aprovechan para enriquecer las mentes y los corazones de nuestros semejantes.
A continuación, Jesús concluye con un principio general: Porque por tus palabras (nótese el cambio, en el original, de rhema = dicho, a logos = palabra que comporta un mensaje), serás justificado (declarado inocente), y por tus palabras serás condenado (declarado culpable) (v. 37). El tenor de nuestras conversaciones evidenciará la naturaleza de nuestro carácter. Como dice Broadus «todo el mundo admite el hecho en cuanto a las acciones, y aquí las palabras son las que se discuten … Las palabras son importantes, porque revelan el carácter (vv. 33, 35), y porque afectan a otros poderosamente».
Versículos 38–45
Es probable que los fariseos de los que se habla aquí sean un grupo distinto del de los versículos anteriores, quienes habían cavilado malignamente contra Jesús (v. 24) y no habían dado crédito a las señales que les había ofrecido. Este segundo grupo parece no contentarse con los milagros que Jesús había llevado a cabo y le pide una señal milagrosa que sea para ellos una prueba inequívoca quizá, como en 16:11; Lucas 11:16, «una señal del cielo», como si los milagros que había hecho no fuesen suficientes. Veamos:
I. Cómo se dirigen a Jesús (v. 38). Le dan el título honorífico de Maestro, con lo que aparentan respeto, cuando lo que intentaban era tentarle. No todos los que llaman a Cristo Señor son de verdad servidores suyos (v. 7:21). Le piden: Queremos ver una señal de parte tuya. Estaba muy puesto en razón que desearan ver una señal que Él demostrase, mediante milagros, Su divina misión. Pero no tenían ninguna razón para pedir una señal ahora cuando tantas señales había dado ya. Es connatural a los orgullosos prescribir a Dios lo que debe hacer, y poner luego excusas para no suscribirse a Él; pero tal ofensa nunca servirá de defensa.
II. Respuesta de Cristo a tan insolente demanda.
1. Jesús condena la demanda de ellos como lenguaje de una generación mala y adúltera (v. 39). Imputa este cargo, no sólo a los escribas y fariseos, sino a la nación judía en general. Verdaderamente, eran una generación mala, pues no sólo se habían endurecido a sí mismos contra la convicción que comportaban los milagros de Cristo, sino que se atrevían a desafiarle y menospreciar las señales milagrosas que había llevado a cabo. Era también una generación adúltera, porque aunque no se fuesen tras los dioses falsos tampoco aceptaban al Marido Divino; como una esposa adúltera, se habían apartado en su corazón del Dios con el que estaban desposados por pacto; eran culpables de infidelidad, pues, aunque no fabricaban sus propios dioses, buscaban señales según su propio capricho, y también esto es adulterio espiritual.
2. Jesús rehúsa darles otra señal que la que ya les había dado, la señal del profeta Jonás. Aunque el Señor siempre está dispuesto a oír los buenos deseos y a contestar las sinceras peticiones, no va a satisfacer los malos instintos y las perversas intenciones. Pedís, y no recibís, porque pedís mal (Stg. 4:3). Les fueron dadas señales a quienes las demandaban para robustecer su fe como fue el caso de Abraham y el de Gedeón pero les fueron negadas a los que las demandaban como excusa para su falta de fe.
Justamente podía Cristo haberles dicho: Ya no verán ningún otro milagro; pero notemos su maravillosa bondad: Tendrán una señal de naturaleza muy distinta de las señales que hasta ahora había obrado, y esta señal será la resurrección de Cristo después de estar tres días en el sepulcro. Esta será una señal de tal magnitud que confirmará, sobrepujará, completará y coronará todas las demás. Y aun así, encontraron los judíos una insensata evasión de tal evidencia, al decir: Sus discípulos vinieron de noche, y lo hurtaron (28:13). Nadie tiene una ceguera tan incurable como el que no quiere ver.
A continuación, explica Jesús la señal del profeta Jonás, y les dice: Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches (v. 40). De la misma manera que Jonás salió al tercer día del vientre del gran pez, como si fuese del corazón del mar (Jon. 2:3), así también Jesús había de salir al tercer día del corazón de la tierra; es decir, del sepulcro. Y como Jonás fue despedido de su encierro, para ir a predicar a los de Nínive, así saldría Jesús de la tumba, para dar luego comisión a Sus discípulos de ir a predicar el Evangelio por todo el mundo. Hay quienes pretenden por este pasaje, que Jesús no fue crucificado en viernes, «preparación de la Pascua», porque «tres días y tres noches» = 72 horas, exigen que muriese el miércoles o, al menos, el jueves, pero lo cierto es (y lo confirma, según Lightfoot, el Talmud de Jerusalén) que los judíos contaban como día entero una parte del día, que comenzaba a la puesta del sol. Así que el día entero, y la parte de otros días, que el cuerpo de Cristo pasó en el sepulcro, se cuentan por tres días y tres noches.
3. Cristo toma pie de este símil, para declarar el perverso carácter y la triste condición de la generación en que vivía, una generación que rehusaba ser reformada. Las personas y las cosas pueden manifestarse aquí bajo falsos colores, y los caracteres, como las condiciones, son ahora muy cambiantes. Pero las cosas son realmente lo que son para toda la eternidad.
Ahora Cristo presenta a la generación judía de su tiempo:
(A) Como una generación que había de ser condenada por los hombres de Nínive, porque ellos se arrepintieron por la predicación de Jonás (v. 41). La resurrección de Cristo será para esta generación la señal del profeta Jonás; pero no tendrá sobre ellos el efecto dichoso que tuvo para los ninivitas la señal de Jonás, pues los ninivitas fueron llevados al arrepentimiento que les preservó de la ruina, pero los judíos se iban a endurecer en la incredulidad que les llevaría precipitadamente a la destrucción. Cristo repite sus llamamientos, se sienta y enseña, enseña en las sinagogas. Además de la advertencia que nos hace acerca de nuestro peligro, Cristo nos ha mostrado que nos hemos de arrepentir, y nos ha asegurado aceptarnos a base de tal arrepentimiento. Cristo llevó a cabo muchos milagros, y todos ellos fueron milagros de misericordia. Los ninivitas se arrepintieron por la predicación de Jonás, pero los judíos no se arrepintieron con la predicación de Jesús. La bondad de quienes han tenido menos beneficios y ventajas para sus almas, servirá para hacer más grave la maldad de quienes han tenido a mano mayores ayudas y oportunidades. Quienes a la luz del crepúsculo descubren las cosas que pertenecen a su paz, avergonzarán a quienes andan a tientas a la luz del mediodía.
(B) Como una generación que sería condenada por la reina del sur, la reina de Sebá (1 R. 10:1). Los ninivitas les avergonzarían por no arrepentirse; la reina de Sebá por no creer en Cristo (v. 42). Ella vino de un país lejano para oír la sabiduría de Salomón; sin embargo el pueblo judío no se dejaba persuadir a venir de cerca para oír la sabiduría de Cristo. La reina de Sebá no había recibido ninguna invitación para venir a Salomón, ni promesa de que sería bien acogida; pero nosotros somos invitados a sentarnos a los pies de Cristo y escuchar sus enseñanzas. Ella no podía estar segura de que mereciese la pena hacer un viaje tan largo para ver satisfecho su deseo; pero nosotros no venimos a Cristo con la misma inseguridad. Ella vino de los confines de la tierra, pero nosotros tenemos a Cristo entre nosotros y su voz nos llega de muy cerca: He aquí, yo estoy a la puerta y llamo (Ap. 3:20). Al parecer, la sabiduría que la reina de Sebá buscaba era acerca de materias filosóficas y políticas; pero la sabiduría que se aprende de Cristo es para salvación (2 Ti. 3:15). Ella sólo pudo oír la sabiduría de Salomón, ya que él no podía darle su sabiduría, pero Cristo da Su sabiduría a quienes se allegan a Él.
(C) Como una generación que había decidido continuar bajo el poder de Satán, pues son comparados a una persona de la que ha salido el demonio, pero para volver a ella con fuerza septuplicada (vv. 43–45).
(a) La parábola presenta la posesión demoníaca del cuerpo de un hombre. Como Cristo había expulsado recientemente un demonio y los judíos habían dicho que Jesús tenía un demonio, esto le dio ocasión a Cristo para mostrarles cuán grande era el poder que Satanás ejercía sobre ellos mismos. El enlace con lo anterior se ve mejor en el griego, que habría de traducirse: Mas cuando el espíritu inmundo, etc. La expulsión que Cristo había llevado a cabo con el demonio aludido, fue contundente y definitiva, pues vemos a Jesús diciéndole al demonio: Yo te ordeno: Sal de él, y no entres más en él (Mr. 9:25).
(b) La aplicación de la parábola muestra claramente que Jesús se está refiriendo al «cuerpo» de la nación judía: Así acontecerá también a esta generación malvada (v. 45b), que está resistiendo, y rechazará finalmente el Evangelio de Cristo en su tiempo. Que sirva esto de advertencia a todas las naciones, y también a todas las iglesias (así como a los individuos), para que tengan sumo cuidado de no abandonar el primer amor y de no decaer de la obra de reforma comenzada en ellas, no sea que vuelvan a la maldad de la que parecía que se habían alejado; porque el estado final de aquel nombre vendrá a ser peor que el primero.
Versículos 46–50
Obsérvese: I. Cómo fue interrumpido Cristo en su predicación por su madre y sus hermanos, que
estaban afuera y querían hablar con Él (vv. 46–47). Este deseo le fue comunicado por uno de la multitud.
1. Esto sucedió mientras Él estaba aún hablando a la gente. La predicación de Cristo no consistía en una declamación oratoria; era un hablar sencillo, fácil, familiar y apropiado al caso y a la capacidad de cada uno. Dejó de hablar a los fariseos, porque vio que no podía sacar nada de provecho con ellos, pero continuó hablando con la gente. La oposición que encontremos en nuestro trabajo no debe inducirnos a abandonarlo.
2. Su madre y sus hermanos estaban afuera y deseaban hablarle, cuando deberían haber estado dentro, deseando oírle. Es cierto que tenían la ventaja de conversar con Él en privado cada día, y quizás era eso lo que les hacía menos deseosos de oírle predicar en público. Pero es tristemente cierto que, muchas veces la familiaridad y la facilidad de acceso producen alguna devaluación de las ventajas que con ello se disfrutan. Hay demasiada verdad en aquel proverbio popular: «Cuanto más cerca de la iglesia, tanto más lejos de Dios». Es una pena que esto suceda.
3. No sólo no venían ellos a escucharle, sino que venían a interrumpir a los que estaban escuchándole con agrado. Por Marcos 3:20–35, sabemos que los suyos (evidentemente, sus parientes, puesto que sus discípulos estaban con Él), vinieron a llevárselo, pues decían: está fuera de sí. Es probable que sus familiares, especialmente su madre, sintieran aprensión por la salud de Jesús, ya que predicaba tan continuamente y con tanta vehemencia y, a veces, como hacía poco, sin poder probar bocado (Mr. 3:20). También nosotros nos encontramos, a veces con obstáculos e interrupciones en nuestro trabajo, por parte de amigos y familiares, llevados del afecto familiar más bien que del provecho espiritual. Habrá quien diga: ¿También su madre, que, por el anuncio del ángel, conocía el carácter mesiánico de Jesús, podía caer en semejante equivocación? A esto puede responderse que, si el Precursor se equivocó en la forma en que Jesús había de desempeñar su misión en su Primera Venida, ¿por qué no podía equivocarse también su madre? Esto no es hacerla de menos, sino dejarla en el lugar que la Escritura le asigna, sin privilegios antibíblicos. En otra ocasión ya le había dicho Jesús a María y a José: ¿Cómo es que me buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en los asuntos de mi Padre? (Lc. 2:49). Si ella lo hubiese recordado ahora, quizá no le habría causado esta interrupción, ya que estaba ocupado en los asuntos de Su Padre (v. tamb. Jn. 2:4). ¡Cuántas cosas buenas que nos parecía haberlas escuchado tan atentamente que nunca pensábamos que las olvidaríamos cuando llega la oportunidad vemos que se nos han marchado de la cabeza!
II. Obsérvese igualmente cómo se resintió Cristo de esta interrupción (vv. 48–50).
1. No quiso escucharles: ¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? (v. 48). No es que menosprecie a su madre ni que renuncie al afecto filial, sino que quiere mostrar que el parentesco espiritual va por delante del natural, y que el deber secundario debe ceder el paso al deber preferente, hasta tal punto que los vínculos familiares más estrechos han de ser dejados a un lado cuando entran en conflicto con el afecto y la dedicación que le debemos al Señor (Lc. 14:26). Así que tampoco nosotros hemos de llevar a mal el que nuestros amigos prefieran agradar a Dios antes que agradarnos a nosotros. Más aún, debemos negarnos a nosotros mismos y a nuestra propia satisfacción, antes que hacer cualquier cosa por la que nuestros amigos se vean apartados o interrumpidos de cumplir con sus deberes para con Dios.
2. Cristo aprovechó esta oportunidad para declarar que sus discípulos son preferibles a sus parientes (v. Jn. 7:5) y, por eso, prefiere servir de provecho a aquellos, antes que complacer a éstos. Véase:
(A) La descripción que Cristo hace de sus discípulos: Todo aquel que hace la voluntad de mi Padre (v. 50). No sólo la conoce y habla de ella sino que la hace.
(B) La dignidad de los discípulos de Cristo: Ése es mi hermano, mi hermana y mi madre. Sus discípulos, que lo habían dejado todo para seguirle, y habían abrazado su doctrina, eran para Él más queridos que cualquier pariente, por próximo que fuese, según la carne. Dice Crisóstomo, en su comentario a este lugar: «A su madre nada le habría valido ser madre suya de no haber practicado la virtud … Porque no hay más que un parentesco auténtico: hacer la voluntad de Dios. Y este modo de parentesco es mejor y más noble que aquel» (el de la carne). Fue muy estimulante para todos el que Cristo dijese: He aquí mi madre y mis hermanos (comp. Gá. 4:19; He. 2:11, 17). No era eso privilegio exclusivo de los que le escuchaban entonces; todos los verdaderos creyentes tienen el mismo honor de ser parientes muy cercanos del Señor. Él les ama y conversa con ellos como familiares suyos; les acoge en Su mesa, se cuida de que no les falte nada de lo que les conviene y nunca se avergüenza de Sus parientes pobres, sino que los confesará delante de los hombres, de los ángeles y de Su mismo Padre.
Este hermosísimo capítulo contiene siete parábolas del Señor, emparejadas entre sí las seis primeras, mientras que la última pone especialmente de relieve el resultado final del diverso modo de recibir el gran mensaje del reino de los cielos.
Versículos 1–23
I. Consideremos primero las circunstancias en que Cristo predicó el sermón del presente capítulo.
1. Cuándo lo predicó: Aquel mismo día (v. 1) en que había predicado los mensajes del capítulo anterior. ¡Tan infatigable era el Señor en hacer el bien! Cristo estaba a favor del mensaje matutino lo mismo que del vespertino. Un mensaje de la tarde, si es bien escuchado, lejos de hacer olvidar el mensaje de la mañana, lo fijará mejor, y remachará el clavo con mayor firmeza en su sitio apropiado. Aunque Cristo había encontrado mucha oposición, perturbación e interrupción durante la mañana, no por eso dejó de proseguir su obra; y en la última parte del día, no leemos que encontrase tantas cosas desalentadoras. Quienes en el servicio de Dios atraviesan con celo y coraje por dificultades, hallan con frecuencia que dichas dificultades no vuelven a ocurrir en la medida que ellos temían. Resistamos firmes ante ellas, y huirán delante de nosotros.
2. A quiénes lo predicó: Acudió a Él mucha gente (v. 2), para escucharle. A veces, hay mayor poder en el mensaje cuando hay menor pompa en las circunstancias que lo rodean. Cuando Jesús se sentó junto al mar, acudió a Él mucha gente. Estas multitudes estaban de pie para verle mejor, y atentas a su predicación. Donde está el rey, allí está la corte; donde está Cristo, allí esta la Iglesia, aunque sea a la orilla del mar. Quienes deseen sacar provecho de Su palabra, han de estar dispuestos a ir a donde la palabra se traslade; cuando el Arca se trasladaba en el desierto, todo el pueblo se trasladaba con ella.
3. Dónde lo predicó: Junto al mar. Salió de la casa, pues no había en ella lugar para tanto auditorio, al aire libre. Así como no tenía casa propia en que vivir, tampoco tenía capilla propia donde predicar. Con esto nos enseña, en cuanto a las circunstancias externas del culto, a no codiciar lugares elegantes y majestuosos, sino a sacar todo el provecho posible de las ventajas y conveniencias que Dios nos haya concedido en Su sabia providencia. Cuando Cristo nació, fue apretujado en un establo; ahora, junto al mar, en la misma costa, adonde toda la gente podía acercarse a Él libremente. Su púlpito fue una barca; no era lugar indigno para Aquel Predicador, que con sola su presencia dignificaba y consagraba cualquier lugar; que no se avergüencen, pues, quienes predican a Cristo, aunque tengan que predicar en lugares sin suntuosidades ni conveniencias.
4. Qué mensaje predicó: Les habló muchas cosas (v. 3). De seguro, muchas más de las que aquí se nos refieren. No eran bagatelas las cosas que Él les hablaba, sino verdades de consecuencias eternas.
5. Cómo lo predicó: En parábolas. Era (y es) un modo de enseñar muy corriente y muy provechoso, a la vez que muy agradable de escuchar y fácil de recordar. Tiene sobre las demás ilustraciones la ventaja de comportar en sí misma el mensaje, mientras que algunas historias y anécdotas, aunque se recuerden bien, no están tan conectadas con el mensaje como las parábolas. Nuestro Salvador las usó muchísimo, condescendiendo así con la capacidad, el lenguaje y las disposiciones internas del pueblo.
II. Se nos da después la razón de por qué enseñaba Cristo en parábolas. Los discípulos se sorprendieron de ello, porque hasta ahora las había usado poco; y eso, al dar después la aplicación; pero aquí no la da al pueblo: ¿Por qué les hablas en parábolas? (v. 10). Deseaban que el pueblo entendiese bien lo que Él predicaba; por eso, no dicen: nos hablas, sino les hablas. A esta pregunta Jesús contesta por lo largo (vv. 11–17), dándoles a entender que las cosas de Dios son así más fáciles de entender por parte de los que desean aprender y, al mismo tiempo, más difíciles y oscuras para los ignorantes voluntarios (v. 2 P. 3:5). Una parábola, como la columna de nube y fuego, presenta la cara oscura a los egipcios, para confundirlos, y la cara luminosa a los israelitas, para confortarlos. Además la parábola instala su mensaje en el subconsciente, sin ofender a la persona, al contrario, la dispone para reconocer la verdad desnuda, sin prejuicios personales (v. 2 S. 12:1–13).
1. Jesús explica la razón así: Porque a vosotros os ha sido dado conocer los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les ha sido dado (v. 11). Esto es, los discípulos tenían conocimiento; pero la gente común, no, sino que debe ser enseñada, como los niños pequeños, por medio de tales comparaciones tan sencillas, pues una parábola es como una cáscara que guarda buena fruta para los diligentes pero la guarda de los perezosos. Los misterios de Dios; es decir, lo que Dios se había dignado revelar para nuestro conocimiento, requería un conocimiento que, como primer don de Dios, se daba a los que eran seguidores constantes de Jesús. Cuanto más de cerca se sigue al Señor, y más se conversa con Él, mejor se entienden los misterios que Dios nos ha revelado por medio del Espíritu (1 Co. 2:6–10). Esto se concede a todos los verdaderos creyentes que tienen un conocimiento experimental del Evangelio, pues esta es, sin duda, la mejor clase de conocimiento. Los que no están dispuestos para el alimento sólido, sólo pueden alimentarse de la leche espiritual.
2. Jesús ilustra más extensamente esta razón, y añade que la norma que Dios observa al impartir sus dones es aumentarlos en quienes se aprovechan de ellos, y retirarlos a los que no los usan, sino que los entierran (v. 12).
(A) Hay aquí una promesa para el que tiene algo y usa lo que tiene; tendrá más abundancia. Los favores de Dios son como arras de posteriores favores, donde pone un fundamento, allí va Él a edificar (v. Fil. 1:6).
(B) Hay también una amenaza para el que no tiene; esto es, para el que no tiene cuanto debía tener, porque usa mal, o no usa, lo que tiene: Se le quitará lo que tiene o parece tener. Dios retirará sus talentos de las manos de aquellos que dan muestras de ir rápidamente a la bancarrota.
3. Jesús explica esta razón en particular, con referencia a las dos clases de gente con las que Cristo tenía que ver en la presente ocasión.
(A) Algunos eran ignorantes voluntarios, y se limitaban a entretenerse con las parábolas: Porque viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden (v. 13). Éstos habían cerrado sus ojos contra la clara luz de la sencilla predicación de Cristo y, por eso, ahora eran dejados en la oscuridad. Justo es que Dios retire Su luz a quienes cierran los ojos contra ella.
Con esto, se cumplía la Escritura (vv. 14–15). Es una cita tomada de Isaías 6:9–10, la cual se repite nada menos que seis veces en el Nuevo Testamento. Lo que se dijo de los pecadores endurecidos en tiempo de Isaías, se cumplió también en tiempo de Jesucristo y todavía se está cumpliendo diariamente. Aquí tenemos:
Primero: Una descripción de la ceguera voluntaria, que es el pecado específico de ellos: El corazón de este pueblo se ha engrosado (v. 15), lo cual denota torpeza e insensibilidad, pues el corazón cubierto de grasa se vuelve insensible a las impresiones y pierde actividad en su movimiento. Y cuando el corazón se engruesa de esta manera, no es extraño que los oídos se endurezcan. Y como también han cerrado los ojos a la luz, decididos a no ver la luz que vino a este mundo, que es el Sol de Justicia, se quedan así desprovistos de los dos sentidos por los que se aprende todo o casi todo.
En segundo lugar, una descripción de su ceguera judicial, que es el justo castigo de su pecado: Para no ver nada con sus ojos y no oír con sus oídos; como si dijese: «Los medios de gracia de que disponéis, no os serán de ningún provecho; aunque por misericordia hacia otros, continuarán dándose». La condición más triste en que una persona puede hallarse es asistir a los cultos con un corazón engrosado y unos oídos insensibles.
En tercer lugar, la terrible consecuencia de todo esto: Y no entender con el corazón, y convertirse, y que yo los sane. Nótese que el ver, oír y entender son necesarios para la conversión; porque, Dios, al impartir Su gracia, se comporta con los hombres como lo que son: agentes racionales, los atrae con cuerdas humanas, cambia el corazón al abrirles los ojos, y los saca del poder de Satanás al hacer que se conviertan de las tinieblas a la luz (Hch. 26:18). Todos cuantos se vuelven de veras a Dios, serán sanados por Él con toda certeza.
(B) Otros fueron eficazmente llamados a ser discípulos de Cristo y estaban realmente deseosos de ser enseñados por él. Por medio de estas parábolas, las cosas de Dios se les hacían más sencillas y fáciles, más inteligibles y familiares, y más aptas para ser recordadas (vv. 16–17). Cristo habla de esto:
(a) Como de una bendición: Bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen. Como si dijera: «Es una dicha para vosotros, una felicidad por la que estáis en deuda con el especial favor y la bendición de Dios». El que el oído oiga, y el ojo vea, es obra de Dios. Es una obra de gran bendición, que se verá cumplidamente perfeccionada cuando los que ahora ven mediante espejo borrosamente, vean entonces cara a cara (1 Co. 13:12). Los Apóstoles estaban destinados a enseñar a otros y, por eso, fueron bendecidos con manifestaciones especialmente claras de la verdad divina.
(b) Como de una bendición trascendente, deseada por, pero no concedida a, muchos profetas y justos (v. 17). Los profetas y santos del Antiguo Testamento tuvieron vislumbres de la luz del Evangelio, pero deseaban ardientemente conocer más (1 P. 1:10–12). Quienes ya conocen algo de Cristo, no pueden menos de ambicionar el conocer más y más. Había, y hay todavía, una gloria que ha de ser revelada; había algo en reserva, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros (He. 11:40). Está bien que consideremos de qué medios disfrutamos, y qué descubrimientos se han hecho para nosotros, en esta era del Evangelio muy superiores a los que tenían y disfrutaban los que vivieron bajo la dispensación antigua.
III. Una de las parábolas que el Salvador expuso, la primera de esta serie, es la parábola del sembrador y de la semilla. Las parábolas de Cristo están tomadas de las cosas comunes y ordinarias, de las más obvias, que pueden observarse en la vida diaria y están al alcance de las capacidades del vulgo. Cristo escogió este método, para que las cosas espirituales pudiesen entrar con más facilidad en nuestro entendimiento y, al mismo tiempo, para enseñarnos a meditar con gusto en las cosas de Dios mediante la contemplación de las cosas que con tanta frecuencia caen bajo nuestra observación; y, de este modo, mientras nuestras manos están ocupadas en los negocios seculares, nuestro corazón, no sólo no sea impedido para elevarse a las cosas celestiales, sino que incluso sea ayudado a ello por todo lo que nos rodea en el medio en que nos movemos. De esta forma, la Palabra de Dios puede estar siempre hablándonos con toda familiaridad.
La parábola del sembrador es suficientemente clara y sencilla (vv. 3–9), pero Cristo mismo se encargó de explicarla, ya que era Él quien mejor conocía su significado: Vosotros, pues, escuchad la parábola del sembrador (v. 18). Como si dijese: «Ya habéis escuchado la parábola, pero vamos a repasarla de nuevo». Sólo cuando oímos correctamente la Palabra de Dios, y con buena intención, entendemos de veras lo que estamos escuchando. De nada sirve el oír, cuando falta el entender. Es cierto que la gracia de Dios nos da el entender, pero nuestro deber es tener la mente en actitud receptiva. Por consiguiente, comparemos ahora la parábola con la exposición de la misma.
(A) La semilla sembrada es la Palabra de Dios, que aquí se llama el mensaje del reino (v. 19); es decir, del reino de los cielos. Esta semilla de la Palabra de Dios parece, a veces, como el grano de trigo, una semilla seca y muerta, pero todo el producto posterior está virtualmente en ella; es una semilla incorruptible (1 P. 1:23). El sembrador es todo el que predica la Palabra de Dios; de una manera especial, y en aquellas circunstancias, Jesús mismo (v. 37). Cuando se predica a una multitud, se está sembrando la Palabra; no sabemos dónde cae el grano (cómo es recibido), pero nuestro deber es sembrar buena semilla, sana, limpia y abundante. El motivo principal de que sean pocas las conversiones de gentes que escuchan el Evangelio y de que crezcan poco los creyentes de las congregaciones, es la falta de semilla buena, sana y abundante, como lo reconocía el jesuita portugués Vieyra respecto de su propia Iglesia de Roma.
(B) El terreno donde cae la semilla es el corazón de los oyentes, los cuales están dispuestos de muy diversa manera. El corazón humano es como un terreno capaz de mejora para llevar buen fruto; es una pena que esté descuidado y en barbecho. Pero como pasa con el terreno material, hay algunas clases de ese terreno espiritual que, a pesar del trabajo que se toma el agricultor en trabajarlo y sembrar en él buena semilla, no da el fruto deseado, o lo da poco y malo, mientras que el suelo bueno devuelve con creces el fruto de lo que se ha sembrado. Las diferentes clases de caracteres humanos, y la correspondiente disposición del corazón, están aquí representadas en cuatro clases de terreno, de las cuales, tres son malas, y una buena. El número de los que oyen sin provecho la Palabra de Dios es muy grande, incluso entre los que la oyeron de labios de Cristo mismo.
(a) El terreno de junto al camino (vv. 4, 19). Había senderos por entre los campos (12:1), y la semilla que caía allí no penetraba en la tierra y, por consiguiente, venían los pájaros y se la llevaban. Veamos:
Primeramente, qué clase de oyentes son comparados al terreno de junto al camino: Los que oyen el mensaje del reino, y no lo entienden (v. 19). No le prestan atención, y así no lo reciben, sino que la semilla resbala sobre la mente de ellos, como dice el refrán, «por un oído les entra, y les sale por el otro»; han venido por curiosidad, por rutina o por acompañar a otros, no con el propósito de sacar provecho; así que, al no atender, no les hace ninguna impresión la Palabra sembrada.
En segundo lugar, por qué no sacan ningún provecho de la predicación: Viene el Maligno, y arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Tales oyentes, distraídos, poco interesados en lo que oyen, son fácil presa de Satanás, el cual, así como es el gran homicida de las almas, es también el gran ladrón de los sermones. Si no quebrantamos ni siquiera la superficie del terreno en barbecho, y preparamos nuestro corazón para la Palabra, y no la cubrimos luego con la meditación y la oración; si no atendemos con interés a lo que se siembra, somos como el terreno de junto al camino.
(b) El terreno pedregoso: Otra parte cayó en pedregales (vv. 5–6); aquí están representados los oyentes que reciben buenas impresiones de la Palabra, pero estas impresiones son de corta duración (v. 21). Aquí hemos de considerar:
Primero: Hasta dónde llegaron: (i) Oyeron la Palabra; no le volvieron la espalda, ni le cerraron los oídos. Pero el mero oír de la Palabra no nos va a llevar al Cielo. (ii) La recibieron al momento (v. 20), la semilla brotó pronto (v. 4); surgió a la superficie antes que la que fue sembrada en buen terreno. Los hipócritas, así como los propensos a las emociones súbitas, son los que, con mucha frecuencia, toman la delantera a los buenos cristianos en las externas demostraciones de profesión cristiana, y parecen tan fervorosos que cuesta trabajo contenerlos. Han recibido la semilla pronto, pero sin profundizar en su significado para una vida cristiana consecuente. Cuando se come sin masticar no se puede esperar una buena digestión. (iii) La reciben con gozo. Hay muchos que quedan encantados de un buen mensaje, y hasta se deshacen en alabanzas del predicador, pero no sacan ningún provecho de la Palabra. Muchos degustaron (cataron con gusto, como un buen vino) la buena Palabra de Dios (He. 6:5), pero, enrollado bajo la lengua, había algún vicio al que le habían cobrado demasiado gusto, y eso les hizo escupir lo que habían recibido de la Palabra de Dios. (iiii) La retienen por algún tiempo (v. Lc. 8:13). Hay muchos que se sostienen por algún tiempo, Pero no llegan al final; corrían bien, pero algo les paro los pies (v. Gá. 5:7).
Segundo: Cómo fracasaron, para no dar fruto perfecto: No tenían raíz en sí mismos; no había firmes convicciones en sus mentes, ni decididas resoluciones en sus corazones. Puede darse el tallo de una profesión donde no hay raíz de convicción. Donde no hay firmeza, no se puede esperar perseverancia, por mucha profesión que se ostente. El elemento vital es la raíz, porque no sólo sirve de alimento, sino también de soporte; por eso, cuesta más arrancar un árbol que derribar una estatua de granito, pues para esto último basta con un agujero en la base y un sencillo movimiento de palanca, mientras que el árbol está firmemente entrañado en la tierra por medio de sus raíces.
Viene el tiempo de la prueba, y todo se queda en nada: Al venir la aflicción o la persecución por causa de la Palabra, luego tropieza. Después de ocasiones de bonanza suele venir la tormenta de la persecución, para poner a prueba a los profesantes y mostrar quiénes habían recibido la Palabra con sinceridad, y quiénes no. Todo creyente debe estar preparado para el mal tiempo. Cuando llega el tiempo de la prueba, los que no tenían raíz, se ofenden y tropiezan (gr. se escandalizan); primero, discuten su propia profesión («esto no es lo que yo esperaba», etc.), y luego la dejan del todo. La aflicción o persecución está aquí representada en el sol (v. 6) con su calor intenso, que socarra y agosta (comp. Ap. 7:16); el mismo sol que ablanda la cera endurece el barro; el mismo calor solar que acaricia y sustenta lo que está bien enraizado, marchita y abrasa lo que tiene poca raíz. La prueba sacude a unos, y refuerza a otros (v. Fil. 1:12). Obsérvese cuán deprisa se echaron a perder los representados en este segundo terreno. Una profesión (o «falsa decisión») hecha con poca reflexión, suele ser de corta duración: Se va tan deprisa como vino.
(c) El terreno espinoso: El que fue sembrado entre espinos (vv. 7, 22). Este terreno aventajó al primero, pues recibió la semilla; también aventajó al segundo, puesto que echó raíces hondas; pero, en fin de cuentas, tampoco dio fruto, debido a los estorbos que encontró en su crecimiento; las piedras no dejaron que la raíz prosperara; los espinos impidieron que prosperara el fruto.
¿Cuáles fueron estos espinos que ahogaron, sofocaron, la Palabra? En Lucas 8:14, se nos dice que son de tres clases: preocupaciones, placeres y riquezas. Mateo menciona dos (v. 22):
El afán de este siglo; es decir, las preocupaciones mundanas. La preocupación por el mundo venidero favorece el brotar y el crecer de esta semilla, pero la del mundo presente sólo sirve para ahogarla. Con gran propiedad comparó el Señor los afanes de este mundo con los espinos, puesto que punzan y tienen en vilo a la mente, arañan y lastiman con sus desengaños, y enredan y atan con los lazos de perversas conexiones, hasta que se cauteriza la conciencia (1 Ti. 4:2), y se vuelve insensible a las influencias de la gracia. Por eso, esta clase de terreno está próxima a ser maldecida y termina por ser quemada (He. 6:8). Estos espinos ahogan la Palabra de Dios, pues las preocupaciones mundanas son un gran estorbo para el aprovechamiento de la Palabra de Dios y el consiguiente crecimiento espiritual, puesto que chupan la savia que el alma necesita para avivar en sí las cosas divinas. (¡Qué maravillosa lección de Psicología Profunda nos da aquí el Maestro!) La preocupación y congoja por muchas cosas, suele ir acompañada del descuido de la única necesaria (Lc. 10:41. Nótese la repetición del nombre propio: «Marta, Marta». Las 7 veces que eso ocurre en la Biblia; Gn. 22:11; 46:2; Éx. 3:4; 1 S. 3:10; Lc. 10:41; 22:31; Hch. 9:4; comportan, de parte del Señor, una solemne advertencia).
El engaño de las riquezas. Quienes, mediante su habilidad y laboriosidad han amasado una fortuna, están expuestos a un doble peligro: primero, pensar que el acumular riquezas no encierra ningún riesgo; segundo, pensar que las riquezas pueden procurarle a una persona todo lo que necesite y todo lo que apetezca. Ambas suposiciones son falsas; ni las riquezas están exentas de peligro, ni lo consiguen todo, pues los ricos no están exentos de problemas, de aflicciones ni de enfermedades. Poner en las riquezas toda la confianza equivale a ahogar la semilla de la Palabra de Dios. Oigamos el admirable comentario del gran Crisóstomo: «No dijo el Señor: “el siglo”, sino “el afán del siglo”; ni “la riqueza”, sino “el engaño de la riqueza”. No les echemos, pues, la culpa a las cosas, sino a nuestra dañada intención.
Porque posible es ser rico, y no dejarse engañar por la riqueza; y vivir en este siglo, y no dejarse ahogar por las solicitudes del siglo».
(d) El terreno bueno (vv. 8, 23): Una parte cayó en tierra buena, y dio fruto. No es mera coincidencia, sino lógico resultado y de gran consolación, que la buena semilla dé fruto cuando se encuentra con buen terreno, y no se pierda nada: éste es el que oye y entiende la Palabra, y da fruto (vv. 23). ¡Lástima que esta sea una cuarta clase de terreno, pero no una cuarta parte de los que oyen el mensaje de salvación!
Ahora bien, lo que distingue a estos últimos de todos los anteriores es, en una sola palabra, la fructuosidad (comp. 2 P. 1:8). No dice el Señor que este terreno no tuviera piedras o espinos, sino que no había nada que fuese un estorbo para impedir el crecimiento o el fruto. El cristiano espiritual no es el que está perfectamente libre de los obstáculos y tentaciones que el mundo presenta, sino el que, al asirse fuertemente de la gracia de Dios y del poder del Espíritu, prevalece contra todo, haciéndose fuerte en medio de la natural debilidad (2 Co. 12:9–10).
Los oyentes representados en esta cuarta clase de terreno son:
Primero: Oyentes atentos: Oyen y entienden la Ppalabra; no sólo entienden el sentido del mensaje, sino que se interesan en él, de la misma manera que un hombre de negocios pone interés constante en las cosas de su negocio.
Segundo: Oyentes fructíferos: Dan fruto, lo cual es una evidencia de su buen entendimiento y de sus firmes convicciones. Damos fruto cuando ponemos en práctica la Palabra, y obramos conforme a lo que se nos ha enseñado.
Tercero: Diferentes en cuanto a la cantidad (no a la calidad) del fruto que producen; unos, a ciento; otros, a sesenta; y otros, a treinta. Entre los verdaderos creyentes, unos producen más fruto que otros, o porque recibieron mayores gracias, o porque utilizan mejor las que recibieron; todos los alumnos de Cristo no están en la misma sección. Pero si el suelo es bueno, y el fruto es sano, los que dan el treinta por uno serán benignamente aceptados por Dios, y les será reconocido su fruto como abundante.
Finalmente, Jesús cierra esta parábola con una llamada solemne a prestar atención: El que tiene oídos para oír, oiga (v. 9). El sentido del oído en nada se emplea mejor que en oír la Palabra de Dios. Hay personas de oído muy fino para la música, pero no hay mejor melodía que la de la Palabra de Dios: Tus estatutos son cantares para mí en mi habitación de forastero (Sal. 119:54). Otras personas están siempre a la caza de noticias frescas (Hch. 17:21); pero ¿hay alguna noticia tan sorprendente y regocijante como el Evangelio?
Versículos 24–43
I. Cristo añade otro motivo para hablar en parábolas (vv. 34–35): Todo esto habló Jesús en parábolas a la gente, porque no había llegado aún el tiempo en que habían de ser declarados con mayor profundidad y plenitud los misterios del reino. Cristo ensaya todos los métodos posibles para hacer el bien a las almas de los hombres. Cuando éstos no están en disposición de recibir enseñanza clara, la da envuelta en parábolas sencillas, las cuales, además de atraer la atención del auditorio, estimulan a reflexionar. Los mejores profesores, como los mejores libros, no son los que dicen más cosas, sino lo que enseñan al alumno (o al lector) a reflexionar e investigar más por cuenta propia. Con estas parábolas declaraba Cristo a sus oyentes lo escondido desde la fundación del mundo (v. 35) o, como dice la cita del Salmo 78:2, «los arcanos del pasado». Todavía quedaba, para la era de la Iglesia, una clarificación más abundante (v. Ef. 3:9).
II. Después de explicar la parábola del sembrador, Jesús pasa a referir la parábola de la cizaña, que más tarde había de explicar a sus discípulos.
1. Los discípulos le pidieron a Jesús que les explicase esta parábola (v. 36); pero, antes, Jesús dejó marchar a la gente (o dejó a la gente). Es de temer que muchos de ellos quedasen tan vacíos de sabiduría como habían llegado. Da pena pensar cuántos son los que se marchan de los sermones con la palabra de la gracia en sus oídos, pero sin la obra de la gracia en su corazón. Cristo se fue a casa, no tanto para reposar como para conversar en privado con sus discípulos. Éstos aprovecharon la oportunidad, y se acercaron a Él. Quienes deseen tener sabiduría para cualquier asunto de la vida espiritual, deben ser expertos en discernir y aprovechar las oportunidades, especialmente para tener comunión con el Señor y sacar provecho de Su Palabra. Perdemos, a veces, el beneficio de un buen mensaje por entretenernos después en vanas e inútiles conversaciones. Si, en lugar de eso, hablásemos después en privado sobre el mismo tema con el predicador o con otro hermano, sacaríamos más provecho de la predicación que se hace en público.
La petición de los discípulos al Maestro fue: Explícanos la parábola de la cizaña del campo. Esto implica un reconocimiento de su ignorancia, y no les daba vergüenza confesarlo. Los que se percatan de su ignorancia y desean sinceramente aprender más, son los que están bien dispuestos para recibir las enseñanzas de Cristo. Jesús les había explicado la parábola anterior sin que se lo pidieran, pero respecto a esta otra le piden la explicación. Cuando se ha recibido con gusto una primera luz y su gracia consiguiente, se está con hambre de mayor luz y de mayor gracia, y hemos de orar al Señor diariamente para que nos aumente el apetito.
2. Sin más dilación, Cristo les explicó la parábola. El objetivo de esta parábola es poner ante nuestra vista tanto el estado presente como el futuro del reino de los cielos: El cuidado que el Hijo de Dios tiene de que el mensaje de su Palabra sea sembrado en el mundo, y la hostilidad del diablo contra dicha palabra de salvación, a fin de impedir que lleve fruto. (Es una pena que, a partir de Crisóstomo y de Agustín de Hipona principalmente prosperase, no sólo en la Iglesia de Roma, sino entre las iglesias directamente nacidas de la Reforma, la idea de que «el mundo», en esta parábola, significa «la Iglesia» y que, por tanto, buenos y malos, trigo y cizaña, pueden estar hoy juntos en la Iglesia, hasta la separación final. Sería prolijo analizar el inmenso daño que ha producido la idea de esta Iglesia-Estado. Nota del traductor.) En esta era el reino de los cielos no domina en la tierra, sino que los que nacen de nuevo son los que entran en el reino; en la era futura se hará la separación: unos saldrán para resurrección de vida, y otros para resurrección de condenación (Dn. 12:2; Jn. 5:29). Veamos ahora los detalles de la parábola:
(A) El que siembra buena semilla es el Hijo del Hombre (v. 37). El Señor de la cosecha es también el Gran Sembrador de la Palabra de Dios. Toda buena semilla que hay en el mundo, viene de las manos de Cristo; las verdades que se predican, las gracias que se plantan, las almas que son santificadas, deben su origen y condición a esta semilla de Cristo. Los ministros de Dios son los instrumentos, en las manos de Cristo, para la siembra de la buena semilla.
(B) El campo es el mundo (v. 38). No lo pudo decir el Señor más claro. Todo el mundo es el campo, y en todo él quiere Cristo que se siembre la semilla de la verdad (Mr. 16:15), porque Dios desea que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Ti. 2:4). Es de lamentar que, al ser mundo un campo tan grande, sean relativamente muy pocos los que producen buen fruto.
(C) La buena semilla son los hijos del reino; no sólo en profesión, como lo eran los judíos por ser el pueblo escogido, y considerarse salvos por ello (8:12), sino en sinceridad y verdad; puede haber espigas que produzcan poco fruto; puede haber granos echados a perder en la misma espiga; pero toda y sola la buena semilla representa a los verdaderos creyentes; estos tienen acceso a los privilegios del reino mesiánico, porque producen los frutos de él (21:43).
(D) La cizaña son los hijos del Maligno (v. Jn. 8:44; 1 Jn. 3:8, 10; 5:19). Estos son los mundanos, que están bajo el dominio de Satanás, y se parecen tanto al diablo en sus tres pecados (orgullo sin límites, envidia homicida y mentira engañosa), que bien pueden llamarse hijos suyos (ya desde Gn. 3:15). Éstos son cizaña en todas partes, y llegan a introducirse de matute en las iglesias (v. Hch. 8:13, 18, 21; 1 Ti. 4:1 y ss.; 6:5; 2 Ti. 4:3; 2 P. 2:1), y hasta llegan a escalar posiciones de autoridad en ellas, como puede verse por las citas que anteceden; pero un día se manifestará que no todos los que están con nosotros son de los nuestros (1 Jn. 2:19). (E) El enemigo que la sembró es el diablo (v. 39); él es el gran enemigo de la humanidad, ya desde el principio (Gn. 3:1 y ss.), y hace todo el mal que puede, no sólo en el mundo que le está sujeto, sino también entre los hijos de Dios aprovechándose de todo resquicio que se le ofrece (1 P. 5:8 «dando vueltas», para encontrar nuestro punto flaco), de toda debilidad, rencilla, discordia, etc., entre los creyentes, y hasta de todo lo que tiene apariencia de celo y de austeridad; y cuando no puede inducirnos a obrar el mal, trata de impedir por todos los medios el que obremos el bien, lo cual es también pecado (Stg. 4:17).
(F) La sembró mientras dormían los hombres (v. 25); es decir, por la noche, cuando los hombres se entregan al descanso. Satanás, como todos los malhechores, se aprovecha de las oportunidades cuando no se vigila. Por eso, hay que ser sobrios y velar, como dice Pedro (1 P. 5:8). Después de sembrar la cizaña, el enemigo se fue, para que no se supiese quién lo había hecho. Cuanto mayor daño está haciendo el diablo, más trata de pasar inadvertido. Lo terrible es que, para que prospere el mal, basta con sembrar la cizaña e irse, pues el mal se propaga por sí solo; mientras que la buena semilla necesita un cuidado constante para que no se eche a perder. Lo mismo pasa con la fruta: una pera podrida echa a perder las peras sanas del montón, mientras que una pera sana no vuelve sanas a las que están podridas.
(G) Cuando brotó la hierba y dio fruto, entonces apareció también la cizaña (v. 26). Es tan perverso y engañoso el corazón humano, que la maldad logra esconderse durante largo tiempo en personas que parecen buenas y honestas; pero cuando llega el tiempo de la prueba, y no puede mantenerse la máscara de Ia hipocresía, las maneras «corteses» dan paso a la pasión violenta y, por el fruto, se manifiesta el carácter de la persona. «¿Cómo será el corazón de un criminal?—ha dicho un escritor—. He llegado a conocer el de un hombre bueno, y es horrible.» Al aparecer la cizaña dijeron los criados al amo del campo: Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? (v. 27). No hay duda de que el Señor siembra siempre buena semilla (1 Jn. 3:9). Cuando vemos el mal que hay en el mundo, nos vemos tentados a preguntar: ¿De dónde viene esto? ¿Cómo consiente Dios tanto mal? (v. Job 9:22–24). Cristo responde: Un enemigo ha hecho esto (v. 28); el enemigo que la sembró es el diablo (v. 39). No echa la culpa a sus siervos. En este mundo, por muy fieles que sean muchos de los ministros de Dios, el mal se extiende y llega a límites inconcebibles, porque ya está en acción el misterio de la iniquidad (2 Ts. 2:7). Todo anticristo que surge en el mundo (1 Jn. 2:18), debe su poder y su autoridad al dragón (Ap. 13:3). El diablo y sus huestes son los conductores, tras las bambalinas del teatro del mundo, de los más terribles males que aquejan a la humanidad (v. Ef. 6:11–12). Es inevitable que haya escándalos (18:7), aunque los siervos de Dios no tengan la culpa de ello; mucho peor, si ellos son los culpables.
(H) Los siervos le dijeron: ¿Quieres, pues, que vayamos y la arranquemos? (v. 28). Esta es la reacción espontánea de un siervo celoso por ver prosperar el negocio de su amo. ¡Cuántos son los que, a la vista de la maldad reinante, reaccionan de esta manera y emplea una violencia dictatorial con la que, al querer arrancar de cuajo el mal, arrancan también gran cantidad de trigo! Pero Dios no piensa como los hombres (Is. 55:8), sino que es rico en benignidad, paciencia y longanimidad (Ro. 2:4), no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento (1 Ti. 2:4; 2 P. 3:9). Por eso dice: No, no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad crecer juntas las dos cosas hasta la siega (vv. 29–30). Dios no envía castigos masivos, porque tendría que estar constantemente haciendo milagros, sino que hace salir el sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos (5:45); cuando envía el granizo, no perdona el campo de un creyente entre los campos de los malvados; ya vendrá la siega (v. 30), que es el fin del mundo (v. 39), y vendrá la separación definitiva y eterna. Esta espera hasta la siega final, no puede aplicarse a la disciplina que la Iglesia debe ejercitar con los herejes y pecadores públicos, puesto que el campo es el mundo, no la Iglesia como replicaban, con toda razón, los donatistas cuando Agustín de Hipona sostenía, por una falsa exégesis de esta parábola, que los herejes y apóstatas deben ser amonestados dentro de la Iglesia, pero no expulsados de ella.
(I) Los segadores son los ángeles (v. 4). Los ángeles, que son siervos del Señor (4:11; 26:53), son enviados también, en esta vida, para servicio a favor de los que van a heredar la salvación (He. 1:14); pero, al final del mundo, reunirán a los escogidos (24:31) para el Cielo, y recogerán (nótese en el original el verbo, distinto del de 24:31) a los malos, la cizaña, para echarlos al horno de fuego (vv. 41–42, comp. con Ap. 19:20; 20:10), que es el Infierno. Serán antes atados juntos (v. 30), para que quienes estuvieron asociados en el pecado, lo estén también en el castigo. El que no sirve para el granero, sólo sirve para el horno; allí será el llanto y el crujir de dientes (v. 42). Bajo la ira perpetua de Dios, el fuego inextinguible, el remordimiento incurable y la compañía indeseable. ¡Cómo no temerán los hombres al que puede echarles para siempre al Infierno! (10:28). ¿Quiénes irán allá? (v. Ap. 20:10; 21:8).
(J) El granjero es el cielo pues allí tienen los escogidos su ciudadanía (Fil. 3:20). Nótese el posesivo mi (v. 30), como señal de lugar doméstico (Ap. 21:3, 7), por eso, no se aplica al horno del versículo 42 compárese con Apocalipsis 21:8. Todo el trigo de Dios será almacenado en el granero de Dios (v. 1 Co. 15:20–23, 42–49). Allí no estará ya más, como está ahora, expuesto al viento y a la tormenta, al pecado y a la aflicción (Ap. 7:16–17; 21:4). No estará lejos de casa, en el campo, sino en la casa del Padre (Jn. 14:2), en su granero.
En la explicación de la parábola, Cristo pone de relieve esta gloriosa y feliz realidad: Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre (v. 43). El supremo honor y la máxima gloria de los justos será participar del resplandor divino que reverberará a través de la lumbrera que es el Cordero de Dios (Ap. 21:23). Ahora nuestra vida está escondida en Dios (Col. 3:3) por eso, no la ve el mundo; la belleza interior del hijo de Dios está aquí eclipsada, muchas veces, por su pobreza y por la insignificancia de su condición exterior; pero entonces brillarán como el sol que sale desde el fondo de una densa nube. Brillarán como el sol, la luz más brillante de este mundo. Quienes han sido aquí luz del mundo, para gloria de Dios (5:16), serán allí soles del Cielo, para su propia gloria (v. Dn. 12:3).
El Salvador concluye, como anteriormente, con la advertencia: El que tiene oídos para oír, oiga.
III. A continuación, expone simplemente el Señor la parábola del grano de mostaza (vv. 31–32). Tanto esta parábola como la siguiente, con la que guarda mucha semejanza no fueron explicadas por Jesús. Los comentaristas difieren en la explicación, tanto de la una como de la otra, según veremos a continuación. En cuanto a la expansión del reino de los cielos—aquí, a la extensión del Evangelio—, obsérvese:
1. Que, de ordinario, es muy débil y pequeña al principio, semejante a un grano de mostaza, el cual a la verdad es menor que todas las semillas (v. 31–32). En muchos lugares, el Evangelio se abre paso como la luz del alba. Los recién convertidos son como corderitos que hay que llevar en brazos (Is. 40:11).
2. Que, a pesar de su pequeñez, el grano de mostaza es una semilla al fin y al cabo y, por tanto, tiende a brotar y crecer. También el Evangelio es, al principio, como una semilla insignificante: no está hinchada de filosofía, no requiere alardes de oratoria puede ser predicada y entendida por pobres e iletrados. A los ojos del mundo parece insignificante y despreciable (v. 1 Co. 1:18–31), pero, como la mostaza, tiene un sabor «picante» que produce impacto en la vida entera y responde a las más perentorias necesidades de la persona humana, al par que da las únicas respuestas satisfactorias a los grandes interrogantes de la existencia. Aclara la mente, inflama el corazón y mueve la voluntad a obrar en todo sobria, justa y piadosamente (Tit. 2:12).
3. Que, finalmente, llega a crecer tanto, que se hace árbol, vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas (v. 32). Gran número de exegetas opinan que la parábola representa el crecimiento normal de la Iglesia en el mundo, hasta llegar a alcanzar vastas proporciones; en este caso, las aves del cielo vendrían a ser—según los antiguos comentaristas—los santos y sabios doctores que la Iglesia ha engendrado. Otros exegetas, sin embargo, ven en este crecimiento desmesurado un fenómeno de «gigantismo»—como lo llama Alfred Kuen—, por el que el cristianismo llegó a degenerar en una Iglesia de multitudes pero no de verdaderos creyentes; en este caso, las aves del cielo son las mismas del versículo 4. Esto habría tenido lugar especialmente a partir del edicto constantiniano del año 313.
IV. Emparejada con la anterior el Señor expone—también sin explicarla—la parábola de la levadura (v. 33). Así como la parábola del grano de mostaza tiene que ver con la cantidad (extensión del Evangelio), la de la levadura dice relación a la calidad de la masa permeada por ella. Como en la anterior, también en la interpretación de esta parábola, difieren diametralmente los exegetas. Tres detalles son dignos de consideración:
1. La levadura es interpretada por muchos como una fuerza penetrante, que todo lo invade, todo lo transforma (4:26), lo revoluciona (Hch. 17:6). Así penetró el Evangelio en todas las mentes, en todas las instituciones, en todos los lugares del Imperio Romano: «Os hemos dejado los templos solos»—gritaba Tertuliano a los gentiles—. Un puñado de iletrados pescadores, con la palabra del Evangelio y el poder del Espíritu, conquistaron el mundo para Cristo, sin armas, sin elocuencia y sin dinero. Es una fuerza que obra de dentro afuera, y transforma al individuo al efectuar en él un cambio sustancial que afecta a todas las esferas de la vida. Y, de la misma manera que cuando el pan está leudado, se mete en horno para cocerlo, así también cuando el creyente está a punto, suele entrar en el horno de la aflicción para ser un pan apto para la mesa del Señor. Sin embargo, otros exegetas hacen ver que la levadura, en la Biblia, sin una sola excepción, es símbolo de corrupción y tiene que ver con el pecado cuando se usa en algún sacrificio. La idea del creyente como pan leudado es totalmente contraria a la enseñanza del Nuevo Testamento (16:6–12; Mr. 8:15; 1 Co. 5:6–7; Gá. 5:9).
2. La mujer, según el grupo de exegetas aludido en primer lugar, aparece aquí simplemente por el hecho de ser ella quien se ocupa en la faena de preparar el pan, sin más significación. Por eso, en el sentido espiritual, esta labor de fermentar la masa con la levadura del Evangelio sería de competencia especial de los pastores y predicadores del Evangelio. El segundo grupo de exegetas ven en la mujer un símbolo siniestro (v. Zac. 5:7–8; Ap. 2:20 y ss.; 17:1 y ss.).
3. Las tres medidas de harina, en las que la levadura fue introducida, son para el primer grupo de exegetas una cantidad considerable, equivalente a un efá, según la costumbre de cocer de una vez el pan suficiente para varios días (v. Gn. 18:6). En sentido espiritual, esta levadura representa la Palabra de Dios escondida en el interior del corazón, para impregnarlo de devoción mediante la meditación amorosa (Lc. 2:51). El segundo grupo de exegetas hace ver la coincidencia de estas tres medidas con el siniestro sentido que Jesús da a la levadura como doctrina de las tres clases de opositores del Evangelio: los fariseos, los saduceos y los herodianos (v. 16:6–12; Mr. 8:15). ¿Cuál era la doctrina específica de estos tres grupos? La tradición, la especulación y la mundanidad respectivamente. Curiosamente, hay un paralelo sorprendente en Colosenses 2:8. ¿Y no son precisamente la tradición, la filosofía y la mundanidad las tres medidas que han leudado el cristianismo oficial hasta corromperlo? Basta con una rápida ojeada a la historia de la Iglesia.
Versículos 44–52
I. A continuación de la explicación que Jesús hace de la parábola de la cizaña, despedida la gente y a solas en casa con sus discípulos (con toda probabilidad, sólo los Doce), Jesús expone otras dos parábolas emparejadas como las anteriores; la única diferencia entre las dos es que el hombre de la primera encuentra accidentalmente el tesoro, mientras que el de la segunda busca perlas finas; en el primer caso, se trata de un trabajador (propietario o jornalero); en el segundo, de un mercader de perlas. Ambas parábolas admiten una doble interpretación: primera, el hombre de ambas es Cristo, quien de tal forma nos estimó, que dio todo cuanto tenía, incluida la vida por comprarnos o redimirnos (volvernos a comprar); de esta idea hay numerosos ejemplos en el Nuevo Testamento (por ej. 1 Co. 6:20; 7:23; 1 P. 1:18–19; 2 P. 2:1). Dos ilustraciones muy convenientes para iluminar esta idea son las siguientes: La primera—muy conocida—es la del niño que hizo un barquito de madera y lo perdió después en el río; lo encontró más tarde en una tienda y cuando llegó a reunir suficiente dinero para comprarlo, lo «redimió» y dijo: ahora eres mío doblemente: porque te hice y te compré. La segunda—menos conocida—es el caso realmente sucedido en la corte de Versalles, donde, de noche y en un pasillo oscuro un embajador de España perdió una moneda de diez céntimos. Para encontrarla, encendió un billete de mil pesetas (único combustible o luz de que disponía); cuando un colega le reprochó la locura de tal proceder, replicó quijotescamente: El billete no lleva la imagen de mi rey, pero la moneda sí, y no consiento que nadie la pise. Por baja que haya descendido una persona humana, todavía quedan en ella rasgos de la imagen divina, y no podemos estimar en poco lo que Dios estimó tanto, que entregó a la muerte de cruz a Su propio y único Hijo, para rescatarla del abismo de perdición. La segunda interpretación es la tradicional, que damos a continuación. Hasta ahora, Cristo había comparado el reino de los cielos a cosas pequeñas, pero ahora lo compara a dos cosas de gran valor:
1. A un tesoro escondido en un campo, de tal valor, que quien lo encuentra, vende todo lo que tiene por adquirirlo.
(A) Parece lo más natural que el tesoro escondido es la bendición que supone servir a Cristo y ser súbdito del reino de los cielos. Este tesoro como el agua viva del pozo de Jacob (en sentido espiritual) está escondido a los ojos de la carne, pero aquellos cuyos ojos espirituales han sido iluminados por el Espíritu Santo (Ef. 1:18), ven el tesoro (Jn. 3:3) y se apresuran a adquirirlo. No está escondido en un huerto cerrado, sino en un campo. Allí está esta mina de oro, todo el que quiera puede llegarse a ella y sacar provecho, con tal que vaya por el camino recto y emplee el método correcto.
(B) Gran cosa es descubrir este tesoro y el inmenso valor que encierra. Las minas mejores se encuentran con frecuencia bajo terrenos que parecen estériles al exterior. Para los inconversos, la Biblia es un libro más. Pero quienes se llegan a la Escritura con las debidas disposiciones, encuentran en ella un tesoro inagotable: Cristo y la vida eterna (Jn. 5:39).
(C) Quienes disciernen bien el valor de este tesoro, no paran hasta que lo han conseguido. Llenos de alegría, pagan cualquier precio por tenerlo. En comparación con él, todo lo demás no tiene valor alguno (comp. Cnt. 8:7b). Por eso dice Pablo: Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo … por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura (lit. desperdicios), para ganar a Cristo (Fil. 3:7–8). No es de extrañar que el gran Apóstol corriera como un campeón olímpico para obtener la mejor marca (1 Co. 9:24–27; Fil. 3:13–14). Al precio que está el oro en el mercado de divisas, y desde un punto de vista material, supongamos que a una persona le regalan todo el oro que pueda sacar de una mina en dos horas; ¿podemos pensar que esta persona se quedaría de brazos cruzados, viendo como pasaba el tiempo? Lo tendrían por loco. ¿Y no es mayor locura dejar pasar las oportunidades de hacer acopio de ese tesoro que se acumula en el Cielo? (6:19–20).
2. A una perla de gran valor (vv. 45–46).
(A) Los hijos de los hombres se afanan por hallar objetos que consideran de valor: riquezas, honores, conocimientos científicos o artísticos; pero la mayoría son malos mercaderes y toman por oro lo que es oropel, y por original lo que es imitación. Hay una fascinación peculiar en las trivialidades vacías de lo material, de lo presente, de lo cotidiano, que no deja percibir la realidad verdaderamente valiosa de las cosas que no se ven (2 Co. 4:18).
(B) Jesucristo es una perla de valor infinito; teniéndole a Él se tiene todo lo que posee algún valor pues en Él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col. 2:3) en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y nosotros estamos completos en Él (Col. 2:9–10). Todo Él es un encanto (Cnt. 5:16); para los creyentes, de gran valor (1 P. 2:7).
(C) Un verdadero creyente es un mercader espiritual, que busca y halla la gran perla de la gracia; y el que desea ser espiritualmente rico, trata de comerciar con sabiduría y diligencia. El Cielo es un lugar de comunión con Dios (Ap. 21:3) y de descanso (Ap. 14:13), pero también de servicio y de reinado (Ap. 22:3, 5) por los siglos de los siglos; si podemos ser multimillonarios de esas riquezas eternas, ¿nos contentaremos con una herencia raquítica, estrecha y vergonzante? (v. 2 P. 1:11; 1 Jn. 2:28). Es un error frecuente, y funesto, creer que todos los creyentes disfrutarán de la misma gloria en el Cielo. Toda la porción de 2 Pedro 1:3–15 tiende a inculcar fuertemente en la mente del creyente que la gloria eterna de cada uno ha de corresponder al nivel del conocimiento experimental de nuestro Señor Jesucristo, adquirido durante la vida presente.
(D) Quienes han comprendido bien el valor de esta perla, estarán prestos a dejarlo todo para seguir a Cristo. No a todos les pide Dios que lo dejen todo para seguir a Cristo (19:21 27, comp. con Lc. 19:8–9), pero a todos les pide la disposición para hacerlo (10:37–39; 16:24). Cualquiera puede quedar perplejo ante el precio que se le pida por una joya, pero esta perla del reino de los cielos no tiene precio.
II. La parábola de la red, que cierra todo el grupo de siete del presente capítulo, y fue explicada por el Señor (vv. 47–49).
1. Exposición de la parábola. El mundo es como un vasto océano. La predicación del Evangelio es semejante al echar una gran red al mar. Esta red es muy grande y, por ello, recoge peces de toda clase; el sentido de la parábola no es de que se recojan peces de todas las especies, sino de toda clase de calidad: unos son buenos, otros son malos; unos son mejores que otros; otros son peores que otros. Como ya se dijo en la parábola de la cizaña, se han equivocado (y se equivocan) todos los comentaristas que opinan que el mar es el mundo, pero que la red es la Iglesia. Sin embargo, no cabe duda de que hay algún aspecto distinto de los que ofrece la parábola de la cizaña, aunque ambas llevan la misma intención; por ejemplo, en la de la cizaña, se pone de relieve la mezcla actual de buenos y malos en el mundo; en la de la red, la separación final, hecha cuidadosamente (sentados); en la de la cizaña, la mezcla es atribuida a la acción del Maligno; en la de la red, a la disposición corrompida de los peces malos. El hecho de que también estos entren en la red, nos advierte del hecho frecuente de los falsos profesantes; no todos los que entran por las puertas de las iglesias locales (menos todavía, los que toman una «decisión» precipitada), son peces buenos. Podría todavía añadirse que en el mar quedan otros peces buenos, que no entran en dicha red, pero eso iría claramente contra el contexto de la exposición y, especialmente, contra la explicación que Jesús hizo de la parábola.
2. Explicación de la parábola. Así será en el fin del mundo (v. 49); este es el tiempo de la siega en versículo 30. Entonces se hará la separación de buenos y malos. El versículo 50 repite la suerte destinada a los malos, enteramente igual que en el versículo 42, y toma de allí la clase de castigo que espera a los malos; aun cuando la figura representa mejor lo que se hace con la cizaña, la realidad del castigo es la misma en ambas parábolas, y por eso el Señor habla del horno de fuego aquí, a pesar de que los peces malos son simplemente tirados (v. 48).
III. Al final como epifonema de todo el discurso, el Señor propone un símil (no parábola), en el que compara al experto oyente con un fiel y competente amo de casa (vv. 51–52). Es de notar que la frase: les dijo Jesús, así como el título: Señor (v. 51) no aparecen en el original, pero suelen añadirse en las versiones, a fin de completar el sentido del texto.
1. Después de la explicación que Jesús hizo de las principales parábolas de este capítulo, preguntó a los discípulos si habían entendido estas cosas, a lo que ellos respondieron afirmativamente. No hay por qué suponer que las entendiesen hasta agotar su significado. La Palabra de Dios es tan rica y profunda que, por mucho que de ella se saque, nunca se agota; pero habían captado lo principal en cada caso. Es voluntad de Cristo que todos los que leen y oyen la Escritura, la entiendan y saquen provecho espiritual de ella, de lo contrario, de nada les serviría leerla y estudiarla. La respuesta afirmativa de los discípulos, después de la explicación que espontáneamente les había ofrecido de la primera parábola (vv. 18 y ss.) y de la que les dio a petición de ellos (v. 36) de la de la cizaña, nos sugiere que estas parábolas servían como de «clave» para interpretar las demás. Las verdades divinas se explican mutuamente; por eso, un conocimiento progresivo de toda la Biblia ayuda a entender cada vez mejor las porciones particulares de ella.
2. El objetivo de este símil fue dar su aprobación a la atención que los discípulos le habían prestado en la exposición de las parábolas. Jesús está siempre deseoso de animar a los alumnos voluntariosos de su escuela, aunque sean débiles, y a decirles: ¡Bien dicho! ¡Bien hecho!
(A) Jesús viene a compararles a un escriba bien adoctrinado del reino de los cielos (v. 52). Estaban aprendiendo ahora, para poder enseñar después. Quienes han de instruir a otros, necesitan aprender antes ellos mismos (1 Ti. 3:2; 2 Ti. 2:24). La instrucción de un ministro del Señor ha de ser en el reino de los cielos; sin esta instrucción, todo otro conocimiento sólo sirve para hinchar (1 Co. 8:1, lit.). Sólo con esta instrucción, será capaz de instruir correctamente a otros.
(B) Los compara a un buen amo de casa que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas; es decir, no sólo las verdades del Antiguo Testamento y las del Nuevo, sino también nuevos métodos de exposición y de aplicación de las mismas verdades. Todo maestro experto en su materia, va haciendo acopio de conocimientos en la medida que estudia lo que otros han dicho y reflexiona por cuenta propia sobre el tema. Se ha dicho, con bastante razón, que «de todo lo que decimos y escribimos el 10% es por inspiración, y el 90% restante es por transpiración». Ello depende del talento e imaginación de cada uno, pero lo cierto es que, quien se esmere en procurarse un buen tesoro de comentarios e ilustraciones, recogerá una rica cosecha de información y experiencia, que le ayuden a trazar rectamente la palabra de verdad (2 Ti. 2:15). Ese es el modo de adquirir una formación bíblica para equilibrar y equipar bien al hombre de Dios (2 Ti. 3:17). No es suficiente con atesorar, es preciso sacar; el tesoro se recibe para el provecho de la iglesia (1 Co. 12:7). Así lo hizo el mismo Señor Jesucristo (Jn. 15:15). La enseñanza, como el aprendizaje, son completos cuando se vive lo que se aprende y enseña (Jn. 13:17).
Versículos 53–58
Jesús entre sus paisanos. Le habían rechazado antes, pero vuelve otra vez. Cristo no vuelve la espalda para siempre a quienes le rechazan una vez, sino que repite sus ofertas a quienes le han rechazado muchas veces. Tenía un afecto especial divino y humano, a su propia patria (Jn. 1:11). El tratamiento que ahora recibió fue similar al anterior. Veamos:
I. Cómo expresaron el desprecio que sentían hacia Él: Les enseñaba en la sinagoga de ellos, de tal manera que se quedaban asombrados; no maravillados de sus divinas enseñanzas, sino asombrados de que se atreviera a enseñar en público. Dos cosas le echaban en cara:
1. Su falta de educación académica. No podían menos de reconocer que era sabio para enseñar y poderoso para obrar milagros, pero la pregunta era: ¿De dónde le viene todo esto? (v. 56). Nótese cómo las personas viles, llenas de celos y prejuicios, están siempre prestas a juzgar a otros, no por su sabiduría, sino por sus títulos académicos, no por sus razones, sino por su alcurnia y posición social: ¿De dónde tiene este esta sabiduría y estos prodigios? (v. 54). Si no hubiesen estado voluntariamente ciegos, habrían inferido que, al dar tan extraordinarias pruebas de sabiduría y de poder, sin la ayuda de una educación académica, había sido dotado y comisionado por Dios para ello.
2. La baja condición social de su parentela (vv. 55–56). Le echan en cara el oficio de su padre legal:
¿No es éste el hijo del carpintero? ¿Y qué tenía eso de deshonroso? No tenía por qué avergonzarse de ser hijo de un honrado menestral. Este carpintero era de la casa de David (Lc. 1:27), hijo de David (1:20), aunque carpintero, era de noble linaje. Aquellos espíritus sórdidos no tenían ninguna consideración con la rama o raíz familiar ni siquiera con la vara del tronco de Isaí (Is. 11:1), a no ser que fuese la rama más alta. Le echaban también en cara la condición modesta de su madre: ¿No se llama su madre María? Sí, es cierto que era un nombre bastante común, y todos sabían que era una mujer modesta y humilde (v. Lc. 1:48) pero esto no era ningún desdoro, pues los seres humanos no se miden por sus títulos espléndidos, ni por su exterior pomposo, sino por la santidad de su vida y la nobleza de su carácter. También le echaban en cara la condición de sus hermanos y hermanas, cuyos nombres conocían bien y, por su condición modesta, los despreciaban y a Jesús también por tener tales familiares. (Para la discusión sobre el término «hermanos», no conozco nada tan claro y convincente como el comentario de J. A. Broadus a los vv. 55 y 56.—Nota del traductor). Y se escandalizaban de Él, cuando debían apreciarle más y estar orgullosos de Él, por ser paisano de ellos y poseer tales cualidades.
II. Cómo se resintió Él de este desprecio (vv. 57–58).
1. No se perturbó por eso su corazón, sino que, con toda mansedumbre, les aplicó el proverbio corriente sacado de la conducta ordinaria de los hombres, de la poca estima en que son tenidos en su propia patria chica, y aun entre sus parientes (v. Mr. 6:4), muchas personas que, por otro lado, poseen excelentes cualidades: No hay profeta sin honra, sino en su propia tierra y en su casa (v. Jn. 7:5). Los verdaderos profetas y los hombres de Dios habrían de tener el honor que les corresponde. Sin embargo, no es corriente que sean tenidos en gran estima entre sus paisanos, a no ser que de ellos esperen grandes favores. La familiaridad engendra desprecio, y la envidia misma hace que se tienda a destacar los aspectos débiles—en cualquier terreno—de la persona menospreciada. Alguien escribió hace mucho: «No hay hombre grande para su ayuda de cámara».
2. Este desprecio ató de alguna manera (podemos decirlo con toda reverencia) sus manos: Y no hizo allí muchos milagros a causa de la incredulidad de ellos (v. 58). La incredulidad es el gran obstáculo que obstruye los canales de la divina gracia, como pasó aquí con los milagros de Cristo. De lo cual podemos deducir que si no se producen en nosotros efectos poderosos, no es por falta de poder en la gracia de Cristo, sino por falta de fe en nosotros.
Cuatro episodios se nos refieren en este capítulo: La prisión y muerte de Juan el Bautista; la milagrosa alimentación de los cinco mil, el llegarse a los discípulos, durante una tormenta andando sobre las olas; y la curación de muchos enfermos con sólo tocar el borde de su manto.
Versículos 1–12
Tenemos primero la historia del martirio del Bautista.
I. La razón por la que se refiere aquí este episodio (vv. 1–2).
1. El informe llegado a Herodes acerca de los milagros que Cristo obraba. Herodes el tetrarca de Galilea (Lc. 3:1) oyó la fama de Jesús. Precisamente cuando sus paisanos le despreciaban a causa de su modesto origen y la oscura condición de su parentela comenzó Jesús a ser famoso en la corte del tetrarca. El Evangelio como el mar, gana en una orilla lo que pierde en otra. Parece ser que Herodes no había oído de Él hasta ahora, y sólo oyó la fama de Él no a Él mismo. Es una desgracia para los magnates del mundo que, en su mayor parte, estén privados de las oportunidades de oír las cosas más importantes (1 Co. 2:8).
2. La suposición que Herodes dedujo de lo que oyó: Dijo a sus servidores: Éste es Juan el Bautista; ha resucitado de los muertos (v. 2). Juan no hizo en su vida ningún milagro (Jn. 10:41); pero Herodes dedujo que al ser Juan resucitado de los muertos, había sido investido de un poder mayor que el que poseía cuando estaba vivo. Respecto a Herodes obsérvese aquí:
(A) Qué decepcionado quedó al ver que no había conseguido lo que pretendía cuando mandó decapitar a Juan. Pensaba que podía desentenderse de un individuo molesto, para continuar en su pecado sin que nadie se lo reprochase; pero, tan pronto como eliminó aquel obstáculo, oyó la fama de Jesús que predicaba la misma doctrina de pureza y dominio propio que Juan predicaba (comp. Hch. 24:35). Los ministros del Evangelio pueden ser silenciados, encarcelados, exiliados y ejecutados, pero la Palabra de Dios no puede ser silenciada. A veces, como el ave Fénix, Dios levanta fieles ministros suyos de las cenizas de otros.
(B) Qué atemorizado quedó con el remordimiento de su propia conciencia: Al que yo decapité (Mr. 6:10; Lc. 9:9). Una conciencia culpable sugiere los terrores más inverosímiles y como el vértice de un remolino, atrae y reúne todo cuanto está dentro de su radio de acción. Así huye el impío sin que nadie lo persiga (Pr. 28:1). [Este es el leit-motiv de Crimen y castigo, de Dostoievski.—Nota del traductor—.]
(C) Qué endurecido quedó en su pecado, a pesar de todo. Aunque siente las punzadas de la conciencia, no por eso se arrepiente de haber decapitado a Juan. Los demonios creen y tiemblan (Stg. 2:19), pero no se arrepienten según Dios (2 Co. 7:10).
II. El relato mismo del encarcelamiento y de la ejecución del Bautista. Si así fue tratado el Precursor de Cristo no esperemos que los seguidores de Cristo vayan a recibir caricias del mundo.
1. Vemos primero la fidelidad de Juan al reprender a Herodes (vv. 3–4). Herodes había sido uno de los oyentes de Juan (Mr. 6:20). Por eso, podía Juan atreverse a reprenderle. El pecado específico del que le reprendía era la unión ilegítima de Herodes con la mujer de su hermano Felipe, cuando vivía todavía este. Por este crimen, Juan le decía: No te es lícito tenerla (v. 4). Lo que, de acuerdo con la ley de Dios, es ilícito para el vulgo, lo es también para los reyes y magnates, por poderosos que sean. No hay potentado ni emperador que tenga la prerrogativa de poder quebrantar las leyes divinas. Y cuando los dictadores de este mundo las quebrantan, es menester que los ministros de Dios se lo hagan saber, con todo respeto pero también con toda firmeza.
2. El encarcelamiento de Juan a causa de su fidelidad a Dios: Herodes había prendido a Juan, y le había encadenado y metido en la cárcel (v. 3); en parte para vengarse de él personalmente, y en parte por complacer a Herodías. Los reproches fieles, cuando no aprovechan, suelen provocar a mayores pecados. No es, pues, cosa nueva el que los ministros fieles de Dios sufran por hacer el bien. Quienes son los más fieles y diligentes en el cumplimiento de su deber, son también los más expuestos a la aflicción y al mal trato por parte de otros.
3. Lo que había frenado a Herodes en su prisa por deshacerse de Juan (v. 5).
(A) Quería matarle. Quizá no era esa su intención cuando lo encarceló, pero los continuos reproches de Juan le llevarían, sin duda, poco a poco, a dar salida violenta a lo que estaba bullendo en su corazón perverso.
(B) Lo que impedía a Herodes deshacerse cuanto antes de Juan era que temió al pueblo, porque tenían a Juan por profeta. No es porque temiese a Dios (de lo contrario, no habría encarcelado a Juan, sino que habría devuelto a su hermano la mujer), ni porque temiese a Juan, sino porque temía al pueblo; era un temor nacido del miedo a perder su seguridad personal. También los tiranos tienen sus temores (recuérdese lo de la espada de Damocles, bien expresiva del miedo que asediaba al tirano Dionisio de Siracusa). Por muy altos que estén colocados los malvados, nunca escapan del temor al atentado, aunque se rodeen de guardaespaldas y viajen en coches blindados. Sólo quien teme de veras a Dios, puede perder el temor a los hombres. Cuando los tiranos (y todos los perversos) refrenan en algo su tiranía, no es sino por intereses temporales: por temor a perder su posición, su poder o su vida, no por temor de Dios. El mal que los tales presienten o imaginan no es el mal de la culpa, el cual induce a creer y arrepentirse, sino el mal de la pena, el cual induce a temer y remorderse. Es «la contrición del patibulario»—como definía Lutero a la llamada «atrición»—. Por eso, los hombres temen ser colgados por aquello que no les induce a temer ser condenados.
4. La coyuntura que precipitó la ejecución de Juan (vv. 6 y ss.). Las aflicciones del Bautista se acabaron, no mediante su liberación de la cárcel en que se encontraba, sino mediante su ejecución súbita. Herodías, con la sed implacable de venganza (que confiere peculiar constancia y virulencia a la pasión femenina) contra el fiel profeta de Dios, no veía satisfecha su sed de vampiresa sino con la sangre de Juan. Cuanto más profunda es la pasión carnal, tanto más temible es su explosión ante el detonante del reproche. Herodías se las arregló para tramar la muerte del Bautista de una manera tan astuta y taimada, que no sufriese menoscabo el prestigio de Herodes ni hubiese peligro de que se alborotase el pueblo.
(A) La ocasión se presentó en el cumpleaños de Herodes (v. 6). Con motivo de tan solemne fecha, era cosa muy apropiada que la hija de la reina mostrase sus dotes de bailarina delante del rey y de sus invitados. A tal señor, tal honor. La danza agradó al monarca y a sus convidados (v. Mr. 6:22). No hay duda de que todos ellos estaban más que alegres por el vino generoso del monarca y sus ojos voluptuosos se recrearían con las contorsiones propias de las danzas orientales.
(B) Con la imprudencia y la verbosidad propias del ebrio (comp. Mr. 6:23 con Est. 7:2), Herodes se precipitó locamente a prometer a la muchacha cualquier cosa que pidiese (v. 7), comprometiéndose a ello con juramento. Con este acto de imprudente extravagancia, contrajo—según se lo dictaba su propio prestigio—una obligación cuyas consecuencias no podía prever, ofuscado como estaba en aquel momento.
(C) La muchacha, instigada por su madre (v. 8), aprovechó la ocasión para hacer la más sangrienta de las demandas: la cabeza de Juan el Bautista. ¡Cuán triste es el caso de los hijos a quienes sus padres sirven de consejeros para obrar perversamente!
Habiéndole cumplido Herodes su promesa, y siguiendo las instrucciones de su madre la muchacha pidió a Herodes que le diera en un plato la cabeza de Juan el Bautista (v. 8). Juan va a ser decapitado; esa es la muerte con que iba a glorificar a Dios (comp. Jn. 21:19). No era bastante con decapitarlo.
Herodías no se conforma con la venganza; quiere satisfacer también su imaginación: hay que llevarle la cabeza en un plato (v. 11), servida con sangre. Esto será también suficiente recompensa por la danza de la muchacha.
(D) Herodes se apenó por la petición, pero le concedió lo que quería: El rey se entristeció; pero en atención a los juramentos y a los que estaban con él a la mesa, mandó que se la diesen (v. 9). El rey se entristeció. Algunas personas pecan con tristeza, sin entristecerse de veras por su pecado; parece que se resisten a pecar, pero continúan pecando. Aquí tenemos un crimen cometido con tristeza, bajo capa de mantenerse fiel a un juramento. Pero un juramento imprudente no puede justificar un cumplimiento perverso (comp. Jue. 11:39). Nadie puede sentirse obligado a cometer un pecado, cuando Dios obliga tan fuertemente a todos a no cometer pecado. Pero no fue sólo el cumplimiento del juramento lo que indujo a Herodes a mandar decapitar a Juan, sino también en atención a los que estaban con él a la mesa. Un falso pundonor significa para muchos más que un caso de conciencia. En realidad, había mala voluntad contra Juan de parte de Herodes; de no ser así, fácilmente habría encontrado alguna evasiva para no cumplir tan bárbara orden: mandó que se la diesen.
(E) Inmediatamente, tuvo lugar la ejecución. Y envió a decapitar a Juan en la cárcel (v. 10). La orden era urgente, para satisfacer a Herodías, y la ejecución se llevó a cabo, no en el lugar de costumbre, sino en la prisión misma, por temor a un tumulto popular. Gran cantidad de sangre inocente, de sangre de mártires, ha sido vertida en lugares ocultos a la vista de la gente. Así fue silenciada la voz, y extinguida la antorcha que ardía y brillaba, aunque su sangre siguió clamando y su luz todavía nos alumbra con su ejemplo; el gran profeta con espíritu de Elías cayó sacrificado a la venganza de una mujer imperiosa y adúltera.
5. La sepultura de los restos mortales de este gran santo y mártir.
(A) Tan pronto como los discípulos de Juan se enteraron de lo sucedido, fueron a recoger el cadáver y lo enterraron (v. 12). A los fieles siervos del Señor, no sólo se les debe respeto cuando viven, sino también después de muertos; respeto a sus cadáveres y a su memoria.
(B) Luego, fueron a comunicárselo a Jesús no tanto para que huyera de allí como para recibir de Él consuelo y con toda probabilidad, pedirle que les admitiera como discípulos. Este había sido siempre el anhelo de Juan: atraer las almas a Cristo, no a sí mismo (Jn. 3:25–30). Como dice Agustín, al tomar al pie de la letra Juan 3:30: «Hasta en la muerte menguó Juan, mientras que Cristo crecía, ya que Juan fue decapitado; Cristo, levantado en la cruz». El brillo de Juan no se oscureció con la aparición de Jesús en público, sino que, como dice bellamente Belfrage «Juan en su ministerio no fue como la estrella de la tarde, que se pierde en las tinieblas de la noche, sino como la estrella de la mañana que se pierde de vista en la claridad del día». De los discípulos de Juan, hemos de aprender a acudir con nuestras cuitas a Jesús; será un gran alivio para nuestro corazón afligido descargar nuestro peso en el regazo de un amigo en quien podemos depositar toda nuestra confianza. Cuando los pastores subalternos son heridos las ovejas no tienen necesidad de dispersarse mientras poseen al Gran Pastor de las ovejas (1 P. 2:25, 5:4) al que siempre pueden acudir ya que siempre es el mismo (He. 13:8, 20). A veces, ciertos consuelos que para nosotros tienen gran valor, nos son retirados precisamente porque se interponen entre nosotros y Cristo, y tienden a llevarse el amor y la estima que son debidos a Cristo solamente. Es preferible ser atraído hacia Cristo por la aflicción y la necesidad que ser apartado de Él por la abundancia y el bienestar.
Versículos 13–21
Esta porción, referente al milagro que Cristo llevó a cabo al alimentar con cinco panes y dos peces a cinco mil hombres, es narrada por los cuatro Evangelistas.
I. La gran afluencia de las multitudes a Cristo, cuando Él se retiró a un lugar desierto, a solas (v. 13). Se retiró al tener noticia, más que de la muerte de Juan, de lo que Herodes pensaba sobre Él mismo: Éste es Juan el Bautista, resucitado de entre los muertos. En horas de peligro, si Dios abre una puerta de escape, es lícito huir para salvar la vida, a no ser que Dios nos llame de una manera particular a exponerla. Se retiró en una barca; y cuando la gente lo oyó, le siguió a pie desde las ciudades. Parecía que, después del martirio de Juan, a Cristo le seguía más gente que antes. A veces, los sufrimientos de los santos tienen por objeto la extensión del Evangelio (Fil. 1:12). En este sentido, decía Tertuliano: «La sangre de los mártires es semilla de cristianos». Cuando se nos impide el acceso a Cristo y a su Palabra, es mejor ir en su seguimiento a toda costa, aunque la carne y la sangre nos susurren lo contrario. La sola presencia de Cristo y de su Evangelio hacen que el desierto mismo resulte, no sólo tolerable, sino deseable, pues convierten el desierto en un Edén.
II. La tierna compasión de nuestro Señor Jesucristo hacia quienes de tal modo le seguían (v. 14). Se fue hacia ellos y se presentó públicamente entre ellos. Salió de su retiro tan pronto como vio gente deseosa de oírle, como quien está presto no sólo a perder el descanso de la soledad, sino a exponer su vida, por el bien de las almas. Vio una gran multitud, y se compadeció (lit. se le enternecieron las entrañas) de ellos. La vista de una gran multitud necesitada mueve justamente a compasión, y nadie aventaja a Cristo en esta compasión por los hombres. Y no sólo tuvo compasión de ellos, sino que vino en su ayuda: muchos de ellos estaban enfermos, y los sanó; poco después, los vio hambrientos, y los alimentó.
III. La sugerencia de los discípulos de que despidiera a la multitud, y la negativa de Cristo a hacerlo así. Pensaban ellos que ya era bastante el trabajo que se había tomado aquel día, y que ya era hora de que cada uno se marchase a su casa. Los discípulos de Cristo se muestran con frecuencia más cautelosos de mostrar su discreción que de mostrar su celo. Cristo no se avino a despedirlos, hambrientos como estaban, sino que ordenó a sus discípulos que les proporcionasen alimento. Cristo siempre mostró hacia las multitudes mayor ternura que sus discípulos. Veamos, sino cuán tardo se mostró a dejarlos partir: No tienen necesidad de irse. Cristo no es como los reyes y magnates de la tierra, que tienen contados los minutos para sus audiencias sino que, a todo el que se allega a Él, de ningún modo lo echa fuera (Jn. 6:37).
Y como la necesidad no reconoce ley, si están hambrientos no se les debe despedir, sino darles de comer (v. 16). El Señor es para el cuerpo (1. Co. 6:13), porque es la obra de sus manos y parte de su redención obtenida; Él mismo estuvo revestido de un cuerpo semejante al nuestro, para animarnos a depender de Él en cuanto a la provisión de lo necesario para nuestras necesidades corporales. Si buscamos primero el reino de Dios (6:33), y hacemos de ello nuestra preocupación primordial, bien podemos depender de Él en cuanto a las demás cosas, en la medida que Él cree conveniente para nuestro mayor bien.
IV. La menguada provisión que había allí para una multitud tan grande; no hay más que comparar el número de los invitados con la lista de platos.
1. El número de los invitados era de unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños (v. 21). Vasto auditorio para la predicación de Cristo, y hay que pensar que habrían estado atentos a su mensaje; con todo, parece ser que, en su mayor parte, aquello quedó en nada; se marcharon, y no volvieron a seguirle. Ver multitudes que escuchan la Palabra de Dios es un buen panorama y puede ser una buena señal, pero, al fin y al cabo, la aceptación del Evangelio no se mide por la cantidad de oyentes, sino por el número de sinceras conversiones. Sin embargo, Cristo les dio de comer a todos, a pesar de que habían de ser muy pocos los que le habían de seguir.
2. El menú era extremadamente desproporcionado en relación al número de invitados: Cinco panes y dos peces (v. 17). Juan (Jn. 6:9) tiene buen cuidado en notar que era un muchacho el que los llevaba, y que los panes eran de cebada, panes baratos y, probablemente, pequeños. No se nos dice si el joven los cedió gratis o se lo pagaron, aunque lo segundo es más probable. Vemos, pues, que no era una comida variada, ni abundante ni delicada; un plato de pescado no tendría ninguna novedad para pescadores y gentes acostumbradas a esta clase de alimento; el pan de cebada era el más común que podía obtenerse; no había vino ni otra bebida fuerte; pero todo ello era muy conveniente desde el punto de vista alimenticio. Esto le bastaba a Cristo para alimentar bien a la gente. Los que tienen poco, verán bendecido y suficiente esto poco que tienen, si saben compartirlo generosamente con los que están urgentemente necesitados (v. 1 R. 17:8–16).
V. La generosa y abundante distribución de esta provisión entre la multitud (vv. 18–19): Traédmelo acá—dijo Jesús—. Nótese que el mejor modo de tener alivio y consuelo en situaciones difíciles así como el disfrute legítimo de lo que poseemos, es ponerlo todo a los pies del Señor, para que Él lo tome en sus manos y lo bendiga. Ese es el camino de la verdadera prosperidad, pues si Jesús puede disponer de lo nuestro como a Él le plazca, lo que nos venga de sus manos nos llegará doblemente bendecido.
1. Entonces mandó a la gente recostarse sobre la hierba (v. 19). Ni sillas cómodas, ni blancos manteles, ni vajilla suntuosa. La verde alfombra de la pradera era suficiente reclinatorio para el yantar. Con esto nos daba Jesús a entender que su reino no era de este mundo y que, en teniendo lo necesario, son superfluos la pompa y el esplendor. Se cuenta de un filósofo griego de la antigüedad que, al ver pasar la copiosa provisión de manjares y regalos que llevaban para el rey, dijo: «Ahora veo cuán rico soy, pues no necesito de tantas cosas».
2. Y tomando los cinco panes y los dos peces, alzó los ojos al cielo y pronunció la bendición; es decir, dio gracias a Dios por la provisión, como era costumbre entre los judíos y debe serlo entre nosotros (Ro. 14:6; 1 Ti. 4:3). Al dar gracias, Cristo alzó los ojos al cielo, para enseñarnos a alzar, en oración, nuestros ojos hacia arriba, al Padre, de quien desciende toda buena dádiva (Stg. 1:17). Así hemos de tomar todo: como venido de la mano de Dios, y depender de Él para bendición de todo.
3. Él mismo partió los panes y los dio a los discípulos, y los discípulos a la multitud. Los ministros de Dios nunca pueden llenar el corazón de la gente, a no ser que Cristo les llene antes las manos a ellos; y lo que Él da a sus discípulos, es lo que ellos deben dar a la multitud. Y así, aunque la multitud sea numerosa, habrá suficiente para todos y para cada uno.
4. El alimento se multiplicó milagrosamente. No hay mención de que Jesús pronunciase ninguna palabra para obrar el milagro; no la necesitaba. Tampoco se nos dice de qué forma se iba multiplicando el alimento, pero no cabe duda de que el milagro tuvo su lugar en las manos de Cristo, no en manos de los discípulos. Así también las gracias se incrementan al compartirlas, del mismo modo que la luz y el calor se aumentan en proporción al número de objetos que, al recibirlos, les sirven de combustible. Esta es la razón por la que hay una diferencia esencial entre comunión y participación; en la primera, todos disfrutan de algo que no disminuye con el número de los agraciados; en la segunda, cada uno toma una parte (=parti-cipa), cuyo volumen disminuye a medida que aumenta el número de los participantes (nótese el distinto vocablo para una y otra en 1 Co. 10:16 y 17 koinonía, en el v. 16 metékhomen, en el 17); por eso, la comunión es propia de las cosas espirituales, que aumentan en la medida en que se comparten con otros; mientras que la participación es propia de las cosas materiales, que disminuyen y se consumen con el uso.
VI. La satisfacción que los invitados experimentaron con este menú: Y comieron todos, y se quedaron satisfechos (v. 20).
1. Todos tuvieron más que suficiente; quedaron satisfechos sin salir ahítos. Los que son alimentados por Cristo, siempre quedan satisfechos. Como había bastante para todos, todos comieron; como había suficiente para cada uno, se quedaron satisfechos; aunque había tan poco al principio, fue suficiente gracias al milagro, para que resultase tan satisfactorio como un banquete. La bendición de Dios hace que lo poco baste para muchos y dure por largo tiempo.
2. No sólo bastó, sino que sobró: Y recogieron lo que sobró de los pedazos, doce cestas llenas, una cesta para cada apóstol, con lo que tendrían para comer durante varios días. Esto era para enseñarnos: (A) que la provisión que Cristo hace para los suyos no es pobre y escatimada, sino rica y abundante; (B) que la abundancia no debe contribuir al derroche, sino que la norma de la prosperidad es la economía, es decir, una buena administración. Es lamentable que miles y miles de personas arrojen a la basura o echen a perros y gatos lo que bastaría para satisfacer el hambre que mata a millones de personas, sin mencionar otros derroches, igualmente inhumanos; (C) que el mismo poder que multiplicó los panes y los peces es el que multiplica la semilla que se siembra en los campos, y de esa abundancia todos los hombres tienen derecho a participar. ¡Es obra de Dios para la humanidad!
Versículos 22–23
Tenemos ahora el relato de otro milagro que Cristo obró para alivio de sus discípulos, cuando vino a ellos andando sobre el mar (v. 25).
I. Después de alimentar a las multitudes, y mientras las despedía (v. 22), Jesús obligó en seguida a sus discípulos a entrar en la barca e ir delante de Él a la otra orilla. Juan 6:15 nos da una razón específica por la que Jesús se dio prisa a marcharse en seguida de la multitud: Estaban tan afectadas por la señal que Jesús había hecho, que iban a venir para apoderarse de Él y hacerle rey. Como en otras ocasiones, Cristo no estaba dispuesto a dar pábulo a la falsa idea que la gente se había formado de Él, confundiendo los tiempos y las sazones (Hch. 1:7).
1. Cristo despidió a la multitud después de saciarla y no cabe duda, con palabras de aliento, de consuelo y de amonestación.
2. Obligó a sus discípulos a entrar en la barca, porque mientras no se fuesen, sería difícil que la multitud se marchase. Es probable que ellos se mostrasen lentos en partir, y por eso les obligó en seguida a hacerlo.
II. Cristo se retiró a solas (v. 23).
1. Subió al monte a solas. Con frecuencia iba en busca de la soledad, dándonos así ejemplo, pues no puede ser provechoso siervo de Dios en público quien no sabe buscar el rostro de Dios en privado. La soledad en comunión con Dios es el gran manantial de riquezas espirituales; quien no sabe estar solo, demuestra estar vacío. La gente confunde soledad con aislamiento. La presente inopia espiritual y humana se debe, en gran parte, a que casi todos buscan la compañía y el bullicio del mundo como compensación engañosa del gran vacío que sienten en su interior.
2. Subió a orar. Esa era su ocupación en la soledad. Lejos del mundanal ruido, cuando todo calla en derredor nuestro, antes de comenzar nuestro trabajo diario, o después de haberlo acabado, es el tiempo de entrar en el aposento y a puerta cerrada, orar al Padre que está en lo secreto (6:6), según la norma que Él mismo nos dejó. Cuando los discípulos se fueron al mar, Él se fue al monte a orar.
3. Allí estuvo por largo tiempo Él solo: Y cuando llegó la noche, estaba allí solo y, por el contexto, parece ser que estuvo así orando hasta la madrugada: hasta la cuarta vigilia de la noche (v. 25). Llegó la noche, una tempestuosa noche, pero Él continuaba constante en la oración (Ro. 12:12). Cuando el Señor ensancha nuestro corazón (Sal. 119:32), es el tiempo de alargar nuestra oración.
III. La miserable situación en que se encontraban entonces los pobres discípulos: Y la barca estaba ya en medio del mar, azotada por las olas (v. 24).
1. Habían llegado al centro del lago, donde las tormentas súbitas son frecuentes, como en esta ocasión. También el creyente suele disfrutar de buen tiempo al comienzo de su travesía espiritual, pero son frecuentes después las tormentas que hemos de arrostrar antes de llegar al puerto, a las playas de la eternidad. Tras períodos de calma son frecuentes los de tormenta.
2. Los discípulos estaban ahora en el lugar al que Jesús les había mandado; sin embargo, se encontraron con esta tormenta. No es cosa nueva para los discípulos de Cristo encontrarse con tormentas en el camino de su deber, y ser enviados al mar cuando el Maestro prevé la tempestad que se les avecina; pero, no lo tomemos a mal, pues el objetivo de Cristo es, en estos casos, manifestarse a los suyos con las gracias más admirables que les tiene reservadas para estas ocasiones.
3. Esto fue muy desalentador para los discípulos, ahora que no tenían consigo al Maestro, como lo habían tenido anteriormente en otra tormenta (8:23–27). Por aquí vemos que Jesús entrena primero a sus discípulos para menores dificultades, y después para mayores, a fin de enseñarnos gradualmente a vivir por fe.
4. Aunque el viento era contrario, y la barca estaba azotada por las olas, no se volvieron atrás, sino que se esforzaron por seguir adelante, ya que Jesús les había ordenado ir delante de Él a la otra orilla (v. 22). Aunque las aflicciones y las dificultades puedan perturbarnos en el cumplimiento de nuestro deber, no debemos consentir que nos aparten de él.
IV. El auxilio que Cristo les presta en tal situación (v. 25). Aquí tenemos un ejemplo más:
1. De su bondad, pues se fue hacia ellos, como quien se había percatado del caso y estaba preocupado por ellos. Cuando un creyente, o una iglesia, se encuentra en situación de extrema gravedad, llega la oportunidad (y hay que impetrarla en oración ferviente) de que Cristo le visite y se manifieste en favor de él.
2. De su poder, pues vino a ellos andando sobre el mar. Este es un ejemplo admirable del soberano dominio que Cristo ejerce sobre toda criatura. No necesitamos preguntar cómo lo hizo, nos basta con el hecho para reconocer su gran poder. Él puede emplear el medio que le plazca para salvar a los suyos de todo peligro.
V. Luego se nos refiere lo que pasó entre Cristo y sus discípulos cuando éstos le vieron acercarse. El episodio tiene dos momentos distintos:
1. Primero, con los discípulos en general. Aquí se nos narra:
(A) El miedo que les entró: Al verle andar sobre el mar, se turbaron y decían: ¡Es un fantasma! (v. 26), cuando debieron decir: ¡Es el Señor! Pues no podía ser otro. Incluso las manifestaciones más claras del auxilio divino son a veces ocasión de susto y perplejidad para los hijos de Dios, ya que solemos asustarnos tanto más cuanto menos daño se nos hace. La aparición de un espíritu o lo que nuestra fantasía nos presenta como una aparición, no puede menos de asustar a cualquiera; pero cuanto más fervorosa sea nuestra comunión con el Padre de los espíritus, Dios, y cuanto más nos esforcemos en permanecer en su amor, mayor será la capacidad que poseeremos para superar esos temores. En medio de una tormenta, la cosa más insignificante contribuye a incrementar el miedo y producir sustos. El mayor peligro de las aflicciones exteriores reside en la fuerza que tienen para perturbarnos interiormente, ya que, al perder la serenidad, se pierde el control mental y el equilibrio emocional.
(B) La forma en que Cristo acalló los temores de ellos (v. 27). Demoró su auxilio durante la tormenta, pero se apresuró a socorrerles cuando se asustaron, pues esto era más peligroso. La tormenta cesó de atemorizarles, cuando Él les habló diciendo: ¡Tened ánimo! Yo soy ¡No temáis! Les hizo rectificar su error sobre la aparición, al decirles: Yo soy. No necesitaba manifestarles su propio nombre, sino que bastaba con decir: Yo soy, pues ellos conocían su voz, ya que eran ovejas suyas (Jn. 10:4), como le reconoció después por la voz María la Magdalena (Jn. 20:16). Bastó para apaciguarles saber quién era el que habían visto. El conocimiento de la verdad, especialmente el conocimiento de Cristo, abre las puertas del consuelo y de la paz interior. Les anima a no temer, precisamente porque es Él. Si los discípulos de Cristo no aciertan a mantener el gozo durante una tormenta es culpa de ellos, pues deberían oír la voz de Cristo que les dice: ¡Tened ánimo! La frase ¡No temáis! tiene dos direcciones: (a) «No tengáis miedo de mí, ahora que sabéis que soy yo». Cristo nunca puede aterrorizar a quienes Él se manifiesta; cuando se le conoce bien, desaparece el temor (1 Jn. 4:18). (b) «No temáis la tempestad, los vientos y las olas; no temáis cuando estoy tan cerca de vosotros. Yo soy el que mayor interés tiene por vosotros, y no voy a consentir estar cerca de vosotros y ver cómo perecéis.» Nada puede aterrorizar a quienes tienen consigo a Cristo, y pueden decir: Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento (Cnt. 7:10). Somos de Cristo; por tanto ni de la muerte hemos de aterrorizarnos, porque también la muerte es posesión nuestra, para que no nos domine (1 Co. 3:22–23).
2. Segundo, con Pedro en particular (vv. 28–31). Vemos:
(A) El coraje de Pedro y la aprobación de Cristo:
(a) Muy atrevido fue Pedro, al aventurarse a ir hacia Cristo sobre las aguas (v. 28): Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas. La osadía era el gran don de Pedro; y eso es lo que le hizo adelantarse a los demás en sus expresiones de amor a Cristo, aunque otros amaran a Cristo igualmente. Fue, en efecto, un ejemplo de su amor al Maestro el desear llegarse rápidamente a Él. En cuanto supo quién era, se sintió impaciente por estar a su lado. No le dijo: Mándame ir sobre las aguas, como si desease experimentar en sí mismo el milagro; sino: Mándame ir a ti, pues su deseo primordial era estar con Jesús. El amor verdadero capacita para atravesar, lo mismo por agua como por fuego, para llegarse a Cristo. Quienes deseen beneficiarse de Cristo como Salvador han de allegarse así a Él con fe. Si, por algún momento, parece que Jesús abandona a los suyos, es para que se le reciba con acrecentado amor. También es un ejemplo de precaución y de obediencia a la voluntad de Cristo, el decirle: Si eres tú, mándame ir a ti. Es prudente al pedir una garantía. Por eso, no le dice: Si eres tú, voy a ti. Los ánimos más osados deben esperar a recibir un claro llamamiento del Señor antes de lanzarse a tareas que comportan riesgos, ya que la precipitación en tales casos es señal de osada presunción más bien que de firme confianza. Es igualmente ejemplo de la fe y resolución de Pedro el aventurarse a lanzarse al agua cuando Cristo se lo mandó. ¿Qué dificultad o peligro podía resistir a una fe y a un amor así?
(b) Muy amable fue el Señor, al complacer a Pedro en la petición que éste le hizo (v. 29). Cristo sabía que tal deseo nacía de su corazón que le amaba sinceramente, y tuvo a bien satisfacerlo; así lo hace también con todos los que le aman de veras, complaciéndose en las peticiones de ellos, aunque estén mezcladas con diversas debilidades, pues Él sabe sacar de todo el mejor partido posible. Le pidió el Señor que viniera hacia Él, dándole así a Pedro la garantía que éste deseaba, puesto que lo deseaba con firme resolución de poner toda su confianza en Cristo. Y así marchaba Pedro sobre las aguas con el poder de Cristo. Poseídos de este poder también nosotros podemos elevarnos del suelo y vernos libres del peso del mundo que tiende a hundirnos en sus atractivos: Esta es la victoria que vence de una vez al mundo, nuestra fe (1 Jn. 5:4). No había ningún peligro para Pedro andando sobre las aguas mientras tenía los ojos puestos en Jesús, pues allí estaban para sostenerle abajo los brazos eternos (Dt. 33:27).
(B) La cobardía de Pedro, y el reproche que Jesús le dirigió, al mismo tiempo que acudía a socorrerle. (Cristo le pidió que fuese a Él sobre las aguas, no sólo para que experimentara el poder de Jesús al andar sobre ellas, sino también para que desconfiara de sí mismo al ver que comenzaba a hundirse bajo ellas.) Pedro tuvo miedo (v. 30). La fe más fuerte y el coraje más bravo pueden sufrir depresiones de temor. Quienes pueden sinceramente confesar: Señor, creo, deben añadir: Señor, ven en ayuda de mi incredulidad (Mr. 9:24).
(a) La causa de este miedo: Al percibir el fuerte viento. Mientras tuvo Pedro los ojos fijos en Cristo, en su poder y en su palabra, anduvo sobre las aguas sin peligro alguno; pero tan pronto como percibió el peligro del viento, le entró miedo y ya no se acordó del otro caso en que el viento y el mar habían obedecido a Cristo (8:27). Cuando nos fijamos en las dificultades con los ojos del cuerpo, más que en las promesas divinas con los ojos de la fe estamos en peligro de sucumbir atemorizados. Como alguien ha ilustrado sencillamente: Nunca veréis un ratón que se vuelva a mirar la escoba del ama de casa que le persigue, sino al agujero por donde pueda escapar.
(b) El efecto de este miedo: Comenzó a hundirse. Cuando la fe le sostenía, se mantuvo sobre el agua; pero, tan pronto como su fe vaciló, perdió el equilibrio. El hundimiento de nuestros espíritus se debe a la debilidad de nuestra fe: Somos guardados por el poder de Dios mediante la fe (1 P. 1:5). Fue gran misericordia de parte de Cristo que no le dejó hundirse al vacilar su fe, descendiendo a las profundidades como piedra (Éx. 15:5), sino que le dio tiempo para gritar: ¡Señor, sálvame! Tal es el cuidado que Cristo tiene de los suyos; los verdaderos creyentes, por débiles que sean, sólo comienzan a hundirse, nunca se hunden del todo.
(c) El remedio a que recurrió Pedro en este peligro: el antiguo, probado y bien experimentado remedio de la oración: ¡Señor, sálvame! Vemos primero: El modo de su oración: gritó, con tono ferviente y apremiante. Precisamente cuando nuestra fe se debilita, debe ser más fuerte nuestra plegaria; segundo: El objeto de su oración, que no pudo ser más apropiado para el peligro en que se encontraba: Gritó:
¡Señor, sálvame! Quienes deseen ser salvos no se han de contentar con llegarse a Cristo, sino invocarle a gritos para que les salve; pero no llegaremos a este punto de gritar, hasta que no nos sintamos hundidos, sólo una fuerte convicción de pecado puede conducir a un fuerte grito de socorro (v. Hch. 16:30). Hay una leyenda india, según la cual, un joven pidió a Buda que le salvara. Buda le condujo al Ganges y lo sumergió hasta que, faltándole la respiración, procuró desasirse de las manos de Buda. Éste le preguntó:
¿Qué es lo que más deseabas cuando tenías la cabeza bajo el agua? Aire para respirar, contestó el joven. A lo que Buda replicó: Cuando desees la salvación con tanto afán como deseabas el aire, la tendrás.
(d) El gran favor que Cristo hizo a Pedro, cuando éste comenzaba a hundirse. Primeramente, lo salvó del peligro: Al momento Jesús, tendiéndole la mano, lo agarró (v. 31). Nótese que el tiempo de Cristo para salvarnos es a la hora en que comenzamos a hundirnos; nos socorre en el punto crítico. La mano de Jesús está siempre extendida para socorrer a todos los creyentes y, así, impedir que se hundan. ¡No tengamos miedo! ¡Él sostendrá a los suyos! Después, le reprendió por su falta de fe: Le dijo: Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste? Cristo reprende y corrige a los que ama (Ap. 3:19). Puede haber fe verdadera donde hay poca fe, pues lo que cuenta es, ante todo, la calidad, más que la cantidad, de la fe. Basta una fe tan pequeña como un grano de mostaza para mover montañas (17:20). Pedro tuvo bastante fe para hacerle andar sobre las aguas, pero no la suficiente para llegar hasta donde estaba Cristo. Todas nuestras dudas y temores que nos desalientan, se deben a la debilidad de nuestra fe; dudamos porque nuestra fe es poca (comp. Stg. 1:6). Cuanto más creamos, menos dudaremos. Es cierto que Cristo no echa fuera de sí a los de poca fe, pero también es cierto que no se complace en la fe débil de los más cercanos a Él: «¿Por qué dudaste? ¿Qué razón había para ello?» No hay razón para que los discípulos de Jesús tengan una mentalidad perpleja, ni siquiera en medio de la tormenta, porque Él es siempre nuestra ayuda (He. 13:6).
VI. Se calmó el viento (v. 32), tan pronto como Jesús y Pedro subieron a la barca. Podía Jesús haber continuado andando sobre las aguas, pero prefirió entrar con Pedro en la barca para proporcionar a sus discípulos mayor tranquilidad. Cuando Cristo entra en un alma hace que cesen allí los vientos y las tempestades e impone su paz (Jn. 14:27). Da la bienvenida a Jesús y verás qué pronto se acalla el ruido de las olas. El método mejor para permanecer tranquilos es reconocer que Él es Dios con nosotros (Is. 7:14).
VII. La adoración que le tributaron los que estaban en la barca: Vinieron y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres el Hijo de Dios (v. 33). Dos bienes resultaron del apuro reciente y de la consiguiente liberación:
1. La fe de ellos en el Señor quedó robustecida. Progresaba el conocimiento que de Él tenían. Después que la fe pasa victoriosamente por una prueba, sale fortalecida mediante el ejercicio y se torna más activa. Entonces llega a la perfección de la seguridad y puede decir: ¡Verdaderamente!
2. Tuvieron la oportunidad de tributarle la gloria debida a su nombre: Le adoraron. Cuando el Señor manifiesta su gloria a favor nuestro, debemos retornársela dándole el debido honor (Sal. 50:15). Expresaron su adoración y dijeron: Verdaderamente eres el Hijo de Dios. Quizás esta expresión no tenía aún el profundo sentido de 16:16 pero nos muestra la adoración de los discípulos a Cristo como al Divino Liberador. Vemos, pues, que el objeto de nuestra fe debe ser también motivo de nuestra alabanza. La fe es la base genuina de nuestro culto, y el culto es el producto genuino de nuestra fe.
Versículos 34–36
Tenemos aquí una breve referencia a los muchos milagros que Jesús obró en la tierra de Genesaret, una vez terminada la travesía. A dondequiera que iba, Jesús pasaba haciendo el bien.
I. Vemos en esta porción la fe solícita de los hombres de aquel lugar (v. 35); éstos eran más nobles que sus vecinos de Gadara, pues los gadarenos le rogaron que se retirara de sus contornos (8:34); no querían tener nada que ver con Él; mientras que los de Genesaret le rogaban que les ayudase, pues sentían necesidad de Él. Cristo reconoce como el mayor honor que podemos tributarle, el que saquemos provecho de Él.
1. Cómo fueron atraídos a Cristo los hombres de aquel lugar: le reconocieron (v. 35). Cerca de la famosa llanura de Genesaret Cristo había predicado antes y había obrado muchos milagros, esta y no otra es la causa por la que los hombres le reconocieron, no porque le hubiesen visto andar sobre las aguas. En todo caso, reconocer a Cristo es el primer paso para acudir a El. Si fuese mejor conocido, la gente no le miraría con menosprecio o indiferencia. Esto nos enseña también la importancia de discernir las oportunidades en que el Señor se halla más cerca de nosotros (20:30). Si conocieras …—dijo Jesús a la mujer samaritana (Jn. 4:10).
2. Cómo atrajeron a otros a Cristo: Enviaron a decirlo por todos aquellos contornos. Quienes han llegado al conocimiento de Cristo como su salvador, no pueden menos de dar a conocer a otros las buenas nuevas de salvación para que acudan también a Jesús. El alimento espiritual no es para comerlo en solitario. En Cristo, hay más que suficiente para todos; así que nada se gana con intentar monopolizarlo. Siempre que tengamos oportunidades de conseguir para nosotros un bien espiritual, debemos atraer a cuantos podamos, para que participen con nosotros de lo mismo; ocasiones no faltarán, si estamos al acecho; más aún, debemos ir en busca de oportunidades. Si ardiéramos en celo por la salvación de las almas, no estaríamos tranquilos mientras se pierden nuestros vecinos.
3. De qué forma presentaron a otros la fama de Jesús: como salvador y médico universal: Le trajeron todos los que se hallaban mal. Cuando el amor a Cristo y a su doctrina no son motivo suficiente para atraer a otros, quizás lo sea el amor a sí mismos en el reconocimiento de sus necesidades personales. ¡Hay en el mundo tanta miseria, tanta insatisfacción, tanta aflicción, que sólo tienen remedio acudiendo a Jesucristo! Si la gente se percatara de las cosas que son para su paz, pronto buscarían también las cosas de Cristo.
4. Cómo se acercaron a Jesús: Le rogaban que les dejase tocar solamente el borde de su manto (v. 36). Fueron a Él: (A) Con ruego apremiante. Así se obtienen del Señor los mayores favores y las mejores bendiciones: Pedid, y se os dará (7:7). (B) Con gran humildad. El deseo de tocar solamente el borde de su manto insinúa que se consideraban indignos de exponerle su caso y de pedirle que fuese Él quien les tocase para curarles; con este favor se conformaban. (C) Con gran confianza en el poder infinito de Jesús, pues no dudaban que, con sólo tocar el borde de su manto saldría de Él suficiente virtud curativa; sin duda, recordaban lo acaecido anteriormente en Capernaúm a la mujer que padecía flujo de sangre (9:20– 22). Siempre es beneficioso aprovecharse de las saludables experiencias de otras personas.
II. El fruto y buen resultado de este acercamiento a Cristo. El esfuerzo de esta gente no fue en vano, porque todos los que lo tocaron, quedaron completamente curados (v. 36b). Las curaciones de Cristo son siempre perfectas; nunca cura a medias. Y por muchos que sean los enfermos, nunca se agota su poder curativo. La menor de las instituciones que Cristo nos ha legado, está llena a rebosar como el borde de su manto, de su virtud curativa y de su gracia. Ese poder sanador está a disposición de quienes le tocan con fe viva y verdadera. Cristo está en los cielos, pero en la tierra tenemos su Palabra y en ella está Él por el poder de su espíritu. Cuando mezclamos con fe la Palabra (He. 4:2, literalmente), y nos sometemos a sus enseñanzas y a sus normas, basta con tocar el borde del manto de Jesús, para obtener sanidad completa. No es por magia, sino por fe, y de acuerdo con la voluntad de Dios, que sabe lo que más nos conviene y cuándo nos conviene.
En este capítulo tenemos al Señor Jesús como al Gran Profeta que enseña, como al Gran Médico que sana, y como al Gran Pastor que alimenta a sus ovejas; como al Padre de los espíritus que les instruye, como al Gran Conquistador de Satanás al que desposee de su dominio, y al providente El-Shadday, ocupado en nutrir a los suyos.
Versículos 1–9
I. Tenemos primero la querella de escribas y fariseos contra los discípulos de Cristo porque comían sin lavarse las manos (v. 2). Estos escribas y fariseos venidos de Jerusalén (v. 1) eran hombres instruidos en la Ley y, por tanto, debían ser mejores que los demás, pero eran peores. Los privilegios exteriores, si no sirven para disponer mejor las cualidades interiores, suelen servir para hinchar (v. 1 Co. 8:1) y, como a la naturaleza le repugna el vacío, al hinchar vanamente sigue el henchir de orgullo y malignidad. ¿Cuál es el motivo de la acusación que estos hombres traen? La no conformidad con los cánones de su sinagoga:
¿Por qué quebrantan tus discípulos la tradición de los ancianos? (v. 2) ¿Cuál era esta tradición? Lavarse las manos antes de comer pan es decir, alimento sólido. Obsérvese:
1. Cuál era la tradición de los ancianos: una mera ablución antes de las comidas. En esto ponían tanto énfasis, como algo muy importante en el aspecto religioso, al suponer que la comida tocada con manos sin lavar les contaminaba ceremonialmente. Así lo practicaban ellos y lo imponían a los demás con tanto rigor, que no condescendían a comer en compañía de alguien que no se hubiese lavado previamente las manos.
2. Cuál era, según ellos, la transgresión que los discípulos de Jesús habían cometido. Parece ser que no tenían costumbre de lavarse las manos antes de comer. Tal costumbre está recomendada por la higiene, pero nada tiene que ver con la religión, y no había motivo para imponerla como un rito necesario. Los discípulos de Jesús, aunque iletrados, sabían lo suficiente para no tenerla como precepto de la Ley y, por eso, no se cuidaban de observarla (v. Col. 2:20–23).
3. Cuál era la querella de los escribas y fariseos contra ellos: Les acusan de transgresión ante Jesús:
¿Por qué quebrantan (lit. transgreden) tus discípulos la tradición de los ancianos? Fue buena cosa que fuesen con la queja a Jesús, pues los discípulos no habrían acertado quizás a dar una razón convincente del motivo por el que se comportaban así.
II. Tenemos ahora la respuesta de Jesús quien contesta a esta querella y justifica el modo de proceder de sus discípulos. De dos maneras les replica:
1. Por vía de recriminación (vv. 3–6). Cuando ellos espiaban la mota en el ojo de los discípulos, Él les muestra la viga en el de ellos mismos; de tal modo censura la tradición sobre la que ellos cargaban tanta autoridad, que no sólo permite pasarla por alto, sino que manda no tenerla en cuenta.
(A) El cargo general que les imputa es: Vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición (v. 3). Ellos decían: la tradición de los ancianos, como si fuese una costumbre muy antigua y honorable; pero Él dice: vuestra tradición; algo inventado por el fariseísmo; y replica: Vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios. Nótese que de ordinario, quienes más celosos se muestran en que se cumpla lo que ellos imponen, son los que menos se esmeran en el cumplimiento de los preceptos divinos.
(B) La prueba del cargo que les imputa está expuesta en relación a un precepto concreto, pues les acusa de transgredir el quinto mandamiento del Decálogo.
(a) Veamos cuál es el mandamiento, qué prescribe y cuál es la sanción que lleva aneja (v. 4).
El mandamiento es: Honra a tu padre y a tu madre, esto dice el Padre de los cielos. Todos los deberes de los hijos para con los padres están encerrados en esto de honrarles, pues es el fundamento de los demás.
La prescripción que lleva aneja es: para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da (Éx. 20:12). Pero nuestro Salvador se calla esta parte, para que nadie deduzca de ahí que eso es todo lo que el mandamiento tiene de provechoso y recomendable; en cambio, insiste en el castigo impuesto al que quebranta dicho mandamiento, y cita de otro lugar de la Escritura: El que maldiga al padre o a la madre, muera irremisiblemente (Éx. 21:17). Según la aplicación que el Señor hace de la ley, se desprende que el negar a los padres el servicio o el alivio necesarios está incluido en lo de maldecirles. Aunque el lenguaje en sí sea respetuoso, ¿de qué sirve ese respeto de palabra, si no se muestra en las obras? (comp. 1 Jn. 3:17–18).
(b) Veamos ahora en qué contradecía la tradición de los ancianos a este mandamiento. No era directa, explícita, sino implícita; sus casuistas les habían dado ciertas normas con las que podían evadirse fácilmente de la obligación que el quinto mandamiento imponía (vv. 5–6). Obsérvese:
Primero: Cuál era dicha tradición: Que la manera más santa y piadosa de disponer de la propia hacienda era ponerla a los pies de los sacerdotes para que la emplearan en el servicio del Templo y que, cuando algo había sido ofrecido de esta manera, no sólo era ilícito enajenarlo, sino que todas las otras obligaciones conectadas con dicha hacienda, quedaban sobreseídas, por muy justas y sagradas que fuesen.
Segundo: Cómo aplicaban esta norma al caso de los hijos. Cuando las necesidades de los padres reclamaban el apoyo y sostén de los hijos, éstos podían excusarse diciendo que todo cuanto pudiesen ahorrar para sí y para sus hijos, había sido ya comprometido para el servicio del Templo: Ya he ofrecido a Dios todo lo mío con que yo podría ayudarte (v. 5), y, por consiguiente, sus padres no podían esperar ya nada de él. Así enseñaban que esto era un motivo valido y bueno para no ayudar a los padres, y muchos hijos degenerados y sin conciencia harían uso de esta norma justificándose por ella, y diciendo: Ya no estoy obligado (v. 6). Pero el absurdo y la impiedad de tal tradición eran evidentes puesto que la religión positiva, revelada por Dios, estaba destinada, a mejorar, no a destruir, lo que por naturaleza es de la ley (Ro. 2:14–15), y uno de los preceptos escritos en el corazón de toda persona humana es este de honrar a los padres. Dicha tradición pues, invalidaba el mandamiento de Dios, dejándolo sin efecto. Quebrantar así la ley divina era malo de por sí, pero enseñarlo así a los hombres, como hacían en este caso los escribas y fariseos, era mucho peor (5:19). ¿Qué objetivo tiene un mandamiento, si se buscan evasivas para no cumplirlo?
2. Por vía de reprensión, pues les acusa de hipocresía: Hipócritas (v. 7). Es prerrogativa de Aquel que escudriña los corazones y conoce lo que hay en el interior del hombre pronunciar quiénes son hipócritas. El ojo del hombre en general, puede percibir la profanación exterior pero sólo el ojo del Señor puede discernir la hipocresía (Lc. 16:15). Al ser un pecado que sólo Sus ojos pueden descubrir, es también un pecado que su alma aborrece de modo especial.
Jesús expresa su reproche y cita palabras del profeta Isaías: Bien profetizó de vosotros Isaías (v. 7. v. Is. 29:13). Isaías aplicó esto a los hombres de su generación a quienes estaba destinada esta profecía, pero Cristo la aplica a estos escribas y fariseos. Las amenazas dirigidas contra otros en la Palabra de Dios, nos alcanzan también a nosotros, si somos culpables de los mismos pecados de que eran culpables los inmediatos destinatarios de la Palabra, lo mismo que las promesas espirituales, si cumplimos los requisitos para recibir las mismas gracias. Isaías profetizó, pues, no sólo para los de su generación, sino para todos los demás hipócritas, contra los que la Palabra de Dios sigue en vigor y no rebaja sus demandas.
(A) Jesús describe a los hipócritas en la manera de cumplir con sus deberes religiosos: Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí (v. 8). Veamos:
Primero: Hasta qué punto llega el hipócrita: Se acerca a Dios y le honra; en su profesión externa, es un adorador de Dios. El fariseo subió al Templo a orar (Lc. 18:10). No se colocó a la distancia en que se encuentran los que están sin Dios en el mundo (Ef. 2:12). Los fariseos honraban a Dios y se asociaban con los que se comportaban de la misma manera. Este honor exterior es el que Dios recibe de los hipócritas (Jer. 12:2).
Segundo: Dónde se queda corto. Todo esto lo hace con la lengua y de palabra (1 Jn. 3:18). Es una piedad de los dientes para fuera; muestra amor, pero no hay amor en su corazón. Todo el culto de los hipócritas es honor de labios.
Tercero: Dónde está la causa de este pecado: Su corazón está lejos de mí: es decir, excluido voluntariamente y extrañado de la vida de Dios (Ef. 4:18), ya que vaga siempre y mora habitualmente en otro lugar cualquiera. El hipócrita dice una cosa, y piensa otra. Pero Dios mira al corazón y no sólo lo conoce (Lc. 16:15), sino que lo pesa (Pr. 21:2; 24:12). Un ejemplo de la hipocresía de los fariseos es que enseñaban doctrinas que eran preceptos de hombres (v. 9). Cuando las enseñanzas humanas se hacen pasar por verdades o instituciones reveladas por Dios, y como tales son impuestas a los hombres, eso es hipocresía y mera religión humana. Dios quiere que Su obra se lleve a cabo por las normas que Él mismo ha prescrito, y no acepta lo que Él no ha ordenado. Sólo lleva a Dios lo que proviene de Dios.
(B) Jesús declara la sentencia contra los hipócritas: y lo hace en una frase muy concisa: En vano me rinden culto. El culto de ellos no cubre el objetivo para el que está destinado; no agrada a Dios ni les aprovecha a ellos: El culto que no es en espíritu, no es en verdad; así que se queda en nada. Mero trabajo de labios es trabajo perdido.
Versículos 10–20
I. En el discurso que va a pronunciar, Cristo comienza por una solemne introducción: Llamando a sí a la multitud (v. 10). Cristo tenía consideración a las muchedumbres. El humilde Jesús acogía con afecto y cariño a quienes eran mirados con desdén por los orgullosos fariseos; por eso, se vuelve de ellos, obstinados e indóciles, hacia la multitud que, aunque eran gente débil e iletrada eran humildes y estaban deseosos de aprender. A éstos dice: Oíd y entended. Nótese que, cuando oímos algo de los labios de Cristo hemos de poner toda diligencia en entender lo que dice. No sólo los eruditos, sino también la gente ordinaria y vulgar, deben estar alerta para entender las palabras de Cristo.
II. La verdad que se enseña (v. 11), expresada en dos proposiciones:
1. No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre. No es la clase ni la calidad de nuestros alimentos, ni la condición de nuestras manos, lo que infecta el alma con ninguna polución moral. El reino de Dios no es comida ni bebida (Ro. 14:17). Lo que contamina al hombre, haciéndole culpable ante Dios e incapaz de mantener comunión con Él, no es el bocado que come, sino el pecado que comete. Jesús comenzaba así a enseñar a sus seguidores a no llamar común o inmunda ninguna cosa (v. Mr. 7:19; Hch. 10:13–15, 28).
2. Sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre. Somos contaminados, no por los alimentos que comemos con manos no lavadas, sino por las palabras que hablamos desde un corazón no santificado. Así que no eran los discípulos los que se contaminaban con lo que comían, sino los fariseos con lo que decían en tono de desprecio y censura acerca de los discípulos. Los que culpan a otros de transgredir los preceptos de los hombres, se cargan a sí mismos de mayor culpa por transgredir el mandamiento de Dios contra los juicios temerarios.
III. La ofensa que los fariseos recibieron con esta enseñanza: Entonces, acercándose sus discípulos, le dijeron: ¿Sabes que los fariseos se ofendieron al oír esas palabras? (v. 12).
1. No es extraño que los fariseos se ofendieran con esta enseñanza tan claramente expuesta. Los ojos enfermos no toleran la luz clara, y nada hay tan provocativo para los orgullosos impostores como el desdeñar a quienes ellos han engañado, cegado y esclavizado, puesto que esos que tanto aprecian las formalidades externas de la religión, son los que tanto menosprecian las realidades interiores del culto.
2. A los discípulos les extrañó que Jesús expresase tan claramente lo que sabía que iba a ofender a gentes tan importantes como los escribas y fariseos, ya que no acostumbraba hacerlo. Pero Jesús sabía muy bien lo que había dicho, y a quiénes lo había dicho; y quería enseñarnos que, aunque en cosas sin importancia debemos tener cuidado para no ofender a otros con lo que decimos sin embargo no debemos callarnos las verdades necesarias ni los deberes perentorios, por temor a ofender a otros. Hay que confesar la verdad y cumplir con el deber; y si alguien se ofende, es culpa suya; si es para escándalo del que lo oye, no es un escándalo dado, sino recibido; o, como suele llamarse, «escándalo farisaico».
Quizá los mismos discípulos se extrañaron también de la enseñanza misma que Jesús había expuesto y, al hacerle dicha comunicación sobre los fariseos, lo hacían para recibir ellos mismos una información mejor sobre la materia. Sin duda, los fariseos dirían que lo expuesto por Jesús se oponía a la ley sobre viandas limpias e inmundas, y los discípulos estarían, en parte al menos en favor de tal opinión. Al no querer que los jefes religiosos se ofendiesen sin motivo, quizá pensarían que Jesús haría, si no una palmaria retractación de lo dicho, al menos una corrección o modificación de lo que había expresado. Los oyentes débiles e inmaduros están más solícitos de lo que debieran, en que no se ofendan los oyentes malvados.
IV. La sentencia que Jesús pronuncia contra los fariseos en esta ocasión y sobre sus corruptas tradiciones. Dos aspectos abarca esta sentencia:
1. Ellos, con sus tradiciones, van a ser desarraigados: Toda planta que no ha plantado mi Padre celestial, será desarraigada (v. 13). La secta de ellos, sus formas y sus enseñanzas, eran plantas ajenas a la plantación de Dios (Jn. 15:1; 1 Co. 3:9). Las normas que profesaban no habían sido instituidas por Él, sino que debían su origen al orgullo y al formalismo. En la Iglesia visible, no es extraño tampoco encontrar plantas que el Padre celestial no ha plantado. De ahí, la responsabilidad de los pastores para descubrir cuanto antes las malas hierbas y extirparlas sin contemplaciones. No nos engañemos, pues, al pensar que todo va bien en la congregación, y que todo lo que se encuentra en el jardín de Dios, ha sido plantado allí por Dios mismo. Por sus frutos los conoceréis. En fin de cuentas, esta es la única evidencia segura de que una persona es salva. Lo que no es de Dios, al fin se desvanecerá (Hch. 5:38). Pero el Evangelio de Cristo es verdadero y vivo, y permanece para siempre; no se puede desarraigar.
2. Ellos, con sus seguidores, están abocados a la ruina (v. 14).
(A) Cristo pide a sus discípulos que los dejen solos. Dejadlos; como si dijese: «No vayáis con ellos ni os preocupéis de ellos, no busquéis su favor, ni temáis su desagrado; dejadlos que sigan su curso y cosechen el resultado. Están resueltos a seguir con sus opiniones, y no hay quien les saque de su obstinación. No tratéis de agradar a una generación que no agrada a Dios» (1 Ts. 2:15). Caso triste de verdad es el de aquellos pecadores tan empedernidos, que Cristo ordena a sus ministros que los dejen solos.
(B) Les da dos razones para que los dejen solos, porque:
(a) Son orgullosos e ignorantes: dos malas cualidades que a menudo van juntas y trastornan el juicio de una persona (Pr. 26:12). Son ciegos guías de ciegos. Con crasa ignorancia acerca de las cosas de Dios, son tan orgullosos, que se creen más sabios y entendidos que todos los demás y, por eso, se erigen en guías de otros para enseñarles el camino del cielo, cuando ellos mismos no aciertan a dar un solo paso en dicho camino; con todo prescriben a todos, y proscriben a quienes rehúsen seguirles. Si al menos reconociesen que son ciegos, acudirían a Cristo en busca del remedio, y así recobrarían la vista (Jn. 9:40– 41). ¿Cómo está nuestra vista espiritual? Ellos confiaban en que eran guías de los ciegos (Ro. 2:19–20), llamados por Dios para ello y cualificados convenientemente para dicha tarea. En su propia opinión, todo cuanto decían era un oráculo o un precepto.
(b) Corren presurosos hacia su propia destrucción: Ambos caerán en un hoyo. No puede ser otro el final, si ambos son tan ciegos y, al mismo tiempo, tan temerarios como para lanzarse a la ventura, sin hacer caso del peligro. Los guías ciegos y los ciegos seguidores perecerán igual y juntamente. Quienes, para engañar, inducen a otros al pecado, empleando con astucia las artimañas del error (Ef. 4:14), no escaparán ellos mismos de la ruina, pese a toda su astucia y sus artimañas. Los guías ciegos llevarán la peor parte en el castigo, caerán tanto más hondo cuanto más adelantados iban en el camino del error y cuando debieran tener mayor conocimiento de la ruta. Quienes mutuamente han cooperado a incrementar el pecado, cooperan también a provocar mutuamente el castigo.
V. Jesús explica ahora a sus discípulos la enseñanza que había dado en el versículo 11. Aunque Cristo rechaza al ignorante voluntario que no se preocupa de ser enseñado, tiene compasión del ignorante que está deseoso de aprender (He. 5:2).
1. Los discípulos deseaban ser instruidos mejor en esta materia (v. 15). En esta ocasión, como en otras muchas Pedro se adelanta a ser el portavoz de los demás: Tomando la palabra Pedro, le dijo: Explícanos esa parábola. Jesús había hablado claramente, pero Pedro llama parábola a una enseñanza tan sencilla, y es incapaz de entenderla. Las inteligencias débiles tienden a considerar como enigmas las verdades más claras y a encontrar nudos en un junco liso. Pero una cabeza débil en el entendimiento de la Palabra de Dios, con tal de que vaya acompañada de un corazón sincero y de una mente receptiva, se sentirá instintivamente inclinada a buscar mayor instrucción. Así, los discípulos, aunque quizás ofendidos por la enseñanza, buscaron una explicación satisfactoria, y echaron la culpa de la ofensa recibida, no a la doctrina que habían escuchado, sino a la superficialidad de su propia capacidad.
2. Cristo les reprochó su debilidad y falta de entendimiento: ¿También vosotros estáis aún sin comprender? (v. 16). Cristo guarda sus tiernos reproches para aquellos a quienes ama e instruye con cariño y paciencia. Dos cosas agravaban la torpeza y la ignorancia de los discípulos: (A) El hecho de ser discípulos de Cristo: ¿También vosotros? «¿También vosotros, a quienes yo he admitido a un grado tan elevado de familiaridad, estáis sin comprender el camino de la verdad?» La ignorancia y los errores de quienes profesan la fe cristiana y disfrutan de los privilegios de la membresía en una iglesia local, entristecen con razón al Señor Jesucristo, del mismo modo que quienes no se preocupan de arrojar de sí todo pecado conocido (mediante el arrepentimiento y la confesión ante el Señor (v. 1 Jn. 1:8–10), contristan al Espíritu Santo (Ef. 4:30). (B) El hecho de que llevaban ya bastante tiempo en la escuela de Jesús: ¿Estáis aún sin comprender? «¡No sabéis aún las primeras lecciones, y estáis ya en el tercer grado?» Si hubiesen llevado sólo una semana acudiendo a sus clases, sería diferente. Cristo espera de nosotros un progreso en la gracia y en el conocimiento de su Palabra, de acuerdo con el tiempo que llevamos en la iglesia y los medios de que en ella, y fuera de ella, disponemos (v. Jn. 14:9).
3. A continuación, Cristo les explica la enseñanza sobre la contaminación. Les muestra:
(A) Cuán pequeño es el peligro de contaminarse con las cosas que entran en la boca (v. 17). La intemperancia del apetito, si degenera en gula (abuso en el comer y beber), sale del corazón y contamina, ya que constituye pecado; pero los alimentos en sí, si no son nocivos para la salud, no contaminan como opinaban los fariseos; todo cuanto no es asimilable por nuestro organismo, es desechado por un proceso fisiológico, sabiamente dispuesto por Dios; pasa al vientre, y es echado en el estercolero (v. 17), y queda sólo lo que sirve para reparar los tejidos. Si alguna cosa inmunda se mezcla con nuestro alimento por no lavarnos las manos antes de comer, y llega a ser dañoso (se supone que ha pasado inadvertido), la naturaleza misma se encargará de despedirlo. En fin de cuentas, será un caso de falta de higiene, pero no de falta de conciencia.
(B) Cuán grande es el peligro de contaminarse con las cosas que salen de la boca (v. 18). Nótese que Jesús no dice: por la boca (como podría ser un vómito del estómago o del pulmón), sino: de la boca, como algo que la boca despide naturalmente, como canal de la fuente que es el corazón. No hay, pues, contaminación en los productos de la bondad de Dios, sino en el producto de nuestro corrompido corazón. En efecto, aquí tenemos:
(a) El manantial corrompido del que procede lo que sale de la boca: sale del corazón; es decir, no del músculo que reparte la sangre por todo el organismo físico, sino del centro espiritual de la conducta. Es este centro, este corazón, el manantial corrupto engañoso más que todas las cosas y perverso (Jer. 17:9), de donde sale todo lo que moralmente contamina al hombre, puesto que no hay pecado de palabra o de obra que antes no haya estado en el corazón; de él sale todo lo malo, todo lo que contamina al ser humano.
(b) Jesús especifica algunos de los arroyos que brotan del manantial de un corazón corrompido por el pecado
Primero, los malos pensamientos, es decir, tanto los falsos prejuicios que habían dado lugar a las corrompidas tradiciones farisaicas, como, más en general, y en consonancia con el contexto posterior, todo el mal que el hombre planea dentro de su corazón, aunque no siempre lo ponga por obra.
Segundo, homicidios, los que provienen del odio, la envidia, o el desprecio del prójimo; todo lo cual se fragua en el corazón. Por eso, el que aborrece a su hermano es, en el tribunal de Dios, un homicida (1 Jn. 3:15).
Tercero, adulterios y fornicaciones, que proceden de un corazón sensual, impuro y lascivo, en el que reina la concupiscencia. Por eso, hay adulterio en el corazón (5:28), antes de llegar, o aun sin llegar, a ponerlo por obra.
Cuarto, hurtos, fraudes, perjuicios, rapiñas contratos injuriosos, etc. La fuente de todo esto es también el corazón, como le pasó a Acán (Jos. 7:20–21).
Quinto, falsos testimonios. Si la verdad, la santidad y el amor que Dios requiere en el interior del hombre, reinasen en el mundo, no habría juicios temerarios ni testimonios en falso.
Sexto, blasfemias; hablar mal de Dios o del prójimo lo cual proviene de la hiel que hay en el corazón, pues de él brota toda raíz de amargura (He. 12:15).
Estas cosas—añade Jesús—son las que contaminan al hombre (v. 20). El pecado contamina al hombre, lo vuelve inmundo y abominable a los ojos del Dios infinitamente santo y puro, y lo indispone para la comunión con Él. Por consiguiente, estas son las cosas que es preciso evitar con todo esmero, así como todo lo que conduce o invita a ellas, en vez de darle tanta importancia a lo de lavarse las manos antes de comer, porque el comer con las manos sin lavar no contamina al hombre. Ni es mejor delante de Dios por lavarse, ni es peor por no lavarse.
Versículos 21–28
Famoso episodio de arrojar el demonio de la hija de una mujer cananea; este relato contiene detalles singulares, sorprendentes y conmovedores, que arrojan una luz favorable para los pobres y despreciados gentiles, y un anticipo de la misericordia que Cristo tenía en reserva para ellos. Aquí se observa un rayo de aquella luz que había de revelarse a los gentiles (Lc. 2:32).
I. Saliendo Jesús de allí (v. 21). Con toda justicia les es quitada la luz a los que juegan con ella o se rebelan contra ella. El Señor tiene paciencia y ha soportado (y soporta) tal contradicción de pecadores contra sí mismo (He. 12:3), pero el menosprecio de esa paciencia sólo sirve para atesorar ira para el día de la ira (Ro. 2:5) ¡Cuidado! No os dejéis engañar; de Dios nadie se mofa, pues todo lo que el hombre siembre, eso también segará (Gá. 6:7). Cuando una persona se obstina en sus prejuicios contra el Evangelio, y busca excusas o dilaciones para rendirse al Señor, provocan a Cristo a retirarse de allí.
II. Una vez que salió de allí, se retiró a la región de Tiro y de Sidón. Por Marcos 7:31, vemos que Jesús, por esta vez salió de los límites de Palestina, para entrar en territorio de Fenicia, aunque no llegase a las ciudades mismas, sino a partes colindantes con el territorio de Israel. Por aquí vemos que, por dondequiera que pasaba, aun fuera de las fronteras de la nación judía, pasaba haciendo el bien. El carácter de una persona no se descubre por el lugar en que actúa, sino por la constancia con que obra. Se ha dicho muy bien que, en tierra de buena gente, no es difícil aparecer como buena persona, pero el carácter del hombre recto se muestra mejor cuando el lugar en que vive está lleno de corrupción (v. 2 P. 2:7–8). En este lugar fue donde Jesús llevó a cabo uno de sus más estupendos milagros. Respecto del cual, obsérvese:
1. Cómo se dirigió a Cristo esta mujer cananea (v. 22). Esta mujer, al ser gentil, estaba excluida de la ciudadanía de Israel (Ef. 2:12), pero Dios tiene un «remanente» en todas las naciones, en las regiones y en las islas más remotas, vasos de elección donde menos podría imaginarse. Si Cristo no hubiese hecho una visita a esta región, es probable que esta mujer nunca habría tenido la oportunidad de un encuentro con Jesús. ¡Cuán agradecidos hemos de estar a Dios de que un día le hallamos sin buscarle (Ro. 10:20), de que un día se introdujo, por la acción de Su Espíritu, dentro de nuestro territorio, cuando nosotros no pensábamos adentrarnos en el Suyo! Esta mujer se dirigió a Jesús gritando, como alguien que pide socorro con urgencia.
(A) Le expuso así lo miserable de su caso: Mi hija es gravemente atormentada por un demonio. Los tormentos de los hijos son la aflicción de los padres. Los padres que aman tiernamente a sus hijos, sienten como en propia carne las miserias de quienes son como parte y prolongación de ellos mismos. Viene a decir: «Aunque está endemoniada, es mi hija». Las peores aflicciones que puedan atormentar a nuestros familiares, no disuelven los lazos que nos unen a ellos y, por consiguiente, no deberían debilitar el afecto que les debemos. Fue precisamente la desgracia de un familiar, lo que llevó a esta mujer a su encuentro con Cristo. Esto se repite a menudo (v. Ec. 7:2). Y como ella se llegó a Jesús con fe, Él no la rechazó (Jn. 6:37). La aflicción no ha de apartarnos de Cristo; al contrario, es en la necesidad cuando más hemos de acercarnos a Él.
(B) Con fe y reverencia, le demandó compasión: ¡Señor, Hijo de David ten compasión de mí! No es que limite la acción de Cristo, pero es compasión lo que le pide. No tiene otra cosa a la que apelar: derechos, méritos o esfuerzos, sino que depende únicamente de su misericordia («Tal como soy …»— escribió Carlota Elliot en su famoso himno). Los favores hechos a los hijos son como hechos a los padres, los favores hechos a los nuestros son favores hechos a nosotros. Por otra parte, es un deber de los padres orar por sus hijos, orar por ellos con fervor y constancia, especialmente cuando se descarrían de los caminos del Señor; llevarlos al Señor en oración, con fe y con lágrimas, pues Él es el único que puede sanarlos y traerlos al buen camino. Cuando Agustín de Hipona iba todavía por el camino del vicio y de la perdición, su santa madre Mónica expuso al obispo de Milán, Ambrosio, la aflicción de su alma por el estado espiritual de su hijo. Después de escucharla le dijo Ambrosio: «Ten confianza, mujer, no puede perderse el hijo de tantas lágrimas». Si hubiese muchos padres que de manera semejante implorasen la ayuda del Señor para sus hijos, no habría tantos jóvenes encenagados en el vicio.
2. La forma tan desalentadora con que Cristo la trató al principio: Pero Jesús no le respondió palabra (v. 23). En todo el relato del ministerio del Señor, no nos encontramos con nada semejante, pues era su costumbre acoger y animar a cuantos se llegaban a Él, respondiendo antes que llamaran, y oyendo cuando aún tenían la palabra en los labios; pero a esta mujer la trata de modo muy diferente; ¿cuál puede ser la razón? «Fuerte contraste—dice Broadus—; ella clama; Él guarda silencio absoluto.» La razón la da Jesús más adelante. Cristo la trató de esta manera para probar su fe; Él conoce lo que hay en el corazón, y sabía que la fe de esta mujer era fuerte y, con la gracia de Dios, superaría el obstáculo que este silencio suponía, ya que la prueba de la fe, mucho más preciosa que el oro, resulta en alabanza, gloria y honra (1 P. 1:7). Muchos de los métodos de la providencia de Cristo, y especialmente de su gracia, en el modo de conducirse con sus hijos, y que resultan oscuros y producen perplejidad, pueden explicarse si tomamos como clave de solución el presente relato. Puede haber amor en el corazón de Cristo aun cuando el ceño de su rostro esté fruncido.
Obsérvense los detalles particulares que contribuían a desalentar a esta mujer:
(A) Cuando ella gritó, Jesús no le respondió palabra (v. 23). Los oídos de Jesús estaban siempre abiertos y atentos a los clamores de los pobres que le suplicaban ayuda, pero se hizo el sordo a esta mujer; así que ella no pudo conseguir, al principio, ni ayuda ni respuesta. Pero Cristo sabía lo que hacía y, por eso, no le contestó, para que ella intensificara el anhelo de su oración. De este modo, al aparentar retirarle el favor que ella deseaba, estaba apremiándola a insistir con mayor pertinacia. No toda oración aceptada es una oración inmediatamente contestada. A veces, parece que Dios no hace caso de las oraciones de los suyos, pero lo hace para probar y, así, mejorar la fe de ellos.
(B) Cuando los discípulos intercedieron a favor de ella, Jesús les explicó por qué no le contestaba, lo cual era todavía más desalentador.
(a) Algún alivio había en que los discípulos intercedieran por ella: Dile que se vaya, porque viene gritando detrás de nosotros. Por la respuesta de Jesús, vemos que los discípulos no pretendían que Jesús la despidiera sin prestarle ninguna ayuda, puesto que no era esto lo que Jesús acostumbraba hacer, sino que le concediera presto la ayuda que ella reclamaba, a fin de que no continuara llamando la atención con sus gritos. Al no entender el silencio de Jesús, ellos veían el caso desde el punto de vista de su propia conveniencia más que de la necesidad de la pobre mujer. Por eso, vienen a decir: «Dile que se vaya satisfecha, porque viene gritando detrás de nosotros, molestando y llamando la atención». La importunidad insistente puede cansar a los hombres, incluso a los hombres buenos; pero a Cristo le agrada que se le siga implorando a gritos.
(b) La respuesta de Cristo a sus discípulos parecía acabar del todo con las esperanzas de la mujer: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel (v. 24). Dios había estado preparando pacientemente al pueblo de Israel, del que había de salir el Redentor, para que le acogiesen cuando Él viniese, escuchasen y recibiesen Sus enseñanzas y fuesen así un pueblo misionero, bien equipado para extender el Evangelio por todo el mundo. Pero los suyos no le recibieron (Jn. 1:11), y el rechazo masivo del pueblo judío provocó el importante cambio de rumbo que se advierte en Hechos 13:46 (aunque la explicación completa se halla en Ro. 11). Fiel al propósito divino, Jesús se limitó así a instruir a las ovejas de Israel. Por eso, no sólo no responde a esta mujer, sino que arguye en contra de ella, y da una razón convincente. Es una prueba muy difícil la que sufre una persona cuando parece tener ciertas razones para dudar de si es una de las ovejas que Cristo ha venido a buscar. Pero, bendito sea Dios, porque no hay motivo para semejante duda; Jesucristo se dio a sí mismo en rescate por todos (1 Ti. 2:6). Luego, también por ti y por mí. En el caso presente, vemos cómo la persistencia en clamar vence a las buenas razones del hombre más sabio (comp. Lc. 18:1–8).
(C) Cuando la mujer se acercó a Jesús e insistió en su petición, postrada ante Él en adoración, Él insistió en su rechazo, y añadió a la repulsa un reproche humillante: No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos (v. 26). Jesús no se refiere a los perros callejeros, sino a los perrillos domésticos o «falderos», como indica el término griego. Esta respuesta de Jesús parecía cerrarle todas las puertas de la esperanza, y la habría llevado a la desesperación, si no hubiese tenido una fe tan grande. La gracia del Evangelio y las curas milagrosas que la testificaban, eran hasta entonces pan de los hijos, de Israel, y no estaban al mismo bajo nivel que las lluvias del cielo y estaciones del año fructíferas, comunes con las gentes a las que, en las generaciones pasadas, Dios había dejado andar en sus propios caminos (Hch. 14:16–17), sino que eran favores especiales apropiados para un pueblo especial de su peculio. Los gentiles eran tenidos por los judíos en gran desprecio, llamados y contados como perros. Jesús sabía que no había llegado aún la hora en que, mediante el derramamiento de su sangre se derribaría la pared intermedia de separación, para que en un solo cuerpo, la Iglesia, judíos y gentiles participasen conjuntamente de la gracia del Evangelio (1 Co. 12:13; Gá. 3:28; Ef. 2:11–22).
(D) Esto es lo que Cristo arguye contra esta mujer cananea: «¿Cómo puede esperar ella comer del pan de los hijos, cuando no pertenece a la familia?» Por aquí vemos que Cristo humilla primero y provoca el sentimiento de la propia indignidad y vileza, a los que Él quiere elevar a un honor especial. Debemos vernos primeramente como perros, indignos de la menor de las gracias divinas, antes de ser admitidos a los grandes favores y privilegios que ellas comportan. Cristo gusta de ejercitar la fe grande con pruebas grandes y, a veces, reserva las pruebas más duras para el final, a fin de que, probada la fe con fuego, resulte mucho más preciosa que el oro (1 P. 1:7).
3. Más de uno, con una prueba tan fuerte, se habría hundido en el silencio o habría estallado en lamentos o improperios: «¡Vaya un consuelo para una mujer afligida!»—podía haber dicho—. «Más me valía haberme quedado en casa. No sólo no me hace caso, sino que me llama perra; ¿este es el Hijo de David? ¿El que tiene tanta fama de amable, tierno y compasivo? No soy un perro, soy una mujer, una mujer honesta y desgraciada. Estoy segura de que no es decoroso llamarme perra.» Pero un alma humilde y creyente, que de veras ama a Cristo, echa siempre a buena parte todo lo que Él dice y hace, y saca de ello las mejores consecuencias; así esta mujer se abre paso por entre todas las circunstancias desalentadoras:
(A) Con un deseo anhelante de proseguir en su petición. Esto se vio ya después de la primera repulsa de Cristo, pues ella vino y se postró ante Él, diciendo: ¡Señor, socórreme! (v. 25). A la segunda repulsa, ella continuó suplicando. Las palabras de Cristo hicieron callar a los discípulos, pues ya no se nos dice más de ellos; ellos se conformaron con la respuesta de Jesús, pero ella no se conformó; cuanto mayor es la angustia que sentimos en nuestra propia carne, tanto mayor debe ser la insistencia con que hemos de suplicar que el Señor venga en ayuda nuestra. Esta mujer oró cada vez mejor; en vez de querellarse y echarle la culpa a Cristo, toma la misma reprensión de Cristo con toda humildad y, espoleada por su afecto maternal, emplea toda su sagacidad para darle un giro inesperado a su petición y se aprovecha de las palabras de Jesús para reclamar siquiera unas migajas de la compasión del Señor; como si dijese: «Si soy israelita o no, eso no importa; aquí vengo al Hijo de David en busca de misericordia, y no le dejaré hasta que me bendiga» (Gn. 32:26). Así luchó Jacob con el ángel; así luchó Jesús en Su agonía de Getsemaní. Hay cristianos que se angustian con dudas sobre su elección, cuando harían mejor en ser más diligentes en hacer el bien (2 P. 1:10) e insistir fervientemente en la oración, y arrojarse a los pies de Cristo y decirle: Si he de morir, que muera aquí (v. Est. 4:16b). Si no podemos superar nuestra incredulidad con razones, venzámosla con oraciones. ¡Señor, socórreme! es una oración breve y admirable, cuando se dice de todo corazón, y es una lástima que mucha gente tome el nombre de Dios en vano, y diga sin razón alguna: ¡Ay, Dios mío!
(B) Con admirable sagacidad, según hemos apuntado ya anteriormente; la fe y el amor ayudan mucho a la imaginación a encontrar el modo de sacar partido de las situaciones más difíciles. Cristo había comparado a los judíos con los hijos que se sientan como renuevos de olivo alrededor de la mesa (Sal. 128:3), y había colocado a los gentiles, como a perrillos, debajo de la mesa. Nada se saca con contradecir a las palabras de Cristo, por duras que parezcan. Esta pobre mujer, ya que no puede objetar nada contra ellas, resuelve sacar de ellas el mejor partido posible: Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos (v. 27). Como si dijese con toda humildad: «Es cierto, Señor; no lo puedo negar; soy perrilla y no tengo derecho al pan de los hijos; pero del pan que tan liberalmente tú partes a tu pueblo, yo te ruego la curación de mi hija, lo cual es como una migaja de tu compasión y de tu poder; una parte insignificante en comparación con las grandes hogazas que ellos saborean, pero de tanto valor e importancia para mí, por ser migaja de tan precioso pan». Cuando estamos casi ahítos del pan de los hijos, deberíamos acordarnos de tantos que se contentarían con unas migajas. El pan de los privilegios espirituales que disfrutamos, sería para muchas almas un verdadero banquete. La humildad y la necesidad de esta mujer hicieron que se contentase con unas migajas, pero caídas de la mesa de Jesús, bajo la cual son alimentados los perrillos, así como los hijos comen alrededor de ella. Al ser Jesús el amo de esa mesa y al estar debajo de la mesa, ella se considera como un perrillo de Jesús; porque mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos (Sal. 84:10). ¡Cuán bueno es estar en la casa de Dios, aunque sólo sea en el atrio! Quienes son conscientes de no merecer nada son también agradecidos a Dios por todo. Todo lo que viene del Amado tiene gran valor (1 P. 2:7). La fe había estimulado a esta mujer a esperar las migajas, y la humildad la había preparado para contentarse con ellas.
4. El gran éxito que la constancia y la fe de esta mujer le consiguieron. Salió de la prueba consolada y exaltada por Jesús: Oh mujer, grande es tu fe. Jesús exalta la fe de esta mujer cananea como había exaltado la fe de otro gentil, el centurión de 8:10. Ahora es cuando Jesús habla como lo que es, y no disimula su inmensa compasión. Lo que exalta es la fe de esta cananea. La mujer había mostrado otras muchas buenas cualidades en esta ocasión: sabiduría, humildad, mansedumbre, paciencia, y perseverancia en la oración, pero todas ellas eran producto de su fe. Comoquiera que, entre todas las gracias, la que más honra a Cristo es la fe, por eso, la gracia que Cristo honra más es la fe. Jesús exalta esa fe porque era grande. Aunque la fe de todos los creyentes es igualmente preciosa, no en todos tiene la misma fuerza porque no todos los creyentes han alcanzado la misma estatura o madurez espiritual. La grandeza de la fe consiste especialmente en la firme y resuelta adhesión a Jesucristo, para amarle y confiar en Él como Amigo, aun en momentos en que parece que viene contra nosotros como Enemigo. La fe débil, si es verdadera, no será rechazada, es cierto, pero la fe grande, fuerte, no sólo será aceptada, sino también recomendada y exaltada. Jesús, pues, curó a la hija de esta mujer: «Hágase contigo como quieres; no puedo negarle nada; llévate contigo lo que viniste a pedir». Los grandes creyentes se llevan de las manos del Señor cuanto quieren; cuando nuestra voluntad se somete a la voluntad de su precepto, Su voluntad se doblega a la voluntad de nuestro deseo (v. Éx. 32:11–14). Los que no le niegan a Jesús nada, hallarán que tampoco Él les niega nada, aunque a veces parezca que les esconde el rostro por algún tiempo.
Y, tan pronto como Jesús pronunció su palabra, se realizó el milagro: Y su hija quedó sana desde aquel momento. A la palabra, siguió inmediatamente el milagro. La fe de la madre había prevalecido para la curación de la hija.
Versículos 29–39
I. En esta porción, vemos en primer lugar una referencia concisa a las muchas curaciones de toda clase de enfermedades que Cristo llevó a cabo, una vez vuelto a territorio de Galilea. Veamos:
1. El lugar donde fueron llevados a cabo estos milagros: junto al mar de Galilea (v. 29). No leemos que Jesús obrase ningún otro milagro en el territorio de Tiro y Sidón, excepto la expulsión del demonio que atormentaba a la hija de la mujer cananea como si hubiese emprendido de propósito ese viaje con el solo objeto de curarla. Así también, los ministros de Cristo no han de escatimar sus esfuerzos por hacer el bien, aunque sea a pocos, pues todo el que conozca el valor de las almas, no dudará en andar un buen trecho a fin de cooperar a salvar a una sola del poder de Satanás y de la muerte eterna. Subiendo al monte, se sentó allí, para que todos pudiesen verle y tuviesen fácil acceso a Él; por otra parte, el sentarse era propio de un maestro que se dispone a enseñar.
2. Las multitudes que vinieron a Él y los muchos enfermos que sanó: Y se le acercó mucha gente (v. 30). Solemos ser muy sensibles a los dolores y a las enfermedades del cuerpo, pero son pocos los que se preocupan de sus almas y de las enfermedades espirituales. La bondad de Cristo era tal, que recibía a toda clase de gentes: a ricos y pobres, nobles y plebeyos, entendidos e iletrados. Al contrario que la mayoría de los hombres de la antigüedad, nunca miró con desprecio al vulgo, a la masa borreguil, como se suele llamarla, puesto que las almas de los labriegos tenían para Él el mismo valor que las de los reyes. Tal era el poder de Cristo que sanaba toda clase de enfermedades. Quienes venían a Él traían consigo a sus parientes y amigos enfermos, y los ponían a los pies de Jesús. El griego dice: Y los echaban junto a los pies de Él lo cual no significaba descuido, sino prisa por llevarlos a Él entre tanta gente. Por eso, no leemos que le dijeran nada pues era suficiente con poner a los enfermos delante del Médico. La triste situación en que se hallaban estos enfermos, hablaba de un modo más elocuente que todo lo que el mejor orador podría haber expresado con sus palabras. Cualquiera que sea nuestro caso el único modo de encontrar alivio y remedio para él, es ponerlo a los pies del Señor y someterlo a su sabia y santa voluntad.
Allí había cojos, ciegos, mudos, mancos, y otros muchos enfermos. Notemos cuánto daño ha producido el pecado, a cuántas y cuán diversas enfermedades están sometidos los cuerpos humanos después de la ruina original, y qué obra tan maravillosa realiza el Salvador. Él vence el pecado y captura a todos esos enemigos de la humanidad. El Evangelio lo expresa concisamente en dos palabras: Los sanó. Este es un ejemplo más del poder de Cristo, que puede confortarnos en todas nuestras debilidades, y de la compasión de Cristo, que puede confortarnos en todas nuestras miserias.
3. La influencia que esto tuvo sobre el pueblo (v. 31).
(A) La multitud se maravillaba. Y con toda razón. Las obras de Cristo deberían ser nuestro asombro.
(B) Y glorificaban al Dios de Israel. Los milagros, que son objeto de nuestra admiración, deben ser objeto de nuestra alabanza; y las gracias, que provocan nuestro júbilo, deberían provocar también nuestra gratitud. Si Él sana nuestras enfermedades, todo nuestro ser debe bendecir su santo nombre (Sal. 103:1– 5). Y si Él nos ha preservado benignamente de todas esas enfermedades, tenemos tanta razón para bendecir a Dios como si nos hubiese sanado de todas ellas. No sólo los enfermos y sus parientes y amigos, sino la multitud en general, glorificaban al Dios de Israel. Hemos de ser altruistas, y glorificar a Dios con alabanza y gratitud, no sólo por los favores que nos concede a nosotros, sino también por los que concede a nuestros prójimos.
II. Tenemos a continuación el relato de alimentar a cuatro mil hombres con siete panes y unos pocos pececillos, como antes había alimentado a cinco mil con cinco panes (14:13–21). Los invitados en esta ocasión no eran tan numerosos como la vez anterior, y la provisión era un poco mayor; pero el milagro fue obrado igualmente en ambas ocasiones; tanto entonces como ahora, admitió a cuantos estaban en necesidad de alimento, y empleó para darles de comer lo que tenía a mano. Cuando los mayores poderes de la naturaleza son superados milagrosamente, debemos decir: Éste es el dedo de Dios (Éx. 8:19). No importa que sea aquí o allí, sobre muchos o sobre pocos, su presencia se hace claramente manifiesta. Veamos aquí:
1. La compasión de Jesús: Tengo compasión de la gente (v. 32). Les dice esto a los discípulos, tanto para probar, como para suscitar la compasión de ellos también. En lo que les dice, obsérvese:
(A) Cómo expresa la necesidad de la multitud: Ya hace tres días que están conmigo y no tienen qué comer. Esto era muestra del celo de la gente, y del afecto que profesaban a Cristo y a su palabra, pues no sólo habían dejado sus ocupaciones ordinarias, sino que afrontaban grandes inconvenientes, para continuar con Él; llevaban tanto tiempo sin comer, que apenas podían sostenerse en pie; lo cual demuestra que estimaban en más las palabras de Cristo que el necesario alimento corporal. Con qué ternura habla Cristo de ellos: Tengo compasión de la gente. Era justo que ellos tuviesen también compasión de Jesús, que tanto trabajo se había tomado por ellos durante tres días seguidos y, por lo que se da a entender, también Él estaba en ayunas. Nuestro Señor Jesucristo lleva buena cuenta del tiempo que sus seguidores continúan en Su compañía, así como de las dificultades que encuentran en ello.
Ahora bien, la necesidad que el pueblo experimentaba sirve para encarecer la grandeza del poder y del amor de Jesús. El favor de la provisión que les da, se muestra en que los alimenta cuando están hambrientos, que es cuando la provisión se agradece doblemente. El milagro de la provisión abundante que les da. Si se ha dicho que dos comidas raquíticas sirven para que la tercera haga agarrar un empacho,
¿qué diremos de tres días sin comer? Sin embargo, todos comieron y se saciaron (v. 37). Hay en Cristo gracia y poder suficientes para dar abundante satisfacción al deseo más urgente y prolongado: Abre tu boca, y yo la llenaré (Sal. 81:10).
(B) Cómo expresa el interés que tiene por la multitud: No quiero enviarlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino. La miseria de nuestra condición presente se muestra, entre otras cosas, en que precisamente cuando nuestra alma está siendo alimentada y ensanchada de alguna manera, nuestro cuerpo no puede seguir el mismo ritmo en situaciones convenientes y aun en el cumplimiento de nuestro deber. La debilidad de la carne es un grave obstáculo a la buena disposición del espíritu.
2. El poder de Jesús. La compasión que siente por la necesidad de la gente, pone en acción Su poder para proveerles de lo necesario para el sustento. Observemos:
(A) Cómo los discípulos desconfiaban de ese poder: ¿De dónde podemos nosotros obtener tantos panes en un despoblado? (v. 33). Y eso que habían sido ellos, no sólo testigos, sino ministros, de un milagro similar; el pan multiplicado anteriormente, había pasado por las manos de ellos; de modo que era una señal de gran debilidad espiritual por su parte el preguntar: ¿De dónde podremos obtener nosotros tantos panes? ¿Podían sentirse desvalidos cuando tenían consigo al Maestro? El olvido de experiencias anteriores puede ser causa de perplejidades y dudas presentes.
Cristo conocía cuán escasa era la provisión de que disponía de momento, pero quería oírlo de labios de ellos: ¿Cuántos panes tenéis? (v. 34). Antes de actuar, quería ver el poco material de que disponía, para que su poder brillase con mayor resplandor. Lo que los discípulos tenían, lo llevaban para ellos mismos, y aun eso era muy poco, pero Cristo quería que lo diesen a la gente. Les sienta bien a los discípulos de Cristo ser generosos, pues su Maestro lo era: debemos compartir lo que tenemos. Ser tacaño con lo de hoy, a causa de la preocupación por el mañana, es enredo de una corrupta inclinación que debemos mortificar (Ro. 8:13). Los discípulos preguntan: ¿De dónde podemos obtener tantos panes? En cambio, Jesús pregunta: ¿Cuántos panes tenéis? No debemos pensar en lo que nos falta tanto como en lo que ya tenemos. Con razón se ha dicho que lo que distingue a un pesimista de un optimista ante una botella que va ya por la mitad, es que el pesimista la ve medio vacía mientras que el optimista la ve medio llena.
(B) Cómo fue manifestado a la multitud el poder de Cristo. Veamos:
(a) La provisión que tenía a mano: Siete panes y unos pocos pececillos (v. 34). Es probable que estos peces los hubiesen pescado ellos mismos. Es un consuelo comer del trabajo de nuestras manos (Sal. 128:2). Y es una dicha el compartir con otros lo que, con la bendición de Dios, hemos obtenido de nuestro trabajo: Trabaje … para que tenga que compartir con el que padece necesidad (Ef. 4:28).
(b) La disposición de los comensales en una postura conveniente: Entonces Él mandó a la multitud que se recostase en tierra (v. 35). Aunque el menú que podían ver era tan escaso, actuaron con fe en que de allí obtendrían suficiente provisión.
(c) La distribución de dicha provisión entre los comensales: Primero dio gracias. El verbo usado en el milagro anterior, similar a este, es bendijo. Ambos son, en cierto modo, lo mismo, pues dar gracias a Dios de antemano es el mejor modo de obtener de Dios bendición (comp. Jn. 11:41). Luego, partió los panes y los peces y los dio a sus discípulos, y los discípulos a la multitud (v. 36). Aunque los discípulos habían desconfiado del poder de Cristo, él los usó como anteriormente. A veces los amos y jefes no dan a sus subordinados una segunda oportunidad, pero Cristo no da de lado a sus ministros a la vista de sus debilidades y flaquezas, sino que continúa dándoles el pan de vida, y les encarga que lo den a los demás.
(d) La abundancia de la provisión distribuida: Comieron todos, y se saciaron (v. 37). Cristo sacia a quienes Él alimenta. Mientras trabajamos para lo mundano gastamos nuestro jornal en lo que no sacia (Is. 55:2), pero los que se amparan bajo la sombra de las alas de Cristo, serán completamente saciados de la abundancia de su casa (Sal. 36:7–8).
Para mostrar que todos habían tenido bastante, se nos dice lo que sobró: Recogieron lo que sobró de los pedazos, siete canastas llenas. La palabra que el original usa para canasta es la misma de Hechos 9:25, y era, sin duda, mucho mayor que las cestas de que se nos habla en el milagro anterior. Eso demuestra que la provisión de Cristo es mayor que lo que se busca y para mayor número de los que la buscan.
(e) El recuento de los que comieron: Cuatro mil hombres, sin contar mujeres y niños. No se les cuenta para que paguen la cuenta, sino para que sean testigos de la grandeza del poder y de la bondad de Cristo.
(f) La despedida de la multitud, y la partida de Cristo hacia otro lugar: Entonces despidió a la gente, entró en la barca, y vino a los confines de Magdala (v. 39). Aunque había alimentado dos veces a la multitud, no debían esperar milagros para el pan de cada dia, sino marcharse a sus casas, para ganarse su pan y comerlo en su mesa.
En este capítulo se nos narran cuatro conversaciones de Jesús: la primera con los fariseos; la segunda, con sus discípulos, acerca de los fariseos; la tercera, con sus discípulos, acerca de sí mismo; y la cuarta, con ellos acerca de Sus propios sufrimientos por ellos, y de los futuros sufrimientos de ellos por Él.
Versículos 1–4
Conversación de Cristo con los fariseos y los saduceos, dos grupos opuestos entre sí, pero unánimes y juntos en su oposición contra Jesús. Cristo y el cristianismo encuentran oposición desde todos los puntos de la rosa de los vientos.
I. Qué vienen a pedirle.
1. Le piden que les muestre una señal del cielo (v. 1). Deseaban que lo hiciese para mostrárselo a ellos, con la indudable pretensión de que así quedarían convencidos y satisfechos. Había de ser una señal distinta de las muchas que ya habían visto pues cada uno de los milagros anteriores era una señal manifiesta, pero todo esto no les servía; menospreciaban los milagros destinados a sanar a los enfermos y aliviar a los necesitados, y demandaban señales que sirviesen para satisfacer la curiosidad de ellos. La evidencia que Cristo había mostrado era suficiente para satisfacer a mentes sin prejuicios, pero no estaba destinada a complacer a corazones henchidos de vanidad. Aquí tenemos un ejemplo de lo engañoso y perverso que es el corazón del hombre, al imaginar que podríamos ser persuadidos por prodigios y experimentos que no están a nuestro alcance, mientras menospreciamos los portentos que contemplamos cada día. ¿No es un portento de la sabiduría y del poder de Dios, que cada planta chupe de la tierra lo necesario para formar flores y frutos tan diferentes? ¿No es un portento misterioso—como ha dicho un escritor contemporáneo—que una vaca negra produzca leche blanca después de comer hierba verde? Y tenía que ser precisamente una señal del cielo. Seguramente aludían a señales como las de Moisés (Sal. 78:23), Josué (Jos. 10:13), Elías (1 R. 17:1), etc.
2. La intención era ponerlo a prueba: Se le acercaron … para tentarle, no para que les enseñara, sino para tenderle una trampa. Cuando hacía señales en la tierra, decían: Este no echa fuera los demonios sino por Beelzebú, príncipe de los demonios (12:24). Si hacía milagros del cielo, podían decir: Es virtud del príncipe de la potestad del aire (Ef. 2:2). Cuando sus antepasados habían visto señales del cielo, decían de Dios: ¿Podrá poner mesa en el desierto? (Sal. 78:19). Ahora que Jesús había puesto mesa en el desierto, le tentaban diciendo: Muéstranos una señal del cielo.
II. La respuesta que Cristo da a esta demanda.
1. Les condena por no hacer caso de las señales que ya habían visto (vv. 2–3). Estaban buscando señales del reino de los cielos, cuando ya estaba entre ellos. Para mostrárselo, les hace reflexionar:
(A) Sobre la sagacidad que poseían para otras cosas, especialmente para pronosticar el tiempo que iba a hacer. Hay diversas normas científicas para pronosticar el tiempo pero a los sencillos pastores y labradores les basta su observación y su experiencia para acertar con tanta precisión como los científicos qué clase de tiempo se avecina. Aunque no sepamos cómo están suspendidas las nubes (Job 37:16), si que podemos predecir lo que van a hacer.
(B) Sobre la estupidez que padecían para discernir lo que tenía verdadera importancia para sus almas:
¿Sabéis discernir el aspecto del cielo, y no podéis discernir las señales de los tiempos? (v. 3); como si dijese: «¿No os dais cuenta de que ha venido ya el Mesías?» Los milagros que Cristo obraba, la afluencia de las multitudes a Él, la autoridad con que enseñaba, etc., eran claras indicaciones de que el reino de los cielos estaba al alcance de la mano y que llegaba el día de la visitación de ellos. Es gran hipocresía buscar señales de nuestro gusto, cuando menospreciamos las que Dios nos envía; no percatarse de la propia ruina, ruina inminente, por empeñarse en rechazar al Enviado de Dios. La gran desgracia de las masas es no percatarse del final que les espera, triste y eterno final, por negarse a recibir a Cristo como único salvador (Hch. 4:12).
2. Se niega a darles otra señal (v. 4). Les llama generación mala y adúltera; porque, mientras profesaban pertenecer al pueblo de Dios del Dios que era su Hacedor y su Marido (Is. 54:5), se apartaban traidoramente de Él y quebrantaban el pacto con su infidelidad. Por eso, se niega a satisfacer la curiosidad de ellos, puesto que demandaban mal (Stg. 4:3). La única señal que les va a ofrecer será la señal del profeta Jonás (v. 4; v. 12:39–40). Su propia resurrección después de estar tres días en el sepulcro, como Jonás en el vientre del gran pez, y la predicación del Evangelio a los gentiles, como había predicado Jonás a los ninivitas. Así quedaría satisfecha la fe de los humildes, pero no sería complacida la curiosidad de los soberbios.
La conversación con fariseos y saduceos después de esta declaración de Jesús, terminó de modo abrupto: Y dejándolos, se fue (comp. con Jn. 12:36b). Cristo no se detiene más de lo justo con quienes vienen a tentarle, sino que se retira con toda justicia de quienes vienen a él dispuestos a oponerse a Él, por muchas que sean las pruebas que les presente.
Versículos 5–12
En esta porción, tenemos la conversación de Jesús con sus discípulos acerca del pan y de la levadura; como en otras ocasiones, al hablarles Él de cosas espirituales por medio de comparaciones, ellos le entienden mal por pensar en cosas materiales. La ocasión de esta conversación fue el olvidarse ellos de traer pan (v. 5), como tenían por costumbre antes de viajar. Es notable cómo la mente de cada persona suele entender las cosas de acuerdo con sus preocupaciones respectivas. Sin duda, los discípulos habían dejado olvidada la provisión abundante de las siete canastas llenas de pedazos de pan o las habían dado a la multitud; esto era lo que les inquietaba; Jesús, en cambio, tenía la mente ocupada con el pensamiento de la hipocresía perversa de los fariseos. Pensemos, sin embargo, piadosamente de los discípulos, atribuyendo su olvido a la preocupación por otras enseñanzas de Jesús y recuerdos de sus asombrosos milagros. No es culpa de los buenos cristianos si, a veces, se olvidan de cosas de este mundo, por tener la mente ocupada en las cosas espirituales. Con todo, el equilibrio perfecto se obtiene al mantener la cabeza en el cielo y los pies en el suelo.
I. La advertencia que Cristo hace a sus discípulos: Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos (v. 6). Los discípulos están en peligro de ser engañados por los maestros hipócritas, puesto que, contra los que abiertamente enseñan el error o viven viciosamente instintivamente se ponen en guardia; por eso, Jesucristo redobla la advertencia y les dice: Mirad, guardaos. Las doctrinas y prácticas corrompidas de los fariseos y de los saduceos son comparadas a la levadura, porque leudan y corrompen todo cuanto está a su alcance.
II. La equivocación que los discípulos sufrieron al recibir esta advertencia (v. 7); pensaban que Cristo les reprochaba su olvido e imprevisión, y que les prevenía para que no comprasen panes hechos con la levadura que usaban los fariseos y saduceos, o que no comiesen con ellos, cuando ellos deberían haberse acordado de que el Maestro mismo había comido con fariseos (Lc. 7:36; 11:37; 14:1). El peligro no estaba en el pan de los fariseos, sino en sus doctrinas y prácticas.
III. El reproche que Jesús les hizo por esta ignorancia (vv. 8–11).
1. Primero les reprende por la desconfianza que mostraban hacia el poder y la buena disposición que Él tenía para sacarles del aprieto: «¿Por qué pensáis dentro de vosotros; por qué estáis en esa perplejidad, hombres de poca fe, que no tenéis pan, en vez de pensar correctamente?» (v. 8). No les culpa de imprevisión, como ellos esperaban. Los padres y los amos no deben enojarse demasiado por los olvidos de sus hijos y criados, sino sólo lo necesario para que hagan por acordarse en lo futuro, ya que todos estamos expuestos a olvidarnos de nuestro deber. Véase con qué facilidad perdonó Jesús a sus olvidadizos discípulos, y tratemos de imitarle. Por lo que les reprende es por su poca fe.
(A) Quiere que se acostumbren a depender de Él para el alivio de sus necesidades. Aunque los discípulos de Cristo se encuentren en apuros y aprietos a causa de sus errores y de su falta de previsión, Él continúa animándoles a que confíen en Él para todo lo que necesiten. Así que no debe ser una excusa para nuestra falta de caridad y compasión hacia quienes son realmente pobres, el pensar que deberían llevar sus negocios de mejor manera y así no se encontrarían ahora en necesidad. Puede ser que ello se deba a falta de previsión o de laboriosidad, pero eso no significa que les dejemos morirse de hambre cuando los vemos necesitados.
(B) Muestra su desagrado por la preocupación que tienen acerca de lo material. La gente suele reprochar duramente a personas que, aunque son bondadosas, carecen de las cualidades necesarias para prosperar en los negocios seculares; pero a Cristo le ofende más la excesiva preocupación y ansiedad acerca de esas mismas cosas. Es cierto que hemos de procurar guardar un buen equilibrio entre los dos extremos, despreocupación y preocupación, pero entre los dos, el que peor sienta a un discípulo de Cristo es la excesiva preocupación por las cosas materiales.
(C) La desconfianza de los discípulos tenía una circunstancia agravante: Estaban tan recientes las experiencias del poder y de la bondad de Cristo al proveer tan abundantemente para ellos y para la multitud (vv. 9–10). Tenían consigo al que podía proveerles de pan. No importa que no tuviesen la cisterna, cuando tenían el manantial: ¿No entendéis aún ni os acordáis? ¡Cuántas veces merecemos un reproche semejante por ser tan tardos de entendimiento y tan olvidadizos de lo que de veras importa! ¿No os acordáis de las cestas y canastas que recogisteis? Estas cestas y canastas eran como memoriales destinados a no dejar en el olvido tan señalados favores. Quien en las dos ocasiones pudo proveerles de manera tan abundante, seguramente podía proveerles ahora de lo necesario. Recordar los beneficios recibidos de Dios en el pasado es un buen remedio para preservarnos de las ansiedades del presente.
2. También les reprende por la equivocada interpretación que habían dado a sus palabras: ¿Cómo es que no entendéis que no me referí al pan? (v. 11). Los discípulos de Cristo deberían avergonzarse de su lentitud y torpeza en entender las cosas de Dios. A Jesús le supo mal: (A) Que los discípulos se imaginasen que Él estaba pensando, como ellos, en el pan material, cuando su alimento era hacer la voluntad del Padre (Jn. 4:34). (B) Que estuviesen aún tan poco acostumbrados a su modo de enseñar, como para tomar literalmente lo que hablaba metafóricamente.
IV. La rectificación del error mediante este reproche: Entonces se dieron cuenta de lo que había querido decir (v. 12). No tuvo que decírseles expresamente, sino repetir lo que ya había dicho antes; así les obligaba a comprender por sí mismos el sentido que antes no habían entendido. Así nos enseña Cristo en el interior del corazón por medio del Espíritu de sabiduría, y nos abre el entendimiento de la Palabra por medio del Espíritu de conocimiento. Las verdades más valiosas para nosotros son aquellas en que nosotros mismos nos hemos ocupado en profundizar.
Versículos 13–20
Conversación privada que Cristo mantuvo con sus Apóstoles acerca de Sí mismo. Esto sucedió en la región de Cesarea de Filipo, pues en aquel rincón apartado, no había ocasión de que acudiesen a Él tantas gentes como en otros lugares, y esto le dio la oportunidad de tener con sus discípulos esta conversación privada.
I. Jesús comienza preguntándoles qué pensaba la gente acerca de Él: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? (v. 13).
1. Se llama a Sí mismo el Hijo del Hombre, es decir, el Mesías prometido, como se ve ya desde Daniel 7 (v. Mt. 8:20; 9:6; 12:8; 13:41); era, pues, un título glorioso, aunque connotaba también el hecho de la Encarnación. Por otra parte, cuando Pablo habla de la humillación del Hijo de Dios al ser enviado a este mundo no le llama «el Hijo del Hombre», sino «nacido de mujer» (Gá. 4:4) como los demás mortales (Job 14:1).
2. Investiga cuáles son los sentimientos del pueblo acerca de Él: ¿Quién dicen los hombres …? No pregunta: ¿Quién dicen los escribas y fariseos?, sino los hombres en general, la gente del pueblo a la cual los fariseos despreciaban (Jn. 7:49); el vulgo conversaba con los discípulos con mayor familiaridad que con el Maestro y por eso, a través de ellos podía Jesús investigar mejor qué era lo que la gente decía de Él. Cristo aún no había declarado paladinamente quién era, sino que había dejado que la gente sacase las conclusiones pertinentes de las obras que hacía (Jn. 10:24–25).
3. A esta pregunta, los discípulos responden: Unos, que Juan el Bautista, etc. (v. 14). Vemos que había diferentes opiniones, pues la gente tiende a ver una misma cosa con «el color del cristal con que se mira». La verdad es una pero cada persona lleva dentro de sí la fuente de sus propios prejuicios; por eso, los juicios son equivocados. Al ser Jesús una persona que no podía pasar desapercibida, cada uno estaría dispuesto a expresar su opinión acerca de Él. Hay opiniones muy «honorables», que pueden estar lejos de la verdad. Cada día vemos que son muchos los millones de hombres que tienen a Jesucristo en alta estima, pero no le conocen según lo que la Palabra de Dios nos dice de Él. Toda esa gente pensaba que Jesús era uno de los profetas antiguos, resucitado, no reencarnado.
(A) Unos, que Juan el Bautista. Así pensaba Herodes (14:2), y quienes rodeaban al monarca estarían inclinados a pensar como él.
(B) Otros, que Elías; al interpretar, sin duda, de esta manera, la profecía de Malaquías 4:5: «He aquí que yo os enviaré el profeta Elías, antes que venga el día grande y terrible de Jehová» (comp. Is. 61:2b).
(C) Y otros, que Jeremías, o alguno de los profetas. Esto demuestra qué idea tan alta tenían de los profetas. Antes que admitir que la persona que llevaba a cabo tan extraordinarias obras fuese Jesús de Nazaret, un paisano de ellos, preferían decir: «No es el Mesías, sino alguno de los profetas».
II. Después de oír de labios de los discípulos lo que la gente pensaba de Él, Jesús se dirige ahora enfáticamente a ellos y les dice: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? (v. 15). Ellos tenían de Jesús mejor información que la gente del pueblo, por su continua convivencia con Él. Quienes saben de Cristo más que el común de las gentes, deberían ser consecuentes con ese conocimiento, y estar mejor dispuestos para dar de Jesús un testimonio convincente.
Los discípulos estaban estudiando con el Maestro a fin de ser aptos para instruir después a otros (2 Ti.
2:2) y, por eso, era necesario que ellos mismos tuviesen un conocimiento correcto de la verdad fundamental del cristianismo. Por eso es conveniente que cada uno de nosotros se haga a sí mismo, y con frecuencia, la misma pregunta: ¿Quién digo yo que es Jesús, y cómo lo confirmo con mi conducta? El estado espiritual de una persona depende de sus convicciones acerca de la persona y de la obra de nuestro Señor Jesucristo.
Bien, esa es la pregunta. Y a ella responde Pedro en nombre de los demás. Nótese que, cuando Jesús preguntó qué opinaba la gente, contestaron ellos, los discípulos en general; pero cuando les pregunta a ellos directamente, es Pedro el que toma la palabra, por su temperamento impulsivo, que le llevaba a expresar prontamente lo que pensaba ante las grandes preguntas, aunque no siempre respondiese correctamente. En todos los grupos de personas, suele haber alguien que destaca por su fervor y su osadía, y se adelanta a hablar antes que los demás. Tal era Pedro.
La respuesta de Pedro es corta, pero es completa, verdadera y oportuna: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente (v. 16). Esta es la correcta conclusión a la que las palabras y las obras de Cristo conducían. La gente le llamaba profeta (Jn. 6:14; 9:17), pero los discípulos le reconocen como el Cristo, el Mesías o Ungido de Dios (Is. 61:1). Ya era gran cosa reconocer una dignidad tan grande en una persona cuyas apariencias externas eran tan contrarias a la idea que la gente tenía del Mesías. Él mismo se llamaba ahora «el Hijo del Hombre», pero Pedro reconoce en Él al Hijo del Dios vivo y verdadero. Confesémosle también nosotros de la misma manera, para compartir la misma bienaventuranza de Pedro. Observemos que Cristo aprueba la respuesta de Pedro (vv. 17–19):
1. Como creyente (v. 17). Cristo se muestra satisfecho con la respuesta de Pedro, tan clara y explícita y le dice de dónde le ha venido tan alto conocimiento. Era, sin duda, la primera vez que una confesión semejante tenía un acento tan claramente trinitario.
(A) Pedro era feliz por ello: Dichoso eres, Simón (en el orig. Simeón, como en otras ocasiones), hijo de Jonás (o, más probablemente, de Juan, a la vista del texto correcto de Jn. 1:42; 21:15). Pedro había nombrado al Padre de Cristo, y Cristo nombra al padre de Pedro. Tanto el significado de Jonás = paloma, como el de Juan = Dios agració, llevan su simbolismo, pues la paloma es símbolo del Espíritu Santo, el cual nos guía a toda verdad, y la gracia de Dios nos permite descubrir dicha verdad. Sin embargo la más apta consideración que se desprende del texto es la comparación del origen humano de Pedro, la cantera de la que había sido sacado = un origen común y vulgar, con la verdad tan alta que acababa de confesar, y que le prestaba una dignidad que no le venía por nacimiento, sino por el favor divino (Jn. 1:13); era la libre y soberana gracia de Dios la que llenaba el foso entre su nacimiento vulgar y su noble confesión. Tras recordarle esto, Jesús le proclama bienaventurado, por la fe que había profesado. Los verdaderos creyentes son verdaderamente dichosos, pues aquellos a quienes Cristo llama bienaventurados, no pueden dejar de serlo. ¡Feliz de veras es el que tiene de Cristo un conocimiento correcto!
(B) Dios quedaba glorificado con ello: Porque no te lo reveló carne ni sangre. Esta luz no podía provenir del nacimiento ni de la educación, sino del Padre celestial. La fe salvífica es un don de Dios (Ef. 2:8b) y, por ello, dondequiera que esta fe se encuentre es obra de Dios. Pedro era pues dichoso porque el Padre celestial se lo había revelado. La dicha verdadera va ligada a la gracia y al favor de Dios, de modo que sólo es, en realidad, desdichado el que, por carecer de la gracia de Dios, es de veras desgraciado.
2. Como apóstol (vv. 18–19). Cristo va a honrar a los discípulos y, en especial, a los ministros que así le honran. Las solemnes palabras de Jesús a Pedro, en respuesta al homenaje de pleitesía que éste le había tributado, son como la cédula regia, o carta constitucional divina, que ha de configurar el ser mismo de la Iglesia futura, que el tekton (albañil-carpintero) de Nazaret se dispone a constituir. En esta cédula regia podemos observar:
(A) La autoridad de quien la firma y sella: Y yo te digo (v. 18). La cédula es puesta en las manos de Pedro de manos del Fundador y Cabeza de la Iglesia. La constitución de la Iglesia es puesta en manos de Pedro, como representante de una agencia cuyos objetivos se especifican aquí claramente, tanto como su permanencia.
(B) La mano del que edifica la Iglesia: Yo … edificaré mi Iglesia. Cristo es el arquitecto de su Iglesia. La construcción de la Iglesia es una obra que perdura hasta la consumación de los siglos (28:20) y Cristo usa a sus ministros como arquitectos subalternos que, con el poder y la gracia de Él, sobreedifican sobre el único fundamento (1 Co. 3:11 y ss.); por eso, han de mirar cómo edifican: si es sobre el verdadero fundamento, y si es con sólidos y valiosos materiales, o con algo que consume el fuego o se lleva el viento.
(C) El fundamento sobre el que edifica su Iglesia: Sobre esta roca. Jesús que había expuesto la parábola de 7:24–27, no iba a edificar sobre arena, sino sobre roca, a fin de que su Iglesia resistiera todos los embates a lo largo de los siglos. ¿Quién es esta roca? Unas breves observaciones nos ayudarán a interpretar este controvertido pasaje: (a) No cabe duda de que Cristo, al hablar en arameo, repetiría dos veces la palabra Kefa, que proféticamente le había puesto como sobrenombre a Simón, hijo de Jonás la primera vez que le vio (Jn. 1:42). Este sobrenombre expresaba una faceta de la persona de Pedro, en cuanto que, al confesar la divinidad del Señor, era, no sólo una piedra viva (1 P. 2:4–5), edificada sobre la piedra principal del ángulo (Ef. 2:20; 1 P. 2:6), sino la «Roca-confesante». Sobre este Kefa (el primero) y sobre los demás apóstoles también, quedaría cimentada la Iglesia de Cristo (Ef. 2:20; Ap. 21:14), pero nótese que Cristo no dice: y sobre ti edificaré mi Iglesia, porque no era sobre su persona sino sobre la confesión que Pedro acababa de hacer, sobre lo que la Iglesia sería edificada; esto es evidente por lo que dice Cristo cinco versículos después, ya que llama a Pedro Satanás cuando, en vez de hablar según Dios, hablaba según los hombres, con el mismo método de Satanás, cuando éste trató de impedir que Cristo siguiese el plan que le había trazado el Padre (4:1–11). Resta decir que de este versículo no se puede deducir ningún primado de jurisdicción de Pedro—todo el Nuevo Testamento está en contra de esto, sin olvidar 1 P. 5:1 y ss.—; menos aún, que fuese Pedro obispo de Roma (¿dónde estaba, cuando escribió Pablo a los romanos al ser así que el gran apóstol tenía mucho cuidado de no meterse en las labores de otros?) y menos todavía, que el actual obispo de Roma sea también Kefa «por sucesión apostólica», cuando lo es por una interminable sucesión de sofismas. Lo realmente bíblico es que la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente (v. 16) es, con la justificación por la fe el articulus stantis el cadentis Ecclesiae; el artículo de fe, con cuya afirmación o negación se alza o cae respectivamente la Iglesia porque el cristianismo es Cristo. Si Cristo no es el Hijo de Dios, el cristianismo es un puro engaño, si se quita esa piedra, todo el edificio se viene abajo.
(D) El edificio que Cristo construye es la Iglesia, su Iglesia; esta es la primera de las dos veces que Jesús la menciona (la otra es 18:17, donde connota a la comunidad local) y, aquí significa la congregación de todos los verdaderos creyentes desde el día de Pentecostés—por eso, Jesús habla en futuro—, hasta el día en que venga a recogerla de este mundo (1 Ts. 4:17). La palabra griega ekklesía, que aparece en este versículo comporta un número indeterminado de personas, que han sido llamadas del mundo para que se separen de lo mundano y se consagren al Señor. No puede haber congregación (reunión de una grey) sin que haya antes segregación (separación de una grey). Pedro fue el principal ministro del Señor para formar la primera comunidad cristiana tanto de judíos (el día de Pentecostés; Hch. 2), como de gentiles (en casa de Cornelio, Hch. 10).
(E) Cristo hace una promesa respecto a la Iglesia que va a edificar: Las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. El sheol (en griego Hades) era el mundo subterráneo, lugar de las almas después de la muerte; sus «puertas» son como las fauces de un monstruo que se traga las cosas terrenales. Estas «fauces» no se tragarán a la Iglesia; siempre, hasta el fin de los siglos, habrá comunidades de verdaderos creyentes en este mundo. Este es el único sentido que concuerda con todo el contexto de la Palabra de Dios, y no se refiere en modo alguno a la futura resurrección gloriosa de los creyentes. En otras palabras, Cristo asegura la inmortalidad de la Iglesia, pero no su infalibilidad, ni siquiera su indefectibilidad como organización. Mientras el mundo permanezca, Cristo tendrá en él una Iglesia suya; no siempre ni en todas partes, tendrá el mismo nivel de pureza y esplendor, pero jamás desaparecerá del todo; podrá sufrir reveses en los particulares encuentros con el mal, pero, en la principal batalla, los verdaderos cristianos son siempre más que vencedores (Ro. 8:37).
(F) A continuación, Cristo hace una promesa personal a Pedro (v. 19), y después la extenderá al resto de los Apóstoles (18:18), aunque en este último caso, tiene más bien en cuenta el ejercicio de la disciplina en la comunidad local. A Pedro le dice aquí: Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos. En Lucas 11:52, Cristo habla de la llave del conocimiento que los intérpretes de la Ley tenían para abrir a otros el sentido de las Escrituras (Lc. 24:32). Las llaves del reino de los cielos (no de la Iglesia) estuvieron en las manos de Pedro cuando éste, mediante la predicación de la Palabra—al abrir las Escrituras con el poder del Espíritu—hizo posible la entrada en el reino (v. 3:2; 4:17) a los que recibieron el mensaje, compungidos de arrepentimiento (Hch. 2:37–41); igualmente a los gentiles (Hch. 10:34–43).
(G) Finalmente, Cristo pone en manos de Pedro la llave de la disciplina, expresada bajo otra metáfora equivalente: Y todo lo que ates en la tierra, estará atado en los cielos; y todo lo que desates en la tierra, estará desatado en los cielos. Respecto de estos poderes, hemos de observar:
(a) Es Cristo quien los da, pues Él es el que nombra y da ministros a su Iglesia (Ef. 4:11). Cristo faculta a sus ministros para predicar con poder y autoridad su Palabra, en tanto en cuanto ellos prediquen la Palabra de Cristo (Lc. 10:16). Cuando un ministro fiel del Evangelio predica la Palabra de Dios, no hemos de fijarnos en su persona, sino en su mensaje; es un embajador en nombre de Cristo (2 Co. 5:20).
¡Escuchémosle!
(b) Son poderes para atar y desatar. Estos términos están tomados del argot rabínico y significan respectivamente prohibir y permitir (obligar y desligar). Como esto es extendido a los demás Apóstoles y, en general, a la Iglesia (18:18; Jn. 20:23), entra dentro de la disciplina eclesiástica el derecho y el deber de admitir y excluir, ligar y desligar, de acuerdo con las claras enseñanzas del Nuevo Testamento (v. por ej. Hch. 15:10; 1 Co. 5:4–13). No se trata, en modo alguno, de la llamada «absolución sacerdotal». Sólo Cristo puede dar la vida; sus ministros sólo pueden desatar al que ya está vivo (Jn. 11:44). Los ministros de Cristo ejercen estos poderes de dos maneras: primera, mediante la predicación del Evangelio (llave del conocimiento), con la cual se abren las puertas del reino a los creyentes arrepentidos, y se cierran a los obstinados en su incredulidad (comp. Jn. 8:24), segunda, mediante el aludido ejercicio de la disciplina (llave de la disciplina), pues abren la puerta de la iglesia local, por medio del bautismo, a quienes dan pruebas suficientes de una sincera conversión por los frutos que muestran; una vida nueva, y cierran legítimamente las puertas de la iglesia a los herejes y pecadores notorios, pues éstos no están aptamente dispuestos para la comunión en el Cuerpo de Cristo.
(c) En el ejercicio legítimo de estas llaves, la autoridad de la Iglesia está respaldada por la autoridad de Cristo mismo: el cielo da por atado o desatado lo que los ministros de Cristo aten o desaten en la tierra. Éste es el único sentido posible del texto, incluso desde el punto de vista gramatical; lo contrario equivaldría a conferir unas llaves fantasmagóricas y un poder de atar y desatar que sería nulo si los individuos estaban ya previamente atados o desatados. Sin embargo, esto no significa que la Iglesia sea infalible en la aplicación de estos poderes. Incluso los Apóstoles y evangelistas de la Iglesia primitiva se equivocaron dejándose llevar de las apariencias (basta con el caso de Simón Mago y el posterior de los falsos maestros, aun en tiempo del Apóstol Juan, 1 Jn. 2:19). Al fin y al cabo, sólo el Señor sabe los que son suyos (2 Ti. 2:19). No se habla de obrar infaliblemente, sino legítimamente; es decir, de acuerdo con la ley de Cristo, en la que los pastores son jueces, no legisladores; y el juez juzga iuxta allegata el probata
= según los hechos alegados y probados, aunque se puede equivocar, puesto que, muchas veces, todas las pruebas parecen estar contra una persona que, en realidad, no es la que ha cometido el crimen. Pero lo que se exige del ministro de Dios es, no que sea infalible, sino que sea fiel (1 Co. 4:2), como quien ha de dar cuenta al que ve las intenciones de los corazones (1 Co. 4:5). De este modo, puede ocurrir, que alguien que ha sido excluido de la comunión, sea acogido por el Señor, o viceversa. Si esto sucede al menos que no sea por negligencia o mala voluntad de los que imponen la disciplina (v. Jn. 9:35).
III. Como final de esta porción, hallamos el encargo que Cristo da a sus Apóstoles, de que guarden en secreto, de momento, la confesión de Pedro: Entonces mandó a sus discípulos que a nadie dijesen que Él era el Cristo (v. 20). Las razones para obrar así son las mismas de siempre. En aquella sazón, era peligroso divulgar que Jesús era el Mesías, ya que la gente pensaba en un libertador politicorreligioso y eso habría suscitado el antagonismo declarado de los líderes judíos, del tetrarca y del mismo emperador. Cristo no quería que sus apóstoles predicasen esta verdad fundamental del cristianismo, hasta que el Espíritu Santo descendiese para confirmar la prueba maestra que el Señor mismo había prometido en la señal de Jonás: el hecho de la resurrección de Cristo (Hch. 2:22–36). Cuando Cristo fue glorificado y el Espíritu descendió, entonces Pedro pudo proclamar desde las azoteas lo que había dicho en un rincón de Cesarea de Filipo. Era necesario para los predicadores mismos del Evangelio que fuesen equipados de antemano con el poder del Espíritu (Hch. 1:8), para proclamar de un modo convincente algo de lo que ellos solos eran testigos (Hch. 10:41). Esto debe servir de advertencia a todos los predicadores del Evangelio: Si no se cuenta con el poder de lo Alto mediante una comunión estrecha con el Señor, por mucho que el predicador gesticule, grite y agote todos los recursos oratorios humanos, será como bronce que resuena o címbalo que retiñe. Este peligro es mayor en los últimos tiempos, en que tantos cristianos profesantes no sufren la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, acumularán para sí maestros conforme a sus propias concupiscencias (2 Ti. 4:3). ¿No lo palpamos los ministros de Dios en las mismas congregaciones? Prefieren la «cienciaficción» a la verdad desnuda de la cruz de Cristo y la santidad que ella comporta en la vida cristiana.
Versículos 21–23
I. Cristo predice ahora a sus discípulos sus padecimientos próximos, su muerte violenta y su resurrección gloriosa. Ya antes había hecho algunas veladas alusiones a dichos padecimientos pero ahora comenzó a declararlo abiertamente (v. 21). Hasta ahora no lo había hecho, porque los discípulos eran débiles Pero ahora que habían madurado en el conocimiento y su fe se había fortalecido, comenzó a declararles lo mucho que había de padecer. Desde entonces; es decir, desde la reciente confesión de Pedro, se puso ahora a enseñarles otra verdad. Cuando no estaban bien fundados en la fe de que Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios viviente, no estaban dispuestos a oír acerca de los padecimientos del Siervo Sufriente, pues habrían visto su fe peligrosamente sacudida. Cristo se revela siempre a los suyos gradualmente iluminándoles poco a poco, en la medida en que sus pupilas espirituales van soportando una luz cada vez más intensa. Por eso no todas las verdades se pueden decir a todos y en todo tiempo, sino a quienes están en disposición de recibirlas en el momento y situación actuales. Obsérvese:
1. Qué es lo que les predijo acerca de sus sufrimientos, y de las circunstancias en que había de padecer. El lugar sería Jerusalén, la capital, la ciudad santa. Allí se ofrecían a Dios todos los sacrificios; allí debía, pues morir Él, que había de ofrecer por sí mismo y en sí mismo el gran sacrificio de una vez por todas (He. 9:26; 10:12). Las personas a manos de quienes había de sufrir: los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas. Los que deberían haber sido los primeros en reconocerle y admirarle, eran los más enconados en perseguirle. Lo que había de sufrir: mucho … y ser muerto. La maldad insaciable de sus enemigos, y la paciencia invencible de Él, se mostraron en la multiplicidad de sus sufrimientos, así como en la variedad y en lo extremoso de ellos; nada sino la muerte, y muerte violenta, había de satisfacer a sus enemigos; muerte, y muerte de cruz, le exigía la obediencia al Padre (Fil. 2:8). Pero también les predice el resultado feliz de dichos sufrimientos: y resucitar al tercer día. El resucitar al tercer día demostraría que era el Cristo y el Hijo de Dios, no obstante sus padecimientos; por eso menciona su resurrección, a fin de que mantengan en alto su fe. Así hemos de considerar los sufrimientos de Cristo, y ver en ellos la obra de nuestra salvación y el camino de su gloria; y a esta luz hemos de ver también nuestros sufrimientos por Cristo, como anticipo de una gloria que comparten con Él cuantos comparten sus sufrimientos (Fil. 3:10–11). Si sufrimos, también reinaremos con Él (2 Ti.
2:12).
2. Por qué les predijo sus sufrimientos. Sus futuros sufrimientos no eran una sorpresa para Él, no cayeron sobre Él como un lazo, sino que tuvo de ellos un conocimiento claro y cierto, lo cual engrandece mucho su amor. Para rectificar los errores de que estaban imbuidos sus discípulos acerca de la pompa y poder exteriores de su reino, Cristo les lee aquí otra lección, hablándoles de su cruz y de sus sufrimientos. Los seguidores de Cristo deben ser advertidos de antemano acerca de esto, para que no esperen en este mundo grandes cosas. También era conveniente para prepararlos con miras al dolor y a la tristeza que habían de compartir con Él cuando le llegase su hora de sufrir. Cuando Él sufrió muchas cosas, los discípulos no podían menos que sufrir algunas; por tanto, mejor es saberlas de antemano, a fin de que, al estar prevenidos, aguantasen mejor los golpes, pues, como dice el refrán castellano, «hombre prevenido vale por dos».
II. El escándalo que Pedro sufrió con esta declaración de Jesús: Pedro, tomándole aparte, comenzó a reconvenirle, diciendo: Señor, no lo permita Dios (lit. ¡propicio para ti!); en ninguna manera te suceda esto (v. 22). Acerca de este reproche, podemos considerar:
1. Que no estuvo bien que Pedro contradijese a su Maestro y se atreviese a reconvenirle. Cuando los designios divinos nos resultan difíciles de comprender o de soportar, nuestro deber es prestarles silencio y asentimiento, no atreviéndonos a dictarle normas a Dios; Dios sabe muy bien lo que tiene que hacer y no necesita nuestras lecciones.
2. Que sus palabras tenían sabor de prudencia carnal y quizá de cierto engreimiento por la alabanza que había recibido de Jesús. Nuestro egoísmo, congénito con nuestra naturaleza corrompida, nos inclina a buscar la mayor comodidad posible, a mirar los sufrimientos como estorbos para la vida presente, pero hay otros módulos para medir el valor de los sufrimientos. Pedro quería que Jesús tuviese el mismo miedo y la misma aversión que él sentía hacia los sufrimientos, pero nos equivocamos si medimos el amor y la paciencia de Cristo con nuestras propias medidas.
III. El disgusto de Cristo por esta sugerencia de Pedro (v. 23). No se nos dice en el Nuevo Testamento que Jesús se resintiese jamás de nada que sus discípulos dijeron o hicieron, tanto como en esta ocasión, como se ve por el tremendo reproche con que expresó su desagrado. Hace poco le había dicho: Bienaventurado eres Simón (v. 17). Ahora le dice: ¡Quítate de delante de mí, Satanás Y había suficiente motivo para que Jesús usase ambas expresiones. Por revelación del Padre, y a impulsos de su ferviente amor a Jesús, Pedro había sido Kefa piedra sólida de edificación para la Iglesia; poco después, a impulsos también del cariño, pero aconsejado por la carne, Pedro se convierte en piedra de escándalo para el propio Fundador de la Iglesia. ¡Qué inconstante puede ser el mejor de los amigos de Jesús! Satanás emplea sus más astutas estratagemas para susurrarnos falsos consejos de labios de nuestros mejores amigos; la amabilidad y el cariño de nuestros deudos pueden ser convertidos, en las manos de Satanás, en las peores trampas para nuestra salvación. Por eso, debemos aprender a reconocer la voz del diablo, lo mismo cuando nos habla por medio de un santo que cuando nos habla por medio de una serpiente. De Cristo hemos de aprender a desoír los falsos consejos, aunque vengan de los mejores amigos, sin atender a falsos miramientos y aunque parezca a otros que somos descorteses. ¿Por qué desagradó a Cristo una sugerencia que, no sólo parecía inocua, sino incluso amable? Por dos razones que Jesús da:
1. Me eres tropiezo es decir, eres un obstáculo para que siga adelante en el plan que el Padre me ha trazado (comp. 4:3, 6, 10), pues me tientas a volverme atrás e ir por otro camino. El corazón de Cristo le apresuraba por el camino del Calvario y, por eso, tomó tan a mal que se intentase ponerle un estorbo. Notemos que Pedro no fue reprendido tanto por negar al Maestro cuando comenzaba su Pasión, como cuando intentó disuadirle de encaminarse hacia ella. Nuestro Señor Jesucristo prefería nuestra salvación a su propia comodidad, pues no había venido a este mundo a escatimar su vida, sino a entregarla por amor a nosotros: El cual me amó y se entregó a sí mismo por mí—dice Pablo—(Gá. 2:20b). Aprendamos de aquí que cuanto más elevada sea la obra que emprendamos para la gloria de Dios y la salvación de las almas, mejor preparados debemos estar para el estorbo y la oposición de parte de amigos y de enemigos, de ataques desde fuera y desde dentro (comp. 2 Co. 11:23–26).
2. Tus enemigos no son los de Dios, sino los de los hombres. Es de notar que el original emplea aquí para «tener sentimientos» (o mentalidad) el mismo verbo que aparece en Filipenses 2:56 y Colosenses 3:2. Los criterios, o profundas convicciones, son ideas calentadas por el corazón; mente y corazón se unen para hacernos ver las cosas de una manera o de otra. En este caso, los criterios de Pedro eran opuestos a los de Dios (Is. 55:8).
Versículos 24–28
Después que Cristo ha mostrado a los discípulos lo mucho que Él ha de sufrir, ahora les muestra lo que ellos también han de sufrir.
I. En esta porción, tenemos expresada la ley del discipulado, y fijadas las normas mediante las cuales se puede obtener, tanto el honor como el beneficio de ser discípulo de Cristo (v. 24).
1. ¿En qué consiste el discipulado cristiano? En ir en pos de Jesús. El discípulo verdadero sigue a Cristo en el dolor para seguirle en el honor: Por la cruz a la luz—dice el adagio—. El cristiano sigue a Cristo, como la oveja al pastor, y no pretende ponerse delante de Él para enseñarle el camino, como Pedro acababa de intentar, sino siguiendo al Cordero por dondequiera que va (Ap. 14:4).
2. ¿Cuáles son los requisitos necesarios para ser un buen discípulo de Cristo?
(A) Una firme y deliberada resolución de seguir al Maestro: Si alguno quiere venir en pos de mí. Cristo no quiere forzados, sino voluntarios: El que quiera … conocerá (Jn. 7:17). Y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente (Ap. 22:17b). Antes de que podamos hacer ninguna otra cosa, Dios nos provee de la energía necesaria para querer (Fil. 2:13). Con razón decía Unamuno que el antiguo adagio filosófico: «Nada se quiere sin antes conocerlo» estaba equivocado, pues la verdad es que «nada se conoce sin antes quererlo».
(B) Niéguese a sí mismo. ¿Qué significa, en realidad, negarse a sí mismo? ¿Negar que uno existe, o que es lo que es? ¡No! Negarse a sí mismo es decirle a ese «Yo» (con mayúscula) que hay dentro de nosotros, y que nos inclina a ser egocéntricos, autónomos y autosuficientes, que no, que no queremos seguir nuestros propios planes ni servir a nuestros propios intereses, sino depender en todo de Dios y hacer y sufrir todo cuanto Él tenga programado para nosotros. Esta es la tarea más difícil para cualquier creyente, y la más penosa de las tres crucifixiones que Pablo menciona para el cristiano (Gá. 2:10; 5:24; 6:14). Si uno no crucifica ese «yo» en aras del amor de Dios y del prójimo, de nada le sirve repartir todos sus bienes, ni siquiera entregar su cuerpo a las llamas (1 Co. 13:3). ¡Y qué difícil es negar a ese «Yo»! Es una tarea constante, porque ese «Yo» es capaz de revivir y levantar la cabeza aun detrás de las más santas intenciones. «Cuidado con la gloria Javier»—viene a decir Iñigo de Loyola, en El Divino Impaciente de Pemán—“porque hasta a la gloria de Dios le tengo miedo”.» Efectivamente, ¡cuántas veces, detrás de una pretendida «gloria de Dios», se esconde la gloria del «Yo»! Verdaderamente, esta es la puerta estrecha (7:13–14), pero es la que lleva a la vida, porque Cristo, nuestra vida (Col. 3:4) entró el primero por ella, se despojó a sí mismo (Fil. 2:6; lit. se vació a sí mismo; es decir, del esplendor y de la majestad que le correspondían, como Dios que era, igual al Padre).
(C) Tome su cruz. Los discípulos de Cristo estaban familiarizados con este concepto, ya que, mucho antes de Jesucristo, Antíoco Epífanes había hecho crucificar a muchos judíos, según testimonio de Flavio Josefo. El condenado a muerte en cruz era obligado a llevar sobre sus hombros el instrumento de su suplicio. Así, pues, el seguidor de Cristo ha de alistarse en esa fila de condenados a muerte, que van tras Él llevando cada uno su propia cruz; esta cruz no consiste en la resignación para soportar las molestias de la vida, sino en pechar, como Cristo, con la misma contradicción de pecadores que Él soportó (He. 12:3). Todo discípulo de Cristo ha de tomar voluntariamente esta cruz suya; preparada y elegida por Dios, no por nosotros mismos; pero nuestra porque es nuestro lote, no el del vecino, y está hecha para nuestros hombros, porque es bueno y competente el artesano (¡carpintero!) que nos la ha preparado. Esta cruz hemos de tomar y seguir con ella a Cristo. No debemos hacernos la cruz nosotros mismos, mediante el arrojo o la necia indiscreción, sino arrimar el hombro a la que Dios ha preparado, sin temor a su peso, que es tanto menor cuanto mayor es el amor con que se lleva. Aquí vale lo que alguien dijo de las espinas:
«Duelen más si se pisan que si se besan». Entonces, uno puede hasta gloriarse de su cruz (comp. Ro. 5:3 y ss.; 8:18; Col. 1:24, donde es como si Cristo mismo completase sus padecimientos en Pablo).
(D) Y sígame. Aquí, la frase tiene un sentido más profundo que el anterior venir en pos de mí, ya que ahora supone ir cargado con la cruz en el seguimiento de Cristo. Pero el hecho de que le seguimos a Él en esto, nos ha de consolar, porque, (a) Él fue delante, (b) nos mostró el camino, (c) llevó el peso más fuerte, pues la cruz que para Él fue maldición (Gá. 3:13), para nosotros fue bendición (Gá. 3:13). Este seguimiento comporta los mayores honores a que una persona pueda aspirar (Jn. 12:26). Y es en vista de estos honores de valor eterno, como hemos de mirar a las cosas de abajo (Col. 3:2), según lo explica Cristo en los versículos siguientes.
II. Negarse a sí mismo y tomar la cruz son lecciones muy duras; si seguimos el consejo de la carne y de la sangre, no las aprenderemos nunca; pero, si consultamos al Señor Jesucristo, Él nos hará las consideraciones pertinentes, a fin de que nos percatemos de lo que en ello nos va en juego.
1. El peso de toda la eternidad depende de la resolución de seguir a Jesús: Porque (nótese la conjunción) todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará (v. 25). La palabra que hay en griego para vida, es la misma que significa también alma (y, como en hebreo, también la persona misma). Aquí como en 10:39, la palabra vida comporta dos sentidos contrapuestos en la existencia humana: la vida temporal, cuya condición efímera es puesta de relieve en la Biblia (flor de un día—Job 14:2—eso significa «efímero» = de un día v. tamb. Job 9:25–26) y la vida eterna, en comparación de la cual, la vida temporal es como un punto entre dos espacios sin límites. El que quiera salvar su vida temporal y huya del deber y cometa pecado, y renuncie a seguir a Cristo por amor a su propia conveniencia perderá la vida eterna, quedará privado para siempre de todo bien, al no alcanzar la comunión con el Sumo Bien que es Dios, y será lanzado para siempre a la muerte segunda, un Infierno eterno (Ap. 20:10; 21:8—los cobardes van en primera fila—). Se ha salvado la vida que dura un momento, se ha temido la muerte que es como un sueño, se ha perdido la vida que dura siempre, y se corre veloz hacia la muerte eterna.
2. En cambio, el que pierde la vida temporal por la causa de Cristo, la recobrará transformada en mejor, glorificada, para toda la eternidad. Muchas vidas han sido entregadas en aras de la causa de Cristo. El cristianismo ha llegado a nosotros sellado con la sangre de innumerables mártires. La seguridad de una vida eterna en la presencia del Amado por quien estaban dispuestos a dar la vida temporal, les animaba a triunfar sobre el terror de una muerte violenta, de tal forma que muchos de ellos fueron al patíbulo sonriendo y se pusieron a cantar himnos colocados sobre la pira de fuego.
3. Jesús pone de relieve el valor de un alma inmortal, cuyo precio sobrepasa al de todo el mundo material; como que Dios quien conoce perfectamente el valor de las cosas, no dudó en derramar la sangre de su Hijo para comprar con ella la salvación de nuestras almas (v. 1 P. 1:18): Porque, ¿qué provecho sacará el hombre de ganar el mundo entero, si pierde su alma? (v. 26). Esto alude al principio general de que, por mucho que un hombre pueda ganar en este mundo si pierde la vida no le va a servir de nada puesto que no podrá gozar de lo adquirido. En la balanza de los valores, los hombres ponen la vida por encima de todo y están dispuestos a gastar todo el dinero necesario para pagar la medicina, la operación, etc., con tal que así haya seguridad, o probabilidad, de salvar la vida por algún tiempo. Pero si todos los bienes de este mundo, incluida la misma vida temporal, se comparan con la perdición eterna, la locura de perderse a sí mismo voluntariamente para siempre, es todavía mayor, incomparablemente mayor, que la del que aprecia la vida menos que los demás bienes temporales. Nótese que perderse a sí mismo (Jn. 3:16b) no es quedar aniquilado o perder la existencia, ya que el alma del hombre ha sido creada inmortal, sino echar a perder toda su eternidad en el lago de fuego y azufre.
4. ¿O qué dará un hombre a cambio de su alma? Si el alma, la persona entera, se echa a perder, no existe nada con que pueda ser reparada, ni hay precio con que se pueda volver a redimir. Dice Crisóstomo: «¿Es que tienes acaso otra alma para darla a cambio de la que perdiste? Si pierdes dinero, puedes dar a cambio dinero; y lo mismo se diga de una casa, de un esclavo o de cualquiera otro de los bienes de fortuna. Pero si pierdes tu alma ya no puedes dar otra por ella. Aun cuando seas dueño del mundo entero aun cuando seas rey de toda la tierra y pagues por precio cuanto hay en la tierra entera, no serás capaz de comprar una sola alma». Teresa de Jesús decía: «Tres espinas me punzan constantemente: que tengo una sola vida, una sola alma y un solo Juez. Si tuviera dos vidas y perdiera una, podría reparar en la otra la pérdida de la primera, etc.». Broadus cita una frase de la reina Isabel (no dice cuál; es de suponer que se refiere a Isabel I de Inglaterra) cuando estaba en el lecho de muerte: «Millones de dinero por una pulgada de tiempo». Broadus comenta brevemente: «Tenía el dinero, pero no pudo efectuar el cambio». Efectivamente, las divisas de este mundo no tienen valor de moneda corriente en la aduana de la eternidad.
III. Termina esta porción con unas palabras que nos alientan grandemente a negarnos a nosotros mismos y a sufrir por Cristo.
1. La seguridad de la gloria de Cristo en su Venida y de la recompensa que traerá consigo (comp. Ap. 22:12). Si miramos las cosas como aparecerán entonces las veremos como deberían aparecer ahora. En efecto, las palabras de Cristo concernientes a su Segunda Venida, nos animan mucho a estar firmes y dispuestos a darlo todo por el alma, considerando:
(A) El estado de exaltación del Hijo del Hombre: Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre con sus ángeles (v. 27). Mirar al Hijo del Hombre en su estado de humillación podría desanimar a sus seguidores de tomarse fatigas y correr graves riesgos por su causa, pero teniendo los ojos puestos en el Autor y Consumador de nuestra fe (He. 12:2), viniendo en su gloria, nos sentiremos animados a seguirle y sufrir por causa de Él.
(B) La recompensa que la Segunda Venida de Cristo traerá a los suyos: Y entonces pagará a cada uno conforme a su conducta (el griego dice praxin = conducta, el mismo vocablo que en Col. 3:9, no erga = obras). El hecho de este galardón futuro muestra la importancia de salvar el alma. El galardón será correlativo con el fruto producido; quienes hayan sido fieles en producir el fruto que Dios espera de todo creyente, tendrán amplia entrada en el reino (v. 2 P. 1:11, con el contexto anterior); los descuidados en el servicio del Maestro, entrarán, pero avergonzados (v. 1 Jn. 2:28). Todos llevarán coronas, pero las de algunos estarán adornadas con diamantes que irradien esplendor (Dn. 12:2). Esta es la mejor perspectiva para prepararnos a negarnos y tomar la cruz, pues el Rey será nuestro Amigo y nuestro Esposo. El galardón es reservado (1 P. 1:4, comp. con Mt. 6:20) para entonces. Aquí, tanto los bienes como los males parecen distribuidos igualmente para buenos y malos, pero entonces se hará la separación (13:41– 43; 47–50) y cada cosa quedará en el sitio que le corresponda.
2. La cercanía de una cierta visión anticipada de la gloria de su reino en este mundo. De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que hayan visto venir en su reino al Hijo del Hombre (v. 28). Una anticipación de la gloria del reino estaba tan próxima, que había allí con Jesús algunos que no morirían sin haberla visto. A pesar de las referencias marginales de nuestras Biblias a la destrucción de Jerusalén y de la opinión de algunos comentaristas, lo más probable es que el Señor se refiriese a su próxima Transfiguración, anticipación de la gloria de su reino (2 P. 1:16–18 tiene gran fuerza en este sentido) y en la que algunos (Pedro, Santiago y Juan) serían privilegiados espectadores. La transfiguración estaba, efectivamente, destinada a levantar los ánimos de los discípulos y prepararlos para ver los sufrimientos de Cristo en la perspectiva de su futura glorificación. Por otra parte, la destrucción de Jerusalén no fue para Cristo una gloria, sino una pena (23:37–39). El ánimo que esto da a los discípulos de Cristo se basa en que el Autor y Capitán de nuestra salvación entró en la gloria del Padre, no sólo después de sus padecimientos, sino a causa de los padecimientos.
Cuatro episodios se nos narran en este capítulo: el primero muestra a Jesús en la gloria de su transfiguración; el segundo, en la gracia de su poder; el tercero en la humillación de sus futuros sufrimientos; y el cuarto, en la pobreza material de su condición mortal en esta vida.
Versículos 1–13
En esta porción tenemos el relato de la transfiguración de Cristo. Él había dicho hacía poco que el Hijo del Hombre vendría pronto en la gloria de su reino, a la vista de algunos de los discípulos allí presentes; ahora cumple la promesa; es significativo que los tres sinópticos conecten esta narración, a propósito, con la anterior. Cuando Cristo estaba aquí, en su estado de humillación, se entreveían algunos destellos de gloria en medio del despojo que mostraba su apariencia exterior; ahora, en medio de un ministerio público, que estaba constantemente flanqueado por el rechazo, el desprecio y la falta de comprensión, se descubre su gloria con todo su esplendor. No fue, no, un milagro que se descubriera por un momento la gloria de Cristo, pues era la que le pertenecía por su divinidad; la maravilla estuvo más bien en que dicha gloria quedase oculta durante treinta y tres años tras las opacas paredes de un vaso de barro semejante al nuestro, aunque limpio de toda mancha. En cuanto a esta transfiguración de Cristo, obsérvese:
I. Las circunstancias en que sucedió (v. 1).
1. El tiempo: Después de seis días desde la última conversación con sus discípulos. Lucas dice «como ocho días», es decir, una semana, si si contamos el día que les habló y el que los subió al monte (v. 12:40 como ejemplo del modo de contar). No se nos dice nada de lo ocurrido en los días intermedios, como si quisiese prepararlos en el silencio para esta solemnidad (v. Ap. 8:1). Muchas veces, cuando parece que Cristo no hace nada por los suyos, es que los está preparando para algo importante.
2. El lugar: Un monte alto. Cristo escogió una montaña: (A) Como lugar secreto. Los llevó aparte, y escogió un lugar retirado para transfigurarse, pues la publicidad del hecho no cuadraba con su estado presente; en cambio, escogió la capital para ser crucificado. (B) Como lugar alto. Las alturas solitarias son propicias para elevar el corazón a las cosas de arriba (Col. 3:1–2), y parece que nos acercan al cielo, ayudándonos a mantener una más estrecha comunión con Dios. Para una comunión íntima con el Señor no es suficiente con el retiro; se requiere la ascensión. El que así busca la presencia de Dios, experimenta pronto que nunca se está menos solo que cuando se está a solas con Dios.
3. Los testigos: Tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano. Tomó tres (así como en la resurrección de la hija de Jairo y en la agonía de Getsemaní) como número muy apropiado para testificar de lo que iban a presenciar. Cristo escogió muy pocos testigos de vista de sus grandes obras y de su misma resurrección, para que tanto más abundase para todos nosotros la gran bienaventuranza de los que creemos en Él, sin haberle visto (Jn. 20:29; 1 P. 1:8). Pablo llama a Pedro y a Juan columnas (Gá. 2:9. El Jacobo mencionado por Pablo no es el de aquí pues había sido martirizado algunos años antes, sino el hermano del Señor, y pastor de Jerusalén—nótese su colocación delante de Cefas—). Precisamente tomó a los mismos tres que tomaría después como testigos de su agonía, a fin de que los que habían de estar más cercanos a su gran humillación, estuviesen también cercanos a su actual exaltación.
II. La forma en que se llevó a efecto: Se transfiguró (lit. se transformó, como en Romanos 12:2, pero se escoge el otro verbo porque el concepto de transformación suele implicar un proceso de fuera adentro, mientras que la transfiguración fue un proceso de dentro afuera) ante ellos (v. 2). La sustancia o realidad de su cuerpo permaneció la misma; no se convirtió en espíritu, sino que el resplandor de la gloria, que estaba como frenado en su interior, irrumpió al exterior, e iluminó toda su figura, y dio así una visión anticipada de su futura y permanente gloria. Esta transfiguración se notó:
1. En su rostro: Su rostro resplandeció como el sol. El rostro es la parte principal del cuerpo en cuanto a que por él se distingue a las personas de una manera clara y distinta; por eso, se proyectó especialmente desde su rostro como el sol en lo más intenso de su resplandor; tanto más se hizo de notar, cuanto que aparecía de súbito, como el sol cuando sale de una densa nube.
2. En sus vestiduras: Y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. El brillo del rostro de Moisés era tan débil, en comparación con el de Jesús ahora, que podía ocultarse tras un delgado velo; pero la gloria del cuerpo de Cristo era tan intensa, que sus vestiduras resplandecían como la luz.
III. Los que le acompañaron en su aparición gloriosa: En esto, se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Él (v. 3). Junto a Él aparecieron estos santos glorificados, a fin de que, así como había tres testigos en la tierra (Pedro, Jacobo y Juan), tampoco faltasen testigos celestiales. Vemos aquí que quienes han muerto en comunión con Dios, no han perecido. Los judíos tenían gran respeto a Moisés y a Elías y así vinieron éstos a aparecerse con Jesús, como testimonio de la Ley y de los Profetas, ya que todo el Antiguo Testamento da testimonio de Jesús en cuanto a lo que había de padecer, lo mismo que en cuanto a sus triunfos y su gloria. Los discípulos vieron a Moisés y a Elías, les oyeron hablar y les reconocieron, lo cual prueba que los santos glorificados se reconocerán mutuamente en el Cielo. Lucas 9:31 añade que hablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén. Así se unía, a la vista de los tres discípulos, la manifestación de su gloria con la de los padecimientos de su muerte.
IV. La gran satisfacción que los discípulos sintieron ante la visión de la gloria de Cristo. Pedro, como de costumbre, lo expresó en nombre de los otros: Señor, bueno es estarnos aquí (v. 4). De esta manera, Pedro declara:
1. El deleite que experimentaba en aquella plática: Señor, bueno es estarnos aquí. Así expresa su satisfacción en nombre de los otros pues no dice: bueno es estarme, sino: bueno es estarnos; no quería monopolizar este favor, sino compartirlo alegremente con los demás. Se lo dice a Cristo, pues el alma que ama a Cristo, y se goza en estar con Él, se complace también en decírselo: Señor, bueno es estarnos aquí. Todos los verdaderos discípulos de Cristo consideran como cosa buena para ellos estar con Él en el monte santo (2 P. 1:18). Bueno es estar con Cristo donde Él está; estar con Él a solas y retirados; estar donde podamos ver la hermosura del Señor Jesús.
2. El deseo que tenían de continuar allí: Si quieres, hagamos aquí tres tiendas de campaña; tres enramadas o cobertizos hechos con ramas de árboles, como hacía el pueblo en la fiesta de los Tabernáculos. En esta frase mostraba Pedro mucho celo, pero poca discreción.
(A) Celo por continuar presenciando esta plática sobre cosas celestiales. Quienes por fe contemplan la hermosura de la santidad en la casa de Dios, no pueden menos de desear permanecer allí todos los días de su vida (Sal. 27:4). ¡Quién nos diese a todos los creyentes este celo por permanecer siempre en la contemplación de la hermosura de Dios!
(B) Pero en este celo había una fuerte dosis de ignorancia y debilidad. ¿Qué necesidad tenían de enramadas Moisés y Elías? Recientemente, Cristo les había hablado a sus discípulos de sus sufrimientos; a Pedro se le ha olvidado esto, a no ser que pretenda levantar tiendas de campaña en el monte de la gloria, para estar más lejos del camino de la pena. Incluso los buenos sienten propensión a esperar la corona sin la cruz. Está fuera de nuestro alcance conseguir un cielo completo en la tierra. Somos aquí extranjeros y peregrinos (1 P. 2:11) y, por tanto, no es apropiado que hablemos de construir aquí una residencia cómoda ni una ciudad permanente.
(C) Dos excusas hay en esta proposición de Pedro a su favor: (a) Dice Lucas 9:33 que Pedro no sabía lo que decía. (b) En todo caso sometía su propuesta a la aprobación del Maestro: Si quieres. A estas palabras de Pedro, no hubo respuesta alguna; pero la rápida desaparición de la gloria le servía de suficiente respuesta.
V. El testimonio glorioso que Dios el Padre dio acerca del Señor Jesucristo; acerca de este testimonio venido del Cielo, obsérvese:
1. Cómo vino y en qué forma fue presentado: Salió de la nube (v. 5), y de una nube luminosa, donde Dios muestra su presencia (1 Ti. 6:16). Ya en el Antiguo Testamento, vemos que la nube era el signo visible de la presencia de Dios. En una nube tomó Dios posesión del tabernáculo (Éx. 40:34–38), y del mismo modo habitó en el Templo. Donde Cristo estaba en su gloria, allí estaba el verdadero Templo (v. Jn. 2:19), y allí se mostraba Dios presente (Immanuel = Dios con nosotros). Esta fue una nube luminosa, mientras que, en la dispensación de la Ley, la presencia de Dios se manifestaba, de ordinario, en una nube oscura y densa. Pero ahora nos hemos acercado al monte cuya cima está coronada por una nube luminosa (v. He. 12:18, 22). La Antigua era una dispensación de oscuridad, terror y esclavitud; esta lo es de luz, amor y libertad. La nube los cubrió, porque Dios, al manifestarse a los suyos, tiene en cuenta que son débiles. Esta nube era para los ojos de ellos lo que las parábolas para sus mentes, que comportaban en cosas visibles las cosas espirituales, en la medida en que podían comprenderlas. Salió de la nube una voz que decía; era la voz de Dios el Padre; sin truenos ni relámpagos, sin voz de trompeta, como se había dado la Ley por medio de Moisés, sino sólo una voz, y no una voz fuerte, sino lo suficiente para ser bien percibida.
2. Cuál fue este testimonio venido del Cielo: Este es mi Hijo amado (Lc. 9:35 dice escogido, que traduce mejor el hebreo yedidí), en quien tengo complacencia; a Él oíd (v. 5).
(A) Revelado el gran misterio del Evangelio: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia. Es la misma voz y la misma frase de 3:17, cuando el bautismo de Jesús. Moisés y Elías fueron grandes hombres y favoritos del Cielo; con todo, sólo eran siervos fieles (v. He. 3:5–6), pero Cristo era Hijo, el Unigénito que está en el seno del Padre (Jn. 1:18) y en quien el Padre tiene toda su complacencia. Moisés fue un gran intercesor (v. Éx. 32 y 33, entre otros), y Elías fue un gran reformador; pero Cristo es el único Mediador entre Dios y los hombres (1 Ti. 2:5), Pues en Él estaba Dios reconciliando consigo al mundo (2 Co. 5:19). Su intercesión tenía mucha más influencia que la de Moisés; y su reforma, mucha más efectividad que la de Elías. La repetición de la voz que se había hecho oír en el bautismo, venía a indicar que lo expresado adquiría una firmeza especial. Lo que Dios repite queda garantizado doblemente (v. He. 6:18); esta garantía especial es la que Jesús expresa, en el Evangelio de Juan, en la constante duplicación: De cierto, de cierto, puesto que el hebreo emplea la duplicación para indicar abundancia, importancia o seguridad. Se repite ahora la voz del bautismo, porque Cristo iba a entrar en su segundo bautismo, el bautismo de sangre (v. 20:22; Lc. 12:50); así le armaba Dios contra el terror de la cruz, y a los discípulos contra el escándalo de la cruz. Cuando los sufrimientos tienden a aumentar, también los consuelos divinos tienden a abundar.
(B) Demandando el gran deber del Evangelio: A Él oíd. Dios se complace sólo en los que oyen a Cristo. No es bastante con prestarle nuestro oído; en el oír, debe estar incluido el corazón (v. Pr. 23:26a, que significa: Préstame atención). ¿De qué nos serviría escuchar a Cristo, si no nos rendimos en obediencia cordial a lo que nos dice? Todo el que quiera saber lo que Dios demanda, debe escuchar a Cristo, pues en Él (y por Él) nos ha hablado en estos últimos días (He. 1:2). Cristo aparecía ahora en la gloria; y cuanto más veamos de Su gloria, tanto mayor razón tenemos para escucharle. Moisés y Elías, la Ley y los Profetas, estaban con Él; de ellos dijo Jesús en Lucas 16:29: ¡Que los oigan! Pero Dios el Padre no dice ahora: A ellos oíd, sino: A Él oíd, y con eso os basta. Probablemente hay aquí una referencia a Deuteronomio 18:15, lo cual ayudaría a Pedro a acordarse de esta voz del Cielo (Hch. 3:22; 2 P. 1:18).
VI. El miedo que les entró a los discípulos al oír esta voz, y el ánimo que Cristo les dio.
1. Al oír esto los discípulos, se postraron sobre sus rostros, y tuvieron enorme temor (v. 6). El brillo de la nube, un brillo repentino, pudo influir en este miedo que les entró a los discípulos, pero lo que siempre ha infundido enorme temor en las manifestaciones extraordinarias de Dios, es el oír su voz directa, al requerir o revelar algo muy grande desde Su gloria llena de majestad imponente. Es un beneficio para nosotros el que Dios nos hable por medio de hombres como nosotros, pues así Su palabra no nos infunde terror.
2. Jesús se acercó entonces lleno de ternura, para quitarles el temor. Observemos: (A) Lo que hizo: Se acercó y los tocó (v. 7). Su cercanía ahuyenta el temor; sus toques curan, alivian y confortan; así tocó el ángel a Daniel (Dn. 8:18; 10:18); podemos imaginar a Jesús inclinado sobre los cuerpos postrados de Pedro, Jacobo y Juan. (B) Lo que dijo: Levantaos, y no temáis. Los miedos inmotivados pronto desaparecen si miramos al Salvador (14:29–31). Al considerar lo que habían visto y oído, tenían mayor motivo para regocijarse que para temer; pero al oír esta voz dulce y cercana de Jesús, desapareció el temor que la voz oída del Cielo les había causado. La voz de Cristo, ella sola, con la gracia y el poder que comporta, puede levantarnos de nuestras postraciones y acallar nuestros temores. Es muy interesante notar que, a renglón seguido de la voz del Cielo: A Él oíd, lo primero que escucharon de los labios de Jesús fue: Levantaos, y no temáis. La voz de Jesús siempre anima; nunca deprime. Es culpa de nuestra débil carne el desanimarnos muchas veces con lo mismo que debería alentarnos.
VII. La visión desaparece: Y cuando alzaron sus ojos, no vieron a nadie, sino a Jesús solo (v. 8). Desapareció la nube luminosa; desaparecieron Moisés y Elías; ya han dado testimonio de Jesús, de su «partida». Jesús queda sólo, con su cruz que le acompañará hasta el Calvario. No podemos estar esperando a cada momento, mientras andamos por este mundo, un gran banquete de gloria, solemnes manifestaciones de Dios, éxtasis de luz celestial. Nos basta con ver en todo a Jesús, aunque sea Jesús solo, porque Él es Dios, y «al que a Dios tiene, nada le falta; sólo Dios basta». Tener un Cielo en la Tierra sería un grave impedimento para desear el Cielo verdadero. El motivo de que muchos creyentes tengan tanto temor a la muerte es, sin duda, que no aprecian en su verdadero valor la vida eterna en la presencia de Dios; se resisten a dejar esta vida, porque piensan que sería mejor bajar el Cielo a la Tierra que dejar la Tierra para subir al Cielo. Se quedaron con Jesús solo. Aunque las personas que más apreciamos desaparezcan de nuestra presencia, ha de servirnos de gran consuelo saber que Cristo permanece con nosotros hasta el fin de los siglos (18:20; 28:20).
VIII. La conversación que Cristo mantuvo con sus discípulos cuando bajaban del monte (vv. 9–13). Cuando descendían del monte (v. 9). Debemos descender del lugar en que hemos tenido a solas comunión con Dios, si hemos de cumplir con las tareas de cada día. Pero notemos que cuando descendieron del monte, descendió también Jesús con ellos. «Dios está también entre los pucheros»—decía Teresa de Ávila, para animar a la cocinera del convento—. Cuando volvemos del culto a nuestra casa y a nuestro quehacer, hemos de procurar que Cristo vaya también con nosotros. Y nunca debemos ir a ningún lugar al que no podamos llevar con nosotros a Cristo. Y, cuando descendían del monte, los discípulos conversaban con Jesús. Si acostumbrásemos conversar unos con otros, especialmente después de los cultos, de las cosas de Dios, pronto veríamos que Jesús se acercaba y se ponía a caminar con nosotros (Lc. 24:14–15).
1. Encargo que Cristo da a sus discípulos de no divulgar lo que han visto: No digáis a nadie la visión, hasta que el Hijo del Hombre resucite de los muertos (v. 9). Si la hubiesen divulgado, la credibilidad de tal visión habría sufrido considerable detrimento al llegar sus padecimientos, que estaban ya próximos. En cambio, después de su resurrección gloriosa, la visión actual quedará grandemente confirmada. Cada cosa tiene su belleza en su adecuada sazón. El reloj de Cristo siempre está en punto, y el tiempo que marca es siempre el más apropiado para que Él se manifieste y para que nosotros le escuchemos.
2. Objeción que los discípulos le propusieron respecto a cierto detalle que habían observado: ¿Por qué, pues, dicen los escribas que debe venir antes Elías? (v. 10). Los discípulos estaban ahora convencidos de que Jesús era el Mesías, pero no podían entender cómo se había de cumplir la profecía de que Elías había de venir a prepararle el camino (Mal. 4:5–6). Allí estaba Jesús, pero Elías había desaparecido sin ejercitar su ministerio preparatorio. Cuando encontremos alguna dificultad en entender algún pasaje de la Escritura, hemos de acudir a Jesús en oración, para que, por medio de su Espíritu, nos abra el sentido de las Escrituras, con tal que no por eso descuidemos el estudio constante de la Palabra de Dios.
3. Cómo resolvió Jesús la objeción de ellos, dispuesto a hacerlo según el aviso que Él dio: Pedid, y se os dará. Si le pedimos instrucción, sin duda nos será dada. En su respuesta, Jesús no invalida la profecía: A la verdad Elías viene primero, y restaurará todas las cosas (v. 11). Como si dijese: Estáis en lo cierto, al pensar que Elías ha de venir, pues la Escritura no puede ser quebrantada (Jn. 10:35), pero no ahora, porque el pueblo no está preparado para el ministerio final de Elías (comp. Ap. 11:3–6). Ya vino Juan el Bautista, con el espíritu y el poder de Elías (Lc. 1:17), aunque él no era Elías en persona (Jn. 1:21), para llevar hacia Cristo al remanente que estaba espiritualmente dispuesto para su Primera Venida. Hechos 3:18–21 es un buen soporte para el concepto futurista de la venida de Elías, pues es entonces cuando se realizará la restauración de todas las cosas (Mt. 17:11, comp. con Hch. 3:21). Las promesas de Dios siempre se cumplen y no se tardan, aunque los hombres piensen lo contrario y se burlen diciendo: ¿Dónde está la promesa de su Venida? (2 P. 3:4). Los escribas escudriñaban las Escrituras (Jn. 5:39—a la vista del contexto sólo cabe el presente de indicativo—), pero no comprendían los niveles ni las sazones de cumplimiento de la profecía por ignorar los signos de los tiempos. Con ello se ve que el explicar la palabra de Dios es más fácil que aplicarla y hacer recto uso de ella. Al no reconocer en Juan el espíritu y el poder de Elías, hicieron con él todo lo que quisieron (v. 12); por ignorar los signos de los tiempos, los judíos crucificaron a Jesús, y sólo por algún tiempo se deleitaron en Juan; al no reconocer en Juan al Precursor de Cristo, también le rechazaron, y fue después encarcelado y decapitado. Así también el Hijo del Hombre va a padecer a manos de ellos. Un pueblo rebelde, como era el de Israel, siempre pedía la sangre del Justo. La del Justo por excelencia fue derramada en el centro de la Historia de Salvación. El derramamiento de la de Juan marcó el preludio o prólogo; la de los seguidores de Cristo constituye el epílogo (Jn. 15:18–21).
4. Los discípulos quedaron satisfechos con la respuesta de Jesús: Entonces los discípulos comprendieron que les hablaba de Juan el Bautista (v. 13). Aunque no mencionó a Juan por su nombre, dio de él tal descripción, que fácilmente pudieron conectar las palabras de Jesús con las que en otra ocasión le habían oído: Y si queréis recibirlo, él es Elías, el que había de venir (11:14). Cuando ponemos diligencia en el uso de nuestras facultades, ¡cuán fácilmente se disipan las nieblas y se rectifican los errores!
Versículos 14–21
I. En esta porción vemos la patética descripción que, del caso de este muchacho, le hace su afligido padre a Jesús. Esto sucedió inmediatamente después de que bajasen del monte donde se había transfigurado Jesús. La gloria reciente no le hizo a Jesús olvidarse de nosotros, de nuestras miserias ni de nuestras necesidades. Este pobre hombre se acercó a Jesús importunándole con urgencia para que prestase ayuda a su hijo y se arrodilló ante Él para hacerle la petición. El sentimiento de la propia miseria es lo que lleva a muchos a ponerse de rodillas. El Señor desea que se luche con Él con este sentimiento de urgencia. De dos cosas se queja el padre del muchacho:
1. De los padecimientos de su hijo: Señor, ten compasión de mi hijo (v. 15). Los buenos padres se sienten constreñidos a orar por sus hijos cuando éstos son débiles y no pueden orar por sí mismos, pero la ansiedad de los padres se duplica cuando los hijos son perversos y no quieren orar por sí mismos. (A) La naturaleza de la enfermedad de este muchacho era maligna: Es lunático y padece muchísimo. Un lunático (afectado por las fases de la luna) es alguien cuyo cerebro se destempla con las alternativas del tiempo o de otras diversas circunstancias. (B) Aquí, su condición se agravaba por la acción del demonio que le poseía y le producía los ataques epilépticos, durante los cuales caía en el fuego o en el agua como lugares más peligrosos. Cuando el demonio tomaba posesión de los cuerpos, solía producir las enfermedades que más afectan a la mente, porque así hacía mayor daño al alma. El padre, en su demanda recalca el efecto y dice: Es lunático. Pero Jesús, al curar al muchacho, ataca a la causa, que era el demonio. Lo mismo hace el Señor en los casos de dolencias espirituales.
2. De la decepción que había sufrido al presentar el caso a los discípulos del Señor: Lo he traído a tus discípulos, pero no le han podido sanar (v. 16). Cristo había dado a sus discípulos poder para expulsar demonios (10:1–8), y en esto habían tenido éxito anteriormente (Lc. 10:17); pero ahora fracasaban en la operación, aunque estaban juntos nueve de ellos. Es un honor para Jesús el que acudamos a Él a pedirle socorro en servicio de urgencia, cuando fracasan los demás equipos de socorrismo. A veces, Él seca las cisternas para que acudamos a la Fuente. El fracaso de los instrumentos no impide las operaciones de la soberana gracia de Dios; si no obra por medio de ellos, de alguna manera obrará sin ellos.
II. El reproche que lanzó Jesús.
1. Primero reprocha a todos los que estaban alrededor: ¡Oh generación incrédula y perversa! (v. 17). Además de los no creyentes que había allí, aun los creyentes tenían poca fe. Cristo mismo no pudo hacer muchos milagros en lugares en que la incredulidad era la pauta general (Mr. 6:5–6). A la falta de fe de esta generación se debía el que no obtuviesen de Dios estas bendiciones que, de no ser así, habrían recibido de Él, y a la debilidad de la fe de los discípulos debían estos el no poder hacer, para gloria de Dios, estas obras que, de tener mayor fe, habrían podido realizar. Dos cosas les echa en cara: (A) Su prolongada presencia entre ellos: ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? Como si dijese: ¿Hasta cuándo vais a necesitar mi presencia para llegar a una madurez en que se os pueda dejar solos? ¿Tendrá el niño que ser llevado siempre en brazos, sin que jamás eche a andar por su pie? (B) Su prolongada paciencia con ellos: ¿Hasta cuándo os he de soportar? La incredulidad y la perversidad de los que disfrutan en vano de los medios de gracia, causa gran tristeza al Señor Jesús. Es Dios-Hombre, y no mero hombre; de lo contrario, no aguantaría tanto ni por tanto tiempo.
2. Después cura al muchacho, dejándolo totalmente sano: Traédmelo acá. Aunque los que le rodeaban eran incrédulos, o tenían poca fe, Él no rehúsa sanar al muchacho. Cristo puede enojarse, pero no desentenderse de hacer el bien. Traédmelo a mí. Los demás han fracasado, pero Él no puede fracasar. En la curación de este muchacho, vemos como un emblema de su labor como Redentor:
(A) Quebranta el poder de Satanás: Le increpó Jesús, y el demonio salió de él (v. 18). Haciendo salir al demonio, liberó al muchacho de la esclavitud de Satanás dando a los presos apertura de la cárcel (Is. 61:1), hacía lo contrario que el diablo, que a sus presos nunca abrió la cárcel (Is. 14:17, bajo el tipo del rey de Babilonia). ¡Qué consuelo para nosotros saber que Jesús tiene mayor autoridad y poder que el diablo! Ante el imperioso tono de la voz de Cristo, Satanás tiene que soltar su presa, aunque la haya poseído por largo tiempo; no puede resistir la voz de Jesús porque es la voz del Verbo, por el cual fueron creadas todas las cosas, incluido el mismo diablo (Jn. 1:3; Col. 1:16; He. 1:2).
(B) Repara los perjuicios causados en los hijos de los hombres: Y quedó curado el muchacho desde aquel momento. Precisamente porque el Verbo hizo todas las cosas, puede repararlas a la perfección cuando se han echado a perder. En efecto, cuando una máquina complicada y rara se descompone, la única medida prudente es enviarla a la factoría donde fue fabricada. Por eso, la curación del muchacho no pudo ser más perfecta ni más rápida. Esto debe animar a los padres a llevar sus hijos a Cristo; no sólo en oración, sino también para que escuchen su Palabra, porque la Palabra de Dios es viva y eficaz, cortante y penetrante, el mejor bisturí en manos del mejor cirujano. Cuando la Palabra de Cristo llega al corazón, la punta del bisturí produce la «compunción» (Hch. 2:37); en ese mismo momento, se acaba allí el poder de Satán.
III. A propósito de esta curación, se entabla un diálogo entre Jesús y sus discípulos.
1. Los discípulos le preguntan: ¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera? (v. 19). Pero se lo preguntaron aparte. Marcos 9:28 dice que eso tuvo lugar cuando entró en casa. Los ministros de Dios que tienen que hacer la obra del Señor en público, necesitan fomentar en privado la comunión con Él. Debemos hacer uso de la libertad que tenemos para acercarnos al trono de la gracia (He. 4:16), donde podemos exponer a solas nuestros problemas al Señor. De este modo, las cosas que no han salido bien anteriormente pueden ser reparadas convenientemente.
2. Cristo les da dos razones por las que ellos han fracasado en el intento: (A) Por vuestra falta de fe (v. 20). Cuando los discípulos estaban con el pueblo, Jesús culpó a todos, en general, de incredulidad; ahora que les habla a ellos a solas, les reprocha su falta de fe. Así que había falta en todos. Cuando la predicación de la Palabra de Dios no parece dar el resultado de otras veces, la gente se inclina a echar la culpa al predicador, y el predicador suele echársela a los oyentes; si ambas partes se dejasen escudriñar por el Señor (Sal. 139:23–24), la reacción correcta de cada uno sería reconocer su propia falta y decir: la culpa es mía. La frase de Jesús no significa que los discípulos no creyesen en Él como Mesías, sino que les faltaba fe en el poder que Él mismo les había comunicado para echar demonios (10:8). Así que esta falta de fe puede darse en verdaderos creyentes, pero que son incapaces de hacer grandes cosas por faltarles la convicción que Pablo tenía cuando escribió Filipenses 4:13.
Nuestro Señor aprovecha esta ocasión para mostrar a sus discípulos el poder de esta fe: De cierto os digo, que si tenéis fe como un grano de mostaza, etc. Hay quienes aplican esto a la cualidad del grano de mostaza que, cuando se abre, muestra su fuerte sabor y su olor penetrante, su vitalidad. Pero Cristo se refiere más bien a la cantidad, como si dijese: Si vuestra fe en vez de faltaros, fuese tan pequeña como un grano de mostaza la menor de las semillas, os haría capaces de obrar maravillas. Quizá la ausencia del Maestro, junto con la de los tres principales Apóstoles, dio ocasión a que dudasen de su poder para efectuar la curación del muchacho. Bueno es desconfiar de nosotros y de nuestras propias fuerzas, pero es malo y ofensivo para el Señor desconfiar del poder que Él mismo nos ha prometido y garantizado.
Para mostrar que el poder de esa fe es ilimitado Jesús asegura que con un poco de esa fe, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible (v. 20b). Jesús señaló, con toda probabilidad, el monte en que antes se había transfigurado. Según Marcos 9:23, ya le había dicho al padre del muchacho: Todo es posible para el que cree. No hay motivo para abandonar el sentido literal de estas expresiones, con tal de que se tenga en cuenta que la fe bíblica se funda en la revelación de la mente y de la voluntad de Dios. Por tanto, la remoción y traslado, por fe, de una montaña sólo será posible cuando Dios haya revelado que esa es Su voluntad.
(B) Por falta de oración (v. 21). Aunque este versículo falta en los mejores MSS, es segura su lectura en Marcos 9:29 (si bien la añadidura de «ayuno» carece en este, y otros lugares, de garantía suficiente). El Señor da a entender con sus palabras que, en la enfermedad que acababa de curar había algo que hacía la curación más difícil que de ordinario: Esta clase de demonios no sale sino con oración. El extraordinario poder de Satanás no debe debilitar nuestra fe, sino avivarnos a una mayor intensidad en su ejercicio y a un mayor fervor en la oración a Dios para que nos la aumente. Junto con la oración, hemos de procurar poner a nuestro cuerpo en servidumbre (1 Co. 9:27), para obtener sobre el diablo una victoria más señalada.
Versículos 22–23
En esta porción, Jesús repite la predicción de sus propios padecimientos. Comenzó a decírseles antes (16:21), pero al ver que les resultaba duro oírlo, pensó que era necesario repetirlo.
1. Les predijo que le entregarían y matarían, pero resucitaría al tercer día.
(A) El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de hombres (v. 22). Los que eran de su propio país, a quienes tantos y tan grandes favores había hecho, de quienes podía esperar comprensión, afecto y compasión, iban a ser sus perseguidores y asesinos. (¡Y uno de los Doce le iba a entregar!)
(B) Y le matarán (v. 23). La envidia que le tenían y la rabia con que le perseguían no se iba a satisfacer con menos que con su muerte; tenían sed de su sangre, no para beneficiarse de ella, sino para pisotearla. Pero Dios iba a usar el odio de ellos para consumar la obra de la Redención, y haría de esa muerte un sacrificio propiciatorio, expiatorio, reconciliador y redentor (Hch. 2:23), porque sin derramamiento de sangre, no hay remisión de pecados (He. 9:22).
(C) Y al tercer día resucitará (lit. será levantado, en cuanto hombre, no podía resucitarse a sí mismo, pero sí en cuanto Dios; Jn. 10:17–18, como consecuencia de Jn. 5:19 21, 26). Al hablar de su muerte, habla también de su resurrección, no sólo para tener ánimo en sí mismo (v. He. 12:2), sino para comunicarlo a sus Apóstoles, porque si resucitaba al tercer día, su ausencia no sería larga, y su vuelta a ellos sería gloriosa.
2. Los discípulos recibieron la noticia con gran tristeza: Y ellos se entristecieron en gran manera (v. 23b). De aquí se infiere el gran amor que tenían a su Maestro, pero también su ignorancia respecto al misterio de la Redención.
Versículos 24–27
Se nos habla del pago del tributo por parte de Jesús.
I. Obsérvese cómo exigieron a Jesús el pago del tributo o impuesto (v. 24). Cristo estaba ahora en Capernaúm.
1. Este impuesto no tenía nada que ver con el impuesto requerido por las autoridades romanas, sino que era la contribución requerida de todo judío para el servicio del Templo, de acuerdo con Éxodo 30:11– 16, pero pagado anualmente, conforme a Nehemías 10:32.
2. La demanda fue hecha discretamente, aunque con fondo de reproche: ¿No paga vuestro Maestro las dos dracmas? (v. 24). El tiempo normal de pago era la primavera, y estaba cerca ya el otoño. Como diciendo: ¿Tiene Él alguna exención, para no pagar como lo hace todo el mundo?
3. Pedro respondió, por su Maestro, con un monosílabo: Sí (v. 25). Cristo fue puesto bajo la Ley (Gá. 4:4) al venir a este mundo; pagaron por Él a los cuarenta días de nacer (Lc. 2:22), y ahora iba a pagar por sí mismo. Esta contribución tenía por objetivo hacer expiación por las personas (Éx. 30:15). Cristo no tenía nada que expiar de su propia persona, pero, en obediencia a la Ley, y enviado en semejanza de carne de pecado, se identificó con los de su pueblo en esto, como se había identificado en la circuncisión, en la purificación al 40 día, en su bautismo, etc. Con esto, nos dio también un ejemplo relevante, no sólo para que contribuyamos al sostenimiento del culto y de los ministros de Dios, sino a la tributación impuesta por el Estado (Ro. 13:6–7). Si cosechamos cosas espirituales, ¿por qué no hemos de contribuir con cosas materiales? (Ro. 15:27; 1 Co. 9:11). Y si Cristo pagó este impuesto, ¿quién se considerará exento?
II. Obsérvese que Cristo discutió este asunto del impuesto, no con los que lo cobraban, sino con Pedro, para que éste comprendiera por qué Cristo pagaba también el impuesto. Reconociendo la ansiedad y confusión de Pedro, ya que seguramente carecían entonces de fondos y no quería dejar en mal lugar a su Maestro Jesús se anticipó a él, ofreciéndole una ilustración de lo que hacen los reyes de la tierra, quienes exigen impuestos a sus súbditos pero no a sus hijos. Aplica esta ilustración a sí mismo, como Hijo Propio de Dios (Ro. 8:32) y Heredero del Universo (Ro. 8:17; Col. 1:15–16 este es aquí el sentido de
«primogénito»). Por consiguiente, no estaba obligado a pagar la contribución para el Templo. Nosotros, los hijos de Dios por adopción, estamos libres del pecado y del demonio de Satanás, pero no de la sumisión a los magistrados civiles en las cosas que afectan a nuestra ciudadanía civil (Ro. 13:1 y ss.).
Jesús dirá después: Dad a César lo que es de César (22:21).
III. A pesar de que no tenía ninguna obligación de pagar dicho impuesto, Cristo lo pagó (v. 27).
1. La razón que tuvo para pagarlo: Para no ofenderles; es decir, para no causarles tropiezo incumpliendo la Ley, sin darles ocasión de oponerse a sus pretensiones mesiánicas con ello. Cristo se percata de que, si rehúsa pagar esta contribución, aumentarán los prejuicios del pueblo contra Él y su doctrina. La prudencia y la humildad cristianas nos enseñan a ceder de nuestro derecho, en algunos casos, antes que dar ofensa por insistir en defenderlo. Nunca hemos de apartarnos de nuestro deber por miedo a causar ofensa, pero hemos de negarnos a nosotros mismos y a nuestros derechos seculares, antes que dar ofensa a nadie.
2 El método que empleó para pagarlo, y los motivos que le indujeron a obrar así:
(A) Su pobreza (2 Co. 8:9): curó a muchos, pero sin cobrarles los honorarios propios del médico; dio de comer a muchos miles, pero sin pasarles la cuenta.
(B) Su poder, al sacar una moneda de la boca de un pez para pagar el impuesto. Esto evidenciaba su poder divino. Las criaturas más lejanas del alcance de la mano del hombre, como son los peces del mar y las aves de los cielos, están bajo sus pies (Sal. 8:6–8; He. 2:8–9), y a sus órdenes.
(a) Pedro tenía que echar el anzuelo y pescar el pez. Pedro tenía que hacer algo de su parte, muy conforme a su oficio de pescador. Así nos enseñaba el Señor a ser diligentes en el desempeño del cargo al que nos ha llamado y en el que nos ha puesto ¿Esperamos que el Señor nos conceda algo? ¡Estemos prestos a trabajar por su causa!
(b) El pez subió con la moneda en la boca. Todo lo que hacemos según la voluntad del Señor, tiene el resultado apetecido.
La moneda, un estáter de plata de cuatro dracmas, era justamente la tasa de dos personas para el impuesto; en este caso, para Jesús y Pedro. Con esto, nos quería enseñar el Señor a no apetecer cosas superfluas, sino contentarnos con lo necesario para cada situación, y no desconfiar de Dios aunque sólo tengamos a nuestro alcance el bocado que hemos de llevarnos a la boca. Pedro hubo de pescar para obtener este dinero y por eso la mitad le sirvió para pagar su propia contribución. Los que son colaboradores de Dios en la obra de ganar almas para Cristo, deben participar con Él en su gloria (Jn. 12:26). Dáselo por mí y por ti (v. 27b). Lo que Cristo pagó por sí mismo fue como la cancelación de su deuda, pero lo que pagó por Pedro fue un favor que le hizo Cristo. Por eso, y para imitar su ejemplo, Pablo exhortaba a los efesios a trabajar honradamente, para tener qué compartir con el que padece necesidad (Ef. 4:28). Así que hemos de usar de los bienes de este mundo, no sólo para ser justos, sino también caritativos.
En este capítulo, Jesús da valiosas enseñanzas acerca de la humildad, de la verdadera prudencia, de consuelo y de perdón.
Versículos 1–6
No ha existido un modelo tan grande de humildad como Cristo. Él aprovechó todas las ocasiones para ejercitarla y para recomendarla a sus seguidores.
I. La ocasión del discurso del Señor sobre la humildad fue la indiscreta discusión de los discípulos sobre quién era mayor en el reino de los cielos. No intentaban saber quién era el mayor en santidad, sino en dignidad. ¡Y eso, poco después de decirles Cristo lo mucho que iba a padecer! Cristo estaba pensando en humillación y ellos en gloria. Habían oído (y predicado) mucho acerca del reino de los cielos; pero estaban aún tan lejos de tener una idea clara de él, que soñaban con un reino temporal y con la pompa y el poderío correspondientes. Pensaban que el nuevo reino de Israel estaba para comenzar (comp. Hch. 1:6) y, por tanto, que era ya tiempo de designar a los que habían de ocupar en él los primeros puestos; en tales casos, el que se retrasa en maniobrar se queda sin cargo. En lugar de preguntar cómo tendrían fuerzas y gracia para sufrir con el Señor, les interesa saber quién ocupará el puesto más elevado para reinar con Él. A la mayoría de la gente le gusta hablar y oír de privilegios y de gloria, y no pensar en sufrimientos ni en trabajo.
1. La pregunta comporta la noción falsa de que todos los que tengan un puesto en ese reino, son
grandes, cuando son verdaderamente grandes los que son verdaderamente buenos.
2. Supone igualmente que hay grados en dicha grandeza. Lo importante es que también en la grandeza espiritual hay grados. Todos los santos tendrán entrada en el Cielo, pero unos tendrán más amplia entrada que otros (2 P. 1:11).
3. Supone también que alguien será primer ministro en ese reino, y que está entre ellos.
4. Discuten entre sí sobre el tema; varios de ellos tienen pretensiones de ocupar los primeros puestos (20:21) y temen por lo de 16:18–19, que Pedro fuese el privilegiado. Somos inclinados a entretenernos y perder el tiempo en necias cavilaciones sobre cosas que nunca han de suceder.
II. El discurso mismo de Jesús es un rechazo de la idea que los discípulos se habían formado sobre la verdadera grandeza en el reino. En este discurso, Cristo nos enseña la humildad:
1. Mediante una acción significativa: Llamando a un niño, lo puso en medio de ellos (v. 2). La humildad es una lección tan difícil de aprender, que se nos tiene que enseñar de todas las maneras y con todos los métodos posibles. Cuando vemos a un niño pequeño, deberíamos recordar el uso que hizo Jesús de un niño así: Lo puso en medio de ellos, no para que jugaran con él, sino para que aprendieran de él. Los mayores de edad, y los grandes hombres no deberían desdeñar la compañía de los niños pequeñitos, sino hablarles para darles alguna instrucción edificante, o contemplarles para sacar de ellos alguna instrucción provechosa.
2. Mediante una instrucción directa a propósito de tal acción; en ella les mostró a los discípulos y nos muestra a nosotros:
(A) La necesidad de la humildad: De cierto os digo que si no os volvéis y os hacéis como los niños, de ningún modo entraréis en el reino de los cielos (v. 3). Si no os volvéis de vuestras ambiciones de grandeza, y os hacéis como niños. Pablo dice que no debemos ser niños (Ef. 4:14). Los dos pasajes no se contradicen, sino que consideran al niño pequeño bajo dos aspectos distintos. Los niños tienen dos cualidades buenas: conscientes de su pequeñez e ignorancia, dependen de sus padres y toman en serio lo que los mayores les dicen; en esto, nos enseñan humildad y fe; estos aspectos positivos es lo que Cristo quiere destacar aquí. En cambio, Pablo considera dos aspectos negativos de los niños: su inestabilidad emocional y su falta de discernimiento para distinguir el oro del oropel; con lo cual fácilmente son sacudidos y zarandeados: llevados a la deriva por el engaño de gente mal intencionada; en esto, no debemos imitarlos, sino aspirar a la madurez de los que tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal (He. 5:14). Si somos niños en el buen sentido, no estaremos afanados por nada (6:25–34; Fil. 4:6), sino que estaremos dispuestos a depender de nuestro Padre Celestial. También estaremos dispuestos a aprender más y más de la Palabra de Dios, pues la niñez es la época más propicia para aprender. El gran psicólogo Alfred Adler insiste en que, entre los dieciocho meses y los tres años de edad, el niño «decide» el rumbo de su vida hacia el equilibrio psíquico o hacia la neurosis. Pero, gracias a la nueva vida que el Espíritu de Dios imparte al creyente, los más ancianos en edad pueden aprender lo más necesario para la eternidad. Y lo fundamental para entrar en el reino de los cielos es ese par de cualidades positivas de los niños: humildad y fe; la humildad es el fundamento negativo: la zanja que se abre (tanto más profunda cuanto más alto vaya a ser el edificio) en el suelo (humildad viene de humus = tierra del subsuelo); la fe es el fundamento positivo, algo así como el hormigón con que se rellena la zanja, y que sirve de soporte al edificio. Cuando los discípulos preguntaron: ¿Quién es mayor en el reino de los cielos? estaban pensando ambiciosamente en llegar muy arriba. Cristo les enseña que, a no ser que desciendan muy abajo, nunca podrán elevarse a las verdaderas alturas. Cristo nos enseña así la gran malignidad del orgullo y la gran ventaja de la humildad, el orgullo hizo caer del alto cielo al más resplandeciente querube, la humildad eleva hasta el trono de Dios al más bajo y corrompido, pero arrepentido, criminal.
(B) El honor de la humildad: Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos (v. 4). El que se humilla será ensalzado—es la frase que, de una manera u otra, se repite a lo largo de toda la Biblia—. El creyente más humilde será el mejor cristiano: el más semejante a Cristo, el más alto en su favor, el más útil en su servicio, el más resplandeciente en su gloria.
(C) La proyección de la humildad, pues Cristo tiene especial cuidado de los humildes, de tal manera que el humilde no ha de temer:
(a) Ser mal recibido: Cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como éste, a mí me recibe (v. 5). El favor o la amabilidad que se muestre a quien se hace como niño—en el sentido positivo ya explicado—, es como si se le mostrara al propio Salvador. Cuanto menor sea el prójimo en su propio juicio y en el desprecio con que los demás le miren, mayor honor y aprecio nos debe merecer. Y cuanto menos se mire a la pequeñez del prójimo, y más a la grandeza del hombre de Cristo, tanto mayor es la honra que se le presta, y a Jesús en él.
(b) Ser mal tratado: Pero al que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno, y que le hundieran en el fondo del mar (v. 6). Con esto advierte Jesús a todos a no ser jamás piedra de tropiezo para los pequeñuelos de Cristo, especialmente para los que son neófitos, tiernas plantitas recién surgidas del suelo de la gracia por el riego de la Palabra y el calor del Espíritu Santo. Esta frase de Cristo es como un vallado de fuego que quiere colocar en torno a los suyos. El que toca al creyente, toca la niña de su ojo (Zac. 2:8). La fe une al creyente con Cristo, de modo que, así como el creyente participa del beneficio de los sufrimientos de Cristo así también Cristo participa de la injuria que se hace al creyente. Este pecado de escándalo de los pequeñuelos (como suele llamársele) es un crimen tan odioso, y tan grave el daño que ocasiona, que más le valdría al ofensor ser anegado sin remedio en lo más profundo del mar, de donde es imposible salir por los propios medios, y lejos de la orilla, de la que podría esperarse algún socorro. De todas maneras, con esto se mataría el cuerpo, pero es peor caer en manos del que puede echar cuerpo y alma a los Infiernos.
Versículos 7–14
Nuestro Señor toma ocasión de lo que ha dicho en la porción anterior, para pasar a hablar de los escándalos:
I. En general (v. 7). De ellos se dice:
1. Que son algo terrible: ¡Ay del mundo por los tropiezos! Como diciendo: ¡Cuánto daño hacen los escándalos! Este mundo es un mundo perverso, lleno de pecados, de peligros, de trampas tendidas a los inocentes e incautos; es una ruta peligrosa de atravesar, llena de obstáculos, de precipicios, de falsos guías. ¡Ay del mundo! En cuanto a los elegidos de Dios, podrán estar al borde del precipicio, a punto de resbalar (Sal. 73:2), pero no serán engañados (24:24), ni tentados más de lo que permitan sus fuerzas (1 Co. 10:13), a no ser que ellos mismos se dejen seducir por su propia concupiscencia (Stg. 1:14). Pero ¡ay de aquel hombre por quien viene el tropiezo! Aunque es inevitable que haya escándalos, esto no es excusa para el que pone el tropiezo. Los que voluntariamente reciben el escándalo, no quedan libres de culpa, pero es mucho más grave la culpa de los que voluntariamente ponen el tropiezo. El Dios justo cargará más reciamente contra los que arruinan los eternos valores de almas inmortales, y los valores temporales de los hijos de Dios. En el juicio ante el Gran Trono Blanco (Ap. 20:11), los malvados serán juzgados, no sólo por lo que ellos mismos hicieron, sino por la mala semilla que en otros sembraron (Gá. 6:7–8). Escritores, oradores, políticos, pintores, etc., que han arruinado, a lo largo de los siglos, tantas almas, cosecharán grandes castigos en campos ajenos.
2. Que son algo inevitable: Porque es necesario que vengan tropiezos. No se trata de una necesidad que hay que remediar (no es ese el vocablo griego), sino de una fuerza mayor que no se puede evitar (el mismo vocablo que en 1 Co. 9:16). ¿Por qué es inevitable que haya escándalos? Por dos razones:
(A) Porque el hombre malvado es responsable de sus actos, y Dios no le coarta la libertad ni arranca la cizaña antes de que llegue el final de la siega. Y, mientras haya hombres malvados, habrá maldades que dañen a las almas.
(B) Porque las ocasiones de tropiezo sirven para moldear el carácter del verdadero creyente y disciplinar a los hijos de Dios. Es algo «necesario» en el presente estado de prueba. ¡Estemos, pues, alerta y echemos mano de toda la armadura de Dios! (Ef. 6:11 y ss.). Los escándalos no le toman a Dios por sorpresa y tampoco deben tomar por sorpresa a sus hijos.
II. En particular, Cristo habla:
1. De los tropiezos que nos ocasionamos nosotros mismos (vv. 8–9). Aquí repite lo que había dicho en 5:29–30 acerca del tropiezo que pueden causarnos el ojo derecho y la mano derecha; aquí lo amplía al ojo, a la mano y al pie, con el mismo drástico remedio de la amputación. Cristo acostumbraba repetir las enseñanzas más importantes y necesarias, y todo es poco en materias de tanta monta. Son muchas y fuertes las tentaciones que surgen de nuestra propia mala concupiscencia. Por eso, Santiago 1:12–15, al hablar de pruebas y tentaciones, no echa la culpa de ellas a Dios, por supuesto, ¡pero tampoco al diablo! sino a la propia concupiscencia que atrae y seduce más que ninguna otra causa exterior. Podemos aplicar también esto a todo aquello de lo cual hemos de deshacernos si queremos guardarnos sin pecado habitual. Si hay alguna cosa o persona que nos induce al pecado, deshagámonos de ella sin contemplaciones, aunque sea para nosotros como ojo para poder ver, o mano que nos sirva para hacer nuestro trabajo o pie del que nos valgamos para ir a donde tengamos que llegar: Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis (Ro. 8:13. v. también 1 Co. 9:25–27). A veces, la violencia que habremos de hacernos para no pecar será tan fuerte como la de arrancarse un ojo o cortarse una mano o un pie, pero la gloria venidera bien se merece la pena presente. Entrar en la vida cojo, manco, o tuerto (vv. 8–9), no quiere decir que en el Cielo se entre así, sino que así se salvaguarda la vida eterna, aunque sea a costa de pérdidas de orden temporal.
2. De los tropiezos u ofensas que podemos causar a otros vemos:
(A) La advertencia que Cristo hace: Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños. Cristo quedará disgustado incluso con aquellos que ocupan los puestos más altos en la Iglesia, si éstos menosprecian a los más pequeños de la Iglesia. Aquí no denota a los niños pequeños literalmente, sino a los creyentes de categoría humilde. Los hombres del mundo (¿sólo los del mundo? v. Stg. 2:1–9) suelen menospreciar a los cristianos de condición humilde, porque los ven pobres y, con frecuencia, poco instruidos; confunden la bajura con la bajeza. Ellos son los corderillos más tiernos del rebaño de Cristo y no debemos despreciarlos; no debemos hacer bromas de sus debilidades ni conducirnos con desdén hacia ellos, como si nos importara poco de lo que les pueda acontecer. Tampoco debemos imponernos a las conciencias ajenas como si fuésemos oráculos infalibles. La firmeza en las propias convicciones debe ser compatible con el respeto a las opiniones ajenas. Hemos de cuidar mucho de lo que decimos y hacemos, a fin de no causar daño, por autosuficiencia o inadvertencia, a ningún hermano de la fe, especialmente a estos pequeñuelos de Cristo.
(B) Las razones por las que nos amonesta a ello: no hemos de mirar con menosprecio a estos pequeños, pues Dios les ha concedido gran honor. Para demostrar que estos humildes creyentes merecen todos nuestros respetos, Cristo quiere que consideremos:
(a) El ministerio que los ángeles buenos ejercen para servirles (v. 10. v. He. 1:14). Dice Jesús: Sus ángeles en los cielos están viendo siempre el rostro de mi Padre. Dos cosas nos dice aquí de estos ángeles:
Primera: Son los ángeles de los pequeñitos. Los ángeles de Dios son los de ellos también. Los pequeñitos pueden mirar a las huestes celestiales y llamarlas suyas. Mala cosa es ser enemigos de quienes están tan bien guardados; así como es cosa buena tener al Dios verdadero por nuestro Dios, porque así Sus ángeles son nuestros.
Segunda: Que los ángeles están viendo siempre el rostro del Padre Celestial. Esto expresa, primero, la continua felicidad y el constante honor de los ángeles, la felicidad del Cielo consiste en la comunión con Dios, contemplando Su infinita belleza reverberada en el Cordero que es Su lumbrera (Ap. 21:23); segundo, su disposición presta a ejercer el ministerio en servicio de los creyentes. Están mirando el rostro del Padre, no sólo para estar absortos en esta feliz contemplación, sino también dispuestos a recibir Sus órdenes en relación con lo que Él quiera encargarles para el bien de los santos. Si deseamos contemplar en la gloria el rostro de Dios (Ap. 22:4; no se trata de la llamada «visión beatífica»), debemos buscar ahora el rostro de Dios en el cumplimiento de nuestro deber.
(b) El tierno cuidado que nuestro Padre Celestial tiene de estos pequeñitos y el interés que despliega en que no les ocurra ningún daño. Esto lo ilustra Jesús con una comparación (vv. 12–14). Tenemos aquí:
En primer lugar, la comparación misma (vv. 12–13). El hombre que, de cien ovejas que posee, ha perdido una sola, se toma todas las molestias necesarias para buscarla; se alegra muchísimo cuando la halla, y se regocija por este feliz hallazgo más que por la condición incólume de las otras noventa y nueve que no se habían descarriado. Esto es aplicable, en general, al estado de la humanidad caída: Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino (Is. 53:6). Cristo, con gran fatiga, después de terribles sufrimientos, atraviesa valles y montañas en busca de cada oveja descarriada; hallar cada una es para Él motivo de inmenso gozo. Hay mayor gozo en el Cielo por pecadores que vuelven, que por ángeles que no cayeron y por santos que no se descarrían; en particular, a los creyentes, pues se interesa amorosamente, no sólo en todo el rebaño, sino también en cada cordero y oveja que pertenece a Su grey. Aunque sean muchas las ovejas, fácilmente echa de menos una sola que cogee, se descarríe o esté afligida (Mi. 4:6; Sof. 3:19). El conocimiento de Dios, buen Pastor y gran Pastor, no es general como el nuestro (que suele perder en comprensión lo que gana en extensión), sino universal (que llega al detalle más insignificante de cada individuo particular con la misma nitidez distintiva con que abarca a todo el conjunto).
En segundo lugar, la aplicación de la comparación (v. 14): Así, no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, que se pierda uno de estos pequeños. Es la voluntad del Padre que todos estos pequeñuelos se salven; ese es Su designio y Su deleite. Este cuidado e interés de Dios se extiende a cada oveja de Su rebaño, aun la más vil e insignificante. Obsérvese que Cristo llama a Dios vuestro Padre (v. 14) y, en el versículo 19, mi Padre, con lo que insinúa que no se avergüenza de llamar hermanos a sus pobres discípulos (He. 2:11. v. también Jn. 20:17). Esto da también a entender cuál es el fundamento seguro del bienestar de estos pequeñuelos: tienen a Dios por Padre; un buen Padre que se cuida de todos Sus hijos, pero, en especial, de los que más necesitan Su protección.
Versículos 15–20
Al haber precavido a sus discípulos para no ser tropiezo a nadie, ahora pasa Jesús a explicar lo que debemos hacer cuando alguien ofende. Las palabras: contra ti faltan en muchos MSS y parecen introducidas del versículo 21. En Lucas 17:3, está claro: Si tu hermano peca (sin más); esto muestra el interés que cada miembro de la iglesia local debe tener por su hermano que se desvíe; nadie puede repetir la insolente frase de Caín: ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano? (Gn. 4:9). No está de más recordar lo de 7:1–5, para huir del orgullo y de la hipocresía en este servicio cristiano tan pasado por alto, a pesar de que Juan 13:10, 14 apunta indudablemente hacia la corrección fraterna; la pauta correcta se nos da en Gálatas 6:1. La falta de amor, humildad y mansedumbre en los que han de corregir, y la falta de humildad (y la susceptibilidad consiguiente) en los que habrían de ser corregidos, son la causa de que este ministerio escasee en nuestras iglesias, con el consiguiente perjuicio general del Cuerpo de Cristo.
I. Apliquemos este principio general a las discordias que, con frecuencia y por cualquier motivo, surgen entre miembros de una congregación.
1. Ve y repréndele a solas tú con él (v. 15). Como si dijera: No consientas que tus resentimientos infecten tu corazón (como una herida, que es mucho más peligrosa cuando produce un derrame interno, en vez de sangrar al exterior), sino dales salida amonestando al hermano con seriedad y mansedumbre juntamente; desfogándose así, pronto quedarán reducidos a cenizas. Si tu hermano ha causado un daño considerable, haz que se percate de ello, pero repréndele a solas en la presencia de Dios e invocando la ayuda del Señor en oración; si puedes traerle al buen camino de esta manera, no lo digas a nadie más, pues esto le va a exasperar en vez de curarle. Si te escucha, has ganado a tu hermano (v. 15b). Si te escucha; es decir, si acepta tu reconvención y reconoce que ha pecado, se acabó la controversia y todo ha terminado felizmente; no hay más que hablar de ello y que la comunión fraternal quede renovada y aumentada. Has ganado a tu hermano. Dice Crisóstomo: «Con lo que da a entender que el daño era mutuo. Porque no dijo que sólo el otro se ganó, sino que tú también le ganaste». En efecto cuando un hermano sufre detrimento espiritual toda la iglesia local lo sufre, pues somos miembros del mismo cuerpo. Si yo soy «mano» en el cuerpo, y uno que es «pie» sufre daño, yo también lo sufro pues pertenezco al mismo cuerpo. ¡Ojalá tuviésemos en cuenta esta verdad eclesiológica tan elemental! (1 Co. 12:12–27). No quedaríamos indiferentes ante los problemas y las necesidades de otros hermanos.
2. Pero si no te escucha (v. 16); si no reconoce su falta, no desesperes, sino trata de persuadirle otra vez: toma aún contigo a uno o dos, no sólo para que traten de convencerle, sino Para que por el testimonio de dos o tres testigos, quede constancia de lo que se ha dicho, y el otro no pueda negar después lo que había concedido (cabe también el caso de que el acusador no tenga toda la razón).
3. Si rehúsa escucharles a ellos, dilo a la iglesia (v. 17). Si no quiere oír a dos o tres, o no se deja convencer con las razones que los dos o tres puedan aportar, queda, como último recurso, presentar el caso a la iglesia; no sólo a los líderes de la iglesia, sino a toda la congregación, aunque sean los líderes los encargados de ejercitar la disciplina. El apóstol explica esta materia en los capítulos 5 y 6 de 1 Corintios. No hay razón para acudir a magistrados seculares en casos de disciplina eclesial, pues sólo resulta en desdoro de la iglesia.
4. Si también rehúsa escuchar a la iglesia, sea para ti como el gentil y el publicano (v. 17b). Jesús recibía a los gentiles y alababa su fe; recibía a los publicanos y comía con ellos; pero aquí se refiere a ellos en cuanto que representaban el sector pecador y odioso de la sociedad. Pero eso mismo da a entender que la iglesia no debe escatimar esfuerzos para hacer que el ofensor sea amorosamente devuelto a la comunión eclesial tan pronto como recapacite, se arrepienta y resarza el daño que causó. Mientras el pecador puesto fuera de comunión no adopte esta actitud, no cabe con él asociación fraternal (1 Co. 5:1– 13, como también Ro. 16:17; 2 Ts. 3:14 y, en el terreno doctrinal, 2 Jn. vv. 7–11). La conexión con los versículos 18–20 es clara: El versículo 18 asegura que Dios en el Cielo ratificará lo que, en esta materia, y con las normas establecidas en los versículos 15–17, haya hecho la iglesia en el ejercicio de la disciplina; el versículo 19 pone de relieve la necesidad y eficacia de la oración eclesial en el mismo sentido; y el versículo 20 garantiza la presencia de Jesús, por medio de Su Espíritu, en la reunión eclesial. Si tomamos todos conciencia de lo que esta porción enseña, se evitarán y se repararán muchos problemas de la iglesia. Orar, orar y orar será un recurso infalible (v. 19). Con razón se ha dicho: «Cuando uno de los nuestros cae, es porque los demás no le hemos ayudado a sostenerse».
II. Si todo esto lo aplicamos a los pecados de escándalo, según el contexto anterior, nos percataremos mejor aún del interés que Cristo tenía en preservar la pureza, la paz y el orden de su Iglesia y, sobre todo el amor fraternal que se ingenia para traer a buen camino a los descarriados: Hermanos, si alguno de entre vosotros se ha extraviado de la verdad, y alguien le hace volver, sepa que el que haga volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte su alma, y cubrirá una multitud de pecados (Stg. 5:19–20). Sabiendo el precio que Dios pagó por la salvación de las almas (1 P. 1:18), nos daremos cuenta de lo tremendo que es arruinar a un hermano (1 Co. 8:11) y, por contraste, de lo glorioso que es salvar a otros (Jud. vv. 22–23; Dn. 12:3). ¿Vamos a desistir, por negligencia o por fatiga, de una tarea en que se juegan valores eternos? Quien estime de veras el enorme favor y el alto privilegio que Dios le ha concedido al darle su perdón, su gracia, su adopción, ¡la vida eterna!, no cejará en el anhelo de ganar almas para Cristo y en cooperar al crecimiento espiritual de sus hermanos.
III. En los versículos 18–20, Cristo nos da preciosas enseñanzas sobre la vida eclesial, las cuales, aunque dicen referencia directa a la aplicación de la disciplina, desbordan la particularidad del contexto y son vigentes en todas las situaciones.
1. De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo (v. 18). Lo que Jesús había dicho a Pedro en 16:19 lo extiende aquí a los demás discípulos e, implícitamente, a todos los líderes de las congregaciones y en nombre de estas, ya que la iglesia del versículo 17 es, sin duda alguna, la congregación eclesial o asamblea cristiana (no la sinagoga), aunque entonces estuviese como en embrión, pues su certificado de nacimiento fue firmado el día de Pentecostés. Repetimos que, de esta manera, Dios refrenda lo que la iglesia haga legítimamente en esta materia. Quienes desprecian o desobedecen los normas disciplinarias de la iglesia, no pueden pretender apelar a otro tribunal; sencillamente, desprecian y desobedecen a Dios mismo. El abuso de este poder por parte de «jerarcas» ignorantes o malvados, no debe llevarnos al otro extremo de tener por asunto meramente «humano» lo que estamos tratando, y es de temer que bastantes creyentes evangélicos estén equivocados en esto. Cristo está detrás de sus ministros cuando éstos predican con fidelidad su mensaje, lo mismo que cuando siguen fielmente las normas que Él dejó establecidas para su Iglesia (Lc. 10:16). Nótese que hablamos de fidelidad, no de infalibilidad. Pero, cuando por error o mala voluntad, los líderes se comportan indebidamente en el ejercicio de esta autoridad, Cristo acogerá amorosamente a quienes sean injustamente puestos fuera de comunión (Jn. 9:34–35). El mismo principio se aplica al otro polo de la disciplina: desatar; es decir, volver a recibir en comunión; y la iglesia no ha de estar tampoco remisa y morosa en ejercitarlo; cuando el ofensor ha dado suficientes pruebas de arrepentimiento y reforma, ha de recibírsele con redoblado afecto, para compensar la amargura anterior (2 Co. 2:5–11). Dios refrendará esta otra medida eclesial.
2. Otra vez os digo, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo (lit. unen sus voces) en la tierra acerca de cualquier cosa que pidan, les será hecho por mi Padre que está en los cielos (v. 19). Esto significa:
(A) Que la unanimidad en la oración es equivalente a la unanimidad en la correcta aplicación de la disciplina (Otra vez os digo). Dos de vosotros expresa el mínimo de hermanos que representan a una comunidad en todo ello, pues supone una decisión conjunta y una oración conjunta. No hay ley divina que limite el número de jueces ni de orantes en una iglesia. Por otra parte, la iglesia no es una democracia en la que haya de imperar la ley votada por la mitad más uno, sino una teocracia en la unidad del Espíritu (Ef. 4:3). En la controversia contra los arrianos, de tal manera se extendió el error en la Iglesia, que llegó a decirse: Athanasius contra omnes = Atanasio prevalece contra todos. En efecto, él representaba la fe verdadera y «uno con Dios es mayoría».
(B) Que la unanimidad en la oración obtiene de Dios respuesta segura. El término que el original emplea para ponerse de acuerdo es sinfonésosin; la oración eclesial es, pues, una «sinfonía», un acorde de voces que sube al Cielo como un bello canto, brotado del corazón, que se recita al Rey (Sal. 45:1)
¡Oremos como quien canta al Señor, y cantemos como quien ora! (Ef. 5:19–20; Col. 3:15–16). En especial, la oración,—repetimos—, ha de preceder, acompañar y seguir al ejercicio de la disciplina. De esta manera, no tomaremos en esto ninguna decisión precipitada, pues no nos atreveremos a pedir al Señor que la confirme. La oración que alivia al enfermo (Stg. 5:16), abre los ojos del ciego (2 R. 6:17), y realiza toda clase de maravillas. Dios escucha las oraciones de su Iglesia y les pone el sello de una eficaz garantía. Escucha de modo especial las oraciones por aquellos que nos han ofendido: Y quitó Jehová la aflicción de Job, no mientras él oró por sí mismo, sino cuando él hubo orado por sus amigos (Job 42:10), quienes tan mal habían hablado contra él.
3. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy en medio de ellos (v. 20). Por pequeña que sea la congregación, si realmente está reunida en nombre de Jesús no por rutina o con el pensamiento y el corazón en otra parte, sino en comunión con Cristo y con los hermanos—puestos de acuerdo—, allí está Cristo de una manera especial por medio de su Espíritu, no sólo con ellos (28:20), sino en medio de ellos. En todo hemos de obrar como si Cristo estuviese presente, pero hay una presencia especial de Cristo cuando la iglesia se reúne a orar, a ejercer la disciplina, a dar culto a Dios en espíritu y en verdad, dependiendo de la gracia de Cristo, del amor del Padre y de la comunión del Espíritu (2 Co. 13:13). Donde se reúnen los santos, allí está el santuario; por eso, está allí de modo especial la presencia de Dios, con mayor razón que en el tabernáculo o en el Templo. No dice: allí estaré como quien llega después, sino: allí estoy, como quien ha venido antes y nos está esperando. Dos o tres solos pueden estar congregados, ya sea porque la reunión está restringida a ese número (reunión del Consejo, reunión con un hermano, etc.), o porque el grupo no es más numeroso; la manada pequeña no tiene por qué desanimarse; no es la multitud, sino la fe y la devoción sincera de los congregados, lo que atrae la presencia y la bendición de Cristo; y, al ser así, la presencia y compañía de dos o tres será tan honorable, gozosa y fructífera como si el número de los reunidos fuese de dos mil o tres mil.
Versículos 21–35
I. Al tomar ocasión del discurso de Jesucristo sobre el perdón del ofensor, Pedro se acerca al Señor y le pregunta: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete veces?
1. Pedro ha entendido bien que hay que perdonar al ofensor, que no hay que guardarle rencor ni pensar en vengarse de él, sino olvidar la injuria y volver a tratarle como amigo.
2. Piensa que ya es más que suficiente perdonarle siete veces número de perfección espiritual (según el Talmud de Babilonia los rabinos limitaban el número a tres veces). Siete veces en total no siete veces al día (Lc. 17:4). Hay en nuestra naturaleza corrompida una perversa inclinación a restringirnos en hacer el bien y a pensar que cumplimos sobradamente con nuestros deberes religiosos, especialmente con respecto a perdonar a los demás, y olvidar así cuánto nos ha perdonado Dios.
II. Jesús responde directamente a la pregunta de Pedro: No te digo hasta siete veces, sino aun hasta setenta veces siete (v. 22). También podría traducirse setenta y siete veces; pero resulta superflua la alternativa, pues lo que quiere decir Jesús es que hay que perdonar siempre que el ofensor esté en disposición de ser perdonado (Lc. 17:4). No hay que llevar, por tanto, la cuenta de las veces que hemos tenido que perdonar a nuestro prójimo. Si Dios llevase una cuenta semejante, estaríamos perdidos. Los hombres no somos tan generosos; de ahí la expresión proverbial de «la gota que colma el vaso» y se acabaron la paciencia y el perdón. ¡Qué difícil resulta a los hombres perdonar! Decimos, a veces: «Lo perdono, pero no lo olvido». ¡Ay, un perdón que no está dispuesto a olvidar no es un perdón verdadero! En cambio, ¡qué consuelo tan grande es saber que nuestro Dios y Padre que, en realidad, no puede olvidar porque lo tiene todo presente (no tiene memoria, porque la memoria es del pasado), para indicarnos lo profundo de su perdón, nos dice que perdona y olvida nuestro pecado, lo pisotea bajo sus pies, lo arroja a lo profundo del mar (Mi. 7:18–19), echa a sus espaldas todos nuestros pecados (Is. 38:17), y ¿no es Jesús la espalda del Padre? (comp. Éx. 33:23; Is. 53:6; sobre esa «espalda» cargó nuestro pecado; Jn. 14:9; en Él vemos al Padre; Col. 2:9). También se nos dice que aleja de nosotros nuestras rebeliones tan lejos como un extremo de la tierra está del otro (Sal. 103:12. ¡Cuánto nos ayudaría leer y meditar cada mañana este salmo!) Cuando nos presentamos ante una persona noble a quien ofendimos, nos avergonzamos, aunque nos haya perdonado, temerosos de que se acuerde; sin embargo, cuando nos presentamos ante el trono de la gracia vamos confiadamente (el vocablo significa también libre y osadamente), porque sabemos que Dios no se acuerda de lo mucho que le hemos ofendido. Si consideramos estas verdades de la Palabra de Dios, nos será cada vez más fácil perdonar, hasta que adquiramos el hábito del perdón.
III. Jesús pasa a ilustrar lo que acaba de decir a Pedro, mediante una maravillosa parábola, que viene a ser el mejor comentario de 6:12, 14–15. Sólo quienes perdonan a sus prójimos, pueden esperar el perdón de Dios. El que no está dispuesto a perdonar, demuestra que no tiene un corazón regenerado. Tres son los aspectos que hemos de considerar en la parábola:
1. La admirable clemencia del rey y señor con el siervo que le debía la enorme cantidad de diez mil talentos (más de dos millones de dólares en 1980). Si aplicamos esto a nuestras deudas espirituales con Dios (vv. 23–27), veremos:
(A) Que cada pecado que cometemos es una deuda que contraemos con Dios; no una deuda con un igual, contraída por compra o préstamo, sino con un superior; como la deuda contraída con un rey a quien negamos el debido reconocimiento, o cuyas leyes, sancionadas con la pena capital, quebrantamos sin escrúpulo. Todos nosotros somos así deudores a Dios; le debemos una satisfacción, y somos reos de muerte ante Su tribunal.
(B) Hay una cuenta de esas deudas (vv. 23–24): Semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Y al comenzar a ajustar cuentas … En 2 Corintios 5:19, el «no tomándoles en cuenta», similar al de Filemón versículo 18: «ponlo a mi cuenta», indica claramente esta idea. Dios lleva una cuenta y la presenta a nuestra conciencia, la cual se convierte en nuestro fiscal o acusador (1 Jn. 3:20). Una de las primeras preguntas que un creyente despierto se hace a sí mismo ante su conciencia, es: ¿Cuánto debes a mi amo? (Lc. 16:5). Pero a este amo no se le puede engañar ni sobornar, escribiendo en el recibo cincuenta en vez de cien (Lc. 16:6).
(C) La deuda del pecado es una deuda muy grande; en cierto modo, es una deuda infinita, pues es una injuria al Dios infinitamente santo, y la injuria se mide por el que la recibe, porque es «in-ius» = contra el derecho de otro. Cuanto más noble es quien recibe la injuria, y más vil el que la hace, tanto mayor es la deuda. Por eso, la cifra de diez mil talentos no marca un límite, sino que simboliza lo máximo (comp. Cnt. 5:10 «descuella entre diez mil»): una deuda que ningún ser meramente humano puede pagar (Sal. 49:6–9) por sí o por otro. Por aquí podemos vislumbrar lo que nuestros pecados son: (a) por su naturaleza, pues son como talentos, la mayor medida que se conocía en peso y en valor monetario; (b) por su número, pues son como diez mil, la miríada de lo innumerable.
(D) La deuda es tan grande—según hemos explicado—, que somos incapaces de pagarla: No teniendo con qué pagar (v. 25). Todo pecador es un deudor insolvente.
(E) Si Dios obrase con nosotros según lo demanda la estricta justicia, seríamos condenados como deudores insolventes. La justicia demanda satisfacción. Pero con la satisfacción pasa lo contrario que con la injuria; no se mide por el que la recibe, sino por el que la da, puesto que el que «satisface» (= hace lo suficiente), entrega para ello su dinero o su prestigio, que son como un don de su propia persona. De ahí que un regalo de parte del rey se estima mucho más que el de una persona de inferior clase. Por eso, aunque el siervo fue capaz de adeudarse con su imprevisión y despilfarro, no fue capaz de pagar; así que el señor mandó que fuera vendido él, su mujer y sus hijos, y todo lo que tenía, y que se le pagase la deuda; es decir, lo que podía pagarse, pues la deuda en sí era imposible de pagar en su totalidad. Veamos así lo que el pecado merece: La paga del pecado es muerte (Ro. 6:23). Este es el pago que el pecado da, y el pago nuestro por el pecado habría de ser, sin el perdón de Dios la muerte eterna, un Infierno eterno es el máximo del pago que podemos dar, aunque el Infierno no satisface la deuda; sólo el Calvario llega al nivel requerido por Dios.
(F) Entonces aquel siervo se postró ante él, diciendo: Señor, ten paciencia conmigo, y te to pagaré todo (v. 26). El griego dice «se postraba», describiendo así al siervo en el acto de rendir pleitesía al monarca. El siervo sabía que su deuda era muy grande; sin embargo, no se preocupó de ella hasta que fue llamado a rendir cuentas. Es corriente entre los pecadores el despreocuparse del perdón de sus pecados hasta que reciben la impresión de algún mensaje, de algún percance espantoso que les depara la providencia, o de la proximidad de la muerte. El corazón más duro desfallece y se pone a temblar cuando Dios se dispone a ajustar cuentas con el pecador. Entonces pide tiempo: Ten paciencia conmigo. La paciencia es un gran favor de Dios, pero es una locura abusar de ella por falta de sincero y pronto arrepentimiento (Ro. 2:4–5). Y promete pagar: Y te to pagaré todo. ¡No tenía con qué pagar—versículo 25—, y se imagina que podrá pagar todo! Por aquí se ve la insensatez del pecador, incluso cuando es despertado en su conciencia, pues sigue apegado a su orgullo; aunque esté convicto, no está aún humillado.
(G) El Dios de infinita misericordia está dispuesto, por pura gracia y en virtud de la obra llevaba a cabo en el Calvario, a perdonar todos los pecados de quienes se humillan, con fe y arrepentimiento, ante Él (v. 27). El Señor, al no poder quedar satisfecho con el pago de la deuda, quiso ser glorificado con el perdón de la deuda. La súplica del siervo fue: Ten paciencia conmigo pero el amo le garantiza el descargo rápido y completo de la deuda. El perdón del pecado es obra de su inmenso amor, de sus tiernas entrañas (eso indica el original de «movido a compasión»—v. 27—) una vez que las demandas de su santa ley han sido satisfechas en la Cruz (Lc. 1:77–78). Le soltó, es decir, le desobligó (el texto no da a entender que estuviese ya atado o encarcelado) y le perdonó la deuda, toda la deuda. El perdón es la suelta de una cautividad y de una cárcel (Is. 61:1). La obligación del más insolvente queda cancelada; el juicio del mayor criminal, sobreseído. Pero notemos que, aun cuando fue descargado de la deuda del pecado, no fue descargado del deber del servicio. El perdón de nuestros pecados no debería hacernos remisos, sino presurosos, para obedecer y servir al Señor.
2. La sinrazón y severidad inexplicable del siervo hacia su consiervo, a pesar de la clemencia que su señor le había mostrado a él (vv. 28–30). Aquí tenemos representado el caso corriente de quienes demandan con rigor cruel e inmisericorde el respeto a sus derechos, la vindicación y satisfacción de las ofensas que se les infieren, la restitución de lo suyo, hasta el límite (y por encima del límite) de la estricta justicia, lo cual demuestra muchas veces que, bajo capa del derecho, se esconde la venganza y la injusticia. En todo caso, las exigencias insistentes de satisfacción y reparación de ofensas son incompatibles con un espíritu verdaderamente cristiano. Veamos aquí:
(A) Qué pequeña era la deuda de este consiervo, comparada con los diez mil talentos que el amo había perdonado al siervo: Cien denarios (menos de veinte dólares al cambio actual). Las ofensas que nuestros semejantes nos hacen son insignificantes en comparación con las que hacemos nosotros a Dios. No por eso hemos de tener en poco las ofensas que demos a nuestro prójimo, puesto que son ofensas que hacemos también a Dios, sino que por eso, habríamos de rebajar la cuantía de la ofensa que el prójimo nos hace, y estar dispuestos a perdonarle, en vez de agravarla e intentar vengarnos de él.
(B) Qué severa y brutal fue la forma en que este mal siervo demandó a su compañero el pago de una deuda tan insignificante: Y agarrándolo, le ahogaba (v. 28). ¿Para qué necesitaba emplear tanta violencia? Podía haber requerido el pago de la deuda sin agarrar por el cuello al deudor. Su violencia es señoril, pero su espíritu es vil y servil. Si él hubiese sido arrojado a la cárcel por su gran deuda, se explicaría que llegase a cierta rudeza en la demanda de esta otra deuda; pero con frecuencia el orgullo y la maldad prevalecen sobre la más urgente necesidad, para hacer severos a los hombres.
(C) Qué sumiso era el deudor: Entonces su consiervo, postrándose a sus pies, le rogaba; se humilló delante de él por esta pequeñísima deuda, tanto como el otro se había humillado ante el rey por su grandísima deuda. La súplica del pobre hombre fue: Ten paciencia conmigo; confiesa honestamente su deuda, y sólo pide un poco de tiempo. La paciencia, aunque no signifique descargo de deudas, es a veces una muestra de laudable y necesaria caridad. Así como no hemos de ser duros en nuestras demandas, tampoco debemos ser exigentes en que se nos pague inmediatamente, sino recordar la paciencia que Dios tiene con nosotros.
(D) Qué implacable y furioso era el acreedor: Pero él no quiso sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda (v. 30). ¡Con qué crueldad e incomprensión atropelló insolentemente a uno que estaba en la misma necesidad en que él se había encontrado, y que le suplicaba como él había suplicado!
(E) Qué entristecidos quedaron los otros consiervos por lo ocurrido: Viendo sus consiervos lo ocurrido, se entristecieron sobremanera (v. 31). Los pecados y sufrimientos de nuestros consiervos deberían causarnos pesar y aflicción. Ver a un consiervo que se enfurece como un oso, o que es pisoteado como un gusano, debería causar gran tristeza a cuantos tienen algún celo por el bien de las almas y por el honor de la fe cristiana.
(F) Cómo fueron al amo con la noticia: Fueron y refirieron a su señor todo lo que había pasado. Quizá no se atrevieron a reprochar al ofensor, viéndole tan furioso e incapaz de razonar, así que fueron al señor. Esto nos enseña a llevar a la presencia de Dios nuestras quejas, tanto de la perversidad de los malvados como de las aflicciones de los inocentes.
3. La justa ira del amo por la crueldad del siervo perdonado.
(A) Le echó en cara su crueldad (vv. 32–33): Siervo malvado. Nótese que la falta de compasión es una maldad, y gran maldad. Y le echa en cara la misericordia que había tenido con él: Toda aquella deuda te perdoné. A quienes usan bien los favores que Dios les hace, nunca les serán echados en cara; pero quienes abusan de ellos pueden esperar con motivo que les suceda eso. La gran cantidad y gravedad de nuestros pecados perdonados sirven para que brille más y mejor la riqueza de la gracia perdonadora de Dios. En el campo espiritual, no hay «mutilados de guerra»; si existe verdadero arrepentimiento, los puntos más negros de nuestra vida pasada se convierten en constelaciones de perdón. ¡Cómo no hemos de mostrar mucho amor al Señor, cuando son tantos los pecados que nos ha perdonado! (Lc. 7:47). A continuación, el rey le hace ver la obligación que tenía de ser compasivo con su consiervo: ¿No debías tú también haberte compadecido de tu consiervo como yo tuve compasión de ti? (v. 33). Con toda razón había de esperarse que quien había recibido un favor tan grande, mostrase también compasión hacia su compañero. Con ello le hace ver: (a) Que debía haber mostrado más compasión en el apuro de su consiervo, al haber experimentado él un apuro similar. Es precisamente la experiencia de los problemas y de las aflicciones lo que mejor nos capacita para comprender y compadecer a nuestros semejantes en sus problemas y aflicciones; (b) Que debía haber seguido el ejemplo del amo en la misericordia que había tenido de él. El recuerdo de las misericordias de Dios hacia nosotros debería disponernos mejor a tener misericordia de nuestros prójimos.
(B) Revocó el perdón de la deuda: Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que le pagase todo lo que le debía (v. 34). Aunque la maldad del siervo se había acrecentado con la reincidencia el señor no le añadió otro castigo que el pago de la deuda. Véase cómo la pena sigue a la culpa; el que no está dispuesto a perdonar, no será perdonado. Las deudas que adquirimos con Dios por nuestros pecados, no admiten rebajas ni componendas; o se perdonan del todo o se exigen en su totalidad. Cuando una persona es salva, se le perdona toda la deuda mediante la satisfacción completa que Cristo ofreció al Padre en el Calvario (He. 10:12–14).
4. Finalmente, Jesús concluye aplicando la parábola: Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de corazón cada uno a su hermano sus ofensas (v. 35). Dios es santo y justo y su misma justicia infinita le impide rebajar en un solo punto las exigencias de su santa ley. Cuando decimos «Padre nuestro que estás en los cielos», hemos de pedirle: Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores (6:12). Y debemos perdonar de corazón; si no es así, nuestra oración es, desde el principio, pura hipocresía. Dios mira al corazón; es ahí donde se fragua el pecado, es también ahí donde ha de fraguarse el perdón, y el deseo cordial del bien espiritual de nuestros prójimos, incluidos los que más nos hayan ofendido. Véase el peligro tremendo de ser remisos en perdonar: Así también mi Padre celestial hará con vosotros. Esto no quiere decir que Dios haga reversible el perdón del pecador creyente y arrepentido, sino que lo niega a quienes no tienen las debidas disposiciones para recibirlo. Tenemos suficientes enseñanzas en la Escritura acerca de la pérdida de perdón, para que sirva de amonestación a los presuntuosos, así como acerca de la seguridad de un perdón eterno, para que sirva de consuelo a los creyentes sinceros, aunque timoratos; así se infunde temor a los primeros, y aliento y esperanza a los segundos. Quienes no están dispuestos a perdonar a los deudores, demuestran no estar arrepentidos de sus propias deudas y, por tanto, lo que se les quita es solamente lo que parece que tenían, pero no lo tenían en realidad. Todo esto nos enseña que el juicio será sin misericordia para aquel que no haga misericordia (Stg. 2:13). Es pues, de todo punto indispensable para tener perdón de pecados y paz de conciencia, no sólo que obremos con justicia, sino también que amemos misericordia. No nos ha de extrañar que, por eso, Dios sea Padre y Juez a un mismo tiempo, porque, como dice Bruce: «Justamente por ser Dios Padre, y por ser amor su espíritu más íntimo, tiene que aborrecer un espíritu tan completamente ajeno al suyo propio».
En este capítulo, hay dos grandes temas, separados entre sí por un breve paréntesis en que Jesús bendice a unos niños que le son presentados. Los temas son respectivamente el divorcio, al responder a la pregunta de unos fariseos, y el coste del discipulado, en respuesta a la pregunta de un joven rico.
Versículos 1–2
1. Jesús se marcha de Galilea (v. 1). Allí había sido criado y allí, en la más remota y despreciable parte del país, había pasado la mayor parte de su vida. En esto, como en otras cosas mostró su estado de humillación, hasta ser conocido como galileo, un hombre del norte, donde habitaba la gente más ruda e iletrada del país: Cuando Jesús terminó estas palabras, se alejó de Galilea, despidiéndose de allí, pues ya no volvió a Galilea hasta después de su resurrección. Y se fue a la comarca de Judea, al otro lado del Jordán, para que también los de esta comarca tuviesen su día de visitación, ya que también pertenecían a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
2. Y le siguieron grandes multitudes (v. 2). Cuando Cristo se marcha de un lugar, lo mejor para nosotros es seguirle. Él pasó haciendo el bien; por eso, también los sanó allí. Esto muestra que le seguían para que curase a los enfermos que había entre ellos; y Cristo vino en socorro de ellos con el mismo poder y la misma compasión que había desplegado en Galilea.
Versículos 3–12
Aquí tenemos la norma de Cristo en cuanto al divorcio, declarada, como otras disposiciones suyas, con ocasión de una disputa con los fariseos.
I. El caso que le proponen los fariseos: ¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier causa? (v. 3). Con esta pregunta, querían ponerle a prueba, no recibir instrucción de Él. Si se manifestaba en contra del divorcio, se aprovecharían de ello para soliviantar contra Él a la gente, pues verían en Él a un rabí demasiado estricto, que quería menoscabarles las libertades de que disfrutaban; además, le tendrían por enemigo de la ley de Moisés, que les había concedido esta libertad. Si decía que era lícito, podían alegar que su doctrina carecía de la perfecta pureza que había de esperarse de labios del Mesías, pues, aunque los divorcios eran tolerados, los grupos más puritanos los consideraban como de mala reputación. La pregunta era acerca de la licitud del divorcio por cualquier causa, conforme interpretaba la escuela de Hillel la frase «cosa vergonzosa» (lit. asunto de desnudez) de Deuteronomio 24:1, en contra de la escuela de Shammay, que la limitaba al adulterio. La escuela de Hillel había ganado mucha popularidad, por la sencilla razón de que los hombres somos inclinados a interpretar la Palabra de Dios del modo que más nos conviene. Esto ocurre con todo sistema teológico preconcebido, por muy «fundamentalista» que parezca. Se construye, o se sigue, un sistema, y luego se rellena con textos sacados del contexto general de la Biblia, por mucho que haya de estrecharse la Palabra de Dios en este lecho de Procusto. No cabe otra Teología Sistemática que la sacada del estudio, minucioso y sin prejuicios, de toda la Biblia, como un cuerpo doctrinal en que las piezas se encajan y conjuntan de dentro a fuera, no viceversa.
II. Respuesta de Cristo a esta pregunta. Aunque le habían hecho una pregunta muy restringida, y para tentarle, Cristo da sobre el tema una instrucción completa, enseña la indisolubilidad del matrimonio, y apela a su institución divina. La enseñanza de Cristo recalca tres aspectos:
1. La creación del hombre completo, dividido en varón y hembra, para que así fuese imagen de Dios (Gn. 1:27) en quien se hallan infinitamente equilibrados los dos polos predominantes en la masculinidad y femineidad respectivamente: cabeza y corazón, pensamiento y sentimiento, deducción e intuición: ¿No habéis leído que el que los creó al principio, varón y hembra los hizo? (v. 4). Dios creó un hombre y le dio una mujer; y formó (lit. construyó; Gn. 2:22) una mujer para aquel hombre único. De modo que Adán no podía divorciarse de Eva y tomar otra mujer, porque no había otra; y lo mismo hemos de decir de Eva respecto a Adán. Para mejor indicar esto, Dios había formado a Eva de una costilla de Adán, de modo que repudiarla equivalía a desunirse de una parte de sí mismo, salida de junto al corazón.
2. La ley fundamental del matrimonio, que es: Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer (v. 5). El vínculo que une al hombre con su mujer es más fuerte que el que le une con sus padres; ahora bien si la relación filial no debe ser violada, mucho menos puede serlo la relación conyugal. ¿Puede un hijo abandonar a sus padres o un padre a sus hijos? ¡No!; sólo tiene que poner por encima de esta relación el seguimiento de Cristo (10:37).
3. La naturaleza del contrato matrimonial: Y los dos vendrán a ser una sola carne (v. 6); es decir, como una sola persona (v. Ef. 5:28 y ss.). Los hijos son como prolongación de los padres, pero la esposa es parte del varón. Al ser la unión conyugal más fuerte que la de los hijos con los padres, es equivalente a la de un miembro con otro en el mismo cuerpo natural. De aquí infiere el Señor: Por tanto, lo que Dios juntó (lit. unció con un mismo yugo), no lo separe el hombre (v. 6b). Dios mismo instituyó la relación entre marido y mujer. Y, aunque el matrimonio no sea institución exclusiva de la Iglesia, sino que incluye a todo el mundo, adquiere un carácter peculiar entre los creyentes y debe ser llevado de una manera santa y santificado por la Palabra de Dios y la oración (v. 1 P. 3:1–7). El andar continuamente en la presencia de Dios ejercerá eficaz influencia en el cumplimiento de los deberes conyugales y, en consecuencia, sobre la misma relación conyugal. Si la unión ha sido hecha por Dios, no va a deshacerse por obra del hombre.
III. Objeción de los fariseos contra esta enseñanza: Le dijeron: ¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio, y repudiarla? (v. 7). Cristo había citado la Escritura para razonar contra el divorcio; ellos apelan a la misma Escritura en defensa del divorcio. Las aparentes contradicciones que hay en la Palabra de Dios son piedra de tropiezo para los que la tuercen para su propia perdición (2 P. 3:16).
IV. Contestación de Cristo a esta objeción.
1. Rectifica la torcedura que los fariseos habían introducido en la Ley; la ley no mandaba repudiar a la mujer, sino que sólo lo permitía (en sentido de tolerancia, no de aprobación), y mandaba que, en tal caso, se le diera a la mujer un documento formal. Por tanto, los fariseos estaban torciendo las Escrituras.
2. Da la causa que motivó tal permisión o tolerancia: Por la dureza de vuestro corazón (v. 8). No fue porque tal tolerancia fuese en sí una cosa conveniente, sino porque el corazón de los israelitas se había endurecido contra Dios y contra el prójimo, como lo declaró tantas veces Dios por medio del mismo Moisés. No hay mayor dureza en las relaciones de este mundo que la dureza de corazón de un hombre hacia su propia mujer. Los israelitas se habían hecho famosos por esta dureza y, por eso, se les había permitido el repudio; del mal, el menor. También en esto, el Evangelio de Cristo puede sanar el corazón endurecido que la Ley no podía ablandar, ya que por la Ley es el conocimiento del pecado (Ro. 3:20), pero por la gracia es la conquista del pecado (Ro. 8:2–3, 37).
3. Apela a la institución original del matrimonio: Pero no fue así desde el principio. Las corrupciones que se introducen en todo lo que ha sido instituido por Dios, sólo tienen remedio al recurrir a la forma que en un principio configuró y dio vida a tal institución. Si una copia de algo resulta defectuosa, debe examinarse y corregirse a la luz del original.
4. Declara la norma correcta para el caso primeramente propuesto: Yo os digo (v. 9), es un pronunciamiento de divina autoridad, conforme a lo que ya había dicho en 5:32. En ambos casos, niega Cristo que haya causa alguna para romper el vínculo matrimonial. La aparente excepción parentética, salvo por causa de fornicación, que tanta tinta ha hecho derramar, no autoriza el divorcio vincular, porque:
(A) No se trata de adulterio. Tanto aquí como en 5:32, el griego no dice moikheia = adulterio, sino pornéia = impureza sexual. Por influencia del Derecho Romano (frangenti fidem, fides frangatur eidem = el que quebranta la fe conyugal merece que se le quebrante a él), hubo escritores eclesiásticos de los primeros siglos (por ej. Ireneo de Lyon) que admitieron el adulterio como causa del divorcio vincular, pero los mismos rabinos conceden que Jesús tuvo como totalmente indisoluble el matrimonio, como lo tenían los esenios y los samaritanos. El que se haya admitido el divorcio en algunas denominaciones protestantes, por causa de adulterio de uno de los cónyuges, se debe a una incorrecta exégesis del texto sagrado. La Iglesia de Roma nunca ha admitido causa alguna para el divorcio vincular dentro de un matrimonio rato (entre cristianos, o con dispensa si una de las partes no es cristiana) y consumado, aunque establece—sin base bíblica—, la posibilidad de disolver el matrimonio rato no consumado, y concede al Papa el poder de establecer impedimentos dirimentes (invalidantes) del matrimonio. Los ignorantes del sistema romano—la inmensa mayoría en todas las denominaciones, incluidos los católicos mismos—, piensan que el Papa concede divorcios vinculares en algunos casos, cuando lo que hace es declarar la nulidad inicial del contrato matrimonial, de acuerdo con los impedimentos que figuran en el Código de Derecho Canónico.
(B) La palabra porneia, en este contexto (como en 5:32), sólo admite dos sentidos posibles: (a) infidelidad durante el período del desposorio antes de la formalización del matrimonio (v. 1:18–19); (b) unión ilegítima, según los casos de parentesco próximo en grado prohibido por la Ley (comp. 1 Co. 5:1, según la opinión más probable).
(C) Al proclamar Jesús una norma mucho más estricta, no sólo en comparación con la escuela de Hillel, sino también con la de Shammay los discípulos se sintieron desconcertados (v. 10), lo que no hubiese sucedido en caso de admitir el adulterio como causa de repudio, según la escuela de Shammay. Si se implica o no la rotura del vínculo conyugal en 1 Corintios 7:12–16, se tratará en su lugar. Desde luego, no significa la «deserción» en el sentido que la entiende la Iglesia Anglicana.
(D) La regla general establecida por Jesús, una vez explicada la frase parentética, comporta la siguiente conclusión: Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la repudiada comete adulterio (v. 9). Esta es la respuesta directa a la pregunta que le hicieron al principio. No habría ocasión alguna para hablar de divorcio, si los cónyuges estuviesen dispuestos a soportarse y perdonarse mutuamente con amor (Ef. 4:2), como quienes han sido, y son, soportados y perdonados por Dios. Si los esposos amasen a sus esposas, y las esposas fuesen sumisas y respetuosas con sus maridos (Ef. 5:22 y ss.), y conviviesen como coherederos de la gracia de la vida (1 P. 3:7), no habría que pensar en separarse de ningún modo el uno del otro.
V. Ante la declaración de Jesús los discípulos reaccionan del modo siguiente: Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse (v. 10). Parece ser que ellos mismos se resintieron de la norma tan estricta que Jesús había establecido, y pensaban que, si se cerraba esta puerta libre, mejor era no encerrarse de por vida en el matrimonio. El corazón humano, engañoso y perverso, busca la propia conveniencia y aborrece la restricción del yugo. El hombre piensa hallar la felicidad en la completa libertad, sin percatarse de que la única esclavitud verdadera es la del pecado (Jn. 8:32, 34; Ro. 6:15–23). Somos, por naturaleza, seres egocéntricos y pensamos que la culpa de nuestra desdicha la tienen otros en este caso, el cónyuge. Pero si tuviésemos la mentalidad de Jesús no pondríamos la mira en nuestro propio interés, sino antes en el del cónyuge (Fil. 2:3–5); si somos verdaderos discípulos de Cristo dependeremos de Él, de Su persona, de Su obra y de la suficiencia de Su gracia para remontar las dificultades de la vida conyugal, y aprenderemos a sobrellevar los unos las cargas de los otros (Gá. 6:2). Así como las piedras esquinadas se redondean en el álveo del río al impulso de la corriente que las pule y lima en el mutuo contacto, así también los cónyuges creyentes, en vez de endurecerse mutuamente en el trato constante moldearán y templarán su propio carácter en el ejercicio de los frutos del Espíritu Santo. Si hay tormentas, traerán agua fertilizante y oxígeno desinfectante, pero no granizo destructor. Si ser cónyuges significa estar unidos al mismo yugo, cuanto más ajustado sea el yugo, y acompasado el paso, tanto más fácil será la marcha. Amor y mansedumbre son los lubricantes de esa complicada máquina del matrimonio.
VI. Respuesta de Jesús a la sugerencia de los desalentados discípulos (vv. 11–12). Jesús admite que el no casarse es aceptable en algunos casos, pero no todos tienen capacidad para poner en práctica esa máxima («no conviene casarse», del v. 10), sino aquellos a quienes ha sido dado (v. 11). El celibato es un don (1 Co. 7:7 y 9, dentro del contexto de todo el capítulo), el imponerlo es cosa prohibida por la Palabra de Dios (v. 1 Ti. 4:3; He. 13:4) y un lazo de perdición para los inexpertos que lo admiten con voto—sin el don—, cuando mejor es casarse que estarse quemando (1 Co. 7:9). A continuación, Jesús expresa tres clases de incapacidad para contraer matrimonio:
(A) Los que han nacido destituidos de órganos sexuales: que nacieron así (eunucos) del vientre de su madre. Estos deben permanecer célibes, sometiéndose humildemente a los inescrutables, pero siempre amorosos, designios de la providencia divina.
(B) Los que sufrieron amputación a manos de los hombres; se supone que se trata de una acción criminal, pero entra igualmente dentro de los decretos permisivos de Dios, a los que hay que someterse.
(C) Los que sin amputación física (Orígenes lo entendió literalmente y se hizo castrar en su juventud), han recibido de Dios el don de la continencia y se dedican totalmente al servicio del Señor (1 Co. 7:32) y a la extensión del Evangelio: por causa del reino de los cielos. Broadus resume admirablemente: «No es cuestión de un estado más o menos santo, sino de mayor o menor utilidad en la promoción del reino de los cielos». Sólo por esta causa, puede elegirse el celibato como «algo mejor».
Versículos 13–15
Aquí se nos narra la presentación de unos niños a Jesús. Vemos:
I. La fe de los que los trajeron a Él: Le fueron presentados unos niños, para que pusiese las manos sobre ellos, y orase (v. 13). Así daban testimonio del respeto que sentían por Cristo, y del valor que daban a su favor y a sus bendiciones. Con esto, hacían un bien a sus pequeñuelos. Otros traían sus hijos a Cristo, para que los curase cuando estaban enfermos, pero estos no tenían actualmente ninguna enfermedad; sólo deseaban que los bendijese. Es muy buena cosa traer nuestros hijos a Jesús cuando venimos a Él antes de que sean llevados a Él en aflicción o necesidad, tanto espiritual como corporal. Deseaban que Jesús les impusiese las manos y orase. La imposición de manos se usaba en las bendiciones que los padres daban a sus hijos, y significaba, no sólo el amor familiar que extendía hacia ellos el deseo de las mismas bendiciones que los padres habían recibido de Dios, sino el poder y autoridad para impetrar eficazmente dichas bendiciones. No podemos hacer por nuestros hijos mejor cosa que ponerlos en manos del Señor Jesucristo para que Él los bendiga. Nosotros sólo podemos implorar su bendición, pues Cristo es el único que tiene poder y autoridad para dar una bendición efectiva.
II. La intolerancia de los discípulos: Los discípulos les reprendieron; se disgustaron de ello, teniéndolo por interrupción vana y frívola, pues quizás deseaban estar a solas con el Maestro, y hacerle más preguntas sobre la materia del divorcio. Hemos de dar muchas gracias a Dios, de que el Señor Jesucristo siempre muestra mayor amor y ternura que los mejores de sus discípulos. Hemos, pues, de aprender de Él a no poner mala cara a quienquiera que venga a nosotros con sinceridad y buena intención, para preguntarnos algo relacionado con las cosas espirituales, aunque la persona sea débil e ignorante. Si Jesús no quebraba la caña cascada, tampoco nosotros debemos hacerlo.
III. El favor y la ternura del Señor Jesucristo.
1. Reprendió a los discípulos: Dejad a los niños, y no les impidáis que vengan a mí (v. 14). Y da la razón: Porque de los tales es el reino de los cielos; es decir, de los que son como niños en el sentido de 18:3. Si se hubiese referido exclusivamente a los niños en edad habría dicho ellos, no los tales (tales cuales ellos). En todo caso, esta frase no implica: (a) la necesidad de bautizar a los infantes; (b) que los niños son ya salvos en la niñez—¿para qué llevarlos a Jesús? ¿Y para qué exhortarlos a nacer de nuevo?
¿Es que han perdido una salvación ya adquirida? Por naturaleza, todos somos hijos de ira (Ef. 2:3), los niños nacen pecadores (Sal. 51:5), pues también ellos pecaron en Adán (Ro. 5:12; 1 Co. 15:22), aunque no se les impute como cosa voluntaria por parte de ellos, hasta que hayan llegado a la edad de discreción, que es la del conocimiento del pecado (comp. Ro. 3:20 con 5:13). De ahí que, si mueren antes de llegar a esa edad, no necesitan para salvarse ningún medio de gracia, sino la aplicación automática de la obra del Calvario a su favor, como automática fue para ellos la imputación del pecado de Adán por pertenecer a la familia humana caída (esto es lo que da a entender claramente todo el paralelismo antitético de Ro. 5:12– 21, así como He. 2:11–17).
2. Y habiendo puesto sobre ellos las manos, se fue de allí (v. 15). Sólo cuando el Señor nos bendice y echa mano de nosotros es cuando nosotros somos capacitados para echar mano de Cristo (v. Fil. 3:12b). Sólo podemos buscar al Señor cuando ya hemos sido hallados por Él (Ro. 10:20).
Versículos 16–22
Ahora tenemos el relato de lo que pasó entre Jesús y un joven bondadoso y de posición económica muy acomodada. Vemos que era joven y, que no sólo era poseedor de muchos bienes (v. 22), sino también persona principal (Lc. 18:18). Respecto de este joven sincero, bien intencionado y rico, se nos dice el deseo que tenía de ir al cielo y qué le faltó para seguir a Jesús.
I. Expresó deseos de conocer el camino de la vida eterna, y Cristo le trató amable y tiernamente.
1. Se dirigió a Cristo con toda seriedad y cortesía: Maestro bueno, ¿qué cosa buena haré para tener la vida eterna? (v. 16). No hay pregunta tan importante ni tan seria como esta.
(A) Le da a Cristo un título honorable: Maestro bueno; el término griego indica un Maestro que enseña. Al llamarlo así, indica su buena disposición y su docilidad para aprender, así como el afecto y el respeto que le merecía. Está muy bien que, quienes son nobles en la dignidad, lo sean también en su amabilidad y cortesía; así que fue una muestra de caballerosidad genuina el dar a Cristo este título. No era corriente entre los judíos dar a sus maestros el título de bueno; por eso, resalta más el hecho de que alguien lo aplicara al Señor.
(B) Viene a Él con un asunto de suma importancia (no hay otro tan importante) y no para tentarle, como hacían los escribas y fariseos, sino al desear sinceramente recibir la enseñanza necesaria. Su pregunta es: ¿Qué cosa buena haré para tener la vida eterna? Estaba convencido de que en el otro mundo, había una eternidad feliz reservada para quienes se preparasen en este mundo con la mira puesta en ese objetivo. En una persona de su edad y condición social, este interés por la otra vida era algo extraordinario. Los ricos suelen pensar que una pregunta como esa deben hacerla los que no poseen nada en este mundo. Como alguien ha dicho: «Una sociedad que parece tenerlo todo asegurado aquí, ¿qué entenderá por salvación?» Esto es más difícil aún para los que, además de ser ricos, son jóvenes, pues no piensan que esta vida se les vaya a acabar demasiado pronto, sino que tienen por necedad no aprovechar las oportunidades de disfrutar de todo placer posible. Pero aquí tenemos a un joven, rico, solícito por su alma y por la eternidad; mostraba, pues, gran prudencia al desear hacer el bien que fuese necesario para obtener la vida eterna. La intención era buena, y todos debemos compartirla, pues, aunque la sangre de Cristo es el único precio de la vida eterna (nosotros no podemos merecerla, sino que Él la mereció por nosotros), también es cierto que el único camino para obtenerla es la obediencia a Cristo (He. 5:9). Los que conocen el valor de la vida eterna y lo que una persona se juega si no la obtiene, se quedarán satisfechos con cualesquiera condiciones que se les impongan para ello, porque digno es el reino de los cielos de santa violencia (11:12). Al ver, pues, que en este mundo no se puede encontrar la verdadera felicidad, nuestra pregunta seria y urgente debe ser: ¿Qué haré para tener la vida eterna?
2. Jesús, con su respuesta, mostró su interés y su amabilidad hacia este joven, animándole a elevarse sobre el concepto que tenía acerca de la bondad y del cumplimiento de la Ley. No despide Jesús sin respuesta a todo el que venga sinceramente a Él con preguntas tan importantes, pues nada le agrada tanto como enseñar a todos la verdad (v. 17).
(A) Primero, trata de iluminar mejor su fe: ¿Por qué me dices bueno? Esta frase no debe tomarse como un reproche, sino con todo lo que implica la soberana e infinita bondad de Dios: Ninguno hay bueno sino uno: Dios. Con esto, Jesús quería preparar al joven para la alternativa que le iba a plantear después (v. 21) como si dijese: Si no lo haces por adularme (Jesús sabía que no era esa la intención del joven—aunque hay comentaristas que lo admiten—), tendrás que seguirme como al Sumo Bien, pues sólo Dios es la bondad perfecta. Esta es la forma como Jesús solía elevar poco a poco el concepto que de Él podía formarse toda persona con quien se ponía en contacto, como se observa especialmente en las conversaciones que narra Juan. Así que las instrucciones de Cristo siempre sobrepasan a nuestras intenciones. El Cordero merece las mismas alabanzas que el que está sentado en el trono (Ap. 5:13) sencillamente porque es tan Dios como el Padre (Jn. 10:30).
(B) Inmediatamente, Jesús dirige la atención del joven hacia la Ley: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (v. 17b). El joven hablaba de vida eterna. Jesús dice simplemente vida para enseñarnos que la única verdadera vida es la vida eterna. El joven deseaba saber cómo tener vida eterna. Cristo le habla de entrar en ella. Esto es de sumo interés, al saber que Jesús es, a un mismo tiempo, la Vida y el Camino para entrar en ella (Jn. 14:6). Él es el único Camino, y la obediencia de la fe (Ro. 1:5; 16:26). el único camino hacia Cristo. Jesús le prescribe guardar los mandamientos. Bengel hace la siguiente consideración: «A los que se sienten seguros, Jesús les recuerda la Ley; a los contritos, los consuela con el Evangelio». Guardar los mandamientos de Dios es necesario para entrar en la vida eterna; pero el nuevo mandamiento incluye explícitamente la fe en Jesús (1 Jn. 3:23), implícito en el de amar a Dios sobre todas las cosas. Este primero y principal mandamiento (22:38) fue piedra de toque para la obediencia del joven a la Ley, y precisamente en ese primer mandamiento falló, pues, al ser Jesús el Sumo Bien, prefirió otras cosas, antes que seguirle. No es suficiente conocer los mandamientos, sino tomarlos como camino y como norma.
3. El joven hace entonces otra pregunta: ¿Cuáles? (lit. ¿qué clase?) Es de suponer que el joven esperase nuevos mandamientos de este gran Maestro o una colección bien clasificada de los existentes. Jesús responde y cita una serie de mandamientos de la segunda tabla: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (vv. 18–19), y en cuyo cumplimiento se cumple toda la Ley y los Profetas (Ro. 13:9; Gá. 5:14), la regia ley de la libertad (Stg. 2:8, 12). ¿Por qué cita aquí Jesús los preceptos de la segunda tabla solamente?
(A) Porque los que ahora se sentaban en la cátedra de Moisés o los dejaban completamente a un lado en sus enseñanzas o los corrompían con sus tradiciones. Mientras enfatizaban el pago del diezmo de la menta, del eneldo y del comino, habían dejado lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe (en sentido de fidelidad o lealtad); es decir, la observancia de corazón de esta segunda tabla (23:23). Toda su enseñanza y predicación se ocupaban de cosas rituales, y olvidaban las morales.
(B) Porque quería enseñarle, y a todos nosotros, que la honestidad moral es una rama necesaria del verdadero cristianismo. Aunque un hombre meramente moral no llega aún a ser cristiano, sin embargo un hombre inmoral ciertamente no es cristiano verdadero. Más aún, aunque es cierto que los preceptos de la primera tabla contienen más de la esencia de la religión, los de la segunda contienen más de la evidencia de la religión. Nuestra luz arde en el amor de Dios, pero brilla en el amor al prójimo.
II. Veamos ahora qué le faltó a este joven para llegar al nivel necesario del discipulado.
1. Le faltó humildad pues tenía un alto concepto de su propio mérito y éxito en el cumplimiento de la Ley. Cuando Cristo le citó los mandamientos, contestó: Todo esto lo he guardado desde mi juventud (v. 20). Cristo lo sabía y por eso no le contradijo, sino que, como sabemos por Marcos 10:21 Jesús le miró fijamente y sintió afecto por él. En esto había sido bueno y agradaba al Señor. Su observancia de la Ley había sido universal: Todo esto lo he guardado; y constante: Desde mi juventud (aunque esta segunda parte falte en los mejores MSS, está bien atestiguada en Mr. y Lc.). Por aquí vemos que un hombre puede estar libre de pecados notorios y groseros, y quedar corto de la gracia y de la gloria. Lo que no estuvo mal es su deseo de saber si necesitaba algo más: ¿Qué me falta todavía? Tenía conciencia de que algo le faltaba por llenar delante de Dios en su estricto cumplimiento de la Ley y deseaba saberlo. Parece por la siguiente respuesta de Cristo, como si dijera aquello de Pablo: No que lo haya alcanzado ya, ni que haya conseguido ya la perfección (total; Fil. 3:12). Pero, aun en esto, mostraba de alguna manera su ignorancia porque si hubiese conocido la extensión y el sentido espiritual de la Ley, no habría dicho: Todo esto lo he guardado, sino: «Mucho de esto he quebrantado, ¿qué haré para que me sean perdonados mis pecados?» Sea como sea, había en la respuesta del joven algo de lo que Pablo llama «la jactancia de las obras de la Ley» (Ro. 3:27). ¿Qué sería ese «algo» que el joven mismo sentía que le faltaba?
2. Le falto, sobre todo, abnegación y desprendimiento; se quedó corto por un desordenado amor a los bienes de este mundo. Este fue el fatal punto flaco, por el que todo el edificio de su observancia aparentemente tan sólido, se venía abajo; había edificado sobre arena. Observemos:
(A) Cómo lo puso a prueba a esto el Señor: Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende tus posesiones, etc. (v. 21). Cristo renunció a discutir su jactancia en la observancia de la Ley, y se limitó a decirle esto otro, porque ello era mucho más efectivo para descubrir el corazón del joven que el enzarzarse en una discusión sobre la extensión y profundidad de la Ley. Y lo que Cristo le dijo al joven, de alguna manera nos lo dice a todos, si no en cuanto al abandono actual de todos los bienes, sí en cuanto al desapego del corazón a ellos. Si de veras queremos ser cristianos y herederos de la vida eterna, debemos hacer estas dos cosas:
(a) Preferir siempre los tesoros celestiales a todas riquezas de este mundo. Para dar evidencia de esta buena disposición. Primeramente: Hemos de poner a los pies del Señor, y para su gloria y servicio, todo cuanto tenemos en este mundo: «Anda, vende tus posesiones, y dalo a los pobres. Vende todo lo que puedes ahorrar, todo lo superfluo, todo lo que habrías de emplear en cosas innecesarias o inconvenientes, y empléalo en cosas que valgan la pena para el servicio de Dios y la causa del Evangelio. No apegues tu corazón a lo que se ha de quedar en este mundo». Cuando Lord Mountbatten fue asesinado en Irlanda en 1979, se le hizo en Londres un regio funeral, y detrás del féretro llevaban en una bandeja todas las condecoraciones que había recibido; ¿de qué le servían ya, si no las podía llevar consigo a la eternidad? En cambio, compárese Apocalipsis 14:13: «sus obras siguen con ellos», con los muertos que mueren en el Señor, no van delante, como si fueran méritos; tampoco van detrás, pues Dios es muy puntual en dar su recompensa (Ap. 22:12: «mi galardón conmigo»), sino que van con ellos, como haciéndoles escolta. Si de veras hemos aceptado a Cristo hemos de tener desapego a las cosas del mundo, porque nadie puede servir a dos señores, a Dios y a Mamón (6:24). Cristo sabía que la codicia era el pecado que esclavizaba a este joven y que, aunque había observado honestamente lo exterior de la Ley y había ganado honradamente lo que tenía, no estaba dispuesto a desentenderse de ello alegremente y, con esto, descubría su insinceridad subconsciente. Así había quebrantado precisamente los dos mandamientos que mejor ponen a prueba el corazón del hombre: el primero y el décimo del Decálogo (v. Jos. 7:21; Ro. 7:7, para comprender la importancia del décimo). En segundo lugar: Hemos de depender de lo que esperamos en el otro mundo, como suficiente recompensa por lo que hemos dejado, perdido, o dedicado para Dios, en este mundo: Y tendrás tesoro en el cielo. Confía en Dios para una felicidad ahora invisible, que nos compensará abundantemente de todo lo que empleemos en el servicio de Dios. Cristo le da a este joven la seguridad plena de un tesoro celestial. Las promesas de Cristo hacen que sus preceptos no sean gravosos (1 Jn. 5:3), y que su yugo, no sólo sea tolerable, sino deleitable (11:30).
(b) Consagrarnos enteramente al seguimiento de Cristo: Y ven, y sígueme. Aquí se da a entender un seguimiento cercano (v. 1 P. 2:21. Este es aquí el sentido del verbo «sigáis») y constante («sus pisadas», como una copia calcada con toda exactitud; gr. hypogrammón = escrito por debajo) de Jesucristo: de su persona, como la vemos claramente reflejada en los evangelios, de sus normas, de sus enseñanzas, y seguirle en todo esto por amor a Él, dependiendo en todo de Él, y dispuestos a dejarlo todo por Él. Esto es seguir a Cristo de veras. Venderlo todo y darlo a los pobres no nos servirá de nada sin este amor (1 Co. 13:3). Es una pena que, desde los primeros tiempos de la Iglesia, se introdujese un falso concepto del seguimiento de Cristo, en el sentido de dejarlo todo e irse al desierto, fuera del mundo, como un estado especial de perfección (que comprendía después los votos de obediencia, castidad y pobreza en la vida monástica). Esta equivocación se fundaba en la torcida interpretación de dos frases de Cristo en esta porción: Si quieres ser perfecto, y: Vende tus posesiones, etc. En la primera, entendían que se trataba de un estado especial de perfección, que no estaba al alcance de todo creyente; pero Cristo no quiso decir con lo de perfecto, algo superior a la simple condición de creyente ordinario, sino algo necesario para ser verdadero creyente, como en 5:48. Ser perfecto significa aquí que no falta nada para ser cristiano (Jesús contesta a la pregunta: ¿Qué me falta todavía?) En la segunda, entendían que dejarlo todo era la condición necesaria para seguir a Cristo de una manera especial; pero Cristo le pone a este joven dicha condición para probar la disposición de su corazón respecto al desapego de las riquezas de este mundo, aunque no a todos impone la misma condición para ser verdaderos creyentes, con tal que haya el necesario desprendimiento del corazón, como pasó con Zaqueo (Lc. 19:8–9) y muchos otros.
(B) Cómo se descubrió el punto flaco de este joven. La respuesta de Jesús le hirió en el nervio más sensible de su corazón como cuando el dentista clava la aguja en el nervio del diente: Al oír el joven estas palabras, se fue triste, porque era poseedor de muchos bienes (v. 22). Era rico, amaba sus riquezas, y se fue. Los que poseen mucho en este mundo, están siempre en grave tentación de amar el mundo (1 Jn. 2:15–17). Tal es el embrujo de las riquezas mundanas, que quienes menos las necesitan, más las codician.
Y este amor del mundo impide que vengan a Cristo muchos que parecen tener grandes deseos de seguirle. Una gran hacienda, así como sirve de promoción espiritual para los que tienen el corazón desprendido de las cosas materiales, es un gran estorbo en el camino del cielo para quienes se enredan en el apego a ellas.
A pesar de este grave fracaso del joven, algo quedó en su interior e honradez y sinceridad, pues se fue con la conciencia del vacío que le llevó a Jesús (¿Qué me falta …?) No tuvo coraje para ser cristiano de veras, pero no era un hipócrita; era un joven reflexivo y bien inclinado y, por eso, se fue, pero se fue triste. Marcos 10:22 completa (como en otros lugares) los detalles y nos dice: Pero él se puso triste al oír estas palabras y se marchó apesadumbrado, porque tenía muchas posesiones. Aquí vemos un doble pesar; se puso triste porque no estaba dispuesto a dejar las riquezas; pero también porque esto le impedía seguir a Cristo; estaba ya inclinado hacia Él, y le dolía dejarlo. ¡Cuántos arruinan su alma por un pecado cometido con repugnancia! Este es el conflicto de muchos creyentes carnales, que—como ya hemos dicho en otro lugar, con palabras de Thomas Brooks—, son demasiado buenos para ser felices con el mundo, pero demasiado imperfectos para ser felices sin el mundo. Si esa es nuestra condición, pidamos a Dios que escudriñe nuestro corazón (Sal. 139:23–24), no sea que nuestro cristianismo sea ficticio. Pablo tendría quizás en su mente esta porción cuando escribió 1 Timoteo 6:10: Porque raíz de todos los males es el amor al dinero etc. Nuestro corazón se entristece al terminar de leer este episodio. Llegó después este joven a ser cristiano? No lo sabemos, aunque lo desearíamos. La Palabra de Dios no vuelve a mencionarle y muchos de los escritores eclesiásticos primitivos se aventuraron a decir que se condenó.
¡Dejemos estos juicios a Dios, y seámosle agradecidos por habernos escogido en el Amado, aunque éramos mil veces peores que este joven!
Versículos 23–30
En esta porción, Jesús aprovecha la oportunidad del episodio anterior, para hablar a sus discípulos del peligro de las riquezas y de la recompensa del discipulado.
I. Jesús habla a los discípulos de la dificultad que tienen los ricos para salvarse (vv. 23–26). Y les dice:
1. Que a los ricos les resulta muy duro e intransitable el camino del Cielo. Como dice el refrán, debemos escarmentar en cabeza ajena. Esto es lo que Jesús recalca con toda insistencia en los versículos 23 y 24 a sus discípulos que eran pobres ya, pues aun los que tenían posesiones, las habían dejado para seguirle. Cuanto menor era la riqueza material que poseían, tanto menor era el estorbo en el camino del cielo. De cierto os digo (v. 23). Y repite: Otra vez os digo (v. 24). Esta enseñanza bien merece repetirse pues el hombre natural es tardo para entenderla y más tardo aún para creerla. Difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. El camino del cielo es estrecho (7:14), como lo es la puerta que lleva a la vida; lo es para todos, pero especialmente para los ricos, para quienes el mundo resulta tan ancho y libre con sus atractivos, sus homenajes, sus sonrisas («poderoso caballero es don dinero»). Se necesita un milagro de la gracia divina para abrirse paso entre tales espinos (13:22). ¿Cuántos potentados hay en nuestras congregaciones? (v. 1 Co. 1:26). Cristo asegura que la salvación de un rico es tan difícil, que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja (v. 24). La comparación de la bestia más grande—dentro de lo familiar de los judíos (v. 23:24)—con el orificio más pequeño, resulta tan paradójica, que muchos comentaristas,—aun evangélicos—, siguiendo la interpretación de Tomás de Aquino, se esfuerzan en alegorizarla, y dicen que se trata de «una cierta puerta de Jerusalén, llamada del Ojo de la Aguja por la cual un camello no podía pasar sino dobladas las rodillas», como si los ricos pudiesen entrar en el cielo por medio de «genuflexiones». Pero los discípulos entendieron claramente que Cristo no hablaba de una dificultad, sino de una imposibilidad, imposibilidad para la naturaleza humana, pero no para la gracia de Dios (v. 26). Ya es muy difícil que un rico no ponga su corazón en las riquezas, pero es imposible que el que pone su corazón en las riquezas entre en el cielo. Muy aptamente compara Jesús la entrada en el reino de Dios al ojo de una aguja, porque se necesita buena vista para acertar con él, y buen pulso para pasar el hilo; así como es apta la comparación del rico con un camello, que es una bestia de carga, y nada más pesado para el corazón que la sobreabundante prosperidad: Engordó Jerusún y tiró coces; engordaste, te cubriste de grasa (Dt. 32:15, comp. con Is. 6:10; Mt. 13:15). Tan sorprendente era esta enseñanza de Cristo, que hasta los discípulos se quedaron atónitos: Sus discípulos, al oír esto, se asombraban en gran manera diciendo: ¿Quién, entonces, podrá ser salvo? (v. 25). No lo decían por contradecir a Cristo, sino, probablemente, por la idea tan extendida (¿no lo está todavía en algunos de nuestros círculos?) de que las riquezas son indicio de gran bendición divina; si estos bendecidos no se salvaban, ¿quién podría salvarse? Cuando nos percatamos de la infinita bondad de Dios, podemos asombrarnos de que sean tan pocos sus hijos, pero si nos damos cuenta igualmente de la inmensa maldad del hombre, nos asombraremos también de que sean tantos. Puesto que hay tantos ricos, no sólo en realidad, sino en espíritu (contra 5:3); es decir, en el deseo de ser ricos, bien podemos decir: ¿Quién, entonces, podrá ser salvo? Por eso, cuanto más rico sea uno, más tendrá que luchar contra la corriente de este mundo (Ef. 2:2).
2. Que, aunque difícil, no es imposible para un rico el ser salvo: Jesús, fijando en ellos la mirada, volviéndose hacia ellos e interrogándoles con la mirada, les dijo: Para los hombres, esto es imposible; mas para Dios todo es posible (v. 26). Esta es una verdad universal: Nada hay imposible para Dios (Lc. 1:37) ni con Dios. Cuando el hombre no tiene ningún remedio Dios dispone de todos los medios. Aquí, la verdad se aplica al caso de la salvación de los ricos. ¿Quién podrá ser salvo?—preguntaban los discípulos—. Por el poder humano—dice Cristo—, ¡ninguno! Pero, para Dios es posible, porque sólo Él puede crear un «hombre nuevo» (Ef. 2:10) con un corazón nuevo, desprendido de las riquezas de este mundo. Serán muchos los obstáculos, muchas las tentaciones, que un rico habrá de remontar, tanto en el camino de la justificación como en el de la santificación, pero «para todo hay fuerzas en Cristo que da el poder» (Fil. 4:13). ¡Ojalá el joven rico hubiese entendido esto! Hay muchos que no se deciden a dar el paso decisivo en recibir a Cristo y someterse a sus demandas, porque se sienten incapaces de dejar el pecado y practicar la virtud; es preciso decirles que no se desanimen por su debilidad. Cristo pondrá su Espíritu dentro de sus corazones para que puedan (Gá. 5:16).
II. Pedro se aprovechó de esta enseñanza de Cristo para preguntar qué iban a obtener ellos, que lo habían dejado todo para seguirle (vv. 27–30).
1. Vemos primero lo que esperaban ellos de Cristo: Mira que nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido; ¿qué, pues, tendremos? (v. 27). Pedro desea saber:
(A) Si habían llegado al nivel que el joven rico no había logrado alcanzar: Ellos no lo habían vendido todo (pues algunos de ellos tenían mujeres e hijos para los que necesitaban proveer), pero lo habían dejado todo. Cuando escuchamos cuáles son las cualidades que se requieren de los que han de ser salvos bien está que investiguemos si, con la gracia de Dios, llenamos los requisistos necesarios para ello. Señor—dice Pedro—, nosotros lo hemos dejado todo. ¡Ay! Bien poca cosa era lo que habían dejado, pero observemos que Pedro habla de ese todo como si se tratase de una gran fortuna. Esto indica que somos inclinados a calcular muy alto el precio de lo que hacemos, sufrimos, gastamos o perdemos por Cristo. Sin embargo, Cristo no les echa en cara lo poco que habían dejado por Él, pues era todo lo que tenían, como la pobre viuda que echó en el tesoro del Templo las dos moneditas que eran todo su sustento (Mr. 12:44). Dios no mira la cantidad de lo que nos desprendemos por Él, sino la disposición del corazón para ofrecerle todo lo que tenemos.
(B) Si, por consiguiente, podían aspirar al tesoro celestial que aquel joven rico había menospreciado. Todo el mundo está interesado en lo que puede sacar para su provecho, a costa del esfuerzo que ha de realizar para obtenerlo. Esto no tiene nada de malo si se buscan los verdaderos valores, y a los discípulos de Cristo les está permitido tener en cuenta sus propios intereses y preguntar: ¿Qué tendremos? Cristo mismo nos exhorta a calcular el precio (Lc. 14:28–33) y preguntar qué ganaremos con dejarlo todo por seguirle, para que nos demos cuenta de que no nos llama para nuestro perjuicio, sino para nuestro beneficio y ventaja. Una fe confiada y esperanzada puede preguntar: ¿Qué tendré? Los discípulos no habían formulado hasta ahora la pregunta; estaban tan seguros de la bondad y fidelidad del Señor, que sabían que no perderían nada con seguirle, y por eso se pusieron a trabajar a su servicio sin preguntar por el jornal que iban a conseguir. Es un honor que se le tributa a Cristo, cuando confiamos en Él y nos ponemos a servirle sin regatear con Él en nuestro esfuerzo ni en el premio que de Él esperamos. Para no equivocarnos, tengamos siempre en cuenta que el premio celestial es precisamente disfrutar eternamente de una comunión íntima con el Señor; así veremos, que el aspirar a ese premio (v. 1 Co. 9:23–27; Fil. 3:7–15) no es egoísmo, sino una santa esperanza llena de amor. Algo que no entendía Teresita de Lisieux, la carmelita francesa, a la cual le disgustaba leer cada semana el Salmo 119; cuando llegaba al versículo 112, que en la corriente (malísima) versión latina, decía: … propter retributionem = por la recompensa; en vez de «hasta el fin», que es la correcta traducción. Sin embargo, una vez entendida la clase de premio que esperamos de Dios, podemos suscribir el famoso y bellísimo soneto, anónimo, aunque atribuido por unos a Teresa de Ávila, por otros a Javier, pero digno de un Fenelón, si el místico francés hubiese dominado la lengua de Cervantes:
«No me mueve, mi Dios, para quererte, el Cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el Infierno tan temido, para dejar, por eso, de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido; muéveme el ver tu cuerpo tan herido; muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor de tal manera que aunque no hubiera Cielo, yo te amara; y aunque no hubiera Infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero, no esperara, lo mismo que te quiero, te quisiera.»
2. Tenemos ahora las promesas de Cristo a sus discípulos, y a todos los demás que sigan sus pisadas de fe y obediencia.
(A) A sus inmediatos seguidores. Para ellos, hay promesa, no sólo de tesoro, sino de especial honor: De cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido os sentaréis también sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel (v. 28). Obsérvese, en primer lugar, la solemne seguridad expresada en ese «De cierto os digo». Luego declara con precisión la fecha en que tendrán el gran honor, exclusivo de ellos, además del premio común del versículo 29. Tendrán ese gran privilegio en la regeneración. El término original (palingenesía) sale únicamente aquí y en Tito 3:5 (donde se refiere al «nacer de nuevo» del creyente). Aquí significa, sin lugar a dudas, la renovación mesiánica del final (v. Hch. 3:21; Ro. 8:19), cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria (25:31). El honor consistirá en sentarse sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel (comp. con Ap. 20:4). La referencia es claramente escatológica y milenial; no hay por qué alegorizarla, ni transferirla al Cielo. Como israelitas, aparecen juzgando a los israelitas, en el sentido bíblico de gobernadores subalternos, más bien que de jueces de tribunal (v. tamb. Lc. 22:30). Como cristianos de un ministerio fundacional (Ef. 2:20; Ap. 21:14), los apóstoles entran de modo especial en el grupo de los «santos» que juzgarán al mundo y a los ángeles (1 Co. 6:2, 3). No es válida la comparación con los 24 ancianos de Apocalipis 4:4, etc. porque estos son los representantes de la Iglesia, como reino de sacerdotes (eran 24 las clases sacerdotales), no de jueces, y Juan los ve todavía en el Cielo, no en la Tierra. Hechos 1:6–7 añade nueva clarificación a estos textos.
(B) A todos sus seguidores, Cristo promete aquí un premio centuplicado con relación a lo que aquí hayan dejado por seguirle: Y todo el que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna (v. 29). En Marcos 10:30 y Lucas 18:30 el Señor especifica que recibirán cien veces más ahora en este tiempo; es decir, en la presente dispensación. Es cierto que a los seguidores de Cristo les espera tribulación en el mundo (Jn. 15:20; 16:33), pero el amor de Dios, el gozo en Dios, la paz con Dios, la comunión fraternal, la esperanza que no avergüenza, el conjunto de causas que cooperan para bien de los que aman a Dios, compensan sobreabundantemente. Miles de creyentes pueden dar testimonio de que, aun cuando sus propios familiares los hayan odiado y perseguido, han encontrado hermanos y hermanas en número mucho mayor. Los apóstoles encontraban numerosos y sinceros hermanos, que les acogían, atendían, cuidaban y curaban dondequiera que se encontraban entre creyentes. Lo que para el mundo es una gran pérdida, para el creyente es una gran ganancia (Fil. 3:7–8), y viceversa. Jesús no se deja ganar en generosidad. Nadie ha salido perdiendo con Él, sino que todo el que le sigue es infaliblemente un inefable ganador. Pero el abandono de todas esas cosas ha de ser por el nombre de Jesús. Muchos hay que abandonan sus familias por humor destemplado o pasión insatisfecha lo cual no es santo desapego, sino deserción pecaminosa. Pero si las dejamos en la alternativa de seguir a los familiares o a Cristo, dejarles no es solamente un deber, sino el mejor modo de amarles; a nadie se favorece con la claudicación moral o espiritual; mientras que una santa valentía es un gran testimonio ante todos, y esto no quita el verdadero afecto a los padres y hermanos, pues el que siga a Cristo, si le sigue por su nombre, no por conveniencia o por un falso misticismo monástico, seguirá teniendo un interés acrecentado por sus incomprensivos familiares, orará fervientemente por ellos y, cuando estén en grave necesidad o enfermedad, el hijo o la hija creyentes estarán dispuestos a socorrerles más y mejor que los que no hayan seguido al Maestro. Si no es por el nombre de Cristo, que nadie aspire a un premio que Jesús no ha prometido. Aunque reparta todos sus bienes entre los pobres y arrostre toda persecución, incluso cuando ésta termina en la hoguera, de nada le servirá (1 Co. 13:3). Se equivocó Pascal cuando dijo: «De buena gana creo a testigos que se dejan matar». Más acertado estuvo Agustín de Hipona cuando puntualizó: «Al mártir no le hace la sentencia, sino la causa».
Y, al final, la vida eterna. Ya sería bastante con lo que Jesús promete para la vida presente. Pero, para inclinar decisivamente la balanza, Cristo promete a sus seguidores la vida eterna. Quizá no haya mejor definición de la vida eterna que la que se deduce de una atenta reflexión sobre 1 Pedro 1:4. Es una satisfacción completa («herencia … en los cielos»), dentro de una actividad perfecta (el «servir» que es
«reinar»; Ap. 22:3, 5), de todo nuestro ser, sin tem or («reservada»; comp. Jn. 14:2) a que se pierda («incorruptible»), se altere («incontaminada») o se marchite («inmarcesible»). Con esta consideración, nadie tendrá por demasiado penoso de hacer, o demasiado duro de sufrir, cuanto tenga que sufrir ahora por un poco de tiempo, si es necesario (1 P. 1:6), por amor de Cristo y por la causa del Evangelio. ¿Qué es lo único que hace falta? «Mezclar con fe la palabra» (He. 4:2). Y la fe es la firme realidad de las cosas que se esperan (He. 11:1. O «la firme seguridad de las realidades que se esperan»).
3. Jesús termina, antes de pasar a la parábola de los obreros de la viña, con la frase, algún tanto enigmática: Pero muchos primeros serán últimos, y últimos, primeros (v. 30). Este axioma se repite en 20:16, donde se añade una segunda parte, mal atestiguada allí pero segura en 22:14, donde será comentada. El pensamiento general, ilustrado por la parábola de 20:1–16, es que, para Dios, la antigüedad, la nobleza de nacimiento, la raza, etc., no cuentan en cuanto a la recepción de la vida eterna. La elección divina es gratuita y soberana (v. Ro. todo el cap. 9) y, con la mayor frecuencia cruza las manos, como Jacob (Gn. 48:14), conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia (Ef. 1:5–6). Quizás los primeros discípulos llamados podían pensar que tendrían alguna ventaja sobre los demás, ciertamente, los escribas y fariseos lo pensaban, pero Jesús les asegura que los publicanos y las rameras iban delante de ellos al reino de Dios (21:31); en fin, los judíos, en general, pensaban ser los primeros, y aun los únicos (Hch. 11:18 ¡y eran judíos conversos!); pero Cristo asegura que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; pero los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera (8:11–12). Aquí es donde el dicho de Cristo adquiere toda su relevancia, y Romanos 11:11–24 es el mejor comentario: Los primeros—los judíos, el pueblo escogido—, pasan a última fila (Ro. 11:25), mientras la masa de los gentiles—los últimos en llegar—, pasan a primer plano. Esto puede dar la clave para la explicación de 22:14.
Si el capítulo anterior terminaba con la recompensa en el reino de los cielos, el capítulo presente trata del reconocimiento en el reino (vv. 1–16), el rango en el reino (vv. 17–28) y el poder del Rey (vv. 29–34).
Versículos 1–16
Esta parábola de los obreros de la viña tiene por objeto:
I. Presentar ante nosotros el reino de los cielos (v. 1). Las leyes de este reino no están envueltas en parábolas, sino expuestas con toda claridad, como en el Sermón del monte (caps. 5–7). Es el concepto del reino lo que necesita ser ilustrado más que los deberes del reino; por eso, las parábolas tenían por objeto ilustrar lo primero.
II. En particular, presentar ante nosotros una ilustración de lo que dijo al final del capítulo anterior, acerca del reino de los cielos: Muchos primeros serán últimos; y últimos, primeros (19:30). La parábola nos demuestra:
1. Que Dios no es deudor de nadie; una gran verdad; y que muchos que comienzan tarde, y no parecen prometer mucho en la piedad, llegan a veces, con la bendición de Dios, a mejores resultados en cuanto al conocimiento, la gracia y el servicio, que otros cuya entrada fue muy temprana y que parecían prometer mucho. Juan es más ágil de piernas y llega antes al sepulcro; pero Pedro tiene más arrojo y entra antes en el sepulcro (hay otra razón, que se comentará en Jn. 20:4–6). Así muchos que son últimos serán primeros. Esto debe servir de advertencia a los discípulos para que velen y mantengan vivo su celo; de lo contrario, sus buenos comienzos les servirán de poco; parecían primeros, pero serán últimos. A veces, personas que se han convertido siendo muy mayores aventajan a quienes se han convertido en su juventud. Nos muestra también que la recompensa será dada a los creyentes, no según el tiempo en que se hayan convertido, ni según la edad en que se convirtieron, sino según la medida de estatura o edad espiritual que hayan alcanzado en la plenitud de Cristo (Ef. 4:13). Los que sufran martirio en los últimos días tendrán el mismo galardón que los mártires de la primera era de la Iglesia, aunque éstos sean más célebres; y los ministros fieles de hoy, el mismo que nuestros primeros padres en la fe. Dos aspectos principales aparecen en la parábola: el contrato con los trabajadores, y el ajuste de cuentas con ellos.
(A) El contrato lo tenemos en los versículos 1–7; y, como siempre, hemos de preguntar quién los contrata: Un hombre, padre de familia. Dios es el gran Padre de familia; como tal, tiene trabajo por hacer, y criados que lo han de hacer. Dios contrata obreros por amabilidad hacia ellos, para salvarlos del ocio y de la miseria, y así les paga por trabajos para ellos mismos. ¿Dónde los contrata? En la plaza del mercado, donde, hasta que Dios los emplea en Su servicio, están de pie desocupados (v. 3) y parados (v. 6). El alma humana está presta para ser contratada al servicio de alguien, pues fue creada para trabajar, como todas las demás criaturas. Aunque el hombre fue creado para ser el vicegerente de Dios en la creación no es un ser autónomo, pues es un ser relativo, ya que tiene fuera de sí el principio y la meta de su existencia. Por tanto, ha de servir a un amo siempre: o al pecado para muerte, o a la justicia para vida (Ro. 6:15–23). El diablo, con sus tentaciones, alquila esclavos para su hacienda, a fin de que apacienten cerdos (Lc. 15:15). Dios, con su Evangelio, contrata siervos para su viña, para que la cultiven y la cuiden; es trabajo de «paraíso». Hemos de escoger entre esos dos trabajos. Hasta que somos empleados por Dios para su servicio, estamos todo el día desocupados (comp. 2 P. 1:8). La llamada del Evangelio es proclamada a los que están en la plaza del mercado desocupados. La plaza del mercado es lugar de concurrencia; es lugar de juego para los muchachos (11:16), de negocio, de ruido y de prisas. ¡Salgamos de ese lugar! ¿Para qué los contrata? Para trabajar en su viña. La viña de Dios es la Iglesia (Jn. 15:1 y ss.). Él la planta (15:13), la riega y le pone cerca o vallado, y todos somos llamados a colaborar con Él. Cada uno de nosotros tiene su viña, o parcela personal, que cuidar (Cnt. 1:6). Es de Dios, y tenemos que cultivarla y guardarla para Él. En este trabajo no debemos ser haraganes y negligentes, sino trabajadores diligentes. La obra de Dios no admite frivolidades. Para ir al Infierno, no es menester trabajar; se puede ir allá por medio de la ociosidad; pero el que desee ir al Cielo, tiene que trabajar. ¿Cuál será el jornal de los obreros? En primer lugar, un denario (v. 2). Un denario era el jornal de un día para un obrero; es decir, el jornal suficiente para el mantenimiento diario (de una jornada). Esto no significa que la recompensa de Dios a nuestra obediencia sea por obras, o como deuda; sino que hay un galardón puesto delante de nosotros, y que es suficiente. En segundo lugar, lo que sea justo (vv. 4–7). Dios nos asegura que no retraerá su mano a nadie por el servicio que cumplimos para Él; nadie pierde jamás nada por trabajar para Dios. ¿Para cuánto tiempo son contratados? Para un día. Un día es una porción bien determinada de nuestra vida: Las gracias y las misericordias de Dios son nuevas cada mañana (Lm. 3:22–23); el pan de cada día, nos mandó el Señor pedir (6:11), porque cada día tiene sus propios problemas y peculiares dificultades (6:34). E1 galardón es para toda la eternidad, pero el trabajo es para un día, y para cada día suministra Dios nuevo vigor (v. Is. 40:31). Esto debería estimularnos a ser diligentes en nuestro trabajo, pues es poco el tiempo seguro que se nos da para trabajar (comp. 2 Co. 6:1–2). Igualmente habría de animarnos con respecto a las dificultades del trabajo; las sombras se van alargando, se acerca la sombra de muerte (Sal. 23:4), viene la noche, cuando nadie puede trabajar (Jn. 9:4). Entonces será la hora del descanso, y la hora del galardón (Ap. 14:13). ¡Haya fe y paciencia, que esta vida se acaba pronto!
Los obreros son contratados en diferentes horas del día. Aunque esto tenga una aplicación acomodada a las diferentes edades de la vida de una persona, lo que el Señor quiere dar a entender aquí es que Dios es soberano en sus dones y en asignar oportunidades a cada persona y, al mismo tiempo, que premiará la fidelidad en el servicio a Su causa, independientemente de la edad en que cada persona comience a trabajar para Él y de la duración de dicho servicio. Algunos son llamados a trabajar en la madrugada de su vida (o de la Iglesia, etc.); éstos deben ponerse a trabajar cuanto antes, para no desperdiciar tiempo de la jornada que tienen por delante. Otros son llamados en la flor y en la madurez de su vida: a las nueve de la mañana, al mediodía o a las tres de la tarde. El poder de la divina gracia se muestra en la conversión de algunos, cuando están en medio de los placeres de la vida o en todo el vigor de sus fuerzas, como le sucedió a Pablo. Dios tiene trabajo para todas las edades; no hay tiempo impropio para volverse a Dios.
¡Bástenos con el tiempo pasado al servicio del pecado! Id también vosotros a mi viña (v. 4). Dios no rechaza a nadie que quiera contratarse con Él para trabajar. Otros, en fin, son contratados hacia la hora undécima (v. 5), a las cinco de la tarde, cuando está próximo a ponerse el sol de la vida temporal, y sólo queda una hora para las doce del día (Jn. 11:9). Pero, «mientras hay vida, hay esperanza», como dice el proverbio. Hay esperanza para los pecadores viejos, pues también ellos pueden llegar a un verdadero arrepentimiento. Y también se espera de los pecadores viejos, no sólo que se conviertan, sino también que sean usados por el Señor para Su servicio, pues no hay nada demasiado difícil para la gracia omnipotente de Dios, aunque una persona sea muy vieja y haya contraído hábitos inveterados. Nicodemo puede aún nacer de nuevo aunque sea viejo (Jn. 3:3–5). Pero que ninguno piense que, por ser aún muy joven, puede demorar su conversión o su servicio al Señor hasta que sea viejo. Es cierto que algunos fueron llamados a la hora undécima, pero téngase en cuenta que eso fue porque nadie les había contratado (v. 7). Pero, cuando Dios llama insistentemente (2 Co. 5:20; 6:1–2), es una temeridad hacerse el desentendido y permanecer en el ocio o en el vicio.
(B) Luego viene el ajuste de cuentas con los obreros, el cual se llevó a cabo, como de costumbre, al caer la tarde (v. 8). La llegada de la noche es el tiempo de ajustar cuentas. Los obreros fieles recibirán su galardón al morir; hasta entonces, es necesario esperar pacientemente. Los ministros de Dios son llamados a la viña para hacer su trabajo; la muerte los llama de la viña para que reciban su recompensa; y quienes recibieron una llamada eficaz para ir a la viña, recibirán una llamada gozosa para salir de ella. No vienen a recoger su galardón sino cuando son llamados, debemos esperar a que Dios nos llame al descanso, y contar el tiempo con el reloj de nuestro Amo. El pago es el mismo para todos: Recibieron cada uno un denario (vv. 9–10). Aunque en el Cielo hay diversos grados de gloria, la felicidad es igualmente perfecta para todos; cada vaso estará lleno hasta rebosar, aunque no todos los vasos tendrán la misma capacidad. El dar el pago del jornal de un día entero a los que habían trabajado menos de la décima parte del día, está destinado a mostrar que Dios distribuye sus recompensas según su gracia soberana, y no como deuda. Al no estar bajo la Ley, sino bajo la gracia, unos servicios tan breves, llevados a cabo con sinceridad, no sólo serán aceptos, sino premiados ricamente por esta gracia libre y soberana.
2. La ofensa que recibieron por ello los que habían sido contratados de madrugada: Murmuraban contra el padre de familia (v. 11. Lit. refunfuñaban o gruñían). Esto no quiere dar a entender que, en el Cielo, exista descontento alguno de esta clase, sino que es aquí, en la Tierra, donde puede darse esta clase de descontento (¿Veía Cristo en Pedro algo de este espíritu mercenario? 19:27). No cabe duda de que este era el espíritu de los fariseos respecto de los pecadores y publicanos, como aparece al final de la parábola del Hijo Pródigo (Lc. 15:28–30); lo mismo puede decirse de los judíos, en general, con relación a los gentiles (Jon. 4:1; Hch. 11:13). Cuando este disgusto atañe a las cosas espirituales, implica tan mala disposición de ánimo, que resulta incompatible con un corazón verdaderamente regenerado. Estos obreros quejosos se querellaban, no de que les diese a ellos menos de lo que les pertenecía, sino de que hiciese a los demás iguales a ellos. Se jactan de sus buenos servicios: Estos últimos han trabajado una sola hora y los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado el peso del día y el calor abrasador (v. 12). No sólo habían cobrado lo mismo al trabajar la undécima parte del tiempo, sino que habían trabajado durante lo fresco del día. Somos inclinados siempre a pensar que recibimos menos favores de la mano de Dios que los demás, y que hacemos más méritos para recibirlos que los demás. A los que hacen o sufren en el servicio de Dios más que los demás, les resulta difícil mantenerse en humildad y no tildar a los demás de cobardes, de carnales, de amigos de componendas y hasta de apóstatas. Del espíritu del «puritano» al del fariseo no hay más que un paso. ¡Gracias a Dios, muchos puritanos no dan ese paso!
3. Respuesta del amo. El padre de familia expone a los descontentos tres razones de su modo de proceder:
(A) Amigo, no te hago injusticia (v. 13). No había razón alguna para pensar que el amo hubiese faltado a la justicia con los que fueron contratados los primeros. Le llama amigo (lit. compañero o camarada), para enseñarnos a usar mansedumbre y buenos modales, incluso cuando tenemos que apelar a razones muy fuertes en nuestro trato con los demás. Es absolutamente verdadero que Dios no perjudica a nadie. En cualquier cosa que Dios nos haga o retire de nosotros, no nos daña. Si Dios da a otros alguna gracia que a nosotros no nos da, lo hace en su bondad soberana hacia otros, pero sin hacernos injusticia a nosotros. Y nosotros no deberíamos hallar nada malo en que Dios se muestre más generoso con alguien, cuando eso no significa ninguna injusticia hacia nosotros. Para convencer al quejoso de que no le hacía injusticia, apela al contrato que había concertado con él: «¿No te concertaste conmigo en un denario? Ya tienes lo pactado». Bueno es que consideremos con frecuencia en qué términos hemos entrado al servicio de Dios. Los mundanos parecen concertarse con Dios para que les pague en este mundo (6:1–6; 16–21). Han escogido su porción en esta vida (Sal. 17:14). Los creyentes se han concertado con Dios para una recompensa de vida eterna, y deben recordar que han dado su consentimiento a este contrato. Así, pues, el amo le dice al murmurador: Toma lo que es tuyo y vete (v. 14). Si lo aplicamos a lo que es nuestro por donación, por libre regalo de Dios, nos acostumbraremos a contentarnos con lo que tenemos. Si Dios se muestra, en algún aspecto, más generoso con otros que con nosotros, no podemos quejarnos, puesto que nos ha dado, y nos sigue dando, mucho más de lo que merecemos. Dios reafirma su libertad soberana y dice: Pero quiero dar a este último como a ti.
(B) Estaba disponiendo de lo que era suyo. Así como antes había afirmado su justicia, ahora afirma su soberanía: ¿No me es lícito hacer con lo mío lo que quiera? (v. 15). Dios puede dar o retirar su favores, según le plazca. Lo que Dios tiene, es Suyo; y esto le justificará en todas las disposiciones de Su providencia. Cuando Dios nos quita algo que nos es muy querido, debemos acallar nuestro descontento con las frases del paciente Job: Jehová me lo dio, y Jehová me lo quitó; sea bendito el nombre de Jehová (Job 1:21). Estamos en sus manos, como el barro en las manos del alfarero, y no somos quiénes para contender con Él (Ro. 9:20).
(C) El murmurador no tenía razón de quejarse de que los últimos hubiesen recibido el mismo pago, al haber venido tan tarde, pues no habían venido antes por la sencilla razón de que no habían sido llamados antes. Si el amo les daba lo mismo que a él, habiéndoles llamado después que a él, la bondad del amo hacia los últimos no era un agravio hacia él, por tanto, no había razón para que tuviese envidia: ¿O tienes tú envidia (lit. ¿O es maligno tu ojo? Esta expresión indica celos u odio) porque yo soy bueno? Así que la envidia es un ojo maligno. El ojo es, con frecuencia, la puerta de entrada y la de salida de este pecado; por los ojos entra el desagrado al contemplar el bien de los demás, y por los ojos sale el deseo del mal de los demás, con la agravante de rebotar contra Dios: Porque yo soy bueno. Por eso, así como Dios es Amor (1 Jn. 4:8, 16), y al ser infinitamente bueno, hace el bien y se deleita en el bien, el envidioso siente odio, hace el mal y se deleita en el mal de otros, y viola directamente los dos mandamientos en que se resume la Ley; va contra el amor a Dios, a cuya voluntad debería someterse, y contra el amor al prójimo, en cuyo bien debería regocijarse. Como decía Bossuet, «es tan mala la envidia que vuelve el corazón del revés, al odiar el bien del prójimo y querer su mal» (comp. 1 Co. 13:4–6). Como ha escrito uno de nuestros clásicos, «amarilla pintan a la envidia, porque muerde pero no come». Esta frase es más profunda de lo que parece a primera vista, y no es una mera metáfora, pues el envidioso perturba su propia función biliar; es un atrabiliario (atra bilis = hiel negra); no es extraño que el vulgo hable de «hacer mala sangre».
4. Finalmente, tenemos la aplicación de la parábola, al repetir la frase que la ocasionó: Así, los últimos serán los primeros; y los primeros, últimos (v. 16. Comp. 19:30). Para obviar, y acallar, la jactancia de ellos, Cristo les dice que es posible que sean aventajados por los que habrán de sucederles en la profesión de la fe cristiana, al ser así inferiores a ellos en gracia, santidad y conocimiento. En los siglos XVI, XVIII y XIX, han existido, en la Iglesia avivamientos con los que muchas congregaciones disfrutaron de mayor salud espiritual que la mayoría de las congregaciones de la Iglesia primitiva ¿Podemos esperar algo parecido en estos últimos días? No hay señales de tal cosa, sino de grandes apostasías de la verdadera fe y de gran enfriamiento del amor. ¿No es precisamente esto lo que predijo el Maestro?
La segunda parte del versículo 16 será comentada en 22:14, que es su verdadero lugar.
Versículos 17–19
Esta es la tercera vez que Cristo anuncia a sus discípulos los padecimientos que se le aproximan.
Observemos:
I. Lo privado de esta predicción: Tomó a sus discípulos aparte en el camino (v. 17). Reservaba los secretos para ellos, sus amigos. Era una dura declaración y, si alguien podía soportarla, serían ellos, especialmente los tres que habían presenciado su transfiguración. Era preciso que lo supieran, para que, al estar advertidos de antemano, no les tomase de sorpresa. No podía aún decirlo en público porque muchos de los que mostraban frialdad hacia Él podían encontrar en ello una piedra de tropiezo y volverle definitivamente la espalda; por otra parte, los que se mostraban fervientes hacia Él, podían ser llevados a levantarse en armas para defenderle, y ocasionar así un alboroto en el pueblo (26:5). Jesús no quería dar ocasión a cualquier cosa que tendiese a impedir sus sufrimientos.
II. La predicción misma (vv. 18–19).
1. No es sino una repetición de lo que había dicho una y otra vez (16:21; 17:22–23). Esto da a entender, no sólo que veía claramente la aflicción que tenía delante de sí, sino que su corazón y su mente estaban ocupados en estos padecimientos; no es que le llenaran de miedo, sino de deseo mal contenido y de ansiosa expectación (Lc. 12:50). Hablaba con frecuencia de sus futuros padecimientos, pero, al mismo tiempo, sabía que por ellos había de entrar en su gloria.
2. En esta ocasión da más detalles que en las anteriores. Había dicho que debía padecer mucho, y ser muerto (16:21); aquí añade que le condenarán a muerte; y le entregarán a los gentiles para que le escarnezcan, le azoten, y le crucifiquen (vv. 18–19). Les dice a manos de quiénes va a sufrir: será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, como lo había dicho antes; pero aquí añade que éstos le entregarán a los gentiles. Tanto judíos como gentiles habían de poner en Él las manos (Hch. 2:23), había de sufrir por la salvación de ambos, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo (Ef. 2:16).
3. También, como lo había hecho anteriormente, añade aquí la mención de su resurrección gloriosa al tercer día (v. 19): Y al tercer día resucitará. Esto lo añade para su propio consuelo, así como para consolar a sus discípulos: Por el gozo puesto delante de Él, soportó la cruz (He. 12:2). Sabía que había de resucitar, y resucitar pronto, al tercer día. El galardón no sólo era seguro, sino cercano. Con esto, enseñaba también a sus discípulos (y a nosotros) a recibir consuelo y ánimo para arrostrar los sufrimientos del tiempo presente, con la mirada fija en las cosas que no se ven, las eternas (2 Co. 4:18), pues así podremos llamar ligeras y momentáneas a las aflicciones presentes (Ro. 8:18; 2 Co. 4:17; 1 P. 1:6–7; 4:13).
Versículos 20–28
Aquí tenemos la petición de Santiago y Juan al Salvador (vv. 20–23). Eran hijos de Zebedeo y de Salomé, la cual muchos suponen que era hermana de María, la madre de Jesús, lo cual explicaría que se atreviesen a pedir lugares de preeminencia. Lo chocante, e incomprensible, es que se atreviesen a pedirlo entonces (v. 20), cuando Cristo acababa de hablar de sus padecimientos. Juan era el discípulo al que Jesús amaba; y él, con su hermano Jacobo (también llamado Santiago el Mayor) y Pedro, eran los tres discípulos favoritos y de mayor intimidad con Jesús. Con todo, ninguno de los doce era tan frecuentemente reprendido como ellos. Cristo reprende a los que ama (Ap. 3:19).
I. Vemos primero la ambiciosa petición que hacen a Jesús (vv. 20–21). Marcos 10:35 y ss. refiere que ellos mismos hicieron la petición, mientras que Mateo dice que fue la madre quien se acercó a Jesús para hacer la petición. No hay en ello ninguna contradicción, pues es frecuente en la Biblia el caso de los que piden algo por medio de otros y, sin embargo, se dice que ellos mismos lo pidieron (v. 8:5 y ss.). Jesús lo entendió así y, por eso, respondió directamente a ellos, no a su madre (v. 22). Había en esto cierta dosis de fe, puesto que creían en el futuro reino de Jesús, pero también gran ignorancia, por no entender los tiempos y sazones (Hch. 1:6–7). No preguntaban por el servicio que podrían prestar en el reino mesiánico, sino sólo por el honor. Es muy probable que la última, consoladora, frase de Jesús, al anunciar su gloriosa resurrección, tras su ignominiosa muerte, les animase a ello (v. de nuevo Hch. 1:6–7). Así se aprovechaban abusivamente, para sus propios intereses egoístas, de lo que Cristo había dicho para darles ánimo. Hay quienes no saben disfrutar de consuelos y bendiciones sin abusar de ellos, de la misma manera que los dulces producen bilis si caen en un estómago sucio. Había cierta sagacidad en esto de presentar la petición por medio de su madre, para que pareciese que era ella quien la presentaba, no ellos, pues aparte del probable parentesco, ciertamente era una de las mujeres que atendían a Jesús en lo material, pensarían que al ser así las cosas Jesús no podría negarle nada a ella, con lo que la madre les resultaba un buen abogado en dicha causa. Salomé mostró con esto la debilidad de su carácter al convertirse en instrumento de la ambición de sus hijos, porque las personas que son rectas y prudentes no se avienen a intervenir en causas de dudosa honestidad. En asuntos de importancia espiritual, es señal de sana sabiduría desear y requerir las oraciones de los hermanos que tienen frecuente comunión con el Señor ante el trono de la gracia; deberíamos pedir a estos hermanos y amigos que luchen a nuestro lado con sus oraciones a Dios (Ro. 15:30, literalmente), y tomar ese interés como un gran favor que nos hacen (comp. Éx. 17:12). Pero, en el caso presente, la ambición orgullosa jugaba el papel predominante; es este un pecado que continuamente nos asedia (He. 12:1), y del que nos cuesta muchísimo deshacernos. Hay una santa ambición en competir con otros en virtud y santidad, pero es mala la ambición de superar a otros en grandeza y dignidad.
II. Respuesta de Cristo a esta petición (vv. 22–23), dirigida, no a la madre, sino directamente a los hijos. Les reprocha su ignorancia y el error en que se basaba la petición: No sabéis lo que pedís. Estaban a oscuras con relación a lo que pretendían. Desconocían el camino de la cruz y hablaban como se expresaría un ciego acerca de los colores. Nuestras nociones acerca de la gloria que está aún por ser revelada, son como las nociones que tiene un niño pequeño acerca de las promociones que los adultos tienen en aprecio y consideración. Lo que será manifiesto un día, ni el ojo lo ha visto, ni el oído lo ha percibido (1 Co. 2:9). No saben lo que piden quienes aspiran al fin sin conocer los medios para llegar a él. Los discípulos pensaban que, después de haberlo dejado todo (¡tan poca cosa!) para seguir al Maestro (19:27), ya era hora de despedirse de fatigas y sufrimientos y preguntar: ¿Qué, pues, tendremos? Se imaginaban que la guerra se había acabado, cuando apenas se habían alistado en el ejército y aprendido la primera lección de «teórica». No sabemos lo que pedimos, cuando pedimos la gloria de llevar la corona, en vez de pedir la gracia para llevar la cruz en el camino hacia la gloria. Veamos cómo echa Jesús por tierra la vanidad y la ambición que laten en la petición que le hacen:
1. Les lleva a considerar los sufrimientos inevitables que ellos estaban muy lejos de tener en cuenta como debían. Así les previene para que no queden sorprendidos ni aterrorizados cuando lleguen las horas difíciles. Obsérvese:
(A) De qué forma tan clara y, al mismo tiempo, tan suave y condescendiente, les expone la cosa:
«¿Podéis beber la copa que yo he de beber? ¿Estáis prestos a llegar a ese extremo? ¿Habéis pensado seriamente en ello?» No se habían dado cuenta de que algo se echaba en falta en la mente de ellos para que se hinchase el corazón de tales ambiciones. Cristo ve en nuestro corazón el orgullo que nosotros mismos somos incapaces de discernir. Nótese que beber la copa de Jesús equivale a ser bautizado con su bautismo de sangre, en sus padecimientos; la inmersión en el sufrimiento nos da idea del extremo, total, quebrantamiento de Jesús (Sal. 22:14–17), así como el beber la copa era el agotar a grandes sorbos, y hasta las heces, la copa de maldición que Él bebió por nosotros (Sal. 73:10; Gá. 3:10). Hay quienes beben sólo unas gotas de esa copa, y reciben una aspersión de su bautismo; unos son inundados; otros, sólo mojados; en todo caso, el consuelo abunda más en nosotros; aunque sea una copa amarga, tiene fondo; y es una copa proveniente de la mano del Padre (Jn. 18:11). Podemos ser inundados, pero no ahogados, en la aflicción; en apuros, pero no desesperados (2 Co. 4:8). Pero ¡tengamos ánimo! Es la misma copa que Jesús apuró; es el mismo bautismo en que Jesús fue sumergido. Cristo fue por delante; y esto nos habla:
(a) De la humillación del Hijo de Dios que descendió a tal profundidad de obediencia al Padre por nuestro amor (Fil. 2:8), que bebió copa tan amarga cual jamás la ha habido; anegado en su propia sangre como nadie lo ha sido, pues derramó hasta la última gota, a fin de que su sacrificio fuese perfecto (Lv. 17:11; He. 9:22).
(b) Del consuelo para todo creyente que sufre, pues sólo sorbe unas pocas gotas de la copa de Cristo. Bueno es considerar con frecuencia si estamos dispuestos a beber de esa copa y participar en ese bautismo de sangre. Hemos de esperar sufrimientos, ¿estamos prestos a sufrir con gozo? ¿No vamos a desprendernos de algo por Cristo? Lo cierto es que, si nuestra profesión es de algún valor, ha de ser de inmenso valor, de forma que estemos dispuestos a arrostrarlo todo por ella; pero, si le damos poco valor, no vale la pena sufrir nada por ella. Vamos, pues a sentarnos por un momento y calcular el costo del discipulado: morir por Cristo, antes que negar a Cristo; ¿estamos dispuestos a recibirlo en nuestro corazón bajo estas condiciones? ¡Ah, si cada creyente se hiciese, en serio, las precedentes reflexiones!
(B) Con qué prontitud aceptan ellos el compromiso: Podemos. Esto era una excesiva confianza en sí mismos, aunque quizá no fuese arrogancia. Es posible que se imaginasen que tal caso no se presentaría en realidad, sino que habrían de pelear alguna batalla para la conquista del reino, sin sangrar demasiado en la contienda. Así como no sabían lo que pedían, tampoco sabían lo que respondían (comp. 26:31). Quienes menos experiencia tienen de lo que es sufrir, suelen ser los más atrevidos y confiados en asegurar su coraje y valentía.
(C) Con qué seguridad les declara Jesús los sufrimientos que van a padecer: A la verdad, mi copa beberéis (v. 23). Los padecimientos previstos son más fáciles de soportar. Dice un proverbio latino: «Los dardos previstos hieren menos» (mucho depende del carácter de la persona). Beberéis equivale a sufriréis. Cristo quiere que sepamos lo peor que se avecina, para que saquemos el mayor provecho de nuestra peregrinación hacia el Cielo.
2. Les deja a oscuras en cuanto al puesto que han de ocupar en su reino. para ayudarles a que le siguieran gozosamente, era suficiente asegurarles que tendrían algún lugar en su reino. El lugar más bajo en el reino de Dios es recompensa sobreabundante de los mayores sufrimientos en el camino hacia el reino: «El sentarse a mi derecha y a mi izquierda, no es mío darlo y, por eso, no es vuestro el pedirlo o el conocerlo, sino a aquellos para quienes está preparado por mi Padre». No se ha de dar a los que lo ambicionan, sino a los que con humildad lo recibirán.
III. A continuación se nos refiere la indignación de los otros diez, ante la petición de Juan y Santiago, así como la instrucción que Jesús dio a todos ellos respecto a la verdadera grandeza, que es la del servicio. Vemos:
1. El enojo de los otros diez discípulos: Cuando los diez oyeron esto, se enojaron contra los dos hermanos (v. 24); no porque estos deseasen simplemente una preferencia, sino porque deseaban ser preferidos a los demás. Hay muchos que parecen estar enojados por el pecado; pero no están enojados por el pecado mismo, sino porque el pecado ajeno les afecta a ellos. Estos discípulos se enojaban por la ambición de sus compañeros, no porque les pareciese mal la ambición, sino porque ellos mismos eran tambien ambiciosos. Es frecuente en la gente enojarse por los pecados ajenos, cuando ellos mismos caen también en los mismos pecados. Con razón ha dicho G. Thibon que «el que juzga a un semejante, está acusando al otro de la parte de criminal que él mismo lleva dentro». No hay cosa que más estragos produzca entre hermanos, y que sea causa de más enojo y discordia, que la ambición.
2. El reproche que Cristo les dio a todos. Ya antes había dicho que sólo el que se hiciese como niño podía entrar en el reino (18:3); y ahora caían en lo mismo de entonces (18:1). Entonces Jesús, llamándoles, dijo (v. 25). Esta convocación está llena de paciencia y de ternura. En vez de ordenarles, enojado, que se marchasen de su presencia, les llama, amoroso, que vengan a su presencia.
(A) Les dice que no deben ser como los gobernantes de las naciones. Los discípulos de Cristo no deben comportarse como los príncipes y líderes del mundo. Obsérvese cómo suelen gobernar los jefes de las naciones: ejercen dominio y señorío sobre ellas; se consideran grandes y poderosos y, por eso, piensan que pueden hacer con sus súbditos lo mejor que les parezca. No sólo los dictadores piensan así, sino la mayor parte de los que alardean de ser «demócratas». Pero, ¿qué desea Jesús de los suyos? «Mas entre vosotros no será así (v. 26). Vosotros tenéis que enseñar a los súbditos de este reino a no ser así, y lo habéis de enseñar con el ejemplo, al estar al servicio de ellos y sufrir con ellos, no debéis ejercer señorío sobre los que están a vuestro cuidado (1 P. 5:3), sino trabajar en la parcela que Dios os ha encomendado.» ¡Qué mal les sienta a los ministros de Dios la pompa y el señorío de los gobernantes de este mundo! Y, cosa curiosa los últimos y anacrónicos restos del señorío feudal quedan, en nuestros días, en ciertos ambientes que llevan el nombre de «eclesiásticos», incluida la genuflexión que el vasallo ofrecía al señor en señal de homenaje y pleitesía. ¿Cuál es la grandeza y la eminencia a la que ha de aspirar el discípulo de Cristo y, en especial, el ministro de Dios? El que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor y el que quiera ser el primero (el «primado») entre vosotros será vuestro siervo (lit. esclavo) (vv. 26–27). Es un deber de todos los discípulos de Cristo servirse mutuamente en amor (Gá. 5:13; ¡esa es la verdadera libertad!), para edificarse también mutuamente. Servir incluye dos conceptos conjuntos: humildad (sólo sirve el que se somete) y utilidad (sólo sirve para algo el que es aprovechable para algo). Una obediencia útil es la mayor de las grandezas en el reino de Dios; esta es la dignidad a la que hemos de aspirar y la promoción que hemos de desear, y ser fieles cumplidores del ministerio que Cristo nos ha encomendado. Los más dignos de reconocimiento y respeto son los que, al negarse a sí mismos, emplean sus energías en ser útiles a los demás; éstos son los que de veras honran a Dios y éstos serán los honrados por Dios (Jn. 12:26). El necio debe entrar en cordura (Pr. 8:5) pero el buen servidor debe ser promovido a director (He. 13:17).
(B) Los discípulos han de parecerse al Maestro: Como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos (v. 28). Aquí el Señor Jesucristo se presenta a sí mismo como el mejor modelo de las dos virtudes recomendadas en el servicio: la humildad y la utilidad. En efecto:
(a) Jamás hubo un ejemplo de humildad y deferencia como el de Cristo, quien vino, no a ser servido, sino a servir. Fue asistido como pobre, pero nunca fue servido como gran señor. Leemos (Jn. 13:5) que lavó los pies a sus discípulos, pero en ninguna parte leemos que ellos se los lavasen a Él. Vino a prestar ayuda a todos los necesitados, remedio a todos los enfermos, respuesta a todas las preguntas, y no le importaron las fatigas y los sufrimientos que el servir a otros le proporcionaron. Escuchó las peticiones de los demás, y las respondió, pero jamás pidió algo para sí mismo, sólo en dos ocasiones pidió de beber: junto al pozo de Jacob, pero no para satisfacer su sed física, sino para satisfacer la sed espiritual ajena; en la cruz también, pero sólo para probar la amargura de unos sorbos de vinagre. En ambos casos, era la sed de almas la que le consumía. Como escribió Agustín, «sitit sitiri» = tiene Él sed de que tengamos sed de Él. O, como escribió P. Claudel, «todo Él era comestible», pues era enteramente para los demás. Los 7 grandes «Yo soy …» en Juan introducen un aspecto distinto (y distintivo de su divinidad) de su utilidad (única e inigualable) al servicio de la humanidad.
(b) Su utilidad fue tan singular, que su propia muerte, que en los mayores bienhechores humanos es una pérdida para la sociedad, en Él fue la suprema ganancia, pues dio su vida en rescate por muchos. Vivió como siervo, e hizo bien a todos; murió como víctima y sacerdote del único sacrificio con el que la humanidad fue rescatada de su condición perdida. Vino a este mundo con este objetivo específico de dar su vida en rescate salvífico (Comp. Lc. 19:10). ¡Un rey que muere para hacer reyes vivientes a sus súbditos! Si comparamos este vers. con 1 Timoteo 2:6, veremos que los «muchos» de Mateo 20:28 no expresan restricción alguna (simplemente indican: «uno por muchos»), sino que son los «todos» de 1 Timoteo 2:6, como consta por el contexto anterior de este; también vemos que la preposición por es, en Mateo, anti = en lugar de (sustitución), mientras que en 1 Timoteo es hyper = en favor de, pero la palabra rescate lleva en este el prefijo antí, con lo que el pensamiento, lejos de ser opuesto, es complementario. Fue un rescate para todos, aunque no todos se beneficien de él por preferir las tinieblas del calabozo a la luz de la libertad (Jn. 3:17–21). Fue, en otras palabras, un rescate suficiente para todos; eficaz, para algunos. Precisamente porque fue para todos, podemos asegurar a todo hombre o mujer que se debate en la duda o en la incredulidad: «Jesús murió por ti». ¿Y cómo podríamos proclamarlo con sinceridad a todos, si sólo hubiese muerto por algunos?
Ahora bien este aspecto comporta una buena razón por la que no hemos de ambicionar ninguna preferencia, puesto que la Cruz es nuestra bandera y la muerte de nuestro Salvador es nuestra vida. Y también es una buena razón para que en todo aspiremos a realizar el mayor bien posible. Cuanto más cercanos estemos a (y más beneficiados de) la humildad y la provechosa humillación de Cristo, tanto más y mejor dispuestos estaremos a imitarle.
Versículos 29–34
En esta porción, se nos habla de dos ciegos a quienes Cristo devolvió la vista. Veamos:
I. La forma en que se dirigieron a Jesús (vv. 29–30). Obsérvense:
1. Las circunstancias de este encuentro. Salía Jesús, con sus discípulos, de Jericó (v. 29). Esta ciudad, edificada bajo una maldición (Jos. 6:26; 1 Rey. 16:34), no fue obstáculo para que Cristo la dejase con una gran bendición. El hecho ocurrió ante la gran multitud que le seguía (vv. 29–31). Con ello hizo un gran bien a todos: a los ciegos y a los espectadores. La multitud que le seguía era heterogénea; unos le seguían por interés propio; otros, por interés en Él; unos, por curiosidad; pocos, por deseo de aprender de Él; sin embargo, Cristo obró su milagro, como siempre, en beneficio de todos. Dos ciegos le pidieron socorro, y la oración conjunta es muy del agrado del Señor (18:19). Al ser compañeros en la aflicción, lo fueron también en la oración. Es muy conveniente que quienes trabajan en el mismo oficio, o sufren la misma dolencia (espiritual o corporal), se unan en la misma oración a Dios para alcanzar alivio a sus males, avivar mutuamente su fervor, y animar mutuamente su fe. No importa el número, pues en Cristo hay misericordia abundante para todos, como es también abundante para todos su poder. Estos ciegos estaban sentados junto al camino. Es una gran ventaja esperar junto al camino por el que pasa el Señor. Aunque eran ciegos, oyeron que Jesús pasaba. La vista y el oído son los dos sentidos más importantes para aprender. Oyeron que pasaba Cristo, pero deseaban también verle. Sin mas dilación ni protocolo, gritaron. ¡Hay que aprovechar las grandes oportunidades pues no se sabe si volverán! Así lo hicieron estos ciegos, y en ello obraron con prudencia, pues no vemos que Cristo volviese ya más a Jericó (v. 2 Co. 6:1–2). La aparente discrepancia de Lucas 18:35 («al acercarse Jesús a Jericó»), se explica (es lo más probable) si se tiene en cuenta la distinta ubicación de la ciudad antigua y de la nueva, con lo que el milagro habría tenido lugar entre ambas. Mateo y Marcos, judíos, tienen así en cuenta la ciudad antigua, mientras que Lucas, gentil y helenista (Col. 4:11, 14), tiene más en cuenta la ciudad romana, la nueva.
Otra aparente discrepancia (no exclusiva de este lugar) es que Lucas y Marcos mencionan un solo ciego; esto se explica, con la mayor probabilidad, por el hecho de que el uno gritaría más, o sería más conocido que el otro (Mr. lo cita por su nombre en 10:46).
2. El modo como se dirigen a Él: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión de nosotros! (v. 30). Lo repiten, aun después de la reprensión de la gente (v. 31). Cuatro cosas merecen nuestra atención y nos sirven de ejemplo en esa frase:
(A) Son un ejemplo de santa importunidad en la oración. Gritaron como quien tiene urgencia por alguna necesidad vital. Los deseos fríos no pueden esperar respuestas satisfactorias. Cuanto más les decían que se callasen tanto más gritaban (v. 31). El fervor del alma, como el embate de un torrente, cuanto más se le intenta reprimir, tanto más fuertemente presiona hasta desbordar los obstáculos. Luchar con Dios en la oración es el mejor modo de arrancarle las bendiciones más difíciles e importantes; porque la intensidad y duración de la lucha hace que la victoria sea más apreciada y agradecida. Como ha dicho bellamente G. Thibon, «Dios alarga, a veces, nuestras preguntas, porque quiere darles una respuesta eterna».
(B) Son un ejemplo de humildad en la oración: ¡Ten compasión de nosotros! No especifican lo que desean, ni le prescriben lo que ha de hacer. A pesar de que eran, sin duda, pobres, no le piden oro ni plata, sino tan sólo compasión. Lo mismo hemos de hacer nosotros. Jesús no necesita más explicaciones. Le piden compasión, y les devuelve la vista. Le pide el ladrón en la cruz tan sólo un recuerdo, y Jesús le promete el paraíso (Lc. 23:42–43).
(C) Son un ejemplo de fe en la oración: Señor, Hijo de David. En el título que le dan, va implicada la apelación que le hacen; al confesar que Jesús es Señor muestran la fe en su poder; al llamarle Hijo de David, ven en Él al Mesías prometido del que tantas muestras de bondad estaban profetizadas (v. por ej. Is. 61:1 y ss.). Es de gran importancia que, al orar, presentemos al Padre los títulos de nuestro único y gran Mediador entre Dios y los hombres, e Intercesor ante el Padre a favor nuestro (1 Ti. 2:5; He. 7:25; 1 Jn. 2:1) y, sobre todo, como Él lo mandó, su nombre de Jesús («Dios salva»; Jn. 14:13–14; 15:16, 16:23– 24, 26).
(D) Son un ejemplo de perseverancia en la oración, al continuar sin desmayo: La gente les reprendió para que callasen (v. 31). Si seguimos a Cristo en oración ferviente, hemos de esperar encontrarnos con obstáculos y dificultades que tienden a desalentar. Dios permite estas cosas para poner a prueba nuestra fe, paciencia y perseverancia. A estos pobres ciegos les reprendía la gente para que se callaran; no era una gente cualquiera, sino una gente que seguía a Cristo. ¡Y, sin embargo, se mostraba indiferente—y hasta hostil—ante la urgente necesidad ajena! ¡No permita el Señor que, bajo pretexto de atender a «las cosas de Dios», nos desentendamos de las necesidades y problemas de los hermanos o de nuestros semejantes! Estos ciegos no se desanimaron ante la oposición, sino que redoblaron la súplica: Ellos gritaban más aún. Es necesario orar siempre, y no desmayar; había inculcado anteriormente Jesús (Lc. 18:1).
II. La respuesta de Jesús a la petición de ellos. La gente les había reprendido, pero Cristo les animaba.
¡Triste sería nuestra situación, si Jesús no fuese más amable y compasivo que la gente! Él no permite que quienes le suplican con sinceridad y fervor, queden avergonzados y decepcionados.
1. Deteniéndose Jesús, los llamó (v. 32). Iba de camino hacia Jerusalén, pero se detuvo, sin embargo, para curar a estos ciegos. Cuando tenemos prisa por hacer algo o llegar a un lugar, nos molesta que nos entretengan con súplicas o preguntas; sin embargo, deberíamos detenernos, a veces, cuando hay oportunidad de hacer el bien. Los llamó. Cristo, no sólo nos manda orar, sino que nos invita gentilmente a ello, y extiende hacia nosotros su cetro de oro al alcance de nuestros dedos (Est. 5:2).
2. Les dijo: ¿Qué queréis que os haga? Como si dijese: «Aquí estoy a vuestra disposición; decidme lo que queréis y lo tendréis».
¿Qué más podía decirles? ¿No había dicho: Pedid, y se os dará (7:7)? Alguien podría decir: «¡Vaya una pregunta tan extraña! Cualquiera podía adivinar que lo que los ciegos querían era recobrar la vista». Cristo lo sabía, es cierto, pero quería oírlo de los labios de ellos mismos, y ver si le pedían limosna como harían a una persona cualquiera, o para ser curados, como lo pedirían al Mesías. Por otra parte, la oración no es para que Dios se entere, sino para que nosotros nos percatemos más y más de nuestra necesidad. El barquero, al clavar su arpón en la costa, no trae la costa al barco, sino que lleva el barco a la costa. De la misma manera, cuando oramos no atraemos hacia nosotros el favor divino, sino que nos llevamos a nosotros mismos hasta el favor de Dios.
Ellos respondieron inmediatamente: Señor, que sean abiertos nuestros ojos (v. 33). Esto nos muestra la sensibilidad del ser humano respecto a las necesidades y enfermedades del cuerpo, y el conocimiento que tenemos de ellas, así como la prontitud y el detalle con que podemos referirlas. ¡Si fuésemos tan sensibles a las necesidades y enfermedades de nuestra alma, de modo que pudiésemos suplicar con fervor y urgencia ser curados de ellas, especialmente de la ceguera espiritual! ¡Señor, que sean abiertos los ojos de nuestro corazón y de nuestra mente! (Ef. 1:18). Si nos diésemos cuenta de nuestra oscuridad, pronto acudiríamos a Jesús en busca de luz. ¿Cuántas veces estamos completamente ciegos para los defectos, faltas y pecados que los demás advierten claramente en nosotros? ¡Señor, que sean abiertos nuestros ojos!
3. Jesús los curó (v. 34), y dio en ello una muestra de:
(A) Su compasión: Movido a compasión. El término griego como en otros lugares, indica que se le enterneció el corazón (lit las entrañas). La miseria es el pedestal de la misericordia. Así se mostró la misericordia de nuestro Dios, dando luz a los que estaban sentados en tinieblas y en sombra de muerte (Lc. 1:78–79).
(B) Su poder. Lo hizo con suma facilidad, con sólo tocarles los ojos. El efecto fue rápido e inmediato: En seguida recobraron la vista. Y, una vez que pudieron ver, le siguieron. Nadie puede seguir a Cristo a ciegas. Es su gracia la que, primeramente, abre los ojos de los ciegos, y de esta manera atrae hacia sí los corazones.
En este capítulo se nos refiere ya la entrada de Jesús en Jerusalén el llamado Domingo de Ramos, para padecer y morir cinco días después. Allí purifica el Templo, maldice la higuera al día siguiente, responde a los principales sacerdotes y a los ancianos del pueblo poniéndoles en un brete, y finalmente, expone en dos parábolas la rebelión del pueblo al rechazar al Mesías y el castigo inminente que Dios les iba a enviar por este rechazo.
Versículos 1–11
Los cuatro evangelistas refieren este episodio de la entrada de Jesús, montado sobre un pollino, pero en forma triunfal, en Jerusalén. Esto ocurrió cinco días antes de su muerte. Había estado el día anterior en Betania, donde le habían ofrecido una cena, y María la hermana de Lázaro, le había ungido los pies (Jn. 12:3). Nuestro Señor viajaba mucho, y solía ir a pie desde Galilea a Jerusalén; pasó haciendo el bien a través de muchos caminos polvorientos y embarrados. ¡Qué mal les sienta a los cristianos el desordenado afán de gozar de comodidades y amasar una gran fortuna! Una vez en su vida viajó Jesús montado en triunfo, y fue precisamente cuando entró en Jerusalén para sufrir y morir.
I. La provisión que se hizo para esta solemnidad fue muy pobre y ordinaria.
1. La preparación fue súbita y extemporánea. Comoquiera que su corazón estaba puesto en la gloria de arriba, estaba muerto para las glorias de abajo. Y vinieron a Betfagé por el lado oriental del monte de los Olivos. Fue entonces cuando Jesús envió dos discípulos para que le trajeran un asno joven, sobre el cual no se había sentado ningún hombre (Mr. 11:2).
2. También fue pobre el medio de locomoción. Envió por un asna atada y el pollino con ella. Por Marcos y Lucas vemos que Jesús montó sobre el pollino, y el asna iría delante, con toda probabilidad, para que el asnillo caminase tranquilo y sosegado tras su madre (v. 2). Los asnos se usaban mucho en Palestina para cabalgar, mientras que los caballos estaban reservados a los nobles y guerreros. Jesús entró montado en un asno no sólo para mostrar su estado de humillación, sino porque venía en son de paz, no de guerra.
3. El asno que montaba no era de su propiedad, sino prestado. Todo lo que Jesús tuvo en este mundo fue de prestado, desde la cuna hasta la tumba. Al encargar a sus discípulos que los trajeran, les hizo la siguiente advertencia: Y si alguien os dice algo, decid: El Señor los necesita (v. 3). En esto de usar el asna y el pollino, tenemos:
(A) Un ejemplo del conocimiento de Cristo, ya que pudo declarar a sus discípulos con toda seguridad dónde encontrarían el asna atada, y un pollino con ella.
(B) Un ejemplo de su poder sobre la voluntad de los hombres. Cristo expresa su derecho a usar estos animales, al pedir que le sean traídos y, en caso de que los discípulos hallen alguna oposición, les predice y asegura que el dueño de los animales los enviará.
(C) Un ejemplo de su justicia y honestidad, al no usar los animales sin el consentimiento del dueño.
(D) Un ejemplo de la utilidad de cualquier cosa en manos del Señor. Nadie puede creerse inútil en el servicio de Dios, cuando Jesús tuvo necesidad de un asno.
II. La predicción que se cumplió en este episodio (vv. 4–5). En todo lo que hizo y padeció, Jesús tenía en cuenta el que se cumpliera la Escritura. La Escritura que aquí se cumplía era la profecía de Zacarías 9:9. Veamos en ella:
1. Cómo se anunciaba así esta llegada de Cristo: Decid a la hija de Sion; es decir, Jerusalén, conforme a frecuentes expresiones análogas. He aquí que tu rey viene a ti. Es un anuncio que se hace a los súbditos del reino para que reciban a su Rey como conviene.
2. Cómo se describe su llegada: Apacible, y sentado sobre un asno. El aire de paz y de mansedumbre con que Cristo entraba, lo cual se mostraba ya con toda claridad al ir montado sobre un pollino, daban a entender que el Rey no venía ahora a proclamar el día de la venganza de Jehová, sino el año de la buena voluntad de Jehová (Is. 61:2), lo cual contrasta con Apocalipsis 19:11, donde Jesús viene montado en un caballo (en son de guerra) blanco (símbolo de victoria). El asno es un animal de servicio y de carga, y Jesús vino a servir (20:28) y a cargar con nuestras dolencias (8:17). El asno es animal lento de movimientos y Jesús quería entrar despacio, no para recibir más aplauso, sino para atender al más pobre, débil y tímido de sus súbditos; a nadie quiere atropellar ni fatigar. Con esto muestra que su yugo es cómodo, y ligera su carga (11:30).
III. La procesión misma. Y observemos lo que se nos dice aquí acerca:
1. Del equipaje (vv. 6–7). Los discípulos fueron, e hicieron tal como Jesús les mandó. Los mandatos de Cristo no pueden ser discutidos, sino obedecidos; y quienes los obedecen no quedarán frustrados ni avergonzados por ello. Y trajeron el asna y el pollino. No tenían más que una sencilla albarda para el pollino, pero los discípulos pusieron sus mantos encima para hacer mas cómoda la montura. No es preciso ser meticuloso ni afectado en nuestra observancia exterior, la sinceridad y el afecto son preferibles al formalismo y a la ostentación. Los discípulos equiparon a Jesús con lo mejor que tenían, y no les importó que sus mantos se arrugaran o estropearan, cuando el Señor los necesitaba. No hemos de pensar que los mantos sobre nuestros hombros son demasiado valiosos para nosotros, cuando pueden ser útiles para el servicio de Cristo, en favor de los hermanos miembros de su Cuerpo que son tan pobres que no tienen con qué cubrirse. Cristo fue desnudado por nosotros.
2. Del séquito (vv. 8–9). No hubo en Él nada de pomposo o suntuoso. No salieron a recibirle las
«autoridades» o, como se dice, «las fuerzas vivas» del país, sino la multitud, que era muy numerosa; el pueblo sencillo, el vulgo, como despectivamente se llama a la gente común e iletrada, fue el que acogió con entusiasmo a Jesús y apreció la solemnidad de su entrada triunfal, y sólo a Él tributó tal homenaje. Cristo recibe mayor honor de la multitud que de la magnitud de sus seguidores, porque Él estima el valor de las personas por el de sus almas, no por el de sus cargos o títulos honoríficos. Respecto de esta multitud, se nos dice aquí:
(A) Lo que hicieron: Extendieron sus mantos en el camino; procuraron honrar a Cristo de la mejor manera que podían, al alfombrar con sus mantos el camino. Cuando Jehú fue proclamado rey, los príncipes del ejército de Israel pusieron sus mantos debajo de él (2 R. 9:13) en señal de homenaje y pleitesía. Los que aceptan a Cristo por Rey y Señor de sus vidas, tienen que colocarlo todo bajo los pies de Él. ¿Cómo expresaremos mejor el respeto, el honor y la sumisión que le debemos? Otros cortaban ramas de los árboles y las extendían en el camino, como solían hacer en la Fiesta de los Tabernáculos, en señal de gozo, libertad y victoria.
(B) Lo que decían: Y la gente, la que iba delante y la que iba detrás, gritaba y decía: ¡Hosanná al Hijo de David, etc.! Cuando llevaban ramas en la Fiesta de los Tabernáculos, tenían que gritar: Hosanná, y de ahí que llamasen hosannas a los manojos de estas ramas. La palabra hebrea hosanná significa salva ahora (Sal. 118:25). Estos hosannas con que la gente aclamaba a Cristo nos hablan de dos cosas: (a) La acogida del reino mesiánico: Bendito el que viene en el nombre de Jehová (Sal. 118:26). Bien podemos todos llamarle bienaventurado y bendito, pues Él es la fuente de bendición para todos. Bien podemos también seguirle con nuestras bendiciones a Él que nos sale al encuentro con las suyas. (b) Al desear que su reino fuese victorioso y salvífico, las gentes lo expresan con el hosanná = salva ahora; es un deseo lleno de fervor, urgencia y confianza. Si hubiesen entendido los tiempos y sazones de este reino, no habrían cometido el error de esperar ahora su triunfo politicomilitar y gritar, muchos de ellos, cinco días después: ¡Crucifícale, crucifícale! Sin embargo, en cuanto al momento presente, su buena voluntad fue aceptada por Jesús. Es nuestro deber expresar con fervor que venga su reino y se haga su voluntad. Entra ya en el reino todo el que hace la voluntad del Rey, pero el reino entrará de lleno en la tierra cuando el Rey imponga Su voluntad con cetro de hierro (Sal. 2:9; Ap. 19:15). La gente le aclama como Hijo de David, título mesiánico, íntimamente asociado con el reino de Israel (Lc. 1:32–33). De ahí que Jesús sea llamado, sólo y siempre, rey de Israel, no de la Iglesia de la cual es Esposo y Cabeza, lo cual, lejos de disminuir el honor de la Iglesia, lo acrecienta. ¡Hosanná en las alturas! significa, como en Lucas 2:14, la salvación y bendición que desciende del Dios del cielo (comp. Stg. 1:17) en favor de su pueblo.
3. De la conmoción que su llegada causó en Jerusalén (vv. 10–11). Toda la ciudad se conmovió (v. 10). Su llegada no pasó desapercibida para nadie, aunque fuese acogida de muy distinta manera por cada grupo; por unos, con alegría y admiración; por otros, con envidia e indignación. ¡De qué diversas maneras reaccionan los corazones humanos ante la inminente llegada de Jesús! Acerca de esta conmoción, se nos dice explícitamente:
(A) Lo que los ciudadanos de Jerusalén decían: ¿Quién es éste? (v. 10). Al parecer, estaban en completa ignorancia acerca de Cristo o, quizás, inquirían simplemente acerca de la persona a quien las gentes del séquito aclamaban. Es triste que, en lugares donde la luz más brilla y más alto se profesa el nombre de Cristo, haya tanta ignorancia acerca de su persona.
(B) Lo que la gente del séquito les contestaba: Éste es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea (v. 11). Recordemos lo dicho sobre 2:23 y 4:12. Tenían toda la razón al aclamarlo como el Gran Profeta que había de venir, después de más de 400 años, desde Malaquías hasta Juan el Bautista, en que Israel había carecido de verdaderos profetas de Dios. Pero estaban equivocados en cuanto a la procedencia de Jesús (v. Jn. 7:41–52), y esta equivocación fue un prejuicio tremendo para los judíos de Jerusalén. Hay quienes desean dar honor a Cristo, dar testimonio de Él, y trabajar en su servicio, pero cometen el grave error de atribuir a Cristo la ciudadanía de ellos mismos, lo que, en cierto modo, equivale a inscribirle en «su partido político». El error es más grave todavía a escala nacional, cuando se atribuye a un país o a un soberano el título de cristianísimo, catolicísimo o defensor de la fe (¿quién ha donado estos títulos?
¡Ironías de la historia!)
Versículos 12–17
Por ahora, Jesús impone su autoridad en el Templo de Dios. ¿Qué hizo allí?
I. Echó de allí a todos los que vendían y compraban, etc. (vv. 12–13). Antes de establecer la rectitud e imponer la ley, es preciso corregir los abusos. Por eso, vemos que lo primero que hace Jesús es purificar el Templo. Esto ya lo había hecho en otra ocasión (Jn. 2:14–15). En esta ocasión, observemos:
1. Lo que hizo: Arrojar del Templo a los traficantes (v. 12). Aunque se les eche del Templo, vuelven a anidar y traficar allí, venden, compran y cambian moneda. Hay cosas que, al ser legítimas en su tiempo y lugar, se tornan pecaminosas y sacrílegas fuera de tiempo y lugar. Vendían ganado para los sacrificios, no en el santuario mismo (naós), sino en los atrios (hierón), por conveniencia de aquellos que preferían llevar dinero a llevar ganado, pues esto último resultaba más incómodo, Y cambiaban moneda para los que necesitaban ofrecer la pieza precisa o medio shekel. Grandes corrupciones y abusos han entrado en las iglesias por medio de quienes suponen que la piedad es una fuente de ganancia (1 Ti. 6:5). Echó a los traficantes quizá con solo su voz de mando, como antes los había echado con un azote de cuerdas (Jn. 2:15), lo cual sería ahora una muestra milagrosa de su regio poder sobre la mente y la voluntad de los seres humanos. Volcó las mesas de los cambistas; no se llevó el dinero, sino que lo arrojó al suelo, que es su propio lugar.
2. Lo que dijo para justificar su acción, y convencerles a ellos (v. 13). Escrito está. La apelación a la Escritura es contundente, y a ella hemos de acudir como norma de nuestra conducta y base de nuestras controversias.
(A) Al citar la Escritura muestra lo que el Templo debía ser según el objeto para el que había sido construido: Mi casa será llamada casa de oración (Is. 56:7). Todas las instituciones ceremoniales estaban establecidas con fines espirituales, la casa de los sacrificios era, ante todo, casa de oración, ya que esto era lo sustancial; de ahí que el altar de los perfumes fuese de oro y estuviese cerca del velo tras el que se hallaba el Lugar Santísimo.
(B) Les muestra cómo abusaban del Templo al convertirlo en algo perverso: Mas vosotros la estáis haciendo cueva de ladrones. Los mercados son a veces eso: cuevas de ladrones, por las muchas corrupciones que se practican en el comprar y vender, pero en el Templo son doblemente cuevas de ladrones, puesto que le roban a Dios el honor que le pertenece, lo cual es el peor de los robos.
II. Allí también, en el Templo, sanó a los ciegos y cojos que se acercaron a Él (v. 14). Después de arrojar del Templo a los que vendían y compraban, invitó a los ciegos y cojos a estar allí. Bueno es llegarse al Templo cuando está Jesús allí, el cual así como se muestra celoso por el honor del Templo al arrojar de allí a los que lo están profanando, así también se muestra compasivo y generoso con los que humildemente le buscan. Los ciegos y los cojos eran excluidos del palacio de David, pero eran admitidos en la casa de Dios. El Templo quedaba profanado cuando era convertido en mercado, pero era honrado cuando era convertido en hospital, pues hacer el bien es lo que mejor le sienta a la casa de Dios. Las curaciones que Cristo llevaba a cabo eran la mejor respuesta a la pregunta de los habitantes de Jerusalén:
¿Quién es éste? Sus obras testificaban de Él mejor que los hosannas de la plebe.
III. Y en aquel mismo lugar silenció la indignación de los principales sacerdotes y de los escribas ante las aclamaciones que se le tributaban (vv. 15–16). Quienes debían haberse adelantado a ofrecer sus respetos a Jesús, eran sus mayores y peores enemigos. Estaban muy molestos por las maravillas que Cristo estaba obrando. Si no les hubiesen cegado sus prejuicios, no habrían tenido obstáculo alguno para reconocerle como Mesías; y si hubiesen poseído un corazón recto y limpio, habrían estimado la misericordia con que actuaba; pero como estaban resueltos a oponerse a Él, le tenían envidia y odio por esas mismas cosas. Así que abiertamente se querellaron ante Él de los gritos de los muchachos, como si le tributasen un honor que no le era debido. Los orgullosos no toleran que se honre a nadie, sino a ellos mismos y se sienten incómodos al escuchar las alabanzas que se profieren en honor de quienes realmente se las merecen. Cuando Cristo es más glorificado, sus enemigos se sienten más ofendidos. Aquí le tenemos a Él, que sale en defensa de los muchachos contra los sacerdotes y los escribas (v. 16).
1. Los muchachos estaban en el Templo. Cosa buena es traer a los niños y a los jóvenes a la casa de oración, porque de los tales (o de los que son como ellos) es el reino de los cielos. Si a los niños se les enseña la forma de la piedad, les ayudará a experimentar algún día la eficacia de la piedad. Cristo siente una especial ternura por los pequeños corderos de su rebaño.
2. Allí gritaban: ¡Hosanná al Hijo de David! (v. 15), esto lo aprendieron de los mayores. Los niños hacen y dicen lo que oyen a otros y lo que les ven hacer, ya que la vía de la imitación es la más fácil de aprender porque no necesita traducción; al oír algo cada uno lo traduce a su propio «diccionario» (por eso, cada uno entiende de distinta manera lo que se oye o se lee), pero el gesto entra directamente en la persona y provoca su imitación; de ahí, la importancia de dar buen ejemplo a los niños y de evitarles los malos ejemplos. De los mayores aprenden los niños a jurar y blasfemar, lo mismo que a orar y alabar al Señor.
3. Nuestro Señor Jesucristo, no sólo lo permitió, sino que le agradó y citó una Escritura que en ello se cumplía (especialmente, en la versión de los LXX): De la boca de los pequeños y de los niños de pecho, te preparaste perfecta alabanza (Sal. 8:2). En vez de sentirse avergonzado del servicio que le prestan estos niños, Cristo toma buena nota de ello (y a los niños les agrada que se les preste atención) y se complace en ellos. La alabanza queda perfeccionada en la boca de los niños, no sólo porque los niños suelen ser más sinceros que los mayores en esto, sino porque sin la alabanza de los niños, la alabanza que los seres humanos tributan a Dios, quedaría imperfecta y defectuosa; esto debe servir para animar a los niños a practicarla, y para animar a los mayores a enseñarles, con el ejemplo y con la palabra, a hacerlo. La cita del Salmo 8:2 dice en el hebreo: Por boca de los niños y de los que maman afirmas tu fortaleza frente a tus adversarios. Dios es especialmente honrado y glorificado cuando se hacen grandes cosas por medio de instrumentos débiles e ineptos, porque Su poder se perfecciona en la debilidad (2 Co. 12:9). Después de hacer callar a sacerdotes y escribas Cristo los dejó (v. 17). Si no nos agradan las alabanzas a Cristo, le estamos alejando de nosotros. Los dejó y salió fuera de la ciudad, a Betania, que era un lugar más tranquilo y retirado, no tanto para descansar sin molestias como para orar sin estorbos.
Versículos 18–22
I. De madrugada, cuando volvía a la ciudad, tuvo hambre (v. 18). Mateo da la impresión de que Jesús hizo lo que aquí se nos narra al día siguiente, pero Marcos 11:12–14; 19–25 precisa mejor la cronología. Recordemos que el Evangelio de Mateo no sigue cronológicamente todos los incidentes, sino que suele agruparlos temáticamente. Como hombre igual a nosotros, excepto en el pecado, tuvo hambre, pues estaba sometido a las debilidades de nuestra naturaleza. Además era pobre, y no tenía a mano la provisión necesaria, ni el dinero para proporcionársela.
II. Pero Cristo tomó ocasión del hambre que padecía, para obrar el milagro que se nos refiere a continuación, con el cual nos daba un ejemplo de su poder y, en lo que la higuera significaba, de su justicia también.
1. Véase su justicia (v. 19). Se fue hacia la higuera, y esperaba hallar en ella fruto, puesto que tenía hojas, y consta por los expertos que, a principios de abril, había especies en Palestina que dan higos juntamente con las hojas. Al no encontrar el fruto deseado, Cristo la sentenció a perpetua esterilidad. Todos los milagros que Cristo había llevado a cabo hasta entonces para bien de los hombres, demostraban el poder de su gracia y de su bendición. Ahora, al fin, daba un ejemplo del poder de su ira y de su maldición; pero eso no lo hizo a ningún ser humano, sino a un árbol inanimado que servía de símbolo del pueblo judío, especialmente de los hipócritas, pues el árbol con sus hojas ya salidas, daba impresión de llevar también fruto pero no lo llevaba. Con esto nos enseñaba Jesús:
(A) Que es de esperar que los que llevan hojas, lleven también fruto, pues Cristo busca eficacia de piedad donde existe la forma de ella.
(B) Que la justa expectación de Cristo en relación a iglesias o profesantes «florecientes», se ve muchas veces frustrada y decepcionada. Hay muchos que tienen nombre de que viven, y están muertos (Ap. 3:1); junto a una ortodoxia «impecable», una ausencia absoluta de amor a Cristo y a los hermanos.
(C) El pecado de esterilidad es justamente castigado con la maldición y plaga de esterilidad: Nunca jamás nazca de ti fruto (v. 19). Así como la primera bendición (y mandato) de Dios al hombre fue: Fructificad y multiplicaos (Gn. 1:28), así también la maldición más triste es la de la esterilidad. Y como la Ley era estéril de por sí para que el hombre diese fruto (Ro. 3:20), por eso, la última palabra del Antiguo Testamento es maldición (o maldición completa; Mal. 4:6), mientras que el Nuevo termina con una bendición (Ap. 22:21).
(D) Una profesión hipócrita de la fe cristiana suele marchitarse pronto en este mundo; la higuera que no da fruto a su tiempo, pronto pierde también sus hojas. Los hipócritas pueden aparecer como fieles por algún tiempo (Lc. 8:13. También podría traducirse: conforme a la sazón: es decir, por oportunismo), pero, con el tiempo («en el tiempo de la prueba»), pronto se marchita su profesión, así como sus aparentes dones y gracias, y a todos queda manifiesta su falsedad. Este era precisamente el estado en que se encontraba entonces la nación de los judíos: no daban el fruto que de ellos se esperaba, y así decepcionaron a Jesús. Los suyos no le recibieron (Jn. 1:11). Vino a ellos, vivió entre ellos, obró milagros e hizo el bien, y esperó una respuesta satisfactoria del común de la gente, y especialmente de los líderes; pero su expectación quedó frustrada, pues sólo halló las hojas de su formalismo sin espíritu. Por ello, quedaron sentenciados a la esterilidad, excepto los particulares que creyeron en Jesús. Fueron de mal en peor; la ceguera y el endurecimiento les sobrevinieron rápidamente: Y al instante se secó la higuera (v. 19), especialmente cuando, al haber rechazado el agua viva de la gracia (Jn. 7:37–39), pidieron que cayese sobre ellos y sus hijos la sangre de Jesús (27:25).
2. Véase su poder: Al ver esto los discípulos, decían asombrados: Cómo es que se secó en seguida la higuera? (v. 20). Se admiraron del efecto de la maldición de Jesús, al ver con asombro la rapidez con que se había secado la higuera. De este hecho, tomó Cristo ocasión para hablarles del poder de la fe (vv. 21– 22). Veamos cómo se describen:
(A) La naturaleza de esta fe poderosa: Si tenéis fe, y no dudáis (v. 21; comp. Stg. 1:6). El dudar de la promesa y del poder de Dios es el gran estorbo que echa a perder la eficacia y el éxito de la fe. Toda persona sincera y poderosa se siente ofendida cuando se duda de su palabra o de su poder para auxiliar a un necesitado que pide ayuda. Tan ciertos como son el poder y la promesa de Dios, ha de ser la fe del que pide.
(B) La eficacia y la extensión de este poder de la fe: No sólo haréis esto de la higuera, sino que si decís a este monte: Quítate de ahí y échate en el mar, será hecho (v. 21. Véase también lo dicho sobre 17:20). Esto es una expresión proverbial, que da a entender que para Dios no hay nada imposible, y así hemos de creerlo; por tanto, lo que Él ha prometido, ciertamente se llevará a cabo, aunque a nosotros nos parezca imposible.
(C) Los modos y medios de ejercitar esta fe: Y todo lo que pidáis en oración, creyendo, lo recibiréis (v. 22). La fe es como el alma; la oración, el cuerpo; juntos, hacen un ser completo para cualquier servicio. La fe, si es sincera, estimulará la oración; y la oración no será sincera si no brota de la fe. La condición, pues, para recibir es orar creyendo; así no serán negadas las peticiones de la oración, ni quedarán frustradas las expectaciones de la fe. No hay más que pedir, y ya lo tienes; no hay más que creer, y ya lo recibes, ¿Qué más quieres?
(D) Obsérvese la extensión de la promesa: Todo lo que pidáis. Todo, en general; lo que, descendiendo a lo particular. Tal es la necedad de nuestra falta de fe, que, aun cuando creemos en general las promesas de Dios, parece que no les prestamos entera confianza cuando llega el caso particular. Es como si una voz nos susurrara al oído: ¡Eso no tiene aplicación a tu caso! ¡Hoy no hace Dios tales milagros! No es extraño que Cristo vuelva a enseñar esta verdad (v. 17:20), precisamente por la importancia que tiene. Arquímedes dijo en cierta ocasión: «Dadme un punto de apoyo y removeré el orbe de la tierra». Nosotros tenemos lo que nadie pudo dar a Arquímedes: el punto de apoyo de una oración con fe, a la que nada se resiste (v. el comentario a Éx. 32:11–14).
Versículos 23–27
Nuestro Señor Jesucristo (como después Pablo) predicó su Evangelio frente a mucha contención (comp. 1 Co. 11:16; Fil. 1:16); ahora justamente antes de morir, lo vemos enzarzado en controversia. Los grandes contenciosos contra Él eran los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo; es decir, los jefes de los respectivos tribunales judíos: los sacerdotes principales presidían en la corte religiosa, y los ancianos del pueblo en la civil. Éstos se unían en su ataque a Cristo, esperando sorprenderle en algo que le hiciese reo ante uno de los dos (o ambos) tribunales. Aquí les tenemos interrumpiéndole mientras enseñaba (v. 23). Ni querían recibir instrucción de ellos, ni dejar que otros la recibieran.
I. Tan pronto como llegó a Jerusalén, fue Jesús al Templo aunque ya le habían afrentado el día anterior allí; se ponía así de nuevo en medio de sus enemigos, metiéndose, por decirlo así, en la misma boca del peligro.
II. Estaba enseñando allí. Había dicho que el Templo es casa de oración (v. 13), y aquí le tenemos predicando. Orar y predicar deben ir juntos y ninguno de los dos debe usurpar el tiempo del otro. Para tener comunión íntima con el Señor, no sólo hemos de hablarle en oración, sino que también, y antes, hemos de escucharle en su Palabra, para ver lo que nos dice y lo que hemos de decir de Él a otros. En especial, los ministros del Señor han de dedicarse asiduamente a la oración y al ministerio de la palabra (Hch. 6:4).
III. Cuando Cristo estaba enseñando al pueblo vinieron los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo a pedirle que mostrase sus credenciales o autorización para ello. Con todo, del mal supo el Señor sacar bien, pues le dio ocasión de rechazar las objeciones que tenían contra Él; y cuando sus adversarios creyeron tener el poder suficiente para hacerle callar, fue Él quien con su sabiduría les hizo callar a ellos. Veamos:
1. Cómo le asaltaron con una insolente demanda: ¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te dio esta autoridad? (v. 23). Preguntan primero con qué clase de autoridad (lit.) hacía aquello, y después quién le había dado esa autoridad. Como dice Broadus: «Primero indagan la índole de la autoridad, y después preguntan su fuente». Si hubiesen tenido en cuenta sus milagros, y el poder que demostraba en ellos, no habrían tenido necesidad de hacer estas preguntas. Quienes toman sobre sí la tarea de ejercer alguna autoridad, es preciso que se formulen a sí mismos esta pregunta: «¿Quién me ha dado a mí esta autoridad?» Quienes corren antes de darles la señal, en vano se esfuerzan en llegar a la meta, pues correr antes de tener la garantía equivale a verse privados de las bendiciones que comporta. Cristo había demostrado de forma convincente que era un maestro enviado de Dios (Jn. 3:2); sin embargo ahora cuando este punto estaba tan plenamente garantizado y clarificado, le vienen con esta pregunta: (A) Para hacer ostentación de la autoridad que tenían. Por eso le dicen: ¿Quién te dio esta autoridad? Con ello insinúan que no podía tener ninguna autoridad, porque no la había recibido de ellos. Es corriente entre los que más abusan de su poder, ser los más estrictos e insistentes en afirmarlo, y hacer ostentación de placer y regodeo en el ejercicio continuo de dicho poder, por muy aparente que sea este. (B) Para enzarzarle y tenderle una trampa: Si rehusaba contestar a estas preguntas podían decirle al pueblo que su silencio era la tácita confesión de usurpar un poder que no le competía; si decía que su autoridad venía de Dios, volverían a pedirle que les hiciera una señal del Cielo, o le acusarían de blasfemo por tomar en vano el nombre de Dios.
2. Cómo les respondió el Salvador, haciéndoles, a su vez, otra pregunta, con la que podía ayudarles a que ellos mismos contestaran a la suya propia: Yo también os haré una pregunta (v. 24). Al declinar darles una respuesta directa, Jesús se evadía de la trampa y los metía a ellos en su misma trampa: El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo, o de los hombres? (v. 25). Una de las dos cosas tenía que ser. Esta pregunta no era una mera evasiva; pues si se la contestaban, Él contestaría la de ellos. Si decían, contra su propia conciencia: De los hombres, era fácil replicarles: Bien, Juan no hizo ningún milagro (Jn. 10:41) pero Cristo ha hecho muchos. Si decían, como era verdad: Del cielo, entonces se les podía recriminar por no haber escuchado al Bautista, pues éste había dado testimonio de Jesús. Si rehusaban dar respuesta, Cristo quedaba libre de darles explicaciones acerca de la autoridad con que hacía todas aquellas cosas, puesto que preguntaban llevados por el odio y la envidia, y llegaban al extremo de la obstinación en el prejuicio contra la evidencia más clara.
3. Cómo quedaron silenciados y confundidos con estas palabras de Jesús.
(A) Ellos entonces discutían entre sí; no para hallar la solución, sino para ver de salirse con la suya, y dejar en mal lugar a Cristo, y defender sus propios intereses: su prestigio ante el pueblo y su seguridad.
(a) Su prestigio, que correría peligro si reconocían que el bautismo de Juan era del Cielo, ordenado por Dios; porque entonces Cristo podía echarles en cara delante de la gente: ¿Por qué, pues, no le creísteis?
(b) Su seguridad, pues, si decían que el bautismo de Juan era de los hombres, cosa de propia iniciativa, sin llamamiento divino, temían al pueblo—como ellos mismos dicen—, porque todos tienen a Juan por profeta (v. 26). Por aquí se ve: Primero: Que el pueblo abrigaba, acerca de Juan, sentimientos que los líderes no compartían. Este pueblo, del cual los líderes habían dicho que no conocía la ley y que eran unos malditos (Jn. 7:49), parece ser que había recibido todas, o algunas, bendiciones del Evangelio. Segundo: Que los principales sacerdotes y los ancianos temían al pueblo, lo cual era una prueba de que no obraban como debían. Si hubiesen conservado su integridad y cumplido con su deber, habrían conservado su autoridad y no tendrían por qué temer al pueblo. Tercero: Que es corriente, especialmente, en el común de la gente, ser celosos por el honor de lo que consideran sagrado y divino. De ahí que las más aceradas discusiones han sido siempre acerca de las cosas santas. Esto es lo que expresa la frase latina: Odium theologicum = el odio teológico; es decir, el odio con que los teólogos se miran mutuamente, por el hecho de sostener opiniones encontradas acerca de las cosas de Dios. Aquí viene muy bien la consideración con que se abre el famoso libro atribuido a Tomás de Kempis, La Imitación de Cristo:
«¿De qué te sirve discutir acerca de la Trinidad, si careces de humildad, por donde desagradas a la Trinidad?» Cuarto: Que los principales sacerdotes y los ancianos se guardaban de negar paladinamente la verdad no por temor de Dios, sino por temor a los hombres. Hay muchas personas que serían todavía peores de lo que son, si tuviesen el coraje necesario para ello.
(B) Cómo replicaron a Jesús, y abandonaron la discusión, pues confesaron: No lo sabemos (v. 27). Podían haber dicho, si fuesen sinceros: No queremos decirlo. Pero aun así, ¡qué vergüenza tan grande para los grandes maestros de Israel! (comp. Jn. 3:10). Al no querer confesar el conocimiento que tenían, se vieron constreñidos a confesar su ignorancia. Obsérvese, de paso, que al decir: No lo sabemos, decían una solemne mentira, porque bien sabían ellos que el bautismo de Juan era de Dios. Hay muchos que tienen más vergüenza de mentir que de cometer el pecado de mentir, y por eso, no tienen escrúpulos en callarse lo que saben que es falso según sus propios pensamientos, porque de esa manera nadie puede desaprobarlos en lo que se callan.
(C) De este modo, Cristo quedó incólume de la trampa en que habían intentado meterle, y se justificó al rehusar contestar a la pregunta que le habían hecho: Tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas. No merecían que Jesús continuase discutiendo con ellos acerca de su autoridad, pues personas de tal condición no se dejan convencer de la verdad. Los que detienen con injusticia la verdad (Ro. 1:18), merecen que se les niegue el conocimiento de ulteriores verdades que vienen investigando: Quitadle, pues, el talento, y dádselo al que tiene diez (25:28). Los que no quieren ver, no podrán ver.
Versículos 28–32
Así como Jesús instruía a sus discípulos por medio de parábolas, también redargüía, a veces, a sus adversarios por medio de parábolas, pues éstas sirven para introducir más hondo el reproche, y hacer que las personas estén mejor dispuestas a reprocharse a sí mismas (comp. 2 S. 12:1–13). Éste es el propósito de Cristo en esta ocasión, como se ve por sus primeras palabras: ¿Qué os parece? (v. 28). Consideremos aquí:
I. La parábola misma, que presenta dos clases de personas: una que demuestra ser mejor que lo que prometía; otra que promete más de lo que demostró ser después.
1. Los dos eran hijos del mismo padre. Hay favores y beneficios que se reciben por igual de él, como hay obligaciones bajo las cuales se está de igual modo con respecto a él. Sin embargo, en iguales circunstancias, ¡qué grande es la diferencia de caracteres en los seres humanos!
2. A los dos se les dio la misma orden: Hijo, ve a trabajar hoy en mi viña. Dios envía a sus hijos a trabajar, aunque sean sus herederos. (A) Las tareas religiosas, a cuyo desempeño somos llamados, es como un trabajo de viñador: acreditado, provechoso y placentero. Por el pecado de Adán, nos vemos obligados a trabajar con sudor el terruño, y a comer las hierbas del campo (Gn. 3:18), pero por la gracia del Señor Jesucristo, somos llamados de nuevo a trabajar en su viña. (B) El llamamiento del Evangelio para trabajar en su viña requiere obediencia pronta: Hijo, ve a trabajar hoy. No hemos sido enviados al mundo para estarnos de brazos cruzados, ni se nos ha dado la luz del día para estar jugando. (C) La exhortación se nos dirige como a hijos. Es el mandato de un Padre, lo que incluye juntamente autoridad y cariño; un Padre que se complace en el Hijo que le sirve con toda fidelidad (Jn. 4:34).
3. La conducta de uno y otro fue muy diferente. Uno de los hijos obró mejor que lo que dijo; el otro dijo mejor que lo que obró.
(A) La respuesta del primer hijo fue descortés y mala: No quiero (v. 29). Malas son las excusas, pero las negativas directas son peores; y éstas son las negativas que el Evangelio halla con frecuencia en muchos. Algunos prefieren la comodidad propia y tienen el corazón tan apegado a sus propios intereses del mundo que no están dispuestos a trabajar en la viña del Señor. A quiénes se refiere inmediatamente el Señor aquí, se da a entender por el contexto posterior (vv. 31–32). Pero, afortunadamente, este hijo cambió de mentalidad y fue a trabajar: Pero, después, arrepentido, fue. La palabra que hay aquí para arrepentido no es metanoesas = cambiando de mentalidad, sino metamelethéis = cambiando de interés, lo cual, por supuesto, presupone un «cambio de mentalidad» y va más adelante: se interesó en ir a trabajar. Mejor tarde que nunca. Tan pronto como se arrepintió, fue, y mostró así frutos dignos de arrepentimiento (3:8). La única evidencia de que estamos realmente arrepentidos de nuestra anterior resistencia al Evangelio, es obedecer de inmediato y ponernos a trabajar por el Evangelio; así quedará perdonado lo pasado, y todo quedará bien. Nuestro Dios está siempre dispuesto a conferir sus gracias y, por muchas que hayan sido nuestras necias rebeliones, tan pronto como nos arrepentimos, nos acepta favorablemente, y nos llena de tantas bendiciones, que pronto nos percatamos de que el nuestro ha sido un arrepentimiento del que no hay que tener pesar (2 Co. 7:10).
(B) La respuesta del otro hijo no pudo ser mejor: Sí, Señor, voy. Este le da a su padre un título respetuoso: Señor; y profesa una obediencia pronta; no dice: «Ya iré luego», sino: «Yo estoy listo para ir ahora mismo» (el original calla el voy, y enfatiza el yo); como si dijese: Puedes confiar en mí para ese trabajo. Pero no fue; faltó vergonzosamente a su palabra. Hay muchos que tienen los labios llenos de amor y servicio, pero su corazón va por el lado contrario (comp. 1 Jn. 3:18). Capullos y flores no son todavía fruto.
II. Tras la exposición de la parábola, Cristo pregunta: ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre? (v. 31). Los dos tenían pecado; el uno fue áspero y rudo; el otro resultó falso. Pero la pregunta tiende a establecer el verdadero carácter de cada uno. Así que la respuesta era fácil: El primero, porque sus acciones fueron mejores que sus palabras y, sobre todo, porque el final bueno fue un correctivo evidente del mal comienzo. El tenor de toda la Escritura nos da a entender que todo el que se arrepiente de su conducta mala anterior, es acepto a Dios (v. Ez. 33:14–16).
III. Con su propia respuesta quedaron condenados los interlocutores: los principales sacerdotes y los fariseos (v. 45). A éstos se dirige Jesús, y les asegura que los pecadores (publicanos y rameras) que creyeron a Juan, después de haber resistido al llamamiento de Dios, se arrepintieron y creyeron, mientras que ellos, los sacerdotes y fariseos, despreciaron a Juan, y no se arrepintieron para creerle (vv. 31–32). En la aplicación que Cristo hace de la parábola observemos:
1. Cómo demuestra que el bautismo de Juan era del Cielo, no de los hombres, pues viene a decirles:
«¿No lo sabéis? (v. 27); pues, podíais saberlo»:
(A) Por el objetivo de su ministerio: Vino a vosotros Juan en camino de justicia. Recordad la norma que sirve de piedra de toque: Por sus frutos los conoceréis (7:16); por los frutos de sus doctrinas, y por los frutos de sus conductas. Ahora bien, era evidente que Juan había venido en camino de justicia; es decir, predicaba y practicaba la justicia, que consiste en ajustarse a la voluntad de Dios en cada momento (3:15; Ro. 12:2). Juan predicó el arrepentimiento y obró con justicia, arrostrando todos los riesgos que ello comportaba.
(B) Por el feliz resultado de su ministerio: Los publicanos y las rameras le creyeron (v. 32). Si no hubiera sido Dios quien envió a Juan el Bautista, no habría coronado con tal éxito el trabajo de su ministerio. El provecho de la congregación es el mejor testimonio del llamamiento divino y del fiel desempeño del ministerio pastoral.
2. Cómo les reprocha el desprecio que habían mostrado hacia el bautismo de Juan. A fin de avergonzarles por ello, les pone delante la fe, el arrepentimiento y la obediencia de los publicanos y de las rameras, lo cual agrava la incredulidad y la impenitencia de ellos.
(A) Los publicanos y las rameras eran como el primer hijo de la parábola; poco podía esperarse de ellos en cuanto a religión. Prometían poco, y quienes les conocían, esperaban poco de ellos. Sin embargo, muchos de ellos vinieron al arrepentimiento y a la fe por medio del ministerio de Juan.
(B) Los sacerdotes, escribas y fariseos, y los ancianos del pueblo, y la nación judía en general, eran como el otro hijo que dio, sí, buenas palabras, pero sin fruto. Es mucho más difícil convencer a un hipócrita que al peor de los criminales. Dos cosas agravaban el pecado de los escribas y fariseos, etc. (a) El que Juan fuese una persona tan excelente. Cuanto mejores son los medios por los que se nos ofrece la gracia de Dios, tanto más severa será la cuenta que Dios nos tome al final, si no nos arrepentimos. (b) Que, después de ver a los publicanos y a las rameras ir por delante de ellos al reino de Dios, no se arrepintieron después para creer. El orgullo, la codicia, la envidia, no les permitieron buscar a Dios por el camino de justicia que Él les señalaba.
Versículos 33–46
Esta parábola pone de manifiesto el pecado y la ruina de la nación judía.
I. Aquí tenemos los privilegios de la nación judía, presentados bajo la parábola del arriendo de la viña a los labradores. Obsérvese:
1. Cómo Dios escogió para sí un pueblo en medio de las naciones. El reino de Dios en la tierra (v. 43) es comparado a una viña (v. Is. 5), equipada con todos los requisitos necesarios para su labranza y mantenimiento. (A) Dios plantó esta viña. También la Iglesia es labranza de Dios (1 Co. 3:9). La tierra da de suyo espinos y cardos (Gn. 3:18), pero las viñas hay que plantarlas. (B) Dios la cercó de vallado; la protegió de sus enemigos y le dio preceptos que la protegiesen en su interior; cavó en ella un lagar, para que no tuviesen que salir fuera en su trabajo de elaboración del vino, y edificó una torre, desde la que el atalaya pudiese avizorar el peligro y amonestar a los labradores (Ez. caps. 3 y 33).
2. Cómo, después de equipar a los labradores con todo lo necesario para la labranza y buena conservación de la viña, el padre de familia se ausentó del país. Lucas 20:9 especifica que se ausentó por mucho tiempo. Esta ausencia de Dios se muestra en dos momentos culminantes: (A) Después de dar la Ley en el Sinaí, se ausentó en cierta manera, dejándoles el recurso principal a su Palabra; (B) al establecerse la monarquía en Israel, Dios comenzó a gobernar a su pueblo mediante los reyes, los cuales son principalmente representados en los labradores de la parábola, aunque en el momento en que Jesús habla, se trata de los dirigentes del pueblo.
II. Lo que Dios esperaba del arriendo hecho a estos labradores: recibir los frutos a su tiempo (v. 34). Era una expectación sumamente razonable, por cuanto: 1. No apresuraba indebidamente a los arrendatarios, sino que esperó a que se acercase el tiempo de los frutos. Dios siempre nos da el tiempo necesario y conveniente para que podamos ofrecerle, al responder a la obra de su gracia, frutos dignos de arrepentimiento. 2. No esperaba de ellos más de lo justo: Envió sus siervos, para recordar a los labradores el deber que tenían contraído respecto del amo de la viña, así como para ayudarles a recoger el fruto y traérselo al amo.
III. El mal trato que los labradores dieron a los siervos que el amo les había enviado.
1. No sólo les insultaron y les despreciaron, sino que a uno golpearon, a otro mataron, y a otro apedrearon (v. 35). Para ver de qué manera se cumplió esto, basta echar una ojeada a lugares como 1 Reyes 18:4; 19:10; 22:24; 2 Crónicas 24:21 y ss.; Jeremías 20:1 y ss.; 26:20 y ss.; 37:15 y 38:6. Así persiguieron a los profetas que os precedieron había dicho anteriormente Jesús (5:12). Este es el trato que, de ordinario, da el mundo a los seguidores de Cristo; y no sólo el mundo, sino los mismos jefes religiosos de todas las épocas (v. Jn. 15:18–21; 16:2; «el que os mate, pensará que rinde servicio—o culto—a Dios»). (A) Los labradores persiguieron a los siervos, tratándoles como a los peores malhechores. (B) Los siervos tuvieron el privilegio de sufrir por la causa de su Señor (Fil. 1:29). ¡Triste cosa es que esto fuese a manos, precisamente, de los obreros de la viña! A pesar de todo, véase: (a) que Dios perseveró en su paciencia y en su bondad hacia los labradores, pues les envió de nuevo a otros siervos (v. 36), y en mayor número que antes, a pesar de que habían tratado tan mal a los anteriores. (b) Que ellos perseveraron en su perversidad: E hicieron con ellos de la misma manera (v. 36b). Un pecado conduce a otro, hasta que se forma la cadena del vicio, tan difícil de romper.
2. Finalmente les envió su hijo (v. 37). Hemos visto ya la bondad de Dios al enviar nuevos siervos, después del malísimo trato que los labradores habían dado a los primeros; pero, en este último caso en que les envía su propio hijo, la maldad de los labradores llega a su colmo.
(A) Nunca la gracia apareció tan generosa como en el envío del Hijo. Éste trajo al mundo la última palabra del Padre (v. He. 1:1–2). Al manifestarse así la gracia de Dios para ofrecer salvación a todos los hombres (Tit. 2:11) bien podía esperar Dios una respuesta adecuada: Tendrán respeto a mi hijo (v. 37b). Por eso lo envió; si respetaban al Hijo, todo quedaría arreglado; tras el esperado arrepentimiento, vendría el perdón generoso. El Hijo venía con una autoridad inmensamente superior a la de los siervos.
(B) Nunca el pecado apareció tan negro y criminal como en el trato que dieron los labradores al Hijo.
(a) Primero, se conjuraron en complot contra Él: Mas los labradores, cuando vieron al hijo, dijeron entre sí: Éste es el heredero; venid, matémosle y apoderémonos de su heredad (v. 38). La venida del Hijo les animó a matarle, para así cesar de ser arrendatarios y convertirse en propietarios de la heredad. Pilato y Herodes no lo sabían, pero los principales sacerdotes y los ancianos tenían suficientes pruebas de que Jesús era el Hijo de Dios, el heredero del mundo (Col. 1:15). ¡Cuántos mueren por poseer una hacienda! El motivo principal por el que le odiaban era precisamente el interés que mostraba en hacer bien a la gente. Pensaban que si quitaban de en medio a Jesús, podrían seguir ellos disfrutando tranquilamente de sus privilegios y de la autoridad que imponían al pueblo. Con todo, mientras ellos tramaban su complot, Dios cumplía su santo designio de llevar a su Hijo a la gloria al pasar por la cruz (Hch. 2:23; 3:18; 4:10, 27).
(b) Segundo, ejecutaron su complot: Y tomándole, le echaron fuera de la viña, y le mataron (v. 39). No es extraño que se apresurasen a echarle mano para matarle. Considerándole como indigno de vivir, y estando como estaban deseosos de verle morir, le echaron fuera de la viña, y le crucificaron fuera de la ciudad (He. 13:12), como si fuese la vergüenza y el reproche de la nación, cuando era la mayor gloria del pueblo de Israel.
IV. Al no acertar a verse retratados en la parábola, los sacerdotes y los fariseos proclamaron por su propia boca la condenación que merecían (vv. 40–41). Les pregunta Jesús: Cuando venga, pues, el señor de la viña, ¿qué hará a aquellos labradores? (v. 40). Les hace la pregunta para que sea más fuerte su convicción. Los procedimientos de Dios son tan lógicos, que sólo necesitan despertar la conciencia del pecador para que éste se percate de que los juicios de Dios son infinitamente justos. Así que se apresuraron a contestar: A esos malvados les dará un fin miserable. Muchos son los que fácilmente pronostican las funestas consecuencias de los pecados ajenos, sin percatarse de las que tendrán los suyos propios.
1. Nuestro Salvador, al hacer la pregunta, supone que el señor de la viña vendrá y les ajustará las cuentas a los labradores malvados. Los perseguidores dicen en su corazón: Se tarda en venir (24:48; 2 P. 3:4). Dios tiene paciencia por mucho tiempo, pero no se retrasará un segundo el día de su ira (Ro. 2:4–5).
2. En su respuesta, ellos suponen que dicho ajuste de cuentas será terrible.
(A) Les dará un fin miserable. Que no esperen los hombres trabajar para el mal, y ser pagados bien (v. Ro. 6:23). Esto se cumplió sobre la nación judía, en aquella miserable destrucción que los romanos efectuaron en el año 70 de nuestra era.
(B) Y arrendará la viña a otros labradores que le paguen el fruto a su tiempo (v. Hch. 13:46; 15:7; 18:6; 28:28). Dios no se quedará sin testimonio a causa de la deserción de la nación judía, sino que el rechazo de Israel apresurará la entrada de los gentiles en la Iglesia.
V. Cristo ilustra y aplica Él mismo la parábola, y viene a decirles que, en esto, habían juzgado bien.
1. Lo ilustra refiriéndose a la Escritura que se cumplía en esto: ¿Nunca leísteis en las Escrituras? (v. 42). La cita es del Salmo 118:22–23, el mismo contexto del que los muchachos habían tomado sus hosannas. La misma palabra sagrada que suministra materia de alabanza y consuelo a los amigos y seguidores de Cristo, fulmina convicción y terror a los enemigos de Jesús y del Evangelio; por eso, es una espada de dos filos (He. 4:12).
(A) Los constructores que rechazaron la piedra son los mismos que aquí aparecen como labradores que matan al Hijo que les es enviado. No ceden a Cristo ningún lugar en su construcción, y le arrojan fuera como vaso inútil y quebrado, como piedra que sólo sirve para tropezar.
(B) La promoción de esta piedra rechazada, para convertirse en piedra angular (16:18), es equivalente al arriendo de la viña a otros labradores (1 P. 2:5–10). El que fue rechazado por los judíos, fue recibido por los gentiles. En la Iglesia, Cristo lo es todo en todos, llenándolo todo (Ef. 1:23; 4:10).
(C) La mano de Dios estaba en esto: El Señor es quien ha hecho esto (v. 42b). Por eso es cosa maravillosa a nuestros ojos (1 P. 2:9b). La perversidad de los judíos que le rechazaron es asombrosa, pero el honor que iba a recibir de los gentiles es maravilloso. De Dios ha venido esta piedra, de tropiezo para los desobedientes, pero preciosa para los que creen (1 P. 2:6–8).
2. Les aplica la parábola y, con ello, la sentencia que ellos mismos han pronunciado. La aplicación es la vida de la predicación, pues mete la espada de la Palabra en el corazón de cada individuo (comp. Hch. 2:37). Notemos que, en su inmensa compasión, Jesús no cita la primera parte de la sentencia que ellos mismos habían pronunciado («les dará un fin miserable»), sino que les sería quitada la viña y arrendada a otros labradores que le produjeran fruto a Dios: Por tanto os digo que el reino de Dios os será quitado, y será dado a gente que produzca los frutos de él (v. 43). El grueso de la nación judía quedaba así desposeído de los beneficios espirituales del reino, a causa del rechazo que habían llevado a cabo en la persona del Rey, no sirviéndoles de nada el privilegio de raza mientras no vuelvan a reconocer como Rey al Mesías. Que este rechazo no es para siempre, como piensan algunos, se ve por la lectura atenta de todo el capítulo 11 de Romanos, especialmente los versículos 25–29, y por todo el contenido escatológico de los profetas del Antiguo Testamento. Por otra parte, los gentiles entrarían a compartir las bendiciones de las promesas hechas a Abraham antes de ser circuncidado. Así, la Iglesia (compuesta de judíos y gentiles) disfruta hoy de ciertos aspectos espirituales del reino, al haber reconocido en Cristo al Rey (Col. 1:13), y compartirá las bendiciones del reino venidero, que serán también terrenales, mientras que las de la Iglesia son espirituales en los lugares celestiates en Cristo (Ef. 1:3). Con esto se ve que la Iglesia no es tenida en menos que Israel, sino en más. La aplicación general aquí (para ser tenida en cuenta por todos) es que nadie rechaza impunemente al Salvador. El que tropieza en Él, queda quebrantado, y el que atrae la maldición sobre su cabeza («caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos»), está pidiendo que caiga sobre su cabeza esta piedra que le desmenuzará (v. 44).
VI. La reacción final de los oponentes de Jesús.
1. Y oyendo sus parábolas los principales sacerdotes y los fariseos, entendieron que se refería a ellos (v. 45), y que, en lo que ellos mismos habían dicho (v. 41), habían leído su propia sentencia de condenación. Una conciencia culpable no necesita fiscal.
2. Al buscar cómo echarle mano (v. 46). Cuando los que escuchan los reproches de la Palabra de Dios, se dan cuenta que se dirige a ellos, si no les hace bien, les hace mucho daño, pues quedan más endurecidos y obstinados. Por eso, nadie sale igual que entró a oír la predicación del Evangelio; no hay alternativa: o se sale más cerca de la salvación o más encerrados en la condenación (Jn. 8:24).
3. No se atrevieron a hacerlo en esta ocasión: Temían al pueblo, porque éste le tenía por profeta. Dios tiene muchos medios para frenar los intentos del mal, como los tiene para que todo redunde finalmente en honor de su gloria.
Este capítulo es una continuación de los discursos de Cristo en el Templo. Contiene la parábola del banquete de bodas. Después, Cristo es asediado a preguntas sucesivamente por los fariseos, los saduceos y nuevamente los fariseos; siempre para tenderle una trampa. Al final, es Cristo el que hace una pregunta, a la que nadie se atrevió a responder.
Versículos 1–14
Parábola de los invitados al banquete de bodas. Comienza diciendo que Jesús tomó la palabra (lit. respondiendo, no a lo que otros le dijesen, sino a lo que Él pensaba), lo cual es siempre señal de algo de mucha importancia dentro del contexto posterior. En efecto, es menester prestar atención a los detalles de la parábola para entenderla correctamente. Digamos ya de entrada que en esta parábola se trata de la invitación que Dios el Padre hace a su pueblo Israel para que reconozcan en Jesús al heredero del reino. Jehová había sido el Hacedor y el Marido de Israel (Is. 54:5), y el pueblo había sido infiel. Es significativo que el primer milagro de Jesús fuese en las bodas de Caná (Jn. 2:1 y ss.) y que se diga de este milagro, no que era el primero de una serie, sino el arquetipo de los demás (v. Jn. 2:11. No dice: Éste fue el primer milagro, sino: Este principio, arkhé, no proton de señales). La diferencia con Lucas 14:16 es evidente en muchos detalles: En Lucas es un hombre el que hace el banquete; aquí es un rey; allí es una gran cena; aquí es banquete de bodas; allí envía una vez a llamar a los invitados; aquí, dos veces; allí, los invitados se excusan; aquí, se burlan. Todo hace ver el parentesco de esta parábola con la de los labradores malvados; de ahí que tenga aplicación directa al pueblo judío, no a la salvación en general. Si esto no se entiende, se cometen graves equivocaciones en la exégesis y en la predicación. Notemos todos los detalles:
I. La invitación a recibir al Mesías como heredero del reino es presentada bajo la semejanza de un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo.
1. El hijo es Jesús, sin duda. Obsérvese, sin embargo, que no se nombra a la esposa (comp. con Ap. 19:7–9, para notar el contraste); el énfasis se carga sobre los invitados.
2. Hay un banquete preparado primordialmente para unos determinados convidados, mas éstos no quisieron venir (v. 3). Aquí están claramente representados los judíos a quienes primeramente había de ser anunciada la palabra de Dios (Hch. 13:46).
3. Hay una nueva invitación, para hacer saber a los convidados que el banquete está ya preparado. Se ha cumplido el tiempo (3:2; 4:17; Mr. 1:15). ¡No había tiempo que perder!
II. La reacción final de los convidados:
1. Sin hacer caso de la invitación, se fue cada uno a su negocio; y hubo incluso algunos de ellos que, echando mano a los siervos, los maltrataron y mataron (vv. 4–6). Así responde la malicia humana a la suma bondad de Dios.
2. Notemos tres clases de personas, aunque todas ellas malvadas: (a) los indiferentes, como son los materialistas de todos los tiempos; (b) los que se burlan y afrentan (esto es lo indicado en el término
«maltrataron»): (c) los abiertos perseguidores, que no se contentan con menos que con la muerte. Las tres clases se habían dado en tiempo de los profetas y se daban en tiempos de Jesucristo.
III. La reacción del rey:
1. Se enojó (v. 7). La ruina que se cernía sobre la nación judía está ya preparada en este enojo de Dios contra su pueblo.
2. Enviando sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas, y quemó su ciudad. No dice que destruyera a los que desoyeron la llamada, sino a los homicidas de sus siervos, como si Dios estuviera más celoso por las vidas de sus ministros que por la proclamación de su mensaje. La persecución de los mensajeros de Dios colma la medida del pecado y de la indignación de Dios más que ninguna otra cosa.
3. El castigo se cumplió puntualmente cuando los ejércitos romanos al mando de Tito, el hijo del emperador, sirvió a Dios de instrumento de su furor, como en otro tiempo se había servido de los ejércitos caldeos al mando del rey Nabucodonosor para causar la ruina de la nación judía, y especialmente de la capital y de su santuario.
IV. Pero los propósitos de Dios no pueden quedar frustrados. El rechazo de los judíos significó la entrada de los gentiles (vv. 8–10). Obsérvese:
1. La queja del rey: El banquete está a punto; mas los que fueron invitados no eran dignos (v. 8). Al rechazar al Mesías, los judíos se habían mostrado indignos del privilegio que tenían de ser los primeros destinatarios del Evangelio. No se debe a Dios el que los impíos perezcan, sino a sí mismos (v. Ez. 18:23; 2 P. 3:9).
2. La comisión que da a los siervos de que vayan a invitar a otros. Los de la ciudad (v. 7) habían rehusado venir. Ahora les envía a las encrucijadas de los caminos (v. 9); es decir, donde los caminos que salían de la ciudad se separaban en dos o más direcciones, aquí tiene la significación de los caminos de los gentiles, a los que antes había prohibido Jesús a los apóstoles que fuesen (10:5). El ofrecimiento del Evangelio a los gentiles fue así:
(A) De momento, sorprendente e inesperado. ¡Qué sorpresa no sería para los que marchaban por su camino, encontrarse de sopetón con una invitación para acudir a un banquete de bodas reales! Para los gentiles, el Evangelio era una verdadera novedad (¡noticias de última hora! Hch. 17:19–20) y, por tanto, no podían sospechar que tal invitación fuese para ellos.
(B) Universal e indiscriminado: Llamad a las bodas a cuantos halléis. Como si dijese: «Salid a las confluencias de todos los caminos, y rogad con gran urgencia (esta es la etimología de «invitar») a todos que vengan, a cualquiera y a todos juntos; que venga como es, que será bien recibido, sin excepción».
3. El éxito de esta segunda invitación: Y saliendo los siervos por los caminos, juntaron todos los que hallaron (v. 10). Vemos:
(A) Que el objetivo del Evangelio es juntar, reunir (Jn. 10:16; 11:52) a todos los hijos de Dios dispersos, y juntarlos para que asistan a un banquete de bodas: a los privilegios de un nuevo pacto, pues todo pacto se sellaba con una comida.
(B) Que los invitados que acudieron eran una multitud: y el salón de bodas se llenó de convidados (v. 10b). Esta circunstancia arroja una luz decisiva sobre el sentido del versículo 14. ¡Cuánta alegría experimentaría el rey al comprobar el éxito de esta invitación! Si hay tanto gozo en el cielo, delante de los ángeles de Dios, por un solo pecador que se arrepiente (Lc. 15:7, 10), ¡qué gozo habrá cuando se realizan conversiones en masa!
(C) Que no se trataba de una multitud selecta, sino abigarrada y mezclada: Tanto malos como buenos; no se detuvieron a hacer diferencias sociales, ni siquiera morales; más aún, los malos son mencionados primero, para poner de relieve la gracia de Dios hacia el pecador perdido. Si Jesús vino a salvar lo perdido (Lc. 19:10), la medida de la perdición determinaba la urgencia del Salvador (1 Ti. 1:15). Muchos de los que entonces eran malos, serían después buenos cristianos: Y esto erais algunos (1 Co. 6:11).
V. Malos y buenos fueron invitados y aceptados, pero los hipócritas no caben en ese salón. Este es el caso del invitado que asiste al banquete sin estar vestido con traje de boda (v. 12). Quizás hay aquí una alusión a Sofonías 1:7–8. Respecto de este individuo.
1. Cómo fue descubierto (v. 11):
(A) Al entrar el rey para ver a los convidados; es la inspección del Dios omnisciente a la que debe someterse toda persona que profesa la fe cristiana. Esto nos debe servir de serio aviso contra la hipocresía, pues las máscaras y caretas no sirven delante de Dios; también sirve de estímulo a la sinceridad, al saber que Dios nos es testigo. Este individuo no habría sido jamás descubierto como lo que realmente era, si no hubiese entrado el rey a ver a los invitados. Podemos engañar a los hombres, pero no a Dios. Nótese el tono de Jesús cuando, por medio de su Espíritu, habla a las siete iglesias de Apocalipisis capítulos 2 y 3.
(B) Tan pronto como entró, vio el rey a un hombre que no estaba vestido con traje de boda (v. 11). Le echó la vista encima inmediatamente; vana es la esperanza de escapar a la justicia divina escondido en medio de una multitud. No llevaba el traje de etiqueta. Si la llamada del Evangelio es la convocación a un banquete de bodas, entonces el traje de boda es una condición del corazón y una forma de vida en concordancia con el Evangelio. Este hombre no estaba desnudo, ni vestido de harapos, pero no llevaba el traje conveniente. Sólo los que están revestidos de Cristo (Gá. 3:27), el cual es Jehová-Tsidkenu = «Jehová, nuestra justicia», tienen franca entrada a este banquete. Pero este hombre, como Adán y Eva, prefirió llevar su propio traje que no podía cubrirle. No tenía ninguna excusa, pues los reyes y nobles, en estas ocasiones, proveían gratis de este traje, como gratis se nos da la gracia con que nos revestimos de Cristo (v. también Gn. 45:22; 2 R. 5:22; Sal. 45:13–14; Is. 61:10; Jer. 23:6).
2. Cómo fue juzgado: Y le dijo: Amigo, ¿cómo entraste aquí, sin estar vestido con traje de boda? (v. 12). Fue esta una pregunta desconcertante para quien creía estar allí a salvo de toda reconvención.
¡Amigo! (lit. compañero o camarada). Este saludo era un dardo penetrante, pues quien lo recibía estaba ligado con tantos vínculos y obligaciones a comportarse como amigo. ¿Cómo entraste aquí? No reprende a sus siervos por dejarle entrar, sino a él, por tener la presunción de mezclarse entre los llamados, a sabiendas de que su corazón no era recto. También nosotros deberíamos preguntarnos: «¿Cómo he venido a la Mesa del Señor, sin estar humillado, santificado, reconciliado con mi hermano y quizás he llegado tarde también? Si no he entrado por la puerta apropiada, soy un ladrón y un salteador». Si nos juzgamos así a nosotros mismos, examinando nuestro traje de boda, no seremos juzgados (1 Co. 11:31). Mas él enmudeció. Convicto de su ingratitud y descortesía, no sólo por la palabra del rey, sino también por su propia conciencia, no pudo pronunciar ni una sola palabra en defensa suya. Quienes no han oído nada de este banquete de bodas tendrán más excusa que quienes se atreven a entrar sin el traje de etiqueta al tener más luz y ser objeto de un mayor amor por parte de Dios.
3. Cómo fue sentenciado: Entonces el rey dijo a los sirvientes: Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de afuera; allí será el llanto y el crujir de dientes (v. 13).
(A) El rey da orden de que sea esposado, como los criminales después de recibir la sentencia. Quienes no quieren trabajar y andar como deben, han de esperar encontrarse un día atados de pies y manos; no podrán resistir el castigo ni escapar de él.
(B) El rey ordena a sus sirvientes que le saquen del salón del banquete. Esto expresa el tremendo castigo en la otra vida; ser llevados lejos del rey («Apartaos de mí, malditos»; 25:41) y del banquete de la vida eterna. Quienes no andan como es digno del cristianismo que profesan, renuncian a la felicidad a la que presuntuosamente aspiraban.
(C) El rey le sentencia a la más horrible cárcel: A las tinieblas de afuera (v. 8:12). El Infierno es la más espantosa oscuridad, puesto que es la expulsión del Cielo, lugar de luz (Ap. 21:23, 25; 22:5 y 15); allí impera el dolor y la oscuridad (Ef. 5:8; Col. 1:13; 1 P. 2:9, etc.). El llanto expresa gran dolor, pesar y angustia; el crujir de dientes, la rabia y la desesperación.
VI. La parábola concluye con una frase que, sacada de su contexto, se presta a ser mal interpretada (v. también 20:16, aun que allí no está bien atestiguada): Porque muchos son llamados, y pocos escogidos (v. 14). La mayoría de los exegetas entienden esta frase en el sentido técnico de la elección eterna de algunos, entre los muchos que reciben la oferta general que Dios hace de buena fe a todos. Todo el contexto de la parábola va en contra de esta interpretación. En esta ocasión, el salón de boda está lleno de llamados (comp. Ro. 1:6; 8:28, 30; 1 Co. 1:2, 24, 26, coincide aquí con escogidos del v. 27; Gá. 5:13; Ef.
1:18; 4:1; 1 Ts. 2:12; 4:7; 2 Ts. 2:14; 1 P. 5:10; Ap. 19:9, etc.); mientras que uno solo es desechado por no llevar el traje de boda (no significa que sólo uno de los convidados a las bodas del hijo del rey sea indigno, sino que tiene un carácter representativo). ¿Quiénes, pues, serán los «escogidos» aquí? Sin duda, los escogidos en la primera invitación (v. 3), los cuales rehusaron venir al banquete; es decir, los pertenecientes al pueblo escogido.
Versículos 15–22
En esta porción, se nos refiere el ataque que planearon contra Jesús los fariseos y los herodianos sobre el asunto del pago del tributo.
I. Cuál era el objetivo de esta pregunta: Tenderle una trampa y sorprenderle en alguna palabra (v. 15). Y, para ello, se fueron a deliberar. Ahora le atacan desde otro frente, para ver si pueden vencerle con el conocimiento que tienen de la Ley. Los hombres mejores y más prudentes no pueden escapar al odio y a la mala voluntad de los perversos ni verse a cubierto de lenguas pendencieras (Sal. 31:20), por muy íntegros y avisados que sean, puesto que los enemigos de Cristo y del Evangelio son infatigables en su oposición.
1. Se fueron a deliberar. Cuanto mayor es la deliberación, tanto más grave es el pecado. Y cuanto mayor es la astucia con que se planea, tanto mayor es la perversidad de la voluntad en cometerlo.
2. Su objeto era sorprenderle en alguna palabra. Vieron que se expresaba con toda libertad y pensaron que era una buena ocasión para tenderle una trampa. Siempre ha sido táctica astuta de Satanás y de sus agentes hacer que una frase dicha inocentemente, pero interpretada de mala manera, haya ocasionado daño a las almas, y perjuicio al testimonio del Evangelio.
3. Dos caminos tenían los enemigos de Cristo para deshacerse de Él: la ley y la fuerza. Con la ley en la mano, nada podían hacer, a no ser que consiguiesen presentarle como reo ante los tribunales civiles. Tampoco era fácil deshacerse de Él por la fuerza, puesto que el pueblo tenía a Jesús por profeta, y podía producirse un tumulto, del que los líderes serían los más responsables ante las autoridades romanas. Por eso, el designio de ellos era presentarle un dilema ineludible, ante el que habría de granjearse, ya fuese el desagrado del pueblo o la prosecución por parte de la magistratura del Imperio, tomase el camino que tomase. Así tendrían ellos ganada la partida, al hacerle tropezar con su propia lengua.
II. Cuál fue la pregunta con la que intentaban sorprenderle (vv. 16–17).
1. Las personas que emplearon para ello; no fueron ellos mismos, sino que le enviaron los discípulos de ellos, para que así apareciesen menos como tentadores que como aprendices. Los hombres más perversos suelen usar medios poco sospechosos para llevar a cabo sus peores designios. Con ellos, enviaron a los herodianos, un partido entre los judíos que tenía por objetivo inducir al pueblo a someterse al gobierno y pagar de buena gana el tributo exigido por el poder romano. Comoquiera que los fariseos eran opuestos al poder romano y estaban en contra del pago del tributo, ambos partidos parecían llevar el asunto a Cristo con buena intención, para que Él como maestro, decidiera lo que debía hacerse. Si aconsejaba pagar el tributo, los fariseos soliviantarían al pueblo contra Él; si aconsejaba no pagar, los herodianos le denunciarían ante el gobierno de la nación. Es cosa corriente entre los que están enemistados entre sí, oponerse conjuntamente a Cristo y a su Evangelio. Las zorras de Sansón miraban hacia lugares opuestos, pero estaban unidas por la tea entre las colas (Jue. 15:4).
2. La forma respetuosa en que se presentaron a Jesús: Maestro, sabemos que eres veraz, y que enseñas con verdad el camino de Dios (v. 16). Nótese que es cosa corriente que los proyectos más perversos vayan cubiertos con los más sospechosos respetos. Si hubiesen venido a Cristo con toda sinceridad y deseando seriamente adquirir alguna instrucción, no se habrían expresado con frases más laudatorias. Bien decían al afirmar que Jesús era veraz ya que es la Verdad misma (Jn. 14:6), y que enseñaba con verdad el camino de Dios, pues enseñaba la doctrina de Dios (Jn. 7:17) que conduce a la felicidad; éste era el camino recto. También es cierto que no hacía acepción de personas («no te da cuidado de nadie» = no te rindes ante sonrisas ni amenazas) no adulaba para atraerse el favor ajeno, ni se callaba para frenar el enojo injusto; no miraba la apariencia de los hombres, sino el corazón (Jn. 2:24– 25). Todo esto era cierto, pero ellos lo decían con adulación traicionera. Le llaman Maestro, cuando intentan tratarle como al peor de los malhechores; fingen respeto cuando sólo intentan hacerle daño; hacen afrenta a la divina sabiduría, e imaginan que pueden engañarle con tanta hipocresía.
3. La forma en que le hacen la propuesta: Dinos, pues, qué te parece (v. 17). Como si dijeran: «Hay muchos que piensan de diferente manera en esta materia, y es un caso práctico que ocurre a diario; dinos francamente qué piensas tú de esto: ¿Es lícito dar tributo a César, o no?» Esto implica otra pregunta:
¿Tiene derecho César a demandarlo? Ahora bien, la pregunta venía a ser esta: ¿Es lícito pagar voluntariamente este tributo, o se debe insistir más bien en la antigua libertad de nuestra nación y desentenderse así de esta imposición del exterior? Lo importante del caso era, sin embargo, tender una trampa a Jesús, resolviese lo que resolviese.
III. Cómo se deshizo Jesús, con su infinita sabiduría, de la trampa en que intentaban cazarle.
1. La descubrió: Pero Jesús, conociendo la malicia de ellos (v. 18) Una tentación conocida está ya medio vencida, pues el mayor peligro de las trampas, como de las serpientes, es que se oculten bajo la verde hierba. Les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? Por densa que sea la máscara que el hipócrita se pone sobre el rostro, Jesús la atraviesa con su mirada. No hay quien le engañe a Él, como nos engañan a nosotros, con adulaciones y falsas apariencias. Quienes traten de engañar a Jesús, han de percatarse algún día de que sus ojos son demasiado penetrantes como para no descubrir el engaño, y demasiado puros como para no odiarlo.
2. Escapó de la trampa. Las preguntas capciosas no merecen respuesta, sino reproche; pero el Señor Jesucristo dio una respuesta completa a tan maliciosa pregunta, e introdujo un argumento eficaz para basarla, que sirviese además de principio general a los creyentes para saber cómo comportarse en los asuntos de la vida civil.
(A) Les forzó a confesar antes de que ellos se diesen cuenta, la autoridad que el César ejercía sobre ellos (vv. 19–20). Cuando tratamos con personas capciosas, es conveniente dar razones, y si es posible, razones contundentes, antes de tomar resoluciones convincentes; así, la evidencia de la verdad puede hacer callar por sorpresa a quienes están contra la verdad misma, pero no pueden oponerse a la razón que la confirma: Mostradme la moneda del tributo (v. 19). Los romanos demandaban el tributo en moneda romana, que era la moneda corriente entre los judíos entonces, por eso, se llamaba la moneda del tributo. Y ellos le presentaron un denario, la pieza de plata más corriente entonces que llevaba inscrita la imagen del emperador y su nombre, que servían a la gente de garantía pública acerca del valor de dicha moneda. Cristo les preguntó: ¿De quién es esta imagen, y la inscripción? Ellos reconocieron que era de César (v. 21a).
(B) Tomando pie de la respuesta de ellos, Cristo les convenció de la licitud de pagar el tributo a César: Devolved, pues, a César lo que es de César (v. 21b). Ellos habían preguntado si era lícito dar tributo a César; Él les responde que, si la moneda llevaba la imagen y la inscripción de César, le pertenecía a él y, por tanto, había que devolvérsela (ese es el verbo del original). Pablo usa el mismo verbo en Romanos 13:7: «Pagad (gr. apódote) a todos los que debéis; al que tributo, tributo, etc.». Con esta respuesta, Jesús entraba profundamente en la naturaleza del dinero acuñado, pues el hecho de que reyes y emperadores acuñasen su imagen e inscripción en las monedas, implicaba que todo el dinero corriente les pertenecía a ellos; pagarles, por tanto, el tributo en dinero acuñado era devolverles una parte, en reconocimiento de la soberanía que tenían sobre él. Con esta sapientísima respuesta—incluso desde el punto de vista financiero—nadie podía sentirse ofendido, ya que no se erigía en árbitro de una decisión, sino que declaraba la pacífica sumisión al emperador, que los propios fariseos expresaban tácitamente al usar el dinero del emperador. Por otra parte, el gobierno de la nación no sólo no podía ofenderse de la respuesta de Jesús, sino que debía agradecerle por fortalecer ante el pueblo los intereses del emperador, ya que la gente tenía por profeta a Jesús. Así vemos que, aunque la verdad no necesita ocultarse fraudulentamente, conviene a veces que sea dicha con suma prudencia, para impedir la ofensa que una declaración abierta podría causar. Así quedaron vencidos y asombrados sus adversarios, y los discípulos recibieron una nueva instrucción. Y a Dios lo que es de Dios, pues un creyente debe siempre atenerse a la voluntad de Dios (Hch. 4:19–20). Esto era algo que ni los fariseos ni los herodianos cumplían, pues no rendían a Dios el culto que Él demanda. Muchos se excusan de cumplir con su deber, al discutir si deben hacer algo o no. Veamos con más detalle la instrucción que aquí nos da Jesús:
Primero: Que la religión cristiana no es enemiga de los gobiernos civiles, sino un verdadero amigo de ellos.
Segundo: Que es un deber de los súbditos prestar a los magistrados los servicios debidos, de acuerdo con las leyes del país. Los poderes públicos, al tener una responsabilidad más amplia en razón directa de su categoría, tienen derecho a participar proporcionalmente de la riqueza pública. Sin duda, es un pecado más grave defraudar en esto al gobierno que a una persona particular. Mi chaqueta es mía por ley humana; pero el que me la roba es un ladrón de acuerdo con la ley divina.
Tercero: Al mismo tiempo, hemos de recordar dar a Dios lo que es de Dios (v. 21b). Si nuestra bolsa es de César nuestra conciencia es de Dios. Hemos de dar a Dios lo que le corresponde, tanto de nuestro tiempo como de nuestro dinero; de ello ha de participar tanto como el César; pero si las leyes de César se oponen a la ley de Dios, hemos de obedecer a Dios antes que a los hombres.
Finalmente: Obsérvese cómo quedaron confundidos con la respuesta de Jesús: Oyendo esto, se quedaron asombrados, y dejándole se fueron (v. 22). Se asombraron de su sagacidad en descubrir y evadir la trampa que tan astutamente pensaban haberle tendido. Podría pensarse que debían maravillarse y seguirle; pero no fue así, sino que se asombraron y le dejaron. Hay muchos para quienes Jesús es maravilloso, pero no precioso («de gran valor»; 1 P. 2:7); admiran Su sabiduría, pero no se dejan guiar por ella. Se fueron, como quien se ve avergonzado y emprende una retirada poco gloriosa. Abandonaron el campo de batalla. No se gana nada contendiendo con Cristo (comp. 1 Co. 10:22).
Versículos 23–33
Discusión que Cristo mantuvo con los saduceos acerca de la resurrección. Tan pronto como le dejaron los fariseos, le asaltaron los saduceos. Como decía un predicador contemporáneo, después del ataque de las derechas, viene el ataque de las izquierdas.
I. Oposición de los saduceos a una de las grandes verdades de nuestra fe: Dicen que no hay resurrección (v. 23). Por ello, eran gravemente censurados por los escritores de su propio país, como gente baja y de viciadas costumbres. Eran los menos numerosos entre los grupos de su tiempo, pero generalmente pertenecían a la clase alta de la sociedad. Sostenían que no había otra vida que ésta, siendo aniquilada el alma, cuando muere el cuerpo; también sostenían que no existe ningún espíritu, excepto Dios (Hch. 23:8). Notemos una vez más que los fariseos y los saduceos eran enemigos entre sí, pero se aliaban en contra de Cristo.
II. Objeción que presentaron a Jesús contra dicha verdad; estaba basada en el caso supuesto de una mujer que había tenido sucesivamente siete maridos. Dan por supuesto, según la creencia de los fariseos, que, de existir otra vida después de la resurrección, estarían vigentes en ella las mismas condiciones que en la presente; y al ser esto así, resultaría absurdo el caso de esta mujer, porque, o tendría siete maridos a la vez, o hallaría una tremenda dificultad en escoger uno de ellos, ya fuese el primero (según la cábala judía), ya el último que la tuvo, ya el que ella amó más, o el que vivió más tiempo con ella.
1. Para dar base legal a este caso, citan (v. 24) la llamada ley del levirato (del latín levir = cuñado. v. Dt. 25:5), según la cual el pariente más próximo debía casarse con la viuda del que había muerto sin descendencia. Era una ley destinada a preservar la distinción de familias con sus correspondientes heredades.
2. El caso era un caso supuesto, sin duda, no real, pues en tiempo de Jesús la práctica se observaba muy raras veces. Ahora bien, el caso supone:
(A) La devastación que, a veces, causa la muerte en una familia, pues barre en poco tiempo a toda una serie de hermanos o hermanas.
(B) La obediencia de estos hermanos a la ley del levirato. A medida que iban muriendo, podemos decir que cada uno que seguía necesitaba demasiado coraje para casarse con la viuda, pero también es verdad que mostraba una rectitud más firme al tomar a pecho la obediencia de la ley de Dios.
(C) Y después de todos, murió también la mujer (v. 27). La supervivencia es meramente como la suspensión temporal de una pena. La copa amarga de la muerte pasa de boca en boca y, tarde o temprano, todo ser humano tiene que brindar con ella.
3. A base de este caso, le proponen una duda: «En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será ella mujer, ya que todos la tuvieron? (v. 28). No podrá decir de cuál. Luego, no hay resurrección». Quizás la forma grosera en que los fariseos se imaginaban la vida futura, había inclinado a los saduceos a negar en redondo la verdad misma de la resurrección. Mientras que los herejes niegan la verdad, los supersticiosos en religión les dan pie a los primeros para negarla. Si la verdad brillase siempre en su propia y clara luz, brillaría también su fuerza eficaz para convencer.
III. Respuesta de Jesús a esta objeción.
1. Les reprocha primero su ignorancia: Estáis en un error (v. 29a). Están en grave error, a juicio de Cristo, quienes niegan la resurrección a una vida futura. Cristo les reprende con sabiduría y con mansedumbre y (por la razón que fuese) con menos aspereza que la que solía emplear contra los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo. Estáis en un error por no saber las Escrituras ni el poder de Dios. La ignorancia es causa del error; quienes están a oscuras, equivocan el camino. Es cierto que, al presente, desconocemos muchos detalles acerca de la forma de la resurrección pues no se ha manifestado todavía lo que hemos de ser (1 Jn. 3:2), pero, gracias a Dios, sabemos que la resurrección futura es un hecho. No conocían el poder de Dios, para quien es tan fácil resucitar como crear. La ignorancia, la falta de fe, o la poca fe, acerca del poder de Dios, está en la base de muchos errores entre ellos éste de negar la resurrección de los muertos. Cuando leemos acerca de la existencia del alma y de sus facultades activas durante el estado de separación del cuerpo, estamos inclinados a preguntar: ¿Cómo puede ser eso? (Jn. 3:9); si el hombre muere, ¿volverá a vivir? (Job 14:14). Los hombres vanos y orgullosos, al no acertar a comprender el cómo, se atreven, sin más, a negar el qué. Por consiguiente, una verdad primordial a la que debemos adherirnos firmemente es la omnipotencia de Dios, que puede hacer todo cuanto quiere; así no quedará lugar para dudar si llevará o no a cabo lo que ha prometido. No conocían las Escrituras, las cuales afirman categóricamente la resurrección y el estado futuro, así como la inmortalidad del alma y, por tanto, la existencia de otra vida después de ésta. Cristo resucitó conforme a las Escrituras, y nosotros resucitaremos también, conforme a las mismas Escrituras (1 Co. 15:4, 12 y ss.). La ignorancia de las Escrituras es fuente de muchos errores y males.
2. Les rectifica su equivocación, y les corrige las ideas groseras que abrigaban acerca de una resurrección según el concepto de los fariseos (v. 30). No será un estado como el presente: En la resurrección no se casan (ellos) ni son dadas en matrimonio (ellas), sino etc. (v. 30a). En el estado presente, el matrimonio es necesario para ayuda mutua y procreación de descendencia que prolongue la existencia de la raza humana, pero en la resurrección no tiene razón de ser, porque, en el cielo, así como no habrá muertes (Ap. 21:4), no habrá necesidad de nacimientos. Sino que son como los ángeles de Dios en el cielo. Nótese que no dice que seremos ángeles, sino como los ángeles en este aspecto de volver a formar matrimonio como ahora. Ni aquí ni en ningún otro lugar de la Biblia se nos dice que en el cielo hayan de desaparecer los afectos legítimos ni el mutuo amor y conocimiento de los creyentes, puesto que la Iglesia—desposada con Cristo a perpetuidad—es esencialmente una comunión fraternal (purificada y perfecta en la gloria), y esta comunión no tendría sentido si no pudiésemos reconocernos allí. Cuando se acabe el tiempo, Cristo pondrá a los pies del Padre el reino mesiánico, para someterse como hombre a la sola autoridad de Dios, pero no se despojará ni de su humanidad ni de su condición de Esposo de la Iglesia (v. el comentario a 1 Co. 15:23–28).
IV. El argumento de Cristo para confirmar esta gran verdad. Al ser un tema de tanta importancia, no se contentó con descubrir la falacia sofística de la objeción, sino que respaldó la verdad con un argumento sólido.
1. Este argumento lo sacó de la Escritura: ¿No habéis leído lo que os fue dicho por Dios, cuando dijo etc. (v. 31). Lo que dice la Escritura lo dice Dios mismo, como se ve claramente en muchas citas en las que se atribuyen a Dios frases que no dijo Él personalmente. Y lo que fue dicho directamente a Moisés, fue dicho también a nosotros; por eso, nos concierne y nos es preciso leer y oír lo que Dios ha dicho, porque lo ha dicho para nosotros. Los últimos profetas tuvieron de la vida futura pruebas más claras y expresas que las de la Ley (v. por ej. Dn. 12:13), porque el foco de la revelación se ensanchaba y clarificaba a medida que el pueblo judío, después del exilio, había aprendido a ver más allá de la tumba y a no conectar la prosperidad material con la rectitud personal (5:45; para todos llueve y para todos sale el sol). Sin embargo, Jesús encuentra un argumento a favor de la resurrección incluso en los escritos de Moisés. Esto nos muestra que hay muchos tesoros en la Biblia que necesitan una labor de profundidad para ser excavados (v. Job 19:23–27, donde la esperanza de la resurrección aparece en el libro más antiguo de la Biblia); son como el agua de hondura de Juan 4:11.
2. El argumento es el siguiente: Yo soy el Dios de Abraham etc. (v. 32). No era una prueba explícita y, sin embargo, tenía fuerza de argumento contundente. Las consecuencias que se derivan de la Escritura, si es correcta la derivación, deben recibirse como Escritura, pues la Biblia ha sido escrita para personas que tienen uso de razón y pueden comprender lo equivalente que está implícito en sus proposiciones gramaticales. Ahora bien, el hilo del argumento tiende a probar:
(A) Que hay un estado futuro, otra vida después de ésta. Esto lo prueba Jesús por la siguiente frase de Dios: Yo soy el Dios de Abraham, etc. ¡Qué privilegio y qué felicidad tan grande es que Dios sea el Dios de uno! ¡Poder decir: «El Dios omnipotente es mi Dios»! El Dios de Israel era el Dios para Israel, su Bienhechor espiritual y todo-suficiente, un Dios infinito y eterno. El supremo Bien será un perpetuo Bien para los beneficiarios de Su pacto. Es manifiesto que estos hombres buenos (Abraham, Isaac y Jacob) no gozaron en esta vida de una felicidad tan continua y extraordinaria como para que pueda pensarse que se cumplió aquí una expresión tan fuerte como la que Dios pronunció en las palabras que dirigió a Moisés. Estuvieron como extranjeros en la Tierra Prometida; no tuvieron más terreno de su propiedad que un sepulcro, etc. Todo ello les hizo aspirar a ser ciudadanos de otra Patria después de la tumba (He. 11:13– 16), pues en cuanto a la vida presente, estaban en condiciones inferiores a las de sus vecinos que no tenían ningún pacto con el Dios verdadero. ¿Qué había en este mundo que les distinguiera de otras gentes ni en una pizca en proporción con la dignidad y excelencia de este pacto? Por consiguiente debe haber con toda seguridad un estado futuro en el que, así como Dios vivirá siempre para recompensar eternamente, así también Abraham, Isaac y Jacob vivirán siempre para ser eternamente recompensados.
(B) Que el alma es inmortal, y el cuerpo resucitará un día para unirse con el alma; si se admite la razón anterior, eso último se sigue como necesaria consecuencia; pero el argumento cobra una nueva fuerza si consideramos el tiempo en que dijo Dios la frase citada. Se la dijo a Moisés cuando lo de la zarza ardiendo, mucho después de la muerte y sepultura de Abraham, Isaac y Jacob. Sin embargo, Dios no dice: Yo era, o Yo he sido, sino: Yo soy el Dios de Abraham, etc. Ahora bien, Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos—concluye Jesús—. Lo cual prueba la inmortalidad del alma en un estado, no de sueño, sino de felicidad consciente (comp. 2 Co. 5:6–8); y esto, a su vez, comporta la resurrección del cuerpo, para que la persona obtenga una felicidad integral.
Finalmente, tenemos el resultado de esta discusión. Los saduceos fueron reducidos al silencio (v. 34) y, por consiguiente, avergonzados. Pero la gente se admiraba de su doctrina (v. 33), primero, porque era nueva para ellos; tenían escribas incompetentes, de lo contrario, esta doctrina no les habría sonado a nueva; segundo, porque era una doctrina consoladora. Con frecuencia, la verdad cobra nuevo esplendor y produce mayor admiración cuando ha sido ocultada o negada.
Versículos 34–40
I. De nuevo, vuelven los fariseos al ataque; ahora, un ataque combinado contra Cristo: Oyendo que había hecho callar a los saduceos, se reunieron de común acuerdo (v. 34), no para darle las gracias en nombre de su partido, ya que había afirmado y confirmado tan eficazmente contra los saduceos una verdad compartida por ellos, sino por tentarlo (v. 35), con la esperanza de ganar prestigio al poner en apuro al mismo que había puesto en aprieto a los saduceos. Les molestaba más el que Cristo obtuviese honor que lo que les agradaba el que los saduceos fuesen reducidos al silencio. Este es un ejemplo de la envidia y de la maldad de los fariseos de todos los tiempos, a quienes desagrada el que se defienda una verdad que ellos admiten, cuando es defendida por quien es ellos odian.
II. La pregunta que el intérprete de la Ley hizo a Cristo. Los intérpretes de la Ley eran escribas especializados en el estudio y la enseñanza de la Ley. Como se ve por el relato que Marcos 12:28–34 hace de este incidente, este escriba no hizo la pregunta para tender una trampa a Jesús, ya que Cristo le dijo: No estás lejos del reino de Dios (Mr. 12:34), sino para ponerle a prueba, en el sentido de saber cómo pensaba y entablar conversación con Él, y satisfacer así su propia curiosidad y la de sus amigos.
1. La pregunta que le hizo a Jesús fue la siguiente: ¿Cuál es el gran mandamiento en la Ley? (v. 36). Es cierto que hay algunos mandamientos que son fundamentales entre los oráculos de Dios, pues tienen mayor extensión y comprenden conceptos más importantes que otros.
2. Su intento era poner a prueba su opinión más bien que su conocimiento de la Ley. Se trataba de un tema discutido entre los expertos en la Ley. ¿Qué opinaba Jesús? Si daba demasiada importancia a un mandamiento, podían pensar que tenía en poco los demás. La pregunta no ocultaba ninguna mala intención en sí como puede verse; compárese con Lucas 10:25–28, donde aparece que la respuesta era sencilla para quienes no abrigaban prejuicios, aunque fuese complicada para los escribas de espíritu excesivamente crítico. Todos los escribas de buena ley estaban de acuerdo en que el amor a Dios y al prójimo forman un gran mandamiento en el que todos los demás se resumen.
III. Respuesta de Cristo a esta pregunta. Jesús nos presenta como grandes mandamientos, no los que son exclusivos, sino los que son grandes, justamente por ser inclusivos de los demás. Obsérvese:
1. Cuáles son estos mandamientos (vv. 37–39): el amor a Dios y al prójimo, que son como la fuente y la base de todos los demás, pues los demás son como una necesaria consecuencia de esos dos.
(A) Toda la Ley se cumple en una sola palabra: amor (Ro. 13:8–10). Toda verdadera obediencia procede del amor, y todo lo que no procede de ahí en la vida religiosa, no es correcto ni sirve de nada. El amor es el rey de los sentimientos y, por tanto, como principal baluarte, necesita ser principalmente fortificado y guarnecido para Dios. El ser humano ha sido creado para amar; por eso, la ley escrita en el corazón es ley de amor. Amor es una palabra corta y dulce; y, si con ella se cumple la Ley, seguramente que el yugo del precepto es muy cómodo (11:30). En el amor descansa y queda satisfecha el alma; si andamos por este antiguo camino, encontraremos reposo. O como escribió Juan de la Cruz en su Subida, al hablar del amor: «Por aquí ya no hay camino, pues para el justo no hay ley».
(B) El amor a Dios es el grande y primer mandamiento de todos. Ahora bien, al ser Dios el infinito y eterno bien, y fuente de todos los bienes, debe ser amado en primer lugar y no debe amarse ninguna otra cosa o persona de una manera incompatible con el amor de Dios, y todo debe ser amado por Dios y para Dios. Es cierto que hay que amar a nuestros semejantes en sí mismos, pero por el valor que tienen ante Dios y, por tanto, como Dios los ama: Porque poseen el bien (amor de complacencia) o para que lo posean (amor de benevolencia). Amor es la primera y gran cosa que Dios nos demanda y, por consiguiente, lo primero y lo mayor que hemos de ofrecerle. Notemos los detalles siguientes:
(a) Hemos de amar a Dios como algo nuestro: Amarás al Señor tu Dios (v. 37). Amar a Dios como algo nuestro es amarle porque es nuestro y comportarse con Él como con nuestro Dios, obedeciéndole en todo y dependiendo de Él en todo.
(b) Hemos de amarle con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente (v. el comentario a Dt. 6:5). Hay quienes opinan que se trata de la misma cosa en tres expresiones: amar a Dios con todo nuestro ser. Otros piensan que el corazón, el alma y la mente representan respectivamente la voluntad, el sentimiento y el entendimiento, las tres facultades que son específicas del ser humano. El hebreo de Deuteronomio 6:5 dice: corazón, alma y poder; Marcos 12:30 añade fuerza a los tres vocablos de Mateo y en el versículo 33 refiere que el escriba dijo: corazón, entendimiento y fuerza. Lo más probable es que esta acumulación de vocablos expresa que tanto la fuente interior de nuestra vida como los actos internos y externos de nuestra conducta deben ser dedicados por entero y siempre al servicio amoroso del Señor. Ha de ser un amor sincero, fuerte, constante, singular, superlativo e indiviso; así como no se puede servir a dos señores, tampoco se puede dividir entre los dos el amor. Todo nuestro amor es, aun así, algo demasiado pequeño para lo que nuestro Dios se merece. Éste es el primero y gran mandamiento; la obediencia a éste es la fuente de la obediencia a todos los demás; y la obediencia a todos los demás sólo es aceptable cuando fluye del amor.
(C) Amar al prójimo como a nosotros mismos es el segundo gran mandamiento (v. 39). Este mandamiento es semejante al primero pues así como el primero incluye especialmente a los demás de la primera tabla de la Ley. el segundo incluye a los de la segunda, podemos decir que el primero es raíz del segundo y que el segundo es una evidencia del primero (v. 1 Jn. 4:20; 5:2). En el amoral prójimo se implica el mandamiento de amarnos a nosotros mismos; hay un amor de sí mismo desordenado y corrompido, que debe ser sometido y mortificado; pero hay un amor de sí mismo correcto y según Dios, que sirve de modelo al correcto amor al prójimo y que es igualmente el fundamento de la esperanza; este amor de sí, que no se cierra sobre el «yo», debe ser preservado y santificado (v. el comentario a 7:12). Este santo amor a nosotros mismos comporta respeto a la dignidad de nuestra naturaleza y un interés legítimo por el bienestar de nuestra alma y de nuestro cuerpo. Está mandado que amemos al prójimo como a nosotros mismos. Hemos de honrar y estimar a todos, pues Dios es bueno para con todos (Sal. 145:9), y no hemos de injuriar ni perjudicar a nadie, sino hacer todo el bien posible a todos, siempre que se nos presente la oportunidad; más aún, hemos de buscar esas oportunidades. Hemos de amar al prójimo con la misma sinceridad y con el mismo interés con que nos amamos a nosotros mismos; incluso hemos de negarnos a nosotros mismos por el bien de nuestro prójimo.
2. Obsérvese cuál es el peso y la grandeza de estos mandamientos: De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas (v. 40). Todos penden, como de un punto de apoyo y seguridad, de la ley del amor; quita este amor, y todo cae por tierra y se desmenuza. El amor es el camino por excelencia (1 Co. 12:31), es el espíritu que da vida a la ley, es la raíz y fuente de todas las virtudes, y es el compendio de toda la Biblia, no sólo de la Ley y de los Profetas, sino también del Evangelio. El amor no caduca jamás (1 Co. 13:8). Metamos, pues, el corazón en estos dos mandamientos como en un molde, y empleemos todo nuestro celo en la defensa y en la evidencia de su observancia, no en controversias necias y vanas palabrerías (2 Ti. 2:16; Tit. 3:9). ¡Que todo lo demás se rinda e incline al poder imperioso de la ley del amor!
Versículos 41–46
Fariseos y saduceos habían asediado a preguntas a Jesús, pero ahora es Él quien les hace una pregunta estando reunidos ellos (v. 41). Seguramente les sorprendió juntos en conjura contra Él. Dios se complace en confundir a sus enemigos cuando ellos tratan de reunir contra Él todas sus fuerzas (Sal. 2:1–4). Les da toda la ventaja que puedan desear, para derrotarlos con más evidencia.
I. Cristo les hace una pregunta muy fácil de contestar, por tratarse de algo muy elemental: ¿Qué opináis del Cristo? ¿De quién es hijo? (v. 42). Así que no necesitaron pensar mucho para decirle: De David. La perífrasis corriente de Mesías era el Hijo de David, y así le llamaban con frecuencia. ¿Qué opináis del Cristo? Ellos le habían hecho muchas preguntas acerca de la Ley, pero Él les hace una acerca de la promesa. Hay muchos tan llenos de la Ley, que se olvidan de Cristo, como si el cumplimiento de la Ley pudiera salvarles sin los méritos y la gracia de Cristo. Cada uno debemos preguntarnos seriamente:
¿Qué pienso yo de Cristo? (v. también 16:15). Algunos no se paran a pensar nada de Cristo, otros tienen de Él un concepto vil o poco amistoso; pero para los creyentes es de gran valor (1 P. 2:7); todo Él es un encanto (Cnt. 5:16).
II. A raíz de la respuesta de ellos, Jesús les propone una dificultad que no podrían resolver fácilmente (vv. 43–45). Hay muchos que pueden fácilmente afirmar una verdad, tanto que llegan a jactarse de conocerla perfectamente; pero cuando se les pide una demostración, muestran una ignorancia suficiente para dejarlos en ridículo. La objeción que Cristo les propuso es la siguiente: ¿Pues cómo David en el Espíritu (movido por el Espíritu Santo) le llama Señor? (v. 43). No les dijo esto para tenderles una trampa, como ellos le hacían a Él, sino para instruirles.
1. Para demostrar que David, inspirado por Dios, llamó Señor a Cristo, les cita Salmos 110:1, que los escribas mismos interpretaban como referente al Mesías. Este salmo es un compendio profético de los oficios del Mesías: Profeta, Sacerdote y Rey. Cristo cita el vers. completo que muestra al Redentor en su estado de exaltación, sentado a la derecha de Dios y con la promesa de que sus enemigos serán puestos por estrado de sus pies. Estar sentado es símbolo de descanso (v. He. 10:12) y de poder; a la derecha de Dios denota un honor y un poder superlativos, únicos; teniendo por estrado de sus pies a sus enemigos; bajo sus pies estarán todos cuantos no han querido acogerse a sus brazos. Pero el objetivo primordial de la cita es mostrar que el Señor (Jehová en el hebreo) dijo a mi Señor (Adoní en el hebreo).
2. No resulta fácil para quienes niegan la divinidad del Mesías, librarse de esta dificultad, si Cristo es hijo de David. Pues si David le llama Señor, ¿cómo es hijo suyo? (v. 45). Resulta evidente y así lo hemos de afirmar y defender que Jesús es Señor de David y, por tanto, Dios, así como que es hijo de David y, por tanto, hombre.
III. A continuación vemos el éxito que tuvo Cristo al poner a prueba a los fariseos con una pregunta hecha de buena intención:
1. Los avergonzó: Nadie le podía responder palabra (v. 46a). La clave para resolver la dificultad era simplemente reconocer que Cristo era Dios-Hombre. Y esto, o lo ignoraban por su ceguera, o no querían admitirlo por su impiedad. Él no quiso explicárselo a ellos expresamente, sino que reservó esta declaración para cuando hubiese resucitado de entre los muertos.
2. Les hizo callar a ellos, y a todos los demás que buscasen ocasión para tentarle: Y nadie se atrevió desde aquel día a preguntarle más (v. 46b). Hay muchos que quedan convictos, pero no convertidos, por la Palabra. Si estos fariseos se hubiesen convertido habrían preguntado más cosas a Jesús, y en especial le habrían hecho la gran pregunta: ¿Qué debo hacer para ser salvo? (Hch. 16:30). Pero, como no llegaron hasta ese punto, ya no quisieron tener nada que ver con Él.
En este capítulo, Cristo lanza las más violentas diatribas contra los hipócritas escribas y fariseos, y termina con un patético lamento sobre Jerusalén.
Versículos 1–12
No encontramos a Cristo, en toda su predicación, tan severo con ninguna clase de gente como con estos escribas y fariseos. Sin embargo, éstos eran idolatrados por el pueblo, hasta el punto de que la gente creía que, aunque sólo dos hombres fuesen al Cielo, uno de los dos habría de ser fariseo. Ahora bien, Cristo dirige el presente discurso a la gente y a sus discípulos (v. 1), para hacerles caer en la cuenta del común error acerca del verdadero carácter de los escribas y fariseos. Es muy conveniente conocer el verdadero carácter de las personas, para que no nos dejemos influir por los títulos, nombres y pretensiones de poder. Incluso los discípulos necesitaban esta advertencia, porque los hombres sencillos son propensos a quedar fascinados por las pomposas apariencias.
I. Cristo no niega la legitimidad del oficio que los escribas y fariseos desempeñan como expositores de la Ley: En la cátedra (He aquí viene la expresión: «Hablar ex cáthedra») de Moisés están sentados los escribas y fariseos, como maestros públicos y expositores autorizados de la Ley. Eran como un cuerpo de jueces, pues el enseñar comportaba juzgar, explicaban el sentido de la Ley y la aplicaban a los casos particulares. En este sentido, eran como los sucesores de Moisés, así como el sumo sacerdote era el sucesor de Aarón; ni Cristo ni Pablo (Hch. 23:5) negaron la legitimidad de autoridades civiles y religiosas. A pesar del malvado carácter personal de quienes ostentaban el oficio. Moisés tenía en cada ciudad quien lo predicase en las sinagogas (Hch. 15:21). Era, pues, un oficio legítimo, justo y honorable, pues era necesario que hubiese personas de las que el pueblo pudiese inquirir la Ley. Hay muchos lugares legítimos, ocupados por malas personas. No es el asiento el que de verdad honra a la persona, pero sí hay personas que deshonran el asiento. Por consiguiente, no hay motivo para condenar y abolir oficios y autoridades útiles, por el hecho de que, con frecuencia, caigan en manos de hombres malos que abusan de su autoridad. De aquí infiere Cristo: Así que, todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo (v. 3). En tanto en cuanto se sientan en la cátedra de Moisés; es decir, leen y predican la ley que fue dada por medio de Moisés se les debe escuchar y hay que observar lo que enseñen. Cristo quería que el pueblo hiciese uso de los medios que los expositores les proporcionaban para entender las Escrituras y obrar en consecuencia. Con tal de que los expositores ilustrasen el texto, poniendo el sentido (v. Neh. 8:8), y no invalidasen el mandamiento de Dios (15:6), se les debía escuchar y obedecer. No debemos pensar mal de las buenas verdades por el hecho de que sean proclamadas por ministros indignos, ni de las buenas leyes porque sean ejecutadas por malos magistrados. Es de desear que nos venga el alimento de Dios por medio de ángeles pero si Dios nos lo envía por medio de cuervos (1 R. 17:4; 19:5) será igualmente bueno y sano; hemos de tomarlo y dar gracias a Dios por él.
II. Después de exhortar a la gente y a sus discípulos a que observasen lo que enseñaban los escribas y fariseos, Jesús condena la conducta personal de los líderes religiosos y dice: Mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen (v. 3b). Así como no debemos tragarnos doctrinas corrompidas en atención a ciertas prácticas laudables de quienes las enseñan, así tampoco debemos imitar los malos ejemplos en atención a las doctrinas plausibles de quienes no obran en consecuencia con lo que enseñan. En los versículos siguientes Jesús especifica algunos detalles de los malos ejemplos de escribas y fariseos, a fin de que la gente no les imite. El pecado radical de dichos líderes era la hipocresía. De cuatro cosas les inculpa Jesús en estos versículos:
1. De inconsecuencia: Dicen, y no hacen (v. 3b). Enseñan lo que es bueno, con la Ley en la mano, pero su conducta es una mentira que oscurece la verdad. No hay pecadores tan malos y tan inexcusables como los que cometen pecados iguales (o mayores) que los que condenan en otros o enseñan a otros a evitarlos. Esto atañe de un modo especial a los ministros de Dios indignos porque ¿qué mayor hipocresía puede haber que predicar e imponer a otros lo que ellos mismos no creen o no observan, demoliendo en la práctica lo que construyen en la predicación? A veces predican tan admirablemente, que da pena que salgan del púlpito, pero viven tan mal, que es una pena el que entren en él; son como campanas que llaman a todos al culto, pero ellas se quedan fuera; o como piedras miliares que dicen a los que viajan la distancia que les separa de las ciudades, pero ellas se quedan quietas al borde del camino. Es aplicable a todos los que dicen y no hacen; a los que hacen profesión excelente de la fe cristiana, pero no se ajustan en su vida a tal profesión; gente de mucha labia y de pocos hechos.
2. De severidad: Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres (v. 4a). No sólo insistían en los detalles más minuciosos de la Ley, sino que imponían, bajo las penas más severas, sus propias tradiciones y normas que se inventaban. Les gustaba hacer ostentación de su autoridad y ejercitar su señorío sobre el pueblo. Pero véase su hipocresía en lo que sigue: Pero ellos ni con un dedo quieren moverlas (las cargas que imponían a los demás). Urgían al pueblo a guardar estrictamente ciertas normas religiosas a las que ellos mismos rehusaban someterse. Daban pábulo a su orgullo e imponían leyes a otros, pero buscaban su propia comodidad esquivando el cumplimiento de sus deberes. Cargaban el peso sobre los demás, pero ellos no ponían ni siquiera un dedo para llevar algo de la carga y aliviarla así a los demás (contra Gá. 6:2).
3. De ostentación religiosa sin realidad interior: Hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres (v. 5a). Hemos de hacer buenas obras, de modo que, quienes las ven, den gloria a Dios; pero no hemos de publicar nuestras buenas obras para que, quienes las ven nos glorifiquen a nosotros (5:16; 6:1). Su único objetivo era ser alabados de los hombres y, por ello, todo su esfuerzo iba dirigido a ser vistos por ellos. La forma de la piedad les daba buen nombre para llevarse buena vida, pues eso era lo que deseaban y, por ello, no tenían interés en la eficacia de la piedad que se requiere para una vida buena de verdad. El que todo lo hace para ser visto, de eso sólo queda provisto. Acerca de este punto, Jesús especifica dos aspectos de dicha ostentación farisaica:
(A) Ensanchan sus filacterias. Éstas consistían en cuatro tiritas de cuero en las que estaban escritos respectivamente Éxodo 13:2–11; Éxodo 13:11–16; Deuteronomio 6:4–9 y Deuteronomio 11:13–21. Metían estas tiras en pequeñísimas cajas de cuero y las sujetaban a una tira de cuero que se ponían alrededor de la frente, y otra filacteria semejante se ponían, usando una sola cajita más pequeña, los saduceos en la mano (entendiendo lit. Dt. 6:8), y los fariseos en el brazo izquierdo junto al corazón (entendiendo así Dt. 6:6). Venían, pues a ser una especie de amuletos (éste es uno de los significados de la palabra griega filacteria = un objeto que protege), ya que pensaban que poseían un efecto casi mágico o ex ópere operato, según la expresión catolicorromana para designar la eficacia objetiva de los sacramentos. Ahora bien, los fariseos ensanchaban estas cintas para aparecer como más santos, más estrictos cumplidores y celosos de la Ley que los demás. Es una ambición legítima la de emular a otros en la práctica de la virtud, pero es una ambición vana y orgullosa la de superar a otros en la apariencia de la virtud.
(B) Alargan los flecos de sus mantos. Dios ordenó a los hijos de Israel que se hicieran franjas en los bordes de sus vestidos rematadas en un cordón azul (color celeste), que les sirvieran de flecos recordatorios de los mandamientos de Jehová (Nm. 15:37–40) y de que eran el pueblo de Dios. Pero los fariseos no se contentaban con llevar franjas de la misma largura que los demás, sino que las alargaban para que se viesen mejor y aparecer así como más religiosos que los demás. Jesús mismo usó estos flecos (9:20; 14:36).
4. De ambicionar puestos de honor y de superioridad, signo de orgullo y de autosuficiencia, pecado original de Adán y de todos sus descendientes (vv. 6–7). Siempre buscaban los puestos de mayor honor y respeto. Los primeros asientos en las cenas (o banquetes) eran los más cercanos al anfitrión, en cuyo pecho descansaba su cabeza el invitado que se reclinaba a su derecha (Lc. 16:22; Jn. 13:23–25). Las primeras sillas en las sinagogas eran las situadas al frente, las más cercanas al lugar en que se guardaban los rollos de la Ley. Notemos que Jesús no condena el ocupar los primeros puestos (alguien tiene que ocuparlos) sino el gusto, la codicia, el ostentar en todo la preeminencia, pues eso equivale a idolatrar el «yo», la peor forma de idolatría. Esa ambición era mala en todo lugar, pero especialmente en las sinagogas. Buscar el propio honor precisamente en el lugar en que ha de darse a Dios toda la gloria, y donde debemos humillarnos ante Él, es burlarse de Dios en vez de rendirle culto. Cuando alguien no se interesa mucho por ir al culto a no ser para «figurar» y ostentar lujoso atavío (1 P. 3:3), se puede calificar de orgullo e hipocresía más bien que de sincera piedad.
Los escribas y fariseos codiciaban señales de honor y respeto: Ser saludados efusivamente (o aparatosamente) en las plazas (lugares amplios y frecuentados) y que los hombres los llamen: Rabí, Rabí (v. 7). El gusto por recibir saludos aparatosos y sombrerazos circulares, mientras se pasa «vestido de arlequín, y reparten sonrisas de ebrio»—como escribía un predicador catolicorromano de sus propios jerarcas—denota una ostentación de superioridad en que el «yo» queda engrandecido sobremanera. Los saludos no les habrían sabido tan dulces si los hubiesen recogido en las calles estrechas, sino que habían de dejarse ver en las anchas avenidas donde todos pudiesen ver cuánto se les respetaba y qué alta era su posición en la opinión del público. Es un honor para el que aprende la Palabra de Dios el respetar debidamente a quien se la enseña, pero es una abominación en el que enseña el codiciar y demandar honores de parte de los que aprenden; y el maestro que se comporta de esa manera, necesita, en vez de ponerse a enseñar aprender la primera lección, que es la humildad, en la escuela de Cristo. Por eso, Jesús amonesta a sus discípulos a que no sean así.
5. En efecto, Jesús les da ahora a sus discípulos una hermosa lección sobre la humildad, prohibiéndoles usar títulos que impliquen dominio y superioridad sobre otros (vv. 8–10). Rabí es una palabra hebrea que equivale a «doctor» y etimológicamente indica superioridad, algo así como el latín magister viene de magis = más en este sentido, como dice Broadus, podría equivaler a «Su Excelencia» o «Su Alteza» (más alto aún: «Su Eminencia»). No es el título lo que Jesús reprueba (v. Jn. 3:10, donde la versión hebrea dice «rabbán» = gran rabí o doctor), sino el espíritu de orgullo y ostentación de autosuficiencia, así como el codiciar obtener distinciones especiales de parte de los demás hermanos creyentes y de la gente en general. Aspirar a tales distinciones va contra el espíritu de sencillez del Evangelio. Maestro es, en el original, kathegetés (guía o líder). Sólo hay un Guía y Capitán de nuestra fe y salvación que es Cristo, pero eso no obsta a que en la Iglesia haya egouménoi (He. 13:17, un término de la misma raíz que kathegetés) o líderes subalternos, sometidos enteramente a Cristo, a Su Palabra y a su Espíritu, pero autorizados por Dios mismo para guiar y enseñar a sus hermanos en un ministerio que es esencialmente un servicio a la Iglesia. Lo mismo digamos del término maestro en el rabí del versículo 8, donde el original tiene didáskalos, que es precisamente el término que Pablo usa para designar la cualidad más prominente del pastor espiritual (Ef. 4:11; Ro. 12:7; 1 Co. 12:28, 29; Tit. 1:9), así como Lucas (Hch. 13:1) entre los oficiales más prominentes de la congregación. Las razones que Jesús da para huir de la ostentación en estos títulos son:
(A) Uno solo es vuestro Maestro, el Cristo (vv. 8, 10). No hay otro maestro, con autoridad propia, sino Cristo. Los ministros de Dios son únicamente ujieres o bedeles en la escuela del Señor.
(B) Todos vosotros sois hermanos. Hermanos, y condiscípulos en la escuela del único Maestro con mayúscula. Por ser condiscípulos los creyentes deben ayudarse mutuamente en el aprendizaje de las lecciones del Señor; por ser hermanos, deben mostrar el interés y el afecto que es propio de los miembros de una misma familia. No puede permitirse que un discípulo ocupe el asiento del maestro, ni que un hijo usurpe la vara del padre. Tampoco deben dar esos títulos a otras personas: Y no llaméis padre vuestro (espiritual) en la tierra a nadie; no hagáis de nadie un «padre» de vuestro espíritu. Sólo Dios es el Padre de los espíritus (He. 12:9). Nuestra vida espiritual no puede derivarse ni depender de ninguna persona humana ni podemos colgar nuestra fe de la manga de un señor que no sabemos adónde la va a llevar. Pablo se llama a sí mismo padre (1 Co. 4:15; Flm. v. 10), pero no usa el título para indicar autoridad, sino ternura; por eso habla de hijos amados (1 Co. 4:14, 17), no obligados. ¡Cuán contrarias al mandato de Cristo y al espíritu del Evangelio son las expresiones «Padre Santo» dado al supremo jerarca de la Iglesia Católica (comp. Jn. 17:11) «Papa» = padre superior (gr. pappos = abuelo), «Abad» del hebreo abbá = padre (comp. Ro. 8:15), el «pope» con que se designa en la Iglesia Ortodoxa a cualquier sacerdote, y el «Reverendísimo Padre en Dios» con que, a veces, se llama a un obispo en la Iglesia Anglicana.
(C) Uno solo es vuestro Padre, el que está en los cielos (v. 9). De Él se deriva, como de su primera fuente, la vida de todos los seres (Gn. 2:7), y de Él depende, en todo momento, nuestra vida: Él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas (Hch. 17:25). Por eso, Jesús nos enseñó a orar diciendo: Padre nuestro, etc., lo cual expresa, no sólo que Dios es nuestro Padre, sino que todos somos hermanos.
(D) Finalmente, Cristo nos da un precepto de humildad y mutua sumisión (comp. Ef. 5:21, como consecuencia lógica de la plenitud del Espíritu del v. 18): El mayor de vosotros, será vuestro servidor (v. 11). Puede tomarse: (a) Como una promesa: «El más sumiso y servicial, será el mayor en el favor de Dios»; (b) Como un precepto (éste es el sentido primordial): «El que haya sido promovido a un puesto de dignidad y autoridad, ha de ser el servidor de los demás». El más alto en la Iglesia no es un «señor que domina» (1 P. 5:3), sino un ministro (del latín minus = menos) que sirve a otros, que se humilla como Jesús (Jn. 13:3–17; Fil. 2:5 y ss.), que se hace de menos, abajándose para que los demás puedan subir. Jesús da para ello una buena razón en el versículo 12. Veamos allí:
Primero: El castigo que amenaza a los soberbios: Cualquiera que se ensalce a sí mismo, será humillado. Si Dios nos ha convencido de pecado y nos ha dado la gracia del arrepentimiento, no podremos sino estar muy bajos a nuestros propios ojos, y aborreceremos la miseria inmensa que somos. Si no nos abajamos y arrepentimos, tarde o temprano seremos humillados, incluso en esta vida y a la vista de todos.
Segundo: La exaltación prometida a los humildes: Y cualquiera que se humille a sí mismo, será ensalzado (v. también 1 P. 5:6). Ya en este mundo, el humilde tiene el honor de gozar del favor de Dios y de la estimación de las personas buenas y prudentes, así como la cualificación mejor para ser llamado, con frecuencia, a prestar los servicios más honorables; porque el honor es como la sombra, que huye de los que la persiguen, y sigue a los que huyen de ella. Y, sobre todo, los que se han humillado ante Dios con fe en Él y sincera contrición por sus pecados, serán exaltados en el otro mundo hasta heredar un trono de gloria.
Versículos 13–33
En estos versículos tenemos ocho ayes (en lugar de las ocho bienaventuranzas de 5:3 y ss.) que Jesús dirige contra los escribas y fariseos, como ocho truenos o relámpagos, semejantes a los del Sinaí. Estos ayes son tanto más notables cuanto que provienen del mansísimo Jesús, el cual vino para bendecir y a quien siempre agradó bendecir incluso cuando le maldecían (1 P. 2:23), pues Él era el Cordero de Dios, manso por naturaleza (Is. 53:7); pero cuando la ira del Cordero se enciende (Ap. 6:16) ¡cuán grave ha de ser la causa, y cuán terrible el castigo!
La carga de este oráculo de Jesús es una carga muy pesada («carga», en hebr. massá, que nuestra RV traduce por oráculo, Isaías 13:1; o profecía, Isaías 17:1; indica un mensaje de amenaza o de precepto):
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! (7 veces en esta forma); ¡Ay de vosotros, guías ciegos! (1 vez en esta forma). En efecto, la hipocresía era el pecado radical de los escribas y de los fariseos y, por eso, el que mejor les caracterizaba. Hipócrita significa, en griego, comediante (en su acepción), porque el que es un hipócrita desempeña un papel ajeno a su verdadera personalidad, por muy buen actor que sea; y cuanto mejor actor, mayor comediante, peor hipócrita. Cada uno de estos ayes de Jesús lleva consigo una razón aneja, la cual justifica el juicio que Jesús profiere; porque los ayes o maldiciones de Jesús nunca son sin motivo. Los escribas y fariseos:
I. Eran enemigos acérrimos del Evangelio de Cristo y, por tanto, de la salvación de las almas: Porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres (v. 13). Cristo vino para abrir el reino de los cielos, a fin de que los hombres llegasen a ser súbditos de dicho reino; por tanto, los escribas y fariseos que se sentaban en la cátedra de Moisés y pretendían tener en sus manos la llave del conocimiento, estaban obligados a contribuir a la obra de Jesús. Si sabían exponer a Moisés y los profetas, debían enseñar al pueblo que Moisés y los profetas habían dado testimonio de Cristo (v. Jn. 5:39–47). De esta manera, habrían cooperado grandemente a tan magna obra, y servido de ayuda para la salvación de miles de almas; pero, en lugar de hacerlo así, estaban cerrando las puertas del reino de los cielos, ya que ponían todo empeño posible en producir y alimentar en las mentes de los hombres toda clase de prejuicios contra Cristo y su doctrina.
1. Pues ni entráis vosotros, etc. (v. 13b). ¡Oh, no! Eran demasiado orgullosos como para abajarse a tener el recto concepto del estado de humillación de Jesús: ¿Acaso ha creído en Él alguno de los gobernantes o de los fariseos? (Jn. 7:48). No les gustaba una religión que insistía tanto en la humildad. La puerta que da acceso al reino de los cielos es el arrepentimiento (3:2; 4:17; Mr. 1:15), y no había nada tan desagradable para los fariseos como el arrepentimiento. Por eso, no entraban ellos; pero no era eso solo.
2. Ni dejáis entrar a los que están entrando. Mala cosa es alejarse de Cristo, pero todavía es peor alejar a otros de Él. El hecho mismo de que ellos no entrasen, ya era un obstáculo para muchos pues grandes multitudes rechazaron el Evangelio por el solo hecho de que los líderes lo rechazaron. Se oponían a que Jesús conversase con pecadores (Lc. 17:39) y a que los pecadores conversasen con Jesús; y emplearon toda su astucia y su poder para crear una atmósfera maligna contra Él, así cerraban a otros el acceso al reino de los cielos, que sufre violencia (11:12). y hay que esforzarse para entrar en él (Lc. 16:16).
II. Hacían de la religión y de la forma de piedad un pretexto y una máscara para encubrir su codicia (v. 14). Obsérvese acerca de este punto:
1. Cuáles eran sus prácticas perversas: Devoráis las casas de las viudas, al hacer el papel de administradores de sus bienes, ya que las viudas no tenían marido que las representase en los negocios (comp. Lc. 18:3; Hch. 6:1; Stg. 1:27). De esta forma, al abusar de su prestigio se insinuaban como protectores de las viudas, ganándoles el afecto y la confianza y haciendo de ellas fácil presa para enriquecerse ellos mismos. Sin duda que lo hacían al pretender encontrar en la misma Ley fundamento para ello; así, no sólo no eran censurados, sino que eran recomendados.
2. Cómo cubrían a maravilla estas depredaciones: Como pretexto hacéis largas oraciones. Algunos escritores judíos dicen que había quienes dedicaban tres horas (incluso tres veces al día) seguidas en meditaciones y oraciones formalistas. Con esto, se recomendaban a sí mismos como verdaderos «santos», dignos de la mayor confianza. Cristo no condena aquí las largas oraciones, pues Él mismo pasaba noches enteras en oración. Son tantos los favores que hemos de agradecer a Dios, tantas las necesidades por las que suplicar y tantos los pecados que le hemos de confesar, que no hay oración demasiado larga para todos estos aspectos, pero las oraciones largas de los fariseos eran un mero pretexto, con las que cubrían sus depredaciones, y pasaban por hombres piadosos, ocupados en la oración, favoritos del cielo, etc., de tal modo que parecía imposible que tales hombres pudiesen engañar a nadie. Así, mientras aparentaban volar rápidos al Cielo, sobre las alas de la oración, sus ojos, como el de la cometa, estaban siempre puestos en alguna presa de la tierra: la casa o la hacienda de alguna viuda de las que poder apropiarse. No es nada nuevo el que la forma más ostentosa de piedad sirva de pretexto a las mayores atrocidades.
3. La sentencia que Cristo profiere contra ellos: por esto recibiréis mayor condenación. Precisamente estas exterioridades religiosas con las que cubrían sus pecados, los agravaban de tal forma que por ello habían de recibir mayor condenación. Esta expresión, como otras (v. Jn. 19:11) es una prueba de que, así como en el Cielo habrá diferentes grados de recompensa, en el Infierno habrá distintos grados de castigo; todo lo cual reviste grandísima importancia en la práctica, tanto para el incrédulo como para el creyente.
III. No sólo cerraban las puertas del reino de los cielos para sí y para otros, sino que recorrían el mar y la tierra para hacer un prosélito para su propio prestigio (v. 15). Vemos:
1. Su encomiable laboriosidad en hacer prosélitos para la religión judía; por ganar uno solo, recorrían mares y tierras. Pero ¿con qué objeto? No por la gloria de Dios, ni por la salvación de las almas, sino para ganar prestigio personal. Hacer prosélitos, si es para la verdad y la piedad sincera y con recta intención, es una obra magnífica. Es tal el valor de una sola alma, que ningún precio ha de considerarse demasiado alto, ningún esfuerzo demasiado penoso, por salvarla de la muerte eterna. La laboriosidad de los fariseos en ganar prosélitos para su propio prestigio debería avergonzar a los que se quedan indiferentes ante la perdición de las almas y habrían de actuar con la misma laboriosidad, pero sobre una base correcta. Por otra parte, es una pena que muchas denominaciones e iglesias cristianas pongan mayor empeño en reclutar «prosélitos» para adquirir prestigio de congregaciones numerosas, que en dirigir simplemente a las almas a la conversión y al seguimiento de Cristo.
2. Su maldita impiedad en el modo de obrar con los prosélitos que hacían: cuando llega a serlo (prosélito) le hacéis dos veces más hijo del infierno que vosotros. Les llama hijos del infierno, por su arraigada oposición al reino de los cielos, que era la característica de los fariseos. Los malos prosélitos suelen ser los peores fanáticos. Estos discípulos superaban en maldad a sus maestros en dos aspectos: (A) En su afición a las ceremonias, ya que retenían ordinariamente lo peor de la condición antigua y adquirían lo peor de la nueva; es decir, la mera exterioridad de los cultos; las cabezas débiles suelen admirar demasiado la ostentación ceremonial que las personas sesudas tienen en poco; (B) En su furia contra el cristianismo. Así vemos que Saulo, antes de convertirse, estaba enfurecido sobremanera contra ellos (los creyentes; Hch. 26:11), mientras que su maestro Gamaliel adoptaba una actitud muy moderada con respecto a los discípulos de Jesús (Hch. 5:34–39).
IV. Inducían a la gente a graves errores, en particular acerca de los votos y juramentos, cosa sagrada en todas las naciones. Cristo llama aquí a los escribas y fariseos guías ciegos cuando tenían sobre sí la responsabilidad de tantas personas sobre las que ejercían una influencia decisiva.
1. Jesús expone primero la doctrina que ellos enseñaban. Distinguían entre jurar por el Templo y jurar por el oro del Templo; jurar por el altar y jurar por la ofrenda que está sobre el altar; dejaban en libertad por lo primero, y obligaban por lo segundo. En esto podía verse una doble maldad: (A) Dispensar de la obligación de cumplir una promesa hecha con juramento, lo cual era contrario totalmente a la Palabra de Dios, por jugar sacrílegamente con algo tan sagrado; (B) Dar preferencia al oro y a la ofrenda sobre el Templo y el altar respectivamente, a fin de animar a la gente a traer ofrendas para el servicio del altar, y oro para el tesoro del Templo, con lo que ellos podían obtener ganancias sustanciosas.
2. Jesús muestra lo insensato y absurdo de tal distinción (vv. 17–19). A fin de convencerles de su insensatez, les llama a cordura y les dice: ¿Qué es mayor, el oro o el templo que santifica al oro …; la ofrenda, o el altar que santifica a la ofrenda? Parece ser que el juramento por el templo y por el altar se usó con demasiada frecuencia hasta ser tenido en poco; entonces se inventó un nuevo juramento, el cual, al ser más nuevo, parecía más obligatorio. Pero Jesús les arguye que lo que tienen de sagrado el oro del templo, como la ofrenda sobre el altar, y lo que, por tanto, da firmeza al juramento, es respectivamente el templo y el altar.
3. Jesús rectifica el error que padecían (vv. 20–22) y les hace ver que todos los juramentos antes existentes y los por ellos inventados, tenían por raíz la santidad del nombre de Dios, por la que cualquier cosa sagrada tenía firmeza obligatoria. El Templo con todos los accesorios, estaba dedicado al servicio de Dios; el altar, con todo lo que se ofrecía sobre él, estaba consagrado a Dios. Sobre el Templo moraba la shekinah o presencia visible de la gloria de Dios en medio de Su pueblo, como en el Cielo tiene Dios Su trono desde el cual rige el Universo. En realidad, todo aquello donde se manifiestan el poder y la providencia de Dios, es algo sagrado; no se debe jurar por nada; pero, si hay necesidad de jurar ante los tribunales, etc., hay que cumplir lo jurado (5:33–37). Así dice Jehová: El Cielo es mi trono, y la tierra estrado de mis pies (Is. 66:1).
V. Eran muy estrictos y meticulosos en los aspectos menos importantes de la Ley, pero despreocupados respecto de las materias más importantes (vv. 23–24). La obediencia sincera es total y universal, y el que obedece a un precepto divino desde un punto de vista correcto, obedecerá igualmente todos los preceptos. Esta mentalidad deformada de los escribas y fariseos aparece aquí en dos ejemplos:
1. Observaban los deberes pequeños (por llamarlos así) y descuidaban los grandes; eran muy puntillosos en pagar el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, todo lo cual les costaba poco hacerlo y, sin embargo, la estricta observancia de estas menudencias les proporcionaba gran prestigio. El fariseo de Lucas 18:12 se jactaba diciendo: Doy diezmos de todo lo que gano, como quien da a Dios más de lo debido. Era un deber pagar los diezmos, y Cristo asegura que eso no debía omitirse. Todos según sus posibilidades y la forma en que el Señor les haya prosperado (1 Co. 16:2), deben contribuir al culto de Dios y al mantenimiento de sus ministros. Los que son instruidos en la palabra, y no hacen partícipes de toda cosa buena a quienes les instruyen (Gá. 6:6) y buscan así un Evangelio demasiado barato, se portan en esto peor que los fariseos. Pero lo que Cristo les reprocha aquí es que omiten lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Todo lo que se contiene en la Ley de Dios tiene su peso, pero lo más importante es lo que expresa la santidad interior del corazón: la justicia en las relaciones sociales con el prójimo, la compasión para con el desvalido (comp. Stg. 1:27) y la fe, fidelidad a Dios practicada en una conducta humilde delante de Dios (Mi. 6:8). Ésta es la obediencia que es mejor que el sacrificio o el diezmo (1 S. 15:22). También la misericordia es preferible a los sacrificios (Os. 6:6). Por otra parte, la fe, en su sentido más amplio, es el fundamento de todas las demás cualidades éticas (2 P. 1:5–7).
2. Evitaban los pecados menores pero cometían los más graves (v. 24). Guías ciegos los había llamado antes (v. 16), por su doctrina corrupta; ahora los llama así por su conducta corrupta. Eran ciegos, al carecer del discernimiento necesario para dar mayor importancia a lo de mayor peso y volumen: Coláis el mosquito, y os tragáis el camello. En lo tocante a la doctrina, colaban los mosquitos para dar doctrina
«pura» (comp. Am. 6:6), urgiendo a observar las tradiciones de los ancianos y en la práctica colaban los mosquitos, y eran aparentemente tan timoratos, que sólo se creían santos cuando habían pagado el diezmo de las hierbas más insignificantes; pero se tragaban el camello cuando dejaban de cumplir los mandamientos de Dios y lo que Dios demanda de cada uno (Mi. 6:8). En efecto, entre lo que ellos cumplían y lo que dejaban de cumplir había mayor diferencia que entre un mosquito y un camello. Cristo no reprueba la delicadeza de una conciencia pura que cuela el mosquito, pues todo precepto de Dios es importante (Stg. 2:10), sino la laxitud de la conciencia cauterizada que se traga el camello.
VI. Sólo se preocupaban por lo exterior, y descuidaban lo interior, de la piedad. Esto lo ilustra Cristo por medio de dos semejanzas.
1. Los compara a una vasija, bien lavada y limpia por fuera, pero sucia completamente por dentro (vv. 25–26). Ahora bien, ¡qué necedad tan grande sería la de una persona que limpiase bien el exterior de un vaso o de una copa, que es lo que se ve desde fuera, y dejase sucio el interior, que es lo que se usa! Así obran quienes procuran evitar únicamente los pecados que pueden ofender a otros y causar desprestigio a sí mismos, pero tienen el corazón lleno de toda clase de suciedad, lo cual les hace odiosos a los ojos purísimos del Dios tres veces santo. Con respecto a esto, obsérvese:
(A) La práctica de los fariseos, que limpiaban el exterior. En todo lo que podía ser observado por sus prójimos, eran muy exactos; la gente los tenía generalmente por muy buenas personas pero Por dentro estaban llenos de rapiña y de intemperancia. Esto significa, con la mayor probabilidad que el contenido del vaso y del plato (bebida y comida) eran fruto de la extorsión; y el estar llenos el vaso y el plato era señal de intemperancia (gr. akrasía lo opuesto a enkráteia = dominio propio; Gá. 5:23; 2 P. 1:6). Aparecían como piadosos en extremo, pero no eran justos ni sobrios. Lo que somos en nuestro interior, eso es lo que de veras somos.
(B) La norma que Cristo da, en contraposición a la conducta de los fariseos (v. 26). Conforme al juicio infalible de Cristo, son ciegos los que no perciben la suciedad del corazón; que no ven ni aborrecen los pecados que están alojados allí. Ignorar lo que hay dentro de nuestro corazón es la peor y más nociva clase de ignorancia. La norma que Cristo da es: Limpia primero lo de dentro; ésta es la tarea principal del hombre; ésta, la ocupación más importante del creyente. Dios escudriña el interior y es testigo permanente de nuestros pensamientos y afectos; hemos de poner, pues, especial cuidado en evitar esos pecados que no escapan a la mirada de Dios, aunque escapen a la observación más atenta de los hombres.
¡Ah, si tuviésemos siempre presente esta gran verdad: Dios me ve y observa y juzga lo más profundo de mi ser! Limpia primero lo de dentro; no sólo lo de dentro, pero sí lo primero, porque si extremamos el cuidado en mantener limpio lo interior, también procuraremos que el exterior esté limpio. Si la gracia santificante de Dios limpia y purifica el corazón, también influirá en la pureza del exterior, porque de dentro fluye el agua viva que lo limpia todo. Del corazón sale todo (15:19); por eso: Por encima de todo, guarda tu corazón; porque de él mana la vida (Pr. 4:23).
2. Los compara a sepulcros blanqueados (vv. 27–28).
(A) De la misma manera que los sepulcros, bien blanqueados por fuera, para hacerlos más visibles y advertir al viandante que no se acerque para no contaminarse, aparecen hermosos (y no sólo por la blancura, sino por los adornos arquitectónicos de los sepulcros de personas eminentes), así también los fariseos se enmascaraban hipócritamente bajo las apariencias de una moralidad estricta, sólo por ostentación, como los adornos y monumentos de los sepulcros (v. 29). Eso era lo único que ambicionaban; prestigio y saludos reverentes de parte del pueblo sencillo.
(B) Pero, igual que Ios sepulcros estaban llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia, también los fariseos estaban por dentro llenos de hipocresía e iniquidad (gr. anomía = violación de la ley). Puede haber personas con el corazón lleno de pecados, que al exterior aparecen irreprochables; pero, ¿de qué nos servirá la buena consideración de nuestros semejantes, si nuestro Señor no puede decirnos: ¡Bien hecho, siervo bueno y fiel! (25:21, 23)?
VII. Presumían de amables y afectuosos en el recuerdo que guardaban de los antiguos profetas, mientras odiaban a los que eran sus contemporáneos (Juan el Bautista y el propio Jesús). Dios es celoso de sus leyes y ordenanzas, pues en ello le va el honor, pero también es celoso del honor que ha puesto en sus profetas y ministros. Por consiguiente, al llegar a este ay, se expresa más largamente que en los anteriores ayes (vv. 29–37). Jesús menciona aquí:
1. El respeto que los escribas y fariseos pretendían tener a los profetas difuntos (vv. 29–30).
(A) Honraban como reliquias los restos de los profetas, les construían sepulcros suntuosos y monumentos arquitectónicos bien adornados. La memoria del justo será bendita (Pr. 10:7), cuando los nombres de los que le odiaron y persiguieron serán cubiertos de vergüenza, se pudrirán. Esto es un ejemplo de la hipocresía de los escribas y fariseos al rendir sus respetos a los profetas muertos. Fingían respetar los escritos de los antiguos profetas, que les decían lo que deberían ser, pero rechazaban las reprensiones de los profetas vivos, que les decían lo que eran. Como ha escrito un autor contemporáneo:
«Los fariseos no odiaban a Cristo por decir: “Mirad qué hermosos son los lirios del campo” sino por decir: “Mirad qué ladrones e hipócritas sois”».
(B) Protestaban contra el asesinato de los profetas: Si hubiésemos vivido en los días de nuestros padres, no habríamos sido sus cómplices en la sangre de los profetas (v. 30). ¿No habrían sido cómplices en la muerte de aquellos profetas? ¡Y estaban conjurándose para matar a Cristo! ¡Al Mesías, del que todos los profetas dan testimonio (Hch. 10:43)! Lo engañoso del corazón del pecador se echa de ver con toda claridad en que, mientras se precipita por la corriente del pecado en sus actuales circunstancias, se imagina que habría nadado contra la corriente del pecado en otras circunstancias. Nadie tendrá excusa delante de Dios, echándole a las circunstancias la culpa de su propia maldad, antes bien merece mayor castigo por culpar indirectamente a Dios mismo de no haberle puesto en circunstancias más favorables.
¿No es cierto que, a veces, pensamos que si hubiésemos vivido cuando Cristo estaba en la tierra, le habríamos seguido con toda fidelidad? ¿Qué no le habríamos despreciado ni rechazado, como hicieron los judíos de su tiempo? Sin embargo, Cristo está presente, por su Espíritu, en medio de nosotros; y aun después de conocer del Evangelio de la gracia mucho más que los escribas y fariseos, quizá no le tratamos mucho mejor que ellos.
2. Su enemistad y oposición a Cristo y a su Evangelio y la ruina que estaban atrayendo sobre sus propias cabezas y sobre aquella generación (vv. 31–33). Obsérvese:
(A) La acusación bien probada: Así que dais testimonio contra vosotros mismos. Los pecadores no pueden prometerse escapar del juicio de Cristo por falta de pruebas contra ellos, cuando es tan fácil hallar que ellos mismos testifican en su contra. Por propia confesión, los escribas y fariseos admitían la gran maldad de sus padres al matar a los profetas. Quienes condenan los pecados ajenos pero cometen otros iguales o mayores, son los más inexcusables (Ro. 2:1). Por propia confesión, eran hijos de aquellos perseguidores: Sois hijos de los que mataron a los profetas. Cristo les muestra que son iguales que sus padres en espíritu y mala disposición, como si llevasen en la sangre aquella perversidad.
(B) La sentencia pronunciada contra ellos. Cristo procede ahora:
(a) A denunciar como irremediable su inclinación perversa: ¡Vosotros también colmad la medida de vuestros padres! (v. 32). Cristo sabía que estaban ahora tramando su muerte, y dentro de pocos días la llevarían a cabo. Así que viene a decirles: «Bien, adelante con vuestros planes, id por el camino de vuestro corazón y con la luz de vuestros ojos, y veréis lo que resulta: no haréis otra cosa que colmar la medida de la iniquidad de vuestros padres». Esto nos enseña: Primero: Que hay una medida que colma el vaso del pecado. Dios es benigno, paciente y longánime (Ro. 2:4), pero llegará un día en que si no nos arrepentimos a tiempo (2 Co. 6:12), se colmará la medida de nuestra maldad y la de la paciencia de Dios. Segundo: Los hijos colman la medida de sus padres difuntos, cuando persisten en caminar en la misma perversidad o en similar perversidad, que sus padres. La culpa nacional que acarrea una ruina nacional, está compuesta de muchas maldades de muchas personas en épocas consecutivas. Dios visita justamente la iniquidad de los padres en los hijos que siguen las pisadas paternas. Tercero: El perseguir a Cristo, a su mensaje y a sus ministros, es un pecado que colma la medida de una culpa nacional con más rapidez que ningún otro. Cuarto: Es correcto en la presencia de Dios abandonar a sus propios deseos a quienes se obstinan persistentemente en sus malos caminos, por muchas amonestaciones que se les hagan.
(b) A denunciar como irreversible la ruina que les amenaza, una ruina que será completa y perpetua en el Infierno: ¡Serpientes, engendros de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno? (v. 33). Suenan extrañas estas palabras en labios de Cristo, de cuya boca sólo salían palabras de gracia y de perdón. Pero así pasa con el amor cuando es despreciado y rechazado. ¡Qué terribles son las palabras de condenación del mansísimo Jesús! (comp. 25:41). Aquí tenemos:
Primeramente: La descripción que de ellos hace: ¡Serpientes! ¿Tales epítetos usa Cristo? Sí, Él puede hacerlo porque conoce el corazón; nosotros, no. Les llama también engendros de víboras, hijos de víboras, porque llevaban en la sangre la misma astucia traidora, retorcida y venenosa, que sus padres contra todo verdadero profeta del Señor y contra el Señor mismo.
En segundo lugar: La condenación que pronuncia contra ellos: ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno? Cristo mismo predicó acerca de la condenación y del infierno, y sus ministros no deben soslayar esta parte del consejo de Dios por temor a ofender a los pecadores obstinados o a los magnates perversos. Bourdaloue no tuvo empacho en repetir a Luis XIV las palabras de Natán a David: «Tú eres ese hombre» (2 S. 12:7). Esta sentencia de condenación de los escribas y fariseos, salida de los labios de Cristo, era más terrible que la pronunciada por todos los profetas y ministros de Dios que han existido, por cuanto Cristo es el Juez, en cuyas manos están las llaves de Ia muerte y del Hades. Sólo hay un camino para escapar de esta condenación: arrepentirse y creer en el Evangelio; pero, ¿cómo entrarán por este camino quienes están tan orgullosos de sí mismos y con tantos prejuicios contra Cristo, como lo estaban éstos? (v. Jn. 9:41). Los publicanos y las prostitutas, que tenían conciencia de su pecado y acudían al médico de las almas y de los cuerpos, estaban en mejores condiciones para escapar de la condenación del infierno que éstos que, aunque marchaban por el camino real que conduce al infierno, se imaginaban que iban en volandas por el camino que lleva al Cielo.
Versículos 34–39
Acabamos de ver cómo los guías ciegos estaban precipitándose en el abismo; veamos ahora lo que les espera a los ciegos seguidores de tales guías, y en particular a Jerusalén.
I. A pesar de la mala disposición de escribas y fariseos, Cristo no escatima su mensaje de salvación ni los medios de gracia (comp. Is. 6:8 y ss.). Podría esperarse que Cristo dijese: «Por tanto, ya no os será enviado jamás ningún profeta», pero lo que dice es: Por tanto, he aquí que yo os envío profetas, sabios y escribas (v. 34), para que se confirmase lo que había dicho: ¡Vosotros también colmad la medida de vuestros padres! (v. 32).
1. Es Cristo quien los envía: He aquí yo (enfáticamente) os envío porque la gran comisión va a empezar pronto. Con estas palabras, Cristo insinúa que es Dios, pues tiene poder y autoridad para cualificar y enviar profetas; es un acto de su oficio regio. Después de resucitar, cumplió esta palabra al decir: Como me envió el Padre, así también yo os envío (Jn. 20:21).
2. Los envía primero a los judíos: Yo os envío, etc. Habían de comenzar en Jerusalén (Hch. 1:8); y adondequiera que iban, observaban esta norma de ofrecer esta gracia del Evangelio a los judíos (Hch. 13:46).
3. Estos hombres que les envía los llama profetas, sabios (título aplicado comúnmente a los rubíes) y escribas, o expositores de la Ley. Como puede verse, son títulos judaicos, aplicados a los ministros del Evangelio (Ef. 4:11), (v. en el contexto, vv. 2, 7, 29 y comp. 13:52). El oficio de escriba era de gran honor hasta que aquellos hombres lo deshonraron.
II. Predice y declara el mal trato que van a dar a sus mensajeros: «De ellos, a unos mataréis y crucificaréis, etc. A pesar de eso los voy a enviar». Jesús sabe de antemano el mal trato que sus siervos van a recibir y, con todo, los envía; y lo hace precisamente porque los ama, de la misma manera que el Padre le envió a morir porque le amaba (Jn. 15:9; 17:18, 23, entre otros), pues Dios iba a ser glorificado con los sufrimientos de Jesús, y sus ministros habían de glorificar a Jesús y al Padre por medio de sus propios sufrimientos (Jn. 21:19), y ser glorificados ellos mismos como Jesús (Jn. 12:23–26). No les va a ahorrar sufrimientos, pero les pondrá delante, para endulzarlos y animarles a ellos, el mismo gozo que Él tuvo puesto delante de Sí (He. 12:2). Veamos:
1. La crueldad de estos perseguidores: A unos mataréis, crucificaréis, etc., azotaréis, perseguiréis. Están sedientos de sangre, en la que está la vida, y no se contentan con menos. Así imitaban los cristianos a su Señor; más aún, el mismo Señor sufría en ellos como la Cabeza en el cuerpo de la Iglesia (v. Col. 1:24) al aplicar el fruto de la obra que Él realizó, de una vez por todas, en la Cruz del Calvario (He. 9:28; 10:12). El cristiano ha de estar dispuesto a resistir hasta derramar sangre (He. 12:4).
2. La malvada persistencia de estos perseguidores: Y a otros … perseguiréis de ciudad en ciudad (v. 34). Así como los apóstoles iban de ciudad en ciudad predicando el Evangelio, así también sus perseguidores iban de ciudad en ciudad a la caza de ellos y soliviantando a la gente contra ellos (Hch. 14:19; 17:13).
3. Pretendían con esto rendir culto a Dios (Jn. 16:2); por eso los azotaban en sus sinagogas, como una parte del servicio divino.
III. Les imputa el pecado cometido por sus padres, puesto que les imitaban, haciéndoles así culpables de toda la sangre justa derramada sobre la tierra; esto es, de la sangre de los justos derramada precisamente por causa de su justicia (v. 35). La fecha inicial va tan lejos como la del asesinato de Abel a manos de su hermano Caín y, aunque el verbo derramada está en participio de presente (dando a entender que la acción continúa), se da una fecha especial en ese versículo «hasta la sangre de Zacarías hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el templo y el altar» (2 Cr. 24:20–22). La identificación de este Zacarías ha suscitado, desde los primeros escritores eclesiásticos, una grave dificultad que no es tal si se tiene un mediano conocimiento de la Biblia. En el lugar de 2 Crónicas ya citado, se le llama hijo del sacerdote Joyadá, pero hay que tener en cuenta: 1. Que es muy frecuente en la Biblia llamar hijo al nieto, como padre al abuelo; 2. Que este Zacarías fue apedreado bastante tiempo después de la muerte de Joyadá, quien era de ciento treinta años cuando murió (2 Cr. 24:15), lo cual se explica mejor si era abuelo, no padre, de Zacarías. Es probable que Mateo dispusiese de documentos en que constase el nombre de este Baraquías, aunque no conste en la Biblia, probablemente por falta de relevancia, en contraste con la de Joyadá. Notemos que Jesús hace recaer la culpa, y el castigo, sobre toda la generación aquella (v. 36); lo cual implica: primero, que aquella generación era tan perversa, que resultaba culpable de toda la sangre justa derramada desde el principio del mundo hasta el tiempo en que se escribió el último libro (cronológicamente) de la Biblia hebrea; segundo, que el castigo iba a caer sobre aquella generación, sin mucha dilación (v. 38); había entre ellos quienes lo habrían de ver y experimentar en su propia carne en los años 69–70 de nuestra era. Obsérvese que cuanto más grave e inminente es el castigo del pecado, más alto y urgente es el llamamiento al arrepentimiento y a la reforma.
IV. Jesús se lamenta amargamente de la perversidad de Jerusalén, y les echa en cara las muchas y amables ofertas de salvación que les ha hecho (v. 37). ¡Con qué amarga ternura habla de la ciudad: Jerusalén, Jerusalén! La repetición indica, como siempre, énfasis de importancia e indica aquí la exuberancia de la compasión de Cristo. El domingo anterior había llorado sobre la ciudad (Lc. 19:41), y ahora se lamentaba sobre ella. Jerusalén, que debería ser ciudad de paz (Sal. 122:6), va a ser asiento de guerra y confusión. Pero, ¿por qué va a hacer el Señor todo esto contra Jerusalén? Porque pecado grave cometió Jerusalén (Lm. 1:8).
1. Jerusalén perseguía y mataba a los mensajeros de Dios: Que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados. Esto se imputa especialmente a Jerusalén, por estar allí el Sanedrín o tribunal supremo de los judíos, al que competía sentenciar estos casos; por eso, en el lugar paralelo de Lucas 13:34, el contexto anterior describe a Jesús diciendo: no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén (Lc. 13:33). Ya fuese en un arrebato de furia, como pasó en el caso de Esteban, ya con las apariencias legales en el caso de Jesús, en Jerusalén se tomaban las decisiones, aunque la ejecución se llevase a cabo a extramuros de la ciudad para no «profanarla» (Nm. 15:35; Mt. 21:39; 27:31 y ss., Hch. 7:58; He. 13:12). En Jerusalén, donde primero se predicó el Evangelio (Hch. 2), se produjo también la primera persecución (Hch. 8:1); al estar allí el cuartel general de los perseguidores, allá eran llevados presos los perseguidos (Hch. 9:2).
2. Jerusalén rechazaba a Cristo y al Evangelio que Cristo ofrecía. Pecaba así sin remedio, porque pecaba contra el remedio. Y eso, a pesar de la gracia maravillosa y del favor generoso de Jesús hacia la ciudad: ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas! Cristo desea atraer, reunir y cobijar en su seno a las pobres almas que se descarrían por los caminos de perdición, y lo ilustra aquí con la humilde comparación de la mansa gallina que cobija bajo sus alas a los polluelos. Desde Éxodo 19:4; Deuteronomio 32:11, es Jehová como águila poderosa quien cobija y transporta a su pueblo. Aquí, la gallina indica, juntamente con la ternura y la mansedumbre, el estado de humillación del Salvador. Excepto la mención posterior del canto del gallo, ésta es la única vez que se menciona en la Biblia un ave doméstica. Pero, en realidad, la ternura es la misma (v. Jer. 31:3). Los polluelos se cobijan bajo las alas de la madre para tener allí refugio, protección, calor y comodidad; especialmente, cuando huyen de las aves de presa. Quizá Cristo tenía en su mente el Salmo 91:4: Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro. Hay sanación y salvación en las alas de Cristo (Mal. 4:2) lo cual es mucho más que lo que la gallina puede hacer con las suyas en favor de sus polluelos. Son también de notar (a) la voluntariedad: Quise, y (b) la frecuencia: ¡Cuántas veces!, de esta libre oferta de salvación a todos los judíos por parte de Cristo; con frecuencia fue allá, allí predicó y obró milagros. Tantas veces como hemos escuchado el mensaje del Evangelio y hemos notado en nuestro interior los impulsos del Espíritu Santo, otras tantas ha intentando Cristo atraernos, reunirnos y cobijarnos. ¡Y no quisiste! Como si dijese: «A pesar de todo mi esfuerzo, de mi buena voluntad, no quisisteis escuchar: ¡Yo quise … y no quisiste!» ¿Qué más se podía haber hecho en mi viña que yo no lo haya hecho en ella? (Is. 5:4). Él quería salvarlos, pero ellos rehusaban ser salvados por Él. Adviértase, para no confundirse, que las frases de Cristo no son un grito de impotencia, sino el lamento de una elegía. Hay en Dios una voluntad de propósito (Ef. 1:11), que se cumple infaliblemente, y una voluntad de deseo (1 Ti. 2:4) en la que Dios apela al albedrío del hombre y a su responsabilidad personal aunque siempre queda a salvo la libre soberanía de Dios, que puede atraer irresistiblemente a los elegidos (Jn. 6:44; v. el coment. a este lugar).
V. A continuación, Cristo lee la sentencia de Jerusalén: He aquí que vuestra casa os es dejada desierta (v. 38). La casa, tanto de ellos—la ciudad—como la de Dios—el Templo—, está siendo dejada (lit.); es decir, están actuando ya las causas que provocarán su desolación inminente.
1. Os es dejada. Cristo sale del Templo para no volver a él, y, al mismo tiempo, les vuelve las espaldas a ellos. No le quieren a Él, y Él se marcha llevándose las bendiciones que el Templo significaba; era como si se levantase la shekinah, dejándoles sin protección ni cobijo. Templo y ciudad quedarían desolados, destituidos de la presencia y de la gracia de Dios.
2. Os es dejada desolada. A los ojos de cuantos tenían sensibilidad para percibirlo, la marcha de Cristo anticipaba una visión realmente melancólica del lugar. Cuando Cristo se marcha de un lugar, el palacio más suntuoso se convierte en un inhóspito desierto, porque, ¿qué gozo, qué alivio, puede haber donde no está Cristo? Este es el triste resultado de rechazar a Jesús y dejarle a un lado. Pronto no quedaría del lugar santo piedra sobre piedra (24:2). Cuando Dios se marcha, todos los enemigos se apresuran a llenar el inmenso vacío.
3. Finalmente, aquí está la despedida: Porque os digo que desde ahora no me veréis más, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor (v. 39). Esto nos habla:
(A) De la marcha de Jesús. Llegaba el tiempo de dejar el mundo e ir al Padre (Jn. 16:28), para no ser visto después sino por los testigos que Dios había escogido de antemano (Hch. 10:40–41). Incluso éstos no le vieron sino por unos pocos días (Hch. 1:11), pues fue elevado al Cielo hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas (Hch. 3:21); es decir, en su Segunda Venida.
(B) De la obstinación y ceguera de ellos: «No me veréis más, a mí que soy la luz del mundo (Jn. 8:12), pues estáis ciegos para percataros de lo que es para vuestra paz (Lc. 19:42), hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor». La ceguera voluntaria suele ser castigada con la más temible de las cegueras, la ceguera judicial. Durante las siete primeras plagas de Egipto, leemos que Faraón endureció su corazón, pero a partir de la octava, leemos que Dios endureció el corazón de Faraón (comp. Éx. 9:35 con Éx. 10:1). Cuando alguien se obstina en no reconocer a Dios, Dios le entrega a una mente reprobada (Ro. 1:28). El silbido del pastor deja de oírse a medida que la oveja se aleja de él. Hasta que digáis; cuando Cristo vuelva con sus ejércitos celestiales (Ap. 19:14) los judíos—como nación salva (Ro. 11:25–26)—reconocerán a Jesús, a quien traspasaron, como a un verdadero Mesías, al que otrora rechazaron (Zac. 12:10).
Este capítulo constituye una de las porciones más difíciles de la Santa Biblia. Todos admiten que es un discurso profético, pero algunos piensan que la mayoría de los eventos aquí profetizados tuvieron cumplimiento el año 70 en la destrucción de Jerusalén; otros piensan que la primera mitad se refiere a la destrucción de Jerusalén, y la segunda a la Venida futura del Hijo del Hombre; otros en fin, que todo el Discurso del capítulo se refiere al futuro como cumplimiento de la semana setenta de Daniel. Es posible que aquí como en muchos otros lugares proféticos, se den dos niveles en el panorama histórico de la profecía, y que algunos elementos que se cumplieron en el año 70 sirvan de tipo y anticipación a los sucesos de la Segunda Venida del Señor. El paralelo de Lucas 21:5 y ss. puede causar confusión, si no se tiene en cuenta el «pero antes de estas cosas, etc.», donde Lucas introduce (vv. 12–24) algo que claramente se ha de cumplir durante la era de la Iglesia.
Versículos 1–3
I. Cuando Jesús había salido del Templo e iba de camino se acercaron a Él sus discípulos y le mostraron los edificios del Templo (v. 1). Él les dice que, de todo aquello, no quedará piedra sobre piedra (v. 2).
1. Vemos que Jesús dejó el Templo, pero no dejó a sus discípulos, que le habían seguido cuando fue al Templo, y cuando salió de él. Es cosa buena estar donde Cristo está, y salir de donde Él sale o donde no está. El Templo que Herodes había mandado edificar era verdaderamente hermoso y suntuoso. El Talmud de Babilonia dice: «El que no haya visto el templo de Herodes, no ha visto nunca un edificio hermoso». Los discípulos le llaman la atención acerca de él, por una de estas dos razones:
(A) Porque ellos mismos estaban encantados del edificio, y esperaban que Jesús también lo estuviera. Ellos habían vivido la mayor parte de su vida en Galilea, a bastante distancia de Jerusalén, y raras veces habían visto el Templo; por eso mostraban mayor admiración, y pensaban que Jesús había de admirar también toda aquella gloria. Hasta los hombres buenos son propensos a enamorarse demasiado de la pompa y belleza exterior y a sobrevalorarlas, aun cuando se trate de las cosas de Dios. Es cierto que el Templo era glorioso, pero: (a) Esta gloria estaba manchada y oxidada con los pecados de los sacerdotes y del pueblo; (b) Esta gloria estaba eclipsada y superada por la presencia de Cristo.
(B) O, en señal de tristeza de que este bellísimo edificio hubiese de quedar desolado; en este caso, le habrían mostrado los edificios por ver si retiraba la sentencia que había proferido poco antes. Cristo había considerado la ruina de las almas y había llorado por ello (Lc. 19:41); en cambio, los discípulos se fijaban en los edificios suntuosos, y estaban prestos a llorar por ellos. En esto, como en muchas otras cosas, nuestros pensamientos no son los de Dios (Is. 55:8).
2. A propósito de esto, Jesús predice la completa destrucción que ha de sobrevenir a ese lugar (v. 2). Si supiésemos ver con los ojos de la fe cuán efímera es la gloria de las cosas de este mundo no seríamos propensos a darles un valor que no tienen. ¿Veis todo esto? Ellos querían que Cristo viese todo aquello como ellos lo veían, y que se admirase de ello como ellos se admiraban; pero la mirada de Cristo penetraba hasta lo más hondo del tiempo y del espacio, y por eso veía las cosas de otra forma. Una mirada parecida a ésta nos haría mucho bien.
En vez de revocar su sentencia Jesús la ratifica: De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra. Lo afirma de una manera solemne: De cierto; sabe lo que dice, y habla de una ruina segura y completa. Aquel edificio que tanto admiraban los discípulos, iba a ser demolido por completo: no iba a quedar piedra sobre piedra. Aunque Tito al tomar la ciudad, puso todo su empeño en conservar el Templo, no pudo impedir que sus furiosos soldados lo destruyeran por completo; y la demolición fue tal, que Turno Rufo pudo arar el terreno sobre el que se había levantado el edificio.
3. A continuación, los discípulos le preguntan cuándo sucederá esto y cuáles serán las señales de que esto se acercaba (v. 3). Veamos:
(A) Dónde hicieron estas preguntas. Las hicieron aparte, estando Él sentado en el monte de los Olivos probablemente, iba camino de Betania y se sentó allí a descansar. Desde allí se veía bien el Templo.
(B) Cuáles eran las preguntas. Parece que son tres: ¿Cuándo sucederán estas cosas? ¿Cuál será la señal de tu venida? ¿Y del final de esta época? Los intérpretes judíos estaban acostumbrados a asociar la Venida del Mesías con la consumación del siglo, acompañada de la destrucción de los malvados. Los discípulos estaban, sin duda, acostumbrados a esta manera de pensar (Hch. 1:6) y, al reconocer en Jesús al Mesías, tenían el natural interés en conocer sucesos que habían de acontecer en vida de ellos. El Prof. Homer A. Kent dice sobre esto: «La época en cuestión se describe en Daniel 9:25–27 como un período de “setenta semanas”, de las cuales sólo 69 habían pasado cuando al Mesías le sería quitada la vida. Jesús viene a decir en el versículo 15 que se trata de ese período al sincronizarlo con lo que Daniel 9:27 describe como evento situado en la mitad de la semana setenta. De aquí que el Discurso del Olivete se refiere primordialmente al tiempo de la tribulación de Israel». Ésta es la opinión de los dispensacionalistas, que no intentamos imponer a nadie.
Versículos 4–28
Los entristecidos discípulos preguntan: ¿Cuándo? pero Cristo no responde a esto. En cambio, a la pregunta: ¿Cuál será la señal, etc.? contesta con todo detalle, Pues era de gran interés, no sólo para los discípulos, que esperaban un cumplimiento inmediato del reino mesiánico (Hch. 1:6), sino para todos los creyentes a lo largo de la historia de la Iglesia. Ya hemos mencionado los distintos niveles proféticos de la escatología bíblica y así, en el trasfondo de la destrucción de Jerusalén se perfila en el horizonte de la profecía el final de los tiempos y la Segunda Venida del Señor. Lo que aquí les dice Jesús a sus discípulos está destinado primordialmente a mantenerlos en guardia y en vela, más bien que a satisfacer su curiosidad; más a prepararlos para los eventos venideros que a darles una idea detallada de los eventos mismos aunque el contexto general de la profecía nos presta abundantes aspectos complementarios.
I. Cristo comienza con una frase de precaución: Mirad que nadie os engañe (v. 4). Ellos esperaban una respuesta inmediata a sus preguntas, al querer conocer los arcanos designios de Dios; pero Él insiste en lo que, después de su resurrección, había de decir a Pedro (Jn. 21:21–22): «Vosotros seguidme a mí, y no os dejéis engañar por charlatanes y falsos profetas». Verdaderamente los falsos maestros son más dañosos a la Iglesia que los perseguidores. Tres veces en este discurso, llama Jesús la atención acerca de los falsos profetas. Respecto de ellos, obsérvese:
1. Las pretensiones con que se presentarán. Cuando más temible es Satanás, es cuando aparece como ángel de luz; bajo los colores más hermosos pueden esconderse las maldades más perversas. Estos falsos profetas (vv. 1, 11, 23, 24) pretenderán obrar bajo inspiración divina, y tratarán de engañar con los portentos que obrarán por el poder diabólico (comp. Ap. 13:13–15). Estos engañadores, llamados anticristos por Juan (1 Jn. 2:18–19; 4:1, 3), llegarán a ocupar púlpitos en la Iglesia (1 Ti. 4:1 y ss.). Llegarán a decir: Yo soy el Cristo (v. 5). No se tiene noticia de que alguien pretendiese ser el Cristo entre los años 30–70 de nuestra era, pero actualmente (1981) ya hay alguna secta cuyo jefe supremo es tenido por Cristo reencarnado, y ciertamente el Anticristo personal, descrito en 2 Tesalonicenses 2:1–4 y que coincide, lo más probable, con el jinete de Apocalipis 6:1 y ss., está aún por manifestarse. La semejanza de cabalgadura con Apocalipsis 19:11 ha llevado a muchos comentaristas a pensar que se trata del mismo jinete lo cual es un error mayúsculo. Es lamentable que, cuando vino el verdadero Mesías, ni el mundo lo reconoció ni los suyos le recibieron; sin embargo, el diablo consigue engañar a tantos para que crean a los falsos Cristos. Y éstos, a su vez, esparcen sus emisarios por todo el orbe. El verdadero Cristo no vino gritando, ni alzando su voz, ni haciéndose oír por las calles (Is. 42:2), pero estos falsos Cristos y profetas se harán notar al llamar fuertemente la atención (v. 23).
2. El éxito que tendrán: Engañarán a muchos (v. 5), si fuera posible, aun a los escogidos (v. 24). Esto indica: (A) La fuerza de tales engaños; será tal que una masa ingente de personas será arrastrada a la perdición por esta poderosa corriente de maldad, incluidos muchos de los que parecían estar firmes en la fe. Sólo la gracia omnipotente de Dios será suficiente para proteger a los escogidos según el propósito irrevocable de su beneplácito. (B) La seguridad de estos elegidos, en medio de tan enorme peligro, la cual queda garantizada en el paréntesis: si fuera posible, lo que implica que es imposible que sean engañados, porque están en las manos de Dios (Jn. 10:28–30).
3. Las repetidas advertencias que Cristo hace acerca de ellos para que los creyentes estén en guardia: Mirad que os lo he predicho (v. 25); pero aún no es el fin (v. 6); no lo creáis (vv. 23, 26). Quien está sobre aviso del tiempo y lugar en que va a ser atacado, tiene medios de precaverse y defenderse. No debemos creer al que nos diga: Aquí está, o: Allí está (v. 23), porque sabemos que el verdadero Cristo subió a los cielos (Hch. 1:11) y está sentado a la diestra del Padre hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies (He. 10:12–13), aunque se halla, por medio de su Espíritu, dondequiera que hay dos o tres reunidos en su nombre (18:20). No hay peor enemigo para la verdadera fe que la vana credulidad, y los necios muestran su simpleza en creer cualquier novedad ostentosa que les produce fascinación, especialmente si proviene de seudocientíficos charlatanes que saben orquestar una ruidosa propaganda mediante los «mass-media». Sigamos a Isaías cuando dijo: ¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido (Is. 8:20).
II. Cristo predice grandes conmociones, anteriores a su Segunda Venida (vv. 6–7). En su Primera Venida, los ángeles anunciaron paz (Lc. 2:14). Su Segunda Venida será precedida de guerras.
1. La situación politicomilitar será terrible: Oiréis hablar de guerras y de rumores de guerras (comp. Ap. 6:3–4). La paz es silenciosa y tranquila, pero la guerra es tan ruidosa que hasta las más pequeñas y remotas aldeas oyen de ella y se ven obligados los hombres a intervenir con frecuencia en ella, y todos se ven condenados a sufrirla. Pero, sobre todo, ¡ay de los que rechazan el Evangelio! Quienes se niegan a recibir las buenas nuevas de paz, tendrán que oír las malas nuevas de guerras.
2. Pero eso no será motivo de alarma para los verdaderos creyentes: Mirad que no os alarméis (v. 6). Pero, ¿es posible oír tales noticias, y no alarmarse? Todo depende de la confianza que se tenga en Dios, a mayor confianza, menor alarma; a menor confianza, mayor alarma. Los discípulos eran hombres de poca fe alarmados por la tormenta cuando llevaban consigo a Cristo en la barca. Si nuestra fe en Cristo es firme, la barquilla de nuestra alma no estará a merced de las olas. Aquí tiene perfecta aplicación lo de Isaías 26:1–4, especialmente el versículo 3: «Tú guardas en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera, porque en ti confía». Dos razones da Cristo para convencer a los suyos (también tienen aplicación para nosotros) de que no hay motivo de alarma:
(A) Porque es necesario que todo eso acontezca. Dios está llevando a cabo en ese período, a través de la maldad de los hombres, sus sabios designios. Dentro de la preparación para el perfecto reino mesiánico, es del todo inevitable el conflicto, no sólo a nivel doméstico (10:35), sino a nivel internacional, con acompañamiento de toda clase de calamidades: hambres, epidemias y terremotos (comp. Ap. 6:2–8). Para que queden las cosas que no pueden ser sacudidas tienen que derrumbarse las que no han de quedar (He. 12:26–27). Cuando una casa vieja se agrieta y amenaza ruina, su derribo no puede hacerse sin ruido ni nubes de polvo, pero después se hará la limpieza y será erigido el nuevo edificio (¡Bienaventurado el que espere! Dn. 12:12).
(B) Porque hay que pasar por peores cosas antes de que venga la paz: Pero aún no es el fin (v. 6b). No es el fin de esta época terrible que aquí se describe; hay que esperar cosas peores. El contraste con el versículo 8 es extraordinario: Mas todo esto será el principio de dolores (¡No es el fin … Será el principio!). A primera vista, el cuadro no puede ser más sombrío, pero la palabra dolores (gr. odínon) significa dolores de parto, que pueden soportarse con alegría cuando se considera que está para nacer un nuevo orden de cosas (comp. Jn. 16:20–22, espec. v. 21). Muchas veces, personas que han resistido toda clase de invitaciones ante la oferta de salvación, son sacudidas hasta lo más íntimo por una desgracia familiar, o un accidente personal o una enfermedad grave. «Doy gracias a Dios por mi lepra—decía un leproso moribundo, en la China Inland Mission—, porque por ella vine aquí y obtuve mi salvación eterna.»
III. Jesús predice los grandes sufrimientos de los suyos y la apostasía masiva de los últimos tiempos (vv. 9–12).
1. Aflicción «tiempo de angustia para Jacob» (Jer. 30:7), muerte, odio universal, antisemitismo radical y universal (Dn. 7:25; 9:27) que ya se acentúa notoriamente (la O.N.U. en bloque contra Israel). Si lo aplicamos al cristianismo, el ataque no es tan violento en nuestro tiempo, pero es más sutil no sólo de parte de la seudociencia, sino del liberalismo y de la mundanalidad de tantas iglesias que profesan ser «cristianas» cuando agoniza la verdadera fe y el auténtico amor brilla por su ausencia. Los acontecimientos que aquí se predicen, serán una criba tremenda para los que no hayan escapado de la ira (1 Ts. 1:10; 5:9; Ap. 11:18) y de la prueba que está para venir sobre el mundo entero (Ap. 3:10).
2. Resultados de la gran prueba: Tres de signo negativo, y dos de signo positivo.
(A) Los resultados de signo negativo que se seguirán de la dureza de esta gran tribulación (v. 21; nótese la singularidad de esta thlipsis megale, para no confundirla con la que es común a todos los seguidores de Cristo) son: (a) la apostasía de muchos: Muchos tropezarán entonces (v. 10a). Llegado el tiempo de la gran prueba, tropezarán y retrocederán, como todos los falsos profesantes (13:21; He. 10:39). Tiempos de sacudida, tiempos de tormenta, sacuden y ahuyentan a muchos que parecían seguir a Cristo en días soleados y en calma (comp. 2 Ti. 1:15; 4:16–17). (b) La malignidad de muchos: Se entregarán unos a otros, y unos a otros se aborrecerán (v. 10b). Los apóstatas suelen ser los peores perseguidores (el emperador Juliano fue educado con grandes santos de su tiempo; Stalin fue seminarista ortodoxo). Los aparentes aliados consumarán su traición (Dn. 9:27; Ap. caps. 17 y 18), mientras la sangre de los mártires clamará al Cielo (Ap. 6:9–10, 20:4). (c) El enfriamiento del amor de la mayoría, debido al aumento de la iniquidad (v. 12; el gr. no dice «muchos», como traducen algunas versiones, sino «los muchos», que siempre significa «todos los demás» o «la mayoría»). El amor a Dios y al prójimo se asienta en una fe viva (Gá. 5:6) y Jesús viene a decir en Lucas 18:8, mediante una pregunta retórica, que la fe escaseará en los días que precedan a su Seunda Venida. Siempre que los acontecimientos parecen escapar al control de la divina providencia la fe sufre una sacudida tan tremenda, que sólo los verdaderos seguidores de Cristo pueden aguantar la prueba
(B) Los resultados de signo positivo son: (a) La perseverancia final de los verdaderos creyentes: Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo (v. 13). Este versículo ha causado mucha confusión por falta de una hermenéutica correcta. Lucas 21:19 no es paralelo, pues se refiere únicamente a la destrucción de Jerusalén el año 70 como se ve por el versículo 24; ahí se habla de conservar la vida como les ocurrió a los creyentes que advertidos por la profecía de Jesús, se pusieron a salvo huyendo a Pella. En cambio, en Mateo 24:13 se trata de la perseverancia en la fe, a pesar de los sufrimientos de la gran tribulación; no quiere decir que la perseverancia sea la causa de la salvación eterna—sentido católico romano—, sino que la perseverancia final será la señal evidente de la salvación adquirida; probablemente, no se trata aquí de la perseverancia hasta la muerte (sin que ésta se excluya), sino hasta el final de la tribulación. Es consolador saber, por la Palabra de Dios, que siempre queda un «resto» fiel: los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen, etc. (Ap. 20:4). La victoria mediante la muerte es simbolizada en la multitud salva durante la gran tribulación (Ap. 7:9, 14), ya que la palma, además de su simbolismo festivo (Lv. 23:40), siempre ha simbolizado el martirio, lo cual viene a corresponderse por parte de la Iglesia, representada en el Cielo por los veinticuatro ancianos, con sus coronas de oro (Ap. 4:4, 10), que no son la diadema de rey, sino la corona (gr. stéfanos) del que venciere (Ap. 2:7, etc.). Es preferible morir en la pira por causa de Cristo, que vivir en el palacio del Anticristo con todas las comodidades terrenales. (b) La proclamación del Evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones. Dentro de este contexto, adquieren especial relevancia los 144.000 sellados de las tribus de Israel (Ap. 7:3–8); v. el coment. a este lugar), testigos cualificados ante los demás israelitas y ante los gentiles de Apocalipsis 7:9 y ss. que se habrán convertido mediante la predicación de estos 144.000 y de los dos testigos de Apocalipsis 11, en la primera mitad de la gran aflicción. Según los que no participan de esta opinión dispensacionalista, Mateo 24:14 se refiere a la predicación del Evangelio en todo el mundo (Mr. 16:15, comp. con Mt. 28:19), antes del fin. Los modernos medios (radio y televisión) han contribuido en las últimas décadas a que eso sea ya prácticamente un hecho, así como la transmisión «vía satélite» hará posible que todo ojo pueda ver literalmente al Salvador cuando descienda, en su Segunda Venida, sobre el monte de los Olivos (Zac. 14:4; Hch. 1:11). Para nosotros, Mateo 24:14 comporta una triste aplicación: Si Pablo pudo escribir Romanos 10:18, 15:19 ¿no es una vergüenza para la Iglesia el que haya descuidado su labor misionera (y, ante todo, lo de «al judío, primero»), hasta el punto de no haber llegado en más de 1.900 años a lo que llegaron los primeros predicadores del Evangelio en poco más de 30 años? ¿Qué interés tenemos por la salvación de esos miles y miles de almas que cada día pasan a la eternidad?
¿Estamos cumpliendo lo de Hechos 1:8, o frotándonos las manos de gozo, sin más, por nuestra salvación personal?
IV. A continuación, Jesús predice la profanación y ruina de Jerusalén y de su santuario (vv. 15–26), e incluye instrucciones que deben seguir los que entonces vivan en Judea. La interpretación de estos versículos—como de todo el Discurso—, depende de la opinión que se sostenga acerca de la escatología. En especial, depende de la interpretación de Daniel 9:27, al que el Señor hace referencia. Expondremos las dos corrientes más numerosas de interpretación.
1. Los que aplican la abominación de la desolación (v. 15), profetizada en Daniel 9:27, al tiempo en que Jerusalén estaba cercada por los ejércitos romanos al mando de Tito, piensan que se hace referencia a algún objeto (imagen, estatua, emblema pagano, etc.), con el que los vencedores profanaban el santuario. Quienes la aplican al final de los tiempos, entienden que se trata de algo que sucederá al comienzo de la segunda mitad de la semana setenta de Daniel 9:27 y durará «por un tiempo, tiempos, y la mitad de un tiempo», en expresión de Daniel 7:25; 2:7; es decir, tres años y medio; la expresión de Daniel se repite en Apocalipsis 12:14, y varia a sus equivalentes «42 meses» en Apocalipsis 11:2; 13:5, y «1.260 días» en Apocalipsis 12:6 (v. el coment. a Dn. 12, para más detalles). Jesús alude al profeta Daniel (v. 15), el cual habló del Mesías y del reino mesiánico con más claridad que cualquier otro de los profetas del Antiguo Testamento. Jesús hace esta alusión a fin de que ellos viesen cómo la ruina de la ciudad y del santuario estaba profetizada en el Antiguo Testamento, con lo que su propia predicción quedaba confirmada. De esta manera, la Ley y los Profetas hablaban de Cristo tan claramente, que sólo los insensatos y tardos de corazón dejan de percibirlo (Lc. 24:25); por otra parte, Cristo cumplía la Ley y los Profetas tan perfectamente, que con ello los establecía como Palabra de Dios (5:17; Ro. 3:31). Cristo inserta el paréntesis «el que lea, entienda», por tratarse de una profecía oscura, que necesitaba mucha atención para ser entendida correctamente. Quienes leen las Escrituras, deben hacerlo con toda atención para entenderlas bien, de otro modo, de poco les servirá la lectura, pues poco se puede usar lo que se entiende mal o poco. No debemos desesperar de entender las Escrituras, por oscuras que sean pues la gran profecía con que se cierra la Biblia se llama «revelación» (gr. apokalypsis) no «secreto». Ahora bien, las cosas reveladas son para nosotros (Dt. 29:29). Por consiguiente, hemos de escudriñarlas con toda humildad, sí, pero también con toda diligencia, y comparar unas porciones con otras aunque sin perder de vista el conjunto.
2. Los medios de preservación que los sensatos habían de emplear en tan graves circunstancias (vv. 16, 20): Entonces los que estén en Judea, huyan a los montes. Siguiendo esta dirección, ya desde el año 66, al advertir la inminencia del peligro los cristianos fueron escapando de Jerusalén, y especialmente huyeron a Pella tanto en el año 68, antes de la caída de la ciudad como mucho tiempo después cuando según testimonio de Epifanio, al ser reconstruida la ciudad por el emperador Adriano el año 135, los cristianos de los alrededores se retiraron por segunda vez a Pella. En tiempos de peligro, no sólo es lícito, sino obligatorio, buscar la propia preservación por los medios legítimos; si Dios abre una puerta de escape, debemos escapar por allí; lo contrario no es obedecer a Dios, sino tentarle. Cuando escapamos del lugar del peligro, no del lugar del deber, hemos de confiar en que Dios proveerá; entonces, la prisa en huir dará la medida de nuestra obediencia, al huir como de una casa que se derrumba o de un navío que naufraga; así salvaron sus vidas Lot y sus hijas, apresurados por los ángeles de Dios. Quizás el que huye, tenga que volver a luchar, pero eso es otra cosa. Véase en los versículos 16–20 la prisa que han de darse, especialmente cuando se cumpla, según muchos, el nivel apocalíptico de la profecía (Ap. 12:6, 14), ante la terrible persecución del Anticristo (vv. 21–24; Ap. caps. 12 y 13). Al ser tan grave el peligro, los que estén en las azoteas, no deben bajar de allí, sino huir de azotea en azotea, etc., y los que estén en el campo, no deben volver a casa, ni aun para llevarse lo más indispensable (vv. 17–18), ya que ello les causaría retraso, por una parte, y por otra, les haría la huida más difícil al ir más cargados. Así leemos que los soldados sirios arrojaron sus vestidos y enseres por la premura en huir (2 R. 7:15). Cuanto más despojado, más ligero. Quien tiene a Cristo en su corazón podrá llevarlo a cualquier lugar al que tenga que trasladarse, aunque llegue a verse despojado de todo lo demás. Sería una bendición, por la que Cristo dice que deben orar (v. 20), el que la huida no tenga lugar en invierno, cuando resultará duro estar a la intemperie ni en día de reposo cuando los judíos estrictos no se habrían de atrever a caminar mucho.
Especialmente difícil será la huida para las mujeres encinta o que estén criando (v. 19), pues éstas no podrán prescindir de esa preciosa «carga» (comp. con Lc. 23:29). El Señor nos enseña aquí a orar con especial frecuencia e intensidad cuando nos encontramos en tiempos de pública calamidad, para que, si la divina providencia quiere que hayamos de beber también nosotros la copa de la amargura, nos depare la circunstancia favorable que reste amargura a la copa, o el temple necesario para que su amargor nos conduzca a una más estrecha comunión con el Señor. Hay fases invernales en nuestra vida, en las que nos sentimos fríos y todo nos parece frío en nuestro derredor: problemas, baches espirituales, depresiones; es el tiempo apropiado para orar: ¿Está alguno entre vosotros afligido? Haga oración (Stg. 5:13). Otras veces, son las enfermedades u otros motivos legítimos los que nos impiden disfrutar, en el día de reposo, del culto comunitario y de la comunión fraternal; que ello nos sirva para apreciar más las cosas espirituales y avivar el fuego espiritual del hogar, no dejando que se enfríe el corazón.
3. La grandeza de la aflicción de aquellos días. La singularidad de esta aflicción queda expresada de muchas maneras:
(A) Será una gran tribulación, cual no la ha habido ni la habrá jamás (v. 21). Lo de cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, hace más que probable la referencia a Daniel 12:1; lo de ni la habrá jamás por muy grave que fuese la tribulación del año 70, apunta más bien a Daniel 12:1–2; Apocalipsis 7:14; 12:12–17; 13:7, etc. En todo caso, y sea cual sea la opinión que se tenga en cuanto al tiempo del cumplimiento final de esta parte del Discurso del Olivete, la aplicación para el inconverso es que aprenda a huir de la ira venidera (3:7–8; Ro. 2:3–16); y para el creyente, que vele, sea sobrio y alentarse los unos a los otros con esta esperanza de la Segunda Venida del Señor (1 Ts. 4:13–18; 5:4–9).
(B) Será una tribulación tan insoportable, que si aquellos días no fuesen acortados por la rápida venida del Hijo del Hombre, no se salvaría nadie (vv. 22, 27). Los escogidos son, con toda probabilidad, los escogidos entre los judíos (Is. 65:9), salvos entonces mediante el testimonio de los de su propia raza. Éstos tendrán que reconocer que nos les podrá salvar su espada ni su ejército, sino sólo la espada aguda que saldrá de la boca del Verbo de Dios (2 Ts. 2:8; Ap. 19:15, 21). En el tiempo de la angustia de Jacob, Dios se acordará de sus elegidos para acortar el tiempo. En vez de quejarnos de que nuestras aflicciones duran demasiado, debemos dar gracias a Dios de que se pasan pronto; si tenemos en cuenta nuestros defectos, y la labor de purificación refinadora que, por medio de ellas, quiere Dios nuestro Padre llevar a cabo en nosotros, no pediremos otra cosa, sino que se haga su santa voluntad, no sea que, con una oración demasiado insistente para que cese la prueba, impidamos que el divino artista lleve a la perfección esa imagen de Cristo que está dibujando en nosotros (Ro. 8:29).
(C) El levantamiento de falsos Cristos y falsos profetas, que harán grandes señales y prodigios, da a entender que esto sucederá en la Segunda Venida del Señor, pues esto—ya lo hemos dicho—no sucedió en los años 68–70, sino que cuadra perfectamente con 2 Tesalonicenses 2:9, 11; Apocalipsis 13:13–14; 16:14.
(D) La rápida y decisiva intervención del Señor Jesús en su Segunda Venida. Vendrá como el relámpago (v. 27), de modo que quienes le busquen en aquella hora, no tendrán que mirar hacia fuera («en el desierto»), ni hacia dentro («en las habitaciones interiores», v. 26), sino hacia arriba, en donde todos los verdaderos creyentes hemos de esperarlo (1 Ts. 1:10). Es lástima que las crecientes comodidades que proporciona la moderna sociedad de consumo atraigan tanto la atención de los mismos creyentes que muchos de ellos se olviden de mirar hacia arriba. A pesar de ser su intervención tan súbita como el relámpago (y tan divina, porque sólo Dios puede producir los relámpagos), será visto por todos, lo cual está implicado en esa figura del relámpago que sale del oriente y brilla hasta el occidente. El versículo 28, tan difícil para muchos expositores, se hace sencillo cuando se compara con Lucas 17:37 y Apocalipsis 18:21b. No se trata de águilas propiamente dichas (no hay referencia directa a los estandartes romanos), ya que éstas no se alimentan de carroña, sino de buitres de una clase especial, y la frase expresa la tremenda mortandad que la Segunda Venida del Señor producirá en aquella batalla (Ap. 16:16; 19:21).
Versículos 29–51
Esta porción, según todos los comentaristas, habla claramente de la Segunda Venida del Señor. La frase: E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, favorece sin duda a quienes ven en la porción anterior una profecía, no de la destrucción de Jerusalén en el año 70, sino del fin de la era presente. Veamos cómo Cristo predice su Segunda Venida:
I. Declarándola paladinamente (vv. 29–31). El sol se oscurecerá, etc.
1. Primero se nos dice que habrá un tremendo cambio en la creación, y en especial, en los cuerpos celestes: El sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor (comp. Is. 13:9 y ss.; Ez. 32:7; Jl. 2:31, citado en Hch. 2:20; 3:15; Am. 8:9; Ap. 6:12); y las estrellas caerán, y las potencias de los cielos serán sacudidas; es decir las fuerzas que mantienen la estabilidad del mundo sideral. La cita de Hechos 2:20 es altamente significativa, pues nos da a entender que siempre que Dios se dispone a llevar a cabo un acontecimiento «revolucionario» (lo será el derramamiento del Espíritu), el Universo entero participa en él. A lo largo de la literatura profética de la Biblia, se halla una superposición de planos, en los que reaparece este sacudimiento cósmico, el cual tendrá su final totalmente literal, cumplimiento al tiempo del gran juicio ante el Trono Blanco (2 P. 3:7–12; Ap. 20:11; 21:1). Será entonces, cuando los dichosos habitantes de la nueva Jerusalén, en un Universo transformado a fin de ser el hábitat conveniente para los redimidos hijos de Dios (Ro. 8:19–22), no necesitarán del sol, ni de la luna, ni de las estrellas, porque tendrán luz perpetua con la gloria de Dios que reverberará en el Cordero (Ap. 21:23; 22:5). Cuando el Señor murió, el sol se eclipsó sobrenaturalmente (es imposible tal eclipse en luna llena), para dar a entender que el juicio del mundo pesaba sobre Jesús (2 Co. 5:19–21), pero, al final, el sol cesará en su luz, no para producir oscuridad, sino para dar paso al eterno Sol de justicia, que alumbrará a los hijos de Dios por los siglos de los siglos, mientras caerán las tinieblas eternas sobre los hijos de la noche (1 Ts. 5:5; Ap. 20:10; 21:8), quienes sufrirán así sobre sí mismos el juicio de Dios, por no haber querido aceptar el juicio que Dios llevó a cabo en la Cruz (Jn. 3:17–21; 8:24; He. 10:26–31; 2 P. 3:7; Ap. 22:15, y especialmente Jn. 5:24, donde taxativamente se dice que el que cree, no viene a juicio).
2. Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo (v. 30). No resulta fácil identificar esta señal (¿la gloria de la shekinah?). En su Primera Venida, Jesús fue puesto para señal que es objeto de disputa (Lc. 2:30), pero en su Segunda Venida será puesto para señal que es objeto de admiración, pues aparecerá sin relación con el pecado (He. 9:28), ya que todos sus enemigos habrán sido puestos por estrado de sus pies (Sal. 110:1; He. 10:13) ¿En qué relación estamos con Jesucristo? ¿De qué forma queremos que nos sorprenda su Venida?
3. Y entonces harán duelo todas las tribus de la tierra. La alusión a Zacarías 12:10–14, sitúa en primer plano a las tribus de Israel, aunque Apocalipsis 1:7 parece incluir un trasfondo más extenso. Este duelo no es señal de condenación—como algunos comentaristas interpretan erróneamente—, sino de contrición sincera, al reconocer en Jesús, a quien traspasaron, al verdadero Mesías; de ahí que Israel figure en primer plano (v. Hch. 2:23, 36; 3:15; 4:10; etc.). Los pecadores arrepentidos al ver a Cristo en la Cruz, lloran con la tristeza que es según Dios (2 Co. 7:10); los que siembran con esas lágrimas, pronto cosecharán con gozo (Sal. 126:5; Is. 25:8 Ap. 7:17; 21:4). Ninguna lágrima sincera se pierde en la presencia de Dios (Sal. 56:8).
4. Y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Vemos aquí que:
(A) El juicio del gran día es encomendado al Hijo del Hombre (Jn. 5:22, 27).
(B) El Hijo del Hombre vendrá aquel día sobre las nubes. Las nubes son las intermediarias entre el Cielo y la Tierra, no sólo porque ellas absorben de abajo el agua salada que después devuelven dulce mediante la lluvia, sino especialmente porque la nube fue siempre el lugar donde la presencia de Dios se revelaba, al mismo tiempo que se velaba (17:5); por eso, Cristo, al subir a los cielos, fue hecho invisible tras la nube, pero aquel día será hecho visible viniendo sobre las nubes (Hch. 1:9, 11; v. tamb. Dn. 7:13– 14).
(C) En su Primera Venida, Jesús apareció en estado de humillación profunda y de debilidad (2 Co. 13:4; Fil. 2:6–8), pero en su Segunda Venida, aparecerá con poder y gran gloria (v. 2 Ts. 1:7–10).
(D) Con esta gloria vendrá el Juez, para que los pecadores queden totalmente confundidos, habiéndole despreciado cuando vino en humildad y mansedumbre. «¿Es éste—dirán—aquel Jesús a quien tuvimos en poco, a quien rechazamos, contra el que nos rebelamos, a quien pisoteamos, cuya sangre tuvimos por inmunda? (He. 10:29) ¡Vino para ser nuestro Salvador (Lc. 19:10), pero ahora es nuestro Juez!» Si el lector no es verdadero creyente y no se siente aún movido a sincera contrición, que ore al menos con aquella admirable estrofa del Dies irae: «Buscándome, te sentaste cansado (v. Jn. 4:6); me redimiste, padeciendo en la Cruz (2 P. 2:1 «negarán al Dueño que los compró»); ¡Que tanta fatiga no sea en vano para mí!»
(E) Enviará sus ángeles con gran voz de trompeta (v. 31). No pertenece a este lugar el analizar si esta trompeta coincide con la de 1 Corintios 15:52 y 1 Tesalonicenses 4:16, como algunos opinan, o con la de Apocalipsis 11:15, como parece más probable. La trompeta de 1 Corintios 15:52 suena como una llamada militar a la resurrección gloriosa de los que son de Cristo, cada uno en su debido orden (1 Co. 15:23). La trompeta de Mateo 24:31; Apocalipsis 11:15 suena para anunciar el comienzo del reino mesiánico, con el juicio sobre sus adversarios. Ésta será trompeta de ángeles, que vendrán escoltando al Hijo del Hombre (16:27; 2 Ts. 1:7), mientras que la de 1 Corintios 15:52; 1 Tesalonicenses 4:16 es «trompeta de Dios», fuera de la serie descrita en Apocalipsis 8:6, etc. Baste con esto, por ahora. Los ángeles que reunirán a los escogidos, de los cuatro vientos, etc., son los mismos que en 13:30, 39–43, han de separar la cizaña del trigo, para quemar aquella y almacenar éste en el granero del reino de Dios.
II. Aplicándola para instrucción general, para acertar a discernirla (vv. 32–36): De la higuera aprended la parábola. La higuera es frecuentemente un símbolo de la nación de Israel (Jer. 24; Os. 9:10; Jl. 1:6–7; Lc. 13:6, comp. con Mt. 21:19–20). Es como si Jesús quisiese predecir, junto con estos eventos escatológicos, una nueva vida para el futuro reino de Israel (Hch. 1:6–7). Es como si estuviésemos ante el prospecto de una nueva primavera: Cuando ya su rama se ha puesto tierna, y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca. Las obras de Dios son siempre perfectas. Él tiene un plan para la historia del mundo, y ese plan se llevará a cabo sin que nada ni nadie pueda impedir que se cumpla. Él tiene también un plan para cada hijo suyo, y sean cuales sean las vicisitudes por las que hayamos de atravesar, estamos persuadidos de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo (Fil 1:6). Respecto a los acontecimientos que esperamos, de acuerdo con lo predicho aquí por el Salvador:
1. Jesús nos asegura con su palabra divina que así ha de ser: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (v. 35). La palabra de Jesús es más firme que las fuerzas cósmicas que mantienen en equilibrio todo el Universo, desde los subátomos hasta las galaxias, porque cuando los cielos y la tierra actuales pasen para ser transformados en nuevos cielos y nueva tierra (Ro. 8:19–22; 1 Co. 7:31; Ap. 21:1), las solemnes predicciones de Cristo no sufrirán jamás la mínima alteración, todo se cumplirá en el tiempo de Dios, que es el mejor tiempo, y de la manera que Dios hace todas las cosas, que es la mejor manera. Cada palabra de Dios (y Cristo es Dios) es sumamente acrisolada (Sal. 119:140) y, por tanto sumamente asegurada (1 P. 1:23).
2. Después da instrucción en cuanto al tiempo en que esto ha de suceder (vv. 34, 36).
(A) En cuanto al tiempo en general, será durante «esta generación»: De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca (v. 34). Este difícil versículo es explicado de diversas maneras: (a) se refiere únicamente a la generación contemporánea de Jesús, pues antes de 40 años podrían presenciar la destrucción de Jerusalén; esto no se compagina con el contexto que habla claramente de la Segunda Venida del Señor; (b) se refiere a la generación contemporánea del final que empieza por la restauración oficial del Estado de Israel en 1948; esta opinión, sostenida especialmente por muchos judíos conversos contemporáneos parece forzar el texto y trata peligrosamente de fijar una fecha límite—1988— con el descrédito que sigue a toda fijación de fechas no cumplidas (que lo digan los «Testigos de Jehová»); (c) se refiere a la permanencia de los judíos a lo largo de la Historia, contra viento y marea, como ejemplo vivo de la providencia de Dios que efectúa algo así como un milagro de supervivencia; según Romanos 11:25, este misterio se aclarará cuando haya entrado la plenitud de los gentiles; pero cuándo será esto, no lo sabemos. Los planos se superponen una vez más en la profecía, y la generación que presenció la destrucción del año 70 se extiende hasta la de los que mirarán al que traspasaron.
(B) Pero de aquel día y de aquella hora nadie sabe ni aun los ángeles del cielo, sino sólo mi Padre (v. 36). Hay un día fijado, el llamado día de Jehová (día del Señor, en el Nuevo Testamento), frase frecuente en los libros proféticos, como puede verse con una ligera ojeada a una pequeña Concordancia; este día es conocido únicamente por el Padre (Hch. 1:7). En Marcos 13:32 (lectura bien atestiguada), Jesús se excluye a Sí mismo de tal conocimiento: ni el Hijo. Basta un conocimiento elemental de la Teología para saber que Cristo, en cuanto Dios, siendo igual al Padre (Jn. 10:30), conocía también esto, pero no como Revelador (Verbo) del Padre (v. el com. a Mr. 13:32). La incertidumbre del día y de la hora en que el Señor ha de venir, sirve para mantener en vela a los creyentes, pues para ellos es olor de vida para vida; a los incrédulos, por el contrario, les sirve para despreocuparse más y más de su salvación; para éstos, es olor de muerte para muerte (2 Co. 2:16).
III. Exhorta, por ello, a estar preparados (vv. 37–44). Puesto que:
1. Aquello vendrá de improviso, como pasó en los días de Noé (vv. 37–39). En tiempos de Noé, Dios hizo un severo juicio contra la humanidad corrompida, por medio del Diluvio, mientras los hombres vivían sólo para dar pábulo a los sentidos, despreocupados de la palabra de Dios y de la ruina que se les venía encima. La moderna apostasía de las masas es un síntoma de que nos acercamos al final. Comer y beber son necesarios para la conservación del individuo; casarse y darse en matrimonio lo son para la preservación de la especie humana; pero el necio estoicismo (o epicureísmo) del «comamos y bebamos, porque mañana moriremos» (Is. 22:13; 1 Co. 15:32), equivale a la táctica del avestruz, que esconde la cabeza bajo la arena cuando ve venir el enemigo, como si por no verle, pudiese escapar de él. ¡Cuántas veces, los incendios u otros graves accidentes, sorprenden a las víctimas en lugares de jolgorio y de crápula! ¡Qué encuentro tan terrible con el Juez! ¡No busquemos lugar, compañía ni ocupación en que no querríamos que nos sorprendiese la muerte!
2. El resultado será horrible como lo fue en los días de Noé: No se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos (v. 39). ¡No se dieron cuenta! A pesar de que Noé les predicaba, de alguna manera, mientras se preparaba el Arca (He. 11:7; 1 P. 3:20) ellos desobedecieron; no creyeron, y fueron justamente condenados cuando se creían seguros. Hasta que vino el diluvio, etc. Vino el diluvio cuando no lo esperaban, o pensaban que sería una lluvia cualquiera. Cuando se dieron cuenta de la catástrofe, era demasiado tarde. La aplicación va a continuación: Así será también la venida del Hijo del Hombre. La falsa seguridad y la sensualidad parecen ser las constantes históricas que marcan la proximidad de una catástrofe (Lc. 21:34; 1 Ts. 5:3, como un eco de Jer. 6:14; Ez. 13:10, entre otros lugares). Como el diluvio se llevó a los coetáneos de Noé, así se llevará la Segunda Venida del Señor a los que no se arrepientan en la última y gran tribulación.
3. Será un día de separación (vv. 40–41). Los escogidos serán reunidos de los cuatro vientos (v. 31), para participar de las bendiciones del reino mesiánico. Es sumamente interesante que Lucas no intercale estos versículos en el capítulo 21 sino en 17:34–35, en un contexto que habla de la venida del reino. A la vista del versículo 29 («después de la tribulación de aquellos días …»), al empalmarlo con el entonces del versículo 40, no queda otra explicación consecuente de esta separación súbita, sino la de aquellos que afirman que no se trata del arrebatamiento de la Iglesia (a pesar de ser ésta la opinión corriente), sino de que uno será tomado para juicio, y otro dejado para gozo; no sólo lo pide el contexto, sino incluso el paralelismo del se los llevó del versículo 39. El Señor pone un ejemplo de labor masculina: dos trabajando en un campo, y otro de labor que solía llevarse a cabo por mujeres: dos moliendo en un molino. Son ocupaciones corrientes, en las que el Señor sorprenderá a las personas de aquel tiempo aunque parezcan ocupaciones de la clase llamada «baja» (Éx. 11:5), el escogido no perderá su bendición abundante. Por muy dispersos y escondidos que se hallen, los ángeles los encontrarán y los reunirán. ¡Qué sorpresa tan fabulosa, del campo o del molino a las manos de los ángeles para disfrutar de las bendiciones del reino! Quienes están en las manos de Cristo y del Padre, no perecerán jamás (Jn. 10:28–29). ¿Estarán mezclados con los malvados en el campo, en el taller o en la oficina? ¡Que no se desanimen! Los ángeles los encontrarán y separarán el trigo de la cizaña (13:40–43).
4. Por tanto, hay que velar (vv. 42–44). Esto también tiene aplicación devocional para nuestro tiempo, y en este sentido lo podemos entender:
(A) Velad, pues (v. 42). Es un deber general de todos los seguidores de Cristo el velar y estar despiertos como hijos del día y de la luz (1 Ts. 5:4–11). Así como el estado de pecado es comparado al sueño y a la muerte (v. Ef. 2:1, 5; 5:14; 1 Ts. 5:6), y denota la inconsciencia y la inutilidad, así también el estado de gracia se caracteriza por la vigilancia y la actividad provechosa (1 P. 5:8; 2 P. 1:8). Velar implica, no sólo creer que el Señor viene, sino esperar y anhelar que el Señor apresure su Venida (2 P. 3:12–14; Ap. 22:17, 20); equivale a mantenerse en aquella disposición de ánimo y espíritu en la que desearíamos que el Señor nos encuentre cuando venga. Velar indica también que estamos como en la noche, cuando los demás duermen; por eso, necesitamos una fuerza especial para mantenernos despiertos entre los que no se aperciben de las cosas celestiales.
(B) Estad preparados (v. 44). En vano velaríamos, si no estuviésemos bien preparados. No es suficiente con tener buena vista; es menester también poner diligencia (2 P. 1:9–10). Cuando nos espera una herencia tan copiosa, cuando hay por delante una meta tan halagadora y un premio tan excelente, debemos controlarnos bien y lanzarnos presurosos hacia adelante (1 Co. 9:24–27; Fil. 3:13–14).
(C) Las razones para que velemos y estemos preparados son dos: (a) porque no sabemos cuándo vendrá el Señor; (b) porque su Venida tendrá enorme trascendencia para la felicidad de los que estén preparados y para la desdicha de los que no lo estén. En efecto, no sabemos a qué hora ha de venir nuestro Señor (v. 42). No sabemos ni el día en que iremos a su presencia ni el día en que Él se hará presente. La muerte no tiene consideración a ninguna edad, y el Señor puede venir cuando menos lo pensemos (v. 44). Sabemos que vendrá, pues Él lo ha prometido, pero no sabemos cuándo vendrá; es decir, será una hora en que los no preparados no habrán pensado, pues no lo esperaban (v. 50), y aun los que le esperaban no pensaban que fuese a venir precisamente a la hora aquella. Al ser esto tan trascendente, habríamos de aprender de los hombres del mundo, que saben obrar con prudencia respecto a las cosas materiales (v. 43). Cuando un amo tiene sospecha de que en cualquier hora de cualquier noche puede venir un ladrón a robarle, está en vela y, aun cuando duerma, el menor ruido le despierta, y siempre está preparado para dar al ladrón una acogida «calurosa». Al saber, pues, que el Señor va a venir, y al no saber cuándo, es de una prudencia elemental el estar en vela y preparados, para que aquel día no nos sorprenda como un ladrón (1 Ts. 5:4). Cuando venga Cristo, si nos encuentra durmiendo y mal preparados, nuestra casa será horadada y se perderá todo cuanto haya de algún valor en ella. Por tanto, también vosotros estad preparados; tan preparados como el buen amo de su casa estaría a la hora en que puede esperarse que venga el ladrón.
IV. Y muestra cuál será el resultado de estar o no estar preparados para su Segunda Venida. Ésta es la segunda razón para velar y estar debidamente preparados, porque lo que aquí se juega tiene que ver con nuestro destino eterno. La venida del Señor traerá inmensa felicidad al siervo preparado, fiel y prudente, e inmensa desdicha al siervo malo. Comparemos la suerte de uno y otro (vv. 45–51).
1. En cuanto al siervo bueno (vv. 45–47) muestra lo que es: uno que está al frente de la servidumbre;
lo que debe ser: fiel y prudente; y si lo es, lo que será eternamente: dichoso.
(A) Su oficio es estar al frente de la servidumbre, para que les de el alimento a su tiempo. Esto tiene aplicación especial a los administradores de los misterios de Dios (1 Co. 4:1). Los ministros de Dios están puestos para ejercer autoridad (1 Ti. 5:17), no como príncipes o señorones (1 P. 5:3), sino como servidores y administradores; no como dueños, sino como guías (He. 13:17). Su autoridad les viene de Cristo, y su labor consiste en tener bien alimentada con la buena doctrina y el buen ejemplo la grey de Cristo a su debido tiempo. Su labor es dar, no tomar para sí solos, lo que el amo ha comprado al precio de su sangre; han de dar alimento, no leyes (eso le compete al amo), y alimento que sea sano y nutritivo; y han de darlo a su tiempo (gr. en kairó), es decir, cuando sea oportuno de acuerdo con la necesidad y las circunstancias.
(B) El siervo bueno ha de desempeñar bien su oficio de administrador.
(a) Ha de ser fiel. Fiel es aquel en quien se puede confiar; y cuanto más valioso es lo que se le confía, tanto mayor es la fidelidad que de él se espera. Por eso se requiere especialmente de los administradores de los misterios de Dios, que cada uno sea hallado fiel (1 Co. 4:2). Ministro fiel de Cristo es aquel que busca sinceramente el honor de su Señor, no el suyo propio; el que tiene consideración con los débiles y reprende a los grandes, sin acepción de personas.
(b) Ha de ser prudente y discreto en el modo de desempeñar su oficio. Para guiar bien la grey se necesita, no sólo integridad de corazón, sino tacto y tino de manos. A un siervo le basta con ser honesto, pero un buen administrador necesita ser prudente.
(c) Ha de ser activo. El oficio de supervisor es buena obra (1 Ti. 3:1). En la Iglesia de Roma se inventó un proverbio sarcástico acerca de los jerarcas, a base de este versículo de 1 Timoteo 3:1: «Lo de buena, para el obispo; lo de obra, para el vicario». Pero el ministro de Dios no puede limitarse a echar sobre otros las cargas que él debe desempeñar personalmente, como tampoco debe monopolizar todos los ministerios, de modo que los demás creyentes hayan de limitarse a las cuatro «virtudes» de los laicos, como irónicamente comentó un obispo en el Vaticano II: oír, callar, obedecer y rezar. Si la Iglesia de Cristo es un cuerpo, un organismo vivo, cada miembro ha de ejercitar su respectiva función; lo contrario lleva a la atrofia y a la hipertrofia, es decir, a la deformidad. Quienes tienen celo por el honor de Dios y el bien de las almas, siempre tienen algo que hacer, y hacerlo con un objetivo bueno y concreto.
(d) El Amo lo ha de encontrar, no hablando, sino obrando así (v. 46b). Esto insinúa: Primero: Constancia en el trabajo, para que el amo le halle ocupado en el trabajo de cada hora, a cualquier hora que Él venga. Así como de parte de Dios, el final de una misericordia es el comienzo de otra, así también de parte de sus ministros fieles, el final de una obra buena ha de ser el comienzo de otra. Segundo: Perseverancia en el obrar hasta que venga el Señor.
(C) El siervo fiel será amplia y generosamente recompensado:
(a) Será buscado y reconocido como bueno, lo cual se insinúa en esa pregunta: ¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente? (v. 45), lo cual parece implicar que esta clase de siervos escasean (comp. Pr. 31:10). Pero los que responden a los rasgos característicos que aquí se detallan, serán honrados y distinguidos por Cristo con grandes privilegios y honorables responsabilidades que posteriormente les ha de conferir.
(b) Será dichoso (v. 46), con el rico contenido que esta palabra tiene en su sentido bíblico; no es una dicha terrena (pobre, frágil, efímera), sino una bienaventuranza (plena, firme, eterna) lo que le espera al siervo fiel. Todos los que mueren en el Señor, son bienaventurados (Ap. 14:13); pero hay una dicha especial, reservada para los que son hallados buenos siervos y administradores. Al ser asistentes (según el gr. de 1 Co. 4:1) de Cristo, así como han de estar más cerca del general en jefe durante la batalla, así lo estarán también en la celebración de la victoria y en la recogida del botín.
(c) Será promovido a más alto cargo: De cierto os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda (v. 47). Los señores y jefes sensatos suelen promover a los más altos puestos de honor y responsabilidad en sus feudos y empresas, a los subalternos y asistentes que mayor competencia y fidelidad muestran en el desempeño de sus respectivas funciones. Pero el mayor honor que el señor más poderoso de este mundo pueda, o haya podido jamás, conferir a uno de sus más fieles servidores, es como nada en comparación del peso de gloria (2 Co. 4:17) que el Señor Jesús conferirá a sus fieles siervos en el mundo venidero.
2. En cuanto al siervo malo, tenemos aquí:
(A) La descripción que de él se hace (vv. 48–49). La más vil de las criaturas es una persona malvada; el más vil de los seres humanos es un mal creyente, y el más vil de los creyentes es un mal ministro de Dios. Veamos:
(a) La causa de su maldad, que es una falsa doctrina: Dice en su corazón: Mi señor tarda en venir (v. 48). Con esta falsa opinión llega a creerse que quizá no vendrá nunca. El aparente retraso es señal de paciencia (2 P. 3:9), pero los burladores sarcásticos lo toman como fábula para seguir andando según sus propias concupiscencias (2 P. 3:3–54. Los que sólo creen a sus sentidos corporales están siempre prestos a decir del Señor Jesús lo que el pueblo de Israel decía de Moisés cuando éste se tardaba en bajar del monte: Haznos dioses … porque a este Moisés … no sabemos qué le haya acontecido (Éx. 32:1). Los que no sirven a Dios, sirven a dioses falsos: el dinero (6:24) o el vientre (Fil. 3:19): ídolos, ídolos, ídolos (que significa en griego: todo figura, y nada más).
(b) La consecuencia de su maldad, que es una práctica perversa, pues es un esclavo de sus pasiones y apetitos. Esto se muestra en dos vicios muy característicos de los malos jefes, ya sean superiores o subalternos:
Primero, la violencia: Comienza a golpear a sus consiervos. No es cosa nueva entre los malos servidores el tratar violentamente a sus consiervos y a sus subordinados. ¡Ojalá no se diera esto también entre creyentes! Este mal siervo les golpea para imponer su autoridad, o porque le echan en cara su conducta o porque no le hacen tantas reverencias como espera de ellos. El administrador que trata a los subordinados con dureza, suele hacerlo en nombre del amo, por la causa del amo, en el ejercicio incorrecto de la autoridad delegada por el amo; pero algún día sabrá que no ha podido hacer mayor afrenta al amo con la forma en que se ha comportado en ausencia de éste.
Segundo, la crápula: Y a comer y a beber con los borrachos. No sólo abusa de la comida y de la bebida, sino que se asocia con los peores viciosos. Busca la compañía insensatamente jovial de los borrachos, y así los endurece más y más en su vicio. La ebriedad es un vicio terrible, porque es la puerta de otros vicios peores, ya que los que son esclavos del alcohol, no son dueños de sí en ningún otro terreno de la ética. ¡Ésta es la descripción de un mal administrador, de un ministro que quizá posee gran erudición y elocuencia, más que muchos otros!
(B) El juicio que le espera (vv. 50–51). Obsérvese:
(a) La sorpresa que el mal siervo se va a llevar: Vendrá el señor de aquel siervo el día que éste no espera, y a la hora que no sabe. Dejar de pensar en la Segunda Venida de Cristo no es demorar que Cristo venga (o la muerte, que acarreará las mismas consecuencias). Nuestra imaginación no tiene poder para parar el reloj de Dios como tampoco lo tiene para ponerlo en marcha. La Venida de Cristo será la más desagradable y terrible sorpresa para los pecadores despreocupados especialmente para los malos ministros del Señor. Vendrá el día que el siervo no espera; pero éste no tendrá excusa: Mirad que os lo he predicho (v. 25).
(b) La severidad del castigo. No es más severo que lo justo, pero comporta una ruina total:
Primero, en cuanto al castigo corporal mediante una muerte horrible: Lo castigará muy duramente. Lit. lo cortará por la mitad (v. 2 S. 12:31; He. 11:37). La muerte corta en dos de muchas maneras: separa al hombre de sus más íntimos, de sus intereses más queridos, de sus planes acariciados, de sus diversiones más entretenidas, de la sociedad, del mundo, etc. Pero en especial efectúa un corte dolorosísimo, al separar el cuerpo del alma, tan íntimamente unidos que constituyen una sola persona. Esta separación es llevadera, y hasta gozosa, cuando hay esperanza segura de ir a la presencia del Señor (2 Co. 5:8; Fil. 1:21–23), pero es horrible e intolerable cuando alma y cuerpo van a ser echados en el Infierno (10:28).
Segundo, en cuanto al castigo eterno: Pondrá su parte con los hipócritas, compartirá el destino de los más abominables enemigos de Cristo y de su Evangelio. Cuanto más larga sea la capa religiosa bajo la cual se oculte el siervo, el administrador de las cosas de Dios, tanto peor será su porción eterna: con los hipócritas puesto que son los peores hipócritas. La frase de Abraham al rico inmisericorde: Hijo, acuérdate … (Lc. 16:25), será como un cuchillo afiladísimo, penetrante en el corazón de un ministro de Dios que se haya comportado como un malvado cualquiera. ¡Predicar a otros salvación, para que vayan al Cielo, y precipitarse el predicador en la boca del Infierno es cosa terrible! (v. 1 Co. 9:27, aunque en este caso no se trata de la condenación eterna). Allí será el llanto y el crujir de dientes, frase que, como en otros lugares, expresa la angustia y la desesperación de los réprobos, bajo la ira y la indignación de Dios. Quien es ahora Salvador, será entonces Juez, y cada uno irá al estado y lugar que para siempre Él decrete, según la conducta anterior de cada uno (Ro. 2:6).
Este capítulo contiene y concluye el discurso del Señor sobre su Segunda Venida. Su interpretación depende de la opinión que se tenga sobre las últimas cosas. Nos limitaremos a indicar nuestro punto de vista, para pasar a las aplicaciones prácticas, devocionales, útiles a todos, cualquiera que sea la opinión que se sostenga. El capítulo se divide en tres partes: primera, la parábola de las diez vírgenes, que recalca la necesidad de estar alerta para la Segunda Venida del Señor (vv. 1–13): segunda, la parábola de los talentos que hace ver la necesidad de un servicio fiel durante su ausencia (vv. 14–30); y la tercera., que contiene el juicio de las naciones delante del Hijo del Hombre (vv. 31–46).
Versículos 1–13
La parábola de las diez vírgenes es una bella historia sacada de la costumbre de los judíos en las solemnidades matrimoniales según la cual el novio, acompañado de sus amigos, se dirigía de noche a casa de la novia para tomarla durante la celebración de ciertas ceremonias religiosas, y partir luego ambos y los acompañantes a casa del novio para seguir celebrando la solemnidad y tener el banquete de bodas. La comparación con Lucas 12:35–37 y los MSS que añaden en versículo 1 «y a la esposa», nos dan a entender que aquí se trata de la segunda fase de las solemnidades. Vamos a analizar ahora los elementos que intervienen en la parábola.
I. El esposo es, sin duda, Jesucristo, mostrándose aquí en la suprema manifestación de amor a su esposa, la Iglesia, después de haberla comprado para sí con su preciosa sangre (Ef. 5:27, que muestra el sentido escatológico de este vers.), al unirla así en matrimonio con Él, fruto de un pacto eterno e irrevocable.
II. Las vírgenes son, para unos miembros profesantes de la Iglesia, que esperan el retorno del Señor. Según otros, se trata de los invitados a la cena del Cordero (Ap. 19:9) que tiene lugar después de la Gran Tribulación y durante el Milenio. En favor de esto abogan dos principales razones: primera, el contexto de la parábola («Entonces …»; v. 1), que viene a sincronizar con el Entonces de 24:40; segunda, que estas vírgenes no son la novia, sino sólo acompañantes; lo cual conviene más al remanente judío en la Segunda Venida.
III. La ocupación de estas vírgenes es salir al encuentro del esposo, lo cual (dentro de cualquier opinión) es una gran dicha y un grave deber. Todo buen creyente espera que Jesús venga y espera al Jesús que viene. El creyente asiste a Cristo, para darle honor, y espera a Cristo, para recibir de Él honor, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo (Tit. 2:13).
IV. La condición necesaria para recibir al esposo dignamente es tener las lámparas encendidas cuando venga el esposo. La luz en las manos habla de un servicio (no sólo de un conocimiento cerebral) de iluminación (5:14–16). El aceite en las lámparas es símbolo del Espíritu Santo, que será derramado en aquel tiempo sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén, precisamente para que estén preparados para este retorno del Mesías (Zac. 12:10). Aunque el Espíritu Santo como alma de la Iglesia y agente de su unidad (Ef. 4:3–4), y aun como el que detiene la aparición del Anticristo (2 Ts. 2:6–7; según la opinión que interpreta así este lugar), haya desaparecido de en medio con la Iglesia, está sin embargo en todas partes por razón de su divina inmensidad y como agente de la regeneración espiritual personal, que se llevará a cabo también durante la Gran Tribulación. Ahora observemos:
1. En qué se diferenciaban entre sí estas diez vírgenes. Diez es un número redondo, indicador de un grupo en sí completo: los diez mandamientos, los diez varones para juzgar sobre un asunto (Rt. 4:2), diez era el mínimo requerido de personas para una reunión en la sinagoga y, según Josefo, al menos diez hombres debían reunirse para comer el cordero pascual. Es probable que ésta fuese la razón por la que Abraham no se atrevió, en Génesis 18:32, a rebajar del número de diez. De estas diez vírgenes, se nos dice que cinco eran prudentes, sensatas y previsoras, y cinco insensatas, estúpidas y descuidadas (v. 2). La partición simétrica en dos grupos igualmente numerosos no intenta fijar las cifras respectivas de los tomados y los dejados de 24:40–41, sino que pertenece únicamente a la estructura de la parábola. Personas de la misma profesión y denominación entre los hombres, pueden tener a los ojos de Dios caracteres totalmente diferentes. La sensatez o insensatez en los asuntos del alma tienen una trascendencia muy superior a la prudencia o imprudencia en los negocios temporales. El principio de la sabiduría es el temor de Dios (Pr. 1:7). E1 principio de la insensatez es el olvido de Dios (Sal. 14:1; 53:1). La virtud es verdadera sensatez; el pecado es verdadera locura. La evidencia de esta diferencia de caracteres entre las cinco vírgenes prudentes y las cinco insensatas, se ve en lo que necesitaban para la presente ocasión.
(A) La estupidez de las vírgenes insensatas se echó de ver en que tomaron sus lámparas, pero no tomaron consigo aceite (v. 3). Tuvieron el suficiente aceite para lucir durante algún tiempo y aparecer como si de veras esperasen al esposo, pero no llevaban recipiente con las reservas de aceite necesarias para seguir alimentando sus lámparas si el esposo se tardaba. Así les pasa a los hipócritas o a los que no tienen raíz (13:21).
(a) No llevaban dentro el manantial. Hay muchos que llevan en la mano, en el exterior, una lámpara de aparente profesión de fe sincera, pero no llevan en el corazón el Espíritu Santo que unge y consagra sus vidas, y cuyo poder es necesario para resistir los embates de la tentación y la seducción del pecado.
(b) No tenían provisión para después, pues les faltó previsión de lo futuro. Tomaron lámparas para el uso presente pero descuidaron el aceite para el uso futuro. No aprendieron de la hormiga, que recoge en verano para tener en invierno. No atesoraron para sí buen fundamento para lo por venir (1 Ti. 6:19).
(B) La prudencia de las vírgenes sensatas se echó de ver en que tomaron aceite en sus vasijas, juntamente con sus lámparas (v. 4). Llevaban dentro el manantial del que podían proveerse continuamente hasta que llegase el esposo, y mantenían así pura y sincera su profesión de fe. La vasija es el corazón, que ha de estar siempre bien dispuesto y diligentemente guardado sobre toda cosa guardada (Sal. 108:1; Pr. 4:23). Allí hay que atesorar gracia y sabiduría, para que de él salgan cosas que iluminen y edifiquen, porque si esa raíz está corrompida, todo lo que brote será malo. Aquí el aceite indica claramente la realidad interior de la gracia, pero en un aspecto especial, ya que el aceite en la Escritura es símbolo del Espíritu Santo en cuanto que unge, ilumina, cura, fortifica, dispone para el servicio y alegra el corazón, mientras que el agua (gracia) y el surtidor (Espíritu) lo es en cuanto que lava, regenera, refresca y quita la sed (Jn. 4:10 y ss.; 7:37–39; Ap. 22:17). Para brillar en el testimonio y en el servicio es preciso tener aceite en la lámpara y en la vasija, y sin el Espíritu Santo no hay provisión posible de ese aceite espiritual. Si falta el aceite, falta el amor y, entonces, toda profesión externa es mero ruido (1 Co. 13:1–3) y luces de fuegos fatuos o fuegos artificiales, que pueden ser hermosos, pero pronto se apagan y sólo dejan ceniza, humo y mal olor. Estar provisto de aceite es como hacer acopio para un largo viaje o para un prolongado asedio.
2. Dentro de una común situación, hubo una gran diferencia: Y tardándose el esposo, cabecearon todas y se durmieron (v. 5). Toda persona que vela durante largo tiempo, al concentrar la atención, y quizás con alguna tensión nerviosa, llega un momento en que, si se relaja, cabecea y se duerme. Es un error atribuir falta o pecado a este detalle pues es evidente que no era ésa la intención del Señor, sino sólo implicar con ello la tardanza del esposo, ya que lo importante es que las lámparas de las prudentes siguieron brillando con el mismo esplendor, mientras que las de las insensatas por falta de combustible, ya comenzaban a apagarse (v. 8). Todos necesitaban relajarse, como necesitan concentrar su atención y sus energías en las tareas cotidianas, pero la diferencia está en tener o no tener provisión de gracia. Para las diez vírgenes fue igualmente imprevista la llegada del esposo, pero sólo las insensatas se encontraron desprovistas. No es una muerte súbita lo que hemos de temer, sino una muerte no preparada con una comunión constante con el Señor.
V. La sorpresa a medianoche y la reacción de las vírgenes (vv. 6–9).
1. El grito que despertó a todas: Y a la medianoche se oyó un grito: ¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle! (v. 6). Aunque Cristo se tarde, sin embargo es segurísimo que vendrá; aunque parezca lento, viene a tiempo. Sus amigos hallarán, para su gozo y consuelo, que la visión es verdadera aunque es para días lejanos (Dn. 8:26). El año y el día de nuestra redención (Ro. 8:23) están fijados, y llegarán puntualmente. La Venida de Cristo puede ser para nosotros a medianoche, cuando estamos durmiendo, pero la sorpresa de su Venida no hará que mengüe nuestro gozo, sino que lo aumentará. Vendrá cuando le plazca, no sólo para mostrar su soberanía, sino también para que perseveremos en el cumplimiento de nuestro deber. Y cuando venga, debemos salir a recibirle. ¡Salid a recibirle! es una llamada a los que están ya habitualmente preparados, para que se apresten a darle la bienvenida. El anuncio de su Venida será a gritos, para despertar a los que duermen. Su Primera Venida pasó desapercibida a casi todo el mundo, y no se decía: Mirad, aquí está el Cristo, o allí (v. 23); pero en su Segunda Venida, todo ojo le verá.
2. La reacción de las vírgenes: Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron, y arreglaron sus lámparas (v. 7): las despabilaron y les pusieron aceite, y se dispusieron a toda prisa para recibir al esposo. Las diez se dieron la misma prisa por aderezar sus lámparas, limpiándolas y proveyéndolas del combustible necesario para que la luz brillase con todo esplendor. Hasta aquí, los dos grupos parecían iguales. El que también las vírgenes insensatas tuviesen alguna cantidad de aceite, no significa que tuviesen el Espíritu Santo morando en su corazón, sino que pertenece a la estructura de la parábola.
3. Inmediatamente después de este aderezo, las vírgenes insensatas se dan cuenta de que les falta aceite, y les dicen a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite; porque nuestras lámparas se apagan (v. 8). Cuando, en la hora final, Dios hace que los hipócritas abran sus ojos a la realidad de su lamentable situación, muchas veces les sobrecoge la congoja y la angustia ante la visión de su lamentable estado, pero … ya es tarde; no es que Dios niegue su perdón, en la última hora, a un pecador sinceramente contrito, sino que el pecador endurecido no está dispuesto a recibir con fe humilde el don de Dios; es la tristeza del mundo que produce muerte (2 Co. 7:10). La amargura del remordimiento nunca da la verdadera medida del arrepentimiento que es según Dios. Si se considera desde el punto de vista psicológico, el pesar del pecado, que lleva a confesar y buscar una expiación, parece a primera vista más intenso en Judas que en Pedro (v. la triste historia en 27:3–5), pero en Pedro había algo esencial que no existía en Judas: una fe amorosa.
(a) Las lámparas se apagaban. Las lámparas de los hipócritas duran en esta vida por algún tiempo, pero al fin se apagan: Habiendo comenzado por el Espíritu, terminan por la carne (Gá. 3:3); por fin la profecía se marchita, y el aparente crédito se pierde; falla la esperanza, y se va el consuelo y el ánimo que ella proporciona. Las ventajas de una profesión hipócrita no pasan la aduana del juicio del Señor (7:22– 23).
(B) Deseaban aceite cuando estaban a punto de salir al encuentro del esposo. Una profesión externa puede acompañar a una persona mientras las cosas van viento en popa, pero el aparente brillo de los hipócritas queda oscurecido y apagado al pasar por el valle de sombra de muerte (Sal. 23:4).
(C) Entonces dicen a las vírgenes prudentes: Dadnos de vuestro aceite. Muchos que, en vida, aborrecieron las normas estrictas de la fe cristiana, cuando ven venir la muerte y se espantan ante el juicio, buscan en vano el consuelo sólido de la religión. ¡Intentan recoger el fruto sin tener la raíz!
¡Pretenden disfrutar de la muerte de los justos, tras una vida entera de malvados y sin las disposiciones del ladrón de Lucas 23:40–42! Dadnos de vuestro aceite: «Dadnos algo de ese consuelo que disfrutáis, de esa gracia que poseéis, de esa palabra que os alimenta, de ese Espíritu que os fortalece». Parece una petición sincera y el que no entienda bien esta porción puede verse tentado a pensar que las vírgenes prudentes se pasaron de sensatas y mostraron cierto egoísmo al no compartir con las otras el aceite que tenían en abundancia, pero todo el tenor del pasaje demuestra que no hubo egoísmo, sino discreción, en la negativa.
(D) Pero las prudentes respondieron y dijeron: No sea que no haya suficiente para nosotras ni para vosotras, id más bien a los que venden, y comprad para vosotras mismas (v. 9). Según la estructura de la parábola, se supone que las vírgenes prudentes tenían acopio suficiente para sí mismas, pero habrían derrochado insensatamente este acopio, si lo hubiesen compartido con las insensatas, de quienes era toda la culpa de su imprevisión, pero, además, según el simbolismo ya explicado, el aceite es símbolo de la gracia del Espíritu Santo; y, de la misma manera que nadie puede creer por otro, ni salvarse por otro, ni comer por otro, tampoco puede dar a otro el Espíritu Santo. Aunque el creyente se beneficie de la comunión fraternal con el ministerio y las oraciones de otros, el asunto de la propia salvación es totalmente personal, porque cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí (Ro. 14:12). El más santo de los creyentes tiene que recibir prestada de Cristo la gracia de cada día, como de Dios el pan de cada día, pero nadie tiene demasiada gracia como para dar a otro de lo que él mismo recibe de prestado. Id más bien a los que venden. Aunque esto pertenece a la estructura de la parábola, no está de más recordar que la Palabra de Dios habla de comprar sin dinero y sin precio agua, vino, leche y pan; es decir, todo lo necesario para una salvación completa (Is. 55:1–3). Es una compra de algo muy precioso (1 P. 2:7); para nosotros, gratis; pero para Dios, muy caro (1 P. 1:18–19). Por eso, las vírgenes prudentes no pudieron dar mejor consejo, así como los fieles ministros del Señor, a la cabecera de un moribundo inconverso, no pueden hacer cosa mejor que incitar a la persona a llegarse a Cristo con fe, pues sólo en Jesús se puede encontrar la salvación (Hch. 4:12).
VI. La llegada del esposo, y el resultado de este encuentro (vv. 10–13).
1. Mientras ellas iban a comprar, vino el esposo (v. 10a). Con respecto a los que dejan para la última hora (una religión para bien morir) el asunto más importante para nuestro destino personal eterno, hay escasamente una probabilidad entre mil de que eso tenga buen resultado. La salvación suele necesitar algún tiempo para fraguarse en el ánimo; no es cosa que pueda llevarse a cabo con precipitación. Dice un antiguo proverbio: «La contrición del sano es sana; la del enfermo, enferma; la del moribundo, casi muerta». Cuando la pobre alma es despertada en el lecho de muerte por ver si se arrepiente e invoca al Señor para salvación su mente confusa no sabe por dónde empezar; es temerario esperar a buscar aceite cuando deberíamos tener ardiendo nuestra lámpara, e implorar gracia cuando habríamos de estar ya usándola. Vino el esposo, con su rozagante atavío y la compañía de sus fieles amigos.
2. Las que estaban preparadas entraron con él a las bodas. Para tener el gran privilegio de participar en el gran banquete nupcial (Lc. 14:15 y ss.), y gozar allí de la más íntima comunión con el Señor, es preciso llevar el traje de boda. Para estar después en la compañía del Señor, es menester estar preparados ahora.
3. Y se cerró la puerta (v. 10b), como es costumbre cuando ya están dentro todos los comensales. La puerta se cerró: (A) Para dar seguridad a los que estaban dentro. Adán fue puesto en el Paraíso, pero la puerta permaneció abierta y así fue despedido al haber pecado, pero cuando los invitados al banquete de bodas del Cordero estén dentro, no habrá peligro de que se hagan indignos de permanecer dentro. (B) Para excluir a los que se quedaron fuera. Ahora la puerta está abierta, aunque es estrecha; entonces estará cerrada y con el cerrojo echado, habrá una gran sima entre los de dentro y los de fuera (Lc. 16:26).
4. Las vírgenes insensatas llegaron demasiado tarde: Después vinieron también las otras vírgenes, diciendo: ¡Señor, señor» ábrenos! (v. 11). Dice D. Brown: «¡Qué cuadro tan gráfico y espantoso de personas casi salvadas, pero perdidas!» ¡Personas que piden admisión en el reino de los cielos cuando es demasiado tarde! Como el profano Esaú, que aun después, deseando heredar la bendición, fue desechado (He. 12:16–17). Casi cristianos, como Agripa (Hch. 26:28, según una de las dos interpretaciones probables), pero nunca salvos. La vana confianza de los hipócritas puede llevarles casi a las puertas del cielo, pero no pueden pasar la frontera porque no llevan el pasaporte en regla.
5. El esposo las rechazó: Pero él respondió y dijo: De cierto os digo, que no os conozco (v. 12); fueron desechadas, como lo fue Esaú. Hay un tiempo oportuno para buscar y llamar: Buscad a Jehová mientras puede ser hallado; llamadle en tanto que está cercano (Is. 55:6). Hay tiempo favorable, y día de salvación (Is. 49:8; 2 Co. 6:2). Mientras la puerta está abierta, todos pueden acogerse a la promesa del Señor: Llamad, y se os abrirá (7:7). Pero ahora, se cerró la puerta. No hay palabras que puedan expresar debidamente la tragedia que esto significa.
6. Finalmente tenemos la conclusión práctica que el Señor mismo deriva de la parábola: Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir (v. 13). Ya lo había dicho en 24:42, y lo repite ahora, por ser la precaución más necesaria a todo ser humano. Nuestro gran deber es velar, estar despiertos, siempre preparados, tanto más cuanto que no sabemos el día ni la hora.
Versículos 14–30
Tenemos aquí la parábola de los talentos encomendados a tres siervos; esto implica que a la necesidad de una preparación habitual interior (parábola de las diez vírgenes) ha de seguir el ejercicio de una ocupación habitual exterior; es una parábola de servicio, como la anterior lo era de expectación. El amo es Cristo, los siervos, los llamados a servirle, con aplicación a todos los creyentes. Jesús había expuesto unos días antes, en Jericó la parábola de las diez minas (Lc. 19:11 y ss.); no se trata de una versión distinta de la parábola presente, pues tiene un objetivo también diferente. La parábola de las minas tendía a ilustrar la enseñanza de que dones iguales, usados de manera desigual, reciben recompensas desiguales; mientras que la parábola de los talentos tiende a ilustrar la enseñanza complementaria de que dones desiguales, usados con la misma fidelidad, obtienen igual recompensa. Tres cosas se pueden considerar, en general, en esta parábola de los talentos:
I. La encomienda hecha a estos tres siervos: El amo les encomendó sus bienes. Por bienes podemos entender todo el conjunto de cualidades naturales y gracias espirituales que nos cualifican para determinados servicios en la obra de Dios. Todo eso nos es dado con la grave responsabilidad de usarlo para la gloria de Dios, nuestra propia santificación y el provecho del prójimo. De Cristo nos viene todo, pues todo fue creado en Él, por medio de Él y para Él (Col. 1:16); de nosotros mismos, sin él, nada provechoso puede salir (Jn. 15:5). De Él nos viene todo para que lo usemos según su plan, no según el nuestro. De Él nos viene todo para que lo administremos, pues a Él tenemos que rendirle cuentas, por cuanto Él es el propietario.
1. Este hombre encomendó sus bienes a esos tres siervos al irse de viaje (v. 14). El Maestro se marchó para un viaje largo: Subiendo a lo alto … dio dones a los hombres (Ef. 4:8). Al marcharse, procuró Jesús que su Iglesia quedase equipada con todo lo necesario para subsistir, crecer y llevar a cabo la gran comisión. Por eso, confió sus bienes a sus discípulos: Como me envió el Padre, así también yo os envío (Jn. 20:21).
2. En qué proporción les fue hecha esta encomienda. A los tres les dio talentos, que era la moneda (acuñada o en lingote) de más valor. El griego especifica que eran de plata (argyrion, v. 18), y tenían un valor entre 1.080 y 1.625 dólares cada uno. Los dones de Cristo son ricos y valiosos, como adquiridos a gran precio, al precio inestimable de su propia sangre, y ninguno de ellos es de baja calidad. A un siervo, el amo le dio cinco talentos, a otro le dio dos, y a otro le dio uno, de acuerdo con las respectivas capacidades. Cuando la divina providencia hace diferencia en las capacidades de cada persona, confiere los dones de acuerdo con esas capacidades, pero todavía las capacidades mismas provienen de Dios. Cada ser humano normal tiene, por lo menos, un talento, un don, porque Dios no hace nada inútil. Con ese talento tiene que negociar, ser útil, servir; y todo lo que sirve para algo, es provechoso para la comunidad. No todos somos iguales en capacidad ni en dones, pero no hay inútiles ni mutilados de guerra para el Señor. Es cierto que el que tiene cinco talentos, puede hacer muchas variaciones en su actividad, mientras que el que tiene uno ha de limitarse, como dice Meyer, a ser como violín de una cuerda, instrumento de monotonía, con tentación de abandonar el oficio pero cinco hombres con un talento cada uno pueden desarrollar una labor más eficaz que uno con cinco talentos, porque en igualdad de gama de actividades, la energía vital es quíntuple que la del hombre con cinco talentos.
II. La forma en que cada uno negoció con los talentos (vv. 16–18).
1. Dos de los siervos negociaron bien con sus respectivos talentos.
(A) Fueron diligentes y fieles: Fue y negoció con ellos, etc. Tan pronto como el señor se marchó, inmediatamente pusieron manos a la obra. Los que tienen mucho quehacer, como le pasa a todo creyente, necesitan ponerse a trabajar en seguida para no perder tiempo: Negociaron con los talentos. El verdadero cristiano es realmente un negociante en el negocio más importante de esta vida («negocio» significa la negación del ocio). El buen negociante, tan pronto como aprende bien su oficio, se esmera en desempeñarlo lo mejor que puede, y trata de mejorar constantemente los medios de que dispone y empeña en él sus energías de tal manera que todas las demás actividades quedan subordinadas a la tarea principal. No tenemos reservas propias, pero tenemos siempre a mano la reserva que Dios nos suministra en cada momento de nuestra labor (ese es el sentido del «pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo»; 1 Co. 15:10b). Con esa reserva que Cristo proporciona abundantemente a todo siervo fiel (v. Fil. 4:13), las posibilidades de que disponemos cubren siempre la medida de las necesidades en cada circunstancia.
(B) Tuvieron gran éxito: doblaron los bienes encomendados (vv. 16–17). La mano del siervo fiel y diligente multiplica las ricas bendiciones de la gracia divina, al acumular tesoros de obras fructuosas (Ef. 2:10; 2 P. 1:8). Gran parte del fruto que se espera en la edificación de la Iglesia, así como en la evangelización, depende de la diligencia en usar los talentos, pues el interés amoroso por una tarea presta energía al organismo, pábulo a la imaginación, nuevos métodos a la inteligencia, mayor perseverancia a la voluntad, anhelos de cooperación conjunta con los demás hermanos al sentimiento. A quien más se ha dado, más se le exigirá por eso, el de los cinco talentos tuvo que poner más ahínco que los demás, por la mayor envergadura del negocio. Dios no mira la cantidad total, sino la fidelidad; especialmente, cuando se tiene un solo talento, la fidelidad en lo pequeño; como dice el adagio latino: máximus in mínimis = «ser muy grande en las cosas pequeñas»; ese es el secreto de la fidelidad. Dar la vida en el campo de batalla no es difícil para un soldado avezado a la lucha; pero dar la vida gota a gota en el cumplimiento del deber diario, monótono, sin más testigo que Dios, sin brillo para el mundo presente ni fama para la posteridad, eso es más difícil a la larga, pero muestra la fidelidad del siervo mejor que ninguna acción de las llamadas
«heroicas».
2. El tercer siervo cumplió mal: Cavó un hoyo en la tierra, y escondió el dinero de su señor (v. 18). Este siervo había recibido un talento, pero esto no le servía de excusa; al contrario, al tener menos, podía negociar más fácilmente. Sin duda, hay muchos que tienen cinco talentos, y los ponen todos bajo tierra; grandes ventajas, grandes habilidades, que permanecen en continuo barbecho. Pero el Señor quería enseñarnos: (A) Que si el que tenía un talento, fue juzgado severamente por no usarlo, más severamente serían tratados los que, al tener más de uno, no usan ninguno: (B) Que, de ordinario, los que tienen pocos dones, los emplean todavía menos que los que tienen más. Esta circunstancia sirve de agravante del ocio, en vez de ser atenuante.
Cavó un hoyo en la tierra, y escondió allí el talento, por miedo a que se lo robaran. Como decía F. Bacon, el dinero es como el estiércol de los animales o fiemo, que produce mal olor y ningún bien si está en un montón, pero es de mucho provecho si se distribuye por el campo. Lo mismo pasa con los dones espirituales, tenerlos y no usarlos para provecho común es quitarles la finalidad con que fueron encomendados. Nótese que escondió el dinero de su señor. Si hubiese sido suyo, podía haberlo usado como mejor le pluguiera. La fidelidad y la actividad de sus compañeros deberían haberle estimulado a negociar con el único talento que le había encomendado el amo. Al estar otros tan activos, ¿nos atreveremos a permanecer ociosos?
III. El señor viene y ajusta cuentas con sus siervos (vv. 19 y ss.). El ajuste de cuentas se demora: Después de mucho tiempo (v. 19). Pero, al fin, llega: Volvió el señor de aquellos siervos, y ajustó cuentas con ellos. Todos hemos de rendir cuentas, del bien y del mal que nos hemos hecho a nosotros mismos, y del bien y del mal que hemos hecho a los demás.
1. La buena cuenta de los siervos fieles (vv. 20, 22): Señor, me entregaste cinco talentos; mira he ganado otros cinco … Señor me entregaste dos talentos; mira, he ganado otros dos … Los siervos fieles de Dios reconocen agradecidos los dones que les ha encomendado. Hay una falsa e hipócrita humildad en muchos que hablan de sí mismos bajamente, y niegan tener dones y cualidades que de veras tienen. Con esta actitud cometen numerosos pecados: ingratitud a Dios, que les dio los dones; mentira, por negar algo que poseen; pereza, por servirles de excusa para no hacer nada; orgullo, porque lo que buscan con frecuencia rebajándose es que el interlocutor les ensalce, etc. Por otra parte, hemos de reconocer que esos dones nos vienen de Dios, que nosotros no nos los hemos ganado con nuestro esfuerzo ni con nuestro mérito, y que, precisamente por eso, hemos de usarlos «con temor y temblor» (Fil. 2:12), como quien tiene que rendir cuentas al amo con respeto y sentido de la responsabilidad, pues eso es lo que la frase de Pablo significa. Es un gran privilegio el que Dios nos encomiende tales tesoros en nuestros frágiles vasos de arcilla (2 Co. 4:7), y cuanto mayores y mejores son los dones que pone en nuestras manos tanto más deudores le somos en el uso de tales dones. Los siervos fieles presentan al amo lo que han ganado; eso es mostrar la fe por las obras (Stg. 2:18). El verdadero sabio y entendido muestra por la buena conducta sus obras en sabia mansedumbre (Stg. 3:13). Nótese que el que tenía dos talentos nada más, rindió sus cuentas con el mismo gozo que el que tenía cinco. ¡Qué gran consuelo, pensar que, en el día de la cuenta, será nuestra fidelidad lo que cuente, no nuestro éxito en cifras! Será de acuerdo con la rectitud de nuestro corazón, no según las oportunidades que presente la diversidad de circunstancias.
2. La aprobación que el amo da a los siervos fieles (vv. 21, 23). Veamos:
(A) Cómo los alaba: Muy bien (gr. euge, con énfasis), siervo bueno y fiel. Quienes honran a Dios con su vida, serán honrados por Él sin medida y pronto. Cristo les aplica dos excelentes epítetos: bueno y fiel; aprueba con énfasis el trabajo que han llevado a cabo: Muy bien hecho; sólo a los siervos buenos acepta Dios el trabajo como bien hecho. Si hacemos el bien y lo hacemos bien, recibiremos del Señor la misma alabanza que estos siervos. Hay amos que son morosos en reconocer los buenos servicios de sus criados, pero Jesús no se tarda en alabar lo que está bien hecho; con eso nos ha de bastar, aun cuando no recibamos ninguna alabanza de los hombres.
(B) Cómo les premia: La fidelidad con que han negociado con los bienes del amo va a ser ricamente recompensada. Esta recompensa es expresada aquí de dos maneras:
(a) Sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré. Esta expresión da a entender que el amo tenía grandes caudales y muchos negocios que atender, y todo esto lo iba a confiar a quienes habían demostrado su fidelidad en lo poco. Es costumbre en todos los estamentos de la sociedad que quienes han desempeñado con acierto cargos inferiores sean promovidos a puestos de mayor privilegio y responsabilidad. ¡Cuánto honor y cuánto servicio tiene el Señor en reserva para sus siervos buenos y fieles! Obsérvese la desproporción entre el trabajo y la recompensa: sobre poco … sobre mucho. En comparación con los servicios que Dios nos tiene reservados para después (comp. Ap. 22:3), lo que aquí podemos hacer por el Señor es muy poco; con el gozo de lo venidero puesto delante, todo esfuerzo, fatiga, dolor y aflicción son soportables (He. 12:2).
(b) Entra en el gozo de tu señor. Notemos, primero, que el estado de los bienaventurados es un estado de gozo: perfecta comunión con Dios, perfecta santidad y perfecta compañía han de proporcionar perfecto gozo; Segundo, que es gozo del Señor; un gozo que Él ha comprado y provisto para ellos; el gozo de los redimidos, a costa de las aflicciones del Redentor; un gozo como compete a un Señor como Dios, excepcionalmente grande. No es el gozo del Señor el que entra en los siervos (¿el océano en un pocito?), sino que son los siervos los que entran en el gozo del Señor, como sumergiéndose para siempre en el océano de la dicha inmensa y eterna que sólo Dios puede proporcionar. Cristo, el Unigénito del Padre (Jn. 1:14, 18), los admite como coherederos suyos (Ro. 8:17), y entrarán en la eternidad de Dios como en su propio elemento.
3. La mala cuenta del mal siervo (vv. 24–25). En ella vemos:
(A) Cómo se excusa, cuando no tenía ninguna excusa; había recibido un talento, y por un talento se le pedían cuentas. A nadie pide Dios cuenta por más de lo que ha recibido, sino sólo por lo que nos ha puesto en las manos. Esta excusa toma muchas formas, todas ellas abominables:
(a) Una falsa confianza: Aquí tienes lo que es tuyo (v. 25). Como diciendo: «No lo he aumentado como los otros, pero tampoco lo he disminuido; no puedes acusarme de haberlo derrochado o perdido». Así esperaba salir del paso, si no con alabanza, al menos con seguridad; como los malos profesantes que no se atreven a hacer mucho por Dios y, sin embargo, esperan recibir la misma recompensa y disfrutar de las mismas bendiciones que quienes ponen todo su empeño en el servicio de Dios y en el provecho del prójimo. Este siervo se creía que todo iría bien, ya que podía decir: Aquí tienes lo que es tuyo. Muchos que se llaman cristianos edifican grandes esperanzas para el cielo sobre años enteros de ociosidad y falta de fruto como si fuese bastante con profesar el nombre y dejarse ver en los cultos; no se dan cuenta de que están edificando sobre arena (7:26–27).
(b) Una confesión vergonzosa: Fui y escondí tu talento en tierra. Habla de ello como si fuese una cosa normal; escondido, estaba seguro; no había peligro de que se lo robaran. Se cree que con eso se merece gran alabanza, ya que ha sido prudente en ponerlo a salvo, sin correr riesgos innecesarios.
(c) Una rudeza descortés y villana: Te conocía que eres hombre duro … por lo cual tuve miedo. Esto muestra hasta qué punto nuestra relación con Dios está profundamente afectada por el concepto que tenemos de Él. Se trata de algo sumamente importante puesto que la Psicología Profunda ha demostrado palmariamente la influencia que tiene en nuestra conducta el concepto que, desde la niñez nos hemos formado de Dios, de acuerdo con la imagen misma de nuestro padre terrenal, y del temor o del amor con que nos ha sido impartido el conocimiento de las verdades religiosas. Cuando se tiene de Dios el concepto bíblico: Dios es luz … Dios es Amor … Dios es Espíritu (Jn. 4:24; 1 Jn. 1:5; 4:8, 16), se tiene mucho andado para una conducta de santidad, de generosidad y de actividad espiritual, porque la luz engendra luz, y el amor engendra amor, y el amor nos hace fieles y diligentes; pero una opinión dura acerca de Dios provoca miedo, y el miedo provoca egocentrismo y retraimiento (ya desde Gn. 3:10 «tuve miedo … y me escondí»). Examinemos de cerca las palabras de este villano para ver los sentimientos que expresan:
Primero: Los sentimientos de un enemigo: Te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste. Con estas frases, la defensa se convierte en una gran ofensa. Obsérvese con qué tono de necia suficiencia habla: Te conocía. ¿Cómo podía conocerle, cuando el Universo entero le aclama como Bueno para con todos (Sal. 145:9), y que Del fruto de sus obras se sacia la tierra (Sal. 104:13), De tu misericordia, oh Jehová, está llena la tierra (Sal. 119:64) y los salmos 103 y 104, entre otros muchos lugares? ¿Que siega donde no sembró y recoge donde no esparció, cuando siembra tanto y recoge tan poco? Por desgracia esta manera de hablar tiene numerosos imitadores en los malvados de todos los tiempos, que achacan a Dios la culpa de todo lo malo que sucede en el mundo: desgracias, accidentes, injusticias, como si esto se debiese a connivencia de Dios, cuando es fruto de la humana perversidad, empezando por la del primer padre, por quien la tierra cesó de ser un paraíso para convertirse en un lugar que produce espinos y cardos (Gn. 3:18). Por otra parte, Dios a nadie niega su gracia; si perecemos, es sólo culpa nuestra. Nadie se condena sin culpa propia; ésta es una verdad bíblica, que ningún sistema teológico puede echar abajo sin torcer toda la Escritura.
Segundo: Los sentimientos de un esclavo: Tuve miedo. Si hubiese amado al amo, no habría hablado así, porque en el amor no hay miedo (1 Jn. 4:18). El verdadero creyente está libre de este miedo: Pues no habéis recibido espíritu de servidumbre (esclavitud) para recaer en el temor (miedo), sino que habéis recibido espíritu de adopción como hijos (libertad; He. 4:16), por el cual clamamos: ¡Abbá, Padre! (Ro. 8:15). Los pensamientos de miedo apartan del servicio de Dios, pues quienes creen que es imposible complacer a Dios y que de nada vale el servirle, no harán nada que merezca la pena.
(B) La respuesta del amo a esta mala excusa. Su señor hace que lo que ha dicho se vuelva contra él mismo, haciéndole enmudecer. Veamos:
(a) Cómo lo declara convicto de:
(i) Negligencia: Siervo malo y negligente (v. 26a). Los siervos que son negligentes, son malos siervos. El que no muestra interés en la obra de Dios está próximo a ocuparse en la obra del diablo. La omisión es un gran pecado, y tiene que venir a juicio (no es un accidente que el juicio de los versículos 41–46 sea sobre cinco pecados de omisión); la negligencia da paso a la perversidad. Cuando la casa queda vacía del bien, enseguida toman posesión de ella los espíritus del mal. El enemigo sembró cizaña mientras dormían los hombres (13:25).
(ii) Contradecirse a sí mismo: Sabías que siego donde no sembré, y que recojo donde no esparcí. Debías, pues, haber llevado mi dinero a los banqueros (vv. 26–27). Es muy probable que el amo dijese todo esto en forma de interrogación: ¿Sabías, etc.? Como si dijese: «¿Eso es lo que tú pensabas, que yo era un amo duro y exigente? Pues, con tus mismas palabras te juzgo». Si no tenemos la energía y el coraje necesarios para emprender grandes cosas en la obra del Señor, ¿será excusa eso para no hacer nada y enterrar el don que Dios nos ha encomendado? Algo es siempre mejor que nada, una buena palabra a tiempo, ya sea de instrucción, de consuelo, de aliento, de amonestación en humildad y mansedumbre está siempre al alcance de todos (v. 1 P. 3:15).
(b) Cómo sentencia y condena al siervo negligente:
(i) A ser desposeído de su talento: Quitadle, pues el talento, y dádselo al que tiene diez talentos (v. 28). El que no quiere aprovechar las ocasiones para obrar el bien cuando puede, suele ser castigado (y
¡ojalá pueda servirle aún de purificación espiritual!) con la pena de no poder obrarlo después en la medida que querría. Hay oportunidades que sólo se presentan una vez en la vida; si se dejan escapar, ya no vuelven jamás; y aun cuando vuelvan, ya no serán las mismas, porque la historia es irreversible. No es extraño que el apóstol hable de redimir el tiempo (gr. kairón = oportunidad), es decir, aprovechar las oportunidades que se pierden en el mercado del mundo (donde tantos «matan el tiempo»), comprándolas a buen precio para la obra del Señor (Ef. 5:16), porque eso es muestra de sabiduría, según indica el versículo 15 del mismo lugar. En este sentido, «el tiempo es oro»; sí, y más que oro, porque el resultado permanece por toda la eternidad, mientras que el oro es como dice Pedro, corruptible (comp. 1 P. 1:18
«corruptibles», con la «herencia incorruptible» del v. 4). Por lo demás, para el versículo 29, véase el comentario a 13:12.
(ii) A ser echado en las tinieblas de afuera (v. 30). Véase:
Primero, la causa: Es un siervo inútil. El siervo negligente es, pues, un siervo inútil: un siervo que no sirve, como un miembro atrofiado en el cuerpo, de cuya inutilidad todo el organismo se resiente. En un determinado sentido, todos somos siervos inútiles (Lc. 17:10), puesto que un siervo que se debe todo a su señor, no puede añadir ningún provecho ulterior al amo por medio de obras de supererogación, pero podemos ser útiles y provechosos dándole gloria con el fruto que produzcamos mediante una íntima comunión con el Señor Jesús (Jn. 15:8).
Segundo, la sentencia: Echadlo en las tinieblas de afuera (v. 8:12; 13:42 y 50; 22:13; 24:51), con lo que su estado será: primero, muy desalentador, ya que en la noche oscura nadie puede trabajar (Jn. 9:4); justo castigo para el que no trabajó cuando era de día, al estar ocioso por mera negligencia. Tendrá que estar fuera de la luz, fuera de la fiesta, fuera del reino; segundo, su estado será muy doloroso, como lo indica el llanto y el crujir de dientes. Comoquiera que la frase última indica claramente la condenación eterna, no se trata aquí de un verdadero creyente que pierda la salvación por falta de obras (contra Jn.
5:24, entre otros lugares), sino de alguien que, por falta de fruto, no ha podido mostrar su fe (comp. Stg. 2:14–18), por eso, es tan notable el juicio sobre omisión de este siervo inútil, con los pecados de omisión en el siguiente juicio contra las naciones (vv. 41 y ss.). La aplicación es válida para todos los tiempos, pero la solución mejor para sincronizar el juicio del siervo inútil con el de los dos siervos buenos y fieles, es referir este pasaje al tiempo inmediatamente posterior a la Gran Tribulación y, por ello, inmediatamente anterior al Milenio, y afecta especialmente, como en la parábola de las diez vírgenes, al remanente judío (comp. Ez. 20:37–42).
Versículos 31–46
Suele hablarse de esta porción como de una escena descriptiva del juicio final, en la que se da particular importancia a cinco aspectos de amor al prójimo y a cinco aspectos de omisión en el mismo sentido (comp. 1 Jn. 3:14; 4:20). Es conocida la frase de Juan de la Cruz: «A la tarde, se nos examinará de amor». El pasaje admite, a este respecto, una aplicación devocional válida para todos. Pero, en pura hermenéutica, es más probable la opinión de quienes distinguen este juicio del que tendrá lugar ante el Gran Trono Blanco de Apocalipsis 20:11–15. Examinemos los diversos detalles de este juicio:
I. El tiempo de este juicio: Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria. Esto nos dice:
1. Que vendrá un día cuando el Señor vuelva a este mundo, no en estado de humillación como en su Primera Venida, sino en estado de exaltación y de gloria (Ap. 19:11 y ss.), para hacer juicio y ejecutar la venganza de Jehová (Is. 61:2b). Primero vino en oscuridad; ahora, rodeado de gloria.
2. Que este juicio es encomendado al Hijo del Hombre (Dn. 7:13–14), título mesiánico, muy a propósito cuando viene a tomar posesión del reino (Ap. 11:15).
II. La compañía que le hará escolta: Y todos los santos ángeles con Él (comp. Ap. 19:14), dándole escolta como conviene a un Rey.
III. El lugar donde ejecutará el juicio: Entonces se sentará en su trono de gloria (v. 31b). Este trono (gr. thronos) no es el tribunal (gr. bema), en que Cristo hará el juicio de recompensas pero también parece que debe distinguirse, como hemos aludido ya del juicio de Apocalipsis 20:11–15, el cual tendrá lugar en el Cielo, después de la segunda resurrección (Ap. 20:5a), para dar diversos castigos según las diversas malas obras; mientras que, en Mateo 25:31–46, el juicio tiene lugar en la tierra sobre ciertas obras específicas (buenas y malas), antes del Milenio («heredad el reino»; v. 34). Ahora está sentado en el trono de gracia (He. 4:16); entonces se sentará en su trono de gloria. El que, antes de su muerte, estuvo como reo ante el tribunal de Caifás vendrá rodeado de gloria sobre las nubes del cielo (26:57, 64) para juzgar, no para ser juzgado.
IV. Los comparecientes ante el trono de este juicio: Y serán reunidas delante de Él todas las naciones (v. 32a). Las naciones aquí connota a los gentiles, pero éstos serán juzgados personalmente (nótese el masculino a los unos—gr. autoús—, mientras que naciones—gr. éthne—es neutro) además, las naciones como tales no acuden al trono de Dios, sino que son juzgadas a lo largo de la Historia.
V. La separación que el Juez hará entre los comparecientes a su trono: Separará a los unos de los otros, como separa el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda (vv. 32–33). Broadus refiere haber visto en Palestina a un pastor haciendo esto mismo que el Señor dice aquí. Serán separados como la cizaña del trigo (13:39–42). Malos y buenos se encuentran mezclados en este mundo, sin separación posible (1 Co. 5:10), pues, de otro modo, todos serían aquí arrancados (13:29), pero el Señor conoce los que son suyos y, Él, el Gran Pastor, los separará. Bien son comparados a las ovejas los que son buenos, pues la oveja es naturalmente mansa, inocente, dócil, paciente; mientras que los malos son comparables a las cabras, indóciles y rebeldes, como puede observarse cuando se las ata (siempre tiran a soltarse; de ahí el proverbio: «la cabra siempre tira al monte», y la palabra capricho procede del latín capra = cabra). Ovejas y cabras pueden pastar juntas durante todo el día, pero hay que recogerlas de noche en diferentes corrales o establos. Cristo, el Rey- Pastor, pone a las ovejas a su derecha, el puesto de honor (He. 10:12; Mt. 26:64), y a los cabritos a su izquierda. Todas las divisiones que ahora existen en la sociedad, carecerán entonces de importancia y desaparecerán de la escena; lo que, en este mundo, se llama «derechas e izquierdas» no tendrá relevancia; lo importante es estar a la derecha de Cristo; lo terrible, es estar a su izquierda en aquel juicio.
VI. El juicio y sentencia pronunciados sobre los de la derecha (vv. 34–40). Obsérvese:
1. La gloria que les confiere: Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre etc. (v. 34a). Nótese que esta es la única vez en los cuatro Evangelios en que Jesús se aplica a Sí mismo este nombre, lo cual es muy significativo para centrar el episodio en su verdadero contexto. Venid comporta el cariñoso tono de 11:28; Juan 6:35, 37, e implica una cálida bienvenida. Benditos de mi Padre significa, no sólo que han recibido del Padre la gran bendición, sino que son suyos, como da a entender el original. ¿Qué importa que el mundo les maldiga y los persiga, si son benditos de Dios? Heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo (v. 34b). Respecto de esta maravillosa invitación nótese:
(A) La riqueza de esta herencia, pues se trata de:
(a) Un reino, lo cual es considerado en la tierra como la posesión más valiosa y honorable. Muchos que aquí habrán sido mendigos y prisioneros, heredarán entonces un reino.
(b) Un reino preparado; grande ha de ser la felicidad, cuando el reino ha sido preparado por el designio divino.
(c) Un reino preparado para vosotros. Esto expresa: primero, que es a propósito para la felicidad de ellos; segundo, que ha sido preparado teniéndolos a ellos personalmente en consideración: está preparado a vuestro nombre.
(d) Preparado desde la fundación del mundo. Es cierto que el designio divino acerca de esto, como acerca de todo, es desde la eternidad, pero es curioso que el original diga aquí desde, como si insinuase que, cuando Dios creó este planeta nuestro, cósmicamente insignificante, lo destinó a ser la sede futura del reino mesiánico, mientras que, en Efesios 1:4 donde se habla de bendiciones celestiales, el original dice antes de, como de cosas que no pertenecen al tiempo, sino a la eternidad (no pretendemos hacer demasiada presión en dicha diferencia; sólo hacemos notar la diferencia).
(B) La forma en que habían de poseer el reino: en forma de herencia. Es Dios quien nos constituye herederos del Cielo, al adoptarnos por hijos: Y si hijos, también herederos (Ro. 8:17). El título más honorífico, firme y valioso es el obtenido por herencia. Ya en este mundo, somos adoptados como hijos y herederos, con plenos derechos y poderes; tenemos las arras y primicias de la bendita herencia, pero será después cuando entraremos en la plena posesión y disfrute de la herencia.
2. La razón por la que les invita a tomar posesión del reino: Porque tuve hambre, y me disteis de comer, etc. (v. 35). No se infiere de aquí que las buenas obras puedan merecer la herencia del reino, sino que hay promesa divina de rica recompensa a quienes hayan obedecido el gran mandamiento del amor. No es la obediencia la que consigue el título de herencia, sino la promesa del Padre y la obra del Hijo, mientras que la obediencia es sólo la cualificación necesaria de la persona beneficiada. Las buenas obras que aquí se mencionan son las comúnmente llamadas «obras de misericordia» u «obras de caridad», y la enseñanza general acerca de estas obras es que manifiestan la quintaesencia del cristianismo, según la expresa Pablo en Gálatas 5:6 «la fe que actúa (lit. que toma su energía) mediante el amor». Estas obras implican tres cosas que deben mostrarse en toda persona salva:
(A) Abnegación, o negación de sí mismo y desprecio de lo mundano, al juzgar las cosas de este mundo con el sano criterio de que todo su bien se halla en las oportunidades que tenemos de hacer el bien con ellas; y quienes no disponen de bienes de este mundo, han de albergar en su corazón una disposición similar y contentarse alegremente con su pobreza, sin darse por eso a la ociosidad.
(B) Sincero amor al prójimo, que es el segundo gran mandamiento. Hemos de dar muestras de este amor, y estar dispuestos siempre a obrar el bien y compartir con los necesitados; buenas palabras y buenos deseos son una mera burla sin buenas acciones (Stg. 2:15–16; 1 Jn. 3:16–18). El que no tiene bienes de este mundo, siempre puede ayudar de algún modo, si tiene verdadero amor.
(C) Tener la mira puesta en el Señor Jesús y hacer el bien a los prójimos viendo en ellos hermanos de Jesús (no se olvide que es muy probable que haya de entenderse aquí a sus hermanos de raza: los suyos de Jn. 1:11). Hay en Colosenses 3:17 un principio general para obrar así, y respecto al amor que debemos a nuestros hermanos, es notable 1 Juan 5:2, tras el contexto anterior. No está de más repetir que amar al prójimo por Dios no significa amarle sólo en Dios. Por desgracia, abunda una especie de «amor» al prójimo tan místicamente «espiritual» que resulta frío y desencarnado; para amar al prójimo cálida y eficazmente, hay que amarle en sí mismo, aunque el motivo fundamental sea el amor que viene de arriba (1 Jn. 3:1). Veamos cómo lo expresa Jesús: Tuve hambre, y me disteis de comer, etc. Como observación general, podemos decir que no es extraño que los ciudadanos del cielo pasen hambre y sed en la tierra; que al ser de la casa de Dios, sean forasteros aquí; que vestidos de Cristo (Gá. 3:27) carezcan de ropas materiales; que al tener alma sana, tengan enfermo el cuerpo; y que libertados por Cristo (Jn. 8:32, 36), estén en la cárcel por la causa del Evangelio. Pero lo más importante aquí es que el Rey, Jesús, tenga por hecho a Él lo hecho a uno de sus hermanos más pequeños (v. 40, comp. Hch. 9:4–5). Esto causa a los justos una gran sorpresa, pero Jesús les da la explicación:
(a) Los justos quedan sorprendidos (vv. 37–39); no de la herencia que van a recibir ni de las buenas acciones que habían llevado a cabo, sino de que tales acciones, hechas en beneficio de otros semejantes seres humanos como ellos, sean públicamente alabadas y ricamente premiadas como hechas al mismo Rey de la gloria: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, etc.? El verdadero creyente siente de tal forma la bajeza de su condición y las muchas faltas e imperfecciones en las mismas obras buenas que realiza que se asombrará cuando el Señor le de un premio tan excelente por un servicio tan deficiente.
(b) El Rey les da explicación: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis (v. 40). Cuando aquel día sean publicadas las buenas obras de los justos: primero, serán recordadas, ni la más pequeña será pasada por alto, aunque no sea más que un vaso de agua fresca; segundo, serán interpretadas como hechas a Jesucristo. Así como Jesús saca el mejor partido de las aflicciones y debilidades de los suyos, también saca el mejor beneficio de sus buenas obras; tercero, nótese cómo Jesús llama a esos necesitados sus hermanos; no se avergüenza de ellos, sino que les hace partícipes de la nobleza que Él posee (comp. He. 2:11).
VII. El juicio y la sentencia pronunciados contra los de su izquierda (vv. 41–46). Tenemos:
1. La sentencia que pronuncia contra ellos: Apartaos de mí, malditos.
(A) Estar tan cerca del Rey, y notar su ceño fruncido. ¡Qué será oír de sus labios tan terrible sentencia! Jesús, el manso Cordero de Dios, siempre invitaba a ir a Él para encontrar descanso, alivio vida, luz, salvación. Pero los impíos se apartaron de Dios (Os. 7:13). Ahora el Rey les dice: Apartaos de mí.
(B) Pero ya que tienen que apartarse, y apartarse de Cristo, ¿no serán despedidos con alguna palabra suave? ¡No! Apartaos de mí, malditos. Los que no quieren venir ahora a Cristo para heredar una bendición, tendrán que apartarse, después, de Él, para llevarse una maldición. Los justos son llamados benditos del Padre porque su bendición se debe únicamente a la gracia de Dios, pero los impíos son llamados malditos, sin más añadidura, porque sólo a sí mismos pueden achacar su condenación.
(C) Ya que tienen que marcharse sin bendición, ¿podrán ir a algún lugar de comodidad y descanso?
¿No será para ellos suficiente miseria tener que lamentarse de su pérdida? ¡No! Tienen que ir al fuego eterno, un fuego encendido por la ira de un Dios eterno; donde su gusano no se muere, y el fuego no se apaga (Mr. 9:48); y serán atormentados día y noche (sin pausa) por los siglos de los siglos, sin cesar (Ap. 20:10).
(D) Pero, en medio de tantos y tales tormentos, ¿no podrán disfrutar de alguna buena compañía que les ofrezca algún consuelo? ¡No! Estarán allí con el diablo y sus ángeles, los ángeles caídos de su condición feliz por secundar a Satanás en su rebelión contra Dios. Sirvieron al diablo en vida y por eso, justamente se les condena a morar donde su amo mora, así como los que sirvieron a Cristo, estarán donde Cristo esté (Jn. 12:26).
(E) Queda una consideración muy importante: El reino fue preparado para los justos, pero el fuego eterno no fue preparado para los impíos, sino para el diablo y sus ángeles. Dios no preparó para el hombre el mal, sino el bien. Por eso, todo lo que es de salvación viene de Dios, pero todo lo que es de condenación es culpa del hombre mismo.
2. La razón que da para dar esta sentencia contra ellos:
(A) Todo lo que les inculpa, lo que sirve de base a su sentencia, es omisión; así como el mal siervo de la parábola de los talentos, fue condenado, no por derrochar su talento, sino por no usarlo: Tuve hambre, y no me disteis de comer, etc. «Cuando yo estuve en necesidad, fuisteis tan egoístas que no me disteis lo que habría servido para socorrerme y aliviarme.» Los pecados de omisión son la ruina de miles de personas.
(B) No fue por omitir un artículo de doctrina, ni por dejar un acto de devoción, sino por omitir la práctica de lo que Dios requiere como necesario en Miqueas 6:8: Oh hombre, te ha sido declarado lo que es bueno y lo que pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, amar misericordia y caminar humildemente con tu Dios. La falta de misericordia con el necesitado es un pecado que conduce al Infierno: Porque el juicio será sin misericordia para aquel que no haga misericordia (Stg. 2:13). El pecado está, pues, en aquel que sabe hacer lo bueno y no lo hace (Stg. 4:17). Como en el caso de los justos, pero en la vertiente opuesta, los malos se sorprenden por la sentencia y el Rey les da la explicación:
(a) Entonces también ellos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, etc. (v. 44). Los malos, aunque no tienen a qué apelar, tratan de inventar excusas. No repiten todos los cargos, sino simplemente añaden: «¿ … y no te asistimos?» Son, pues, conscientes de que no hicieron lo que debían; pero toman conciencia de ello demasiado tarde. Pensaban antes que eran gentes despreciables estas personas de las que ellos no habían tenido misericordia, pero ahora se les dice que era a Jesús mismo a quien despreciaban.
(b) El Rey justifica su sentencia en la misma forma que había justificado su modo de proceder con los justos: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí me lo hicisteis (v. 45). Lo que se hace en contra, y lo que no se hace a favor, de los hermanos y de los fieles discípulos de Jesucristo, aun de los más pequeños y despreciables, Jesús lo toma como hecho, o no hecho respectivamente, a Él: En todas las aflicciones de ellos fue Él afligido (Is. 63:9). El que los toca, toca a la niña de su ojo (Zac. 2:8).
VIII. Finalmente, tenemos la ejecución de ambas sentencias (v. 46). Los que no obraron el bien que sabían, irán al castigo eterno. En vano tratan muchos de rebajar la dureza de este castigo, al negar la eternidad de las penas del Infierno, atestiguada en otros lugares (18:8; Mr. 9:48; 2 Ts. 1:9; Jud. v. 13; Ap. 20:10). La simetría misma del versículo pide que la palabra aionios tenga la misma extensión en el castigo que en la vida eterna. Sobre ellos Permanece la ira eterna de Dios (Jn. 3:36). Si el alma humana no fuese de suyo, aunque por creación de Dios, inmortal (Dios es el único que posee la inmortalidad como en su fuente, 1 Ti. 6:16) parecería crueldad excesiva dar inmortalidad con el único fin de castigar eternamente; pero no es cruel mantener en castigo eterno a quien voluntaria e irrevocablemente ha rechazado la gracia de Dios. Por otra parte, los términos con que se expresa el estado de los condenados:
«destrucción», «perdición» (gr. apóllymi, para el verbo; v. Jn. 3:16), de ningún modo significan aniquilación, sino separación, una muerte segunda (Ap. 20:14; 21:8), que se caracteriza por estar siempre muriendo sin acabar de morir así como la vida eterna implica estar siempre viviendo sin acabar de vivir. Otra clave nos la proporciona Marcos 9:49, compárese con Levítico 2:13, y a la vista de Éxodo 3:2; Salmos 21:9; Hebreos 12:29, pues el mismo fuego que purifica al creyente (quemándolo sin consumirlo), consumirá al impío, salándolo para preservarlo eternamente de la aniquilación corporal, y aun existencial. Añadamos una razón final, pero decisiva para el que esto escribe: Quitad el infierno eterno y el impío se reirá de Dios, porque podrá procurarse en esta vida todo placer vedado y, si se cansa, pegarse un tiro en la sien, y saber que si resucita para condenación, será para caer en la nada, lo cual es mejor que padecer un tormento insufrible (los que se suicidan, no piensan en ir a otro lugar, sino en desaparecer de la existencia). Esta es una trompeta que suena demasiado fuerte para muchos, pero proclama un mensaje que pertenece a todo el consejo de Dios (Hch. 20:27) y, por tanto el ministro fiel de Dios no puede callárselo.
¡Que nadie se llamé a engaño! Todas las oportunidades de salvación: gracia, tiempo y voluntad, se acaban con la muerte: Está reservado a los hombres EL MORIR UNA SOLA VEZ, Y DESPUÉS DE ESTO EL JUICIO (He. 9:27, la misma unicidad que el sacrificio del Calvario; v. 28). ¿Y habrá impío que no tiemble ante esta palabra inmutable de Dios?
2. Mas los justos, a la vida eterna (v. 46b), que es una herencia, y una herencia eterna. Esta vida eterna, perfectamente santa, será perfectamente feliz, porque hay una ecuación exacta entre santidad y felicidad. Si un Dios infinito nos ofrece su herencia entera para siempre, ¿podrá faltar algo para la felicidad del que participa de la felicidad misma de Dios? ¿Acaso no puede Dios satisfacer los anhelos legítimos de nuestro corazón? ¿Es acaso nuestro corazón más ancho que el suyo? Si la ausencia de todo mal (Ap. 21:4), ya es bastante para dejar satisfecho a cualquiera, ¿que será la presencia de todo bien? Cosas que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni se le han podido ocurrir a nadie (lit. ni han subido al corazón del hombre), son las que Dios ha preparado para los que le aman (1 Co. 2:9). Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal … escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia (Dt. 30:15, 19).
Comienza aquí la narración de la pasión y muerte de nuestro Señor Jesús. Esta narración ocupa una parte muy considerable en los cuatro evangelios, de modo que se nos dan más detalles de esto que de todo lo demás de su vida. En el presente capítulo, tenemos el complot contra Jesús, su unción en Betania, la institución de la Cena del Señor, el anuncio de las negaciones de Pedro, la oración agónica en Getsemaní, el arresto de Jesús, su presentación ante el sanedrín y terminar con las negaciones de Pedro. Después de Lucas 1, es el capítulo más largo del Nuevo Testamento.
Versículos 1–5
En esta porción tenemos:
I. La notificación que Jesús hace a sus discípulos acerca de la proximidad de sus sufrimientos (vv. 1– 2). Con frecuencia les había hablado de estos sufrimientos, pero como a cierta distancia; ahora les habla de ellos como que están ya a las puertas: dentro de dos días (v. 2). Obsérvese:
1. El tiempo en que les comunicó esta noticia: Cuando Jesús terminó de hablar todas estas cosas (v. 1). Los testigos de Cristo no mueren hasta que no hayan terminado su testimonio. «Somos inmortales, decía Ryle, mientras no hayamos cumplido el objetivo para el que nos trajo Dios a este mundo.» Cristo iba a partir de aquí porque había llevado a término la obra que el Padre le había dado a realizar (Jn. 17:4). Sabían los discípulos que se aproximaba la Pascua, también sabían que Jesús sería crucificado pero lo que no sabían hasta ahora es que Jesús sería crucificado durante la preparación de la Pascua, pues la fiesta comenzaba en la tarde del jueves con la muerte del cordero pascual. Jesús les avisa una vez más de lo que le va a suceder a Él, para que no se escandalicen ni de que el Hijo del Hombre padezca, ni de que ellos hayan de padecer también; pero para ellos será más llevadera la muerte, porque se le habrá quitado el aguijón mediante la muerte de Cristo (1 Co. 15:55–57), quien mató a la muerte muriendo: Oh muerte, yo seré tu muerte (Os. 13:14).
2. La noticia misma: El Hijo del Hombre será entregado para ser crucificado (v. 2b). El original lo pone en presente: es entregado, por ser cosa segura y estar cercano. «Los dardos que se prevén, hieren menos», dice un proverbio latino; pero en el caso de Jesús que los preveía con todo detalle, seguramente los sufrimientos futuros le herían más.
II. El complot de los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos del pueblo contra la vida de nuestro Señor Jesucristo (vv. 3–5). Ya habían celebrado antes muchas reuniones para ver de quitarle la vida; pero el complot actual tenía mayor relevancia que ningún otro de los anteriores, porque todos los principales de la nación estaban confabulados en él. Veamos:
1. El lugar donde se reunieron: en el patio del palacio del sumo sacerdote.
2. El complot mismo: Tuvieron consejo para prender con engaño a Jesús, y matarle (v. 4). No se contentaban con otra cosa que con su sangre; sólo si le quitaban de en medio se quedarían satisfechos; pero tenían que hacerlo con engaño fraudulento, es decir, aparentar cumplir con todas las formas legales de la justicia, para que fuese tenido públicamente como reo de muerte.
3. El tiempo en que tramaban darle muerte: No durante la fiesta, para que no se haga un alboroto en el pueblo. No era el temor de profanar la fiesta lo que les movía a ello, sino el temor de un tumulto cuando tanta multitud se iba a reunir para celebrar las grandes solemnidades; no temían a Dios, sino al pueblo, porque su interés se centraba en su propia seguridad, no en el honor de Dios. Sin embargo el ofrecimiento de Judas (v. 15), les indujo a cambiar el plan y adelantar su ejecución una semana, con lo que la muerte de Jesús fue llevada a cabo durante las celebraciones de la Pascua, como Él había predicho (v. 2).
Versículos 6–13
I. Se nos refiere en esta porción la singular delicadeza de una buena mujer hacia el Señor Jesús con ese gesto amable de ungir su cabeza (vv. 6–7). Tuvo lugar en Betania cerca de Jerusalén como sabemos y en casa de Simón el leproso. Éste era probablemente uno de los que habían sido curados milagrosamente de su lepra por Jesús, y quería expresar su gratitud al Señor invitándole. El Señor no se desdeñó de venir a él y cenar con él. Se supone que la mujer que ungió a Jesús fue María, la hermana de Marta y Lázaro. Llevaba un frasco de alabastro de perfume muy caro y lo derramó sobre la cabeza de Jesús, cuando Él estaba sentado a la mesa. Entre nosotros, esto sería un cumplido muy extraño, pero en aquel tiempo era tenido como la mayor muestra de respeto, y puede considerarse:
1. Como un acto de fe en nuestro Señor Jesucristo, el Mesías, el Ungido.
2. Como un acto de amor y respeto hacia Él. Algunos piensan que fue ella la que amó mucho y comenzó a regar con sus lágrimas los pies de Él (Lc. 7:38, 47). Cuando hay verdadero amor hacia Jesucristo en el corazón nada es considerado demasiado bueno, ni suficientemente bueno, para entregárselo.
II. La ofensa que recibieron los discípulos por ello: se indignaron (vv. 8–9).
1. Véase cómo lo expresaron: ¿Para qué este despilfarro? Esto muestra:
(A) Falta de delicadeza con esta buena mujer, al interpretar como despilfarro lo que debía suponerse que era una muestra de gentileza. El amor nos enseña a echar a buena parte todo lo que pueda así interpretarse (1 Co. 13:5–7). Es cierto que puede haber exceso aun en el bien obrar; pero de aquí hemos de aprender a no censurar a otros, porque lo que nosotros podemos achacar a falta de prudencia, Dios lo puede aceptar como una prueba de amor abundante. De los que hacen más de lo que nosotros hacemos, no debemos decir que hacen demasiado, sino más bien hemos de procurar hacer tanto como ellos.
(B) Falta de respeto a su Maestro. No podían hablar de despilfarro, al ver que Él lo admitía y lo aceptaba como muestra de amor de parte de una persona amiga. No pensemos que es superfluo algo que es dado al Señor, quienquiera sea el que lo de.
2. Véase la excusa que presentan en favor de su indignación: Esto podía haberse vendido a gran precio, y haberse dado a los pobres. Los mal pensados siempre encuentran excusas buenas para sus malos pensamientos.
III. El reproche de Jesús a sus discípulos: ¿Por qué molestáis a esta mujer? (v. 10). Nótese que causa gran pesar a los buenos ver que sus buenas obras sean censuradas y mal interpretadas; y esto es una cosa que el Señor Jesús toma muy a mal; por eso, se puso de parte de la mujer y en contra de todos sus discípulos, al respaldar así la causa de sus pequeñuelos ofendidos (v. 18:10).
Obsérvese la razón que da: A los pobres siempre los tendréis con vosotros.
1. Hay oportunidades de hacer el bien y de mejorarse que son constantes y a las que debemos dedicarnos constantemente. Quienes tienen un corazón inclinado a hacer el bien, no tienen por qué quejarse de falta de oportunidades.
2. Pero hay otras oportunidades de hacer el bien y de mejorarse que vienen con muy poca frecuencia y han de ser aprovechadas con toda diligencia: «A mí no siempre me tendréis, así que hacedme bien mientras me tenéis». Hay ocasiones en que obras especiales de piedad y devoción han de ocupar el lugar de las comunes obras de caridad.
IV. La aprobación y recomendación que Cristo da a la gentileza de esta buena mujer. La llama una buena obra (v. 10), y dice en favor de ella más de lo que podría imaginarse; en particular:
1. Que el significado era espiritual (v. 12): Lo ha hecho con miras a mi sepultura. Algunos piensan que esa era la intención de ella, y que la mujer entendió las frecuentes predicciones de Cristo acerca de Su muerte y sufrimientos mejor que los apóstoles. Así lo interpretó Cristo, el cual siempre está dispuesto a tomar en sentido positivo las palabras y acciones bien intencionadas de los Suyos.
2. Que el recuerdo de lo hecho habría de ser honorable: «Se contará … en recuerdo de ella» (v. 13). Este acto de fe y amor fue tan notable, que los predicadores de Cristo crucificado y los escritores inspirados de la historia de Su Pasión, no tenían otra alternativa que tomar buena nota de este pasaje. No hay trompetas que suenen tan fuertemente y tan perennes como el evangelio eterno. Aunque el principal objetivo del Evangelio es el honor de Cristo, no por eso es completamente pasado por alto el honor de Sus santos y siervos. El recuerdo de esta mujer había de ser preservado al mencionar su fe y su piedad, como ejemplo para otros, siempre que se predicase el Evangelio.
Versículos 14–16
Inmediatamente después del caso de la mayor gentileza mostrada a Cristo, tenemos un ejemplo de la mayor indelicadeza tal es la mezcla de bien y mal que se encuentra entre los seguidores de Cristo.
I. El traidor era Judas Iscariote; se le llama uno de los doce, como agravante de su villanía. Cuando aumentó el número de los discípulos (Hch. 6:1), no es extraño que algunos sirviesen de vergüenza y disturbio; pero cuando sólo eran doce, y uno de ellos era un diablo (Jn. 6:70), de seguro que no debemos esperar que haya ninguna sociedad perfectamente pura dentro de nuestro mundo. Los doce fueron escogidos como amigos íntimos de Jesús y sin embargo, uno de ellos le traicionó. No hay lazos de amistad, deber ni gratitud que puedan detener en la carrera del mal a quienes llevan dentro al diablo.
II. Aquí tenemos la propuesta que hizo a los principales sacerdotes; fue a ellos y les dijo: ¿Qué me queréis dar, y yo os lo entregaré? (v. 15). No fueron ellos los que se fueron a él para hacerle la propuesta; no les habría pasado por el pensamiento que uno de los discípulos mismos de Cristo pudiera serle traidor.
1. Lo que Judas prometió: «Yo os lo entregaré; para que podáis apresarlo sin ruido ni peligro de que surja un alboroto». En su complot contra Cristo, esto era precisamente lo que les tenía preocupados (vv. 4–5). No se atrevían a meterse con Él en público, y no sabían dónde hallarle en privado. Aquí estaba la dificultad que parecía insuperable, hasta que llegó Judas y les ofreció sus servicios. Quienes se dejan conducir por el diablo, le encuentran más dispuesto que lo que ellos imaginan para venir en su ayuda en caso de dificultad. Aunque los gobernantes, con el poder e interés que tenían, podían matarle cuando le tuviesen en sus manos, nadie sino un discípulo podía traicionarle.
Yo os lo entregaré. No se ofreció a ser testigo contra Jesús aun cuando ellos buscaban un testimonio (v. 59). Esta es una evidencia de la inocencia de Jesús, el que su propio discípulo, aun siéndole falso, no pudo acusarle de ningún crimen, por mucho que esto le habría servido para justificar su traición.
2. Lo que pidió en compensación de su trabajo: ¿Qué me queréis dar? Esto es lo único que hizo que Judas traicionase a su Maestro; esperaba conseguir dinero de esta manera. No es que odiase al Maestro, ni que estuviese en querella contra Él, sino simplemente el amor al dinero; esto, y no otra cosa, hizo de Judas un traidor.
¿Qué me queréis dar? Y, ¿qué es lo que quería? Ni pan para comer, ni ropa que ponerse, ni cosas indispensables ni comodidades. Este desventurado avaro no se contentaba con otra cosa que arrastrarse vilmente hasta los sacerdotes para decir: ¿Qué me queréis dar? No es la falta de dinero, sino el amor al dinero, la raíz de todo mal.
III. Ahora viene el convenio que los principales sacerdotes hicieron con él: Y ellos le asignaron treinta piezas de plata. Según la Ley (Éx. 21:32), treinta piezas de plata era el precio de un esclavo. ¡Vaya precio con que evaluaron a Cristo! Le asignaron … Y, como algunos dicen, le pagaron; le dieron en mano sus emolumentos, a fin de tenerle seguro y animarle.
IV. Y luego vemos la industria de Judas, al seguir adelante con su convenio (v. 16): Y desde entonces buscaba una oportunidad para entregarle. Su cabeza estaba discurriendo para hallar la manera de llevarlo a cabo eficientemente. Es algo muy perverso buscar las oportunidades para pecar y tramar maldades, pues esto demuestra que los hombres tienen el mal hondamente enraizado en el corazón. Había tenido tiempo para arrepentirse, pero ahora con el convenio pactado, el diablo le está diciendo que no debe faltar a su palabra, aun ser una traición contra su Maestro.
Versículos 17–25
Relato de cómo Cristo celebró la Pascua.
I. El tiempo en que Cristo celebró la Pascua fue el tiempo normal que Dios había fijado, y así la celebraban los judíos (v. 17): El primer día de la fiesta de los panes sin levadura.
II. El lugar lo indicó Él personalmente a Sus discípulos, a pregunta de ellos (v. 17): ¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer la Pascua?
1. Ellos daban por supuesto que su Maestro comería la Pascua, aun cuando por entonces era perseguido por los principales sacerdotes, quienes le buscaban para matarle; los discípulos sabían que nada le apartaría del deber, ni por amenazas de fuera ni por temores de dentro.
2. Sabían muy bien que era menester hacer los preparativos, y que eso les competía a ellos: ¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos? Antes de solemnes celebraciones debe haber solemnes preparativos.
3. Sabían que no tenía casa propia donde comer la Pascua.
4. No iban a elegir un lugar sin que Él les dirigiera, y de Él recibieron la dirección; Él les envió a cierto hombre (v. 18), quien probablemente era su amigo y seguidor, y a su casa se invitó a sí mismo e invitó a Sus discípulos.
(A) Decidle: mi tiempo está cerca. Quiere decir el tiempo de Su muerte. Sabía cuándo estaba cerca y, de acuerdo con ello, actuaba. El hombre no conoce su tiempo (Ec. 9:12), y por eso, debe estar siempre vigilante. Pero el Señor Jesús conocía Su tiempo y, por eso, podía comunicar que Su tiempo estaba cerca. Quien hospeda a Cristo en su corazón, conocerá los secretos de Cristo.
(B) Decidle: … en tu casa voy a celebrar la Pascua. Esto era una muestra de Su autoridad, como Señor: no rogó, sino que ordenó el uso de esta casa para Su propósito. Del mismo modo, cuando Cristo, por Su Espíritu, viene a nuestro corazón, pide ser admitido como quien es dueño del corazón y no le puede ser negado. Y los Suyos querrán admitirle porque Él les dará voluntad de hacerlo. Voy a celebrar la Pascua con mis discípulos. Dondequiera es bienvenido Cristo, Él espera que lo sean también Sus discípulos. Cuando tomamos a Dios por nuestro Dios, tomamos a los Suyos como nuestros.
III. Los discípulos hicieron los preparativos (v. 19): Y los discípulos hicieron conforme Jesús les había mandado, y prepararon la Pascua. Tuvieron el cordero muerto y todo preparado para una solemnidad tan sagrada.
IV. Comieron la Pascua conforme a la Ley (v. 20): se sentó a la mesa. Su sentarse denota la compostura de Su mente al iniciar esta solemnidad. Se sentó a la mesa con los doce, sin exceptuar a Judas. Según la Ley, habían de tomar un cordero por familia, los discípulos de Cristo eran Su familia. Aquellos a quienes Dios ha encomendado una familia, deben servir a Dios con ella.
V. A continuación, tenemos la conversación de Cristo con Sus discípulos en la cena de la Pascua. El tema corriente era la liberación de Israel de Egipto (Éx. 12:26–27). Pero ahora estaba a punto de celebrarse la Gran Pascua, y la conversación sobre ella comportaba la omisión del relato de la otra.
1. Primero viene el anuncio de que uno de ellos le iba a entregar: De cierto os digo que uno de vosotros me va a entregar (v. 21). Cristo lo sabía. Nosotros no sabemos las aflicciones que nos esperan, ni de dónde nos vendrán, pero Cristo lo sabía todo. Es una muestra de Su gran amor el que conociese todas las cosas que le iban a suceder y que, con todo, no se echara para atrás. Cuando se presentaba la ocasión, hacía que los que estaban en torno de Él lo supieran. Con frecuencia les había dicho que el Hijo del Hombre había de ser entregado; ahora les dice que uno de ellos iba a entregarle.
2. Los sentimientos de los discípulos en esta ocasión (v. 22).
(A) Entristecidos en gran manera. Les afligía mucho oír que su Maestro iba a ser entregado. Cuando al principio se lo dijo a Pedro, éste le dijo: en ninguna manera te suceda esto (16:22). Ahora les afligía aún más oír que uno de ellos le había de entregar. Las almas piadosas se apenan por los pecados de otros, especialmente de quienes han hecho profesión de ser creyentes. Y lo que más les afligía era la incertidumbre de quién de ellos iba a cometer tal acción.
(B) Comenzó cada uno de ellos a decirle: «¿Acaso soy yo, Señor? No sospechaban de Judas. Aunque era un ladrón parece ser que lo disimulaba tan bien, que ninguno de ellos miró hacia él; mucho menos, preguntaron: Señor, ¿es Judas? Cabe la posibilidad de que un hipócrita recorra el mundo entero, y pasar no sólo desapercibido, sino hasta sin sospecha; como la falsa moneda con una imitación tan bien hecha, que a nadie se le ocurre que sea falsa.
Se inclinaban a sospechar de sí mismos, sentían su propia debilidad, y por eso preguntaban al Maestro, quien nos conoce mejor que nosotros mismos: ¿Acaso soy yo, Señor? No sabemos cuán fuerte puede ser la tentación que nos acometa y hasta dónde podríamos llegar si Dios nos dejara de Su mano; por eso, tenemos razones para no pensar altamente de nosotros mismos, sino más bien temer.
3. Reciben mayor información acerca de esto (vv. 23–24) cuando Cristo les dice: El que mete la mano conmigo en el plato, ése me va a entregar. Con esto, les declaraba: (A) Que el traidor era un comensal familiar: uno de los que estaban a la mesa con Él. ¡Tremenda ingratitud, la de comer con Cristo en el mismo plato y hacerle traición! (B) Que esto sucedía conforme a la Escritura, para que así no les extrañase tanto. Cuanto más vemos que se cumplen las Escrituras en nuestras aflicciones, tanto mejor podremos soportarlas. (C) Que al traidor le iba a salir muy cara la operación: ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido! Aun cuando Dios cumpla sus propósitos por medio de los pecados de los hombres no por eso es menos calamitosa la condición del pecador.
4. Judas convicto (v. 25). También él preguntó: ¿Acaso soy yo, Maestro? Así pensaba evitar toda sospecha, en la cual habría incurrido con su silencio. Bien sabía que él era el traidor, pero quería aparentar ser ajeno al complot. Es de notar que muchos que se sienten condenados por su propia conciencia se las apañan bien para justificarse delante de los hombres, y poner buena cara para decir: ¿Acaso soy yo? Cristo contestó pronto: Tú lo has dicho. Esto era bastante para convencerle y, si su corazón no hubiese estado tan perversamente endurecido, habría sido suficiente para quebrantar su convenio, al sentirse descubierto por su Maestro.
Versículos 26–30
Ahora tenemos la institución de la Cena del Señor.
I. Cuándo fue instituida: Mientras comían. Al final de la cena pascual, antes de levantar los manteles, pues había de celebrarse en la misma habitación. Cristo es nuestro sacrificio pascual, por el cual se realizó la redención: porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros (1 Co. 5:7).
II. La institución misma. Un sacramento (u ordenanza) necesita ser instituido; su existencia misma y su significado dependen de la institución divina. De ahí que el apóstol, al hablar de esta ordenanza (1 Co. 11:23 y ss.), a lo largo de todo su discurso llama a Jesucristo el Señor, porque, como Señor, la instituyó.
1. El cuerpo de Cristo es simbolizado y representado por el pan. Anteriormente (Jn. 6:35) había dicho: Yo soy el pan de vida. Así como la vida del cuerpo es sustentada con pan, así también la vida del alma es sustentada por medio de Cristo.
(A) Tomó el pan, una hogaza de pan, que estaba a mano, lista para este fin. Este tomar el pan fue una acción solemne y, con toda probabilidad, fue llevada a cabo de tal manera que fuese observada bien por todos los que estaban a la mesa con Él.
(B) Pronunció la bendición sobre él, separándolo para un uso especial mediante oración y acción de gracias. No hallamos aquí ninguna fórmula verbal que Él usase en esta ocasión. Cristo pudo echar Su bendición divina sobre el pan, y nosotros podemos pedir la bendición en su nombre.
(C) Lo partió; lo cual denota: (a) Que el cuerpo de Cristo fue roto por nosotros, a fin de que pudiésemos obtener el perdón de nuestros pecados: Él fue herido por nuestras transgresiones (Is. 53:5).
(b) El cuerpo de Cristo fue partido por nosotros, así como el padre de familia parte el pan para sus hijos.
(D) Lo dio a sus discípulos, como Señor de la familia, y como Señor de esta fiesta. A los discípulos, porque todos los discípulos de Cristo tienen derecho a esta ordenanza, y de ella se han de beneficiar quienes sean de veras Sus discípulos. Y se lo dio a ellos como cuando multiplicó los panes, para que ellos, a su vez, lo diesen a todos los demás seguidores de Cristo.
(E) Y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo (v. 26). Así, pues, les dice:
(a) Lo que habían de hacer con Él: «Tomad, comed recibid a Cristo como Él os es ofrecido, recibid la redención, estad de acuerdo con ella, prestadle vuestro consentimiento». El creer en Cristo se expresa mediante el recibirle (Jn. 1:12), y comerle (Jn. 6:57–58). El mirar la comida o el plato estupendamente aderezado no nos alimenta; es menester tomarlo; así pasa con la doctrina de Cristo.
(b) Lo que obtendrían con ello: Esto es mi cuerpo = Esto que tengo en las manos representa mi cuerpo. Creyendo, obtenemos toda la eficacia de la muerte de Cristo a nuestro favor. Participamos del sol, no teniendo el sol mismo en nuestras manos, sino al recibir sobre nosotros los rayos que el sol despide; así también, participamos de Cristo, al recibir Su gracia y los benditos frutos que nos proporcionó mediante la rotura de Su cuerpo, aun cuando no le fue quebrantado ningún hueso.
2. La sangre de Cristo está simbolizada y representada en el vino (vv. 27–28): Tomando la copa, la copa de gracia, que estaba allí preparada para beberla, después de dar gracias, según la costumbre de los judíos en la Pascua. Habiendo dado gracias, para enseñarnos a tener nuestros ojos elevados a Dios, no sólo en cada ordenanza, sino también en cada parte de la ordenanza.
De esta copa dio a los discípulos:
(A) Con una orden: Bebed de ella todos. Así invita a todos a Su mesa, obligándoles a beber de Su copa.
(B) Con una explicación: Porque esto es mi sangre del nuevo pacto. Hasta entonces, la sangre de Cristo había sido representada por la sangre de los animales, sangre literal; pero, después que fue en sí misma derramada, quedó representada por la sangre de la uvas, que es sangre metafórica.
(a) Es mi sangre del nuevo pacto. El pacto que a Dios plugo hacer con nosotros, y todos los beneficios y privilegios que comporta, se deben a los méritos de la muerte de Cristo.
(b) Es derramada; aunque no fue derramada entonces, sino al día siguiente, la da por derramada, ya que estaba a punto de hacerlo y ningún obstáculo lo iba a impedir.
(c) Por muchos. La sangre del antiguo pacto era derramada por unos pocos, pero Jesús es la propiciación por los pecados de todo el mundo (1 Jn. 2:2).
(d) Para remisión de los pecados, esto es, para obtener el perdón de los pecados a nuestro favor. El nuevo pacto, obtenido y ratificado mediante la sangre de Cristo, es un documento de perdón, un acta de indemnidad, a fin de alcanzar la reconciliación entre Dios y los hombres. El perdón de los pecados es la gran bendición que, en la Cena del Señor, vemos impartido a todos los verdaderos creyentes, y es fuente de perpetuo consuelo (9:2–3). Y luego dice «adiós» al fruto de la vid (v. 29). ¡Qué bien se estaba allí!
Nunca estuvo el Cielo tan cerca de la tierra como en aquella mesa; sin embargo, no estaba destinado para durar eternamente.
Primero, afirma que, por ahora, será la última celebración Suya: Desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, de esta copa de Pascua, de este vino representativo. Los creyentes, al morir, se despiden sin tristeza de las ordenanzas que han celebrado en este mundo, porque la gloria y el gozo en que van a entrar las hace palidecer a todas; cuando sale el sol, no tenemos necesidad de otras luces.
Segundo, les asegura que un día volverá a reunirse con ellos: Hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros. Algunos lo han interpretado como refiriéndose a las entrevistas que tuvo con ellos después de Su resurrección. Otros lo entienden de los gozos y glorias del estado futuro, del que los santos participarán en perpetua comunión con el Señor Jesús. Otros, en fin, de la comunión con el Señor durante el reino mesiánico en este mundo, con lo que no hay necesidad de alegorizar el vino. Cristo mismo participará del gozo de los Suyos; precisamente, por el gozo puesto delante de Él, soportó la Cruz (He.
12:2). De ese gozo quiere hacer partícipes a sus fieles amigos y seguidores.
Finalmente, la solemnidad se cierra con himnos: Cuando hubieron cantado el himno (v. 30).
«Sabemos por el Talmud—dice Broadus—que los judíos acostumbraban, en conexión con la cena de la Pascua, cantar los Salmos 113 hasta 118, los cuales llamaron “el gran Hallel” (alabanza)». Cantar salmos es una ordenanza del Evangelio (v. Ef. 5:19 y ss.). Es muy apropiado, después de la Cena del Señor y como expresión de nuestro gozo en Dios por medio de Jesucristo, y como un reconocimiento agradecido de aquel gran amor con que Dios nos amó en Él. Por tanto, no está fuera de sazón en tiempo de pena y dolor. Nuestro íntimo gozo espiritual no debería ser turbado por aflicciones exteriores.
Hecho todo esto, salieron hacia el monte de los Olivos. No iba a quedarse en la casa para que lo arrestaran allí, pues ello podía perjudicar al dueño de la casa, sino que se retiró al cercano monte de los Olivos. Para este paseo podían beneficiarse de la luz de la Luna, ya que la Pascua siempre se celebraba en Luna llena. Después de participar de la Cena del Señor, nos conviene retirarnos para orar y meditar, y estar a solas con Dios.
Versículos 31–35
Ahora tenemos el discurso de Cristo con Sus discípulos mientras iban de camino.
I. Jesús les predice la prueba por la que tanto Él como ellos iban a pasar. Les habla:
1. De la desbandada que se iba a producir entre ellos (v. 31).
(A) Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche. No iban a tener el valor de adherirse a Él, sino que le iban a abandonar cobardemente. En las horas de prueba y tentación, han de esperarse estas cobardías de parte de los discípulos de Cristo; es inevitable, debido a su debilidad. Incluso aquellos cuyos corazones están en correcta posición pueden a veces ser vencidos por una tentación. Hay pruebas y tentaciones de efectos generales: Todos vosotros os escandalizaréis. Aunque no haya más que un traidor, habrá muchos desertores. Necesitamos estar preparados para pruebas repentinas que pueden llegar al extremo en corto espacio de tiempo. ¡Cuán rápidamente puede levantarse una tormenta! La cruz de Cristo es el gran escándalo para muchos que pasan por discípulos Suyos.
(B) Tenía que cumplirse la Escritura: Heriré al pastor. La cita es de Zacarías 13:7. Las heridas del pastor son aquí los sufrimientos de Cristo; y la dispersión de las ovejas es la desbandada de los discípulos como consecuencia de ello. Cada uno se apresuró a ponerse a salvo, teniéndose por felices los que más lejos se hallasen de la Cruz.
2. Por otro lado, les ofrece la perspectiva consoladora de que volverán a reunirse con Él cuando haya pasado la tormenta (v. 32): Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros. Aunque vosotros me abandonéis, yo no os abandonaré; aunque caigáis, yo me preocuparé de que no quedéis caídos finalmente; nos reuniremos de nuevo en Galilea: Iré delante de vosotros como un pastor delante de sus ovejas. El Capitán de nuestra salvación sabe cómo reunir a sus tropas, cuando debido a la cobardía, ha cundido el desorden en sus filas.
II. La presunción de Pedro (v. 33): Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré. Pedro tenía un buen arsenal de autoconfianza, y siempre se lanzaba a hablar el primero, a veces, lo hacía por buenos impulsos; otras veces, como ahora, sus impulsos le traicionaban.
1. Se comprometió con una promesa de que nunca se escandalizaría de Cristo. Antes de la cena, el discurso de Cristo llevó a los discípulos a un serio examen: ¿Acaso soy yo, Señor? Esta debe ser nuestra preparación. Después de la ordenanza, Su discurso les incitaba a comprometerse en caminar muy cerca de Él, ya que ese es el deber subsiguiente.
2. Se imaginó que estaba mejor armado contra la tentación que ningún otro: Aunque todos … yo no. Pedro da por supuesto que todos, no sólo algunos, pueden escandalizarse, pero él ha de salir mejor que ninguno. Deberíamos siempre decir: Si es posible que todos se escandalicen, hay peligro de que también yo me escandalice.
III. Cristo amonesta a Pedro en particular acerca de lo que iba a hacer (v. 34). Se imaginaba Pedro que, en la hora de la tentación, iba a salir mejor librado que los demás, y Cristo le dice que va a salir peor librado que ninguno: «De cierto te digo; haz caso de mi palabra, pues te conozco mejor que lo que tú te conoces». Le dice:
1. Que le había de negar. Pedro había dicho: «Aunque todos … yo no»; y se escandalizó antes que ningún otro.
2. Cuán pronto lo iba a hacer: esta noche, antes que el gallo cante. Como no sabemos lo cercana que puede estar la prueba tampoco sabemos lo cercanos que podemos estar al pecado; si Dios nos deja de Su mano, siempre estamos en peligro.
3. Cuántas veces le iba a negar: tres veces. Cristo le dice que le iba a negar una y otra vez, porque, cuando el pie se nos empieza a resbalar, es más difícil recobrar el equilibrio.
IV. Pedro hace repetidas promesas de fidelidad (v. 35): Aunque tenga que morir contigo. Sabía lo que debía hacer, antes morir por Cristo que negarle; y pensaba que querría hacerlo, nunca negar a su Maestro, costase lo que costase; sin embargo, le negó. Es fácil hablar valiente y despreocupadamente de morir, cuando la muerte está distante, pero no es tan fácil cumplir lo dicho, cuando llega el caso y la muerte se muestra con sus verdaderos colores.
Lo que Pedro dijo, lo suscribieron también los demás: Y todos los discípulos dijeron lo mismo. Los buenos son proclives a la confianza en su propia fuerza y constancia. A veces, los que más confían en sí mismos, son los que caen antes y con mayor necedad. Los más seguros de sí mismos son los que menos están a salvo.
Versículos 36–46
En estos versículos tenemos el relato de la agonía de Jesús en el huerto. Las nubes se habían arremolinado densamente y aparecían negras. Ahora comenzaba de veras la tormenta.
I. El lugar donde padeció esta tremenda agonía fue un lugar que se llama Getsemaní. El nombre significa «prensa de olivas». Allí comenzó el Señor su Pasión; allí plugo a Dios herirle y prensarle, para que de Él saliese aceite nuevo para todos los creyentes.
II. La compañía que tuvo consigo, cuando estaba en la agonía.
1. Tomó consigo hasta el huerto a todos sus apóstoles, excepto Judas, que para entonces ya tramaba su traición.
2. De ellos, tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan, para ir con éstos al rincón del huerto donde iba a sufrir la agonía. Dejó a los demás a cierta distancia, diciéndoles: Sentaos aquí, mientras voy a orar allá. Cristo se fue a orar solo, aunque acababa de orar en compañía de sus discípulos (v. Jn. 17:1). Tomó consigo a los mismos tres que habían sido testigos de la gloria de Su Transfiguración (17:12), para prepararlos así para ser testigos de Su agonía. Los mejor preparados para sufrir con Cristo son los que, por fe, han contemplado Su gloria. Si esperamos reinar con Él, ¿por qué no habremos de sufrir con Él?
III. Comienza la agonía: Comenzó a entristecerse y a sentir gran angustia. Se le llama agonía en Lucas 22:44, es decir, conflicto. No se trataba de ningún dolor corporal o tormento del exterior, sino que era un tormento interior. Como en Juan 11:33, se estremeció interiormente. Las palabras usadas aquí son muy enfáticas: comenzó a estar sumamente triste y en gran consternación. Sentía sobre Sí como un peso de plomo que le abrumaba.
Y, ¿Cuál era era la causa de ello? ¿Qué le pudo poner en tal agonía? ¿Por qué te abates, Jesús bendito, y por qué te turbas? (v. Sal. 42:11; 43:5). De cierto no era por desesperación ni por desconfianza en Su Padre; mucho menos, por estar en conflicto con Él. Así como el Padre le amaba porque ponía Su vida por Sus ovejas, así también Él estaba enteramente sumiso a la voluntad del Padre en todo ello. Pero:
1. Estaba empeñado en un conflicto con los poderes de las tinieblas, como lo insinúa en Lucas 22:53. Según había dicho en Juan 10:18 «Este mandamiento recibí de mi Padre». Así, pues, se lanza decidido a la batalla: «Actúo como el Padre me mandó. Levantaos, vámonos de aquí» (Jn. 14:31). Isaías 59:16–18 nos describe a Cristo, cuando va a llevar a cabo salvación, como un campeón cuando sale a la palestra.
2. Tenía que cargar con las iniquidades que el Padre había puesto sobre Él y, mediante Su pena y consternación, arrimaba el hombro a tal empresa. Los sufrimientos que iba a padecer eran por nuestros pecados; tenían que caer todos sobre Él, y Él lo sabía. Así como nosotros deberíamos estar consternados por nuestros propios pecados, así lo estuvo Él por los pecados de todos nosotros.
3. Tenía una visión clara y plena de todos los sufrimientos que le aguardaban. Conoció de antemano la traición de Judas, la negación de Pedro, la maldad e ingratitud de los judíos. La muerte en su aspecto más aterrador, la muerte con toda su pompa, escoltada por todos sus terrores, le daba bien en el rostro; y esto le ponía triste sobremanera, especialmente porque la muerte es la paga del pecado, en expiación del cual se había ofrecido. Es verdad que los mártires han sufrido por Cristo sin tal tristeza ni consternación. Pero entonces: (A) Cristo carecía del apoyo y del consuelo que los mártires disfrutaban, porque se los negó a Sí mismo. La alegría que ellos experimentaban en la Cruz se debía al favor divino, y este favor le era, de momento, negado a Jesús. (B) Los sufrimientos de Jesús eran de diferente naturaleza que los de los mártires. Sobre las cruces de los santos, se pronunciaba una bendición que les daba ánimo para regocijarse en el suplicio mismo (5:10, 12); pero la Cruz de Cristo llevaba aneja una maldición (v. Gá. 3:13), bajo cuyo peso se sentía abrumado de tristeza. Y esta tristeza de la Cruz de Jesús era el fundamento del regocijo de las cruces de los demás.
IV. Sus quejas en esta agonía. Fue a sus discípulos y les dijo:
1. Mi alma está abrumada de una tristeza mortal. Así les expone el estado de su ánimo. Para un espíritu atribulado, es de algún alivio tener un amigo con quien desahogar el pecho y dar suelta a las congojas. Cristo les dice aquí: (A) Dónde estaba asentada su congoja; era Su alma la que estaba ahora en agonía. Cristo sufrió en Su alma así como en Su cuerpo; (B) Cuál era el grado de Su congoja: Estaba abrumado de tristeza. Era una tristeza llevada al extremo, hasta la muerte; era una tristeza mortal, es decir, tal que ningún ser humano podría soportar sin morir. (C) Cuánto iba a durar esa congoja: hasta la muerte. Comenzó a entristecerse, y no cesó hasta que llegó a decir: Consumado es. Estaba profetizado de Cristo que había de ser varón de dolores (Is. 53:3).
2. Les encarga que le acompañen y asistan: quedaos aquí y velad conmigo. Verdaderamente debía de estar totalmente destituido de apoyo, para rogar que le apoyasen quienes Él sabía que eran muy pobres consoladores. Buena cosa es buscar el apoyo y asistencia de nuestros hermanos cuando nos encontramos en una agonía.
V. Lo que pasó entre Él y Su Padre cuando estaba en agonía: Estando en agonía, oraba más intensamente (Lc. 22:44). La oración nunca está fuera de sazón, pero es especialmente oportuna en tiempo de agonía.
1. El lugar donde oró: adelantándose un poco, se apartó de ellos. Se retiró para orar; un espíritu afligido se halla a sus anchas cuando está a solas con Dios, quien entiende el lenguaje de los suspiros y gemidos. Cristo nos enseña así que la oración privada debe hacerse en secreto.
2. Su postura en la oración: se postró rostro en tierra. Esta postura denota: (A) La extrema agonía en que se encontraba; (B) Su humildad en la oración.
3. La oración misma; en la que se pueden observar tres cosas:
(A) El título con que se dirige a Dios: Padre mío. Aunque la nube era tan densa, podía ver, a través de ella, a Dios como Padre. En tales ocasiones, el arpa del corazón hace sonar una cuerda muy dulce cuando puede decir, Padre mío; ¿adónde va a ir un hijo, cuando algo le atribula, sino a su padre?
(B) El favor que le ruega: Si es posible, pase de mí esta copa. Llama copa a Sus sufrimientos; no un mar, no un río, sino una copa, de la cual pronto se puede ver el fondo, pero es también la copa del destino que en esta ocasión era para Jesús un «trago muy amargo». Pide que pase de Él esta copa; es decir, que pueda evitar los sufrimientos que están tan próximos; o, al menos, que sean acortados. Esto da a entender que era un verdadero Hombre y, como Hombre, sentía repugnancia hacia el dolor y el sufrimiento. Una oración de fe contra una aflicción es compatible con la paciencia y la esperanza bajo tal aflicción. Pero obsérvese la condición: si es posible. Si hay alguna posibilidad de que Dios sea glorificado, de que el hombre sea salvado, y de que sean cumplidos los objetivos de Su empresa, sin que tenga que beber de esta amarga copa, desea quedar desobligado; de lo contrario, no. Lo que no podemos llevar a cabo dejando a salvo nuestro fin último, hemos de considerarlo como efectivamente imposible. Así lo hizo Cristo.
(C) Su entera sumisión y aquiescencia a la voluntad de Dios: Sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como tú. Aun cuando sentía vivamente la extrema amargura de los sufrimientos que iba a padecer, nuestro Señor Jesús estaba enteramente dispuesto a someterse a ellos por nuestra redención y salvación. La razón por la que Cristo se sometía libre y enteramente a los sufrimientos era la voluntad de Su Padre (v. 39). La voluntad de Cristo estaba firmemente arraigada en la voluntad de Dios. Hizo lo que hizo, y lo hizo con gozo, porque era la voluntad de Dios. Por esto se refería con tanta frecuencia a esta voluntad de Dios, como algo que era la base de sustentación de toda Su vida (v. Jn. 4:34). En conformidad con este ejemplo de Cristo, hemos de beber de la copa amarga que Dios tenga a bien arrimar a nuestros labios, por muy amarga que sea; lo que no podemos por naturaleza, lo podremos con Su gracia.
4. La repetición de Su oración: De nuevo se apartó, y oró por segunda vez (v. 42) y, después por tercera (v. 44). Aunque podemos rogar a Dios para que nos retire alguna aflicción, nuestro objetivo principal debe ser que nos de gracia para soportarla bien. Deberíamos preocuparnos de que nuestras aflicciones fuesen santificadas, y nuestros corazones satisfechos en medio de ellas, más bien que pedir con insistencia que se retiren de nosotros. Oraba diciendo: hágase tu voluntad (v. 42). La oración consiste en ofrecer a Dios, no sólo nuestros deseos, sino también nuestra resignación. Por tercera vez, dijo las mismas palabras (v. 44). Por el versículo 40, parece ser que continuó en oración agónica durante una hora; pero todo lo que dijo fue en la misma línea de rogar que, si era posible le fuese evitada la copa de amargura, pero resignándose a la voluntad de Dios.
Pero, ¿qué respuesta tuvo a Su oración? Ciertamente que no fue en vano (v. He. 5:7). El que le oía siempre (Jn. 11:42), no le negó la respuesta ahora. Es verdad que la copa no pasó de Él, pero tuvo respuesta a Su oración pues fue fortalecido (Lc. 22:43). Como dice Pressence: «No como tú quieres, sino como yo, cambió el Paraíso en un desierto; no como yo quiero, sino como tú, cambió el desierto en Paraíso, e hizo de Getsemaní la puerta de la gloria».
VI. Lo que pasó entre Él y sus tres discípulos en ese tiempo.
1. La falta de la que eran culpables: que mientras Él estaba en la agonía, a ellos les importaba tan poco, que no pudieron mantenerse despiertos: Vino … y los halló durmiendo (vv. 40, 43). El amor a su Maestro les debería haber obligado a velar con Él pero eran tan estúpidos, que no pudieron seguir con los ojos abiertos. ¿Qué habría sido de nosotros, si Cristo hubiera estado tan dormido como lo estaban Sus discípulos? Cristo les había exhortado a que velaran, y esperaba de ellos algún apoyo, pero, sin embargo, se durmieron no pudieron hacer cosa más indigna. Sus enemigos, que estaban espiando para arrestarle, velaban bien despiertos (Mr. 14:43); pero Sus discípulos, que debían haber velado, se durmieron.
2. A pesar de todo Cristo se mostró amable con ellos. Las personas que se hallan atribuladas tienen propensión a enfadarse con los que les rodean, pero Cristo, en medio de Su gran agonía, está tan manso como siempre y no propende a tomar las cosas a mal.
Cuando los discípulos le hicieron esta descortesía:
(A) Vino a ellos como si esperase recibir algún consuelo de ellos. Ellos le añadieron mayor aflicción; no obstante Él fue a ellos preocupándose de ellos más que ellos de sí mismos; cuando más afligido estaba, vino a ver cómo se encontraban, porque los que le habían sido dados por el Padre (Jn. 17:11–24) estaban muy dentro de Su corazón, tanto en Su vida como en Su muerte.
(B) Les reprendió suavemente. Se dirigió a Pedro, quien solía ser el portavoz de ellos, para que fuese el oidor por ellos: ¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora? (v. 40). Habla como quien está asombrado al ver la estupidez de ellos. Consideremos: (a) Quiénes eran: «¿No habéis podido velar vosotros, mis discípulos y seguidores? Yo esperaba mejores cosas de vosotros». (b) Quién era Él: «Velar conmigo». Él se había despertado aquella vez en que ellos se hallaban en apuros, para ayudarles (v. 8:36);
¿y no podían ellos conservarse despiertos, al menos para mostrarle sus buenos deseos? (c) Cuán pequeña cosa esperaba de ellos, sólo velar con Él. Si les hubiera pedido una gran cosa, incluso morir con Él, habrían pensado que podían hacerlo; sin embargo, no fueron capaces de algo tan fácil como velar con Él.
(d) Cuán corto era el espacio de tiempo que esperaba de ellos: no estar de guardia toda la noche, sino sólo
una hora.
(C) Les dio un buen consejo: Velad y orad, para que no entréis en tentación (v. 41). Se acercaba la hora de una gran tentación. Las aflicciones de Cristo eran para Sus seguidores una tentación de no creer ni confiar en Él, de negarle y abandonarle y renunciar a toda relación con Él. El peligro de entrar en la tentación les acechaba como una trampa o un lazo. Por eso les exhorta a velar y orar: Velad conmigo (v. 38); velad y orad (v. 41). Por quedarse dormidos, perdieron el beneficio de unirse a Cristo en oración. Al menos, podían haber orado para que Dios les concediese la gracia de estar despiertos para velar y seguir orando con Él.
(D) Con toda ternura, presenta por ellos la excusa: El espíritu a la verdad, está animoso, pero la carne es débil (v. 41). No se nos dice que ellos presentasen una sola palabra de excusa; pero Él tuvo una palabra de ternura para excusarles; en esto tenemos un maravilloso ejemplo de ese amor que cubre multitud de pecados (Sal. 32:1; Stg. 5:20; 1 P. 4:8). Tuvo en cuenta el material de que estaban hechos y no les recriminó, pues se acordó de que eran carne; y la carne es débil aunque el espíritu esté animoso. Es un infortunio para los discípulos de Cristo el que sus cuerpos no puedan marchar al paso de sus almas en las obras de piedad y devoción, sino que son como una nube y una rémora para ellos; que, cuando el espíritu se siente libre y bien dispuesto para hacer el bien, la carne siente aversión y se halla mal dispuesta. Con todo, es un gran consuelo para nosotros saber que nuestro Maestro, en Su ternura, tiene en cuenta esto y acepta la buena disposición de nuestro espíritu, a la vez que compadece y perdona la debilidad de nuestra carne; pues estamos bajo la gracia, no bajo la Ley (Ro. 6:14).
(E) Aunque continuaron somnolientos y estúpidos, no les añadió ninguna otra reprimenda; aunque continuemos ofendiendo, Él no continúa regañando. Cuando vino a ellos por segunda vez, no se nos dice que les reprendiese (v. 43): Vino otra vez, y los halló durmiendo. Podríamos pensar que ya les había dicho bastante para que se conservasen despiertos; pero es muy difícil recobrarse de un estado de pesadez: Los ojos de ellos estaban cargados de sueño. Lo cual insinúa que hicieron algún esfuerzo por mantenerse en vela, pero fueron vencidos por el sueño y, por eso, el Maestro les miró compasivamente. Cuando vino a ellos por tercera vez, parece como que les alarmó con la proximidad del peligro: Dormid, pues, y descansad (v. 45). Véase cómo trata Jesús a los que se dejan vencer por un sentido de falsa seguridad y no despiertan para apercibirse del peligro. A veces les permite que sigan durmiendo: el que se empeña en dormirse, ¡que se duerma, pues! La maldición de este pecado de somnolencia espiritual lleva consigo la pena del mismo. A veces, los juicios de Dios son sorprendentes. Quienes no se alarman con razones y argumentos, es mejor que se alarmen con lanzas y espadas, antes que ser dejados a perecer en su falsa seguridad. Los que se niegan a creer deben, por lo menos, ser puestos en alarma por la Palabra de Dios.
Por lo que toca a los apóstoles en este episodio, el Maestro les comunica que el enemigo se acerca: El Hijo del Hombre es entregado en manos de pecadores (v. 45). Y, de nuevo: Ved, se acerca el que me entrega (v. 46). A Cristo no le tomaron por sorpresa los sufrimientos: Levantaos, vamos. No dice:
«Levantaos y huyamos del peligro», sino: «Levantaos, vamos al encuentro del peligro». Insinúa con esto que habían sido necios al dormirse cuando deberían haber usado el tiempo en prepararse; ahora, los sucesos les iban a encontrar mal dispuestos, y sembrarían en ellos el pánico, en vez del ánimo.
Versículos 47–56
Ahora se nos refiere cómo nuestro bendito Maestro fue arrestado y puesto en prisión; esto sucedió tan inmediatamente después de Su agonía, que no hubo espacio alguno de tiempo por medio: Mientras todavía hablaba … (v. 47), como no hubo intervalo alguno de reposo para Él desde el principio hasta el fin de Su Pasión.
Al venir primero a lo de su arresto, consideremos:
I. Quiénes eran las personas encargadas de llevarlo a cabo. Aquí estaba Judas, uno de los doce a la cabeza de aquella infame guardia: actuó como guía de los que prendieron a Jesús (Hch. 1:16). Sin ayuda de él, no le habrían podido hallar en aquel lugar de retiro. Con Judas, iba mucha gente; esta muchedumbre estaba compuesta, por una parte, de un destacamento de guardias, los cuales eran de los gentiles, pecadores, como Cristo los llama (v. 45). El resto eran criados y oficiales del sumo sacerdote: éstos eran judíos; aunque eran opuestos los unos a los otros, todos ellos estaban de acuerdo en ir contra Cristo.
II. Cómo iban armados para este negocio.
1. Con qué clase de armas venían armados: con espadas y palos. No eran tropas regulares, sino una banda de facciosos. Pero ¿a qué tanto aparato? al haber llegado la hora de entregarse Él mismo, toda esta exhibición de fuerza era innecesaria. Cuando un carnicero se va al rebaño a tomar un cordero para el matadero ¿acaso reúne un ejército para venir bien armado? Evidentemente no. Con todo, para arrestar al Cordero de Dios se hace tal despliegue de fuerzas.
2. Con qué autorización venían de esta guisa: De parte de los principales sacerdotes y de los ancianos del pueblo. Como con persona no grata al Sanedrín, era esta corporación la que tomaba cartas en el asunto. Pilato, el gobernador, no lo había autorizado. Precisamente las personas que profesaban la religión y presidían sobre los asuntos espirituales, fueron las más activas en esta prosecución y los más acerbos enemigos que Cristo tenía. Bien lo descubrió Pilato cuando dijo: Tu nación, y los principales sacerdotes, te han entregado a mí (Jn. 18:35).
III. La manera como lo hicieron, y lo que pasó entonces.
1. Cómo lo traicionó Judas; cumplió con su cometido con toda eficiencia, y su resolución en tamaña perversidad debería servirnos de vergüenza a nosotros que tantas veces fracasamos en hacer el bien con la misma efectividad.
(A) Las instrucciones que dio a los soldados: Les había dado una contraseña (v. 48), no fuera que, en lugar de apresar a Jesús, arrestasen a uno de Sus discípulos: Ese es. Y, que cuando le tuviesen en sus manos, no le soltasen: Prendedle; porque, a veces, se había escapado de quienes pensaban tenerlo en sus manos (v. Lc. 4:30). Más aún, Judas, con un beso, no sólo intentaba identificarle, sino también entretenerle para que los que venían con él pudieran prenderle con toda seguridad.
(B) El paradójico cumplido que hizo Judas a su Maestro: Se acercó a Él; de seguro que al llegar a mirarle el rostro de cerca o habrá de quedar despavorido ante Su majestad, o encantado con Su belleza, pero ¿se atreverá a traicionarle en Su presencia y ante Sus ojos tan cercanos? Pedro negó a Cristo, pero cuando el Señor se volvió y le miró, se enterneció al instante; pero Judas se llega hasta el propio rostro del Maestro, y le traiciona, diciendo: ¡Salve Maestro! Y le besó ostentosamente (v. 49). El beso es señal de amistad y deferencia. Pero Judas, al quebrantar todas las normas del amor y del deber, profanó esta señal para que sirviese a sus malvados propósitos.
(C) La forma en que respondió el Señor (v. 50). Le llamó amigo; literalmente, compañero, que significa el que come pan con otro. Con esto nos enseña a sobrellevar la amargura bajo las mayores provocaciones. Y lo llama amigo misteriosamente, ya que, en esto, favorecía el plan de Dios de salvarnos mediante la Cruz, mientras que a Pedro le llamó Satanás, porque le aconsejaba que se apartase de la Cruz (16:23). Dice Jesús a Judas: «¿A qué vienes? ¿Vienes en son de paz, Judas? Explícate; si vienes como enemigo, ¿qué significa este beso?; si como amigo, ¿a qué vienen esas espadas y esos palos? ¿Todavía no te queda una pizca de vergüenza para desaparecer de mi vista, como podrías haberlo hecho, aunque hubieses notificado a tus acompañantes el lugar donde yo estaba?» O, según el original, ¡Haz aquello a lo que has venido! (comp. con Jn. 13:27).
2. Cómo los guardias y soldados echaron mano de Él: Entonces se acercaron y echaron mano a Jesús, y le prendieron; le hicieron prisionero. Podemos imaginar la rudeza y crueldad de las manos que aquella bárbara multitud echaron a Jesús; y es probable que lo hicieran con mayor violencia, por cuanto se habían visto frustrados antes cuando intentaron en otra ocasión echarle mano. Pero no habrían podido echarle mano, si Él mismo no se hubiera rendido, puesto que había sido entregado por el determinado designio y previo conocimiento de Dios (Hch. 2:23).
Nuestro Señor Jesús fue hecho prisionero, porque quería en todas las cosas ser tratado como un malhechor, castigado por nuestros crímenes. Fue preso para ponernos en libertad; por eso dijo: Si me buscáis a mí, dejad ir a éstos (Jn. 18:8). Y únicamente son libres los que Él hace libres (Jn. 8:36).
3. Cómo Pedro luchó por Cristo y hubo de ser frenado en su empeño. Aquí leemos que fue uno de los que estaban con Jesús pero en Juan 18:10 se puntualiza que fue Pedro quien se señaló en esta ocasión.
(A) La precipitación de Pedro: Sacó su espada (v. 51). Entre todos ellos, tenían sólo dos espadas (Lc. 22:38), y parece ser que una de ellas estaba en poder de Pedro, y a él le pareció que éste era el momento de esgrimirla. Pero todo lo que consiguió fue cortarle una oreja al siervo del sumo sacerdote. Es probable que intentase clavársela en la cabeza, pero falló el golpe. Pedro había hablado mucho de lo que estaba dispuesto a hacer por su Maestro, aunque tuviera que morir por Él (v. 35); y ahora quería hacer buena su palabra al arriesgar su vida para rescatar a su Maestro. Tenía gran celo por Jesús, por Su honor y seguridad; pero no era según el perfecto conocimiento (comp. con Ro. 10:2). No obraba guiado por la discreción ni tenía autorización para obrar así. Antes de sacar la espada, es preciso, no sólo que la causa sea buena, sino que el llamamiento sea claro. Por su indiscreción, se expuso a sí mismo y expuso a sus compañeros al furor de la multitud, porque ¿qué podían hacer con dos espadas contra una banda de hombres armados?
(B) La reprensión que le echó el Señor: Vuelve tu espada a su lugar (v. 52). Manda a Pedro que envaine la espada, pero no le riñe por lo que acaba de hacer, puesto que lo había hecho con buena intención, aunque sí le detiene el brazo. El objetivo de Cristo en este mundo era pacificar; así como había prohibido a Sus discípulos la espada de la justicia (v. 20:25–26), ahora les prohíbe la espada de la guerra. Tres razones le da Cristo a Pedro de esta reprimenda:
(a) Sacar la espada constituía un peligro para Pedro y para sus compañeros: Todos los que empuñen espada, a espada perecerán; los que usan la violencia se hacen objeto de violencia; y los hombres apresuran y aumentan sus peligros al usar métodos sangrientos de autodefensa. Grocio da otra razón, e interpreta las palabras de Cristo como una velada alusión, no a Pedro, sino a los guardias y soldados que venían con espadas contra Cristo, de que habrían de perecer a espada, pues no pasó mucho tiempo hasta que las espadas romanas vinieron a destruir el lugar y la nación ya que ellos habían usado la espada romana para arrestar a Cristo.
(b) No había ninguna necesidad de que sacara la espada en defensa de su Maestro, porque si éste lo hubiese tenido a bien podía haber rogado al Padre para que pusiera a Su disposición más de doce legiones de ángeles (v. 53). No necesitaba Jesús las manos de Pedro para defenderse, si eso hubiese entrado en los planes de Dios. Jesús no necesita de nuestros servicios para cumplir Sus propósitos. No se rinde por falta de fuerzas, sino porque esa es la voluntad del Padre. Aunque fue crucificado en debilidad fue una debilidad voluntariamente asumida. Se sometió a la muerte, no por falta de poder, sino por exceso de amor. Aquí nos enseña Jesús:
Primero, el gran interés que tenía en Su Padre: Puedo ahora rogar a mi Padre, y Él pondrá a mi disposición más de doce legiones de ángeles. Gran consuelo es para el pueblo de Dios, cuando están rodeados de enemigos por todas partes, saber que tienen vía de acceso hacia arriba; cuando no pueden hacer nada, pueden invocar a Quien lo puede todo. Y los que dedican largo tiempo a la oración, son los que mayor apoyo encuentran en la oración cuando vienen horas de tribulación. Cristo dio a entender que no sólo podía Dios librarle, sino que si insistía en rogarle, le había de librar. Podía haberse evitado el sacrificio (Jn. 10:17, 18), pero no quiso; así que fueron sólo las cuerdas del amor las que le ataron al altar.
Segundo, el gran interés que tenía en el ejército de los cielos: Pondría a mi disposición más de doce legiones de ángeles. (i) Hay una compañía innumerable de ángeles (He. 12:22). (ii) Esta compañía innumerable de ángeles están a disposición de nuestro Padre Celestial, prestos a obedecer la voz de su precepto (Sal. 103:20–21). (iii) Estas huestes angélicas estaban prestas a acudir en ayuda de nuestro Señor Jesús, si Él lo hubiera necesitado o deseado. Dios se los habría concedido. Así que no hay que orar a los ángeles, sino al Señor de los ángeles. Se los habría concedido al instante: ahora. Véase cuán presto estaba el Padre para escuchar la oración de Jesús.
(c) No era tiempo de defenderse, sino de ofrecerse: ¿Cómo se cumplirían entonces las Escrituras de que es menester que suceda así? (v. 54). Estaba escrito que Jesús había de ser llevado como un cordero al matadero (Is. 53:7). En todos los casos difíciles, la Palabra de Dios debe prevalecer sobre nuestros proyectos, y nada debe hacerse ni intentarse contra el cumplimiento de las Escrituras. Debemos decir:
«Que se realice la Palabra de Dios y Su voluntad, que sea engrandecida y honrada Su ley, sea lo que sea de nosotros». Así reprimió Jesús a Pedro cuando éste salió como jefe y capitán de Su guardia de seguridad.
4. A continuación, se nos refiere cómo parlamentó Cristo con los que habían venido a prenderle (v. 55). Aunque no les ofreció resistencia, sí que razonó con ellos. Cuando sufrimos injustamente, es compatible con la paciencia cristiana razonar mansamente con nuestros enemigos y perseguidores:
¿Como contra un ladrón habéis salido, (A) con furor y enemistad, como si Yo fuese un enemigo de la seguridad pública y mereciese sufrir esto? Si fuese una plaga para la nación, no habríais salido con mayor furor y violencia. (B) ¿Habéis salido con tal despliegue de poder y fuerza como contra un capitán de bandidos que hace frente a la ley, qué desafía a la justicia pública y añade a su pecado el crimen de rebelión?
Después les hace ver la forma en que se había comportado hasta entonces con ellos, y la forma en que ellos se habían comportado con Él: Cada día me sentaba ante vosotros enseñando en el templo, y no me prendisteis (v. 55). ¿Cómo, pues, este cambio? No tenían absolutamente ninguna razón para tratarle como lo hacían. Nunca les había dado ocasión de que le considerasen ladrón, pues había estado enseñando en el templo. Tales palabras, tan mansamente salidas de Su boca, no eran las palabras de un ladrón ni de alguien que tuviese un demonio. Tampoco les había dado ocasión de mirarle como a quien se esconde huyendo de la justicia, para que ahora viniesen a prenderle de noche. Cada día podían haberle hallado en el templo y hacer con Él como les pluguiese, ya que la guarda del templo estaba a cargo de los principales sacerdotes. Tramar su arresto en la clandestinidad y en el lugar de su retiro, era una vileza y una cobardía. Así es como el mayor de los héroes puede ser villanamente asesinado en un rincón por alguien que en pleno día y a campo abierto no se atreve a mirarle a los ojos.
Pero todo esto ha sucedido para que se cumplan las Escrituras de los profetas (v. 56). No son palabras del historiador sagrado, sino del propio Jesús, como se ve por Marcos 14:49. Aunque los actores humanos no se daban cuenta, estaban llevando a cabo el plan de Dios.
5. Enseguida vemos cómo, en medio de este apuro, fue abandonado cobardemente por Sus discípulos:
Entonces todos los discípulos le abandonaron y huyeron (v. 56).
(A) Este fue un gran pecado de parte de quienes lo habían dejado todo por seguirle y ahora le abandonaban a Él sin saber por qué. ¡Qué ingratitud y qué infidelidad! pues habían prometido solemnemente que le seguirían y nunca le abandonarían.
(B) Esto añadió más tormento a sus sufrimientos, mayor aflicción a su arresto al verse así abandonado. Debían quedarse con Él para ministrarle y, si fuera preciso, ser testigos en el juicio que se le iba a seguir. Cristo, al salir fiador nuestro en Su sacrificio de expiación por nuestros pecados, quedó completamente abandonado. El venado que, por el arma del cazador, es señalado para ser abatido, inmediatamente es abandonado por el resto del rebaño. De la misma manera, Cristo, el Salvador y Pastor de nuestras almas, quedó solo para sufrirlo todo y hacerlo todo sin ayuda de nadie.
Versículos 57–68
Encausamiento de nuestro Señor Jesús ante el tribunal religioso, delante del gran Sanedrín.
Obsérvense:
I. Los componentes del tribunal: Estaban reunidos los escribas y los ancianos (v. 57). Reunión ilegal, puesto que era a medianoche. Pero tal era su odio contra Cristo, que, por satisfacerlo, prefirieron estar sentados toda la noche para estar prestos a caer sobre su presa. Allí estaban los escribas: los principales maestros de la Ley, y los ancianos: los principales gobernantes del pueblo; éstos eran los mayores enemigos de Cristo, nuestro gran Maestro y Señor. Estaban en el palacio del sumo sacerdote, Caifás. Ya se habían reunido allí dos días antes (v. 3), para tramar el arresto, y ahora se reunían de nuevo para llevar a cabo sus propósitos de acabar con Él. La casa que debía ser el santuario donde se defendiera la inocencia oprimida, se convertía así en el trono donde se perpetrara la iniquidad opresora; no nos ha de extrañar, si la casa de Dios, que era casa de oración, se había convertido en cueva de ladrones.
II. La forma en que llevaron a Jesús ante el tribunal: Los que prendieron a Jesús, le llevaron, con prisa, sin duda, y con violencia. Fue llevado a Jerusalén por la que se llama la puerta de las ovejas pues ésta era la vía de acceso a la ciudad desde el monte de los Olivos; se la llamaba así porque las ovejas destinadas al sacrificio eran introducidas en el templo por esa puerta. Por aquí se ve cuán apropiado era que Cristo fuera introducido en la ciudad por allí.
III. Luego se nos refiere la cobardía y debilidad de Pedro (v. 58).
1. Pedro seguía al Señor, pero de lejos. Había en su corazón algunas chispas de amor y afecto hacia su Maestro, y por eso le seguía; pero prevalecía el miedo y la preocupación por su propio bienestar, y por eso le seguía de lejos. Muestra mala condición, y presagia malos resultados, el que quienes profesan ser discípulos de Cristo, no gusten de ser conocidos como tales. Seguir a Cristo de lejos comporta el retirarse poco a poco de Él. Hay gran peligro de volverse atrás, cuando le hay incluso en mirar atrás.
2. Le seguía, pero, entrando, se sentó con los guardias. Entró allá donde había un buen fuego y se sentó con los guardias, no para silenciar los reproches de ellos, sino para resguardarse él a sí mismo. Fue presunción de parte de Pedro el meterse así en la tentación; quien obra de este modo, se priva a sí mismo de la protección de Dios.
3. Le seguía, pero sólo para ver el final, llevado de su curiosidad, más bien que de su conciencia; estaba presente como espectador, no como discípulo. Es probable que Pedro entrase por ver si Cristo escapaba milagrosamente de las manos de sus enemigos, ya que antes había derribado en tierra a los que venían a arrestarle. Si así fue, Pedro cometió una gran necedad al esperar ver otro resultado que el que el Señor Jesucristo había anunciado, a saber, que tenía que ser llevado a la muerte. Debemos preocuparnos más de prepararnos para el final, sea éste cual sea que de inquirir por curiosidad cuál será el final. A nosotros nos compete cumplir con nuestro deber; de los resultados se encarga Dios.
IV. Jesús ante el tribunal religioso.
1. Buscaron testigos contra Él. Los crímenes de que le acusaban eran falsa doctrina y blasfemia, e hicieron el máximo esfuerzo para que quedase convicto de ellos.
(A) Buscaban pruebas: buscaban un falso testimonio contra Jesús (v. 59). Después de arrestarle, atarle, maltratarle, todavía buscan testigos para encausarle, y no hallan pruebas para su procesamiento. Anuncian públicamente que, si alguien puede presentar información contra el preso ante el tribunal, estaban dispuestos a recibirla; y en seguida se presentaron muchos testigos falsos (v. 60).
(B) Su poco éxito en tal investigación. Por mucho que lo intentaban, no conseguían obtener nada en limpio entre tantos falsos testimonios, hasta que, por fin, llegaron dos testigos, también falsos, pero que, al parecer, se habían puesto de acuerdo para presentar evidencia contra Él.
El testimonio que presentaron contra Él es que había dicho:
Puedo derribar el templo de Dios, y reedificarlo en tres días (v. 61). Con esto querían acusarle:
(a) De ser enemigo del templo, pues procuraba destruirlo.
(b) De emplear artes mágicas, u otro recurso cualquiera de la misma especie, para poder reedificar el templo en tres días. Pero es de notar:
Primero, que sus palabras eran tergiversadas, puesto que Él había dicho: Destruid este templo (Jn. 2:19), y ellos juran que había dicho: puedo destruir este templo, como si tuviese intención de hacerlo. Él había dicho: y en tres días lo levantaré frase muy apropiada para referirse a un templo viviente (= lo resucitaré). Pero ellos le citan como que ha dicho: en tres días lo reedificaré, lo cual cuadra mejor a un templo material.
Segundo, que sus palabras habían sido mal interpretadas, pues Juan (2:21) añade que «se refería al templo de Su cuerpo», pero ellos juraron que había dicho el templo de Dios, lo que significaba el Lugar Santo. Siempre ha habido, y todavía las hay, tales distorsiones de los dichos de Cristo para su propia destrucción (2 P. 3:16). Él fue acusado para que nosotros no fuésemos condenados. Y, si alguien, en alguna ocasión, no sólo dice, sino que jura algo falso contra nosotros, recordemos que no podemos esperar mejores cosas que nuestro Maestro.
(C) Cristo calla bajo tales acusaciones, con gran sorpresa del tribunal (v. 62). El sumo sacerdote, juez del tribunal, se levanta acalorado y le dice: «¿No respondes nada? Ya ves cómo te acusan, ¿qué tienes que decir a tu favor?» Mas Jesús callaba (v. 63), no porque no tuviese nada que decir, o no saber cómo decirlo, sino para que se cumpliese la Escritura: Como un cordero que es llevado al matadero y delante del carnicero, tampoco Él abrió su boca (Is. 53:7). Callaba, porque había llegado su hora; no quiso negar el cargo que se le hacía, porque estaba dispuesto a someterse a la sentencia. Calló ante el tribunal humano, para que nosotros podamos decir algo ante el tribunal divino.
2. Entonces le conjuraron a contestar, y procuraban, contra la ley de toda equidad, a que se acusase a sí mismo. Nos es referido el interrogatorio que le hizo el sumo sacerdote. Le preguntó: ¿Eres tú el Cristo, el Hijo de Dios? Es decir, ¿pretendes ser el Hijo de Dios? Pues de ningún modo estaban dispuestos a considerar si era verdad, dijese Él lo que dijese. Sólo querían oírlo de Sus labios para poder así acusarle de falsario y blasfemo. ¡Hasta qué punto pueden el orgullo y la perversidad conducir a los hombres! La pregunta se hace en el tono más solemne: Te conjuro por el Dios viviente que nos digas. No que Caifás tuviese ningún respeto por el nombre de Dios pues lo estaba tomando en vano; sólo deseaba ganar el pleito contra el Señor Jesús; si Jesús rehusaba ahora responder a estas palabras, le habían de acusar de despreciar el nombre bendito de Dios.
Veamos la contestación de Cristo a esta pregunta, (v. 64). En ella:
(A) Confiesa ser el Cristo, el Hijo de Dios: Tú lo has dicho. Es decir: Así es, como acabas de decir, pues en Marcos leemos: Yo soy.
(B) Y añade: Además os digo que, a partir de ahora, veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder, y viniendo sobre las nubes del Cielo. Como si dijese: «Aunque ahora me veáis así, tan bajo y sumiso, llega el día, sin embargo, en que me veréis aparecer de modo muy diferente». La ya próxima destrucción de la nación judía sería un tipo y anticipo de Su futura Venida. Les dice:
Primero, a quién verán: al Hijo del Hombre. Al haber confesado ser el Hijo de Dios, aun en Su estado de humillación, habla de sí como el Hijo del Hombre, aun en Su estado de exaltación, ya que en una sola persona tenía estas dos naturalezas distintas: la divina y la humana. Es Emanuel: Dios con nosotros.
Segundo, en qué postura le verán: Sentado a la diestra del Poder. Aunque ahora le veían como un reo ante el tribunal, después le verían sentado en el trono. Viniendo en las nubes del cielo. Ya les había hablado de este día a los discípulos, no hacía mucho, para consuelo de ellos, y les había exhortado a que levantasen sus cabezas de gozo ante tal perspectiva (Lc. 21:27–28). Ahora lo declara a Sus enemigos, no para gozo, sino para terror.
V. La convicción contra Él, tras este interrogatorio: El sumo sacerdote se rasgó las vestiduras (v. 65), según la costumbre de los judíos cuando oían o veían algo, de palabra u obra, que ellos consideraban como un insulto contra Dios.
1. El crimen del que fue hallado reo: ¡Ha blasfemado! Al ser hecho pecado por nosotros (2 Co. 5:21), Cristo fue condenado por blasfemo por la verdad que acababa de pronunciar.
2. La evidencia por la que fue hallado reo: Ahora mismo habéis oído su blasfemia. «¿Para qué nos vamos a tomar la molestia de buscar más testigos?» Así, pues, de Su propia boca fue juzgado ante el tribunal porque de nuestra boca seremos juzgados ante el tribunal de Dios (Mt. 12:37). No es menester que haya testigos contra nosotros, nuestra propia conciencia nos acusará con más justicia y propiedad que millares de testigos.
VI. La sentencia que pronunciaron contra Él a base de tal convicción (v. 66). Veamos cómo:
1. Caifás apela a la audiencia: ¿Qué os parece? Después que ya había prejuzgado la causa y le había declarado reo de blasfemia, entonces, al aparentar que deseaba recibir consejo, pide el parecer de sus compañeros. Sabía que, con la autoridad que le confería el puesto que ocupaba, podía persuadir a los demás y, por eso, expresa su juicio, y da por sentado que los demás han de ser de la misma opinión.
2. Los demás asienten con él: ¡Es reo de muerte! Quizá no todos estuvieron de acuerdo; al menos, es cierto que José de Arimatea, si estuvo presente, no estuvo de acuerdo (Lc. 23:51). Lo mismo podemos decir de Nicodemo y, quizá, de otros también; sin embargo, la mayoría llevaron adelante su plan. Aunque carecía de potestad para condenar a muerte, un juicio como el que habían emitido era suficiente, ya fuese para exponerlo a la furia tumultuosa del pueblo, como ocurrió con Esteban, o a la denuncia ante el gobernador, como ocurrió con Jesús.
VII. Los abusos e indignidades que cometieron contra Él, una vez que fue pronunciada la sentencia (vv. 67–68); como no tenían poder para condenarle a muerte, y no estaban todavía seguros de si podrían prevalecer sobre el gobernador para que consintiese en su ejecución, le hacen objeto de todo género de ultrajes, ahora que le tienen en sus manos. Le tratan, no sólo como a quien es reo de muerte, sino como si la sentencia de muerte fuese todavía poco para Él. Véase cómo abusaron de Él:
1. Le escupieron al rostro. Esta es una expresión del mayor desprecio y de la mayor indignación posibles, considerándole más despreciable que el suelo mismo que pisaban. Con todo, Cristo se sometió a esto. La vergüenza más ignominiosa fue lanzada a Su rostro, para que el nuestro no se llene de perpetua vergüenza.
2. Le dieron de puñetazos, y otros le abofetearon. Al ultraje añadieron tormento físico, porque ambos son secuela del pecado, y Él había venido a hacer expiación por el pecado.
3. Le incitaban a que adivinase quién le golpeaba, después de ven darle los ojos: Profetízanos, Cristo, ¿Quién es el que te golpeó? Hicieron burla y juego con Él, como los filisteos con Sansón. Grave cosa es burlarse de quienes se hallan en condición miserable pero mucho peor es jugar burlescamente con ellos en medio de su miseria. Habían oído que era un profeta, y pretendían averiguarlo con este juego indigno; como si la divina omnisciencia tuviese que rebajarse a un juego de niños.
Versículos 69–75
Ahora tenemos el relato de las negaciones de Pedro, lo cual constituyó una parte de los sufrimientos de Cristo. Observemos cómo cayó, y cómo se levantó en su arrepentimiento.
I. Su pecado. La ocasión próxima del pecado de Pedro: Se sentó fuera en el palacio, entre los sirvientes del sumo sacerdote. Las malas compañías son para muchos ocasión de pecado, y quienes se lanzan innecesariamente al peligro, pisan terreno del diablo; a duras penas pueden salir de tal compañía indemnes de pecado o de pesar, o de ambas cosas a la vez. Sobrevino la tentación cuando fue reconocido como un seguidor de Jesús de Galilea. Primero, una criada; después, otra; finalmente, el resto de los sirvientes le acusaron de ello: Tú también estabas con Jesús el galileo (v. 69). Y de nuevo: También éste estaba con Jesús el nazareno (v. 71). Y otra vez: De seguro que tú también eres uno de ellos porque hasta tu manera de hablar te descubre (v. 73). ¡Felices aquellos a quienes, en medio de todo, su acento galileo les descubre como seguidores del nazareno! Obsérvese con qué desprecio hablan de Cristo: Jesús el galileo, el nazareno, desdeñándole juntamente con el territorio del que procedía. Véase también con qué desdén hablan de Pedro, éste fulano; como si considerasen indigno de ellos el tener a tal hombre acompañándoles. Es de considerar también el pecado mismo: Al verse acusado de ser uno de los discípulos de Cristo, lo negó, avergonzado y temeroso de serlo. En la primera mención que se le hizo, respondió: No sé lo que dices (v. 70). ¡Mala salida era pretender que no había entendido la acusación! Ya es grave falta hacer como que no entendemos o no pensamos ni recordamos lo que se nos dice o lo que percibimos; esta es una manera de mentir a la que estamos más inclinados que a ninguna otra, porque en esto es difícil demostrarle a una persona que está equivocada. Pero todavía es más grave el avergonzarse de Cristo y disimular que le conocemos, pues esto es, en realidad negarle. Al segundo ataque, Pedro contestó lisa y llanamente: No conozco a ese hombre (v. 72). ¿Cómo es eso, Pedro? ¿Es posible que dirijas tu mirada a ese preso que está ante el tribunal, y digas que no lo conoces? ¿Has olvidado ya el afecto y todas las delicadezas que has tenido con Él, y la íntima comunión de que has disfrutado en su compañía? ¿Puedes mirarle a la cara, y te atreves a decir que no le conoces? Al tercer asalto, comenzó a maldecir y a jurar: No conozco a ese hombre (v. 74). Esto fue lo peor de todo y demuestra cuán inclinada es la pendiente del pecado. Parece como si el antiguo pescador no hubiese olvidado su terrible léxico de lobo de mar. Maldijo y juró: 1. Para respaldar sus negaciones y ganar crédito ante aquella gente, a sabiendas de que estaba mintiendo.
Siempre hay motivo para dudar de la verdad que, para ser creída, necesita ir acompañada de juramentos e imprecaciones. Sólo las expresiones diabólicas necesitan pruebas también diabólicas. 2. Quiso dar evidencia de que no era discípulo de Cristo, y empleó un len guaje que no era propio de un discípulo de Jesús.
Esto está escrito como un aviso para nosotros, a fin de que no pequemos a imitación de Pedro; para que nunca, nunca, ni directa ni indirectamente, neguemos a nuestro Señor y Salvador, sintiéndonos avergonzados de Él y de Sus palabras. Este pecado tenía como agravante el que quien lo cometió era un apóstol; más aún uno de los tres primeros y más distinguidos por Cristo. Cuanto más alta es la profesión que hacemos de nuestra religión, tanto más grave es nuestro pecado en todo lo que hacemos e indigno de nuestra profesión. ¡Y cómo le había amonestado su Maestro acerca de este peligro! Tan solemnemente había prometido al Maestro, la noche anterior, que le había de seguir a pesar de todos los pesares:
«Aunque tenga que morir contigo, no te negaré», y ¡cuán pronto había caído en este pecado después de la Cena del Señor! Después de recibir tan inestimable prueba del amor redentor, en aquella misma noche, y ahora, antes de amanecer, ¡volverle la espalda al Señor tan rápidamente! La tentación había sido relativamente débil; no había sido el juez, ni un oficial de la corte, quien le había denunciado como discípulo de Jesús, sino un par de necias criadas; con todo, una y otra vez negó a su Señor; incluso después de haber cantado el gallo, continuó en la tentación, y por segunda y tercera vez reincidió en el pecado.
De esta forma se fue agravando el pecado; pero, por otra parte, había la atenuante de que todo esto lo dijo en su apresuramiento por salir del paso; cayó en el pecado, al ser tomado por sorpresa por la tentación; no como Judas, que tramó de intento la traición. Es cierto que la negación salió de su boca, pero no podemos decir que estuviese asentada en su corazón.
II. El arrepentimiento que Pedro tuvo de su pecado (v. 75).
1. Qué fue lo que condujo a Pedro al arrepentimiento.
(A) Cantó el gallo (v. 74). La palabra de Cristo tiene poder para poner una determinada significación sobre cualquier señal que tenga a bien escoger. El canto del gallo pudo hacer en Pedro las veces de un Juan el Bautista, la voz de uno que llama a arrepentirse. La conciencia debería ser para nosotros como el canto del gallo, para hacernos recordar algo que habíamos olvidado. Cuando dentro del corazón late un principio vivo de gracia, aunque de momento se vea sobrepujado por la tentación, una pequeña insinuación puede servir, cuando Dios la introduce, para apartarnos de una senda desviada. Aquí, el simple canto de un gallo fue una oportunidad feliz para que un alma se recobrara. Cristo viene, a veces en Su misericordia al canto del gallo.
(B) Se acordó de la palabra de Jesús; esto le hizo volver en sí y reconocer su ingratitud hacia Jesús. Nada debería apesadumbrarnos tanto como el haber pecado contra la gracia del Señor y las señales que nos ha dado de Su amor.
(C) Lucas, que asegura haber recibido información de primera mano, nos refiere (22:61) que el Señor se volvió, y miró a Pedro. Esta mirada del Maestro, llena de amargura pero también de ternura, debió de causar un tremendo impacto en el corazón de Pedro, ya rendido por el canto del gallo.
2. Cómo expresó Pedro su arrepentimiento: Saliendo fuera, lloró amargamente.
(A) Su arrepentimiento fue secreto; salió fuera del atrio del sumo sacerdote, muy apenado de haber entrado allí. Ya había salido antes al portal (v. 71); y si entonces se hubiese marchado de una vez, habría evitado su segunda y su tercera negación. Ahora sí que se marchó para no volver a entrar.
(B) Su arrepentimiento fue serio: lloró amargamente. El dolor por el pecado no debe ser ligero, sino grande y profundo. Quienes se han deleitado en la dulzura del pecado tienen que llorarlo con amargura, porque, tarde o temprano, el pecado se ha de tornar en amargura. Este dolor profundo es un requisito para poner de manifiesto que se ha efectuado un genuino cambio de mentalidad. Pedro, que tan amargamente lloró por haber negado a Cristo, nunca volvió a negarle, sino que le confesó abiertamente, una y otra vez, y en la boca misma del peligro. El verdadero arrepentimiento del pecado tiene su mejor evidencia en un cambio radical de conducta, como respuesta obediente a las gracias que el Señor nos concede para el cumplimiento de nuestro deber. Una antigua tradición nos refiere que, durante toda su vida, siempre que oía el canto del gallo, Pedro derramaba copiosas lágrimas, hasta formarle surcos en las mejillas. El recuerdo mismo de nuestros pecados debería avivar nuestro arrepentimiento pero no para obstaculizar, sino para incrementar, nuestro gozo en el Señor y en su gracia misericordiosa.
En este capítulo se nos refiere lo concerniente a los sufrimientos y a la muerte del Señor. Es un relato conmovedor, pero al tener en cuenta los designios divinos en los sufrimientos de Cristo y el fruto que había de dimanar de ellos, es evangelio, es decir, buenas noticias, y en ninguna cosa hallamos tanta razón para gloriarnos como en la Cruz de Cristo.
Versículos 1–10
Hemos dejado a Cristo en manos de los principales sacerdotes y de los ancianos, condenado a muerte, pero sólo podían enseñar los dientes, por cuanto los romanos habían arrebatado a los judíos el poder de ejecutar la pena capital. Al no poder ejecutar ellos la sentencia tuvieron de madrugada otra sesión para considerar lo que debía hacerse.
I. Cristo es llevado ante Pilato para que éste ejecute la sentencia que ellos habían pronunciado contra Jesús. Los escritores romanos de aquel tiempo describen a Pilato como hombre de carácter áspero y altivo, los judíos sentían profunda antipatía hacia él y estaban cansados de su gobierno, pero, con todo, lo usaron como instrumento para llevar a cabo sus perversos fines contra Cristo.
1. Ataron a Jesús. Tras declararle culpable, le ataron las manos por detrás, como acostumbraban hacer con los criminales convictos. Pero Él estaba atado con las cadenas de Su inmenso amor a la humanidad, y se sometía voluntariamente a la muerte; de lo contrario, bien habría podido romper sus ataduras, como hizo Sansón con las suyas.
2. Se lo llevaron como en triunfo, como se lleva un cordero al matadero. Había algo más de un kilómetro de la casa de Caifás a la de Pilato. Le condujeron así por las calles de Jerusalén, comenzado el amanecer, para hacer de Jesús un espectáculo.
3. Lo entregaron a Poncio Pilato, de acuerdo con lo que el mismo Señor había dicho repetidamente: que habrían de entregarle a los gentiles. Cristo había de ser el Salvador, tanto de los judíos como de los gentiles, y por eso fue llevado al tribunal judío lo mismo que al gentil, a fin de que ambos interviniesen en Su muerte.
II. El dinero que, por traicionar a Jesús, habían dado a Judas, les es devuelto por éste; y Judas, llevado de la desesperación, se ahorcó. Los principales sacerdotes y los ancianos, al encausar a Jesús, se habían amparado en el pretexto de que uno de Sus propios discípulos le había entregado. Pero ahora, en medio de la prosecución, esta cuerda les fallaba, pues el mismo Judas les era testigo a favor de la inocencia de Cristo, lo cual sirvió: 1. Para gloria de Jesús, en medio de Sus padecimientos, y como anticipo de Su victoria sobre Satanás, quien había entrado en Judas. 2. Como advertencia para Sus seguidores, quienes quedaban ahora sin ninguna excusa.
(A) Véase cuál fue el arrepentimiento de Judas: no como el de Pedro, quien se arrepintió, creyó en el amor de Cristo, y fue perdonado; no, él sintió remordimiento, desesperó, y marchó a la ruina.
(a) Qué le indujo a sentir remordimiento: Viendo que Jesús había sido condenado (v. 3). Es probable que Judas pensase que Jesús se escaparía de las manos de Sus perseguidores, con lo que Cristo quedaría con el honor, los judíos con la vergüenza, y él con el dinero, y así nadie sufriría ningún daño. Pero no tenía ningún motivo para pensar así, puesto que repetidas veces habría oído a Jesús referirse a que debía ser crucificado. Quienes regulan sus acciones por las consecuencias que ellos prevén, y no por la ley de Dios, se encuentran con que las medidas que tomaron han resultado equivocadas. El pecado tiene una pendiente resbaladiza, y si a nosotros mismos se nos hace difícil pararnos a mitad de camino, mucho más difícil resulta parar a otros a quienes hemos puesto en el camino del pecado. Sintió remordimiento. Cuando fue tentado a traicionar a su Maestro las treinta piezas de plata aparecían a sus ojos brillantes y atractivas. Pero cuando, tras serle pagado el precio de la traición, las cosas no rodaron como él pensaba, la plata se volvió escoria. Ahora la conciencia le echaba en cara: «¡Qué he hecho! ¡Qué loco y malvado soy, al haber vendido a mi Maestro por esta bagatela! Yo tengo la culpa de que le hayan atado y condenado, escupido y abofeteado. Poco pensé que esto fuese a resultar así, cuando concerte el trato aquel tan perverso». El recuerdo de la bondad que el Maestro mostró hacia él remachó sus convicciones y le punzaba dolorosamente. Ahora hallaba verdaderas las palabras del Maestro: ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido! (24:29). El pecado cambia pronto de gusto.
(b) Cuáles eran las indicaciones de su remordimiento:
Primera, que hizo restitución: Devolvió las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos (v. 3). Ahora el dinero le quemaba la conciencia, y estaba tan disgustado de él como antes había sentido por él tanto anhelo. Lo mal adquirido no puede producir ningún verdadero bien a quienes así lo adquirieron. Si se hubiese arrepentido antes, y hubiese devuelto el dinero a tiempo sin llegar a llevar a cabo su traición, lo habría podido hacer con algún consuelo; pero ahora era demasiado tarde, y no podía hacerlo sin horrorizarse.
Segunda, que hizo confesión: He pecado, entregando sangre inocente (v. 4) Para honor de Cristo proclama inocente Su sangre ante el rostro mismo de quienes le habían proclamado reo. Para vergüenza propia, confiesa que ha pecado, al entregar la sangre de Jesús. No le echa la culpa a ningún otro, sino que se la echa entera a sí mismo. Parecería que iba por el camino del buen arrepentimiento, pero su tristeza no era para salvación (v. 2 Co. 7:10). Confesó, pero no ante Dios, sino ante los hombres. No dijo como el hijo pródigo: Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti (Lc. 15:21).
Tercera, que hizo expiación, pues él mismo ejecutó su sentencia de muerte, como veremos luego; se tomó la justicia por su mano, en vez de acudir por fe al tribunal de Dios, que confiere justicia al pecador arrepentido, en virtud de la expiación de Cristo (2 Co. 5:21).
(B) Veamos ahora qué respondieron los principales sacerdotes y los ancianos a la confesión penitencial de Judas; le dijeron: A nosotros, ¿qué? ¡Allá tú! ¿No les importaba a ellos nada el estar sedientos de esa sangre, y alquilar a Judas para esa traición, y haber pronunciado sentencia para que aquella sangre fuese derramada injustamente?
(a) Con qué desprecio hablan de la traición hecha a Jesús: ¿Qué nos va a nosotros en eso? Como si todo el asunto fuera ajeno a su competencia.
(b) Con qué despreocupación hablan del pecado de Judas. Él había dicho. He pecado. Y ellos responden: ¡Allá tú! Cosa grave es pensar que los pecados ajenos no nos afectan, especialmente cuando, de algún modo, somos cómplices de ellos o nos afectan de alguna manera. El pecado de Judas había sido muy grave, pero no por eso el pecado de ellos dejaba de ser grave. Parecen decirle: «Si es inocente, allá tú con tu opinión; nosotros le hemos hallado culpable, y como a tal le vamos a encausar». Las prácticas malvadas se apoyan en principios malvados, y especialmente en éste: que el pecado es pecado sólo para los que lo tienen por pecado; que no hay mal alguno en perseguir a un hombre bueno, si nosotros lo tenemos por malo.
(c) Con qué despreocupación hablan de la convicción del terror y del remordimiento de Judas. Estaban contentos de haberle usado en el pecado, y se sentían satisfechos de él. Pero ahora le volvían la espalda sin darle ningún consuelo, sino dejándole abandonado a sus propios terrores. Quienes están endurecidos en el pecado, se burlan de quienes sienten algún remordimiento. Después de metido en la trampa, Judas se ve, no sólo desamparado, sino también burlado. Los malvados miran con desprecio, y hasta con odio, a quienes desertan de la maldad. Es cosa corriente que quienes aman la traición, odien al traidor.
(C) Vemos enseguida la profunda desesperación que sintió Judas (v. 5). Su caso nos recuerda el de otro traidor: Ahitófel (2 S. 17:23).
(a) Arrojó las piezas de plata en el templo. Los principales sacerdotes no querían tomar el dinero, por temor de echar sobre sí mismos la culpa de la traición. Judas no quería retener el dinero porque le quemaba las manos; así que lo echó en el templo para que de este modo, quisieran o no, fuese a parar a las manos de los principales sacerdotes.
(b) Se retiró, y fue y se ahorcó. Primero se fue a un lugar solitario. ¡Ay del que en su desesperación, se marcha solo! Si Judas hubiese acudido a Jesús, o a uno de los discípulos, quizás habría hallado algún alivio, aun siendo el caso tan grave. Después, como ya hemos apuntado, se ejecutó a sí mismo: se ahorcó. Tuvo cierto sentido del pecado, pero no de la misericordia de Dios en Cristo. Su pecado no era imperdonable por naturaleza, pero él sacó, como Caín, la conclusión de que su iniquidad era demasiado grande para ser soportada (Gn. 4:13). Y muchos intérpretes aseguran que Judas pecó más gravemente al desesperar de la misericordia de Dios, que al entregar la sangre de Jesús. Para evitar la llama, se metió dentro del fuego. ¡Cuántas y cuán serias lecciones nos da este triste final de Judas! Primero, aquí tenemos un ejemplo del desdichado fin de aquellos en quienes Satanás entra, especialmente de quienes tienen el corazón puesto en el dinero. Segundo, aquí tenemos un ejemplo de la ira de Dios. Así como en la historia de Pedro vemos la bondad de Dios y los triunfos de la gracia de Cristo en la conversión de los pecadores, así también en la historia de Judas contemplamos la severidad de Dios. Tercero, aquí tenemos un ejemplo de los crueles efectos de la desesperación, que tan frecuentemente acaba en el suicidio. Pensemos del pecado todo lo mal que podamos, con tal que no lo tengamos por imperdonable: desesperemos de nosotros mismos pero no desesperemos de Dios. Suicidarse para escapar de una situación difícil resulta un remedio peor que la enfermedad.
(D) Qué se hizo con el dinero que Judas devolvió (vv. 6–10). Se usó para comprar con él un campo, llamado el campo del alfarero, y este campo había de servir de lugar de enterramiento para extranjeros. No fue por humanidad por lo que destinaron el campo para sepultura de extranjeros. Tampoco fue por humildad por lo que destinaron un lugar especial para ese fin, sino más bien para asegurar la separación de los extranjeros. Vivos o muertos habían de mantenerlos a distancia, y este principio de separación bajaría con ellos al sepulcro.
La compra del campo se llevó a cabo, sin duda, muy pronto, pues Pedro menciona el caso poco después de la Ascensión del Señor. A primera vista, el relato de Mateo parece contradecir al de Pedro en Hechos 1:18, pues Mateo dice que «se ahorcó», mientras que Pedro dice que «cayendo de cabeza, reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas». Como dice Broadus, puede suponerse que se ahorcó en el campo del alfarero, y supóngase que la soga o la rama del árbol se quebrara; así ambas declaraciones serían, no incompatibles, sino suplementarias. Pero veamos por qué se menciona aquí este campo del alfarero:
Primero, para mostrar la hipocresía de los principales sacerdotes y de los ancianos. Sienten escrúpulos de echar el dinero en el corbán, o tesoro del templo, por ser precio de sangre. Consideraron que el alquilar un traidor equivalía a alquilar una prostituta, y que el precio de un malhechor (por tal tenían a Jesús) equivalía al de un perro, y tales precios no podían ser introducidos en la casa de Dios. Así, una vez más, colaban el mosquito y se tragaban el camello. Con este acto de proveer de sepulcro a los extranjeros piensan que expían el mal que habían llevado a cabo, y aun así no lo hacen con su propio dinero, sino con el ajeno.
Segundo, para simbolizar el favor concedido a los extranjeros mediante la sangre de Cristo, pues también los pecadores gentiles estaban incluidos en la expiación del Calvario. Mediante el precio de Su sangre, se les provee de descanso después de la muerte. El sepulcro es el campo del alfarero, pero el precio de la compra es la sangre de Cristo. Como en todo contrato de compraventa, la propiedad ha pasado de unas manos a otras, de modo que la muerte y el sepulcro son ahora nuestros (1 Co. 3:22), no como castigo, sino como descanso.
Tercero, para perpetuar la infamia de quienes compraron y vendieron la sangre de Cristo. Este campo se llamó Hacéldama en hebreo, es decir, campo de sangre; no lo llamaron así los principales sacerdotes, quienes pensaron que con este lugar de enterramiento, enterraban también el recuerdo de su crimen, sino que fue el pueblo el que lo llamó así.
Cuarto, para que veamos cómo se cumplió la Escritura (vv. 9–10). Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías. La cita se halla más bien en Zacarías 11:12. Varias explicaciones se han dado para salir al paso de esta dificultad: Un pasaje del Talmud respalda la idea de que Jeremías figuraba a la cabeza de los libros proféticos del Antiguo Testamento, aunque generalmente se admite que era Isaías el primero, según aparece en la Biblia Hebrea. Otros dicen que Mateo amalgamó Zacarías 11:12–13 con Jeremías 18:2–12 y 19:1–15, y citó sólo una de las fuentes. Los judíos solían decir: El espíritu de Jeremías estuvo en Zacarías. Sea como fuere, lo cierto es que la profecía se cumplió al pie de la letra, en todos sus detalles, en Jesucristo.
Todo esto del precio que fue pagado por el campo del alfarero, no por Jesús, nos habla: 1) Del gran precio en que debemos tener a nuestro Salvador (1 P. 2:7); no puede compararse al oro de Ofir, pues este don inefable (2 Co. 9:15) no se puede comprar con dinero. 2) Del poco valor en que los hijos de Israel tuvieron a Jesús, al destinar Su precio a la compra de un campo de alfarero, una triste porción de tierra, no digna de ser tenida en cuenta. Échalo al alfarero; dice en Zacarías 11:13; a un pobre artesano, no a un noble comerciante que negocia con cosas de gran valor. Cristo dio por ellos el precio de un rey; y ellos pagaron por Él el precio de un esclavo (v. Éx. 21:32). Pero todo esto se hizo, como ordenó el Señor (v.
10).
Versículos 11–25
Aquí tenemos el relato de lo que pasó en la sala de juicios de Pilato.
I. El proceso de Cristo ante Pilato.
1. Cómo se dispuso: Jesús estaba en pie delante del gobernador (v. 11), como un preso delante del juez. Nosotros no podríamos estar de pie delante de Dios a causa de nuestros pecados, si no fuese porque Cristo fue hecho pecado por nosotros. Él fue procesado para que nosotros fuéramos absueltos.
2. Presentación de cargos: ¿Eres tú el rey de los judíos? Se daba por cierto que quienquiera fuese el Cristo, había de ser rey de los judíos, para libertarles del dominio de Roma y restaurar el reino mesiánico. Acusaban, pues, a Jesús de nombrarse a sí mismo rey de los judíos en oposición al yugo de Roma. Piensan que, si presentan esta acusación ante Pilato, el gobernador daría por supuesto que aquel reo iba a sublevar la nación y subvertir el orden establecido por Roma.
3. Respuesta de Jesús: «Tú lo dices. Así es, como tú lo dices, no como tú lo interpretas. Soy rey, pero no la clase de rey que tú sospechas».
4. Quiénes le acusan: los principales sacerdotes y los ancianos (v. 12). Pero Pilato no halló causa en Él. Mucho dijeron, pero nada probaron; suplieron con el ruido y la violencia lo que faltaba en la causa del proceso.
5. El silencio del reo ante la acusación de Sus perseguidores: Nada respondió. No había por qué responder, pues lo que se alegaba contra Él comportaba consigo la refutación misma de aquello de que se le acusaba. Su hora había llegado y se sometía de todo corazón a la voluntad del Padre: no como yo quiero, sino como tú quieres. Pilato entonces le urgió a que respondiera: ¿No oyes cuántas cosas testifican contra ti? (v. 13). Al no tener ningún prejuicio contra Jesús, Pilato está deseoso de que Jesús afirme Su inocencia o Su culpabilidad, y le urge a hacerlo. Su silencio le sorprende. No leemos que Pilato se enfadase, sino que se maravillaba mucho (v. 14), como de algo que no es corriente. Pensó que era muy extraño que no dijese ni una sola palabra para justificarse.
II. La actitud violenta y ultrajante del pueblo al urgir al gobernador a que crucificase a Cristo. Los principales sacerdotes, al excitar a las turbas, ganaron una causa que jamás habrían ganado de otro modo. Aquí tenemos dos ejemplos de esa actitud ultrajante:
1. Prefirieron a Barrabás antes que a Jesús, y pidieron que se soltase a Barrabás, no a Jesús.
(A) Vemos que el gobernador, para contentar a los judíos, solía soltarles uno de los presos en la fiesta de la Pascua (v. 15).
(B) El preso que, en esta ocasión, entró en competición con Jesús, fue Barrabás, a quien se llama un preso famoso (v. 16). Traición, homicidio y felonía eran los tres crímenes sobre los que con mayor rigor caía la espada de la justicia, y de los tres era reo Barrabás (v. Lc. 13:19; Jn. 18:40). Famoso preso, pues, en quien los mayores crímenes hallaban conjunción.
(C) La propuesta la hizo el propio gobernador: ¿A quién queréis que os suelte? (v. 17). Pilato daría por supuesto que Jesús sería el favorecido pues estaba convencido de la inocencia del reo y de la malicia y envidia de los acusadores; pero no tuvo la valentía de usar su propia autoridad, como era su deber, para soltarle, sino que lo dejó a la elección del pueblo, así esperaba satisfacer, tanto a su conciencia como al pueblo; pero tales tácticas y artimañas son propias de quienes procuran agradar a los hombres más que a Dios. Y, tras la inesperada—para él—elección del pueblo, vuelve a preguntar: ¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo? (v. 22). Como si quisiera poner de relieve ante el pueblo que este Jesús cuya suelta él proponía, era considerado por algunos de ellos como el Mesías.
La razón por la que Pilato se tomó tanto trabajo para soltar a Jesús es que sabía que por envidia le habían entregado (v. 18). No era la culpabilidad de Jesús, sino precisamente Su bondad, lo que provocaba Su procesamiento. Quienquiera hubiese oído los hosannas con que Cristo fue recibido a Su entrada en Jerusalén pocos días antes, habría pensado que Pilato se iba a referir a ello, sin ningún riesgo, delante del pueblo. Pero no fue así.
(D) Mientras Pilato multiplicaba sus esfuerzos para soltar a Jesús, un comunicado enviado por su esposa le confirmó en su resistencia a condenar a Cristo: No tengas nada que ver con ese justo, porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de Él (v. 19). Obsérvese la especial providencia de Dios al enviar a la esposa de Pilato tales sueños; no es probable que ella hubiera oído antes cosa alguna de Cristo. Quizás era una mujer devota y tenía cierto sentido de religión. Había sufrido mucho en su sueño; al parecer fue una pesadilla con detalles vívidos que le hicieron tremenda impresión. Véase, pues, la delicadeza que tuvo con su marido al enviarle este aviso de precaución: No tengas nada que ver con ese justo. Esto representaba un honorable testimonio a favor del Señor Jesús, al llamarle justo, precisamente cuando era procesado como criminal. Cuando Sus propios discípulos tenían miedo de presentarse en defensa suya, Dios hizo que extranjeros y enemigos hablasen a Su favor; mientras Pedro le negaba, Judas le confesaba; cuando los principales sacerdotes le pronunciaban reo de muerte, Pilato declaraba no hallar falta en Él; cuando las mujeres que le amaban se mantenían a distancia, la mujer de Pilato, que nada sabía de Él, mostraba su preocupación por Él. Era un suave aviso a Pilato: No tengas nada que ver con Él. Dios tiene muchos medios para poner obstáculos en los empeños pecaminosos de los pecadores, y es una gran misericordia para el pecador el que Dios les ponga impedimentos. Es nuestro deber prestar atención a tales avisos de Dios. La mujer de Pilato le envió este mensaje por el amor que le profesaba, lo tomara él como quisiese. Es un ejemplo de nuestro amor a parientes y amigos el hacer cuanto podamos para alejarles del pecado; y cuanto más cercano sea el parentesco, cuanto más estrecha la amistad, tanto mayor debe ser nuestra solicitud por la salvación de sus almas.
(E) Durante todo este tiempo, los principales sacerdotes y los ancianos estaban intensamente ocupados en persuadir al pueblo en favor de Barrabás: Persuadieron a la multitud que pidiese a Barrabás, y que diesen muerte a Jesús (v. 20). De este modo se las valieron para manipular a la masa, y hacer que el pueblo se comportase como no lo habría hecho sin la influencia preponderante de los jefes. Nunca quienes habían aclamado a Jesús habrían pedido su crucifixión, si no hubiese sido por la fuerte sugestión de estos malvados líderes, a quienes no se puede considerar sin sentir la más profunda indignación. Cómo abusaron perversamente del gran poder que había sido puesto en sus manos; son los líderes malvados los grandes responsables de los fatales errores en que incurren las masas. Sobre las multitudes, no podemos menos de sentir compasión, como Jesús, cuando las vemos lanzarse apresuradas a decisiones tan injustas y dañosas para los propios intereses de la comunidad.
(F) Persuadido así por los líderes, el pueblo hizo su elección (v. 21). ¿A cuál de los dos—dijo Pilato—queréis que os suelte? Pensaba que iba a obtener lo que deseaba: soltar a Jesús. Pero, para su gran sorpresa, dijeron: A Barrabás. Jamás hubo gente como ésta presuntuosa de tener la verdadera religión, y culpable de tan prodigiosa locura, tanto como de la perversidad más horrible. Esto es lo que Pedro les echó en cara después: Pedisteis que se os concediera de gracia un homicida (Hch. 3:14).
2. Cómo urgieron con toda insistencia a Pilato a que pronunciase contra Él la sentencia de crucifixión (vv. 22–23). Asombrado de la elección que habían hecho al pedir a Barrabás, Pilato les dijo: ¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo? Todos le dijeron: ¡Sea crucificado! Estaban empeñados en que muriera de esta forma, porque este género de muerte era considerado como el más vergonzoso e ignominioso; y esperaban así que los discípulos de Jesús se avergonzasen de Él y de la relación que tenían con Él. La maldad y la rabia les hicieron olvidar todas las normas del orden y de la decencia, e hicieron de una corte de justicia una asamblea de sedición y tumulto. ¡Qué cambio tan grande y tan súbito, en tan breve espacio de tiempo, en las mentes del populacho! Cuando entró montado en Jerusalén, tan generales fueron las aclamaciones de alabanza, que habríamos pensado que no tenía ningún enemigo; pero ahora que era conducido preso al tribunal de Pilato, tan generales eran los gritos de ultraje, que habríamos pensado que no tenía ni un solo amigo. Tales revoluciones se dan en este mundo cambiante, a través del cual nos abrimos paso hacia el Cielo, como lo hizo nuestro Maestro, a través de gloria y de deshonor, de calumnia y de buena fama (2 Co. 6:8).
En llegando a este punto, se nos dice:
(A) La objeción que Pilato presentó: Pues, ¿qué mal ha hecho? (v. 23). Una pregunta muy apropiada en labios de un juez, antes de proceder a dictar sentencia de muerte. Dice mucho en honor del Señor Jesús el que, aun cuando sufrió como un criminal, ni el juez ni sus acusadores pudieron hallar pruebas de que hubiera hecho nada malo. Esta repetida aserción de su absoluta inocencia insinúa con toda claridad que murió para satisfacer por los pecados ajenos; porque si no hubiese sido herido por nuestras transgresiones, y no hubiese sido entregado por nuestras ofensas, y ello por su propia voluntad de hacer expiación de nuestros pecados, no veo cómo estos extraordinarios sufrimientos de una persona que jamás pensó, dijo u obró cosa alguna fuera de lugar podrían ser compatibles con la justicia y equidad de esa providencia que gobierna el mundo y que, al menos, permitió que esto se llevase a cabo.
(B) La insistencia con que procuraban la muerte de Jesús: Pero ellos gritaban aún más, diciendo:
¡Sea crucificado! No presentan prueba alguna de algún mal que haya hecho, sino que, por bien o por mal, había de ser crucificado. Y aquel injusto juez, cansado de tal importunidad, se inclinó a dar una sentencia injusta, como el de la parábola que refirió el Señor (Lc. 18:4–5), contra una persona justa. Así que la causa se llevó a cabo sin cuenta ni razón, sino a fuerza de gritos y ruidos.
III. A continuación vemos que la culpa por la muerte de Cristo se hace recaer sobre el pueblo y los sacerdotes.
1. Pilato hizo cuanto pudo para exculparse (v. 24). Vio: (A) que de nada servía seguir argumentando: Viendo Pilato que nada conseguía. Tan grande es, a veces, el torrente de violencia o de concupiscencia, que no hay autoridad ni razón que le ponga freno. Más aún, vio (B) que más bien se formaba un tumulto. Este pueblo rudo y embrutecido recurrió a las amenazas para obligar a Pilato a que les concediera lo que deseaban. Y fue precisamente este espíritu turbulento lo que, pocos años después, condujo a la ruina de la nación, pues las frecuentes insurrecciones provocaron a los romanos a destruirlos, y las inveteradas contiendas entre ellos mismos les convirtieron en presa fácil del enemigo común. De esta manera, su pecado fue su ruina.
Los sacerdotes habían sentido aprensión de que sus esfuerzos por prender a Cristo causasen un tumulto, especialmente en el día de la fiesta; pero la experiencia probó que los esfuerzos de Pilato por salvarle estuvieron a punto de causar un tumulto, y eso en el día de la fiesta; tan inciertos son los sentimientos de las masas. Esto puso a Pilato en gran estrechura, entre la paz de su conciencia y la paz de la ciudad. Si se hubiese atenido a las estrictas normas de justicia, no se habría visto en ninguna perplejidad. Un hombre en quien no se había encontrado falta, no debió ser condenado a muerte, cualesquiera fuesen las presiones que se ejercieran sobre él, ni se puede hacer una injusticia por satisfacer a una persona ni a un conjunto de personas en ninguna parte del mundo. Pilato pensó que zanjaba el asunto y ponía paz, tanto en su conciencia como en el orden de la ciudad, al pronunciar sentencia injusta y, al mismo tiempo, al disculparse de ella. Veamos lo que hizo para descargarse de la culpa:
(a) Usó una señal exterior: tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo; no porque pensase que así se purificaba de cualquier culpabilidad contraída en la presencia de Dios, sino para exonerarse delante del pueblo. Se atuvo a la ceremonia que la ley prescribía para exonerar una parte del territorio israelita de la culpabilidad de un homicidio cometido por mano desconocida (Dt. 21:6–7). Con esto quería dar a entender más efectivamente ante el pueblo su convicción de que el prisionero era inocente.
(b) Pronunció la siguiente frase: Soy inocente de la sangre de este justo. ¿Qué sinsentido es éste? Le condena a muerte, y protesta que está limpio de injusticia al condenar a un justo. Protestar contra alguna cosa, y llevar a la práctica esa misma cosa, sólo es una proclamación pública de que se está pecando contra la propia conciencia. Por otro lado, carga la culpa al pueblo y a los sacerdotes: ¡Allá vosotros! Como diciendo: vosotros responderéis ante Dios. El pecado es como un hijo espurio que a nadie le agrada reconocer como propio; y muchos se engañan con esto, y piensan que, si hallan alguna otra persona a quien cargarle el muerto, ellos se van a ver libres de culpa; pero transferir la culpabilidad del pecado no es cosa tan fácil como algunos creen. Los sacerdotes la habían cargado sobre Judas: ¡Allá tú! Ahora Pilato la cargaba sobre ellos: ¡Allá vosotros!
2. Lo inexplicable del caso es que tanto los sacerdotes como el pueblo consintieron en cargar sobre sí mismos tal culpabilidad: Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos (v. 25). En el ardor de su rabia, consintieron en responsabilizarse de la muerte de Jesús, antes que perder la presa que tenían en sus manos. Con esto, procuraron indemnizar a Pilato de las molestias que le habían causado con su importunidad. Pero quien está en bancarrota, mal puede pagar por otros. Nadie puede pagar por los pecados ajenos, excepto aquel que no tenía ninguno propio por el que dar cuenta. Es una tremenda osadía para una miserable criatura reclamar para sí ante el Creador Todopoderoso la culpabilidad ajena. En realidad, imprecaron sobre sí mismos y sobre su posteridad la ira y la venganza de Dios, y de cierto que lo consiguieron. Ya Cristo les había dicho que sobre ellos había de venir toda la sangre justa derramada sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo (23:35). Pero, como si ello fuera todavía demasiado poco, ahora imprecan sobre sí mismos la culpabilidad por la sangre que era mucho más preciosa que todas las otras juntas; esta culpabilidad iba a ser inmensamente más grave. Obsérvese cuán crueles fueron en su imprecación, pues reclamaron el castigo por este pecado, no sólo para ellos mismos, sino también para sus hijos. Ya fue bastante locura el atraer la maldición sobre sí, para que llegasen al colmo de la barbaridad al imprecarla para su posteridad. Por aquí se puede ver cuán enemigos son los perversos para su propia familia. Desde el tiempo en que echaron sobre sí tal maldición, les han perseguido los juicios de Dios, uno tras otro. Con todo, para algunos de ellos, estos juicios y esta sangre no vinieron para condenarles, sino para salvarles; la misericordia divina ha suspendido esta maldición para cuantos han creído y se han arrepentido, de modo que la promesa volvía a ser para ellos y para sus hijos (Hch. 2:39). Dios es mejor para nosotros y para los nuestros que lo que somos nosotros mismos.
Versículos 26–32
I. Es pronunciada la sentencia y se concede la licencia para llevarla a cabo. La entrega del preso a los verdugos fue inmediata.
1. Barrabás fue puesto en libertad; para dar a entender que Jesús fue condenado a fin de que los mayores pecadores pudiesen ser absueltos; Él fue entregado para que nosotros obtuviéramos libertad. En este caso sin par de la gracia divina, el justo se dio en rescate por los transgresores (Mt. 20:28; 1 P. 3:18).
2. Jesús fue azotado; este fue un castigo cruel e ignominioso, especialmente cuando era ejecutado por los romanos, quienes no estaban sujetos a la ley judaica, en la que se moderaba el castigo, y no se permitía pasar de cuarenta azotes, e incluso de treinta y nueve, por si fallaba la cuenta (v. 2 Co. 11:24).
3. A continuación, Pilato le entregó para ser crucificado; esta era la forma en que los romanos ejecutaban la pena capital; forma que parecía designada con todo refinamiento y crueldad a producir la más terrible y miserable de las muertes. Tendían la cruz en el suelo y, sobre ella, al condenado a muerte, cuyos pies y manos eran clavados en ella y, a continuación era levantado en alto, de modo que todo el peso del cuerpo pendía de aquellos clavos, hasta que muriese en medio de una terrible agonía. Era una muerte cruenta, dolorosa, vergonzosa y maldita; era una muerte tan miserable, que algunos gobernantes con un poco de misericordia, hacían que los condenados fuesen estrangulados previamente y clavados después en la cruz, cuando la ley exigía esta forma de ejecución.
II. El bárbaro tratamiento que le dieron los soldados. Después de ser condenado, deberían haberle permitido un poco de tiempo para prepararse a sufrir tal muerte. Había una ley dictada por el Senado de Roma, que ordenaba que la ejecución de los criminales se demorara por diez días a partir del pronunciamiento de la sentencia. Pero al Señor Jesús no le permitieron ni diez minutos de descanso. La barbarie contra Él continuó sin interrupción alguna.
Ya fue bastante ser entregado para ser crucificado. Los que matan el cuerpo, no pueden hacer ya más (10:28), pero los enemigos de Cristo trataron de hacer más. Los soldados de guardia comenzaron a abusar de Él tomando la cosa a juego para burlarse de Él. Habían oído que se hacía pasar por rey; esto les dio ocasión para organizar una pantomima con alusiones a los atributos regios. Obsérvese:
1. Dónde se hizo esto: en el pretorio mismo. La casa del pretor, que habría de ser refugio contra los abusos, fue convertida en teatro de burla y bárbara crueldad. Quienes están en autoridad habrán de responder, no sólo por las injusticias que ellos mismos cometan, sino también por las que no repriman.
2. Quiénes lo hicieron: reunieron alrededor de Él a toda la compañía; no a toda la cohorte, sino seguramente a los que estaban encargados de la ejecución.
3. Qué indignidades cometieron contra Él:
(A) Le desnudaron (v. 28). La vergüenza de la desnudez entró con el pecado (Gn. 3:7). Jesús, al llevar sobre sí nuestro pecado llevó también sobre sí esta vergüenza.
(B) Le echaron encima un manto de escarlata: algún viejo manto de los que los soldados romanos llevaban, en imitación de los mantos que reyes y emperadores llevaban, con lo que la burla se hacía manifiesta en la vestidura regia.
(C) Y trenzando una corona de espinas la pusieron sobre su cabeza (v. 29). La burla no es sólo cómica, sino también sangrienta; más que una simple guirnalda de espinos, parece ser que se trataba de una especie de capacete que cubría toda la cabeza lo cual era más fácil y rápido de tejer. Las espinas son símbolo de tribulación; tanto es así que el vocablo tribulación procede del latín tribulus, que significa abrojo (de la misma raíz procede el término trillo). Si consideramos que la tierra comenzó a producir espinos y cardos como maldición por el pecado del hombre (Gn. 3:18), nos percataremos de que también en esto llevó Jesús nuestra maldición. Cristo fue coronado de espinas para mostrar asimismo que Su reino no era de este mundo; cuando vuelva para reinar aquí, todos los elementos que causan tribulación habrán dejado de existir (v. Is. 11:6 y ss.).
(D) Le pusieron una caña en su mano derecha; en vez del cetro real, le ponen en la mano derecha, la mano del poder y de la dignidad, una frágil caña, cosa débil, flexible a los vientos, marchitable y sin valor. Pero se equivocaban, porque Su reino es firme y perpetuo.
(E) Hincando la rodilla delante de Él, le escarnecían diciendo: ¡Salve, Rey de los judíos! Al seguir con su burla, los soldados imitan así el homenaje de pleitesía debido a reyes y emperadores, para poner en ridículo las que ellos consideran pretensiones de realeza.
(F) Le escupían (v. 30). Ya habían cometido este abuso en el atrio del sumo sacerdote (26:67). Al rendir homenaje de pleitesía, los súbditos besaban la mano del soberano (v. el original de Sal. 2:12
«besad al Hijo»). Pero éstos, en vez de besarle le escupían al rostro. Tan extraño es que los hijos de los hombres se atrevan a cometer tal villanía, como que el Hijo de Dios permitiera sufrir tal ignominia.
(G) Tomaban la caña y le golpeaban en la cabeza. La burlesca insignia de realeza se convierte ahora en instrumento real de crueldad. Con los golpes hacían que las espinas se introdujeran más profundamente en su cabeza; con lo que el sufrimiento de Jesús aumentaba al ritmo de la burla de los soldados. Pasó por todos estos dolores y vergüenzas, a fin de que nosotros obtuviésemos vida eterna con perpetuo gozo y gloria.
III. Le llevan después al lugar de ejecución. Cuando se hartaron de mofarse de Él, le quitaron el manto y le pusieron sus vestidos (v. 31), ya que éstos habían de pasar a ser propiedad de los que le habían de crucificar. En cambio, no se hace mención de la corona de espinas, por lo que podemos concluir que murió con ella puesta en la cabeza.
1. Le llevaron para crucificarle, como se lleva un cordero al matadero, o una víctima al altar (v. He. 13:10). Podemos imaginar de qué forma le conducirían; a toda prisa y sin reparar en violencias. Le sacaron fuera de la ciudad, porque, para poder santificar con Su sangre al pueblo, debía padecer fuera de la puerta (He. 13:12).
2. Obligaron a Simón de Cirene a llevar Su cruz (v. 32). Al principio, parece ser que Jesús llevó su propia cruz, como era costumbre que lo hiciesen los condenados. Esto formaba parte de la vergüenza que Jesús debía sufrir. Pero, después de algún tiempo, al ver sin duda los soldados que, a consecuencia de su cansancio y debilidad, avanzaba muy despacio (y quizá se caía como supone la tradición), le quitaron la cruz, no fuese que sucumbiera bajo su peso, con lo que se privarían del suplicio de la crucifixión. No fue, pues, por compasión, sino por refinamiento de crueldad, por lo que harían esto. En su lugar, obligaron a Simón de Cirene a que llevase la cruz. Llevar la cruz era una ignominia y, por eso, sólo forzado a hacerlo, es como el hombre la llevó. Su nombre indica que era judío. Sus hijos eran conocidos de los lectores de Marcos, como se ve por Marcos 15:21. Algunos han imaginado que este Simón era uno de los seguidores de Jesús y que, por eso le obligaron a llevar la cruz de su Maestro. Sea esto lo que fuere, es probable que, al fin, esto llegase a ser una bendición para Simón, como lo es para todos los que siguen a Cristo cargando con su cruz.
Versículos 33–49
Llegamos ahora a la crucifixión misma del Señor Jesús. Veamos:
I. El lugar donde le crucificaron.
1. Cuando llegaron a un lugar llamado Gólgota (v. 33), cerca de Jerusalén, el cual era probablemente el lugar común de ejecución. En este lugar donde los mayores criminales eran sacrificados a la justicia del gobierno, fue sacrificado Jesús a la justicia de Dios. El nombre del lugar significa en arameo «calavera». Algunos han pensado que era un lugar donde echaban calaveras para denotar que era un cementerio, pero esto iba contra la ley de los judíos, que no permitía dejar al descubierto huesos humanos. Más bien, era, con toda probabilidad, un montículo en forma de un cráneo humano. De todos modos, el nombre es un buen símbolo del triunfo de Cristo sobre la muerte, al morir sobre el lugar de la Calavera.
2. Le crucificaron (v. 35), en la forma que hemos explicado ya. Que el recuerdo de su crucifixión quede clavado en nuestra mente y en nuestro corazón, por los refinados sufrimientos que Jesús padeció por salvarnos de todo mal. Al ver la clase de muerte que por nosotros sufrió, podemos considerar la clase de amor que nos tuvo.
II. Como si la crucifixión no fuese de suyo una muerte horrible, añadieron a ella toda clase de tratos abusivos.
1. Le dieron a beber vinagre mezclado con hiel (v. 34). Era costumbre dar a los ajusticiados una mezcla de vino e incienso, a fin de adormecerlos y que no sintiesen demasiado dolor por el suplicio. Pero en la copa que propinaron a Cristo, mezclaron el vinagre (o el vino, más probablemente) con hiel, para hacerlo más amargo. Lo probó, porque era amargo, pero no quiso beberlo, porque no quería adormecerse, sino sentir en toda su fiereza los tormentos de tal muerte, para sentir así más vivamente el aguijón de la muerte, y para que nosotros quedásemos con ello libres de todo lo que el pecado comporta.
2. Repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes (v. 35; v. Sal. 22:18). Le habían desnudado previamente, exponiéndolo a la pública vergüenza, sin el paño que el decoro de pintores y escultores suele ponerle. Lo sufrió por nosotros, para que fuésemos vestidos de Su gloria. Los enemigos podrán despojarnos de los vestidos, pero no pueden despojarnos de nuestros mejores consuelos, pues no pueden arrebatarnos el manto de alabanza (Is. 61:3). Al ser cuatro los soldados que llevaron a cabo la ejecución hicieron cuatro partes del vestido exterior (v. Jn. 19:23), pero no dividieron la túnica interior, porque, al ser sin costura (Jn. 19:24), a ninguno le habría servido de nada. Así que echaron suertes sobre ella. Quizás oyó alguno de ellos que alguien había sido curado con sólo tocar la orla de Su manto, y pudieron pensar que aquellas ropas tendrían efectos mágicos. Sin embargo, lo más probable es que se atuviesen solamente a la costumbre común de repartirse los vestidos como propina por su trabajo. Con esto, se cumplía lo profetizado por David en el Salmo 22:18: Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes. Así se despojó Jesús de Sus glorias, para repartirlas entre nosotros.
Después de esto, los soldados se sentaron y le guardaban allí (v. 36). Su intención era, sin duda, vigilarle de cerca; el verbo griego es muy fuerte, pues indica una acción positiva para impedir que alguien se lo llevase (¿temían quizá que algún ser sobrenatural acudiese a rescatarle?) No necesitaba, en realidad, vigilancia, pues lo que le ataba a la cruz era Su amor hacia nosotros más que los clavos materiales con que le crucificaron. Además la Providencia de Dios dispuso que aquellos soldados se quedasen bien cerca del Señor, a fin de que fuesen testigos de las admirables lecciones que, desde aquella elevada y solemne cátedra, enseñó el Salvador y que obligaron al centurión a confesar: Verdaderamente, éste era Hijo de Dios (v. 54).
3. El título que pusieron sobre Su cabeza (v. 37). No sólo solía la causa de la ejecución ser proclamada verbalmente, sino también escrita sobre la cabeza del ajusticiado, para notificar el crimen por el que había sido llevado al patíbulo. En el caso de Jesús, el título era el siguiente, con base en los cuatro evangelios: Este es Jesús nazareno, el Rey de los judíos. Es curioso que, en Él, no se alega ningún crimen que hubiera cometido; tampoco se dice que Él pretendiese ser rey de los judíos; que fuera Jesús, el Dios Salvador, no era crimen, por cierto; que fuera Rey de los judíos tampoco era crimen, sino una gran verdad, pues se esperaba que el Cristo fuera el Rey de Israel. De modo que lo que se puso como causa de Su muerte, resultó ser un título de máxima gloria; con ello, se intimaba con toda claridad que era alguien a quien debieron someterse de buena voluntad en vez de darle muerte en medio de los mayores tormentos y de las más crueles afrentas. Pilato, el juez de aquel tribunal, lejos de acusar a Cristo como criminal, lo proclamó Rey, y eso por tres veces, pues el título estaba escrito en las tres grandes lenguas del Imperio (Jn. 19:20): en hebreo, el idioma de la religión; en griego, el lenguaje de la cultura; y en latín, la lengua del poder. Con esto, Dios cumplía Sus propios objetivos, que sobrepasan con mucho a los de los hombres.
4. Los compañeros de suplicio (v. 38): Entonces crucificaron con Él a dos ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda: al mismo tiempo, en el mismo lugar y bajo la misma guardia; dos salteadores, como dice literalmente el original. Es probable que este fuera el día fijado para que fuesen ajusticiados. Con todo, así se cumplía la profecía de Isaías 53:12: «fue contado con los pecadores».
(A) Fue un baldón para Él ser crucificado con ellos, pues al participar de los sufrimientos de tan grandes criminales, es como si hubiera participado en sus grandes crímenes. Fue contado con los pecadores en Su muerte, para que nosotros seamos contados entre los santos en la vida eterna.
(B) Para mayor baldón, fue crucificado en medio de ellos (Jn. 19:18 «y Jesús en medio»), como si fuese el peor de los tres, el malhechor principal, puesto que, donde hay tres, el medio es el lugar para el jefe y el campeón. Todas las circunstancias contribuyeron a Su deshonor, como si el gran Salvador fuese el gran pecador. También se le añadía, con esto, un gran tormento moral, pues estaba en posición apta para escuchar los quejidos, los estremecimientos y las blasfemias de estos malhechores. Pero así estaba cercano a las grandes miserias el que había venido a expiar los grandes pecados (v. Is. 53:4–5).
5. Las blasfemias y los denuestos con que le cargaron cuando pendía de la cruz. Podría pensarse que, después de crucificarle, ya no tenían nada que hacerle, pues ya habían hecho lo peor. Un hombre que muere de esta manera, aun cuando haya sido el más infame de los mortales, siempre merece nuestra compasión. Sin embargo, por lo que se ve, ni uno solo de los amigos que hacía pocos días gritábanle: Hosanna, se atreve ahora a mostrarle ninguna señal de respeto.
(A) La gente que pasaba por allí le denostaba (v. 39). Su condición extrema y su paciencia suprema no les ablandaba el corazón. Los que, con sus gritos, habían exigido que se le crucificase, con sus denuestos parecían confirmar lo justo de la sentencia, cuando la falta absoluta de pruebas antes, y la digna majestad con que sufría ahora el suplicio, mostraban la tremenda injusticia de su condenación. Consideremos:
(a) Quiénes le denostaban: los que pasaban; los viandantes que pasaban por el camino cercano, y estaban imbuidos de los prejuicios que los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos habían conseguido sembrar entre la multitud. Cosa difícil es tener buena opinión de personas a quienes todos parecen empeñados en difamar, ya que la gente se inclina a pensar y decir lo que los demás dicen y piensan, y a lanzar piedras contra el tejado más frágil.
(b) El gesto con que acompañaban sus denuestos: meneaban la cabeza, con gesto de burla (v. Sal. 22:17), como si dijesen: ¡Por fin, has caído! ¡De poco te han valido los milagros que hacías!
(c) Los escarnios e improperios que le dirigían:
Primero, le echaban en cara que pretendía destruir el templo (v. 40). Habían esparcido esta calumnia entre el pueblo para concitar contra Él el odio general, pues nada podía avivar tanto el odio contra Él como una pretensión semejante contra el lugar sagrado: «Tú que derribas el templo, ese vasto y fuerte edificio, prueba tus fuerzas para desclavarte y descender de la cruz, salvándote a ti mismo; si tanto es el poder de que te jactabas, ejercítalo ahora, pues este es el tiempo oportuno para demostrar tus fuerzas».
Veían que fue crucificado en debilidad, sin percibir que vive por el poder de Dios (2 Co. 13:4).
Segundo, le echaban en cara el que se llamara el Hijo de Dios; «si lo eres, desciende de la cruz».
Ahora emplean los mismos términos que el diablo usó cuando le tentó en el desierto (v. 4:3, 6): «si eres el Hijo de Dios …». Piensan que, ahora o nunca, debe demostrar que es el Hijo de Dios, y olvidan que lo había demostrado suficientemente con los milagros que había hecho, y rehusando esperar la suprema prueba que Él había profetizado: Su propia resurrección. Esto ocurre muchas veces por juzgar las cosas con el aspecto que presentan al presente, sin el debido recuerdo del pasado ni la paciente expectación de lo que está anunciado para el futuro.
(B) Por su parte, los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos, no contentos con lo que habían conseguido del pueblo para que escarnecieran a Jesús, también ellos mismos le escarnecían (v. 41). Deberían haber estado en el templo para cumplir con sus deberes religiosos, puesto que era el primer día de la fiesta de los panes sin levadura, pero estaban en el lugar de la ejecución escupiendo su veneno contra el Señor Jesús. Así se desacreditaron ellos para escarnecer a Cristo ¿y temeremos nosotros desacreditarnos uniéndonos al pueblo de Dios para honrarle?
Dos cosas le echaban en cara los principales sacerdotes y los ancianos:
(a) Que no podía salvarse a sí mismo (v. 42). Primero, daban por supuesto que no podía salvarse a sí mismo y, por tanto, que no tenía el poder que se había atribuido, cuando la realidad es que no quería salvarse, sino morir para que nosotros pudiésemos ser salvos. Segundo, dan a entender que, puesto que ahora no podía salvarse a sí mismo, todas sus pretensiones de salvar a otros eran puro simulacro y mera ilusión. Tercero le echan en cara hacerse Rey de Israel. Mucha gente estaría satisfecha con el Rey de Israel, si descendiese de la cruz. Pero el asunto está zanjado: si no hay cruz, no hay Cristo ni hay corona. Quienes quieran reinar con Él, han de estar dispuestos a sufrir con Él, porque Cristo y Su cruz están juntamente clavados en este mundo. Cuarto, le retaban a que bajase de la cruz, pero Su amor inmutable le resolvía a quedarse arriba y le fortalecía para vencer esta tremenda tentación, de forma que no flaqueara ni se desanimase. Quinto, prometen que, si descendía de la cruz, creerían en Él. Pero, cuando anteriormente le habían pedido una señal, les respondió que la señal que les daría no consistiría en bajar de la cruz, sino, lo que era mucho más difícil, subir del sepulcro. Por otra parte prometerse que creerían en Él si aceptaba las condiciones que ellos le ponían, no sólo era un claro ejemplo de lo perverso y engañoso que es el corazón humano (Jer. 17:9), sino también un pobre subterfugio de su perversa obstinación. El encuentro con Dios sólo puede realizarse en los términos que el mismo Dios propone; y si no se cree a la Palabra de Dios, tampoco se creerá ante el milagro más portentoso (v. Lc. 16:31).
(b) Que Dios, Su Padre, no quería salvarle (v. 43): Ha puesto su confianza en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios. En efecto, quienes llaman a Dios su Padre y, con ello, profesan ser Sus hijos, tienen puesta su confianza en Él (Sal. 9:10). Con esto sugieren que se había engañado a sí mismo y había engañado a otros; porque, si hubiese sido el Hijo de Dios no habría sido abandonado a este miserable estado. Al hablar de este modo, intentaban: Primero vilipendiarle, y hacer creer a los que allí se hallaban que este Jesús era un engañador y un impostor. Segundo, aterrorizarle y conducirle a la desesperación y a la desconfianza en el amor y el poder del Padre.
(C) Para completar el cuadro de escarnio y humillación, lo mismo le injuriaban también los ladrones que estaban crucificados con Él (v. 44). Ellos no recibían tales escarnios después de su crucifixión, como si fueran santos en comparación con Él; sin embargo, también ellos se unían al coro general de insultos. En Lucas 23:39, leemos que uno de ellos le injuriaba diciendo: Si tú eres el Cristo sálvate a ti mismo y a nosotros, pero Mateo parece insinuar que, al principio, los dos le injuriaban. Esta injuria le venía a Cristo de quienes menos podría pensarse, viendo que estaban en el mismo suplicio.
Así pues, al haber tomado a su cargo el Señor Jesús satisfacer al honor de Dios por el deshonor que todos nosotros le hemos causado con nuestros pecados, sufrió en Su honor todos estos escarnios, sometiéndose a las mayores indignidades que pudo haber experimentado el peor de los hombres, por haber sido hecho pecado y maldición por nosotros los hombres (2 Co. 5:21; Gá. 3:13).
III. Llegamos ahora al más extremado tormento que sufrió el Señor Jesús durante toda Su Pasión: el desamparo por parte de Su Padre, en medio de todas estas injurias e indignidades que sufría por parte de los hombres. Respecto a lo cual, obsérvese:
1. De qué forma fue simbolizado este desamparo: mediante un eclipse de sol completamente extraordinario y milagroso, por cuanto sucedió en luna llena, cuando es físicamente imposible que haya eclipse de sol. Este eclipse duró tres horas (v. 45). La luz de una extraordinaria estrella anunció el nacimiento de Cristo (2:2); por eso, era apropiado que las tinieblas de un eclipse extraordinario notificasen Su muerte, ya que Él era la Luz del mundo. Este sorprendente eclipse tenía por objeto tapar las bocas de estos blasfemos que escarnecían a Cristo pendiente de la cruz. Aun cuando no se cambiaron sus corazones al menos enmudecieron sus bocas, perplejos ante lo que ocurría, hasta que, pasado el eclipse, endurecieron su corazón como Faraón en cada una de las plagas, para volver a sus escarnios, según da a entender el versículo 47. Pero el principal objetivo de este eclipse era: (a) simbolizar el actual conflicto de Cristo con el poder de las tinieblas, venciéndolas en su propio terreno; (b) simbolizar también la oscuridad en que se hallaba su propio corazón ante el desamparo del Padre. Dios hace salir su sol sobre malos y buenos (5:45); sin embargo, retiró la luz del sol a Su propio Hijo, cuando fue hecho pecado por nosotros. Mientras la tierra le negaba una gota de agua, el cielo le negaba un rayo de luz. Al haber de sacarnos de las tinieblas a su luz admirable (1 P. 2:9), Él mismo en lo más profundo de Sus sufrimientos, hubo de andar en tinieblas, sin disfrutar de la luz de la comunión con Dios (comp. con 1 Jn. 1:5 y ss.). Durante las tres horas que duraron estas tinieblas, no leemos que pronunciase una sola palabra; la soledad era tan pavorosa y apabullante que, sólo después de emerger de las sombras, pudo pronunciar un grito de angustia.
2. Cómo se quejó de este desamparo (v. 46): Cerca de la hora novena, a la hora precisa en que solía hacerse en el templo la oración principal de cada día (Hch. 3:1), y en la penumbra que seguía a la gran crisis, Jesús gritó, diciendo: Dios mío, Dios mío, ¿a qué me has desamparado? Esto es lo que dice claramente el original, no ¿por qué? Cristo no se rebela contra el hecho, sino que interroga sobre el motivo. ¡Extraña queja, salida de la boca de nuestro Señor Jesús, en quien el Padre tenía siempre Su complacencia! Sí, el Padre le amaba, porque ponía Su vida por las ovejas (Jn. 10:17); sin embargo, este Padre le abandonaba ¡en medio de Sus grandes sufrimientos! De seguro que jamás hubo una angustia tan profunda en toda la Historia de la Humanidad, pues nadie jamás ha podido sentirse tan desamparado y por un motivo tan grave. Observemos ahora:
(A) De dónde tomó tal queja: del Salmo 22:1. Esta palabra, como aquella otra: «En tus manos encomiendo mi espíritu» están tomadas de los Salmos de David, para enseñarnos el uso que hemos de hacer de la Palabra de Dios para guiarnos en la oración y tener ayuda en nuestra debilidad (Ro. 8:26).
(B) En qué tono la expresó: a gran voz, lo cual indica la extrema intensidad de su dolor y angustia, la fuerza que quedaba aún en su naturaleza, y el anhelo de su espíritu al expresarla.
(C) Cuál era la queja: Dios mío, Dios mío ¿a qué me has desamparado? El evangelista nos ha conservado las palabras mismas de Jesús en el arameo, con una ligera variación en el nombre de Dios, pues aquí está en hebreo, mientras que en Marcos aparece en arameo también: Elí, Elí, ¿lamá sabactani? El griego en que está, a continuación, traducida, matiza estupendamente el sentido del verbo al usar enkatélipes, que literalmente significa «abandonar, dejando a uno sujeto y encerrado», sin escape. No es extraña la admiración que transpiran las palabras del Apóstol, cuando dice en Filipenses 2:8 «obediente hasta la muerte ¡y muerte de cruz!»
(a) Nuestro Señor Jesucristo, en medio de Sus sufrimientos fue, por algún tiempo, desamparado por Su Padre. Así lo expresó Él mismo, para que no quedase duda alguna sobre el hecho. ¡Profundísimo misterio! Sin que el Padre cesase de amarle, ni Él al Padre, el Padre, con todo, le desamparó: le entregó en manos de Sus más crueles enemigos, y allí le dejó sin intentar librarle de tales manos. Ningún ángel fue enviado desde arriba para librarle, ningún amigo surgió desde abajo para aliviarle. Cuando su alma estuvo antes conturbada, oyó una voz del Cielo para confortarle (Jn. 12:27–28) cuando, en Su agonía del huerto, se sintió triste y despavorido, apareció un ángel para darle fuerzas. Pero ahora no tenía ni lo uno ni lo otro. Dios ocultó completamente Su rostro de Él. ¿Por qué? Cristo estaba siendo hecho pecado y maldición por nosotros (2 Co. 5:21; Gá. 3:13). ¡Nada menos que eso! Tengamos bien en claro que Jesucristo, en Su naturaleza humana, no sólo fue víctima por el pecado, no sólo pagó la pena por el pecado, sino que, sin culpa personal («no conoció pecado») sufrió en Sí el efecto directo e inmediato de la culpa: ¡la muerte espiritual, que consiste en la ausencia de la comunión con Dios! ¡El Infierno en su más íntima esencia! Dios el Padre le amaba como a Hijo, pero le odiaba como a Sustituto.
(b) Éste fue, como acabamos de insinuar, el más grave de todos los sufrimientos de Cristo, y por eso fue aquí donde pronunció su más dolorida queja. Hasta entonces, el Padre había estado cerca de Él; ahora se alejaba de Él, no física, sino moralmente. Ésta es la notable diferencia entre el abandono físico y el desamparo moral: la lejanía física es compatible con el consuelo moral, pero no hay nada que cause tanto dolor como la cercanía física sin consuelo, sin ayuda, sin amparo.
(c) Sin embargo, aun en medio de este extremo desamparo, todavía dice Cristo: «Dios mío, Dios mío; aunque me desamparaste, todavía eres mío». Sin esta profunda convicción, Jesús no habría podido seguir adelante en su resolución de no descender del madero; pero eso le animó a permanecer clavado hasta el final.
(D) Véase ahora cómo sus enemigos se mofaron impíamente de su dolorida queja (v. 47): Algunos de los que estaban allí decían, al oírlo: A Elías llama éste. No es fácil determinar quiénes decían esto, si los soldados romanos o los judíos que presenciaban la escena. Lo primero es mucho más probable, tanto porque los soldados conocerían las expectaciones judías acerca de Elías, cuanto porque para el oído de un judío la primera vocal de Elí suena de un modo muy distinto de la de Elías. Esto nos lleva a pensar cuántas veces las objeciones contra la Palabra de Dios se deben a graves malentendidos. También deducimos de aquí lo natural que es el que las más piadosas prácticas de los mejores hombres sean ridiculizadas por los incrédulos burlones. Así pasó con las palabras de Jesús, a pesar de que jamás hombre alguno habló como este hombre (Jn. 7:46).
IV. Veamos ahora el pobre consuelo que le fue concedido en Su agonía.
1. Uno de los que estaban allí corrió a ofrecerle una esponja empapada en vinagre (v. 48). A pesar de todo, y al tener en cuenta el pretérito imperfecto, parece ser que un bondadoso soldado le dio misericordiosamente lo que se usaba como bebida refrescante. Juan 19:28 explica que le fue dada, después que Él dijo: Tengo sed. Antes había rehusado la pócima adormecedora, pero ahora recibió con agrado este ligero refresco, cuando estaba próximo a expirar.
2. Otros, por el contrario, continuaron con su propósito de mofarse y burlarse de Él: Deja, veamos si viene Elías a salvarle (v. 49). «Deja, es decir, no le prestes ninguna ayuda ni consuelo; allá se las arregle él con Elías».
Versículos 50–56
Relato detallado de la muerte del Señor.
I. La manera como expiró (v. 50): fue clavado en la cruz entre las horas tercera y sexta, es decir, entre las nueve y las doce de la mañana, y murió poco después de la hora nona, esto es, entre las tres y las cuatro de la tarde, precisamente al tiempo de la oración principal del día, en la hora del sacrificio vespertino y cuando estaba siendo matado el cordero pascual. ¡Qué bien estaba representado así el sacrificio de Cristo, nuestra Pascua!
Dos cosas son de notar en cuanto al modo como Cristo murió:
1. Que clamó otra vez a gran voz, como anteriormente (v. 46).
(A) Esto era una señal de que después de todos sus dolores y fatigas, su vida estaba aún entera en Él, y su naturaleza, fuerte. Una de las primeras cosas que abandonan a un moribundo es la voz; cuando la lengua se debilita y falta el aliento, es difícil balbucir unas pocas y entrecortadas palabras, y más difícil aún es oírlas distintamente. Pero Cristo precisamente al expirar habló como quien se halla en poder de todas sus fuerzas, para darnos a entender que no era la vida la que le dejaba a Él, sino que era Él quien daba permiso a la muerte para que se le acercara. Lo mismo se deduce del relato de Juan 19:30: Y habiendo inclinado la cabeza entregó el espíritu. Los demás mortales inclinan la cabeza como efecto de la muerte, pero Jesús la inclinó antes de morir, como indicando a la temible parca que no temía el filo de su guadaña: Nadie le quitaba la vida, sino que Él la ponía de sí mismo (Jn. 10:18).
(B) También significaba con esto que Su muerte había de ser publicada y proclamada en alta voz a todo el mundo. El grito de Cristo al expirar era como una trompeta que llama a la retirada de todos los demás sacrificios.
2. Después de clamar, entregó el espíritu. Ésta es una perífrasis usada corrientemente para morir. Con ello se nos muestra que el Hijo de Dios, en Su naturaleza humana, real y verdaderamente murió en la Cruz del Calvario, a consecuencia de los violentos tormentos a que fue sometido. Su alma fue separada del cuerpo, con lo que éste quedó con toda propiedad exánime, es decir muerto. Derramada toda Su sangre, en la que está la vida, hizo expiación, no por Sus pecados, sino por los de todo el mundo (Lv. 17:11; He. 7:27; 1 Jn. 2:2).
II. Los milagros que siguieron a Su muerte. Habiendo obrado tantos milagros en vida, era de esperar que algunos se llevasen a cabo también en Su muerte.
1. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Este velo, que separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo, se rasgó, no de abajo arriba, como si fuera por poder humano, sino de arriba abajo, como por una mano invisible, por un poder sobrenatural. Era precisamente la hora del sacrificio vespertino. ¡Qué sorpresa para los sacerdotes oficiantes! ¡Con qué pavor contemplarían el Lugar al que sólo el sumo sacerdote, y sólo una vez al año, le era permitido entrar! En este, como en otros milagros de Cristo, estaba encerrado un misterio, puesto que:
(A) Correspondía al templo del cuerpo de Cristo, el cual también se partía por medio, al separarse el alma del cuerpo. La muerte es como el rasgarse el velo de nuestra carne, que se interpone entre nosotros y el santuario celestial, donde contemplaremos al Señor sin el velo de la fe (2 Co. 5:6–8). Así debe ser considerada la muerte por todo buen cristiano.
(B) Significa también la revelación o desvelación de los misterios del Antiguo Testamento. El velo del templo estaba allí para ocultar, pues era muy grave el castigo que pendía sobre toda persona que viese el ajuar del Lugar Santísimo, excepto el sumo sacerdote, como ya se ha dicho, y una vez al año, con gran ceremonia y a través de una nube de gloria y de incienso. Pero ahora, tras la muerte de Cristo, el acceso al Lugar Santísimo quedaba ampliamente abierto (v. He. 4:16), y sus misterios quedaron tan claros y desvelados, que, aun el que corre puede leer claramente el sentido que encierran.
(C) Significaba igualmente que judíos y gentiles quedaban unidos en un mismo plan de salvación, al ser derribada la pared intermedia de separación (Ef. 2:14) que era la ley ceremonial. Cristo al morir, tomó en sus manos la Ley y la clavó en la Cruz (Col. 2:14). Murió para rasgar los velos que separan y para realizar la verdadera unidad (Jn. 17:21).
(D) Significaba finalmente la consagración e inauguración de un camino nuevo y vivo hacia Dios (He. 10:20). El velo impedía que el pueblo se acercase a la shekinah o nube gloriosa en la que Dios habitaba. La rasgadura del velo significaba que Cristo, con Su muerte, había abierto el camino hacia Dios, (a) para Sí mismo. Después de haber ofrecido el sacrificio en el atrio exterior la sangre era rociada ahora sobre el propiciatorio dentro del velo. Aunque no subió inmediatamente al santuario no hecho de manos, sino cuarenta días más tarde, sin embargo adquirió ya el derecho de entrar allá y se le concedió virtualmente la admisión, (b) para nosotros en Él, como leemos en Hebreos 10:19–20. Murió para llevarnos a la gloria (He. 2:10) y, con este fin, hubo de rasgar el velo de nuestra culpa y, también, de la ira de Dios, que se interponía entre nosotros y Él (Is. 59:2). Ahora, ya no hay nada que obstruya el acceso ni nos desanime a presentarnos ante Él.
2. La tierra tembló. Este terremoto significa dos cosas:
(A) La horrible perversidad de los que crucificaron a Cristo. Al temblar bajo tan gran peso, la tierra dio testimonio de la inocencia del que así era perseguido, y contra la impiedad de los perseguidores.
(B) Los gloriosos resultados de la cruz de Cristo. Este terremoto significa también el golpe mortal infligido al reino de Satanás. Dios sacude a las naciones, cuando el Deseado de las naciones está a punto de llegar.
3. Las rocas se partieron; la parte más dura y firme de la tierra sintió también los efectos de la muerte de Cristo. Cristo había dicho que, si los niños cesasen de gritar Hosanna, las piedras clamarían (Lc. 19:40); y ahora, en efecto, clamaban y proclamaban la gloria del Salvador que moría. Jesucristo es la Roca y estas rocas, al hendirse, daban a entender que la Roca que es Cristo se hendía: (A) Para que en sus hendiduras pudiésemos ocultarnos como lo hizo Moisés en la hendidura de la roca de Horeb, para contemplar la gloria del Señor, como él. (B) Para que por aquella hendidura de Cristo, surgieran ríos de agua viva que nos refresquen en este desierto. Cuando celebramos el recuerdo de la muerte de Cristo, nuestros corazones duros y roqueños deben hendirse; es el corazón, no los vestidos, lo que hay que rasgar en señal de duelo. Ciertamente, un corazón que no se rompe ante la clara presentación de Jesucristo como crucificado (Gá. 3:1), es más duro que las rocas que se partieron ante la muerte de Cristo, más inflexible que los montes que se derriten como cera en presencia de Jehová (Sal. 97:5) y más frío que el hielo que se licua ante el calor de Su Palabra (Sal. 147:18).
4. Se abrieron los sepulcros (v. 52). Parece ser que el mismo terremoto que hendió las rocas, abrió también los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron. La muerte de los santos es solamente el sueño del cuerpo, y el sepulcro en que yacen es el lecho del descanso. Estos santos fueron despertados por el poder del Señor Jesús, y saliendo de los sepulcros después de la resurrección de Él, entraron en la santa ciudad, y se aparecieron a muchos (v. 53). Este milagro suscita cuestiones interesantes a las que no es fácil responder, como: (a) Quiénes eran estos santos que se levantaron. Unos opinan que eran los antiguos patriarcas, que tanto deseaban ser enterrados en la Tierra de Promisión (v. por ej. Gn. 50:24–25). Otros piensan que se trata de seguidores de Cristo que habían tenido el privilegio de conocerle según la carne, pero habían muerto antes que Él. Otros, en fin, suponen que se hace referencia a los que, en el Antiguo Testamento, habían sellado con su sangre el testimonio de las verdades de Dios. (b) No está claro si volvieron a la vida cuando el Señor murió, pero no entraron en la santa ciudad sino después de la resurrección de Él, o si resucitaron al tiempo de la resurrección de Jesucristo; lo cual es más probable, a la vista de 1 Corintios 15:20, donde se dice de Cristo que fue hecho primicias de los que durmieron. (c) Hay también quienes opinan que se levantaron de sus sepulcros únicamente para dar testimonio de la resurrección del Señor y volver de nuevo a sus sepulcros. Pero es mucho más probable que resucitaran gloriosamente para no volver a morir a fin de que el grano que había sido sepultado no surgiese solo, sino como en varias espigas. (d) Tampoco sabemos a quiénes se aparecieron, si a parientes, a enemigos o amigos, en qué forma se aparecieron, con qué frecuencia, qué dijeron o hicieron todo esto son cosas secretas (Dt. 29:29), a las que no necesitamos acudir para robustecer nuestra fe, pues tenemos la palabra profética más segura (2 P. 1:19).
Con todo, el hecho nos enseña varias lecciones muy útiles: (1) Que incluso los que vivieron y murieron antes de la muerte de Cristo, recibieron el beneficio derivado de ella con efectos retrospectivos, lo mismo que los que han vivido y muerto después de la muerte de Jesús. (2) Que la muerte de Cristo tuvo poder más que suficiente para conquistar, desarmar y destruir la muerte. Estos santos que se levantaron eran los trofeos manifiestos de la victoria de la cruz de Cristo sobre los poderes de la muerte.
(3) Que, en virtud de la resurrección de Cristo, los cuerpos de todos los creyentes resucitarán también cuando llegue la hora fijada por Dios.
III. La convicción de los enemigos que habían sido los ejecutores de la crucifixión (v. 54).
1. Las personas convictas: el centurión y los que estaban con él guardando a Jesús. (A) Eran
soldados, profesión que ordinariamente endurece, y cuyos pechos no se ablandan tan fácilmente por impresiones de miedo o de compasión. Pero no hay ánimo tan altivo ni tan osado que no pueda ser ablandado y humillado por el poder de Cristo. (B) Eran romanos, gentiles y, a pesar de eso, fueron los únicos que quedaron impresionados de esta manera. Mientras los gentiles se ablandaban, los judíos se endurecían. (C) Eran perseguidores de Cristo, que hacía muy poco le habían denostado, como consta por Lucas 23:36. ¡Cuán rápidamente puede Dios, por el poder que tiene sobre las conciencias de los hombres, cambiar también el modo de hablar que los hombres tienen!
2. Los medios de convicción: visto el terremoto, que les espantó, y las cosas que habían acontecido.
Estas cosas hicieron impacto en los soldados, cualquiera fuese el que hicieron en otros.
3. Las expresiones con que manifestaron dicha convicción:
(A) El terror que se apoderó de ellos: temieron en gran manera. Temieron ser sumidos en las tinieblas o tragados por la tierra en el terremoto. Dios puede aterrorizar fácilmente al más osado de Sus adversarios. La culpabilidad de la conciencia infunde miedo en el ánimo de los hombres. Sin embargo, los que confían en Dios, no temerán aun cuando la tierra sea removida (Sal. 46:1–2).
(B) El testimonio que se vieron compelidos a dar. Dijeron: Verdaderamente, éste era Hijo de Dios. Era éste el punto álgido de la disputa, y en él se ponían ahora de acuerdo Él y sus enemigos (26:63–64). Sus discípulos lo creían, pero por ahora no se atrevían a confesarlo; el propio Jesús parecía perplejo cuando clamó: ¿A qué me desamparaste? Los judíos, ahora que le veían muerto en la cruz, daban el asunto como zanjado a favor de ellos. Sin embargo, el centurión y los soldados pronunciaban ahora esta confesión voluntaria de la fe cristiana. El mejor de Sus discípulos no había podido decirlo mejor en ningún tiempo, y en este momento no tuvo ni la fe ni el coraje suficientes para decir esto mismo: Verdaderamente, éste era el Hijo de Dios.
IV. La presencia de los pocos amigos que fueron testigos de Su muerte (vv. 55–56).
1. Quiénes eran: muchas mujeres … las cuales habían seguido a Jesús desde Galilea. No Sus apóstoles (sólo a Juan encontramos junto a la cruz; Jn. 19:26), cuyos corazones habían desfallecido y no aparecieron por allí. Pero aquí vemos una compañía de mujeres, alguien las tendría por necias, al seguir valientemente a Jesús tan de cerca, cuando el resto de los discípulos le habían abandonado cobardemente. Muchas veces, las personas del sexo débil son, por la gracia de Dios, fuertes en la fe. Ha habido mujeres, famosas por su coraje y decisión en seguir la causa de Cristo hasta sufrir el martirio por Él.
De estas mujeres se dice:
(A) Que habían seguido a Jesús desde Galilea, por el gran afecto que le profesaban pues sólo los varones estaban obligados a subir a la fiesta. Después de seguirle desde tan lejos, estas mujeres decidieron no abandonarle ahora. Los servicios y sufrimientos que de antiguo hemos sobrellevado por Cristo, deben sernos estímulo para perseverar hasta el fin en el trabajo y en el ministerio para el que nos ha llamado y para ofrecerle con gusto el resto de nuestras vidas.
(B) Que le servían de su peculio. ¡Con qué gozo le habrían ministrado ahora, si les hubiera sido posible hacerlo! Cuando alguna circunstancia nos impide hacer el bien que querríamos, debemos hacer cuanto podamos en el servicio de Cristo.
(C) Algunas de ellas son mencionadas por sus nombres. Otras veces aparecen mencionadas, y es un honor para ellas que se les mencione precisamente ahora; fieles hasta el final.
2. Qué hacían:
(A) Estaban lejos. Sin duda que los sufrimientos de Cristo fueron más duros de soportar al ver a lo lejos a los amigos que más le amaban (Lc. 23:49 los menciona en masculino, lo que indica que había algunos varones). Juan 19:25 menciona cerca de la cruz a Juan, a la madre de Jesús, a María la mujer de Cleofás y a la Magdalena. El que estuvieran algún tanto alejadas no significa desafecto, sino timidez y delicadeza (téngase en cuenta que Jesús estaba completamente desnudo).
(B) Estaban mirando; puesto que no podían prestarle ningún servicio, le dirigían al menos una mirada de afecto, una mirada llena de pena. Podemos imaginarnos cómo les dolería en lo más profundo del corazón verle en tal tormento. Contemplemos con los ojos de la fe a nuestro Salvador crucificado y que nuestro corazón se sienta afectado por el gran amor con que nos amó.
Versículos 57–66
A continuación se nos refiere el sepelio de Jesús, en el que podemos apreciar, por un lado la delicadeza y buena voluntad de los amigos que depositaron Su cadáver en el sepulcro; y, por otra, la malicia y mala voluntad de Sus enemigos, muy solícitos en procurar que no saliera de la tumba.
I. Sus amigos le hicieron un sepelio honroso.
1. Jesucristo fue enterrado. Cuando su preciosa alma entró en el Paraíso, su bendito cuerpo quedó depositado en las cámaras del sepulcro. Fue sepultado para hacer más cierta Su muerte y Su resurrección, más gloriosa. Pilato no habría permitido que el cuerpo de Cristo fuera sepultado, mientras no estuviese completamente seguro de que estaba realmente muerto. Fue sepultado también para quitarle al sepulcro sus terrores y hacer más agradable y consoladora nuestra sepultura, sabiendo que hemos sido consepultados con Él (Ro. 6:4).
2. También se nos refieren las circunstancias particulares de su sepelio:
(A) La hora en que fue sepultado: Al atardecer, la misma tarde en que murió, antes de la puesta del sol, como era corriente en el sepelio de malhechores. No podía dejarse para más tarde, puesto que, con la puesta de sol, comenzaba el sábado.
(B) La persona que se encargó del funeral fue José de Arimatea. Los apóstoles habían huido. Las mujeres que le seguían no se atreverían a hacerlo. Entonces fue cuando Dios puso en el corazón de este hombre el coraje y la voluntad de llevarlo a cabo; pues, cuando Dios tiene alguna obra entre manos, siempre encuentra los instrumentos para llevarla a cabo. José era el hombre apropiado, porque: (a) Tenía recursos para hacerlo decentemente ya que era un hombre rico. La mayor parte de los discípulos de Cristo eran de modesta y pobre condición económica; pero aquí había un hombre rico, listo para ser usado en un servicio que requería alta posición económica y social. Las riquezas de este mundo son una gran ventaja y una gran oportunidad para emplearlas en la obra del Señor, y en ninguna cosa mejor pueden los acaudalados emplearlas que para la gloria de Dios y la extensión del Evangelio, si es que tienen un corazón dispuesto para servir de veras al Señor. (b) Tenía afecto al Señor, pues había sido hecho discípulo de Jesús, aunque no lo profesaba públicamente. Cristo tiene más discípulos secretos que los que nosotros conocemos y, si Él mismo no vino a quebrar la caña rajada ni apagar el pábilo que humea (Is. 42:3; Mt. 12:20), no vamos nosotros, miserables pecadores, a ser más exigentes que Él, sino, más bien, sostengamos al débil y demos aliento al cobarde.
(C) La concesión que obtuvo de Pilato: Éste se presentó a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato mandó que se le diese el cuerpo (v. 58). Por ser el gobernador, Pilato era la persona apropiada para conceder el permiso para enterrar a Jesús; vemos que estaba en buena disposición para conceder este permiso, al atender, sin duda, a la calidad de la persona que lo solicitaba y también, por qué no, por una especie de compensación por la injusticia que había cometido al condenarle a muerte, a sabiendas de que era inocente.
(D) La forma en que se llevó a cabo el sepelio (vv. 59–60).
(a) Aun cuando era persona de alto rango, rico y miembro del Sanedrín, José de Arimatea tomó él mismo el cuerpo de Jesús, bajándolo del madero; porque, cuando hay verdadero amor al Señor, ningún servicio debe considerarse bajo para Él. Lo envolvió en una sábana limpia, como era costumbre. Sepultar a los muertos, aun cuando sea una práctica común de humanidad, si se hace de una forma piadosa, es también una obra cristiana.
(b) Cómo fue depositado en el sepulcro. Fue puesto en una tumba prestada, como de prestado había vivido: nació en un establo ajeno, se alimentó de prestado, no tenía casa propia, pues no tuvo donde reclinar su cabeza, y tampoco tuvo tumba propia donde descansar su cuerpo muerto. El pecado y el sepulcro son la única verdadera herencia del pecador; eso es lo único que de veras nos pertenece como pecadores. Pero el Señor Jesús, así como no tenía pecados propios, tampoco tuvo sepulcro propio; al haber muerto bajo pecado imputado era propio que yaciese en sepulcro prestado. Era un sepulcro nuevo que José de Arimatea había excavado para sí en la peña. Al quedar vacía la tumba con la resurrección de Jesús, el carácter mismo de tal sepulcro quedó alterado para siempre.
(c) Al estar el sepulcro excavado en la roca, no había modo de poder robar el cuerpo, a no ser por la entrada, la cual quedó cerrada con una gran piedra y, por si fuera poco custodiada por una guardia de soldados y sellada con el sello del gobernador. Con el rodar de la piedra a la entrada del sepulcro, quedó terminado el funeral. Allí quedó como en prisión, encerrado su cuerpo. La circunstancia que mayor melancolía añade a un funeral es cuando nos volvemos a casa, tras dejar al difunto. Pero, si bien se mira, no somos nosotros los que volvemos a casa y les dejamos a ellos atrás, sino que son ellos los que se van a la casa del Padre y nos dejan atrás a nosotros.
(E) El grupo que asistió al funeral era pequeño e insignificante: además de José, María la Magdalena y la otra María (v. 61, comp. con v. 56). Las mismas que estuvieron presentes en el Calvario, le siguieron también hasta el sepulcro. El verdadero amor a Cristo no nos permitirá dejarle hasta el final. Ni la aridez del sepulcro ni la humedad del agua pueden apagar el amor (Cnt. 8:6–7).
II. Los enemigos de Cristo hicieron cuanto pudieron para impedir Su resurrección; todo ello, al día siguiente, que es después de la preparación (v. 62), es decir, el sábado. Quizá no se le menciona por este nombre para no desorientar a los lectores, pues el mismo día de la crucifixión era tenido como «sábado», por ser el primer día de la fiesta. En este día, los principales sacerdotes y los fariseos en vez de estar atendiendo a sus devociones, como era su deber y pidiendo perdón por los pecados de la semana, estaban ante Pilato con el único objetivo de asegurarse contra cualquier tentativa de robar el cuerpo de Jesús.
1. Cómo se dirigen a Pilato, pidiendo una guardia para el sepulcro.
(A) El pretexto que interponen para conseguirlo: Aquel engañador dijo: Después de tres días resucitaré (v. 63). Así lo había dicho, y sus discípulos habían de recordarlo para confirmación de su fe, pero los enemigos lo recordaban para provocación de su perversidad. Así pasa con el mensaje del Evangelio que para unos es olor de muerte para muerte, y para otros olor de vida para vida (2 Co. 2:16). Le llaman engañador, como si su muerte ignominiosa fuese una prueba de que era un impostor.
(B) Hacen que se trasluzcan sus celos: No sea que vengan sus discípulos y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de entre los muertos (v. 64).
(a) A lo que realmente tenían miedo era a su resurrección; lo mismo que representa el mayor honor para Cristo y el mayor gozo para sus discípulos, sirve del mayor terror a sus enemigos. Por eso, los principales sacerdotes y los fariseos se empeñan en desacreditar las predicciones de Cristo acerca de Su resurrección, porque si llega a resucitar, todas las medidas que están tomando resultarán fallidas. Quizás estaban sorprendidos por los respetos que dos personas tan honorables como José y Nicodemo estaban rindiendo al cadáver de Jesús. Tampoco olvidarían que Cristo había resucitado a Lázaro, lo que había colmado la medida de su furor.
(b) Dan como excusa el peligro de que los discípulos roben el cuerpo de noche y se lo lleven, cosa de todo punto improbable. No habían tenido el valor de confesarle cuando aún vivía, ¿y se iban a mostrar valientes ahora que estaba muerto? Además, qué podían sacar con robar el cuerpo y tratar de engañar al pueblo e inventar una resurrección no existente? Por una parte, tarde o temprano, se habría descubierto el engaño y los enemigos habrían podido presentar el cadáver al pueblo, con descrédito total de los seguidores de Jesús. Por otra parte, fueron muchos los seguidores de Cristo que sellaron su testimonio con su propia sangre, y no hay engañador que sostenga su engaño hasta el martirio. Los enemigos de Jesús añaden que, si la tumba apareciese vacía, el último engaño sería peor que el primero. Con estas palabras daban a entender que la resurrección de Cristo es la prueba más contundente del carácter de su persona y de la verdad de sus enseñanzas.
(C) En consideración a las razones que acaban de expresar, se rebajan a pedir al gobernador que envíe una guardia para asegurar el sepulcro hasta el tercer día. Como si los prisioneros de la muerte necesitasen más precaución que el propio sepulcro. Esos irracionales temores eran como aldabonazos que su culpabilidad descargaba sobre sus conciencias.
2. Respuesta de Pilato a la petición de ellos: Ahí tenéis una guardia; id, aseguradlo como sabéis (v. 65). Estaba dispuesto a complacer a los amigos de Cristo concediéndoles el cuerpo de Jesús, y a los enemigos concediéndoles la guardia para guardar el sepulcro, deseoso de agradar a las dos partes y al pensar quizá, que tan ridículas eran las esperanzas de los unos como los temores de los otros. Dice: Ahí tenéis una guardia; pero, como si se avergonzase de verse envuelto en un caso como éste, les deja a ellos la responsabilidad de utilizarla. Me parece que las palabras: aseguradlo como sabéis, suenan a burla, o
(A) del miedo que tenían: «aseguraos de que ponéis una guardia bien fuerte en su sepulcro, para guardar a un muerto», o (B) de la esperanza que abrigaban: «haced lo que queráis, pero si es cosa de Dios, resucitará, a pesar vuestro y de la guardia que pongáis». Tertuliano llega a decir de Pilato que en su conciencia era cristiano; es posible que sintiese algún impacto bajo tales convicciones, pero no parece que fuera de veras persuadido a hacerse cristiano más que Agripa o Félix.
3. El trabajo que se tomaron ellos para asegurar el sepulcro: Sellaron la piedra (v. 66) y, para mayor seguridad, pusieron la guardia, a fin de impedir que los discípulos vinieran y se llevasen el cadáver. Pero Dios sacó bien de estas circunstancias, e hizo que quienes se oponían a la resurrección de Cristo, tuviesen la oportunidad de presenciarla y poder referir a los principales sacerdotes lo que habían presenciado. Guardar el sepulcro contra los pobres y débiles discípulos fue una locura pues era innecesario; pero pensar que lo podían guardar contra el poder de Dios fue una locura mayor, pues fue insuficiente y sin provecho para el objetivo que buscaban.
En los capítulos anteriores, vimos al Capitán de nuestra salvación en conflicto con los poderes de las tinieblas; la victoria pareció inclinarse del lado de sus enemigos. Pero cuando el Príncipe de nuestra paz salió del sepulcro se mostró como Campeón y Vencedor absoluto. Ahora bien, al ser la resurrección de Cristo uno de los principales fundamentos de nuestra religión era necesario que tuviésemos pruebas infalibles de ella. Lucas y Juan aportan un relato más amplio que Mateo y Marcos. Aquí tenemos las siguientes: I. El testimonio del ángel acerca de la resurrección de Cristo (vv. 1–8). II. La aparición del mismo Cristo a las mujeres (vv. 9–10). III. La confesión de los propios enemigos que hacían guardia en el sepulcro (vv. 11–15). IV. La aparición de Cristo a los discípulos en Galilea, y la comisión que les dio (vv. 16–20).
Versículos 1–10
Como pruebas de la resurrección del Señor tenemos aquí el testimonio del ángel y del mismo Cristo.
No queramos imponer condiciones a la Sabiduría Infinita, la cual tuvo a bien que los testigos de Su resurrección le viesen resucitado, pero no le viesen resucitar. Su encarnación fue un misterio; también lo había de ser lo que podemos llamar Su segunda encarnación.
I. Llegada de las buenas mujeres al sepulcro.
1. Cuándo vinieron: Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana (v. 1). Esto fija con toda claridad el tiempo de la resurrección de Cristo.
(A) Resucitó al tercer día después de Su muerte. Fue sepultado en la tarde del sexto día de la semana, y resucitó en la madrugada del primer día de la semana siguiente. Comoquiera que los orientales contaban como días enteros los fragmentos de los días de entrada y salida, no ha de extrañarnos cuando leemos en 12:40 «tres días y tres noches», aunque, en realidad, estuvo en el sepulcro solamente dos noches un día y fragmentos de otros dos.
(B) Resucitó pasado el sábado judío, y era el sábado de la Pascua. En el sexto día, acabó Cristo Su obra, y gritó: Consumado está; en el séptimo día, descansó; y luego, en el primer día de la semana siguiente, como si comenzase un mundo nuevo emprendió una obra nueva: las cosas viejas pasaron; he aquí, todas son hechas nuevas (2 Co. 5:17). El tiempo en que los creyentes yacen en el sepulcro es un sábado para ellos, pues allí descansan de sus trabajos (Job 3:17; Ap. 14:13).
(C) Resucitó en el primer día de la semana. En el primer día de la primera semana mandó Dios que brillara la luz de en medio de las tinieblas; por eso, quiso en este día salir de las tinieblas de la muerte y del sepulcro el que era la Luz del mundo. El sábado fue instituido en señal y recuerdo de que Dios había terminado la obra de la creación (Gn. 2:1). El hombre, con su rebelión, hizo una brecha en esta obra ya perfecta, y esta brecha no quedó reparada perfectamente hasta que Cristo se levantó de entre los muertos. El que resucitó en este día es el mismo por quien, en quien y para quien todas las cosas fueron creadas (Col. 1:16), y ahora son recreadas.
(D) Resucitó al amanecer del día. Tan pronto como pudo decirse que amaneció, nos visitó desde arriba, de nuevo el Sol de justicia (Lc. 1:78). Su Pasión comenzó de noche; cuando fue crucificado se oscureció el sol; fue puesto en el sepulcro al atardecer pero se levantó del sepulcro al despuntar el alba, porque Él es la estrella resplandeciente de la mañana (Ap. 22:16), la luz verdadera (Jn. 1:9).
2. Quiénes vinieron al sepulcro: María la Magdalena y la otra María, las mismas que habían estado presentes en el funeral y deseaban expresar una vez más su afecto al Señor. No sólo acompañaron al Señor hasta el sepulcro, sino que deseaban hacerle compañía también en el sepulcro. Y el Señor es muy buen recompensador: así como sus fieles seguidores le amaron en el sepulcro, así también Él ama a los suyos en el sepulcro, porque la muerte y el sepulcro no pueden romper los lazos de amor que nos unen con Él: Estimada es a Sus ojos la muerte de Sus santos (Sal. 116:15).
3. Qué vinieron a hacer: los otros evangelistas dicen que vinieron para ungir el cuerpo. Mateo sólo dice que vinieron a ver el sepulcro. Vinieron a mostrar su afecto en otra visita a los restos de su amado Maestro. En el sepulcro de Jesús pueden verse también nuestros pecados sepultados, y la gran prueba de amor redentor que brilla con todo esplendor en la región de las tinieblas.
II. La aparición de un ángel del Señor a las mujeres (vv. 2–4). Aquí tenemos un relato del modo como se llevó a cabo la resurrección de Cristo.
1. Hubo un gran terremoto. Cuando murió Jesús, la tierra tembló de pavor; cuando resucitó, la tierra que le había alojado en su seno, saltó de gozo por Su exaltación. Era la señal de la victoria de Cristo y como si el sepulcro en trance de parto, no pudiera retenerlo y tuviera que darlo a luz (ésta es la idea implícita en Hch. 2:24). Los que son convertidos y resucitados así a la vida espiritual, mientras se realiza el nuevo nacimiento, hallan en su interior una especie de temblor de tierra, como Pablo «temblando y temeroso» (Hch. 9:6).
2. Un ángel del Señor descendió del cielo. Los ángeles asistieron al Señor Jesús en algunas ocasiones pero en la cruz no hallamos a ningún ángel que le asistiera; cuando el Padre le desamparó, los ángeles le retiraron también su asistencia; pero ahora que vuelve a tomar Su gloria, de nuevo vienen a Su encuentro.
3. Llegando, removió la piedra y, después de voltearla, se sentó sobre ella. La pesada piedra de nuestros pecados fue volteada a la puerta del sepulcro de nuestro Señor Jesús y, para mostrar que la justicia divina estaba satisfecha, fue comisionado un ángel para remover la piedra. Todos los poderes de las tinieblas y de la muerte están bajo el control del Dios de la luz y de la vida. El ángel celestial viene con la autoridad necesaria para romper el sello y con la fuerza suficiente para remover una gran piedra. Y se sentó sobre ella, como desafiando a todos los poderes del Averno a que la vuelvan a poner a la entrada del sepulcro.
4. Su aspecto era como un relámpago, y su vestido, blanco como la nieve (v. 3). Su mirada hacia los soldados de la guardia era como ráfagas de relámpagos. La blancura de su vestido era un emblema, no sólo de pureza, sino también de gozo y de victoria. Cuando Cristo murió, la corte celestial se puso de luto, simbolizado en el eclipse del sol; pero, cuando resucitó se pusieron de nuevo las vestiduras de alabanza. La gloria de este ángel representaba la gloria de Cristo, a la que ahora resucitaba pues es la misma descripción que se da de Él en Su transfiguración (17:2).
5. Y de miedo de él, los guardias temblaron y se quedaron como muertos (v. 4). Nótese que eran soldados, endurecidos contra el miedo; sin embargo, la sola presencia del ángel les sobrecogió de terror. La resurrección de Cristo, así como es un gozo para Sus amigos, es el terror y la confusión de Sus enemigos. Temblaron; el vocablo del original es el mismo que se usa para el terremoto (v. 2). Al temblar la tierra, temblaron también los terrenales (1 Co. 15:48), pues toda su porción está aquí en la tierra, mientras que los que han puesto su felicidad en las cosas de arriba, aunque la tierra tiemble, ellos no tienen miedo. Su quehacer era guardar un muerto en su tumba, de seguro, el servicio más fácil que jamás les habría sido encomendado y, con todo, les resultó demasiado duro.
III. El mensaje que el ángel comunicó a las mujeres (vv. 5–7).
1. Dejad de temer vosotras (v. 5). Llegarse a tumbas y sepulcros, especialmente en el silencio y la soledad, produce cierto espanto; mucho más les espantaría a estas mujeres encontrar un ángel junto al sepulcro. Pero él se apresura a tranquilizarlas. Los guardias temblaron y quedaron como muertos, pero a las mujeres viene a decirles el ángel: «Las nuevas que os traigo no deben sorprenderos; no temáis, porque Su resurrección será vuestra consolación; porque yo sé que buscáis a Jesús. No vengo a asustaros, sino a animaros». Quienes buscan a Jesús, no tienen motivo para estar con miedo, porque, si le buscan con diligencia, le hallarán. Sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. Menciona la crucifixión para mayor recomendación del afecto que ellas le tenían: «Todavía le buscáis, a pesar de que fue crucificado». Los verdaderos creyentes aman y buscan a Jesús, no sólo a pesar de que fue crucificado, sino precisamente
porque fue crucificado.
2. Les da seguridad de que Jesús ha resucitado: No está aquí, pues ha resucitado (v. 6). Esto era bastante para disipar los temores que abrigaban. El oír que no estaba allí no habría sido ninguna noticia buena para los que le buscaban, si no hubiese añadido: ha resucitado. No hay que escuchar a los que dicen: está aquí o está allí, porque Él no está aquí ni está allí, está resucitado. Hemos de buscarle como al que ha resucitado. Los que hacen estampas e imágenes de Cristo olvidan esto. Nuestra comunión con el Señor debe ser espiritual, por fe en Su palabra. Hemos de buscarle con reverencia, con humildad y con una mentalidad celestial. Si en alguna ocasión nos sentimos tentados a hacer de este mundo nuestro hogar y decimos: Bueno nos es estar aquí, recordemos que nuestro Señor Jesús no está aquí, ha resucitado; y por consiguiente, nuestros corazones no deben estar aquí, sino donde está el resucitado.
Dos cosas les dice el ángel a las mujeres para confirmar su fe:
(A) Que la palabra de Jesús se ha cumplido: Ha resucitado como dijo: «Si Él dijo que había de resucitar, ¿por qué tardáis en creer lo que ya os dijo que había de suceder?» Nunca pensemos que es cosa extraña que se cumplan las esperanzas que la Palabra de Dios ha suscitado en nosotros. Si recordamos lo que el Señor nos ha dejado dicho, no nos sorprenderá que nos haga lo que prometió.
(B) Que podían ver cómo la tumba estaba vacía: «Venid, ved el lugar donde yacía el Señor. Juntando lo que acabáis de oír con lo que podéis ver, no os será difícil creer». ¡Cuánto bien nos haría mirar con frecuencia, con los ojos de la fe, al lugar donde el Señor yacía! Cuando miramos al sepulcro donde esperamos reposar un día, quitemos de nosotros todo temor y miremos al lugar donde Jesús yació, pues la tumba de nuestro Salvador nos consuela del temor de ir a la nuestra.
3. Les encarga que se apresuren a comunicar a los discípulos las buenas noticias: Id pronto a decirlo a sus discípulos (v. 7). Bueno era el estar allí, pero el ángel les encomendaba otro trabajo; no debían monopolizar su gozo, sino compartirlo. Ser de utilidad para otros debe prevalecer sobre el placer de la comunión privada con Dios.
(A) Los discípulos de Cristo deben ser los primeros en conocer las noticias; no les dice: Id a los principales sacerdotes y a los fariseos para que queden confundidos, sino: id a los discípulos para que queden confortados. Dios prefiere que el gozo de Sus hijos se anticipe a la vergüenza de Sus enemigos. Decid a sus discípulos: (a) Para animarles bajo las presentes circunstancias de pesadumbre y dispersión. Eran horas amargas para ellos, entre la pena y el miedo. ¡Qué refrigerio sería para ellos oír que su Maestro había resucitado! (b) Para que por sí mismos investigasen el hecho, pues preparándose para buscarle, se prepararían para que se les apareciese. Las insinuaciones generales excitan en los que buscan, una investigación más a fondo.
(B) Las mujeres reciben el encargo de llevar este mensaje. Esto era una recompensa al afecto con que le habían seguido junto a la cruz y, después, junto al sepulcro; al mismo tiempo, era un velado reproche a los discípulos que habían abandonado a su Maestro. Así como la mujer fue la primera en la transgresión, así estas mujeres fueron las primeras en creer en la redención que de la transgresión había sido llevada a cabo por la resurrección de Cristo.
(C) El ángel les dice que vayan pronto a cumplir este encargo. ¿Qué prisa había en ello? Sí, es cierto que tan buenas noticias habrían sido bien recibidas en todo tiempo, pero los discípulos estaban abrumados de pesar, y Cristo quería que se les confortara lo antes posible. Ellos le habían abandonado a toda prisa, pero Él es tan misericordioso que desea consolarles a toda prisa. Nosotros también debemos apresurarnos a confortar a nuestros hermanos y hacerles el bien sin ninguna dilación.
(D) El encargo comportaba la orden de que los discípulos fuesen a encontrarse con el Señor en Galilea. Esta cita para encontrarse en Galilea, a unos ciento cincuenta kilómetros de Jerusalén, la hacía el Señor: (a) por delicadeza para con los discípulos que se habían quedado en Galilea y no habían venido (quizá no habían podido venir) a Jerusalén. Cristo sabe dónde viven los Suyos y los visitará allí. Incluso a los que viven a cierta distancia espiritual de Él, no deja por eso de manifestarse a ellos misericordiosamente con la abundancia de sus gracias: (b) por consideración a la debilidad de los discípulos que estaban ahora en Jerusalén, pero que, por miedo a los judíos, no se atrevían a aparecer en público. Cristo conoce nuestros temores y conoce nuestra frágil condición; por eso, en esta ocasión, les cita en el lugar que menos peligro ofrecía de ninguna perturbación.
4. Finalmente, el ángel afirma solemnemente sobre su palabra lo que acaba de comunicarles: He aquí que os lo he dicho. Como diciendo: «Podéis estar completamente seguras de mi mensaje, pues en él empeño mi propia palabra». De este modo, el ángel que había sido enviado a certificar de la resurrección de Cristo, dejaba en manos de los discípulos la tarea de proclamar por todo el mundo las nuevas que iban a recibir. Venía a decir: «Yo ya he cumplido con mi encargo de comunicar el mensaje: He aquí que os lo he dicho». Los mensajeros de Dios que cumplen fielmente con su deber, pueden consolarse con ello, sea cual fuere el éxito (v. Hch. 20:26–27).
IV. Las mujeres se marchan del sepulcro para llevar las noticias a los discípulos (v. 8). Consideremos:
1. En qué estado de ánimo marcharon: con temor y gran gozo; extraña mezcla: temor y gozo, al mismo tiempo, en un mismo corazón. Oír que el Señor había resucitado no podía producir otra cosa que gran gozo; pero tener una visión sobrenatural y recibir de un ángel la noticia, les causaba un santo temor. Nótese que del gozo se dice que era grande, pero no del temor, porque el temor santo siempre tiene gozo, pero el gozo, cuando va acompañado de amor perfecto, echa fuera todo temor (1 Jn. 4:18).
2. Cómo se apresuraron: fueron corriendo. Juntos el temor y el gozo, les dieron prisa y les dieron como dos alas en su marcha. Esto nos enseña a no malgastar el tiempo ni ser holgazanes cuando Dios nos ha encomendado una tarea.
3. Con qué objetivo marcharon tan deprisa: a dar las nuevas a sus discípulos. Corrieron a llevar a los discípulos el consuelo con que ellas mismas habían sido consoladas por Dios (v. 2 Co. 1:4). Los discípulos de Cristo deben estar dispuestos a comunicarse recíprocamente sus experiencias espirituales y comunicar a otros lo que Dios ha hecho por ellos y lo que les ha comunicado. El gozo en Cristo Jesús no puede pasar inadvertido por los demás.
V. La aparición de Cristo a las mujeres para confirmar el testimonio del ángel (vv. 9–10). Estas buenas y celosas mujeres, no sólo fueron las primeras en recibir las buenas noticias acerca de Él, sino también en verle después de Su resurrección. Jesucristo es, con frecuencia, mejor que Su Palabra, nunca peor; a veces adelanta, nunca frustra, las legítimas expectaciones de los Suyos.
1. La sorprendente aparición de Cristo a las mujeres: Mientras iban a dar las nuevas a los discípulos, he aquí que Jesús les salió al encuentro. Las visitas que Dios nos hace con Su gracia suelen encontrarnos en el camino de nuestro deber, y quienes usan lo que tienen para beneficio de otros, recibirán del Señor mucho más. Esta entrevista con el Señor fue inesperada. Cristo siempre está más cerca de los Suyos que lo que ellos mismos se imaginan. En Su Palabra, siempre está cerca de nosotros.
2. El saludo con que se dirigió a ellas: ¡Salve! Aunque este es el significado del griego, no cabe duda de que Jesús se dirigiría a ellas con el acostumbrado saludo hebreo: Shalom = paz, que, en hebreo significa toda clase de bendiciones de parte de nuestro Padre celestial (v. Stg. 1:17). Este saludo comportaba (A) el deseo de toda clase de bienes para ellas; (B) la familiaridad con Sus discípulos, pues por eso les llamaba amigos; (C) este saludo tendía a disminuir el temor que tenían y aumentarles el gozo, ya de suyo grande: No temáis ya (v. 10). Es voluntad de Cristo que los Suyos sean una gente alegre; por eso, la alegría era una de las principales características de los primeros cristianos (v. Hch. 2:46).
3. El homenaje respetuoso que ellas le tributaron: Y ellas acercándose, se asieron a sus pies, y le adoraron (v. 9). De esta forma expresaron: (A) La reverencia y el honor que tenían para Él: (B) el amor y el afecto que le profesaban: (C) los transportes de gozo que las invadían, ahora que tenían esta seguridad adicional de Su resurrección.
4. Las palabras alentadoras que Cristo les dirigió (v. 10). No hallamos que le dijeran ni una sola palabra; sus actitudes de afecto y adoración hablaban suficientemente por sí mismas, y lo que Él les dijo fue lo mismo que el ángel les había dicho (vv. 5, 7). Ahora observemos:
(A) Cómo las anima: No temáis ya. Las nuevas, aunque extrañas, eran verdaderas y buenas. La resurrección de Cristo, aunque es algo incomprensible para la razón humana, tiene la garantía de Su Palabra y debe llenar de gozo a los discípulos que la aceptan por fe como una gran seguridad de su propia futura resurrección y glorificación.
(B) Cómo les repite el mensaje del ángel: Id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán. (a) Siempre que hay un encuentro de comunión con el Señor, es Él quien lo dispone, así como el tiempo y el lugar; (b) Les llama a los discípulos mis hermanos. Nunca les había llamado así, sino después de Su resurrección aquí, y en Juan 20:17 (v. He. 2:11, 12, 17). Desde ahora, Cristo no convive con sus discípulos con la misma frecuencia y familiaridad de antes; pero les da este preciado título de hermanos. Ellos le habían abandonado vergonzosamente en Sus sufrimientos; pero Él no sólo continúa con Su propósito de llegarse a ellos, sino que les llama hermanos.
Versículos 11–15
Tenemos la confesión de Sus adversarios que habían montado guardia junto a Su sepulcro; y hay en esto dos cosas que dan mayor fuerza al testimonio de ellos: que eran testigos de vista, y que eran enemigos, empeñados en obstaculizar Su resurrección.
I. Cómo fue dado este testimonio a los principales sacerdotes: algunos de la guardia fueron a la ciudad (v. 11), y llevaron a quienes les habían empleado, la información decepcionante: informaron a los principales sacerdotes de todas las cosas que habían acontecido: el terremoto, el descenso del ángel, la remoción de la piedra, la salida de Cristo del sepulcro. Así que les fueron otorgados los mayores medios de convicción. Podría con toda razón esperarse de ellos que creyesen ahora en Cristo, pero estaban obstinados en su incredulidad y, de este modo, quedaron sellados y fijados en ella.
II. Cómo trataron ellos de apagarlo y suprimirlo. Convocaron una reunión para deliberar lo que debía hacerse. Por su parte, estaban resueltos a no creer que Jesús había resucitado; ahora tenían que buscar el medio de impedir que otros creyesen.
El resultado del debate fue que había que sobornar a los soldados por todos los medios posibles: Dieron mucho dinero a los soldados (v. 12). Estos sacerdotes amaban el dinero como lo amaba la mayoría de la gente, y no se desprendían de él; sin embargo, con tal de llevar adelante sus perversos objetivos contra el Evangelio de Cristo, se mostraron pródigos en extremo. Dieron una gran suma de dinero para extender lo que ellos mismos sabían que era una gran mentira, mientras que tantos cristianos dan de mala gana un poco de dinero para que se proclame lo que ellos saben que es la verdad. ¡No dejemos que se extinga por falta de fondos una buena causa, al ver que una causa tan mala fue tan liberalmente financiada. Pusieron en boca de los soldados la mentira siguiente: Decid vosotros: Sus discípulos vinieron de noche, y lo hurtaron, estando nosotros dormidos (v. 13). Una mala salida suele ser mejor que nada; pero esta es mala, de cualquier lado que se la mire.
(A) Era una salida perversa de parte de estos sacerdotes y ancianos el que sobornaran a los soldados para publicar semejante mentira.
(B) Era una salida ridícula, que comportaba su propia refutación. Si dormían ¿cómo pudieron saber lo que ocurría y quién había venido a robar el cuerpo? Como escribió Agustín de Hipona: «¿De modo que presentas testigos durmientes? Tú sí que dormías, cuando al discurrir tales cosas desvariabas».
Pero, a fin de que los soldados no objetasen que incurrirían en la pena impuesta por la ley romana contra los que se durmiesen al estar de guardia (v. Hch. 12:19), les prometieron interponer su influencia cerca del gobernador: Nosotros le persuadiremos, y os evitaremos preocupaciones. Si estos soldados se hubiesen dormido y permitido así que realmente los discípulos hubieran robado el cuerpo, los sacerdotes y los ancianos se habrían adelantado a solicitar del gobernador que les castigase por su traición, así que su preocupación por la seguridad de los soldados descubre claramente la mentira de todo el cuento que inventaron.
Así se forjó, pues, el engaño. ¿Cuál fue su éxito?
(a) Los que contaron la mentira, tomaron el dinero e hicieron como se les había dicho. El dinero era lo que les importaba y nada más. El dinero es el anzuelo para las más negras tentaciones; las lenguas mercenarias no se recatan de vender la verdad por el dinero.
El gran argumento para probar que Cristo es el Hijo de Dios es Su resurrección, y nadie pudo tener pruebas tan convincentes de la verdad de ello como estos soldados; vieron el ángel descender del cielo, vieron remover la piedra, vieron el cuerpo de Cristo salir del sepulcro, y aun así, estaban tan lejos de convencerse por sí mismos y creer, que se dejaron sobornar para negarlo, y para impedir que otros creyesen en Él. Es que la evidencia más contundente no puede convencer a los hombres, a no ser mediante la operación del Espíritu Santo.
(b) Los que estaban dispuestos a aceptar la mentira, no sólo la creyeron, sino que la propagaron: Este dicho se divulgó extensamente entre los judíos hasta hoy. La farsa consiguió su propósito. Así que los judíos, cuando se les apremiaba con el argumento de la resurrección de Cristo, tenían a punto la respuesta:
Vinieron sus discípulos, y lo hurtaron. Una vez que surge una mentira, nadie sabe la extensión que va a alcanzar, ni cuánto va a durar, ni qué perjuicios va a causar.
Versículos 16–20
Mateo pasa por alto otras apariciones de Cristo que son narradas por Lucas y Juan y se limita apresuradamente a referirnos ésta que era la más solemne de todas, conforme Jesús había prometido y determinado una y otra vez, antes de su muerte y después de su resurrección.
I. Cómo asistieron los discípulos a esta aparición, conforme a lo fijado: Se fueron a Galilea (v. 16), una larga jornada para ver a Jesús por una vez, pero mereció la pena:
1. Porque Él lo había ordenado. Aunque parecía innecesario ir a Galilea, ellos habían aprendido a obedecer los mandatos de Cristo y a no poner objeciones contra ellos. Quienes quieran mantener la comunión con Cristo, deben servirle allí donde Él les haya señalado.
2. Porque iba a ser una reunión pública y general. El lugar era un monte en Galilea, probablemente el mismo donde se había transfigurado. Allí se reunieron para estar más retirados y, quizá también, para indicar el estado de exaltación en que había entrado Jesús.
II. Cómo reaccionaron al aparecérseles Cristo (v. 17). Se nos dice:
1. Que le adoraron; la mayoría o, más probablemente, todos, le rindieron honores divinos. Todos cuantos ven al Señor Jesús con los ojos de la fe, están obligados a rendirle adoración.
2. Pero algunos dudaban. Incluso entre los que adoran, puede haber quienes duden. La debilidad y la vacilación no significan que la fe no sea sincera. Se quedaron perplejos, no precisamente de que fuese o no el Hijo de Dios, sino de si era el mismo que había muerto o era otra persona diferente. Como en el caso de Tomás (Jn. 20:25–28), más nos convence de la resurrección de Cristo la duda de éstos que la fe de todos los demás, porque ello demuestra que no estaban inclinados a la credulidad ni a sufrir alucinaciones, sino que primero quisieron tener pruebas seguras de la verdad, para adherirse después a ella de todo corazón. « Sus dudas—dice Jerónimo—aumentan nuestra fe.»
III. Qué les dijo Jesús (vv. 18–20). Jesús se acercó y les habló. No se mantuvo a distancia, sino que se acercó y les dio pruebas tan convincentes de Su resurrección, que disipó toda perplejidad e hizo que la fe de ellos triunfase sobre las dudas que habían albergado. Les habló familiarmente, como habla un amigo con otros amigos y, en esta conversación, les dio la Gran Comisión, enviándolos por todo el mundo como embajadores Suyos (comp. 2 Co. 5:20), y aquí tenemos las credenciales. En esto hemos de observar dos cosas:
1. La comisión que el propio Señor Jesús recibió del Padre. Al estar a punto de autorizar a Sus apóstoles, dice: Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y sobre la tierra. Aquí afirma Su dominio universal como Mediador. Vemos:
(A) De dónde tiene tal autoridad. Le ha sido dada por Aquel que es la Fuente de todo ser y, por consiguiente, de toda autoridad. En cuanto Dios, igual al Padre, toda autoridad es original y esencialmente Suya; pero en cuanto Mediador Jesucristo Hombre (1 Ti. 2:5), le ha sido dada. Le ha sido dada potestad sobre toda carne, para que de vida eterna a todos los que el Padre le ha dado (Jn. 17:2). Esta potestad le ha sido investida de una manera más señalada después de Su resurrección.
(B) Dónde tiene esa autoridad. En el cielo y sobre la tierra, en lo que todo el universo queda comprendido. Es el Señor de todo. Tiene autoridad en el Cielo: dominio sobre los ángeles e intercesión junto al Padre, e intercede no como suplicante, sino como demandante: Padre, quiero (Jn. 17:24). También tiene potestad sobre la tierra: prevalece sobre los hombres y les trata como quien tiene autoridad, mediante el ministerio de la reconciliación. Todas las almas son Suyas, y a Él todo corazón y toda rodilla ha de doblarse, y toda lengua confesar que es Señor (Fil. 2:10–11). Jesús les dice esto para quitar de en medio el escándalo de la cruz; no hay razón de avergonzarse de Cristo crucificado, cuando ahora se le ve así glorificado.
2. La comisión que da a los que envía: Por tanto id. Esta comisión es dada: (A) Primordialmente a los
apóstoles, los arquitectos que echaron el fundamento de la Iglesia (1 Co. 3:10; Ef. 2:20). No es sólo una voz de mando: Hijo, ve a trabajar, sino también una voz de ánimo: Ve, y no temas, ¿no te he enviado yo? Deben ir para llevar el Evangelio a las puertas de todos. Como el águila que excita su nidada, revolotea sobre sus pollos (Dt. 32:11), así también Jesús excita a Sus discípulos para que se dispersen por toda la tierra. (B) También es dada esta comisión a todos los ministros del Evangelio, llamados a transmitir el Evangelio de una generación a otra, hasta el fin del mundo. Cristo, al subir a los Cielos, dio a Su Iglesia, no sólo apóstoles y profetas, sino también pastores y maestros (Ef. 4:11).
3. Hasta dónde se extiende esta comisión: Hasta todas las naciones. Esto significa: (A) Que las promesas espirituales hechas a la nación judía (Hch. 2:39), se extienden a todos los gentiles. Anteriormente, les había prohibido ir por camino de gentiles (10:5), pero ahora les envía a todas las naciones. (B) Que la salvación obtenida en el Calvario había de ser ofrecida a todos, y nadie sería excluido, sino en base a su incredulidad e impenitencia; es una provisión universal de salvación. (C) Que el cristianismo había de ser supranacional, sin barreras de raza, clase, sexo, lengua y demás diferencias.
4. Cuál es el primer objetivo de esta comisión: Hacer discípulos en todas las naciones. Al traer las bendiciones espirituales del Reino, quiere que todos sean sus súbditos; al establecer una escuela, quiere que todos sean sus alumnos; al levantar un ejército, quiere que todos sean sus soldados. La tarea apostólica era y es llevar el Evangelio a todos los hogares y a todos los hombres. ¡Ninguna tarea tan honorable como ésta! Las hazañas de los mayores héroes de la Historia son nada en comparación con ella, porque éstos conquistaron las naciones para someterlas a su dominio y hacerlas miserables, mientras que los ministros del Evangelio las conquistan para Cristo y las hacen dichosas. Esta comisión es parte de la entraña misma de la Iglesia. Como dice Broadus: «El cristianismo es esencialmente una religión misionera … Tiene que extenderse por ley de su propia naturaleza; tiene que ensanchar su circunferencia, pues de otro modo su mismo centro tiende a borrarse».
5. Las instrucciones que les dio para llevar a cabo esta comisión: (A) Deben hacer discípulos admitiéndolos a la ordenanza del bautismo. El bautismo es la puerta de la iglesia local (Hch. 2:41). Este bautismo ha de administrarse en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Es decir: (a) Por autoridad de las personas divinas, pues sólo con la autoridad recibida del Cielo puede proclamarse públicamente que alguien es ciudadano del Cielo. (b) Invocando el nombre de las personas divinas, pues todo símbolo de santificación ha de ir acompañado de la plegaria. (c) Principalmente, para ser introducidos en la familia de las personas divinas y llegar así a ser partícipes, notoriamente, de la naturaleza divina (2 P. 1:4); de esta manera la profesión de nuestra fe adquiere públicamente un valor trinitario: en el nombre del Padre, le confesamos como nuestro Padre (6:9); en el nombre del Hijo, le confesamos como el Hijo de Dios (16:16) y nuestro Salvador (Tit. 2:13); en el nombre del Espíritu Santo, nos entregamos a Él como a nuestro Paráclito: santificador, maestro, guía y consolador (Jn. 3:5; 14:16, 26; 15:26; 16:7, 13–15). (B) Los así bautizados quedan alistados en la escuela de Cristo y es menester enseñarles: Enseñándoles a guardar todas las cosas que os he mandado (v. 20). Esto denota dos cosas:
(a) Los creyentes deben estar dispuestos a ser enseñados. (b) Los ministros de Dios han de estar dispuestos a enseñar. (c) El bautismo nos liga a Cristo; por consiguiente, debemos obedecerle, guardando todas las coas que Él mandó, sin quitar nada ni añadir nada.
6. La promesa que les hace: He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo
(v. 20). Nótese:
(A) Su presencia actual: Estoy (no estaré) con vosotros. Iba a subir al Cielo; al carecer de Su presencia física, los discípulos se pondrían tristes; pero les promete una presencia más extensa y más intensa (Jn. 16:7); más extensa, porque ya no se limitará a un solo lugar, sino que cubrirá toda la tierra; más intensa, porque, por Su Espíritu, hará Su morada en el interior de cada uno de los creyentes (Jn. 14:17–23). Él está con nosotros: (a) Para respaldar nuestra causa. (b) Para llevarnos adelante a través de problemas y dificultades. (c) Para llevar mucho fruto (Jn. 15:16) en comunión con Él.
(B) La continuidad de Su presencia: todos los días, cada día sin falta; en domingo y durante el resto de la semana; en días de prosperidad y en días de adversidad; en días de invierno y en días de primavera. El Dios de Israel, que es nuestro Dios, es un Dios que se encubre (Is. 45:15), pero no se ausenta (Sal. 46:11); a veces está en la oscuridad, pero nunca está a distancia. Esta continua presencia durará hasta el fin del mundo; literalmente, hasta la consumación del siglo. ¡Gran consuelo! Por eso, en Hebreos 13:5, se nos recuerda la gran promesa de Dios: De ningún modo te desampararé ni te dejaré (comp. con Jos. 1:5). Es una palabra de ánimo para los predicadores del Evangelio, como lo es para todos los que han puesto Su confianza en Él.
7. Finalmente, dos grandes despedidas da Cristo a Su Iglesia, y en ambas hay palabras de aliento: (A) La primera la tenemos aquí: Estoy con vosotros todos los días: «Os dejo, pero me quedo». (B) La otra está en Apocalipsis 22:20: Ciertamente vengo en breve. No se marchó con enfado, sino por amor; y con este amor hemos de mantener la comunión con Él, y estar siempre en expectación tensa, pero gozosa, de Su pronto regreso. Como Juan, hemos de decirle: Sí, ven, Señor Jesús (Ap. 22:20).