Al estudiar los relatos evangélicos, hemos visto con abundante satisfacción la fundación del cristianismo sobre la persona de nuestro bendito Salvador. Sobre esta roca está edificada la Iglesia. En el Libro que ahora nos ocupa, veremos cómo comenzó la Iglesia de Cristo a ser edificada sobre dicha roca bajo la dirección del Espíritu Santo. La historia narrada en este libro puede ser considerada de dos modos:
I. Al echar una mirada retrospectiva a los relatos evangélicos. Las promesas hechas allí las vemos cumplidas aquí, particularmente las grandes promesas del descenso del Espíritu Santo. Los poderes que este descenso comportaba se ven aquí al actuar en los milagros llevados a cabo en los cuerpos de los hombres—milagros de gracia, milagros de juicio—y los milagros, mucho mayores, llevados a efecto en las mentes y en los corazones. Las pruebas de la resurrección de Jesucristo, con que se cerraban los relatos evangélicos, se ven aquí abundantemente corroboradas, de acuerdo con la palabra de Cristo de que su resurrección había de ser la prueba más convincente de su divina misión. Cristo les había dicho a sus discípulos que le serían testigos, y este libro los presenta dando testimonio de Él. Las predicciones de Cristo sobre las violentas persecuciones con las que los predicadores del Evangelio habían de ser afligidos, las vemos aquí abundantemente cumplidas, como también la seguridad que Él les había dado de la gracia y el consuelo de que habían de disfrutar bajo el peso de tales persecuciones.
II. Al echar una mirada prospectiva a las epístolas siguientes. Este libro les sirve de introducción. Somos miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, y este Libro nos refiere los avances y los retrocesos que sufre la salud espiritual de dicho Cuerpo. Los cuatro evangelios nos mostraban cómo fue concebido este Cuerpo. Hechos nos muestra cómo fue dado a luz y comenzó a dar los primeros pasos: primero, en Judea; después, en Samaria; finalmente; en el mundo grecorromano, hasta llegar a la capital del Imperio.
Quedan dos detalles más por observar acerca de este libro: (1) Su redactor humano. Fue escrito por Lucas, quien también escribió el relato evangélico que lleva su nombre. Este Lucas fue gran amigo y fiel compañero del apóstol Pablo, tanto en su ministerio como en sus sufrimientos. Sólo Lucas está conmigo (2 Ti. 4:11). Tenemos clara evidencia de ello a partir de 16:10, donde el escritor comienza a hablar en primera persona de plural. (2) Su título. Hechos de los Apóstoles. (a) Es historia de los apóstoles; no de todos los apóstoles, sino sólo de Pedro y Pablo; el primero, apóstol de la circuncisión; el segundo, de la gentilidad. En cuanto a los demás de los Doce, sólo de pasada se les menciona en el capítulo primero. Por otra parte, se mencionan otros discípulos que no pertenecían al círculo de los Doce, como Esteban, Felipe (el diácono), Bernabé y otros varones apostólicos. (b) El título, como el texto, da cuenta de hechos, no sólo ideas o palabras. Los apóstoles eran hombres activos; y aunque los milagros que llevaron a cabo, fueron, en su mayoría, obrados por su palabra, con el poder del Espíritu, bien se pueden también llamar hechos, pues hablaron y se hizo.
El historiador inspirado comienza su relato, I. Con una alusión a su Evangelio, y dedica el libro, como había hecho antes, a su amigo Teófilo (vv. 1, 2). II. Con un resumen de las pruebas de la resurrección de Cristo, su conversación con sus discípulos y las instrucciones que les dio durante los cuarenta días anteriores a su ascensión a los cielos (vv. 3–5). III. Con una particular referencia a dicha ascensión (vv.
6–11). IV. Con una idea general del embrión de la Iglesia cristiana (vv. 12–14). V. Con un relato especial de cómo se cubrió la vacante que había dejado en el colegio apostólico la muerte de Judas, mediante la elección de Matías en lugar de él (vv. 15–26).
Versículos 1–5
I. A Teófilo (y a nosotros en él) se le hace memoria aquí del Evangelio que Lucas había redactado anteriormente, y a todos nos servirá de gran provecho atender a lo que el sagrado historiador dice sobre dicho Evangelio.
1. La persona a quien dedica Lucas el libro es un tal Teófilo (v. 1). La dedicación de libros a personas particulares ha sido costumbre muy extendida desde la antigüedad. Cada libro de las Escrituras podemos tomarlo como dirigido a cada uno de nosotros.
2. Lucas llama a su Evangelio «primer tratado». Hizo este primer tratado por inspiración divina y, también bajo inspiración divina, se dispone a escribir este otro, porque los eruditos de Cristo han de progresar hacia la perfección y no pensar que las anteriores labores les excusan de seguir trabajando. Como en el primer tratado había puesto los cimientos, en este otro va Lucas a edificar sobre ellos. Los nuevos libros y los nuevos sermones no han de servirnos para olvidar los antiguos, sino hacer que recordemos lo bueno que aprendimos y estimularnos a seguir aprendiendo cosas nuevas también.
3. El contenido de su Evangelio constaba de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y enseñar:
(A) Cristo hacía y enseñaba. Los mejores ministros de Dios son los que hacen y enseñan, aquellos cuya vida es un constante sermón. (B) Comenzó a hacer y enseñar. Él puso los cimientos. Sus apóstoles habían de continuar lo que Él comenzó. Cristo los introdujo en su escuela y luego les mandó seguir, pero envió su Espíritu para darles poder. Es un consuelo para los que se esfuerzan en llevar adelante la obra del Evangelio saber que Cristo mismo la comenzó. (C) Los cuatro evangelistas, y Lucas en particular, nos han transmitido lo que Jesús comenzó a hacer y enseñar; no todos los detalles, pero sí los puntos principales, a fin de que, por ellos, estemos en disposición de juzgar y entender lo demás.
4. El lapso de tiempo de la historia evangélica, o primer tratado de Lucas, se extiende hasta el día en que fue recibido arriba (v. 2). Fue entonces cuando dejó este mundo y cesó de estar con nosotros su presencia corporal.
II. La verdad de la resurrección de Cristo es aquí sostenida y evidenciada (v. 3). La gran evidencia de su resurrección fue que se presentó vivo a sus Apóstoles, dejándose ver de ellos. 1. Las pruebas eran infalibles, tanto de que estaba vivo (anduvo y conversó con ellos, comió y bebió con ellos), como de que era Él mismo y no otro, pues una y otra vez les mostró las señales de las heridas en las manos, en los pies y en el costado. 2. Eran muchas y repetidas con frecuencia. Se les apareció durante cuarenta días, y aunque no residió con ellos de continuo, sí conversó con ellos con mucha frecuencia durante esos días.
III. Un compendio muy somero de las instrucciones que dio a sus discípulos durante esos días. Les instruyó acerca de la obra que habían de llevar a cabo: Dio mandamientos a los apóstoles que había escogido (v. 2). Los que Él había elegido para el alto ministerio del apostolado habrían podido esperar promociones, pero recibieron instrucciones. Les dio mandamientos por medio del Espíritu Santo, pues así obraba Jesús desde que fue ungido por el Espíritu en su bautismo. Les habló acerca del reino de Dios, tema que abarca no sólo las bendiciones que emanaban de la obra de la Redención, llevada a cabo mediante la crucifixión y resurrección del Señor, sino también las que habían de tener su consumación en el futuro reino mesiánico, con lo que se entiende mejor la pregunta que los discípulos hacen en el versículo 6.
IV. La especial seguridad que se les da de que, en breve, habían de recibir el Espíritu Santo (vv. 4, 5).
1. El mandato que les da de esperar hasta el plazo fijado, que es ahora dentro de no muchos días (v. 5). Los que, por fe, esperan que han de cumplirse los favores prometidos, deben esperar con paciencia hasta que se cumplan. Deben esperar en el lugar designado, en Jerusalén. Allí fue expuesto Cristo al oprobio público, y allí se le debe también dar este honor, y a Jerusalén se le ha de hacer este favor, a fin de enseñarnos a perdonar a nuestros enemigos y perseguidores. Los apóstoles recibían ahora una comisión de carácter público. Jerusalén era el candelero más apto para que en él se pusiesen estas luces.
2. La seguridad que les da de que no esperarán en vano.
(A) La bendición que se les ha asignado llegará: Seréis bautizados con el Espíritu Santo. Jesús había soplado ya sobre ellos el Espíritu Santo (Jn. 20:22) y se habían dado ya cuenta del beneficio recibido, pero ahora van a tener una medida mucho más amplia de sus dones, gracias y consuelos. «Seréis limpiados y purificados con el Espíritu Santo», como los sacerdotes eran limpiados y purificados con agua cuando eran consagrados para sus funciones sagradas; «ellos tenían el signo, pero vosotros recibiréis la realidad significada. Con eso, quedaréis ligados y comprometidos con vuestro Maestro más eficazmente que en ninguna otra ocasión. Tan ligados quedaréis a Él que ya no volveréis a abandonarle».
(B) Este gran don del Espíritu Santo es, según dice el mismo Señor, (a) la promesa del Padre, la cual oísteis de mí (v. 4). El Espíritu había sido prometido. El Espíritu de Dios no se da como el espíritu de los hombres, sino por la palabra de Dios, con lo que el don resultaba mucho más valioso, más seguro, más gratuito: de gracia y recibido por fe, lo mismo que se recibe a Cristo. De esta promesa del Padre les había hablado Cristo una y otra vez, cuando les decía que les sería enviado el Consolador; (b) Esta donación del Espíritu había sido predicha por Juan el Bautista, además de por Cristo, cuando decía (Mt. 3:11): «Yo a la verdad os bautizo con agua …, pero el que viene detrás de mí … os bautizará con Espíritu Santo». Es un gran honor el que Cristo rinde aquí a Juan. Así es como confirma Él la palabra de sus siervos, sus mensajeros. Pero Cristo puede hacer mucho más que sus ministros. Es un honor para éstos ser usados en la dispensación de los medios de gracia, pero es prerrogativa de Cristo dar el Espíritu de gracia.
(C) Este don del Espíritu Santo, aquí prometido, es el que hallamos recibido por los discípulos en el capítulo siguiente, pues allí es donde tiene pleno cumplimiento la presente promesa. Otras porciones de la Escritura hablan del don del Espíritu Santo a creyentes ordinarios, con relación especial al poder particular con el que eran investidos los primeros predicadores del Evangelio. Pero aquí se promete una llenura, sin precedentes, del Espíritu Santo, como de quienes quedaban sumergidos en Él.
Versículos 6–11
I. Viene ahora (v. 6) una importante pregunta que los discípulos hacen al Maestro. Esta pregunta— nota del traductor—no es entendida por gran número de expositores, incluido el propio M. Henry, por lo que nos desviamos enteramente de él en este punto.
1. La pregunta es: «Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?» No hay nada de «torpeza» en esta pregunta de los discípulos, quienes conocían bien las claras promesas del reino mesiánico en Israel aunque ignoraban que Jesús había de llegar a la gloria del reino por medio de la cruz (v. Lc. 24:26, 46, comp. con 1 P. 1:11). Las profecías sobre los sufrimientos del Mesías se habían cumplido; ¿cuándo se cumplirían las que hablaban de «venir a reinar»? Esto es tan claro que un autor tan poco sospechoso de dispensacionalista como el jesuita Juan Leal dice lo siguiente: «El reino por el cual preguntan los discípulos es el mesiánico, concebido en forma temporal. Piensan en una restauración de la dinastía davídica y de la gloria temporal del pueblo, propia de aquella época». Los discípulos estaban equivocados en cuanto a la fecha, pero no en cuanto al hecho, como se ve por la respuesta de Jesús.
2. La respuesta que les da el Señor es la siguiente: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o las sazones que el Padre puso en su sola potestad, etc». Dice J. Leal: «La respuesta de Jesús, en forma evasiva, afirma de modo general que cuanto se refiere al reino mesiánico está en el poder y sabiduría de Dios. Todo él se va desarrollando según el plan sabio y poderoso de Dios». Basta con comparar esta respuesta con la que dio a Felipe en Juan 14:9, donde claramente se ve la imposibilidad de ver a Dios aparte de Jesucristo. Ahora no dice que estén equivocados en cuanto al hecho del futuro reino mesiánico, sino que todo tiene sus «tiempos y sazones» (¡dispensaciones!) y que sólo el Padre conoce y lleva a cabo, a su tiempo, la restauración de Israel (v. Ro. 11:26) y que a ellos les toca, mientras tanto, predicar el Evangelio a todo el mundo.
II. En efecto, a dicha respuesta añade el Señor lo siguiente: «Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra». Vemos:
1. Que los apóstoles habían de recibir poder de arriba, mediante el Espíritu Santo, para predicar el Evangelio y confirmarlo con milagros y hasta con sufrimientos por el nombre de Jesús. Y, para estas cosas, ¿quién está capacitado? (2 Co. 2:16). Nadie, sino aquellos a quienes el Espíritu Santo capacita. Dios cualifica primero, antes de enviar a los hombres a cualquier ministerio. Por esto, había mandado Jesús a los apóstoles que no se fueran de Jerusalén hasta que recibiesen ese poder mediante el descenso del Espíritu Santo prometido (v. 4). Yerran, pues, los que piensan (y lo predican desde los púlpitos) que los apóstoles hicieron mal en dedicarse a pescar (Jn. 21:1 y ss.) después de la resurrección del Señor en lugar de ir a predicar el Evangelio, puesto que tenían que ganarse el pan de cada día hasta que recibiesen el poder prometido.
2. Que, con ese poder, habían de ser testigos del Señor y para el Señor; es decir, embajadores de Él y predicadores acerca de Él. Habían de proclamar el Evangelio de Cristo de manera abierta y solemne. Los testigos confirman su testimonio con juramento, pero estos testigos lo confirmarían mediante el sello divino de los milagros y de los dones sobrenaturales extraordinarios. El vocablo griego para «testigo» es mártir; por lo cual, se llaman mártires los que sellan su testimonio al dar la vida por la fe de Jesús.
3. Que habían de predicar el Evangelio comenzando por Jerusalén y, en círculos concéntricos, hasta llegar a los últimos confines del orbe. Todo testimonio genuino ha de comenzar por «casa». Mal puede predicar en la calle o desde el púlpito quien no da buen testimonio dentro de su familia (comp. con 1 Ti. 3:5). Antes de misionar en el extranjero, hay que misionar a los vecinos.
III. Después de darles estas instrucciones, el Señor Jesús se marchó al Cielo (v. 9). Les bendijo (Lc. 24:50) y, viéndolo ellos, fue alzado, como para demostrar que ni aun la gloria de su ascensión a los cielos para sentarse a la diestra del Padre procedía de su propia iniciativa, sino que era obra de la voluntad y poder del Padre (comp. 2:32–36). Y, arropado en una nube, como en la Transfiguración (la nube es símbolo de la divina shekinah), se ocultó a la vista de todos (comp. con 2 R. 2:11; Dn. 7:13; Mr. 9:7; 13:26; 1 Ts. 4:17; Ap. 11:3 y ss.). Por medio de las nubes hay una especie de comunicación entre el cielo y la tierra; en ellas se hallan los vapores que ascienden de la tierra y el rocío que desciende de los cielos, así como Jesús es el Mediador entre Dios y los hombres, ya que por Él descienden a nosotros los favores divinos y suben, también por Él, las oraciones humanas. Los apóstoles seguían mirando al cielo (v. 10). Aunque el Señor les había dicho que les convenía que Él se marchase (Jn. 16:7), pero aun así habían de sentir cierta nostalgia, acostumbrados como estaban a su presencia visible. Quizás esperaban ver algún fenómeno sobrenatural al ascender Cristo a los cielos, pues Él les había dicho que verían los cielos abiertos (Jn. 1:51) y, ¿por qué no ahora?
IV. Se les aparecieron dos varones (esto es, dos ángeles) vestidos de blanco (v. 10b). Para mostrar el aprecio que sentía por su Iglesia, a la que dejaba en este mundo, envió a sus discípulos dos ángeles de los que le habían salido al encuentro. Se nos refiere a continuación lo que les dijeron los ángeles: 1. «Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo?» Como diciendo: «No hay por qué sentir nostalgia, cuando tenéis que descender del monte para disponeros a recibir el poder del Espíritu Santo». Así se les frenaba la curiosidad inútil. 2. Pero a esto añaden una nota de consuelo: «Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, vendrá así, tal como le habéis visto ir al cielo». Así confirmaban los ángeles la promesa de la segunda venida del Señor, con lo que la fe de ellos quedaba fortalecida.
(A) «Este mismo Jesús», éste que fue crucificado ignominiosamente tras un juicio injusto, volverá gloriosamente a juzgar a todos con juicio justo. (B) «Vendrá así, tal como le habéis visto ir». Envuelto en una nube se fue, y en las nubes vendrá para ser visto física y personalmente, como lo fue antes de ocultarlo la nube. De allí lo esperamos (Fil. 3:20, 21; 1 Ts. 1:9, 10).
Versículos 12–14
1. Desde dónde ascendió Cristo: desde el monte que se llama del Olivar (v. 12). Allí habían comenzado sus sufrimientos y allí comenzó también su exaltación. A la vista de Jerusalén, que había contemplado su oprobio, entraba en la gloria del Padre. Vemos aquí que este monte distaba de Jerusalén el camino de un sábado, esto es, el que se podía recorrer en día de reposo sin quebrantar el sábado, unos 1.000 metros.
2. Adónde regresaron los discípulos: a Jerusalén, conforme a la orden de Jesús. Parece ser que, después de haber marchado a Galilea, su vuelta a Jerusalén pasó desapercibida a los ojos de la gente, pues Dios se encargó de que permanecieran escondidos a la vista de sus enemigos. En Jerusalén subieron al aposento alto (v. 13). El artículo indica que era un aposento bien conocido (comp. Lc. 24:33; Jn. 20:19), que la tradición identifica con el aposento en que Jesús y sus discípulos celebraron la Pascua anterior a la muerte del Señor. Aquí es donde, probablemente, se realizó el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés. El mismo Lucas nos dice (Lc. 24:53) que estaban siempre en el templo, pero esto no significa que permanecieran allí continuamente, sino que acudían asiduamente al atrio del templo en las horas de oración (comp. 3:1).
3. Quiénes eran los discípulos que allí se reunían. Se mencionan los once apóstoles (v. 13), así como María la madre de Jesús (v. 14), y es ésta la última vez que aparece por su nombre en la Biblia. Se mencionan también los hermanos de Jesús, quienes, probablemente se habían convertido después de la resurrección del Señor, ya que antes no creían en Él (Jn. 7:5). Entre los 120 que se mencionan en el versículo 15, es de suponer que se hallarían todos (o la mayor parte), los 70 discípulos que se mencionan en Lucas 10:1, 20.
4. Cómo empleaban el tiempo. Perseveraban unánimes en oración y ruego (v. 14). Todos los verdaderos hijos de Dios son un pueblo orante. De parte de los hombres, les esperaban peligros y aflicciones. ¿Está alguno afligido? Haga oración (Stg. 5:13). Pero, principalmente tenían ante sí una tarea ingente. Antes de ser enviados, Cristo había orado por ellos. Ahora eran ellos los que debían dedicarse con fervor a la oración. Los que mejor se aprestan a recibir bendiciones de toda clase son los que perseveran en la oración. Oraban unánimes. Los que así guardan la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz (Ef. 4:3) son los mejor preparados para recibir los consuelos del Espíritu Santo.
Versículos 15–26
El pecado de Judas dejó una vacante en el Colegio Apostólico. Si se quedaban en once, la representación simbólica de las doce tribus de Israel perdía su sentido. Había, pues, que completar el número. Nada en el texto sagrado—nota del traductor—hace suponer que los discípulos se equivocaran al completar el número sin dar lugar a la espera del Espíritu que podría haber llenado tal hueco con el apóstol Pablo, pues, aparte de que todo el relato, con citas de las Escrituras, hace ver que obraban de acuerdo con la voluntad de Dios, Pablo no llenaba las condiciones que Pedro menciona en los versículos 21 y 22, y el número debía cerrarse antes que, con el descenso del Espíritu Santo, se llevase a cabo el nacimiento oficial de la Iglesia. Así vemos que, después de Pentecostés, ya no se lleva a cabo ninguna sustitución.
I. Las personas que intervinieron en esta elección. La casa constaba de unos ciento veinte (v. 15). Aquí estaba el embrión de la Iglesia. El presidente, que llevaba la voz cantante, era Pedro, quien ya se había señalado con frecuencia como portavoz de los Doce.
II. Propuesta de Pedro (vv. 16–20), en la que vemos:
1. El relato que hace de la vacante ocurrida por la muerte de Judas, en lo que se extiende con muchos detalles, al tomar nota del cumplimiento de las Escrituras en tal hecho.
(A) El privilegio que a Judas había sido conferido (v. 17): «Era contado con nosotros (era uno de los doce) y tenía parte en este ministerio (era tan apóstol como los otro once)» ¿De qué nos servirá ser añadido al número de los ministros de Dios, y aun al de los simples fieles, si no participamos del espíritu y de la naturaleza de los verdaderos fieles?
(B) El pecado de Judas: «Actuó como guía de los que prendieron a Jesús» (v. 16). Tuvo la desvergüenza de presentarse abiertamente a la cabeza del grupo encargado de arrestar a su Maestro. Fue a Getsemaní delante de ellos y les dio la contraseña para que no se equivocasen de persona: «Al que yo bese, ése es; prendedle» (Mt. 26:48). Los cabezas de traición son los peores pecadores.
(C) La ruina de Judas a causa de este pecado: Conocemos por Mateo 27:3–10 las circunstancias de la muerte de Judas, hecho bien conocido de todos cuando Lucas escribe en Hechos 1:16 y ss. este episodio. Es probable que los versículos 18 y 19 sean una explicación dada por el mismo Lucas. En todo caso, los relatos de Mateo 27 y Hechos 1 no son contrarios, sino complementarios. Parece ser que Judas, después de recibir las 30 monedas de plata, estaba ya en tratos para comprar el campo que aquí se menciona, pero, después de devolver el dinero, fueron luego los sacerdotes los que compraron el campo. Tampoco se dice en ninguno de los dos relatos que se ahorcase en tal campo. Es asimismo probable que, en el estado nervioso de desesperación en que se hallaba, no acertase Judas a ahorcarse del modo corriente o que se rompiese la cuerda y, desde el promontorio en que se habría situado para mejor llevar a cabo su acción, cayese desde alguna altura considerable con lo que se produjo el reventón que se nos refiere en el versículo 18.
(D) El cumplimiento de las Escrituras: Era necesario que se cumpliese la Escritura (v. 16), no sólo en el pecado de Judas, sino también en su trágico final (v. 20). No hemos de pensar que un cargo o ministerio instituidos por Dios sean de menospreciar por el hecho de la maldad de algunos que han detentado tal cargo o por el castigo ignominioso que hayan sufrido; ni ha de permitir Dios que sus designios queden frustrados, o que haya de quedar sin hacer alguna obra que Él haya ordenado, por el malogro de aquellos a quienes tal cargo fue encomendado. Se malogró Judas, pero no se malogró su cargo. La causa de Cristo nunca se perderá por falta de testigos.
2. La moción que presenta para que se escoja otro apóstol (vv. 21, 22): (A) Las cualidades que ha de reunir tal persona para ocupar dicho cargo. Ha de ser uno de los que han estado juntos con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús vivió entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que de nosotros fue llevado arriba. Los que han sido diligentes en el descargo de sus deberes en una posición inferior están en condiciones de ser promovidos a otra superior, a los que han sido fieles en lo poco, se les ha de encomendar lo mucho. Nadie ha de ser apóstol, sino alguien que haya acompañado a los apóstoles, y eso continuamente. (B) La tarea que se le va a encargar (v. 22b): Ha de ser hecho testigo, con nosotros, de su resurrección. De aquí se infiere claramente que no sólo los once, sino también otros discípulos habían disfrutado de las apariciones de Jesús (comp. 1 Co. 15:6). El grandioso hecho que los apóstoles habían de atestiguar ante el mundo entero era la resurrección de Cristo. No se les promueve a una dignidad o a un poder secular, sino a proclamar a Cristo y el poder de su resurrección.
III. El nombramiento de la persona que había de sustituir a Judas.
1. Dos de los que eran conocidos como acompañantes continuos de Jesús son propuestos, bajo singular providencia de Dios, como candidatos para dicho ministerio (v. 23). Los nombres de estos dos eran José y Matías, de ninguno de los cuales se hace mención en ningún otro lugar de las Escrituras. Ambos estaban tan cualificados para el cargo que no podían decir cuál de los dos era más apto, pero todos estaban de acuerdo en que había de ser uno de los dos.
2. Acudieron entonces a Dios en oración para resolver el asunto: «¿Cuál de estos dos …?» (vv. 24, 25). Vemos que: (A) apelan a Dios como a quien escudriña los corazones: «Tú, Señor, que conoces los corazones de todos». El escoger un apóstol había de serlo, no por su erudición, sino por su corazón. En nuestras oraciones en pro de la Iglesia y de los ministros de Dios, es consolador saber que el Dios a quien oramos conoce los corazones de todos los hombres y puede equiparlos para el ministerio dándoles nuevo espíritu. (B) Desean que el Señor les muestre a cuál de los dos ha elegido: «Tú, Señor … muestra cuál de estos dos has escogido» (v. 24). Es obvio que el Señor escoja sus propios servidores. (C) Están dispuestos a recibir como compañero en el ministerio apostólico al hermano que Dios haya escogido para ocupar en el ministerio del apostolado el puesto del que se desvió Judas por transgresión, para irse a su propio lugar (v. 25), es decir, al que le correspondía por el tremendo crimen que había cometido al traicionar al Salvador y el, quizá mayor, de cerrarse a sí mismo la puerta del perdón al suicidarse falto de fe y de verdadero arrepentimiento. Nuestro mismo Salvador había dicho que el lugar asignado a Judas era tal que más le valdría no haber nacido (Mt. 26:24). (D) La duda se resolvió a suertes (v. 26), método corriente en el pueblo de Dios antes de que fuese dado el Espíritu Santo. De esta forma, previa oración, se obtuvo el conocimiento de la voluntad de Dios a este respecto.
Entre la promesa del Espíritu Santo y su descenso sobre los reunidos (no se dice cuántos ni dónde) mediaron muy pocos días, durante los cuales los apóstoles no se dedicaron a la predicación, sino a la oración. Pero inmediatamente después del descenso del Espíritu, ya les vemos en el púlpito. I. El descenso del Espíritu el día de Pentecostés (vv. 1–4). II. Las diversas especulaciones entre la gente que, de todas partes, se hallaban ahora reunidas en Jerusalén (vv. 5–13). III. El sermón de Pedro en esta ocasión, en el cual muestra que este descenso del Espíritu era cumplimiento de una antigua profecía (vv. 14–21), que era una confirmación de la mesianidad de Cristo (vv. 22–32), al par que fruto y evidencia de su ascensión a los cielos (vv. 33–36). IV. El buen efecto de este sermón en la conversión de muchos a la fe de Cristo (vv. 37–41). V. La piedad y caridad eminentes de estos primitivos cristianos (vv. 42–47).
Versículos 1–4
Relato del descenso del Espíritu Santo.
I. Cuándo sucedió esto: Cuando llegó el día de Pentecostés. 1. El Espíritu Santo descendió durante una fiesta solemne, porque era la ocasión en que de todas partes se reunía en Jerusalén un gran concurso de gente, con lo que la fama del acontecimiento se había de extender más rápida y ampliamente. Como antes de la Pascua, también ahora es como si la festividad judía sirviese para echar al vuelo las campanas y anunciasen la predicación del Evangelio. 2. Esta fiesta de Pentecostés se observaba en recuerdo de la donación de la Ley en el monte Sinaí, por lo que era muy apropiado el que, en esta fecha, se diese el Espíritu Santo para promulgación de la ley evangélica, no a una sola nación, sino a toda criatura. 3. La fiesta se celebraba el primer día de la semana, con lo que se confirmaba el paso del día de reposo del sábado al domingo, como perpetuo memorial para la Iglesia de estos dos grandes y benditos acontecimientos: la resurrección del Señor y el descenso del Espíritu Santo.
II. Dónde sucedió: En Jerusalén, donde estaban todos unánimes juntos (vv. 1, 5). En efecto, desde Jerusalén había de comenzar a ser predicado el Evangelio. Aquí es donde Jesús les había mandado esperar para recibir la promesa del Padre (1:4), y la profecía señalaba que desde Jerusalén se había de propagar la Palabra de Dios. Aquí les sale Dios al encuentro con la bendición de las bendiciones; y hace este honor a Jerusalén para enseñarnos a no dejarnos llevar de prejuicios en cuanto a lugares; aunque Jerusalén fue el lugar donde se condenó a muerte al Señor, también allí había, sin embargo, un remanente. Los discípulos se hallaban juntos en un lugar que no se especifica, pero es probable que fuese el mismo aposento alto que ya conocemos. Oraban unánimes (v. 1). Al haber orado juntos con mayor frecuencia que de costumbre, habían llegado también a amarse mejor unos a otros. De esta forma fueron preparados, por la gracia de Dios, para mejor recibir el don del Espíritu Santo; porque esta bendita paloma no viene donde hay ruido y clamor, sino que se mueve sobre la superficie de aguas tranquilas, no de olas encrespadas.
¿Queremos que se derrame sobre nosotros el Espíritu en toda su plenitud? Amémonos fraternalmente y estemos unánimes.
III. Cómo y de qué manera descendió sobre ellos el Espíritu Santo. Con frecuencia leemos en el Antiguo Testamento del descenso de Dios en una nube. También Cristo subió al cielo, y de allí descenderá, en una nube. Pero el Espíritu Santo no descendió en una nube, porque venía a disipar las nubes que se extienden sobre las mentes humanas.
1. Les fue anunciado mediante un súbito sonido para despertarles la expectación. Este estruendo repentino (v. 2) vino del cielo. Les tomó por sorpresa, a pesar de que se estaban preparando para ello. Fue el estruendo como de un viento recio, porque los caminos del Espíritu son como los del viento (Jn. 3:8): se oye y se siente, pero no se sabe ni de dónde viene ni adónde va, porque donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad (2 Co. 3:17). Lo recio del viento daba a entender las poderosas influencias y operaciones del Espíritu Santo. Llenó, no sólo el aposento donde se encontraban, sino toda la casa, como el perfume con que ungió María los pies de Cristo (Jn. 12:3).
2. También hubo un signo visible del don recibido (v. 3): Y se les aparecieron lenguas como de fuego, que, repartiéndose, se posaron sobre cada uno de ellos. Aquí tenemos:
(A) Un signo o señal visible, exterior, para confirmar la fe de los discípulos mismos.
(B) La señal recibida fue fuego, según había dicho de Cristo Juan el Bautista, y el mismo Señor les había confirmado pocos días antes (1:5). Juan había dicho de Cristo: «Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Mt. 3:11). Estaban celebrando el recuerdo de la donación de la Ley en el Sinaí; y así como la Ley se dio en fuego, también el Evangelio. El Espíritu, como el fuego, derrite el corazón, consume la escoria y enciende en el alma afectos piadosos y devotos. Éste es el fuego que Cristo vino a traer a la tierra.
C) Este fuego apareció como en forma de lenguas, lo cual hace referencia al hablar en lenguas que se nos narra después. Estas lenguas eran entendidas por todos los asistentes (v. 11), con lo que el Señor quería dar a entender que a todos había de ser proclamado el Evangelio, y por eso envió el Espíritu a los discípulos a fin de capacitarles para proclamar el Evangelio en el mundo entero. Las lenguas estaban repartidas, es decir, cada uno tenía sobre sí una lengua como de fuego, a pesar de lo cual todos estaban de común acuerdo, pues bien puede haber sincera unión donde hay diversidad de expresión.
(D) Este fuego se posó sobre ellos para denotar la residencia continua que el Espíritu tomaba en cada uno de ellos. También es de notar que las lenguas se posaron sobre ellos, esto es, sobre la cabeza, no sobre la lengua misma de la boca, pues aunque hablaban bajo la moción del Espíritu Santo, sabían que estaban hablando las proezas de Dios (v. 11), como lo saben los profetas (V. 1 Co. 14:32). No cabe duda de que ellos conservaron los dones del Espíritu, aun cuando la señal había de desaparecer pronto, como es de suponer.
IV. Cuál fue el inmediato efecto de esto: (Este punto IV es nota del traductor).
1. Todos fueron llenos del Espíritu Santo (v. 4). Además del bautismo de agua, que es un mero signo exterior, aunque ordenado por el Señor para los creyentes, hay otros dos bautismos interiores, invisibles:
(A) El bautismo espiritual por el cual el Espíritu Santo nos bautiza en Cristo al creer, siendo incorporados al Cuerpo de Cristo (1 Co. 12:13, donde debe leerse «por», no «con»); es un bautismo de gracia justificante y de regeneración espiritual (comienzo de santificación); (B) El bautismo espiritual por el cual el Señor Jesús bautiza con el Espíritu Santo; éste es el bautismo del que venimos hablando aquí; es un bautismo de poder. El Espíritu Santo reside en todo verdadero creyente (V. Jn. 7:38, 39; Ef. 1:13, entre otros lugares), pero su poder operante se ejerce, de ordinario, por medio de aquellos que se dejan conducir por entero por el Espíritu; por eso, este bautismo con el Espíritu exige la llenura del Espíritu, que sólo se obtiene cuando el creyente rompe con toda carnalidad que, al contristar al Espíritu, impide la libre operación de Dios a través del creyente (V. Ef. 4:30; 5:18), ya que el pecado frena el poder; de ahí la debilidad de tantos ministros de Dios y de tantas iglesias. La llenura de que Pablo habla en Efesios 5:18 es una operación constante (el verbo está en presente continuativo, voz pasiva y modo imperativo. V. el comentario a dicho lugar), pues el creyente depende, en todo y siempre, de la operación del Espíritu en él. Pero (y esto es de suma importancia), además de esta llenura que el apóstol exige a todos, hay una llenura de emergencia, en que el creyente o el ministro de Dios necesita una provisión «extra» del poder del Espíritu, como ocurre en el caso que nos ocupa. Para demostrar esto, basta con comparar, por ejemplo, Hechos 6:5 con 7:55 (Esteban) y 9:17 con 13:9 (Pablo).
2. Comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que se expresasen (v. 4b). Como ya hemos dicho, es más que probable que ellos entendieran lo que decían al proclamar las proezas de Dios, en especial la salvación por fe en el Señor Jesucristo. Sin embargo, no se puede negar la posibilidad de que aquí tengamos un caso de hablar lenguaje «extático», como en 10:46 y 1 Corintios 14:2, 14–17, según el patrón del antiguo profetismo israelita (V. Nm. 11:25–29; 1 S. 10:5, 6, 10–13). Dice J. Leal: «De la frase «en otras lenguas», algunos arguyen a favor de las lenguas vivas desconocidas de los discípulos, como el griego, latín copto, etc. Pero si hablaban en lenguas vivas y corrientes no se explica la burla de los que piensan que están ebrios».Tenemos, pues, aquí el carisma llamado «glosolalia», evidente en la primitiva Iglesia. Véase el comentario a 1 Corintios 13:8 para la discusión de si este fenómeno se da o no actualmente.
Versículos 5–13
Tenemos ahora un relato de la reacción del público al darse cuenta de este don extraordinario.
1. El gran concurso de gente que había ahora en Jerusalén. Había en Jerusalén judíos que allí residían, varones piadosos, procedentes de todas las naciones bajo el cielo (v. 5), es decir, judíos de muy diversa procedencia, pero que, a la sazón, se hallaban en Jerusalén. (A) Se enumeran en los versículos 9– 11 algunos de los países de procedencia: al comenzar por el este, tenemos los partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, lugares a los que, siglos antes, habían sido deportados los judíos; luego vemos, en el centro, Judea; vienen después los del norte de Judea: Capadocia, Ponto y Asia proconsular, también conocida como Asia Menor; al pasar al oeste, hallamos Frigia y Panfilia; y al dar la vuelta al sur, Egipto y las regiones de África más allá de Cirene, esto es, Libia; se mencionan a continuación romanos visitantes (no residentes), tanto judíos como prosélitos (circuncidados); finalmente, cretenses y árabes.
2. Se dice de todos estos judíos que moraban en Jerusalén, pero esto no quiere decir que tuviesen allí residencia fija, sino que, tras un viaje largo y costoso, habrían acudido para la Pascua y estaban allí todavía en Pentecostés (comp. 21:27), aparte de otros que, después de haber vivido por algún tiempo fuera de Palestina, desearían acabar sus días en la Tierra Santa.
3. El asombro de todos estos peregrinos y residentes al oír a los discípulos hablar en la lengua de sus respectivos países de procedencia. (A) Quedaron desconcertados (v. 6) al oírles hablar en su propia lengua, siendo galileos (v. 7) los que hablaban, pues pudieron notarlo en el acento, ya que hasta el arameo lo hablaban mal; pero Dios suele escoger lo débil y lo necio para confundir a los sabios y poderosos. (B) A pesar de ser galileos los que hablaban, los oyentes se llevaron una sorpresa agradable al oírles hablar en su propia lengua. Dice Trenchard: «Ya sabemos el agradable efecto que se produce cuando uno oye la lengua materna al estar entre extranjeros de otra habla». (C) Las cosas que oían eran las grandezas u obras poderosas (gr. megaleia) de Dios. Es probable que hablasen de Cristo, de la redención, de la gracia de Dios en las Buenas Noticias, pues todas ellas son cosas realmente grandes. (D) Aunque muchos de ellos conocerían bien el arameo, el oírles hablar en otras lenguas era para los oyentes más extraño y, por ello, mucho más convincente de que estas enseñanzas que oían eran de Dios. (E) También hallamos aquí una insinuación de que es voluntad de Dios que las Escrituras sean leídas y estudiadas en la lengua propia de cada uno.
4. La burla que algunos, probablemente de los escribas y fariseos, hicieron de esto (v. 13): «Decían. Están llenos de mosto; han bebido demasido en esta fiesta». Aunque el original dice: «están llenos de (vino) dulce», la referencia es al jugo de uva sin fermentar, pero tan denso que resultaba más fuerte que el vino corriente; es lo que llamamos mosto. Fueron precisamente estos burladores los que no entendieron en su propio idioma lo que los apóstoles predicaban; por falta de la debida disposición, no se realizó para ellos el milagro. Como en tantas otras ocasiones, «oyendo bien, no entendían» (ya desde Is. 6:9, en numerosos lugares). Ya habían llamado «bebedor» al Maestro; no es extraño que llamasen así a sus discípulos.
Versículos 14–36
Primeros frutos del Espíritu en el sermón que, a continuación, predicó Pedro a todos los judíos allí asistentes, sin excluir a los burladores (v. 15). El sermón va dirigido a los judíos en general, y a los habitantes de Jerusalén en particular. El que había negado a Cristo vergonzosamente le confesaba ahora corajosamente. Aunque también otros discípulos hablaron, sólo el discurso de Pedro figura en el texto sagrado y (contra la opinión de M. Henry—nota del traductor—) parece ser, por el versículos 41, que fue precisamente por el impacto de su sermón por lo que se convirtieron los tres mil.
I. Introducción del sermón: Pedro se puso en pie con los once (v. 14). Los que estaban investidos de mayor autoridad fueron los primeros en levantarse para hablar a los burlones. Así también, entre los ministros de Dios, los equipados con los mejores dones están llamados a instruir y responder a los que se les oponen. Pedro alzó la voz, lo cual significa la solemnidad de la ocasión, más bien que la necesidad de hablar en alto debido a la enorme concurrencia. Invita primero a tomar buena nota de lo que va a decir y a prestar mucha atención a sus palabras (v. 14b).
II. A continuación, primero responde a la calumnia blasfema (v. 15): «Estos no están ebrios, como vosotros suponéis. Estos discípulos de Cristo, que ahora hablan en otras lenguas, hablan con buen sentido; no podéis decir que están borrachos, puesto que es la tercera hora del día, esto es, las nueve de la mañana y, antes de esta hora, los judíos no comen ni beben cosa alguna en sábado ni en las fiestas solemnes».
III. Su relato de la efusión del Espíritu Santo, tanto por ser cumplimiento de las Escrituras como por ser fruto de la resurrección y de la ascensión de Cristo.
1. Era cumplimiento de cierta profecía del Antiguo Testamento y especifica Pedro la del profeta Joel (Jl. 2:28–32). Es de observar que, aun cuando Pedro estaba lleno del Espíritu Santo, no dejó a un lado las Escrituras, ni pensó que él pudiese estar por encima de ellas. Los discípulos de Cristo nunca pueden aprender algo superior a sus Biblias.
(A) El texto que Pedro cita (vv. 17–21). Se refiere a los últimos días. «Los últimos días» es una expresión genérica para designar el tiempo posterior a la primera venida del Mesías (comp. con 1 Jn. 2:18), y culminan en el Día del Señor (v. 20) o Día de Jehová, en que Dios juzgará a los enemigos de Israel e instaurará el reinado del Mesías, como se ve por el contexto anterior en la profecía de Joel. Como en otras muchas ocasiones, la perspectiva profética tiene aquí un doble plano. Pedro menciona los fenómenos que acompañarán al Día de Jehová porque le interesa llegar a la última frase de la profecía (Jl. 2:32): «Y sucederá que todo aquel que invoque el nombre del Señor, será salvo» (v. 21, comp. con Ro. 10:13), lo cual es ya cierto en la dispensación del Evangelio de la gracia para todos.
(B) Nótese que Pedro no dice que así se cumplió la profecía de Joel, sino esto es lo dicho por medio del profeta Joel (v. 16), es decir, aquí se cumplía algo de dicha profecía: una efusión del Espíritu sobre toda carne (v. 17), no sobre todos los hombres, sino sobre judíos y gentiles, nobles y esclavos, sin discriminación. Lo de las «visiones» y el «profetizar» (vv. 17, 18), como efecto de dicha efusión del Espíritu estaba a la vista en la glosolalia, quizás extática, de los discípulos (v. 4). Los fenómenos atmosféricos de los versículos 19 y 20 que, en muchas ocasiones, acompañan a la manifestación majestuosa y terrible de Dios, apuntan explícitamente al futuro, al Día de Jehová, y nadie puede demostrar (como lo intenta M. Henry—y muchos otros—) que se cumpliesen en la destrucción de Jerusalén el año 70 de nuestra era (nota del traductor).
2. Era un don del Señor Jesús (v. 33), por lo que Pedro toma ocasión de aquí para predicarles a Cristo (v. 22). Vemos:
(A) Un resumen de la vida de Jesús (vv. 22, 23), a quien llama Jesús de Nazaret. Y añade: «varón acreditado por Dios entre vosotros; censurado y condenado por los hombres, pero aprobado por Dios. Vosotros mismos sois testigos de la fama que adquirió por los milagros, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de Él, como vosotros mismos sabéis» (v. 22). Véase el énfasis que pone Pedro en los milagros de Cristo: hechos conspicuos, sobrenaturales, realizados en medio de ellos, por lo que no podía negarse la correcta inducción de que Dios lo marcaba con su sello (Jn. 6:27, lit.) como a Hijo de Dios y Salvador del mundo.
(B) Una explicación profunda del misterio que encerraba el que un hombre así aprobado por Dios sufriese una muerte tan ignominiosa como si estuviese abandonado y desamparado por Dios (v. 23): Los ejecutores de la muerte de Cristo cometieron el crimen más abominable de todos los siglos al crucificar por manos de inicuos (es decir, los paganos romanos, sin la Ley) al Hijo de Dios, pero el que movía todos los hilos de la trama (el mayor responsable, pero el menos culpable) era el mismo Dios Padre que, por medio de esa muerte en cruz, se proveía a Sí mismo del único sacrificio aceptable para la redención del mundo al precio de la sangre de Su Hijo; por esta parte, la muerte de Cristo era la obra magna de Dios; la gran proeza, por excelencia, de su sabiduría, su poder y su amor infinitos.
(C) Un vibrante testimonio de la resurrección de Cristo (v. 24): al cual Dios resucitó. La frase
«sueltos los dolores de la muerte» indica, por una parte, algo así como la salida de una prisión, conforme al hebreo del Salmo 18:5, tomando la cita de los LXX, donde, en lugar de «ataduras» se lee «dolores»; el griego odinas significa dolores de parto, como si el sepulcro sufriese dolores de parto y no pudiese contener en sus entrañas a Cristo. «Era imposible—dice Pedro—que Cristo fuese retenido por ella (la muerte)», no sólo porque Cristo es el Autor de la vida (3:15), sino también porque la resurrección era el respaldo que Dios daba a la obra de la Cruz y, a la vez, la apertura de la fuente de la vida para todos los creyentes y la inauguración de la nueva humanidad (v. el comentario a Ro. 4:25).
(D) Pedro no se contenta con atestiguar el hecho de la resurrección, ya que el pueblo no había visto al resucitado (10:41), sino que invoca el testimonio de las Escrituras. (a) Primero, del Salmo 16:8–11 (vv. 25 al 28) de acuerdo con la tradición judía, apoyada en la versión de los LXX, ya que el hebreo no hace referencia a la resurrección ni a la inmortalidad (v. el comentario a dicho salmo) y deduce (vv. 29–31) que David, siendo profeta … habló de la resurrección de Cristo, por donde vemos, una vez más, que la intención del Espíritu Santo sobrepasa, en muchos lugares, la percepción consciente de los mismos escritores sagrados (comp. 1 P. 1:10–12). (b) Del Salmo 110:1, cita que se repite 16 veces en el Nuevo Testamento y que el propio Jesús había usado (v. Mt. 22:41–45) para demostrar que era el Mesías, pues David le había reconocido como «Señor» suyo, siendo «hijo suyo».
(E) Tras atestiguar de nuevo el hecho de la resurrección de Cristo (v. 32), Pedro explica la efusión del Espíritu Santo sobre los discípulos, cuyos efectos podían ver todos los presentes, en función de la exaltación de Cristo a la diestra del Padre, ya que sólo después de recibir el espaldarazo de «Vencedor» al ascender a los cielos pudo derramar, con el Espíritu Santo, la fuente de todos los dones otorgados a su Iglesia (v. Ef. 4:8–10).
(F) Pedro finaliza su magnífico mensaje con una valiente y poderosa peroración (v. 36): «Por tanto, que todo el pueblo de Israel lo sepa con absoluta seguridad: Dios ha constituido como Señor y como Mesías a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Nueva Versión Internacional). Antes de su resurrección, a nadie se le debía decir que Jesús era el Mesías (v. por ej., Mt. 17:9), a causa de las falsas ideas de la gente (v. Jn. 6:15), pero ahora debían proclamarlo. Jesús ya era antes Señor y Cristo (hebr. Mesías), pero ahora Dios lo hacía, es decir, lo constituía públicamente al exaltarlo con una gloria sin par. El original dice «la casa de Israel» por su «sentido de familia, que toma el nombre de su jefe o antepasado», como dice Leal. Nótese el contraste que Pedro establece entre la glorificación de Cristo por obra del Padre, y su crucifixión por obra de los mismos asistentes al sermón. Ambos elementos eran necesarios en la peroración de Pedro. No basta con predicar la salvación; es preciso predicar el pecado, la perdición, sin la que la salvación no tiene sentido.
Versículos 37–41
Hemos visto el maravilloso efecto que sobre los predicadores del Evangelio tuvo la efusión del Espíritu Santo. Ahora veremos otro bendito fruto de la efusión del Espíritu Santo en su impacto en los oyentes del Evangelio. Desde la primera proclamación del divino mensaje, se manifestó que iba acompañado de divino poder. Tenemos aquí los primeros frutos de aquella amplia cosecha de almas que fueron agregadas al Cuerpo de Cristo. Veamos los pasos que siguió este método.
I. Los oyentes sintieron agudas punzadas en su conciencia (v. 37): «Al oír esto, se compungieron (lit. fueron punzados) de corazón». El mensaje caló hondo en el corazón de muchos oyentes, y el Espíritu Santo les convenció de pecado, del gran crimen de haber dado muerte de cruz al Hijo de Dios. Un mensaje con tal poder cambió súbitamente en corazones blandos, de carne, los corazones de piedra.
II. Tras la convicción de pecado, vino el deseo ardiente de gracia salvífica (v. 37b): «Dijeron a Pedro y a los demás apóstoles (pues formaban grupo conjunto de testigos): Varones hermanos (la misma expresión de Pedro en el v. 29) ¿qué haremos? Se llaman «hermanos» por ser miembros de la misma
«casa de Israel» (v. 36), lo que contrasta con el «Señores» (16:30) del carcelero de Filipos, perteneciente a la gentilidad. La pregunta viene a significar lo siguiente: «Puesto que hemos cometido tan horrendo crimen, ¿qué podemos hacer para ser perdonados de él?» Hablan como quienes han comprendido lo mucho que se jugaban en su caso, y están dispuestos a cualquier cosa, con tal de obtener la paz de conciencia y el perdón del pecado.
III. La respuesta de Pedro a tan angustiosa pregunta (v. 38): «Pedro les dijo: Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo». Los judíos creían en el Dios verdadero, pero tenían un falso concepto acerca de Jesús como el Mesías que había de venir. De ahí que el énfasis de la respuesta de Pedro se centra en el cambio de mentalidad (sin excluir la fe, como se ve por el versículo 41: los que acogieron la palabra) para el perdón de los pecados. También esto contrasta con 16:31: «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo», donde el énfasis está en la fe, por ser idólatra el carcelero (comp. con 20:21, donde se combinan admirablemente los dos aspectos). El hecho de que se haga mención del «bautismo» en este contexto (toda la sección es nota del traductor) ha llevado a muchos a uno de dos extremos, falsos ambos en mi opinión: 1. Que el «bautismo» de que aquí se habla no tiene nada que ver con el agua, sino que indica el interior de la fe en el Señor (como en 1 Co. 12:13). El contexto posterior está en contra de esta interpretación (comp. Mt. 28:19 y Hch. 8:35–38). 2. Que el bautismo de agua es necesario para el perdón de los pecados. Esta interpretación es igualmente errónea (v. el comentario a Mr. 16:15). También es de notar que el bautismo es en el nombre de Jesucristo, el Mediador de la salvación; esta fórmula se mantiene constantemente en el libro de Hechos, a pesar de Mateo 28:19 (v. Hch. 8:16; 10:48; 19:5). Esta aparente anomalía se resuelve si tenemos en cuenta que, sólo injertados en Cristo, es como pasamos a formar parte de la familia divina (v. Ro. 6:3 y ss.).
IV. El ánimo que les da Pedro para que cumplan con estas condiciones. 1. Tendrán el perdón de los pecados. Como si dijese: Arrepentíos de vuestro pecado y no seréis arruinados por vuestro pecado; recibid, por fe, la palabra de Cristo y quedaréis justificados y unidos a Cristo. 2. Recibiréis el don del Espíritu Santo, pues el regalo del Espíritu Santo ha sido prometido para vosotros y para vuestros hijos (gr. téknois, es decir, no «niños», sino «descendientes») y, puesto que la profecía de Joel abarcaba a «toda carne», también para los que están lejos. Aunque esta frase pudo significar, en boca de Pedro, los judíos de la dispersión, bien puede ser que el Espíritu Santo (v. Ef. 2:13) quisiera incluir a los gentiles que habían de recibir la promesa como espiritual descendencia de Abraham (v. Gn. 12:2, 3; Ro. 4:16). 3. Las promesas del Antiguo Testamento solían adoptar forma colectiva, pero las invitaciones del Nuevo Testamento suelen formularse de modo personal, como aquí: «cada uno de vosotros» (v. 38). Como si dijese: «Incluso los mayores criminales, los más inicuos pecadores, entre vosotros serán bien acogidos si se arrepienten y creen. En Cristo hay gracia suficiente para el mundo entero y para cada uno de los pecadores, así como la hay para todos y cada uno de los santos.
V. El versículo 40 («Y con otras muchas palabras, etc.») da a entender claramente que lo que aquí refiere Lucas del mensaje de Pedro es sólo un resumen, el núcleo de su sermón. Una de las frases, no incluida anteriormente en el sermón, es (v. 40b): «Sed salvos de esta perversa generación». Aunque esta frase tiene aplicación general al mundo incrédulo (v. Fil. 2:15), tiene aplicación especial a los que, de la nación de Israel, eran todavía rebeldes a la proclamación del Evangelio, pues la frase se había hallado varias veces en labios de Jesús mismo. Venía a decirles Pedro: «Ya que habéis participado de los pecados de ellos no participéis de su actual rebeldía, a fin de que no seáis partícipes de su ruina». Si consideramos la rapidez con que la corriente del mundo (Ef. 2:2) se lleva a los pecadores impenitentes a la eterna condenación, debemos preferir nadar contracorriente antes que ser sumergidos con ellos en el mismo abismo. Quienes se arrepienten de sus pecados y ponen su confianza en el Señor han de dar prueba de la sinceridad de su conversión y romper con las malas compañías que antes frecuentaban (v. 1 P. 4:4).
VI. La espléndida cosecha de este primer sermón de Pedro (v. 41): «Así que los que acogieron bien su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas (lit. almas)». El Espíritu Santo obró con la palabra para salvación a todo aquel que cree (Ro. 1:16) y todos los que creyeron (lo cual supone que eran bastante adultos para creer personalmente—comp. con 16:31–34—) sellaron su fe con la profesión pública de la recepción del bautismo. Leemos que se añadieron, es decir, a los discípulos, los cuales formaban el embrión de la Iglesia naciente (comp. v. 47); añadidos a la Iglesia, no por la Iglesia misma, sino por el Señor (v. 47). El original griego dice que recibieron con agrado la palabra; no basta con oírla con agrado, pues también Herodes Antipas oía con gusto al Bautista (Mr. 6:20, comp. con Mt. 13:20), pero no recibía la palabra. La conversión de 3.000 personas tras un solo sermón fue mayor milagro que la alimentación de 5.000 con unas pocas hogazas de pan. La frase «se añadieron» nos da a entender también que quienes reciben a Cristo como su Salvador, han de tomar como hermanos y miembros del mismo Cuerpo a todos los demás que son salvos. Gran tarea tuvieron los apóstoles en el bautismo de tantas personas. El espíritu Santo les había movido, no sólo las lenguas para predicar, sino también las manos para bautizar.
Versículos 42–47
En estos versículos tenemos la historia de la realmente primitiva Iglesia, en su estado de infancia, es cierto, pero también, por eso mismo, en el de su mayor inocencia.
1. Vemos primero como un esbozo del programa de la vida eclesial (v. 42). (A) Eran diligentes y constantes en su asistencia a la enseñanza de los apóstoles. Tan pronto como se sintieron vivos con vida espiritual anhelaron la leche espiritual de la Palabra de Dios (1 P. 2:2). Todo creyente que no se interesa en el conocimiento de la Palabra de Dios tiene motivos para dudar de si ha nacido de nuevo. (B) Se ocupaban también en la comunión unos con otros. Este compañerismo santo que comporta el generoso compartir con todos los hermanos se echa de ver por lo que leemos a continuación (vv. 44–46, así como 4:32–36). Esta nota de comunión unánime se percibe a lo largo de todo el Libro. (C) Aunque el «partir el pan por las casas» del versículo 46 es muy probable que se refiera a los ágapes celebrados en común, el partimiento del pan que se menciona en el versículo 42 significa, con toda probabilidad, la celebración de la Cena del Señor, por estar inserto en el programa de actos oficiales de la Iglesia. (D) En último lugar se menciona su asidua participación comunitaria en las oraciones, no porque éste sea el elemento menos importante de la vida eclesial, sino porque, como bien hace notar el Dr. Lloyd-Jones, no se puede orar en común sino con los que tienen una misma fe y un mismo amor. Aparte de este esbozo de programa, se menciona (v. 47) la alabanza a Dios, con lo que no se añade, en realidad, un nuevo elemento, pues toda oración sincera debe comenzar por la alabanza.
2. Tras el paréntesis del versículo 43, que menciona el temor religioso del pueblo (simpatizantes, pero todavía indecisos) y los milagros que seguían llevándose a cabo por los apóstoles, viene una porción que pone de relieve el mutuo amor práctico de los primitivos cristianos (vv. 44–47). (A) Estaban juntos, no porque vivieran todos bajo el mismo techo (comp. v. 46), sino porque se reunían con mucha frecuencia, y expresaban su mutuo amor con el deseo de la mutua presencia. (B) Juntos poseían en común todas las cosas, al ser la necesidad de cada uno la pauta para la distribución (vv. 44b, 45, comp. con 4:32 y ss.). No lo hacían porque les obligase alguna ley (v. 5:4), sino porque les impulsaba el amor, que tiene mayor fuerza que todas las leyes. El egoísta dice: «Lo tuyo es también mío». El altruista dice: «Lo mío es también tuyo». (C) Juntos acudían a los actos religiosos del templo (v. 46), antes de que se efectuase paulatinamente la separación. (D) Juntos comían por las casas, es decir (probablemente; comp. con 5:42), casa por casa, invitándose recíprocamente para comer juntos con alegría y sencillez de corazón (v. 46b), donde se nota el gozo como elemento que no puede faltar donde existe el amor (v. Gá. 5:22). El vocablo que Lucas usa para «sencillez» significa «llaneza», es decir, carencia de ostentación y suntuosidad; no hacían comidas «especiales» para los invitados.
El Señor daba su «Visto Bueno» a esta vida comunitaria de la primitiva Iglesia, añadiéndoles cada día a los que iban siendo salvos (v. 47), es decir, a los que habían sido puestos en el camino que conduce a la salvación final (comp. con 13:48). También se nos dice que tenían favor con todo el pueblo. Aunque no todo el pueblo se convirtiese a la fe cristiana, la reacción general era de simpatía; lo que demuestra que la enemistad que habían demostrado anteriormente al pedir la crucifixión del Señor se debía mayormente a la influencia nefasta que sobre ellos habían ejercido los líderes religiosos de Jerusalén.
En este capítulo tenemos un milagro y un sermón. I. El milagro fue la curación instantánea de un cojo de nacimiento (vv. 1–8), y la impresión que esto causó en el pueblo (vv. 9–11). II. El objetivo del sermón fue traer personas a Cristo a fin de que se arrepintiesen del pecado de haberle crucificado (vv. 12–19), y creyesen en Él ahora que había sido glorificado (vv. 20–26).
Versículos 1–11
Se nos había dicho (2:43) que muchos prodigios y señales eran hechos por los apóstoles. Aquí tenemos un ejemplo.
1. Las personas mediante las cuales fue llevado a cabo este milagro fueron Pedro y Juan. Ambos tenían cada uno de ellos un hermano en el colegio apostólico; sin embargo, los vemos más unidos entre sí que con sus respectivos hermanos, pues el vínculo de la amistad es con frecuencia más fuerte que el del parentesco. Pedro y Juan parecen haber tenido una amistad más íntima después de la resurrección de Cristo que anteriormente. Ésta era una nueva prueba de que Pedro, tras su arrepentimiento, volvía a ser acepto a Dios, al hacer que el discípulo amado de Jesús fuese el amigo íntimo suyo.
2. Se nos detallan también el tiempo y el lugar del milagro. Fue en el templo, adonde Pedro y Juan habían subido juntos. Allí había bancos de peces entre los que había que echar la red del Evangelio. Bueno es subir al templo para asistir a los servicios religiosos; y todavía mejor cuando subimos juntos, pues la mejor compañía es la que se forma para adorar y alabar a Dios. El tiempo era la hora novena, la de la oración, es decir las tres de la tarde, hora de la oración principal. Así como hay casa de oración, debe haber también hora de oración. Aunque los cristianos han de estar en actitud constante de oración, es bueno separar ciertas horas especiales, no para atar la conciencia, sino para alertarla.
3. El paciente en quien se operó el milagro (v. 2) era un cojo de nacimiento, caso triste, que se veía forzado a pedir limosna, ya que no podía ganarse el sustento por medio del trabajo. Lo ponían cada día a la puerta del templo. Los que están en necesidad y no pueden trabajar, no han de avergonzarse de mendigar. Una muestra de nuestra sincera devoción a Dios cuando vamos a su casa es la disposición a ser generosos con quienes pasan necesidad. ¡Lástima que, muchas veces, haya tunantes que se hacen pasar por necesitados cuando no lo están! Pero es mejor dar de comer a diez zánganos que dejar morirse de hambre a una sola abeja. La puerta del templo junto a la que este cojo mendigaba se llamaba la Hermosa, y nada perdía de su belleza por el hecho de que un cojo mendigase a su entrada. Al ver a Pedro y a Juan
… les rogaba que le diesen limosna (v. 3). Pidió limosna, pero obtuvo curación, que es mucho mejor.
4. Aquí tenemos la forma en que se llevó a cabo dicha curación.
(A) Su esperanza y su fe fueron alertadas. Pedro, en lugar de apartar de él los ojos, los fijó en él (v. 4). Lo mismo hizo Juan. Le dijo Pedro: ¡Míranos! Esto le hizo pensar al cojo que iba a recibir de ellos algo (v. 5), por lo que les estuvo atento. Hemos de llegarnos a Dios con mente atenta y corazón dispuesto, alzar los ojos al cielo y esperar recibir de allí algo.
(B) Su expectación no quedó decepcionada (v. 6). «Pedro dijo. No poseo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda». Lo que los creyentes ponían a los pies de los apóstoles había de distribuirse primero entre los necesitados de la Iglesia, y lo que así se deposita debe ser estricta y fielmente guardado y administrado. Pero Pedro tenía algo mejor que dinero para darle a este pobre cojo: la curación, por medio de la cual quedaría capacitado para ganarse el sustento por sí mismo. Lo que tengo te doy, dijo Pedro. Los que no tienen dinero para las cosas de Dios tienen, al menos, ojos, brazos y pies para el servicio de Dios y de sus hermanos. La curación fue llevada a cabo en el nombre de Jesucristo de Nazaret y mediante un dulce mandato: ¡Levántate y anda! Aunque ya podía hacerlo, Pedro le tendió una mano para ayudarle a levantarse, y al momento se le consolidaron los pies y los tobillos (v. 7). Cuando Dios, mediante su Palabra, nos manda caminar en sus mandamientos, también nos da su Espíritu para que nos tome de la mano y nos levante. Cuentan (nota del traductor) que el papa Urbano IV mostró a Tomás de Aquino gran cantidad de dinero que tenía encima de la mesa y le dijo: Ya ves, Tomás, no puedo decir, como Pedro: No poseo plata ni oro. A lo que respondió el de Aquino: Tampoco puedes decirle a un cojo: Levántate y anda.
5. La impresión que la curación hizo en el paciente mismo (v. 8): «De un salto se puso en pie y comenzó a andar». Tan pronto como cobró la energía suficiente, la mostró sobradamente, no sólo andando, sino saltando. Los que han experimentado la obra de la gracia de Dios han de dar evidencia de la gracia que han recibido. ¿Ha puesto Dios fuerza dentro de nosotros? Pongámonos en pie resueltamente para servirle y caminemos alegremente con Él. El cojo tenía asidos a Pedro y a Juan (v. 11). En un transporte de gozo asía de ellos y no los dejaba, atestiguando así el afecto que les había cobrado. Es natural que quienes han sido curados por Dios cobren afecto hacia los que han sido instrumentos de Dios para su curación, con tal que este afecto no degenere en carnalidad. El cojo recién curado entró con ellos en el templo; allí también fue hallado el lisiado a quien Cristo curó (Jn. 5:14). Iba andando, saltando y alabando a Dios (v. 8). Las fuerzas, tanto físicas como mentales y espirituales, que de Dios hemos recibido, han de ser usadas para su servicio y alabanza, como hizo este cojo. Estos «saltos» se dan con mayor frecuencia en los recién convertidos.
6. Cómo reaccionaron las personas que presenciaron este milagro. (A) Estaban plenamente convencidos de la realidad del milagro, pues, al verle andar y alabar a Dios (v. 9), le reconocían que era el que se sentaba a pedir limosna a la puerta del templo (v. 10). Por tanto tiempo se había sentado allí a mendigar que todos le conocían. Ahora clamaba al alabar a Dios con mayor fuerza que lo hacía cuando pedía limosna. La bendición recibida se perfecciona cuando es debidamente agradecida. (B) «Se llenaron de asombro y estupor por lo que le había sucedido» (v. 10b); todo el pueblo estaba atónito (v. 11). Parece ser que uno de los efectos de la efusión del Espíritu Santo fue el que la gente se sintiese mucho más impresionada por los milagros de los apóstoles que como lo habían estado al presenciar los milagros del mismo Cristo. (C) Se reunieron en torno a Pedro y Juan: «Todo el pueblo corrió hacia ellos al pórtico que se llama de Salomón» (v. 11b). Allá se congregó el pueblo para contemplar este gran milagro.
Versículos 12–26
Sermón que predicó Pedro en esta ocasión. Viendo esto Pedro (v. 12). Cuando vio Pedro que el pueblo se reunía en torno de ellos, aprovechó la oportunidad para predicarles a Cristo. Al ver que la gente estaba impresionada por el milagro, se apresuró a sembrar la semilla del Evangelio en tierra que estaba preparada para recibirla y, con toda humildad, atrajo hacia Jesucristo la atención que la gente estaba prestándoles a ellos.
1. No se atribuye a sí mismo el honor del milagro. Se dirige a ellos llamándoles «varones israelitas», a quienes pertenecían no sólo la Ley y las promesas, sino también el Evangelio y sus efectos. Dos cosas les pregunta: (A) «¿Por qué os maravilláis de esto?» Era, sí, algo maravilloso, pero mucho menos que lo que Cristo había hecho unos pocos meses antes, al resucitar a Lázaro de los muertos. A los necios les parece extraordinario lo que les habría resultado ordinario en otras ocasiones si hubiesen prestado la atención necesaria. (B) «¿Por qué ponéis los ojos en nosotros?» Es cierto que habían hecho andar (v. 12b) al cojo, pero no lo habían hecho por su propio poder o piedad, sino que aquel poder procedía totalmente de Cristo y no lo habían obtenido por ser más santos que los demás, pues eran también hombres pecadores (comp. con 10:26). Los instrumentos de Dios no deben ser convertidos en ídolos de la gente. Lo que es de alabar en Pedro y Juan es precisamente que no se atribuyeron a sí mismos el honor de este milagro, sino que lo transmitieron fielmente a Cristo. La utilidad de un siervo de Dios está en razón directa de su humildad.
2. Les predica a Cristo.
(A) Les muestra primero que Cristo era el Mesías prometido a los padres, a los primeros antepasados del pueblo de Israel (v. 13). El Dios de los patriarcas de Israel había glorificado así a su Siervo Jesús. Que el griego paida—nota del traductor—ha de verterse aquí por «Siervo» y no por «Hijo» se muestra en la implícita referencia de Pedro al cántico del Siervo de Jehová en Isaías 52:13–53:12.
(B) Les culpa lisa y llanamente de la muerte de Jesús (v. 13b): «a quien vosotros entregasteis», clamando contra Él como si hubiese sido un criminal de la más baja ralea; le negasteis delante de Pilato, os negasteis a reconocerle como el Mesías prometido porque no vino con el aparato majestuoso y la pompa que esperabais. Fuisteis peores que Pilato, puesto que él había resuelto ponerle en libertad. Y no sólo (v. 14) negasteis al Santo y al Justo, que son algo muy superior a la inocencia, sino que pedisteis que se os concediera de gracia un homicida, y (v. 15) matasteis al Autor de la vida; preservasteis la vida de un asesino, destructor de la vida, y se la quitasteis al Salvador, autor de la vida». ¡Qué cúmulo tan enorme de circunstancias agravantes!
(C) Testifica acerca de la resurrección de Cristo (v. 15b), como lo había hecho en el sermón anterior (2:32): «Creíais que habíais acabado de una vez con el Autor de la vida, pero Dios lo ha resucitado de los muertos, de lo cual nosotros somos testigos».
(D) Atribuye la curación del cojo al poder de Cristo (v. 16): «Y por la fe en su nombre, a éste, que vosotros veis y conocéis, le ha consolidado su nombre». Nótese la repetición del «nombre», que es un sustituto de la «persona». Es Cristo mismo quien ha dado el poder para esa curación, obtenida por medio de la fe en Él; más aún, esa fe es por medio de Él, como vienen todas las gracias por medio del Mediador universal entre Dios y los hombres. Vemos, pues, que Pedro apela: (a) al testimonio de ellos mismos sobre la verdad del milagro: «a éste, que veis y conocéis» (lit., el pronombre personal no figura en el griego). La completa sanidad le ha sido dada en presencia de todos vosotros. (b) El poder ha venido del Autor de la vida, del general en jefe, aunque se ha valido de un subalterno para llevar a cabo el milagro. Se ha hecho por fe en su nombre para que Él se lleve la gloria y el honor. (c) Cristo mismo ha dado la fe necesaria para creer en su nombre; es el Cristo ascendido y glorificado (comp. con Jn. 6:44) el que da ese poder, lo cual no quita la responsabilidad de venir a Él por fe (v. Jn. 3:16, 36; 5:40; 8:24, etc.).
3. Les anima con la esperanza de hallar gracia y perdón. Hace todo lo posible para convencerles de pecado, pero tiene sumo cuidado en no conducirles a la desesperación. (A) Comienza mitigando la enormidad del crimen con la circunstancia atenuante que implicaba la ignorancia. Antes (v. 12) les había llamado «varones»; ahora les llama «hermanos» (v. 17) y bien podía llamarles así, pues también él, Pedro, había negado al Santo y al Justo, y jurado que no le conocía. Con toda caridad y comprensión añade: «Ya sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes». Este lenguaje es parecido al del mismo Señor en la Cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc. 23:34). Fueron los líderes los que obraron con peor voluntad; el pueblo llano se dejó arrastrar por la corriente (comp. con 1 Ti. 1:13). (B) Mitiga también los efectos del crimen al decir (v. 18): «Pero Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos los profetas, que su Cristo había de padecer» (v. Lc. 24:26, 46). Como si dijese: «Aun cuando vosotros pensabais que estabais cumpliendo vuestro propio plan, era el propósito de Dios el que se cumplía, no el vuestro». Esto no suprimía la culpabilidad de ellos al odiar y perseguir a Cristo hasta darle muerte, pero les daba ánimo para arrepentirse con esperanza segura de perdón, ya que la misma muerte de Cristo estaba destinada a proveer el fundamento para el perdón de los pecados.
4. Les exhorta a hacerse cristianos.
(A) Les dice lo que han de creer. Deben creer que Jesucristo es la simiente prometida (v. 25). Jesús, que era de la simiente de Abraham, según la carne (v. Gá. 3:16), es aquel en quien todas las familias de la tierra habían de ser benditas, no sólo la familia de Israel. También deben creer que Jesucristo es profeta, aquel profeta como Moisés, a quien Dios había prometido que levantaría de entre sus hermanos (v. 22). Por medio de Cristo nos habla Dios (He. 1:1, 2), como Moisés, pues nos libró de la esclavitud del pecado, así como Moisés los libertó de la esclavitud de Egipto. Moisés fue fiel como siervo, pero Cristo lo fue como Hijo (He. 3:5, 6). Moisés fue modelo de humildad y paciencia; más aún, Cristo. Israel fue favorecido con la bendición de muchos profetas desde Samuel en adelante (v. 24), pero ellos trataron mal a todos los profetas, por lo que, después de todos ellos, les envió Dios su propio Hijo. Deben creer que han de venir de la presencia de Dios tiempos de refrigerio, es decir, de consolación (v. 19); serán los tiempos de la restauración de todas las cosas (v. 21), anunciados por boca de los santos profetas de Dios, y es entonces cuando el Señor ha de venir por segunda vez (v. 20). Dice J. Leal: «Los tiempos de la consolación son los tiempos del final del mundo … Y mande (envíe) se refiere a la segunda venida escatológica de Jesús … Este tiempo final es el que coincide con la restauración del reino de que hablaban los discípulos en 1:6, 7. Entonces tendrá lugar la era mesiánica de la paz y consolación prometida».
(B) Les dice lo que han de hacer. Deben arrepentirse (v. 19), cambiar de mentalidad, y convertirse, darse media vuelta de cara a Dios (v. 1 Ts. 1:9), y aceptar como Mesías, Ungido de Dios, al que ellos habían matado. No es suficiente con arrepentirse del pecado, hay que convertirse de él y no volver a darle la cara, sino la espalda. Deben escuchar a Cristo, según había profetizado y ordenado (v. 22b): «a Él oiréis en todas las cosas que os hable», oírle con fe, como se debe oír a un profeta, especialmente a tal profeta como Cristo, y oírle con obediencia plena: «en todas las cosas». Arriesgamos nuestra eternidad si nos hacemos el sordo a las palabras de Jesús (v. 23): «Y toda alma (persona) que no oiga a aquel profeta, será totalmente exterminada del pueblo». Los que no quieran ser amonestados y aconsejados por el Salvador no pueden esperar otra cosa que caer en manos del Destructor.
(C) Les dice lo que han de esperar. (a) El perdón de los pecados (v. 19): «para que sean borrados vuestros pecados». Con el perdón se borra el pecado como si no hubiese existido, pues cuando Dios perdona, también olvida; pero no ha de esperarse este perdón si no hay arrepentimiento. La esperanza del perdón habría de ser un gran incentivo para convertirse a Dios. (b) Una vez perdonados los pecados, es consoladora la esperanza de ser bendecidos con el refrigerio que traerá consigo la Segunda Venida del Señor (vv. 20, 21). Ahora no le vemos, porque lo retiene el cielo, pero cuando se manifieste … le veremos tal como Él es (1 Jn. 3:2). Ahora andamos por fe, la cual es evidencia de lo que no se ve (He. 11:1). Y cuando Él venga a juzgar al mundo, nosotros no seremos condenados con el mundo (1 Co. 11:32).
(D) Les dice qué fundamentos tienen para esperar estas cosas si se convierten a Cristo.
(a) Como israelitas, eran la nación favorecida por Dios más que ninguna otra (v. 25): «Sois los hijos de los profetas y del pacto». Era un doble privilegio: Pertenecían al pueblo del que habían surgido los profetas de Dios y al que Dios enviaba sus profetas, cuyas palabras se oían cada sábado en la sinagoga (13:27); esto debía animarles a unirse a Cristo. Cuantos tenemos la Biblia hemos de cuidar de no recibir en vano la gracia de Dios. Además, eran los hijos, es decir, los herederos del pacto que Dios había hecho con sus padres. La promesa era, en primer término, para ellos. Si todas las familias de la tierra habían de ser bendecidas en Cristo, mucho más sus compatriotas según la carne.
(b) Como israelitas, a ellos se ofrecía en primer lugar la gracia del Nuevo Testamento (v. 13:46). A ellos fue enviado en primer lugar el Redentor, lo cual les animaba más aún a esperar que, si se arrepentían, a ellos les había de bendecir en primer lugar (v. 26). Se pone aquí de relieve, primero, de dónde había recibido Cristo su misión: «Dios … lo ha enviado»; lo había resucitado y lo había manifestado como Mesías con poder al enviar el Espíritu Santo para convencerles de pecado; segundo, a quiénes había sido enviado: «en primer lugar, para vosotros». El ministerio personal de Cristo, como el de los profetas de antaño, había estado confinado a Israel, a las ovejas perdidas de la casa de Israel y, por eso, había prohibido a los discípulos pasar la frontera. Después de su resurrección, es cierto que habían de proclamar el Evangelio hasta los últimos confines de la tierra, pero comenzando por Jerusalén (Lc. 24:47). Y, cuando iban a otras naciones, primero predicaban a los judíos que allí se hallaban. Lejos de ser excluidos por haber dado muerte a Cristo, fueron preferidos al ser predicado el Evangelio primero a ellos, después de la resurrección del Señor. Tercero, con qué fin fue enviado Cristo a ellos (v. 26): «lo ha enviado para bendeciros; no para condenaros, como lo merecéis, sino para justificaros». El objeto de la venida de Cristo al mundo es bendecirnos y, cuando se marchó del mundo, dejó tras sí bendición, pues «mientras los bendecía se fue alejando de ellos» (Lc. 24:51). Por medio de Cristo es como nos envía Dios sus bendiciones y sólo por medio de Él hemos de esperar recibirlas. La gran bendición fue hacer que cada uno se convierta de sus maldades (v. 26b), pues así quedamos en disposición de recibir todas las demás bendiciones. El pecado es aquello a lo que por naturaleza nos adherimos; el designio de la gracia de Dios es apartamos de él y volvernos contra él, de forma que no sólo lo abandonemos, sino también lo aborrezcamos.
I. Pedro y Juan son arrestados y examinados por un comité del gran Sanedrín (vv. 1–7). II. Confiesan valientemente lo que han hecho y predican a Cristo ante sus perseguidores (vv. 8–12). III. Éstos les imponen silencio y los despiden (vv. 13–22). IV. Ellos luego se dirigen a Dios en oración para que siga obrando en ellos con la gracia y el poder que ya habían experimentado (vv. 23–31). V. Dios les expresa su aprobación por medio de señales manifiestas de su presencia entre ellos (vv. 32–33). VI. Los creyentes aparecen íntimamente unidos entre sí con santo amor, y la Iglesia florece más que nunca (vv. 34–37).
Versículos 1–7
1. A pesar de la oposición que los poderes de las tinieblas van a hacer a la labor de los apóstoles, Pedro y Juan continúan en su obra, y su trabajo no es en vano. (A) Los predicadores proclaman fielmente la doctrina de Cristo (v. 1): «hablaban al pueblo», y enseñaban a los no creyentes, para su convicción y conversión; y a los creyentes, para su consuelo y consolidación. «Anunciaban en Jesús la resurrección de entre los muertos» (v. 2). En la persona de Jesús se había dado la verificación de que resucitar de los muertos era posible, pues Él había resucitado (comp. 1 Co. 15:12–16). Y la resurrección de Cristo era precisamente la garantía del milagro de la curación del cojo. No se metían en asuntos temporales, sino que se atenían a su misión, al decir al pueblo que el cielo es la meta, y que Cristo es el camino. (B) Los oyentes recibieron, en gran número, la palabra (v. 4): «Muchos de lo que habían oído la palabra, creyeron; y el número de los varones llegó a ser de unos cinco mil». Esto significa que a los 3.000 convertidos en el primer sermón de Pedro se añadieron ahora 2.000 varones con lo que los miembros de la Iglesia de Jerusalén ascendían a unos 5.000, sin contar las mujeres; una congregación muy numerosa, a pesar de la persecución contra los líderes. Con mucha frecuencia, los días de sufrimiento son para la Iglesia los días de mayor crecimiento.
2. Los principales sacerdotes y su partido hicieron todo lo posible para aplastar a la naciente Iglesia; pero aun cuando pudieron atarles las manos por algún tiempo, no pudieron cambiarles el corazón. Estos perseguidores eran los sacerdotes, el jefe de la guardia del templo, también sacerdote y segundo en dignidad después del sumo sacerdote, y los saduceos (v. 1), a cuyo partido pertenecían los principales sacerdotes, siendo precisamente los saduceos quienes negaban la resurrección. Estaban muy molestos de que los apóstoles enseñasen al pueblo, etc. (v. 2). Les molestaba la predicación y les molestaba la atención que prestaba el pueblo. Miserable es de verdad el caso de aquellos para quienes la gloria de Cristo es una pena. Para los saduceos, la mayor molestia consistía en que la resurrección de los muertos, que ellos negaban, se predicase precisamente en la persona de Jesús, a quien ellos habían condenado a muerte. Les echaron, pues, mano a Pedro y a Juan, y los pusieron en la cárcel hasta el día siguiente (v. 3). Vemos que Dios entrena a sus siervos gradualmente para sufrir: ahora resisten sólo hasta las cadenas; después, hasta el derramamiento de sangre.
3. Al día siguiente, Pedro y Juan son llevados ante el tribunal religioso, congregado en reunión extraordinaria, como se ve por todas las circunstancias del juicio: (A) El tiempo (v. 5): «al día siguiente»; sin duda, de mañana (comp. con v. 3—había prisa—), pues estaban impacientes por imponerles silencio.
(B) El lugar: «en Jerusalén», donde había tantos que esperaban la redención de Israel antes de que naciese el Redentor, pero eran todavía más los que no prestaron la debida atención cuando llegó. (C) Los jueces del tribunal (vv. 5, 6): los gobernantes, esto es, los principales sacerdotes, los ancianos o jefes de las familias nobles, y los escribas o peritos en la ley, del partido de los fariseos en su gran mayoría. Se citan por su nombre a Anás, llamado sumo sacerdote por ser el miembro más influyente del Sanedrín, aunque había sido destituido de su cargo el año 15 d.C. El sumo sacerdote desde el 16 al 36 fue su yerno Caifás, que se nombra después de su suegro; Juan es llamado en algunos MSS Jonatán, cuñado y sucesor de Caifás. De Alejandro no sabemos nada, aunque hay quienes opinan que era otro de los hijos de Anás. Con ellos estaban otros parientes más o menos lejanos, pues eran del linaje sumo sacerdotal. El parentesco, si no es con buenas personas, resulta para muchos una trampa más bien que una ayuda.
4. Los prisioneros son llevados ante el tribunal (v. 7), poniéndoles en medio, ya que los jueces se sentaban en semicírculo, y les preguntan. ¿Con qué clase de poder, o en qué nombre habéis hecho vosotros esto? (es decir, el milagro de la curación del cojo). Dice el Prof. Trenchard: «Como el hecho de la curación era innegable, trataban de atribuirlo a artes mágicas, en confabulación con poderes satánicos, basándose la interrogación en las instrucciones de Deuteronomio 13:1–5». «Poder» y «nombre» aparecen como sinónimos en la pregunta del tribunal.
Versículos 8–12
Valiente defensa que hace Pedro, no de sí mismo, sino del nombre y del honor de su Maestro.
1. Esta defensa fue dictada por el Espíritu Santo (v. 8), como había prometido Cristo a sus fieles abogados, llamados a presentar defensa ante los tribunales (v. Mr. 13:11).
2. Ante quiénes fue presentada esta defensa: Pedro se dirige a los jueces, los gobernantes y los ancianos antes mencionados. La maldad de los que se hallan en puestos de poder no les priva de tal poder, pero la consideración del poder que se les ha encomendado debería prevalecer a fin de que abandonasen su maldad.
3. Cuál es la defensa misma que hace Pedro:
(A) Que hicieron el milagro de la curación en el nombre de Jesucristo de Nazaret (v. 10), con lo que respondía directamente a la pregunta del tribunal. Se justifica a sí mismo y a Juan por lo que habían hecho ya que se trataba del beneficio hecho a un hombre enfermo (v. 9). Por eso no se avergüenza (v. 1 P. 2:20; 3:14; 4:14–16). Toda la gloria y el honor del milagro realizado los atribuye a Jesús. Señala muy bien que fue a ese Jesús «a quien vosotros crucificasteis (luego murió realmente) y a quien Dios resucitó de los muertos» (v. 10). Esto es lo que explica el «poder» mediante el cual se obró el milagro. Al hablar así, Pedro no intenta meramente cargarles con la culpa de la muerte de Cristo, sino, como en 2:36, llevarlos a la convicción de pecado que ha de preceder a toda verdadera conversión, y persuadirles de que el más fuerte testimonio a favor de Jesús y en contra de sus perseguidores es el haber resucitado Dios al mismo a quien ellos habían crucificado. El milagro no ha sido obra de magia ni de poder satánico, sino del poder del resucitado.
(B) Que sólo en el nombre (es decir, por medio de la persona) de Jesús hay salvación, pues eso es lo que significa «Jesús» = «Jehová salva» (v. Mt. 1:21). Nadie puede quedar indiferente, o neutral, ante Jesús de Nazaret, sino que es algo de absoluta necesidad: «En ningún otro hay salvación … no hay otro nombre» (v. 12). Según la opinión más probable—nota del traductor—, la idea no es que para salvarse sea absolutamente necesario conocer el nombre de Jesús, sino que nadie puede salvarse si no es por medio de la obra de la redención llevada a cabo por Jesús, con el deseo implícito de seguir el método fijado por Dios. La salvación siempre procede de Dios; nosotros podemos destruirnos a nosotros mismos, pero no podemos salvarnos a nosotros mismos. Dentro de este contexto de glorificación de Jesús, Pedro cita del Salmo 118:22, las mismas frases que el propio Jesús había citado ya (v. Mt. 21:42; Mr. 12:10, 11; Lc. 20:17) y él mismo lo hará después (1 P. 2:4–8). La Biblia es un arma bien probada en todos los combates espirituales; no dejemos, pues, de usarla, pues es para nuestro propio provecho e interés.
Versículos 13–22
I. Posición en que quedó el tribunal después del testimonio de Pedro (vv. 13, 14). 1. No pudieron negar que la curación del cojo había sido un beneficio y un milagro (v. 14): «… no tenían nada que replicar». 2. No pudieron rebatir la argumentación de Pedro (v. 13), lo cual fue un milagro mayor quizá que la misma curación del cojo. En efecto, (A) Les maravilló el denuedo de Pedro y de Juan, quienes, en lugar de ser acobardados por sus jueces, se convirtieron en jueces del propio tribunal. La valiente confesión de los fieles contrasta con la cobarde confusión de los perseguidores. (B) Lo que incrementó el asombro del tribunal fue el saber que Pedro y Juan eran hombres sin letras y del vulgo, lo cual no quiere decir que fuesen analfabetos, sino que no habían estudiado en las escuelas rabínicas, a pesar de lo cual sabían citar las Escrituras con acierto y, sobre todo, con poder. (C) El asombro de los jueces se calmó algún tanto al reconocer que, aunque no habían acudido a las escuelas oficiales de rabinos, habían estado con Jesús, el que tantas veces les había confundido con su profunda sabiduría. Así se explicaba, no sólo la sabiduría con que hablaban, sino también su gran valentía. Por el brillo del rostro, se podría adivinar que habían estado con Cristo en el monte de la Transfiguración.
II. A continuación se nos dice cuál fue el resultado del juicio.
1. Les ordenaron que saliesen del sanedrín (v. 15), a fin de verse libres de ellos, pues les hablaban muy claro a la conciencia, y para deliberar qué habrían de hacer con ellos (v. 16). Pensaban que podrían mantener ocultas sus decisiones, como si pudieran esconderlas de Dios. Si hubiesen cedido a la poderosa evidencia de la verdad que se les había predicado, bien fácil habría sido decidir lo que tenían que hacer con aquellos hombres. Pero, cuando el hombre se empeña en no dejarse persuadir por la verdad, no es extraño que se deje arrastrar por el error.
2. Llegaron a una decisión en dos detalles: (A) Que no era prudente castigar a los apóstoles, ya que el milagro («una señal notoria», dicen) que habían llevado a cabo era manifiesto: «conocido por todos los que moran en Jerusalén, y no lo podemos negar» (v. 16). ¡Terrible obstinación la del corazón malvado y endurecido! No lo pueden negar, pero no se dan por convencidos. Temían al pueblo, como otrora cuando querían prender a Jesús. (B) Que, sin embargo, había que silenciarlos para lo futuro (vv. 17, 18). (a) «A fin de que no se divulgue más entre el pueblo», como si fuese una peste contagiosa que había que detener a toda costa. (b) «Les intimaron que en ninguna manera pronunciasen palabra ni enseñasen en el nombre de Jesús» (v. 18). El mayor servicio que se le puede prestar al diablo es silenciar a los ministros de Dios y hacer que permanezcan debajo del almud las luces que deben estar en el candelero. Pero Cristo, no sólo les había mandado predicar el Evangelio, sino que les había prometido su asistencia. Quienes saben dar el debido valor a las promesas de Cristo, saben también tratar con justo desprecio las amenazas del mundo.
III. Pedro y Juan responden mansa, pero valientemente, a estas amenazas y prohibiciones (vv. 19, 20):
«Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros más bien que a Dios; porque no podemos menos de decir lo que hemos visto y oído». La prudencia de la serpiente les habría inducido a callarse, pero la osadía del león les permite retar a sus perseguidores, aunque lo hacen con el candor y la mansedumbre de la paloma. Se justifican ante el tribunal en dos cosas: 1. El mandato de Dios: «Vosotros nos prohibís predicar el Evangelio; Dios nos manda predicarlo ¿a quién hemos de obedecer, a vosotros o a Dios?» Nada tan absurdo como prestar atención a débiles y falibles hombres antes que al Dios infinitamente sabio y santo. El caso era tan claro que hasta el más lerdo podía entenderlo: «Juzgad si es justo …». 2. La voz de su conciencia: «No podemos menos de decir lo que hemos visto y oído». (A) Sentían en su interior una convicción inamovible que había cambiado en santa fortaleza su humana fragilidad. Los que mejor pueden hablar de Cristo son los que han experimentado el poder de su gracia. (B) Sabían que tenían una misión de la que dependía la salvación de las almas. Si sólo en Cristo hay salvación (v. 12), ¿cómo habían de callar? Eran además cosas que habían visto y oído. ¡Testigos de primera mano! Si ellos no hablaban,
¿quién podría hacerlo?, ¿quién querría hacerlo?
IV. Viene finalmente el descargo de los prisioneros (v. 21): Les amenazaron y los soltaron. 1. Porque no se atrevían a contradecir al pueblo, porque todos glorificaban a Dios por lo que había acontecido. Así como las autoridades son puestas por Dios para infundir temor a los malvados y frenarlos, así el pueblo, por providencia de Dios, se convierte a veces en terror y freno contra las autoridades malvadas. 2. Porque no podían negar el milagro (v. 22), ya que el hombre en quien se había hecho este milagro de sanidad tenia más de cuarenta años, por lo que tenía edad para hablar de sí mismo (Jn. 9:21). El milagro era tanto mayor cuanto que, como en el caso del ciego de nacimiento, este hombre era cojo de nacimiento (3:2).
Versículos 23–31
1. Los dos testigos regresan a sus hermanos (v. 23): «Puestos en libertad, vinieron a los suyos». Tan pronto como se vieron en libertad, volvieron a reunirse con sus hermanos en la fe, sin engreírse por el honor que Dios les había concedido al llamarles a dar testimonio ante las autoridades. Ninguna promoción en dones o servicios debe hacer que nos sintamos superiores a los demás hermanos, pues sólo tenemos lo que hemos recibido. Tampoco se retrajeron ante las amenazas que les habían hecho los del tribunal, sino que volvieron a estar con sus amigos de siempre. Los seguidores de Cristo hacen lo mejor al estar en compañía, con tal que sea buena compañía.
2. El informe que dieron de lo que había ocurrido (v. 23b): Contaron todo lo que los principales sacerdotes y los ancianos les habían dicho, a fin de que: (A) Supiesen lo que podían esperar tanto de los hombres como de Dios: de los hombres, toda clase de amenazas aterradoras; de Dios, toda clase de bendiciones consoladoras y segura protección. (B) Sintiesen corroborada su fe en la resurrección del Señor, pues Pedro y Juan les habían dicho a los principales sacerdotes en su cara que Dios había resucitado de entre los muertos a Jesús. Los jueces les habían prohibido publicarlo a nadie, pero no se habían atrevido a negarlo. (C) Se uniesen ahora a ellos en alabanzas y oraciones.
3. La forma en que se dirigen a Dios en esta ocasión (v. 24): «Ellos (los demás discípulos), al oírlo, alzaron unánimes la voz a Dios». No es probable que todos, de forma estereotipada, pronunciasen las mismas expresiones de esta larga oración. Posiblemente, uno de ellos la elevó con señales de aprobación unánime de parte de todos los presentes o, más probable, mezclaron sus voces con expresiones parecidas. Veamos:
(A) El respeto con que adoran a Dios como al Soberano Señor, Creador de todas las cosas (v. 24). Los idólatras adoran dioses que ellos mismos han hecho, pero nosotros adoramos a un Dios que nos ha hecho a nosotros y a todo el Universo. Por eso, hemos de comenzar nuestras oraciones con el reconocimiento de la suprema majestad y santidad de Dios. La alabanza es el elemento primordial de toda oración: «Santificado sea tu nombre».
(B) La sumisión con que aceptan los designios de la Providencia, al citar de las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Lo había dicho Dios por boca de David (vv. 25, 26), por lo que no había que extrañarse de que se cumpliesen las Escrituras. Estaba predicho (Sal. 2:1, 2): (a) Que las multitudes rebeldes se habían de enfurecer contra Dios y contra su Mesías. (b) Que la gente había de tramar todos los medios posibles para salir adelante con su propósito. (c) Que, en particular, los reyes de la tierra se habían de oponer a la instauración del reino del Mesías. (d) Que los gobernantes se habían de coligar contra Dios y contra Cristo.
(C) La forma en que veían cumplidas estas predicciones (vv. 27, 28). Era cierta la profecía y verdadero su cumplimiento (v. 27): «Porque verdaderamente se aliaron en esta ciudad contra tu santo Siervo (v. lo dicho en 3:13) Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, los dos gobernadores de Galilea y Judea respectivamente, con los paganos (de la gentilidad) y el pueblo de Israel». Pero, con todo ello, no hacían sino dar cumplimiento al designio eterno de Dios (v. 28, comp. con 2:23). El obediente
«Siervo de Jehová» había sido ungido para ser el Salvador del mundo por medio de su sacrificio expiatorio por el pecado y, por tanto, había de morir. Dios había determinado por qué manos se le había de dar muerte: «por mano de inicuos» (2:23), es decir, gentiles, pero por sentencia e instigación de las autoridades y del pueblo de Israel.
(D) La petición que elevan en cuanto al caso presente (v. 29): «Y en lo de ahora, Señor, fíjate en sus amenazas». Se percibe cierto énfasis en ese «ahora». Ahora era el tiempo en que Dios tenía que actuar a favor de su pueblo, cuando el poder de sus enemigos era más atrevido y amenazador. No dictan a Dios lo que tiene que hacer, sino que le exponen simplemente la situación. «Fíjate en sus amenazas», le dicen, no porque no las conozca, sino para urgirle a obrar. Cuando somos injustamente amenazados, es un consuelo saber que podemos exponer el caso a Dios y dejarlo en sus manos (comp. con 2 R. 19:14 y ss.; Is. 37:14). Pero no piden a Dios que les libre de la persecución, sino que les aumente la valentía para proclamar el Evangelio: «Concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra» (v. 29b). Las amenazas de los enemigos de Dios y, por tanto nuestros, han de servirnos de estímulo para proclamar la Palabra de Dios con tanto mayor denuedo, con tal de que no confiemos en la carne, sino en el poder de Dios. Y como nada anima tanto a los ministros de Dios en sus trabajos como las señales de la presencia de Dios con ellos, piden también esto: «mientras extiendes tu mano para que se hagan sanidades, señales y prodigios mediante el nombre de tu santo Siervo Jesús» (v. 30). Esto serviría para convencer al pueblo y para confundir a los perseguidores. Buscan el honor del nombre de Jesús, no el suyo.
4. La favorable respuesta que Dios les dio (v. 31). Dios les dio una gran señal de que había aceptado sus oraciones: «Cuando acabaron de orar, el lugar en que estaban congregados tembló, fenómeno parecido al del día de Pentecostés (2:2) y, también ahora, fueron llenos del Espíritu Santo, una de las llenuras “extra” de las que hablamos en el capítulo 2». Y consiguieron lo que habían pedido al Señor: «y hablaban con denuedo la palabra de Dios». En este sentido podría entenderse el cumplimiento de la promesa de Jesús de que el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan (Lc. 11:13). La sacudida del lugar tenía también por objeto corroborarles la convicción de que habían de temer a Dios, no a los hombres. Esa sacudida ayudaba a que su fe no fuese sacudida.
Versículos 32–37
1. Vemos aquí cuán entrañablemente se amaban los discípulos de Jesús unos a otros. Dice a la letra el original (v. 32): «El corazón y el alma de la multitud de los que habían creído era uno solo». Vemos, pues, (A) que los creyentes formaban una multitud. Sabemos que, sólo en Jerusalén, se habían convertido
3.000 en un día, y otros 2.000 en otro día, sin contar las mujeres y los que iban siendo añadidos cada día a la Iglesia (2:47). (B) Aunque eran muchos y de diversas edades, condiciones y cualidades naturales y espirituales, tenían un solo corazón (el mismo amor, los mismos criterios, las mismas inclinaciones) y una sola alma (los mismos afectos y sentimientos). ¡Quién nos diera que así fuesen las iglesias actuales! La comunidad de bienes que a continuación se nos refiere era consecuencia normal del mutuo amor (v. 1 Jn. 3:16–18).
2. Los ministros de la Palabra continuaban con su bendita tarea con gran vigor y éxito (v. 33): «Con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús», pues ésta es la prueba decisiva que el Señor había propuesto para demostrar su mesianidad. Ese «gran poder» del que aquí se nos habla incluía vigor, valentía, resolución por parte de ellos; eficacia, tremendo impacto en los oyentes; señales exteriores, de parte de Dios.
3. La hermosura de la gracia de Dios (comp. con Nm. 6:25) brillaba sobre toda la congregación.
«Abundante (lit. grande) gracia había sobre (nótese esta preposición) todos ellos» (v. 33b). El Señor derramaba abundante gracia sobre todos ellos, pues los frutos eran evidentes. Sin duda gozaban del respeto del pueblo, pero no es el favor del pueblo el que aquí se menciona, sino el de Dios.
4. Eran muy generosos con los necesitados. (A) No estaban apegados a sus posesiones, defecto común de la humanidad que hasta en los niños más pequeños se echa de ver (v. 32b): «Ni uno solo decía ser suyo propio (de propiedad exclusiva) nada de lo que poseía». No arrojaban de sí lo que poseían, pero tampoco se apegaban a ello. No lo llamaban suyo propio porque, de corazón, ya lo tenían todo abandonado por Cristo. Lo único verdaderamente propio de cada uno de nosotros es el pecado. Por eso estaban tan bien dispuestos a desprenderse de todo en favor de los necesitados. Los que tenían grandes posesiones no pensaban en acumularlas, sino en repartirlas. El gran motivo de todas las riñas y guerras es apegarse a lo propio y codiciar lo ajeno. (B) Al tenerlo todo en común (v. 32), no había entre ellos ningún necesitado (v. 34), lo cual, si no es hipérbole, habrá que entenderlo de los primeros días de la Iglesia, pues, desde muy pronto (v. 6:1) y en lo sucesivo, hubo siempre pobres en la iglesia de Jerusalén (11:27– 30; Gá. 2:10, entre otros lugares). (C) Igualmente se nos dice que todos los que poseían heredades o casas las vendían y traían el precio de lo vendido poniéndolo a disposición de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad (vv. 34b, 35). Por 12:12, vemos que la madre de Marcos tenía su casa. (D) Se menciona un caso particular (vv. 36, 37): el de un tal José, levita, de Chipre. Quizá se le cita: (a) por contraste con el egoísmo de Ananías y Safira, cuyo caso se expone a continuación; (b) por ser, como se verá en el decurso del relato de Hechos y en varios lugares de las epístolas paulinas, un destacado siervo de Dios. Es probable que los apóstoles le pusiesen de sobrenombre Bernabé (que traducido del arameo es Hijo de Consolación, es decir, consolador) por el don de profecía (v. 13:1).
I. Pecado y castigo de Ananías (dejamos así el nombre, aunque el original dice Hananías—nota del traductor—) y Safira (vv. 1–11). II. Estado floreciente de la Iglesia (vv. 12–16). III. Encarcelamiento de los apóstoles y milagrosa suelta de la prisión (vv. 17–26). IV. Su nueva presentación ante el Sanedrín (vv. 27–33). V. Consejo de Gamaliel a sus compañeros acerca de los apóstoles y acuerdo de soltarlos, según dicho consejo, aunque después de azotarlos (vv. 34–40). VI. Gozo de los apóstoles por tal padecimiento y diligencia en proseguir su ministerio (vv. 41, 42).
Versículos 1–11
El capítulo comienza por un melancólico pero. Aun el mejor hombre tiene su pero, y también lo tiene la mejor iglesia. El cuadro de 4:32–37 está lleno de luz, pero aquí vemos una mala sombra: dos hipócritas mentirosos dentro de una multitud leal y sincera. Por eso, las señales que hasta ahora habían llevado a cabo los apóstoles eran milagros de misericordia; pero ahora viene un milagro de juicio, a fin de que Dios no sólo sea amado, sino también temido, de los suyos.
1. El pecado de Ananías y Safira en su contexto anterior y motivo interior: (A) También ellos, como Bernabé, vendieron una heredad y pusieron el dinero (no todo) a los pies de los apóstoles (vv. 1, 2). No querían aparentar ser menos espirituales que los demás, sino que deseaban que se les distinguiese por su generosidad. Daban con hipocresía mientras servían a su propia codicia y ambición. (B) Llevados de su codicia, se quedaron con parte del precio … trayendo sólo una parte … a los pies de los apóstoles (v. 2). Codiciaban las riquezas del mundo y desconfiaban de Dios y de su providencia. «Vendió una heredad» (v. 1) y no sabemos si en un primer momento pensarían en poner a disposición de los apóstoles todo el precio; lo cierto es que, cuando tuvieron en la mano el dinero de la venta, se quedó con parte del precio, sabiéndolo también su mujer (v. 2), porque amaban el dinero. No confiaron en la palabra de Dios de que Él proveerá, sino que pensaron que podían pasar por más listos que los demás al guardar algo para días adversos. ¡Como si Dios no fuese el Todosuficiente para cada día, próspero o adverso! Si hubiesen sido mundanos del todo, no habrían dado a los apóstoles parte del precio; y si hubiesen sido creyentes del todo, no se habrían quedado con parte del precio. (C) Pensaron que podían engañar a los apóstoles y hacerles creer que les llevaban el precio entero de la venta (v. 2b): «y trayendo sólo una parte, la puso a los pies de los apóstoles», como si la parte fuese el todo.
2. El proceso y juicio sumarísimo de Ananías, con la ejecución de sentencia por su pecado. Cuando llevó el dinero a los apóstoles, Pedro le reprendió severamente de su pecado mostrándole cuán grave era su delito (vv. 3, 4). El Espíritu de Dios en Pedro no sólo descubrió el hecho, sino también el secreto agente en el corazón de Ananías, por el que había sido impulsado a obrar con tal hipocresía y mentira. Si hubiese sido un pecado de pura debilidad ante una inesperada tentación, Pedro le habría enviado a casa a que se arrepintiese de su necedad. Pero, en lugar de ello, Pedro le mostró:
(A) El origen de su pecado (v. 3): Satanás le había llenado el corazón, no sólo le había sugerido el pecado, sino que, tras sugerirle la idea, le había incitado a tomar la pronta resolución de ponerlo por obra.
(B) El pecado mismo: consistió en mentirle al Espíritu Santo; un pecado tan abominable que no se le habría ocurrido si Satanás no le hubiese llenado el corazón; «no has mentido a los hombres, sino a Dios» (con artículo en el original, lo que suele reservarse a Dios el Padre). La mentira de Ananías era clara, pues dijo a los apóstoles que había vendido un campo y que el dinero que les llevaba era el precio del campo vendido; así esperaba quedar ante ellos en tan buen lugar como el de quienes habían llevado el precio completo. Hay muchos que son inducidos a mentir por el orgullo y el deseo de recibir el aplauso de los hombres, especialmente en las obras de caridad hacia los pobres. Los que se jactan de buenas obras que nunca llevaron a cabo o prometen hacerlas sin que nunca cumplan tal promesa, así como los que exageran el número o la calidad de las buenas obras que hacen, se parecen en esto a Ananías. Mentir al Espíritu Santo implicaba que era Dios quien actuaba en los apóstoles y que era como si Dios mismo recibiese el dinero cual «olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios» (Fil. 4:18).
(C) Las agravantes del pecado (v. 4): «Reteniéndola (la heredad), ¿no seguía siendo tuya? Y después de venderla, ¿no estaba el dinero a tu disposición?» (NVI). Como si dijese: «Nadie te obligaba a vender el campo y, si deseabas venderlo, nadie te obligaba a traer a los pies de los apóstoles el dinero de la venta. Pero, una vez que prometiste traer el dinero de la heredad vendida, no podías quedarte con parte del dinero mientras aparentabas entregarlo todo». Mejor es no prometer que prometer y no pagar; así que habría sido mejor para Ananías y Safira no haber aparentado que hacían una obra buena antes que prometerla y hacerla después a medias. Cuando entregamos a Dios el corazón, no podemos dárselo a medias. Satanás, como la madre de 1 Reyes 3:26 de la que no era hijo el niño vivo, no tiene inconveniente en tomar la mitad de nuestro corazón; pero Dios quiere tenerlo entero o nada.
(D) Pedro carga sobre él la culpa (v. 4b): «¿Cómo se te ha ocurrido hacer semejante cosa?» (NVI). A pesar de que Satanás había entrado en su corazón para tentarle, Pedro dice que Ananías había puesto en el corazón hacer esta cosa (lit.), lo cual demuestra que no podía echarle la culpa al diablo, el cual tienta, pero no fuerza (comp. con Stg. 1:13–15). La culpa era muy grave, pues Ananías había mentido a Dios. Si pensamos que podemos hacerle trampa a Dios, llegará el día en que nos daremos cuenta de que es a nosotros mismos a quienes hemos puesto una trampa fatal.
3. Muerte y sepultura de Ananías (vv. 5, 6). (A) Ananías murió inmediatamente después de la reprensión de Pedro: «Al oír Ananías estas palabras, cayó y expiró. Véase el poder de la Palabra de Dios en boca de los apóstoles. Así como hay algunos a quienes la Palabra de Dios salva, también hay otros a quienes dicha palabra condena. Este castigo de Ananías podrá parecernos severo, pero estamos seguros de que fue justo, pues era muy grande la afrenta que Ananías había hecho al Espíritu Santo. Además, servía para que otros escarmentaran en cabeza ajena y no fuesen tentados a imitarle. El ejecutor de la sentencia fue Pedro, quien con mentiras había negado al Maestro, lo cual nos da a entender que no actuó ahora tan drásticamente como si la afrenta hubiese sido cometida contra él mismo, ya que, en tal caso, la habría perdonado y se habría esforzado en llevar al pecador al arrepentimiento, sino que fue un acto del Espíritu Santo por medio de Pedro; al Espíritu fue hecha la afrenta, y por el Espíritu fue impuesto el castigo. (B) Fue enterrado de inmediato (v. 6), según era costumbre: «Y levantándose los jóvenes, lo envolvieron (es decir, lo amortajaron) y sacándolo, lo sepultaron».
4. Ahora toca pedir cuentas a Safira, la mujer de Ananías (v. 7): Pasado un lapso como de tres horas, sucedió que entró su mujer, no sabiendo lo que había acontecido.
(A) Fue hallada culpable de ser cómplice de su marido en tal pecado, como lo demostró ya la pregunta misma de Pedro (v. 8): «Dime, ¿vendisteis en tanto la heredad? Y ella dijo: Sí, en tanto». Ananías y su mujer se habían puesto de acuerdo en contar la misma historia, así pensaban que no serían descubiertos. Triste cosa es que los parientes más allegados, que deberían estimularse mutuamente a hacer el bien, se endurezcan mutuamente para hacer el mal.
(B) Pedro le lee la sentencia para que participe también en el castigo aplicado a su marido (v. 9). (a) Le descubre primero el pecado: «¿Por qué os pusisteis de acuerdo para tentar al Espíritu del Señor?» Antes de leerle la sentencia, le muestra la fealdad de su pecado: Habían tentado al Espíritu Santo. Sabían que los apóstoles poseían el don de lenguas, pero ¿tendrían también el don de discernir espíritus? Quienes tienen la presunción de pecar confiados en la impunidad, están tentando al Espíritu de Dios. Se pusieron de acuerdo en hacer el mal. Es difícil de evaluar qué es peor en un pecado de complicidad con el cónyuge o con otros parientes próximos, si la discordia en hacer el bien o la concordia en hacer el mal. (b) Le lee la sentencia (v. 9b): «¡Mira! Los pies de los que han enterrado a tu marido ya están a la puerta, y se te van a llevar a ti también» (NVI).
(C) Ejecución de la sentencia (v. 10): Al instante, ella cayó a los pies de él (Pedro) y expiró. Hay algunos pecadores a los que Dios despacha por la vía rápida, mientras que a otros los soporta durante largo tiempo; sin duda, tiene razones para hacer esta diferencia, aunque no está obligado a rendirnos cuentas de ellas. En muchos casos, una muerte repentina no significa castigo por algún pecado muy grave como el de Ananías y Safira; quizás es un favor que se les hace al pasar de este mundo sin dolor ni pena. No obstante, es una advertencia para todos, a fin de estar siempre preparados. Varias preguntas quedan sin contestar en esta porción. ¿Eran Ananías y Safira verdaderos convertidos a pesar de la carnalidad que mostraron, con lo que tendríamos aquí uno de los casos que se mencionan en 1 Corintios 11:30? Las cosas secretas no nos pertenecen (así dice M. Henry, nota del traductor). El Profesor Trenchard opina que «es más probable que se hallen entre los apóstatas, aquellos cristianos nominales que participan de la compañía de los fieles, pero sin ser regenerados por el Espíritu». (Prefiero la posición de M. Henry, aunque personalmente opino que estos cristianos carnales fueron juzgados en carne para que vivan en espíritu, 1 P. 4:6.) Otros preguntan si los apóstoles guardaron aquella parte del precio que les fue llevada. No cabe duda de que la respuesta ha de ser que sí, pues lo que llevaron no quedó contaminado para los que lo recibieron, aunque lo que Ananías y Safira reservaron para sí fue una contaminación para ellos.
5. La impresión que hizo esto en el pueblo. Tanto a mitad del relato, como al final, se destaca este dato: «Y vino un gran temor sobre todos los que lo oyeron» (v. 5). «Y vino gran temor sobre toda la iglesia y sobre todos los que oían estas cosas» (v. 11). Aumentó así el respeto a Dios y a sus juicios. No es que cayera como un jarro de agua fría sobre el gozo y la santa alegría de los primeros creyentes, pero les enseñó a tomar las cosas en serio y a regocijarse con temor y temblor.
Versículos 12–16
1. Viene ahora una alusión general a los milagros que llevaban a cabo los apóstoles (v. 12): «Y por manos de los apóstoles se hacían muchas señales y prodigios en el pueblo». Era como si Dios, después de salir de su morada para castigar, retornase a su trono de gracia. Los milagros que llevaban a cabo eran prueba de su misión divina. Eran «señales y prodigios», tales prodigios que resultaban señales evidentes de la presencia y del poder de Dios.
2. Se nos dice a continuación cuáles eran los efectos de estos milagros:
(A) Los creyentes se conservaban íntimamente unidos (v. 12b): «Y estaban todos unánimes en el pórtico de Salomón». Se reunían en el templo (comp. con 2:46), en el pórtico de Salomón, lugar amplio para sus «plenos» en cuanto al culto de adoración. El exterminio de los hipócritas hacía (y debe hacer) que los creyentes sinceros se sintieran todavía más unidos entre sí. Y los que habían permitido hacer mercado de la casa de Dios no tuvieron poder para expulsar de allí a quienes predicaban el Evangelio y sanaban a los enfermos.
(B) «De los demás (es decir, de los judíos no convertidos), ninguno se atrevía a juntarse con ellos, pero el pueblo los tenía en gran estima (lit. los engrandecía)». Aunque los principales sacerdotes hacían todo lo posible para que se les menospreciase, no podían impedir que el pueblo sencillo los estimase. Los apóstoles estaban muy lejos de engrandecerse a sí mismos, pero el pueblo los engrandecía, pues los que se humillan serán exaltados, y serán tenidos en honor los que a sólo Dios tributan el honor que se le debe.
(C) El número de los creyentes aumentaba (v. 14): «Y cada vez se adherían al Señor (esto es, a Jesucristo) más creyentes, gran número así de hombres como de mujeres». En lugar de alejarse por el terror que suscitó el castigo de Ananías y Safira, se sintieron más bien animados a entrar en una congregación donde se guardaba una disciplina tan estricta. Se toma buena nota de la conversión de mujeres lo mismo que de hombres. Las buenas mujeres habían abundado antes de la muerte de Cristo, y lo mismo abundaban las que creían en Él después de haber ascendido a los cielos.
(D) Los apóstoles tenían pacientes en abundancia y ganaban también abundante reputación por el poder curativo que mostraban. Como hacían con el Señor, tanto de Jerusalén como de las ciudades circunvecinas traían enfermos y endemoniados, y todos eran sanados (vv. 15, 16). Es de notar, sobre todo, la esperanza de la gente de que hasta la sombra de Pedro podía curar a alguno de ellos cubriéndole. En esto se cumplía la promesa de Jesús de que habían de hacer mayores cosas que Él (Jn. 14:12). Y si tales cosas podía hacer Pedro, tenemos motivo para pensar que los demás apóstoles gozaban del mismo poder, como ocurrió después con los pañuelos y delantales que habían estado en contacto con el cuerpo de Pablo (19:12). Así tuvieron los apóstoles la oportunidad de convencer al pueblo del origen divino de la doctrina que predicaban y estimularles a dar crédito al Evangelio y ser añadidos a la Iglesia.
Versículos 17–25
Nunca caminan lejos las buenas obras al obtener éxitos, sino que pronto encuentran oposición. Habría sido muy extraño que los apóstoles hubiesen continuado enseñando y sanando de esa manera sin que se les pusiese a prueba. En estos versículos vemos la maldad del infierno y la gracia del cielo en dura lucha acerca de la obra de los testigos de Cristo: el infierno procuraba apartarlos de ella, y el cielo les animaba en ella.
1. Los sacerdotes se enfurecieron con ellos y los metieron en la cárcel (vv. 17, 18). Vemos: (A) Quiénes eran sus perseguidores: el sumo sacerdote (Anás o Caifás) era el principal promotor, y los saduceos eran los que más dispuestos estaban a secundarle, pues eran los enemigos principales del Evangelio de Cristo, porque confirmaba la resurrección de Cristo y el estado futuro, que ellos negaban.
(B) Cómo se sentían: «se llenaron de envidia», al ver los milagros que hacían y el favor que adquirían entre el pueblo. (C) Cómo actuaron contra los apóstoles (v. 18): «Les echaron mano y los pusieron en la cárcel pública», donde estaban los peores malhechores. La vez anterior, cuando Pedro y Juan comparecieron ante el Sanedrín, se conformaron con amenazarles (4:21), pero ahora los encarcelaron para frenarles la obra, para intimidarles y exponerles a la pública vergüenza.
2. Pero Dios envió un ángel, quien abrió de noche las puertas de la cárcel (v. 19) y soltó a los presos, a pesar de que los guardias estaban ante las puertas, no dormidos, sino de pie (v. 23). No hay cárcel tan oscura y tan bien asegurada en la que Dios no pueda visitar a los suyos y sacarlos de ella. El ángel les dijo (v. 20): «Id a presentaros en el atrio del templo y anunciad allí al pueblo el mensaje completo de esta nueva vida» (NVI). Los puso en libertad para que pudiesen proseguir con tanto mayor denuedo en su misión. Cada vez que nos recobramos de enfermedades o accidentes, hemos de ver la mano de Dios que nos alienta, no a sestear, sino a dedicarnos con mayor entusiasmo a su servicio. Les manda predicar en el templo, porque era el lugar más concurrido y más apto para la predicación del Evangelio. Puesto que les ha dado libertad por medio de un milagro, les anima a predicar donde había peligro, pero también concurso del pueblo, a quien habían de exponer el mensaje completo, sin callarse nada por miedo a las autoridades o al pueblo, ya que se trataba de asuntos de vida, es decir, en los que cada ser humano se juega la eternidad.
3. Ellos obedecieron de inmediato (v. 21), puesto que, habiéndolo ordenado el ángel, no tenían miedo a nadie y el camino a seguir estaba claro por voluntad explícita de Dios. Si cumplimos el deber que la providencia nos ha impuesto, bien podemos estar seguros de que Dios se cuidará de que salgamos a salvo.
«Entraron al amanecer en el templo y enseñaban». El tesoro del Evangelio está en las manos de ellos y no pueden dejar pasar la oportunidad, pues, cuando Dios abre una puerta, es menester entrar por ella, no sea que, por nuestra negligencia, se desperdicie la ocasión y, en sus secretos designios, Dios la vuelva a cerrar. No fallarán sus planes, pero nuestro candelero puede ser removido.
4. Mientras tanto, se reunió el Sanedrín en pleno, no un comité como antes, y mandaron traer a los presos (v. 21), pero cuál no sería la sorpresa de los reunidos cuando los alguaciles enviados a la cárcel (v. 22) vinieron con el siguiente informe (v. 23): «Por cierto, hemos hallado la cárcel cerrada con toda seguridad, y los guardias afuera de pie ante las puertas, mas cuando abrimos, a nadie hallamos dentro». No se nos dice cómo los soltó el ángel, pero sí que ya no estaban allí. Dios conoce muchas maneras de socorrer a los suyos y brindarles una salida, tanto de la persecución como de la tentación, aunque los hombres no acierten a entender cuál es esa salida. El versículo 24 nos refiere la confusión del Sanedrín ante este milagro: «se preguntaban perplejos en qué vendría a parar aquello», es decir, qué podía significar tan extraño suceso. Todavía es mayor la confusión cuando viene otro emisario (v. 25) con la noticia de que los presos estaban de pie en el templo y enseñando al pueblo. Ahora bien, los malhechores comunes pueden usar de su astucia para escapar de la prisión, pero son extraordinariamente excepcionales los que tienen la valentía suficiente para confesarlo después que lo han hecho.
Versículos 26–42
1. De nuevo son arrestados los apóstoles, aunque sin violencia por temor al pueblo, y son traídos ante el Sanedrín (vv. 26, 27), en lo que no se sabe qué es más de admirar, si la mansedumbre de los apóstoles o la obstinación de sus enemigos, quienes podían temer no sólo al pueblo, sino también al poder que los apóstoles habían mostrado para herir de muerte con su palabra, como había hecho Pedro con Ananías y Safira. Además, los trajeron al Sanedrín, donde sabían que se habían de tomar violentas medidas contra ellos.
2. El examen a que les sometieron. El sumo sacerdote les dijo (v. 28) cuál era el cargo que contra ellos se presentaba: (A) Desobedecer las órdenes de la autoridad: «¿No os mandamos estrictamente que no enseñaseis en ese nombre?» Sí, es cierto; pero se les había olvidado que Pedro les había dicho la vez anterior que había que obedecer a Dios antes que a los hombres. (B) Extender falsas doctrinas entre el pueblo: «Habéis llenado a Jerusalén con vuestra enseñanza.» Como si dijesen: Habéis perturbado la paz y el orden de la ciudad santa. (C) Albergaban aviesas intenciones contra el gobierno, al intentar culpar a las autoridades religiosas, ante el pueblo, de la muerte de Jesús: «Queréis hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre». Al comparar esto con Mateo 27:25, parece extraño que el sumo sacerdote diga eso ahora. Dice Leal: «Anás, que es el pontífice que habla, no niega la responsabilidad del Sanedrín en la muerte de Jesús, pero tampoco ve en ella ningún pecado. Sólo reprende a los apóstoles de querer vengar la muerte del Maestro, pues con su predicación parecen querer levantar al pueblo contra los responsables de su muerte». Nótese, de paso, el desprecio que comportan las frases (v. 28) «en ese nombre», «de ese hombre», sin querer mencionar el nombre de Jesús.
3. Pedro y los demás apóstoles (v. 29), es decir, Pedro en nombre de los demás (como en 4:19) repite primero lo que había dicho antes (4:19), pero de modo más tajante: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Dios les había mandado enseñar y predicar, y ellos tenían que obedecer contra viento y marea. Los gobernantes que castigan a los que, por cumplir con su deber para con Dios, desobedecen las órdenes del gobierno, han de dar estrecha cuenta a Dios de su desafuero. Se justifica después a sí mismo y a sus compañeros del cargo de haber llenado a Jerusalén con la doctrina del Evangelio. El mensaje de Pedro en los versículos 30–32 se parece mucho al que predicó el día de Pentecostés ante la muchedumbre (comp. con el resumen de 2:36). Con toda bravura les dice Pedro:
(A) «El Dios de nuestros (nótese el posesivo en primera persona) padres (Abraham, Isaac y Jacob) levantó a Jesús, es decir, le resucitó, a quien vosotros matasteis colgándole de un madero» (v. 30, donde se advierte la referencia implícita a Dt. 21:23, citada por Pablo en Gá. 3:13 y por Pedro en 1 P. 2:24). Suele decirse que no es conveniente reprender a quienes no van a sacar provecho de la reprensión, pero los que tienen la misión y la responsabilidad de reprender deben cumplir con su deber a pesar de todo (v. 2 Ti. 4:2, 3).
(B) «A éste, Dios ha exaltado con su diestra» (v. 31). Como diciendo: «Vosotros le llenasteis de menosprecio, pero Dios le ha coronado de honor ¿y no habríamos de honrar a quien es colmado de honores por Dios? Dios le ha dado el nombre que está sobre todo nombre (Fil. 2:9b)».
(C) Al exaltarlo, Dios ha puesto a Jesús por «Príncipe y Salvador» (NVI). Frente a los que se creían los «príncipes» del pueblo, Pedro llama a Jesús el verdadero «Príncipe» (comp. con los títulos aplicados a Moisés en 7:35, como figura que era de Cristo) y, al llamarle «Salvador» (el único, v. 4:12) les ofrece (¡también a ellos!) la salvación. Notemos que no puede tener a Cristo por Salvador el que no se avenga a dejarse gobernar por Él. La fe recibe a un Cristo entero, quien vino, no sólo para salvarnos en nuestros pecados, sino también para salvarnos de nuestros pecados.
(D) «Para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados.» Por tanto, deben predicar en su nombre al pueblo de Israel, pues a él estaban destinadas en primer lugar las bendiciones del Evangelio.
¿Por qué se habían de oponer los jefes y ancianos de Israel al que había venido a ofrecer a Israel nada menos que el perdón de los pecados con base en el arrepentimiento de cada israelita? Pero estos gobernantes de Israel no dan ningún valor al arrepentimiento ni al perdón de los pecados ni ven la necesidad de tales cosas. El arrepentimiento y el perdón van de la mano; donde hay arrepentimiento, se garantiza el perdón; por otra parte, sin arrepentimiento no hay remisión de los pecados. Jesucristo es quien da tanto el arrepentimiento como el perdón. ¿Estamos destinados a arrepentirnos? Cristo está designado a dar arrepentimiento, pues obra suya es dar un nuevo corazón, y el espíritu contrito es un sacrificio que Él provee; y si diese fe y arrepentimiento y no diese perdón de pecados, abandonaría su palabra y la obra de sus propias manos.
(E) Todo esto está bien atestiguado: (a) Por los apóstoles mismos (v. 32): «Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y si nos callásemos, como vosotros nos ordenáis, haríamos traición a la misión que nos ha encomendado». Cuando se ventila un pleito ante los tribunales, no está permitido silenciar a los testigos, porque el veredicto depende del testimonio de ellos. (b) Por el Espíritu de Dios (v. 32b): «Y también el Espíritu Santo», que es un testigo celeste. Para este fin se nos ha dado el Espíritu Santo y no podemos suprimir su poder ni sus operaciones. (c) La donación del Espíritu Santo a los creyentes que obedecen a Dios (v. 32c) es clara evidencia de que es voluntad de Dios el que Cristo sea creído y obedecido.
4. La impresión que hizo en el Sanedrín la defensa que de sí mismos hicieron los apóstoles. Un razonamiento expuesto con tanta lógica, claridad y mansedumbre, no sólo debería haber bastado para poner en libertad a los presos, sino también para convertir a los jueces. Pero ellos se enfurecieron y se llenaron, (A) de indignación: «Se sentían heridos en lo más vivo» (v. 33; el mismo verbo griego de 7:54), por ver cómo estos hombres se convertían de reos en fiscales, y exponían el crimen que habían cometido contra el Señor, quien por otra parte les ofrecía el perdón si se arrepentían. Nótese la diferencia entre la reacción del Sanedrín y la de los que escucharon el mensaje de Pedro el día de Pentecostés, donde el griego usa un verbo diferente, que significa «ser punzado» (compungido) en el corazón, con el buen resultado del arrepentimiento y el perdón de pecados, mientras éstos se sentían «cortados hasta el corazón» (lit.) con rabia e indignación. (B) De maldad contra los apóstoles. Al ver que no les pueden hacer callar la boca mientras no les quiten el aliento, querían matarlos. La serenidad y valentía de los apóstoles contrasta con la constante perplejidad y perturbación mental y emocional de sus perseguidores.
5. El serio y prudente consejo que Gamaliel dio al Sanedrín en esta ocasión. Este Gamaliel es llamado fariseo de profesión y partido, y doctor de la ley por oficio (v. 34). A sus pies había aprendido la ley judía Pablo (22:3). También se dice de él que era venerado por todo el pueblo, es decir, tenido en muy alta reputación por su competencia, prudencia y ecuanimidad. Veamos su razonamiento:
(A) Después de aconsejar que sacasen afuera por un momento a los apóstoles (v. 34b), dijo a sus colegas (v. 35): «Varones israelitas, tened cuidado de lo que vais a hacer respecto a estos hombres». Los llama «varones israelitas», como si dijese: «Sois hombres y deberíais atender a la razón; sois israelitas y deberíais atender a la revelación. ¡Tened cuidado!» Los perseguidores del pueblo de Dios harían bien en tener cuidado de sí mismos, para no caer en el hoyo que han cavado.
(B) Los casos que cita. Expone dos ejemplos de hombres facciosos y sediciosos, cuyos intentos quedaron en nada; por lo que, si el caso presente es similar, también quedará en nada sin que el Sanedrín tenga que intervenir. (a) El primer caso era el de un tal Teudas (v. 36), quien se levantó, se sublevó, diciendo que era alguien, es decir, persona importante (comp. con 8:9): un gran profeta o el propio Mesías. Hace notar Gamaliel hasta dónde llegó este hombre: a reunir un número como de 400 hombres; y en qué quedó su alzamiento: «fue muerto, y todos los que le obedecían fueron dispersados y quedaron en nada. Jesús, el jefe de esta facción, ya está muerto. Si era un impostor, su muerte traerá la muerte de su causa».
(b) Lo mismo ocurrió en el caso de Judas el galileo (v. 37. Su revuelta citada por Flavio Josefo, ocurrió el año 6 de nuestra era). Teniéndose, como su padre, por el Mesías, se alzó en los días del censo (Lc. 2:2) y llevó en pos de sí a bastante gente, incluido el sumo sacerdote Sadoc y muchos del pueblo.
¿En qué quedó la cosa? «Pereció también él, y todos los que le obedecían fueron dispersados».
(C) Su opinión sobre todo este asunto:
(a) Que no deben perseguir a los apóstoles (v. 38): «Apartaos de estos hombres, es decir, no os metáis con ellos, y dejadlos en paz». Es difícil saber si se expresó de esta forma movido por la prudencia o si comenzaba a sentir cierta simpatía hacia el Evangelio (comp. con Jn. 7:51). La tradición asegura que posteriormente se convirtió al cristianismo. En todo caso—nota del traductor—, su razonamiento fue sano y su intervención fue providencial, por lo que me resulta muy severa la crítica que de su actuación hace el Prof. Trenchard en su, por otra parte excelente, comentario a Hechos. ¿Habremos de quebrar la caña cascada y apagar el pábilo que humea, en contra de la actitud del Señor? (v. Is. 42:3; Mt. 12:20).
(b) Que el resultado debe ser dejado a la providencia de Dios (vv. 38b 39): «Porque si este plan o esta obra es de los hombres, se desvanecerá, mas si es de Dios, no la podréis destruir; no sea que os encontréis luchando contra Dios». Lo que es claramente malo debe ser suprimido, pero si no hay oposición evidente contra la ley de Dios, mejor es dejarlo en paz y ver en qué para. Si es mera invención humana, se quedará en nada, como en los casos de Teudas y Judas el galileo; no hay por qué emplear la fuerza para suprimirlos. Pero si resulta ser cosa de Dios, no sólo no se podrá destruir, sino que la oposición a este movimiento equivaldría a hacerle la guerra al mismo Dios. Éste es el prudente razonamiento de Gamaliel. Para consuelo del pueblo de Dios, por mucha y fuerte que sea la oposición que se les haga, su causa puede ser perseguida, pero no suprimida. Y los que se oponen, sin motivo justo, a los hijos de Dios y tratan de hacer callar a sus ministros, están luchando contra el mismo Dios.
6. La decisión que tomó el Sanedrín (v. 40): «Fueron persuadidos por él» (Gamaliel) en cuanto a no meterse con los apóstoles y dejarlos en paz. Pero no pudieron disimular su rabia, sino que dieron cierto desahogo a su indignación azotándolos (no hay prueba alguna de que Gamaliel consintiese en esto, pues habría sido inconsecuente con su propio consejo, pero no le fue fácil impedirlo; comp. con Jn. 7:52), como si fuesen malhechores, al pensar que, con esta afrenta (v. 41), les harían avergonzarse de su predicación, y el pueblo se avergonzaría de escucharles. Después, les intimaron que no hablasen en el nombre de Jesús y los pusieron en libertad.
7. La admirable valentía y constancia de los apóstoles (vv. 41–42).
(A) «Salieron de la presencia del sanedrín, encomendando la causa a Dios, como Gamaliel había aconsejado y, lejos de avergonzarse de Cristo, salieron gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre» (v. 41), es decir, por el nombre del mismo Jesús en cuyo nombre se les había intimado (v. 40) que no hablasen. Eran hombres que no habían cometido ninguna cosa por la que avergonzarse, sino que obedecían a Dios y proclamaban salvación para todo el que cree, arrepentimiento y perdón de pecados. Así que tuvieron por un gran honor ser tenidos por dignos de sufrir a causa de tal nombre, pues no hay mayor honor que ser perseguidos por honrar a Cristo y al Evangelio. Salieron gozosos, porque el Maestro había dicho (Mt. 5:11, 12): «Dichosos seréis cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos». Si sufrimos por hacer el bien, con tal de que lo suframos bien, debemos alegrarnos en la gracia que nos capacita para ello.
(B) Continuaron con su obra con diligencia infatigable (v. 42). Se les había prohibido predicar, pero «nunca cesaban de enseñar y proclamar la buena noticia de que Jesús es el Mesías» (NVI). Esto lo hacían: (a) todos los días, como tarea y deber de cada día; (b) en el templo, lugar donde concurría el pueblo, sin miedo a sus perseguidores ni al peligro que allí les amenazaba; (c) y por las casas; así llegaban hasta los que, por su edad, mala salud, etc., no podían acudir al templo, pues el Evangelio había de ser predicado a toda criatura (Mr. 16:15). (d) No se predicaban a sí mismos, ni doctrinas de hombres, sino a Jesucristo, al Salvador Mesías que había sido crucificado por los hombres, pero resucitado por Dios.
I. Descontento entre los discípulos acerca de la distribución de alimentos (v. 1). II. Elección de siete diáconos que se ocupasen de este asunto (vv. 2–6). III. Crecimiento de la Iglesia (v. 7). IV. Una referencia especial al diácono Esteban, quien fue arrestado y llevado ante el Sanedrín (vv. 8–15), con lo que comienza su proceso que, en el capítulo siguiente, culminará con su sentencia y ejecución.
Versículos 1–7
1. Un desdichado desacuerdo entre algunos miembros de la iglesia de Jerusalén fue prudentemente tratado y resuelto a tiempo (v. 1): «Al aumentar el número de los discípulos, hubo murmuración, etc».
(A) Nos consuela ver que aumenta el número de los discípulos, así como, sin duda, les amargaba a los sacerdotes y a los saduceos. Parece ser que la oposición que se hacía a la predicación del Evangelio contribuía a su éxito. Los predicadores eran azotados y amenazados y, sin embargo, el pueblo recibía su doctrina y eran incluso atraídos por la paciencia y el gozo con que los apóstoles soportaban estos sufrimientos.
(B) Con estas luces contrasta la sombra que nos ofrece el que el aumento de los discípulos diese ocasión a la discordia entre ellos. Hubo murmuración, no una reyerta notoria, sino una secreta quemazón interior. (a) Los que murmuraban eran los griegos, es decir, los judíos dispersos por países fuera de Palestina en los que se hablaba el griego; se quejaban contra los hebreos, los nativos de Palestina, que hablaban arameo. Se explica que antes de su conversión hubiese cierta tirantez y envidia entre ambos grupos, pero era un mal testimonio el que ahora se diese ocasión a tales querellas. (b) La querella era que las viudas de aquéllos (los griegos) eran desatendidas en la distribución diaria de alimentos. La primera discordia de la Iglesia fue sobre asuntos de dinero, a pesar de lo que vimos en 2:45 y 4:34. No se nos dice quiénes eran los culpables, pero es probable que hubiese culpa por ambas partes: los palestinos se creerían con mayores derechos, y los helenistas exagerarían un poco la nota, pues la codicia y la envidia se hallan lo mismo en los ricos que en los pobres. No hay duda de que los apóstoles habían tratado de obrar con toda imparcialidad, pero el contexto posterior insinúa que, precisamente por el aumento de la grey, los pastores no podían atender por igual a todas las ovejas. No todo, pues, era perfecto en la primitiva Iglesia.
2. La intervención de los apóstoles en el asunto (v. 2).
(A) Cuál fue el primer paso que dieron para solucionar el problema: «Convocaron a la multitud de los discípulos». Los Doce no quisieron obrar por su cuenta y riesgo, sino que convocaron una especie de
«pleno» a fin de que dieran su voz y su voto los que intervenían más de cerca en la distribución de alimentos, tanto como aquellos cuyas viudas recibían tal suministro diario.
(B) Cuál es la razón que dieron para no ocuparse ellos directamente de tal distribución (v. 2b): «No es conveniente que nosotros dejemos la palabra de Dios para servir a las mesas». Los apóstoles habían sido llamados a predicar la palabra de Dios, tarea que les ocupaba por entero. Si servían a las mesas tenían que dejar, en cierta medida, la predicación. Así que no estaban dispuestos a dejar de predicar por el dinero colocado a sus pies, como no dejaban tampoco de predicar por los azotes colocados a sus espaldas. La predicación del Evangelio es la obra más alta y urgente en que ha de ocuparse un ministro de Dios. No debe enredarse en los negocios temporales, ni siquiera en los asuntos financieros de la casa de Dios.
(C) Cuál es la solución que proponen (v. 3): «Buscad, de entre vosotros a siete varones … a quienes encarguemos de este trabajo.» Es un trabajo que necesita ser llevado a cabo mejor de lo que ha estado hasta el presente; por eso, han de elegirse para ello personas aptas. Tres cualidades se especifican; deben ser: (a) de buen testimonio, que no tengan nada escandaloso que se les pueda reprochar, que sea notoria su integridad y su virtud, de forma que se les pueda confiar sin escrúpulos este trabajo; (b) llenos del Espíritu Santo, varones espirituales, carentes de carnalidad, para que sean imparciales en el desempeño de su cargo; (c) llenos de sabiduría; no era suficiente que fuesen honestos y espirituales; habían de ser también competentes, no sólo en el conocimiento de las Escrituras (como lo demostraron después Esteban y Felipe), sino también en lo que requería el cargo que iban a desempeñar, es decir, prudentes y experimentados.
(D) Cuál es la ocupación a la que se van a dedicar los apóstoles (v. 4): «Y nosotros nos dedicaremos asiduamente a la oración y al ministerio de la palabra». He ahí las sublimes tareas del ministro de Dios: oración y predicación; en la oración se reciben las comunicaciones divinas; en la predicación se imparten a los demás; no se trata aquí de «recitar las oraciones en las funciones litúrgicas», como quiere Leal. Además, en la oración el pastor se hace boca de la congregación hacia Dios, mientras que en la predicación se hace boca de Dios hacia la congregación. Sin la íntima comunión con Dios en la oración, la predicación carece de poder, pero toda ocupación (aun la oración) que nos dispense de preparar dignamente nuestros mensajes es una forma solapada de tentar a Dios. Dice el Prof. Trenchard: «Este ministerio abarcaba el estudio minucioso del Antiguo Testamento con el fin de comprender su relación con la Edad del Espíritu, como también la “espera” en la presencia de Dios por la que podían recibir mensajes que correspondieran a la nueva dispensación».
(E) Qué tal les pareció a los discípulos esta propuesta no impuesta (v. 5): «Agradó la propuesta a toda la multitud». Así que:
(a) Eligieron las personas. Nótese que los apóstoles ordenaron buscar, no votar—nota del traductor—, pues la idea de una «democracia» eclesial (un hombre, un voto, con lo que una mayoría de creyentes carnales pueden imponer decisiones erróneas) es totalmente ajena a la Palabra de Dios. (V. el comentario a 14:23.) Es curioso el hecho de que los siete escogidos para tal trabajo llevan nombre griego, pues eran los más apropiados para silenciar la murmuración de los griegos. Uno de ellos, Nicolás, ni siquiera era judío, sino prosélito de Antioquía. Otro detalle curioso es que sólo vuelven a mencionarse, de entre estos siete, a Felipe y a Esteban, y no precisamente al servir a las mesas, sino al exponer la Palabra de Dios.
Finalmente, a pesar de los títulos en nuestras versiones, no consta que estos siete fuesen «diáconos» en el sentido ministerial que vemos, por ejemplo, en Filipenses 1:1 y 1 Timoteo 3:8.
(b) Presentaron a estos siete ante los apóstoles (v. 6), para que éstos los nombrasen oficialmente para el cargo que habían de desempeñar. Oraron con ellos y por ellos. Todos los que están empleados en el servicio de la iglesia deben ser encomendados a la gracia de Dios mediante las oraciones de la iglesia. Después de orar, les impusieron las manos. Dice el Dr. Ryrie: «La imposición de manos era un signo formal de la designación para este servicio. El rito indica un vínculo o una asociación entre las personas implicadas. A veces, tiene relación con el acto de sanar (Mr. 5:23) o con el acto de transmitir el Espíritu (Hch. 8:17; 9:17; 19:6) o, como aquí, con la ordenación para un servicio especial (13:3; 1 Ti. 4:14)».
3. El progreso que la Iglesia obtuvo con esta medida. Tan pronto como las cosas fueron puestas en orden, el Evangelio prosperó (v. 7): (A) Crecía la palabra del Señor, esto es, se extendía el conocimiento del Evangelio, ahora que los apóstoles se desentendían de asuntos de finanzas para dedicarse exclusivamente a su ministerio específico, y así ocurre siempre que los ministros de Dios se dedican de lleno a su labor. (B) El número de los discípulos se multiplicaba en gran manera en Jerusalén. Aquí era precisamente donde menos éxito había tenido la predicación de Jesús, pero ahora es aquí donde surgían numerosos convertidos. Dios tiene su remanente aun en el peor de los lugares. (C) También muchos de los sacerdotes obedecían a la fe. Esto era un triunfo extraordinario de la gracia de Dios: los que más se habían opuesto a Jesús y a sus discípulos obedecían a la fe, es decir, creían en el Evangelio («fe» en sentido objetivo). El texto parece indicar que se convirtieron en grupo, después de ponerse de acuerdo en cuanto a la convicción que infundían las palabras, las señales y el denuedo de los apóstoles. Se trata, sin duda, de sacerdotes en general; como bien observa Trenchard, «hemos de distinguir netamente entre los sacerdotes en general (recordemos el piadoso padre de Juan el Bautista) y la orgullosa casta sumosacerdotal, tan apegada a sus intereses materiales y financieros, que formaba una oligarquía tiránica, totalmente opuesta al Evangelio».
Versículos 8–15
No cabe duda de que Esteban era diligente y fiel en el desempeño de su oficio, sin pensar que fuese algo por debajo de su capacidad. Y, al haber sido fiel en lo poco, le fue encomendado algo mayor, pues le hallamos aquí cumpliendo con el ministerio de evangelista.
1. «Y Esteban, lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo» (v. 8). Demostraba la verdad del Evangelio obrando milagros en el nombre de Jesús. Estaba lleno de gracia y de poder porque estaba lleno de fe y del Espíritu Santo (v. 5). Es por fe como viene a nosotros el poder de Dios. Por fe nos vaciamos de nosotros mismos y somos llenados de Cristo. Obraba los milagros entre el pueblo, pues los prodigios en nombre de Cristo no temen el más estricto escrutinio.
2. Defendía la causa del Cristianismo contra los que se oponían a ella (vv. 9, 10).
(A) Se nos dice primero quiénes eran sus oponentes (v. 9). Todos ellos eran judíos helenistas. Sin duda habían necesitado mayor gasto de dinero y energías para salir de los países en que vivían y establecerse en Jerusalén donde tenían ahora su propia sinagoga; por eso quizás eran tanto más fanáticos en su apego al judaísmo cuanto que la profesión de la religión judía no era para ellos tan fácil y barata como para los que siempre habían residido en Palestina. Se nos dice que pertenecían a la sinagoga llamada de los Libertos (es decir, de quienes habían sido esclavos y se les había dado después la libertad), de los de Cirene, de Alejandría, de Cilicia y de Asia proconsular. Lo más probable, por el contexto, es que todos ellos se reuniesen en la sinagoga de los libertos, aunque no puede negarse la posibilidad de que cada grupo tuviese su propia sinagoga. La mención de los de Cilicia arroja mucha luz sobre el proceso psicológico de la conversión del apóstol Pablo. Dice Trenchard: «Puesto que asistían a sus cultos (los de la sinagoga) los hombres de Cilicia, es probable que Saulo de Tarso fuese miembro de la congregación, y que fuese uno de los contrincantes de Esteban en las discusiones que surgieron allí. Quizás el proceso que culminó en la conversión del perseguidor de los cristianos empezara allí, bien que el fanático joven había de resistir tenazmente las primeras punzadas de su conciencia y los primeros rayos de luz que le vinieran por el ministerio de Esteban». Pero, ¿por qué disputaban con Esteban, y no con los apóstoles mismos?
¿Es que tenían a éstos como a hombres sin letras y del vulgo (4:13)? ¿O quizás el gran celo evangelístico de Esteban le llevó espontáneamente o por designación de los demás discípulos a enfrentarse en discusión con dichos oponentes? Un detalle que no debe olvidarse—nota del traductor—es que Esteban, además de sus cualidades espirituales e intelectuales que le hacían destacarse entre los discípulos, era de extracción helenista como los otros seis «diáconos», con lo que estaba mejor capacitado para disputar con los también helenistas de la sinagoga de los libertos, etc.
(B) También se nos dice cómo soportó Esteban la confrontación (v. 10): «No podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba». No podían sostener sus propios argumentos ni responder con efectividad a los argumentos de Esteban. No quedaron convencidos, pero quedaron confundidos. No se nos dice que no podían resistirle, sino que no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba. Pensaban que discutían únicamente con Esteban, pero discutían con el Espíritu de Dios en él, con quien no podían competir.
3. Al final, selló con su sangre su testimonio. Al no poder contestar a sus argumentos, le formaron proceso como si fuese un criminal y sobornaron a unos testigos que le acusasen de blasfemia. Veamos:
(A) Cómo soliviantaron contra él no sólo a las autoridades, sino también a las turbas (v. 12), a fin de que, si el Sanedrín opinaba que no era reo de muerte, pudiesen obligar al tribunal a sentenciarle por la intervención tumultuosa de las masas populares; también hallaron medios de concitar contra él a los ancianos y escribas, a fin de que, si el pueblo se volvía a favor de él, pudiesen prevalecer con el apoyo de las autoridades. Así no dudaban de que se saldrían con la suya, al tener dos barajas con que jugar.
(B) Cómo lo llevaron ante el tribunal (v. 12b): «Cayendo sobre él, le arrebataron y le trajeron al sanedrín». Cayeron sobre él en grupo y se lo llevaron como se lleva un león su presa, según el significado del verbo griego.
(C) Cuál es el cargo que prepararon contra él mediante los testigos a quienes habían sobornado: «Le hemos oído hablar palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios» (v. 11b); «Este hombre no cesa de hablar palabras contra este lugar santo y contra la ley» (v. 13b), pues le habían oído decir lo que haría Jesús—según ellos—contra el templo y contra la ley (v. 14). Como en el juicio contra Jesús, estos testigos falsos decían parte de verdad, pero distorsionándola por la forma en la que la presentaban. El cargo era, pues, de blasfemia, agravada por la contumacia después de ser advertido. Los perseguidores de Esteban parecen mostrar gran celo por el honor de Dios y de Moisés. Pero, ¿dijo Esteban blasfemias contra Moisés? ¡De ningún modo! Ni Jesús ni sus discípulos dijeron jamás cosa alguna que ni de lejos se pareciese a una blasfemia contra Moisés. El cargo queda explicado en el versículo 13, pues hablar contra el lugar santo equivale a blasfemar contra Dios; y hablar contra la ley equivale a blasfemar contra Moisés. Esto ya es, por sí solo, una falacia, pues no hay tal equivalencia. Esteban repite, en realidad, lo que dijo Jesús: Que la ciudad y el templo serían, en un futuro próximo, destruidos, no por mano de Dios, sino de los romanos, a causa de aquella generación adúltera y perversa. También era falsa la acusación de hablar contra la ley, pues Jesús mismo había dicho (Mt. 5:17) que no había venido para abrogar la ley o los profetas; no para abrogar, sino para cumplir; y si cambió ciertas costumbres, fue para introducir y establecer otras mucho mejores.
4. Se nos dice igualmente (v. 15) cómo honró Dios a Esteban: «Entonces todos los que estaban sentados en el sanedrín, al fijar los ojos en él, vieron su rostro como el rostro de un ángel». Es costumbre de los jueces observar fijamente el rostro del reo, en el que se refleja con frecuencia la culpabilidad o la inocencia. Esteban aparecía con tal serenidad mezclada de bravura y con tal mansedumbre llena de majestad, que todos vieron en su rostro como el rostro de un ángel. No cabe duda de que su rostro resplandecía como el rostro de Moisés cuando hablaba con Dios. Dios quería, con este brillo sobrenatural, honrar a su fiel testigo y confundir a sus perseguidores y a sus jueces. No cejaron por eso en su furiosa persecución contra él, sino que continuaron con su procesamiento.
En este capítulo tenemos el martirio de Esteban, el primer mártir de la Iglesia cristiana. Por eso se nos refieren con tanto detalle su proceso, sus sufrimientos y su muerte. I. Su defensa ante el Sanedrín de que no había blasfemado contra Dios ni contra Moisés. Para ello, 1. hace un repaso al Antiguo Testamento, y muestra que el lugar santo y la ley eran únicamente figuras de futuras realidades, con lo que no se las menospreciaba al decir que habían de dar lugar a cosas mejores (vv. 1–50). 2. Aplica esto a quienes le encausaban y se sentaban en juicio contra él (vv. 51–53). II. Su muerte por apedreamiento y su paciente, piadosa y gozosa sumisión a ella (vv. 54–60).
Versículos 1–16
I. El sumo sacerdote invita a Esteban a responder a los cargos (v. 1): «Ya has oído lo que éstos dicen de ti. ¿Es esto así?
II. Comienza él su defensa, larga y detallada.
1. En su discurso, se muestra poderoso en el Espíritu y muy versado en las Escrituras. Los que están llenos del Espíritu Santo, como Esteban, también estarán llenos de la Palabra de Dios, como él.
2. Cita las Escrituras conforme a la versión de los LXX, con lo que corrobora, como ya lo indica su nombre griego, que pertenecía a los judíos helenistas. Comienza diciendo (v. 2): «Varones hermanos y padres, oíd». No les halaga, pero les da los títulos respetuosos que les corresponden. Aunque ellos le miran como a enemigo y apóstata de la religión judía, él los llama «varones», dignos de atención,
«hermanos» de la misma familia de Israel, y «padres» por la autoridad que tenían. Pide que le presten atención: «Oíd», esto es, «escuchad».
(A) Comienza su discurso con el llamamiento de Abraham, el primer patriarca de Israel, cuyo país nativo, Mesopotamia (v. 2) era idólatra. Especifica que era «el país de los caldeos» (v. 4); de allí le llamó y le sacó Dios. Después de eso, habitó en Jarrán es de allí, cinco años más tarde, cuando murió su padre,
«Dios le trasladó a esta tierra, en la cual vosotros habitáis ahora» (v. 4b). Con esto hace observar a sus jueces (y a nosotros también): (a) que en todos nuestros caminos hemos de atender a la dirección de Dios por medio de su providencia; (b) que a quienes Dios separa mediante un pacto para que se entreguen a Él y se aparten de lo mundano, les pide que le sigan por fe y con obediencia. Los jueces acusaban a Esteban de blasfemia, pero él muestra ser un fiel hijo de Abraham («nuestro padre», v. 2), en la obediencia y el culto al verdadero Dios, «el Dios de la gloria». (c) Ellos estaban orgullosos de su circuncisión y de la tierra en que habitaban ahora, pero él les hace ver que Dios llamó a Abraham en tierra extraña y entró en pacto con él antes de estar circuncidado, con lo que ni la circuncisión en la carne (comp. con el v. 51) ni el lugar donde moraban tenían la importancia que ellos les daban.
(B) Los muchos años durante los que Abraham y su descendencia anduvieron sin rumbo fijo tras su salida de Ur de los caldeos. Dios le prometió que se la daría (la tierra) en posesión a él y a su descendencia después de él (v. 5). Pero, (a) cuando no tenía ningún hijo (v. 5b) y tardó muchos años en tenerlo de Sara. (b) Él fue extranjero en la tierra, pues Dios no le dio herencia en ella, ni aun para asentar un pie. (c) También su posteridad sería extranjera en tierra ajena, hasta que pasasen 400 años durante los cuales los israelitas serían maltratados. Esteban cuenta así, en números redondos, desde el nacimiento de Isaac hasta la salida de los israelitas de Egipto, pues el apóstol aclara, en Gálatas 3:17 que pasaron 430 años desde la promesa hecha a Abraham hasta que fue dada la Ley en el Sinaí. Las promesas de Dios, aunque caminen despacio, llegan seguras y a su debido tiempo.
(C) Veamos ahora cómo sirve todo esto al objetivo que se propone Esteban en su discurso: (a) La nación judía era insignificante en sus comienzos; así como el primer patriarca, Abraham, fue sacado de la oscuridad en Ur de los caldeos, también las tribus de Israel fueron sacadas de la esclavitud en Egipto. El que las sacó de allí las puede volver a meter allí sin perder nada, y puede también, de las piedras mismas suscitarle hijos a Abraham. (b) Los lentos pasos por los que se fue cumpliendo la promesa hecha a Abraham muestran que tenían un significado espiritual y que la tierra principalmente implicada en la promesa era una patria mejor, esto es, celestial (He. 11:14–16). No era, pues, blasfemia decir que Jesús había profetizado la destrucción de este lugar, cuando era Él precisamente quien nos había de guiar a la Canaán celestial.
III. Esteban pasa luego a detallar cómo se formó la familia de Abraham.
1. Dios se comprometió a ser el Dios de Abraham y de su posteridad y, en señal de esto, le dio el pacto de la circuncisión (v. 8), por lo que, cuando le nació Isaac, le circuncidó al octavo día. Y comenzaron a multiplicarse: Isaac (engendró y circuncidó) a Jacob, y Jacob a los doce patriarcas (v. 8b).
2. Los hermanos de José le tuvieron envidia (v. 9) por el afecto especial que su padre le profesaba y por los sueños de supremacía que tenía, y lo vendieron para Egipto.
3. Pero Dios estaba con él (v. 9b), le reconocía por suyo y le favorecía; de modo que le libró de todas sus tribulaciones e hizo que sirviesen para su exaltación como gobernador sobre Egipto y sobre toda la casa de Faraón (v. 10).
4. Jacob se vio obligado a bajar a Egipto por el hambre que se abatió sobre toda la tierra de Egipto y de Canaán (vv. 11, 12), pues oyó que había trigo en Egipto. Por dos veces envió a sus hijos allá, y en el segundo viaje (v. 13), José se dio a conocer a sus hermanos, etc. En cuanto al cómputo de Esteban sobre el número de 75 personas que, del linaje de Jacob, entraron con él en Egipto (v. 14), véase el comentario a Génesis 46:26. Esteban cita de los LXX este versículo, donde se dice 75.
5. Jacob y sus hijos murieron en Egipto (v. 15), y sus restos fueron trasladados a Siquem, etc. (v. 16). Aunque Jacob fue sepultado en Hebrón (Gn. 50:13), y de los demás hijos de Jacob no se conoce el sepulcro, el hecho de que José (el personaje que a Esteban le interesaba poner de relieve) fuese sepultado en el terreno comprado por Jacob en Siquem (Jos. 24:32), hace que tengamos aquí un resumen generalizado. Dice Trenchard: «La mención de Siquem (en la provincia de Samaria) pone de relieve una vez más que Jerusalén no era el único lugar sagrado en la estimación de los antiguos».
6. Veamos cómo estos detalles sirven al propósito de Esteban: (A) Hace ver a sus jueces que José fue figura de Cristo, tanto en su humillación como en su exaltación. (B) Que, de la misma manera que José fue rechazado por sus hermanos y vendido como esclavo, a pesar de lo cual, lo sufrió todo con humildad y paciencia y perdonó después a sus hermanos, también Cristo había sido rechazado y condenado a muerte por ellos, pero había sido exaltado a la diestra del Padre, desde donde seguía siendo el único medio de salvación para ellos, como para todos. (C) Aquella tierra santa, que ellos estimaban tanto, no fue durante muchos siglos la morada de sus antepasados, por lo que no les ha de parecer extraño el que, después de ser tan contaminada por el pecado (en especial, con el derramamiento de la sangre del Justo), vaya a ser destruida.
Versículos 17–44
De la historia de José, pasa Esteban a la historia de Moisés, el principal tipo de Cristo en lo que a Esteban le interesaba poner de relieve en su discurso.
I. Comienza por referirse al considerable crecimiento del pueblo en Egipto cuando se acercaba el tiempo de la promesa (v. 17), el tiempo en que Israel iba a ser constituido como nación. Los movimientos de la Providencia suelen acelerarse conforme se acercan a su centro. Dios sabe cómo redimir el tiempo que parecía perdido y llevar a cabo doble tarea en un solo día.
II. El extremo al que se vieron reducidos en Egipto (vv. 18, 19). Tres cosas hace notar Esteban: I. La ingratitud de los egipcios, pues se olvidaron pronto de José (v. 18): «Se levantó en Egipto otro rey que no sabía nada de José», a pesar de que entre la muerte de José y el nacimiento de Moisés no llegó a tres siglos. ¡Qué grande fue la ingratitud de Egipto al olvidar tan pronto a tan grande bienhechor del país! 2. La astucia y perversidad de tal rey, al exponer a la muerte a los niños de pecho de Israel, para que no se propagasen (v. 19). Lo que los enemigos del Evangelio estaban haciendo en la infancia de la Iglesia de Cristo era tan impío, y tan inútil, como lo que aquel rey hizo para acabar con la descendencia de Israel.
III. El surgimiento de Moisés como futuro libertador del pueblo (v. 20): En aquel tiempo, cuando más fiera era la persecución del Faraón contra los israelitas, nació Moisés, quedando así expuesto al peligro que el edicto real entrañaba. Fue hermoso a los ojos de Dios; en especial, por la gracia de Dios, quien le eligió desde el vientre de su madre. Fue preservado por extraordinaria providencia de Dios: «fue criado tres meses en casa de su padre», nieto de Leví. La providencia lo siguió preservando hasta ponerlo en brazos de la hija de Faraón, que lo crió como a hijo suyo (v. 21). En el palacio real, Moisés fue instruido en toda la sabiduría de los egipcios (v. 22). Esta sabiduría (comp. Is. 19:11) «consistía—dice Leal—en las ciencias ocultas (cf. Sab. 7, 17–22)». A pesar de la dificultad que tenía en expresarse (Éx. 4:10), era fuerte e inteligente: «poderoso en sus palabras y obras» (v. 22b), como lo demostró más adelante. Con esto daba Esteban a entender que tenía de Moisés un concepto tan alto (o más) como el que ellos pudiesen tener.
IV. Cómo trató Moisés de conseguir la liberación de Israel, pero le despreciaron. Esteban insiste mucho en esto, porque le sirve como de clave para el objeto de su discurso: Cuando Moisés tuvo cuarenta años (v. 23), le vino el deseo de visitar a sus hermanos, los hijos de Israel, para ver qué podía hacer por ellos, 1. Como su salvador, según lo mostró al vengar a uno de sus hermanos oprimidos (v. 24). Si los israelitas hubiesen conocido las señales de los tiempos, habrían tomado esto por la aurora de su liberación; mas ellos no lo comprendieron así (v. 25). 2. Como juez de Israel, como lo mostró al día siguiente al tratar de reconciliar entre sí a dos israelitas que se peleaban; les hizo ver que eran hermanos, por lo que no debían maltratarse el uno al otro (v. 26). Pero el que maltrataba a su prójimo (v. 27), es decir, el de mayor culpabilidad en la contienda, no sólo no aceptó la corrección, sino que, tras hacerlo a un lado de un empujón, le dijo en su cara: «¿Quién te ha constituido gobernante y juez sobre nosotros?» Y, para mayor insulto, le echó en cara el servicio que había prestado a Israel al vengar a un israelita maltratado por un egipcio (v. 28), como si hubiese sido un crimen, cuando era una bandera de desafío contra los egipcios, y una bandera de amor y liberación para Israel. Ante esto, Moisés huyó a Madián, donde se estableció como extranjero, se casó y tuvo dos hijos (v. 29). 3. Cómo servía esto al propósito de Esteban: (A) Sus jueces le acusaban de blasfemia contra Moisés, pero él les expone las indignidades que sus antepasados habían cometido contra Moisés. (B) Le perseguían por salir en defensa de Cristo y de su Evangelio, pero era el propio Moisés el que, de parte de Dios, había predicho la venida futura de un profeta a quien habían de escuchar (v. 37). (C) Cristo, como antaño Moisés, era el Príncipe y Salvador de Israel. Pero ellos le rechazaban, como habían rechazado a Moisés sus antepasados. Debían, pues, temer que Dios los entregase a una esclavitud mayor que la que habían sufrido sus mayores en Egipto.
V. Al proseguir con la historia de Moisés, Esteban narra a continuación: 1. La visión que Moisés tuvo de la gloria de Dios en lo de la zarza (v. 30): Pasados cuarenta años, cuando ya tenía ochenta años, entra a desempeñar el cargo para el que había nacido. Se le aparece el ángel de Jehová (Éx. 3:2) en el desierto del monte Sinaí en una zarza ardiendo (v. 30). Esteban pone de relieve que a Moisés se le mandó entonces que se descalzase, pues estaba en tierra santa (vv. 31–33), con lo que se daba a entender que no sólo en el templo, sino en cualquier otro lugar, se puede tener comunión con Dios. Se engañan quienes piensan que la presencia de Dios está confinada a ciertos lugares, pues Él puede llevar a su pueblo a un desierto y hablarles allí al corazón. Cómo fue afectado Moisés por esta visión: (A) «Se asombró de la visión» (v. 31). Sintió curiosidad de observar qué era aquello, pero cuanto más se acercaba, más asombrado se quedaba. (B) «Temblando, no se atrevía a mirar» (v. 32), pues pronto se percató de que era el ángel de Jehová.
2. La declaración que escuchó del pacto de Dios (vv. 31b–32): «Vino a él la voz del Señor: Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob; y, por tanto, (A) «Yo soy el que soy, es decir, soy el mismo de siempre». El pacto que Dios hizo con Abraham era: «Yo seré para ti Dios». Ahora, viene a decir Dios: «Ese pacto está todavía en vigor; yo sigo siendo el Dios de Abraham». Todos los favores y todos los honores que otorgó Dios a Israel estaban fundados en este pacto con Abraham. Con esto precisamente probó Jesús que había un estado futuro. Dios es Dios de vivos, no de muertos; luego Abraham está vivo con Dios. (B) El Dios de Abraham es el Dios de Israel, pues los israelitas son amados por causa de los padres (Ro. 11:28). Lo que Esteban, como todos los discípulos de Cristo, predicaba era
«la promesa que hizo Dios a nuestros padres» (26:6). ¿Y se atreverán los jueces de Esteban, bajo pretexto de defender el templo y la Ley, a oponerse al pacto que Dios hizo con Abraham, mucho antes de que se diese la Ley, y muchísimo antes de que se construyese el templo? Dios quiere que nuestra salvación esté basada en la promesa, no en la Ley. Así que los judíos que perseguían a los cristianos, bajo pretexto de que los cristianos blasfemaban de la Ley, estaban blasfemando ellos mismos de la promesa.
3. La comisión que dio Dios a Moisés de que libertase de Egipto a Israel. Después de ordenarle que se quitase las sandalias por respeto al lugar (v. 33), le comisionó para que fuese a Egipto como gobernante y libertador (v. 35), pues estaba compadecido de su pueblo (v. 34): «He visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su gemido y he descendido para librarlos. Así lo hizo por mano de Moisés, acompañando las palabras con prodigios y señales en tierra de Egipto, en el mar Rojo y en el desierto por cuarenta años (v. 36). Esteban pone de relieve que precisamente a este Moisés, a quien habían rechazado
… a éste lo envió Dios como gobernante y libertador (v. 35). El paralelo con Jesús en la intención de Esteban estaba claro, como puede verse por la semejanza con 5:30, 31: «El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un madero. A éste, Dios ha exaltado con su diestra por jefe y salvador» (comp. con 4:11). Esteban está, pues, muy lejos de blasfemar de Moisés, pues le admira como a glorioso instrumento en las manos de Dios, aunque en esto estaba muy por debajo de Jesús, como lo muestran los vocablos que a Jesús se aplican en 5:31 («arjegón kai sotéra»), superiores a los que Esteban aplica a Moisés en 7:35 («árjonta kai lytrotén»).
4. La profecía que Moisés profirió acerca de Cristo y de su gracia. Moisés habló de Él (v. 37): «Éste es el Moisés que dijo a los hijos de Israel: El Señor vuestro Dios os suscitará un profeta como yo de entre vuestros hermanos; a él oiréis». Así que, entre los más grandes honores que Dios le había otorgado, se menciona aquí el que había profetizado la venida de Cristo. Al afirmar, pues, que Jesús había de cambiar ciertas costumbres y preceptos de la Ley, mediante una Ley superior, lejos de blasfemar de Moisés, Esteban le tributaba el mayor honor imaginable. Jesús les había dicho (Jn. 5:46): «Si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él». El que dijo de Jesús «oídle», suponía que Jesús tenía autoridad divina para lo que había de decir y hacer.
5. Los eminentes servicios que Moisés continuó haciendo al pueblo de Israel después de haberlos sacado de Egipto (v. 38). Se mencionan ahora, entre otros honores otorgados por Dios a Moisés, (A) que estuvo en la congregación en el desierto, y presidió y dirigió todos sus asuntos durante cuarenta años. Muchas veces habrían sido destruidos si Moisés no hubiese intercedido por ellos, en lo cual fue tipo de Cristo, nuestro gran Mediador y perpetuo intercesor. (B) Que estaba con el ángel que le hablaba en el monte Sinaí y con nuestros padres. Cristo mismo preencarnado era, sin duda, el ángel de Jehová que conducía, por mano de Moisés, a los israelitas en su peregrinación por el desierto. (C) «Y que recibió palabras de vida para darnos». Las palabras de Dios son espíritu y vida. No que la Ley de Moisés pudiese dar la vida, pero mostraba el camino hacia la vida. Moisés no las inventaba, sino que se limitaba a transmitir a los israelitas los oráculos que Dios le daba. Del mismo modo que Cristo completó definitivamente la revelación de Dios al mundo (He. 1:2), también completó los preceptos que Dios había dado por medio de Moisés.
6. Sin perder de vista el objetivo de su discurso, Esteban hace ver que quienes le acusaban de blasfemar de Moisés estaban siguiendo los pasos de sus antepasados (v. 39) «al cual nuestros padres no quisieron obedecer, sino que le desecharon y en su corazón se volvieron a Egipto», prefiriendo los ajos y las cebollas de Egipto al maná que tenían bajo la conducción de Moisés, y a la leche y miel que esperaban tener en Canaán. Hay muchos que profesan ir hacia Canaán, pero en lo íntimo del corazón se vuelven a Egipto. Si, pues, las costumbres impuestas por mano de Moisés no pudieron cambiarles el corazón, no era extraño que Cristo viniese a cambiar esas costumbres. Entre las grandes afrentas, hechas tanto a Moisés como a Dios, Esteban menciona lo del becerro de oro (vv. 40, 41), como si un becerro de oro pudiese suplir la ausencia de Moisés y conducirlos a Canaán. ¡Poco podía hacer la Ley del Sinaí! Era, pues, necesario que esta ley fuese perfeccionada por otra mano mejor, y no se blasfemaba de Moisés por decir que Cristo era quien lo había llevado a cabo.
7. Esteban termina esta sección de su discurso acerca de Moisés y acusa implícitamente a sus jueces de ser imitadores de sus padres en la idolatría a la que Dios los entregó. Éste fue el mayor y más triste castigo por su pecado (v. 42), para lo que Esteban cita una porción de los profetas (Am. 5:25–27). Al citar de un profeta del Antiguo Testamento, no podían sentirse tan molestos por la reprensión. Amós les reprende:
(A) Por no ofrecer sacrificios a su Dios en el desierto (v. 42): «¿Acaso me ofrecisteis víctimas y sacrificios en el desierto por cuarenta años?» No; durante todo este tiempo, los sacrificios a Dios quedaron interrumpidos. El hecho de que esas «costumbres» tan importantes estuviesen en desuso por tanto tiempo era, en boca de Esteban, un freno al celo que ellos parecían sentir por las costumbres que Moisés les había dado y al temor que tenían de que este Jesús las cambiase.
(B) Por ofrecer sacrificios a otros dioses (v. 43): «Antes bien llevasteis el tabernáculo de Moloc», una de las deidades de Canaán a la que se ofrecían sacrificios humanos, y la estrella de vuestro dios Refán (lit.), es decir, el planeta Saturno, pues ése es el nombre de dicho planeta en siríaco. Tenían imágenes que representaban al planeta, del mismo modo que los efesios tenían imágenes de plata de la diosa Diana. Refán es el nombre que los LXX pusieron en vez de Quiyún. Esas imágenes son aquí llamadas (v. 43c) «figuras que os hicisteis para adorarlas». Es curioso el cambio que Esteban hace en el versículo 43d, pues, en lugar de «más allá de Damasco» (Am. 5:27), dice: «más allá de Babilonia». Dice J. Leal: «El destierro “hasta más allá de Damasco”, de que habla el Antiguo Testamento, Esteban lo traslada “hasta más allá de Babilonia”, con el conocimiento que le da la historia». Solamente la bondad de Dios y la fidelidad a sus promesas explica que, a pesar de las idolatrías del pueblo, el tabernáculo del testimonio que había ordenado Dios cuando habló a Moisés, les acompañase en el desierto (v. 44).
Versículos 45–53
1. Esteban les da ahora respuesta, en especial, al cargo que se refería al templo, es decir, que hablaba palabras blasfemas contra el lugar santo (vv. 45–50). Le acusaban de decir que Jesús destruiría el templo. Esteban viene a replicar: «¿Y qué? La gloria del Dios santo queda incólume aunque yazca en el polvo», puesto que:
(A) Sólo después que nuestros padres entraron en el desierto, es cuando tuvieron el tabernáculo; por eso, Aquel que fue adorado sin lugar santo en los mejores tiempos de la congregación de Israel, también podrá serlo cuando este lugar haya sido destruido.
(B) El lugar santo fue al principio una tienda de campaña, movible e insignificante, destinada a desaparecer; también el templo puede desaparecer igualmente, pues lo más importante, tanto del tabernáculo como del templo, es que fueron erigidos para testimonio (v. 44).
(C) Ese tabernáculo, construido según el modelo que Dios mostró a Moisés (v. 44) y que fue primeramente erigido en el desierto, era figura del tabernáculo en que entró el Señor Jesús (He. 8) y fue introducido en la Tierra Santa por Josué (v. 45), equivalente a Jesús, que en esto era, por tanto, figura de Jesucristo, el Josué del Nuevo Testamento.
(D) Dicho tabernáculo continuó hasta los días de David (v. 46), quien deseó edificar a Dios un templo, pero fue Salomón quien lo mandó construir (v. 47), con lo cual se demostraba cuán poco caso hacía Dios del lugar santo, ya que, aunque David halló gracia delante de Dios (v. 46), Dios le prohibió edificarlo, y mostró que no tenía ninguna prisa por tener el templo.
(E) Esteban pone de relieve la poca importancia del templo y cita de Isaías 66:1, 2 y de 1 Reyes 8:27, como lo hará Pablo más tarde (17:24): «El Altísimo no habita en templos hechos a mano» (v. 48), pues no los necesita, ya que el Cielo es su trono, y la tierra el estrado de sus pies. Por eso, continúa el Señor:
«¿Qué clase de casa me edificaréis? ¿O cuál es el lugar de mi reposo? ¿No hizo mi mano todas estas cosas?» (vv. 49, 50).
2. De ahí pasa Esteban al ataque directo, al percibir que sus acusadores no soportaban lo que él decía, con lo que mostraban que eran imitadores de sus antepasados.
(A) Ellos, como sus padres, son duros de cerviz, esto es, rebeldes e insumisos a la voz de Dios, e incircuncisos de corazón, que no quieren entender, y de oídos, que cierran los oídos a la verdad (v. 51). Eran judíos en la carne, pero paganos de espíritu.
(B) No sólo no daban oídos a la Palabra de Dios, sino que se enfurecían contra los métodos de Dios:
«Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros» (v. 51b). (a) Resistían al Espíritu que les hablaba por medio de los profetas: ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? (v. 52). (b) Le resistían igualmente al contender con la conciencia de ellos. Hay siempre dentro de nuestro corazón algo que resiste al Espíritu Santo, pero en el corazón de los elegidos esa resistencia es vencida y, tras una lucha más o menos larga, se erige en el corazón el trono de Cristo. (c) Su resistencia al Espíritu Santo les había llevado a sus padres (y les llevaba a ellos) a matar a los profetas que habían anunciado la venida del Justo, de quien vosotros ahora habéis sido traidores y asesinos (v.
52b). Es la misma acusación que les había lanzado Pedro (2:36; 3:14, 15; 5:30). Habían alquilado a Judas para traicionarle y habían obligado a Pilato a condenarle a muerte, por lo que Esteban les culpa de ser sus traidores y asesinos. ¿A qué profeta habrían guardado respeto, si no se lo habían guardado al propio Hijo de Dios?
(C) Como sus padres, también ellos menospreciaban la revelación divina. Dios les había dado a sus padres la Ley, y a ellos el Evangelio, pero en vano. (a) Sus padres recibieron la Ley, pero no la guardaron (v. 53), como si fueran cosas extrañas e inconvenientes, a pesar de que eran para vida. Dice Leal: «La mediación de los ángeles sirve aquí para ponderar el origen divino de la Ley y la gravedad del pecado contra ella». Tan pronto como recibieron la Ley la quebrantaron al hacer el becerro de oro y prestarle adoración. (b) Ellos recibían ahora el Evangelio, no por disposición de ángeles, sino del Espíritu Santo, y también a éste le resistían negándose a recibir el Evangelio. No querían avenirse con Dios de ninguna de las maneras.
Versículos 54–60
Muerte del primer mártir de la Iglesia cristiana. Vemos el Infierno con todo su fuego y toda su oscuridad, y el Cielo con toda su luz y todo su brillo. No se nos dice que se pusiese a votación el caso de Esteban y que, por mayoría de votos, se le juzgase reo y se le condenase así a muerte. Tampoco se nos dice que se le ejecutase con intervención del pueblo, sino que fueron sus acusadores los que llevaron a cabo toda la ceremonia legal de la ejecución.
1. Véase primero la fuerza de la corrupción en los perseguidores de Esteban.
(A) «Oyendo estas cosas se sentían heridos en lo más vivo» (v. 54). El verbo griego (diepríonto) es el mismo de 5:33, cuyo significado se explicó allí. La enemistad contra Dios es algo que corta el corazón, mientras que la fe y el amor lo curan. El que parecía un ángel antes de comenzar su discurso (6:15), hablaba como un ángel al terminarlo, pero ellos estaban resueltos a no dar oídos a una causa tan clara y bravamente defendida.
(B) «Rechinaban los dientes contra él» (v. 54b). Llenos de rabia, no podían soportar las señales manifiestas de poder divino que se manifestaban en Esteban. El rechinar de dientes se usa a menudo para expresar el terror y los tormentos de los condenados. Los que tienen la malicia del Infierno no pueden menos de sufrir algunas de las penas del Infierno.
(C) «Gritando a grandes voces, al oír a Esteban hablar de Jesús en el cielo, a la diestra de Dios (vv. 55, 56), trataron de prevalecer contra Esteban con gritos, ya que no podían con razones, y se taparon los oídos» (v. 57), bajo pretexto de que no podían soportar el oír sus blasfemias. Así manifestaban su resolución de no escuchar.
(D) Al pasar de los gestos a las manos, (a) «arremetieron a una contra él» (v. 57b), como fieras que se lanzan a la presa; (b) «y echándole fuera de la ciudad, comenzaron a apedrearle», para cumplir así, según ellos, con la Ley de Moisés (Lv. 24:16). Los testigos fueron los primeros en comenzar la operación, según ordenaba la Ley. (c) Estos testigos se quitaron el manto exterior y lo pusieron a los pies de un joven que se llamaba Saulo (v. 58), donde vemos la primera mención del apóstol Pablo, por cuyo nombre lo conocemos mejor y le amamos al verlo después convertido en el mayor campeón de la causa de Cristo y del Evangelio. Él mismo mencionará con pesar esta intervención suya en el asesinato de Esteban (22:20):
«y guardaba las ropas de los que le mataban».
2. Véase la fuerza de la gracia en Esteban. Así como sus jueces y acusadores estaban llenos de Satanás, él estaba lleno del Espíritu Santo. Cuando fue nombrado para servir a las mesas, se nos dice que estaba lleno del Espíritu Santo (6:5), y ahora que va a recibir la corona («Esteban» significa «corona») del martirio, se le describe del mismo modo. Los que están llenos del Espíritu Santo son aptos para todo, tanto para actuar por Cristo como para morir por Él. Pero no por estar en peligro de muerte cada día, quedan separados del amor de Cristo (Ro. 8:35–39).
(A) Cristo se le manifestó desde la gloria del cielo, precisamente cuando sus perseguidores se sentían heridos en lo más vivo:
(a) «Puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios» (v. 55b). Ellos tenían puestos en él los ojos con furia; él los tenía puestos en el cielo con fe; de allí viene su socorro y allí tiene la puerta abierta. No pueden ellos interrumpir la comunión que tiene con Dios y el ofrecimiento que de sí hace a Dios. Los que están llenos del Espíritu Santo miran al cielo porque allí está su corazón.
(b) Vio la gloria de Dios porque vio los cielos abiertos (v. 56). Se le abrieron los cielos para darle una vista de la dicha que allí le esperaba y ayudarle a sufrir con gozo la muerte que le iban a dar.
(c) Vio también a Jesús (v. 55), al Hijo del Hombre, de pie a la diestra de Dios (v. 56). Ve a Cristo que está a favor de él, y ya no le importa quiénes puedan estar contra él. La presencia de Cristo a la diestra de Dios es una prueba visible de la exaltación del Señor a los cielos. Y lo que ve, lo declara Esteban a los que le rodean amenazadores. Ésta es la única vez que a Cristo se le llama «Hijo del Hombre» fuera de los Evangelios, con lo que resalta más el paralelismo del testimonio de Esteban con el que había dado el propio Señor Jesús ante el tribunal de Caifás (Mt. 26:64).
(B) Véanse las expresiones con que se dirige Esteban al Señor. «Le apedreaban, mientras él invocaba, etc.» (v. 59). Aunque invocaba a Dios en oración, le apedreaban; y aunque le apedreaban, él seguía orando. Es un gran consuelo para los que sufren persecución por la justicia, saber que tienen un gran Dios al que acudir. Los hombres pueden taparse los oídos, como aquí (v. 57), pero Dios no se los tapa. Le habían echado de la ciudad, pero no le pudieron alejar de su Dios. Se va del mundo y por eso llama a Dios. Buena cosa es morir orando. Dos breves oraciones profiere Esteban al morir:
(a) Una oración por sí mismo (v. 59b): «Señor Jesús, recibe mi espíritu». De manera parecida entregó Jesús su espíritu al Padre (Lc. 23:46) al morir. Bien queda nuestro espíritu en las manos del Mediador, cuando le hemos recibido a Él como a nuestro Salvador.
(b) Otra oración por sus perseguidores y asesinos (v. 60). Son dignas de observar las circunstancias de esta oración: «Puesto de rodillas», que es una expresión de humildad, «clamó a gran voz», lo cual era expresión de insistencia, dada la perversidad de sus asesinos. La oración fue: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado». Así siguió el ejemplo de su Maestro, quien también clamó y pidió al Padre perdón para los que le daban muerte (Lc. 23:34). La oración es aquí también un sermón. Primero: lo que hicieron con Esteban fue un gran pecado. Segundo: a pesar de la furia y la maldad que pusieron en juego contra él, su reacción fue de amor y de perdón. Si consideran después fríamente lo que han hecho con él, no se perdonarán fácilmente a sí mismos por haber dado muerte a quien tan fácilmente les perdonó a ellos. Tercero: aun cuando el pecado era tremendo, no deben desesperar de ser perdonados, con tal que se arrepientan sinceramente de su crimen. Si ellos se acusan a sí mismos, Dios no les imputará el pecado.
(C) Su muerte (v. 60b): «Y habiendo dicho esto, se durmió». Dice J. Leal: «Se durmió es la misma expresión que usa Pablo para expresar la muerte de los que creen en Cristo. La misma expresión que se fijará en los sepulcros de los mártires romanos, en las catacumbas. La muerte es un sueño, porque no es definitiva. El creyente muere en espera del despertar de la resurrección». Se durmió después de orar por sus perseguidores, como si diese a entender que no podía morir en paz mientras no hubiese hecho eso. Al que así duerme, le irá bien, pues despertará en la mañana de la resurrección (comp. con Jn. 11:11, 12).
Por extraño que parezca, cuanto más perseguidos eran los discípulos de Cristo, tanto más se multiplicaban. I. Aquí está la Iglesia sufriendo (vv. 1–3). II. Aquí está la Iglesia extendiéndose. 1. El Evangelio llega a Samaria, es predicado allí (vv. 4, 5) y es recibido allí (vv. 6–8), incluso por Simón Mago (vv. 9–13); es otorgado el Espíritu Santo a ciertos creyentes samaritanos (vv. 14–17) y Simón Mago es severamente reprendido por Pedro (vv. 18–25). 2. El Evangelio es enviado, por medio de un alto funcionario, a Etiopía, adonde él regresaba de Jerusalén en su carroza (vv. 26–28). Es enviado Felipe a él y en la carroza le predica a Cristo (vv. 29–35), lo bautiza (vv. 36–38), y cada uno marcha por diferente camino (vv. 39, 40).
Versículos 1–3
1. Todavía quedaba algo por decir con respecto a la muerte de Esteban: ¿qué impresión hizo en la gente? (A) Habla alguien satisfecho de haber intervenido en ella (v. 1): «Saulo, al que conocemos mejor por su nombre romano de Pablo, estaba de acuerdo con ellos en su muerte». Hay buena razón para pensar que el propio Pablo incitó a Lucas a consignar esto para vergüenza suya y gloria de la gracia de Dios. (B) Otros, unos hombres piadosos, llevaron a enterrar a Esteban e hicieron gran duelo por él (v. 2). Le tributaron este respetuoso homenaje para mostrar que no estaban avergonzados de la causa que él había defendido, ni temerosos de la ira de quienes le habían dado muerte. Honraron a este fiel siervo de Jesucristo, pues Dios le había honrado también con la corona del martirio.
2. Se nos refiere a continuación la persecución que aquel día se desató contra la iglesia que estaba en Jerusalén (v. 1). Podríamos pensar que las oraciones del moribundo Esteban hubiesen calmado a los perseguidores, pero no fue así. Al dar nuevas señales de su obstinado endurecimiento, prosiguen la lucha contra el Evangelio de Cristo.
(A) Contra quiénes se desató esta persecución: Contra la iglesia que estaba en Jerusalén. Cristo había predicho que Jerusalén sería pronto un lugar demasiado difícil para sus seguidores, pues dicha ciudad era famosa por matar a los profetas y apedrear a quienes le eran enviados.
(B) Quién era especialmente activo en esa persecución: Nadie tan activo y tan celoso como Saulo, un joven fariseo (v. 3), pues asolaba la iglesia, y hacía cuanto podía por acabar con ella, extirpando de Israel el Evangelio de Cristo. Saulo había sido educado como un erudito de quien se espera discreción y cortesía, pero no pensaba que se envileciera por dedicarse a la tarea más vil que pueda darse. «Entraba casa por casa», y mostraba así su tremendo fanatismo, de forma que nadie podía sentirse seguro ni en su propio hogar aunque fuese un castillo. «Arrastraba a hombres y mujeres, sin consideración alguna hacia el sexo débil, y los metía en la cárcel, a fin de que fuesen encausados y condenados a muerte».
(C) Cuál fue el efecto de la persecución (v. 1c): «Todos fueron esparcidos y, al recordar las palabras del Maestro («cuando os persigan en una ciudad, huid a otra»), se dispersaron por las regiones de Judea y de Samaria». Habían cumplido su tarea en la capital y ahora era tiempo de pensar en las necesidades de otros lugares. Aunque la persecución nos pueda expulsar de nuestra obra, también nos puede enviar a trabajar en otro lugar cualquiera. Los únicos que no se dispersaron fueron los apóstoles. Éstos se quedaron en Jerusalén, donde su presencia era más necesaria. Por otra parte, como apunta Leal, es probable que la persecución se cebase, sobre todo, en los helenistas, más extremosos frente a las costumbres hebreas. Resulta así interesante el hecho de que no sean precisamente los Doce quienes irradien el Evangelio al exterior de Jerusalén.
Versículos 4–13
I. Un resumen general de lo que hacían los esparcidos por la persecución (v. 4): «Iban por todas partes anunciando las Buenas Noticias de la palabra». Jesús les había prohibido, antes de su muerte, ir por el camino de los gentiles y entrar en las ciudades de los samaritanos, pero antes de su ascensión a los cielos les mandó ir, no sólo a Samaria, sino hasta los últimos confines de la tierra. Iban por todas partes, no por comodidad o diversión, sino a encontrar trabajo. No eran forasteros en Judea y en Samaria, pues Jesús había estado frecuentemente con sus discípulos en aquellas regiones.
II. Especial referencia a la obra llevada a cabo por Felipe, no el apóstol, sino el diácono. Así como Esteban había sido promovido al honor de mártir, Felipe lo fue al ministerio de evangelista.
1. El asombroso éxito que tuvo Felipe en su predicación.
(A) El lugar que escogió fue Samaria, la capital de la región del mismo nombre. Los judíos no se trataban con los samaritanos, pero Cristo envió su Evangelio para matar todas las enemistades.
(B) La doctrina que predicaba (v. 5): «les predicaba a Cristo». Los samaritanos esperaban al Mesías, como sabemos por Juan 4:25. Ahora Felipe les dice que ya ha venido el Mesías y que serán bien acogidos por Él.
(C) Las pruebas que presenta son convincentes, pues les ofrece señales milagrosas, como pudieron ellos ver y oír al escuchar con atención las cosas que decía (v. 6). Para demostrar que Cristo había venido a destruir el poder del diablo (He. 2:14), echaba demonios y sanaba enfermos (v. 7): «Porque de muchos que tenían espíritus inmundos, salían éstos dando grandes voces», con lo que daban así a entender la repugnancia que sentían en abandonar su presa por obra de un poder superior al de Satanás. Donde entra el Evangelio, son desalojados los malos espíritus. Y, como el Evangelio tiene por misión sanar la persona entera, «muchos paralíticos y cojos eran sanados».
(D) La aceptación que tuvo entre el pueblo de Samaria la doctrina de Felipe (v. 6): «La gente escuchaba unánime, despertada primero por las señales milagrosas y alertada después por la importancia del mensaje.
(E) La satisfacción que sentían al oír la predicación de Felipe y el éxito que tuvo él con muchos de ellos (v. 8): «había gran gozo en aquella ciudad», porque (v. 12) «creyeron a Felipe … y se bautizaban hombres y mujeres». (a) Felipe les predicaba el evangelio del reino de Dios, como lo había hecho el mismo Jesús, y el nombre (es decir, la persona) de Jesucristo, del Mesías Salvador. (b) La gente no sólo le escuchaba con gusto, sino que le creía, esto es, creía lo que él les anunciaba. (c) No sólo creían, sino que se bautizaban, cumpliendo tanto los hombres como las mujeres con dicha ordenanza, en la que no hay diferencia entre varón y mujer, como no la hay para la salvación en Cristo. (d) Esto ocasionaba gran gozo, como hemos visto. El Evangelio de Cristo no infunde melancolía, sino gozo, pues es … buenas noticias de gran gozo para todo el pueblo» (Lc. 2:10).
2. Hubo algo que hizo que la predicación del Evangelio en Samaria tuviese un éxito más asombroso que de ordinario.
(A) Simón Mago había estado muy atareado allí y se había ganado gran interés entre el pueblo. Desaprender lo malo es con frecuencia mucho más difícil que aprender lo bueno. Estos samaritanos habían sido hechizados por este experto en magia, de donde le vino el sobrenombre de Mago. Por donde vemos: (a) Cuán grande es el poder que tiene el diablo para engañar, pues Simón, con sus artes mágicas, les había tenido atónitos por bastante tiempo (v. 11); «se hacía pasar por algo grande» (v. 9b), es decir, un enviado de Dios o, quizás, el propio Mesías. «A éste oían atentamente todos, del menor al mayor (desde el más chico al más grande, y desde el más bajo en la escala social al más alto), diciendo: Éste es el Gran Poder de Dios», algo así como una «encarnación del poder con que Dios gobierna el mundo» (J. Leal). Tan ignorantes son las masas populares que tienen como hecho por el poder de Dios lo que se hace mediante el poder de Satanás. Los tenía así atónitos, embrujados, con sus artes mágicas (vv. 9, 11). (b) Cuán grande es el poder que tiene la gracia de Dios para salvar, ya que, a pesar del hechizo que por bastante tiempo había ejercido sobre ellos Simón Mago, fueron llevados a obedecer a Cristo y creer el Evangelio que Felipe predicaba. No desesperemos, pues, ante la resistencia que podamos encontrar en quienes escuchan el mensaje de salvación, pues incluso los que habían sido hechizados por Simón Mago llegaron a creer y bautizarse.
(B) Lo realmente asombroso, a primera vista, es que (v. 13): «También creyó Simón mismo y, habiéndose bautizado, perseveraba junto a Felipe». Dice atinadamente Trenchard: «La fe de este hombre, y su confesión de ella en el bautismo, surgieron de su comprensión de que una potencia mayor que la suya operaba por medio de las palabras y obras de Felipe (8:13). La historia posterior, con el diagnóstico de su condición por Pedro en 8:20–22, nos asegura que su profesión era falsa, sin que hubiese mediado la entrega de su voluntad al Señor». El que antes dejaba atónita a la gente con sus artes mágicas, estaba atónito (v. 13b) él mismo ante los milagros que Felipe obraba, hasta el punto de que perseveraba (el mismo verbo griego de 2:42) junto a Felipe, es decir, no le dejaba ni a sol ni a sombra. (¿Tendría interés en aprender sus «trucos»?—nota del traductor—.) Hay muchos que se quedan atónitos ante las pruebas de las verdades divinas, sin que lleguen jamás a experimentar el poder de dichas verdades. Vemos, pues, que Simón Mago dio tales señales de haberse convertido, que el propio Felipe le tuvo por creyente genuino, lo que prueba que no todos los discípulos poseían el don de discernir espíritus que hallamos en Pedro y en Pablo.
Versículos 14–25
Las buenas noticias del éxito que la predicación de Felipe había obtenido en Samaria llegaron a Jerusalén (v. 14), por lo que los apóstoles … enviaron allá a Pedro y a Juan, los más eminentes (v. Gá. 2:9). El contexto posterior no da pie para afirmar, como lo hace el jesuita J. Leal, que «Pedro y Juan llevan la misión de informarse, como luego, Pedro en Judea (9:32) y Bernabé en Antioquía (11:22).
Desde el principio—continúa Leal—la Iglesia es jerárquica y hay una autoridad que dirige y vigila la fe».
¡No hay tal! Pedro y Juan no van a Samaria a inspeccionar la predicación de Felipe, sino a llevar a cabo la obra que a ellos competía (vv. 14–17), y completar la de Felipe. Veamos:
I. Cómo llevaron a cabo la obra que les competía.
1. Se nos dice (v. 16) que «aún no había descendido (el Espíritu Santo) sobre ninguno de ellos (los convertidos en Samaria) con las señales extraordinarias que se manifestaron en los discípulos el día de Pentecostés». Así, pues, Pedro y Juan (v. 15) … descendieron (siempre se descendía al salir de Jerusalén) y oraron por ellos para que recibiesen el Espíritu Santo … (v. 17). Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo». Comenta el Dr. Ryrie, con su claridad y concisión de siempre: «Aunque los samaritanos habían sido bautizados en agua (v. 12), el don del Espíritu Santo fue demorado hasta que llegaron Pedro y Juan y les impusieron las manos. Normalmente, el espíritu es dado en el momento de la fe (10:44; 19:2; Ef. 1:13). En este caso, sin embargo, era imprescindible que los samaritanos quedasen identificados con los apóstoles y con la Iglesia de Jerusalén, a fin de que no hubiese una Iglesia cristiana samaritana rival».
2. También se nos dice (v. 16b) que dichos convertidos de Samaria «solamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús». Trenchard opina que el bautismo en el nombre del Señor Jesús era para los «creyentes en el Dios verdadero, de modo que el acto de su bautismo significaba sobre todo su unión con Cristo, mientras que las naciones en general habían de ser bautizadas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo (Mat. 28:19)». Pero la fórmula «en el nombre del Señor Jesús» (o de Jesucristo) es la única que aparece en Hechos (¿acaso serían prosélitos todos los mencionados en 10:28, 40?). Además, ¿con qué fórmula son bautizados, desde tiempo inmemorial, los judíos que se convierten al cristianismo? ¿No es con la de Mateo 28:19? La solución de este problema no es nada fácil. Lo único cierto es que, mediante el bautismo, damos a entender que nos hemos dedicado a Dios para entrar en comunión con la Deidad (Mt. 28:19) una vez que estamos injertados en Cristo (Ro. 6:3 y ss.)
II. Cómo descubrieron y descartaron a Simón Mago.
1. La perversa propuesta que les hizo Simón Mago, por la cual se descubrió su hipocresía (vv. 18, 19): «Cuando vio que por la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu Santo, les ofreció dinero, etc.». Pensó que el cristianismo era una forma de magia más elevada que la suya. Tenía la ambición de poseer el honor y el poder de un apóstol, pero no la gracia y el espíritu de un cristiano sincero; más interesado en ganarse prestigio que en hacer el bien a otros. Era una terrible afrenta a los apóstoles al atribuirles espíritu mercenario, pues pensaba que le venderían el Espíritu Santo por dinero. También era una terrible afrenta al cristianismo, al pensar que los milagros eran efecto de artes mágicas. Mostró que lo que le interesaba era la ganancia de la magia y que tenía de sí tan alto concepto que no se contentaba con menos que poseer el poder que sólo los apóstoles, no Felipe, poseían.
2. El justo rechazo de tal proposición (vv. 20–23).
(A) Pedro le descubre su crimen (v. 20): «Has supuesto que el don de Dios se obtiene con dinero». Sobrevaloraba la riqueza de este mundo, como si con ella se pudiese comprar el perdón de los pecados, el don del Espíritu Santo y la vida eterna. Con ello, subvaloraba el don del Espíritu Santo. Suponía que el poder de un apóstol se podía obtener mediante el pago de los honorarios correspondientes, de la misma forma que se obtiene el consejo de un abogado o la receta de un médico.
(B) Le descubre también su carácter personal, el cual se muestra en el crimen que intenta cometer. Pedro le dice lisa y llanamente: (a) «tu corazón no es recto delante de Dios» (v. 21b). Somos lo que es nuestro corazón (v. Pr. 23:7); si el corazón es torcido, no podemos ser rectos; es inútil querer ocultar esta equivalencia, pues Dios penetra hasta lo íntimo del corazón y por él nos juzga. Nuestro supremo interés está en ser aprobados delante de Dios; de lo contrario, es a nosotros a quienes nos engañamos para nuestra ruina. (b) «Veo que estás en hiel de amargura y en ataduras de iniquidad» (v. 23). Esto es hablar claro, y no hay más remedio que hablar así cuando se trata del bien de las almas y de la eternidad. La piel del hipócrita se descubre tarde o temprano, como la del lobo que se cubre con lana de oveja. Dice Trenchard:
«La frase hiel de amargura y lazo de iniquidad hace eco de palabras del Antiguo Testamento (Dt. 29:18; Is. 58:6), y señala tanto la fuente amarga de rebelión escondida en el corazón impenitente, como las cuerdas que sujetan el esclavo del pecado al servicio del diablo».
(C) Le lee la sentencia en dos cosas: (a) Se hundirá con su dinero: «Tu dinero vaya contigo a la perdición (v. 20). ¡Fuera de aquí tú y tu dinero! ¡No queremos tener nada que ver contigo ni con él!» Si alguna vez nos sentimos tentados a hacer algo malo con el dinero, veamos qué ruina puede el dinero acarrearnos y rechacemos la tentación con el mismo desdén y con la misma indignación con que rechazó Pedro la propuesta de Simón Mago. (b) No puede tener parte en la bendición espiritual que tan groseramente ha subvalorado (v. 21): «No tienes tú arte ni parte en este ministerio» (NVI). Como si dijese: «Tú no tienes nada que ver con los dones del Espíritu Santo, puesto que tu corazón no es recto delante de Dios, si piensas que el cristianismo es un comercio para tener un medio de vida en este mundo».
(D) Aunque está indignado con él, Pedro no le abandona del todo, sino que le da un buen consejo (v. 22). (a) Le aconseja arrepentirse y orar a Dios. Debe reconocer su crimen, cambiar de mentalidad respecto de Él, dolerse del pecado y prometer seriamente no volver a cometerlo; y rogar a Dios que le conceda el arrepentimiento y el perdón a consecuencia de tal arrepentimiento. Mientras hay vida, cabe la esperanza del perdón. El que es salvo, está irrevocablemente salvo; pero no hay nadie irrevocablemente perdido. (b) Le anima a hacerlo: «Si quizá te sea perdonado el pensamiento de tu corazón». Téngase en cuenta que Pedro no pone en duda la voluntad de Dios para perdonar, sino la disposición de Simón para ser perdonado.
(E) La respuesta de Simón Mago: «Rogad vosotros por mí al Señor, para que no me sobrevenga nada de esto que habéis dicho». Dos cosas se echan en falta en estas frases de Simón Mago: (a) No se atreve a orar por sí; le domina el miedo, no el amor. (b) Ruega a los apóstoles que oren por él, no para que Dios le sane el corazón y le otorgue un sincero arrepentimiento, sino para que se vea libre de los castigos con que Pedro le ha amenazado. Es lo que Lutero solía llamar «la contrición del patibulario».
3. Finalmente (v. 25), tenemos el regreso de los apóstoles a Jerusalén después de llevar a cabo la obra que habían venido a hacer. No se condujeron ociosamente por el camino, sino que, de paso, «anunciaron el evangelio a muchas poblaciones de los samaritanos».
Versículos 26–40
Tenemos ahora el relato de la conversión de un alto funcionario de Etiopía a la fe de Cristo.
1. Felipe, el diácono evangelista, es enviado al camino donde había de encontrarse con este funcionario de Etiopía (v. 26). Un ángel le da la dirección: «Vete hacia el sur, por el camino que baja de Jerusalén a Gaza; es un camino solitario» (NVI). Véase cómo actúa la providencia de Dios en los movimientos, lo mismo que en la fijación de residencia, de sus ministros. El Señor guía con seguridad por el mejor camino a todos los que le siguen con sinceridad por buen camino. Nunca se le habría ocurrido a Felipe dirigirse a un camino solitario, donde había tan pocas probabilidades de hallar trabajo, pero Dios abre con frecuencia puertas de oportunidad a sus ministros en los más inverosímiles lugares. Felipe obedeció prontamente (v. 27), sin objetar palabra: «Él se levantó y fue».
2. El informe que se nos da del funcionario etíope (v. 27). Se le describe como eunuco, vocablo que no siempre ha de tomarse en sentido literal, pero es probable que lo fuera en este caso, por ser alto funcionario de una reina. Por ser eunuco, no podría ser prosélito con todos los derechos (v. Dt. 23:2), pero observaba la religión judía pues había venido a Jerusalén para adorar al verdadero Dios. Estaba a cargo de todos los tesoros de la reina, lo que hoy diríamos «ministro de Hacienda». Candace no era el nombre personal de la reina, sino el título común de las reinas de Etiopía, como «Faraón» el de los reyes de Egipto. Era de raza negra, con lo que vemos que para Dios no hay acepción de personas por el color de su piel. Hay quienes opinan que había en Etiopía restos de conocimiento del Dios de Israel desde los tiempos de la reina de Sebá (1 R. 10:1–13).
3. Encuentro de Felipe con el eunuco. Ahora sabrá Felipe lo que significaba la orden de dirigirse a un camino solitario.
(A) «Y el espíritu dijo a Felipe. Acércate y júntate (lit. apégate, el mismo verbo de Lc. 15:15) a ese carro». ¡Cuánto bien podríamos hacer a muchas personas con las que nos encontramos cuando vamos de viaje! El eunuco volvía de Jerusalén, donde los apóstoles predicaban la fe de Cristo. La gracia de Dios persigue a este hombre, le da alcance en un camino solitario y allí le vence. Como Felipe, tampoco nosotros debemos mostrarnos tímidos ante personas de otra nación o raza. Aunque no sepamos absolutamente nada más de las personas, hay una cosa importante que sabemos de todas ellas y es que tienen alma.
(B) Felipe halla al eunuco leyendo la Escritura conforme viajaba en su carroza (v. 28): «Iba sentado en su carruaje, leyendo el Libro del profeta Isaías» (NVI). Redimía, pues, bien el tiempo de tan largo y tedioso viaje. Para todos es útil el estudio de las Escrituras, pero especialmente para la gente de la clase alta, pues su buen ejemplo puede influir en muchos. Los que son diligentes en escudriñar la Biblia obtendrán el gozo de ir progresando en el conocimiento de Dios y de su plan de salvación para los hombres.
(C) Nótese la obediencia de Felipe a la voz del espíritu (v. 30): «cuando Felipe se acercó, no andando, sino corriendo, le oyó que leía al profeta Isaías». Le oyó porque el eunuco iba leyendo en voz alta, como solía hacerse en la antigüedad. Tanto es así que, ya en el siglo IV de nuestra era, Agustín de Hipona se asombró de ver al obispo de Milán, Ambrosio, leyendo con sólo un ligero movimiento de los labios. Preguntó Felipe al eunuco (v. 30b): «Pero, ¿entiendes lo que lees?» Realmente, de poco sirve leer si no se entiende lo que se lee. Cuando leemos la Biblia, debemos preguntarnos si entendemos o no lo que estamos leyendo. Es asombroso lo poco que conocemos el texto sagrado hasta que obtenemos una buena explicación del texto y del contexto.
(D) El eunuco, con admirable humildad y deseo de conocer el sentido de las Escrituras, invita a Felipe a que suba al carruaje y se siente junto a él (v. 31), para que le guíe (¡el mismo verbo griego de Jn. 16:13!) en el conocimiento de lo que va leyendo. «¿Cómo podré, dice, si alguno no me guía?» Se muestra, no sólo humilde para reconocer que no entiende, sino también deseoso de aprender y de ser enseñado. ¡Ojalá todos los que se profesan creyentes poseyeran estas cualidades! No sólo los «bebés en Cristo», sino también los que se tienen por «maestros de la Palabra» necesitan humildad para reconocer que no son infalibles y que les falta mucho por aprender (1 Co. 8:2). Tampoco sirven las excusas de que «es una porción muy difícil» o «ya me lo explicará el Espíritu Santo», tópicos manidos para cubrir la pereza.
4. La porción de las Escrituras que el eunuco leía y ciertas cosas de lo que Felipe le dijo con respecto a ella.
(A) El capítulo que leía era el 53 de Isaías, dos de cuyos versículos se citan aquí (vv. 32, 33). Se nos ofrecen conforme a la versión de los LXX que varían un poco del hebreo original. La mayor variación es:
«En su humillación le fue quitado el juicio», es decir, no se le hizo justicia, mientras que el hebreo dice:
«Por arresto y por juicio fue quitado» (Is. 53:8). En dichos versículos se predecía con respecto al Mesías:
(a) Que había de morir, llevado al matadero, como las ovejas que se ofrecían en sacrificio. (b) Que había de morir injustamente, pues se le había de condenar siendo inocente. (c) Que había de morir con toda paciencia, sin abrir la boca, no sólo como cordero delante del que lo trasquila, sino también como oveja delante del matarife. Nunca se dio un ejemplo de paciencia como el del Señor Jesús: callado cuando le insultaban, y callado cuando le maltrataban.
(B) La pregunta del eunuco: «¿De quién dice el profeta esto, de sí mismo o de algún otro?» (v. 34). Era por cierto, una pregunta atinada, como si dijese: «¿Esperaba el profeta ser usado y abusado de esta manera, como solían serlo los profetas, o está hablando de otro profeta?» El modo de recibir buenas instrucciones es hacer buenas preguntas.
(C) Felipe aprovecha la oportunidad para explicarle el gran misterio del Evangelio con respecto a Jesucristo, y éste crucificado. «Abriendo su boca (v. 35), expresión bíblica que indica que se va a decir algo muy importante, y comenzando desde esta escritura, le evangelizó a Jesús» (lit.). Esto es todo lo que se nos dice del mensaje de Felipe. Éste es un ejemplo de cómo hablar bien de las cosas de Dios: comenzar por buena base y seguir con un propósito bien definido.
5. El eunuco es bautizado en el nombre de Cristo (vv. 36–38).
(A) La modesta petición que el eunuco presenta a Felipe para que lo bautice (v. 36): «Yendo por el camino, llegaron a cierta agua», cuya vista le trajo al eunuco el pensamiento de ser bautizado. Así es como Dios, por medio de providencias que parecen casualidades, les hace a los suyos a la memoria sus deberes, que sin dichas providencias les habrían pasado desapercibidos. El eunuco no sabía por cuánto tiempo estaría Felipe con él y, por tanto, si a Felipe le parecía bien, bueno era aprovechar la oportunidad que se le presentaba de cumplir con la ordenanza del Señor: «Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado?» No demanda, sin más el bautismo. No dice: «Aquí hay agua y he decidido bautizarme». Pero expone su deseo de ser bautizado ahora, a no ser que Felipe pueda mostrar la causa por la que esto no puede llevarse a cabo ahora. En la mayoría de las cosas, es imprudente precipitarse; pero en la dedicación a Dios, es preciso darse prisa y no demorarla, porque el tiempo presente es el mejor tiempo.
(B) La única disposición que le requirió Felipe (v. 37): «Si crees de todo corazón, te está permitido» (lit.). Ha de creer de todo corazón, pues «con el corazón se cree para justicia» (Ro. 10:10); no sólo con la cabeza al prestar el asentimiento, sino con la voluntad al prestar a la verdad evangélica, al Señor Jesús, el consentimiento. El eunuco hizo entonces su profesión de fe: «Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios». Antes ya era un sincero adorador del Dios verdadero, así que todo lo que tenía que hacer ahora era recibir a Jesucristo como a Señor y Mesías. Cree que Jesús, el Salvador, es el Cristo, el Mesías, y el Hijo de Dios. (Nota del traductor: Todo este versículo falta en los mejores MSS.)
(C) El bautismo del eunuco (v. 38): «Mandó parar el carruaje». Fue la mejor parada que hizo en sus viajes. «Y descendieron ambos al agua». Aunque hacía poco que Simón Mago había engañado a Felipe, éste no tuvo escrúpulo en bautizar de inmediato al eunuco bajo su profesión de fe. Si hay hipócritas que se cuelan en la iglesia por la puerta falsa, no por eso se ha de hacer la puerta de admisión más estrecha de lo que Cristo quiso que fuese. En cuanto al modo de dicho bautismo, dice Trenchard (contra la opinión de M. Henry): «Todo indica aquí que el bautismo es un rito para personas que reciben la Palabra de una forma consciente y desean confesar su fe en Cristo Jesús. Además, el acto de bajar ambas personas al agua, tanto el convertido como el siervo de Dios que realizaba el acto, para subir luego del agua, da la impresión del bautismo por inmersión».
6. Felipe y el eunuco se separan el uno del otro después de dicho acto, lo cual es tan sorprendente como los demás detalles de este relato (v. 39): «Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe». La operación de este milagro en Felipe fue una confirmación de su enseñanza, tanto como lo pudo haber sido cualquier otro milagro que pudiese haber llevado a cabo: «el Espíritu le arrebató, y el eunuco no le vio más», pero, al haber perdido de vista al ministro, volvió a usar su Biblia. Veamos cuál fue en cada uno de ellos el efecto de esta repentina partida:
(A) El eunuco «siguió gozoso su camino» (v. 39b). Sus asuntos de Estado le reclamaban en Etiopía, puesto que no hay ninguna inconsecuencia en que un buen cristiano continúe, después de su conversión, en cualquier oficio honesto que haya estado desempeñando en el mundo. Pero se marchó gozoso por haber hallado la luz del Evangelio; nunca había estado tan contento en toda su vida. Además, ahora tendría la oportunidad de anunciar a sus compatriotas las Buenas Noticias de la salvación en Cristo.
(B) «Felipe se encontró en Azoto, la antigua Asdod» (v. 40). Pero, dondequiera se hallase, no estaba ocioso: «anunciaba el evangelio en todas las ciudades, hasta que llegó a Cesarea», donde estaba por ahora establecido, pues allí le encontramos después (21:8) en una casa de su propiedad.
I. Relato de la conversión de S. Pablo. 1. La obra de la gracia en él mediante una luz celeste y la voz de Jesús (vv. 1–9). 2. Su bautismo de manos de Ananías (vv. 10–19). 3. Cómo predicó de inmediato la fe de Cristo y demostró la verdad de lo que predicaba (vv. 20–22). 4. Cómo fue perseguido (vv. 23–25). 5. Cómo fue aceptado por los hermanos en Jerusalén, y perseguido allí (vv. 26–30). 6. La paz y la tranquilidad de que disfrutaron las iglesias por algún tiempo después de eso (v. 31). II. La curación de Eneas por manos de Pedro (vv. 32–35). III. Tabita es resucitada mediante la oración de Pedro (vv. 36– 43).
Versículos 1–9
Saulo ha sido mencionado dos o tres veces en el relato de Esteban. Su nombre en hebreo era Shaúl que significa «pedido» (a Dios); su nombre romano era Paulus (Pablo) que significa «poco». Había nacido en Tarso, ciudad de Cilicia y había heredado de su padre la tan estimada ciudadanía romana. Tanto su padre como su madre eran hebreos de raza, por lo que él se llama a sí mismo hebreo de hebreos, de la tribu de Benjamín como el otro Saúl, primer rey de Israel. Tarso era una ciudad importante y allí es probable que Saulo aprendiese las primeras letras, pero su educación rabínica fue obtenida en Jerusalén a los pies de Gamaliel. Era persona de amplia cultura, tanto hebrea como griega, y había aprendido también el oficio de fabricar lonas para tiendas de campaña, cosa frecuente entre judíos letrados.
I. Cuán malísimo era antes de su conversión, pues era quizás el más acerbo enemigo del cristianismo, aunque en cuanto a la justicia que es en la ley era irreprensible (Fil. 3:6), un hombre de buenas costumbres, pero enemigo y perseguidor de los cristianos. Y tan mal informada estaba su conciencia que pensaba que, con ello, prestaba a Dios un gran servicio (comp. con Jn. 16:2).
1. Su enemistad y furia en general contra la religión cristiana (v. 1): «Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, etc.». Las personas perseguidas eran los discípulos del Señor; como a tales los odiaba y perseguía él. Estas amenazas de muerte eran para Saulo como el aire que respiraba. La expresión recuerda, dice Trenchard, «la embestida de los dragones fabulosos, cuya respiración era fuego mortífero que devoraba a sus víctimas». Respiraba muerte contra los cristianos, dondequiera se encontraba.
2. Su enemistad especial contra los cristianos de Damasco. Saulo no está tranquilo mientras haya un cristiano en tranquilidad; y, por eso, al oír que lo estaban los cristianos de Damasco, resuelve ir allá para perturbarles la paz (vv. 1b, 2a): «se presentó al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, etc.». El sumo sacerdote no necesitaba que nadie le incitase a perseguir a los cristianos, pero parece ser que el joven fariseo ardía con mayor celo y furor que el viejo sumo sacerdote, así como los prosélitos que los escribas y fariseos hacían resultaban ser hijos del infierno siete veces más que ellos mismos. La comisión que Saulo deseaba era que, si hallaba algunos hombres o mujeres de este Camino (la conducta propia de los seguidores de Cristo), los trajese presos a Jerusalén (v. 2b). Todas las sinagogas, tanto de Palestina como de la dispersión, prestaban esta deferencia, en materias de religión, al sumo sacerdote y al Sanedrín. Obtuvo, pues, orden para traer a Jerusalén como criminales cuantos cristianos hallase en Damasco. En esta tarea se hallaba ocupado Saulo cuando la gracia de Dios obró en él aquel cambio tan grande. Que nadie desespere de la gracia regeneradora para la conversión de los mayores pecadores, ni de la misericordia perdonadora de Dios para el mayor pecado, puesto que Saulo mismo obtuvo misericordia.
II. Cuán súbita y extrañamente se produjo en él un bendito cambio.
1. El lugar y el tiempo de tal cambio (v. 3): «yendo por el camino … al llegar cerca de Damasco, allí y entonces le salió Jesús al encuentro cuando menos lo esperaba». (A) Iba de camino. La obra de la conversión no está limitada a los locales de la iglesia. Algunos son llamados en el camino o en la calle; allí puede el Espíritu meterse con nosotros, pues sopla donde quiere. (B) Estaba cerca de Damasco. El que había de ser apóstol de los gentiles, fue convertido a la fe de Cristo en un país pagano. (C) Iba por mal camino en cuanto que su objetivo era contra los cristianos de Damasco. A veces, la gracia de Dios obra en los pecadores cuando están en su peor estado, pues así resplandece mejor la gloria del poder y de la gracia de Dios. (D) Estaba a punto de poner por obra el edicto cruel contra los cristianos, pero fue impedido ahora de ejecutarlo. Esto fue (a) un gran favor para los pobres santos de Damasco, quienes tenían noticias de su venida, como se ve por lo que dice Ananías (vv. 13, 14). Cristo tiene muchas maneras de librar de la tentación a los suyos; a veces, lo hace al cambiar el corazón de sus perseguidores. (b) Fue, sobre todo, un gran favor al propio Saulo. Hemos de estimar como una señal especial del favor de Dios el que nos impida llevar a cabo un mal propósito.
2. Cómo se le apareció el Señor Jesús en la gloria. Aquí se nos dice sólo que repentinamente le rodeó un resplandor de luz del cielo (v. 3b), pero después se nos declara (v. 17) que el Señor Jesús estaba en aquella luz. La luz le rodeó repentinamente, porque las manifestaciones de Cristo a las pobres almas son a menudo repentinas y sorprendentes, alcanzándolas con las bendiciones de su bondad. Era una luz del cielo, superior en brillo a la del sol (26:13), pues fue visible al mediodía. No le dio sólo en el rostro, sino que le rodeó por todas partes. El diablo se acerca en la oscuridad y así se apodera de las almas, pero Cristo viene al alma con luz, pues Él mismo es la luz del mundo (Jn. 8:12). La primera cosa de esta nueva creación, como en la primera, es luz.
3. El dichoso arresto de Saulo (v. 4) «cayendo en tierra». Parece ser que también los que le acompañaban cayeron en tierra (26:14), pero la luz iba para él, como para él era la manifestación de Cristo. El primer efecto de la manifestación de Cristo es derribarnos en tierra, poniéndonos en lugar muy bajo; y cuanto más alto es el ministerio al que quiere llamarnos, más bajo es el lugar al que nos lanza, porque a los que Dios emplea para sus más útiles servicios, les golpea primero con un profundo sentido de su propia indignidad.
4. El emplazamiento de Saulo. Oyó una voz que le decía (y sólo él la entendió, aunque los demás oyeron el sonido, v. 7, comp. con 22:9): «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?»
(A) No sólo vio una luz del cielo, sino que oyó una voz del cielo. Las manifestaciones de Dios nunca son alardes mudos, pues Él enaltece su palabra, especialmente su nombre, y lo que se ve está destinado a abrir camino para lo que se dice. Saulo oyó una voz, porque la fe viene por el oír, y la voz que oyó era la de Cristo mismo; ninguna otra voz puede llegar al corazón. Cuando oímos o leemos la Palabra de Dios, recordemos que nos aprovechará tanto más cuanto más veamos u oigamos en ella la voz del Verbo.
(B) Lo que oyó era despertador y avivador en extremo. (a) Oyó que se le llamaba por su nombre, y éste duplicado, lo cual, como en las otras seis veces en que esto ocurre en la Biblia, indica una tremenda importancia de la declaración que sigue a continuación. A Saulo lo hace para despertarle la conciencia con la viva convicción de la maldad que pensaba llevar a cabo. Añade Jesús: «¿por qué me persigues?» De un golpe pudo Saulo percibir que lo que se hace a los discípulos de Cristo se hace a Él mismo. Fue entonces, sin duda, cuando intuyó la maravillosa verdad del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia (Ef. 1:22, 23; Col. 1:24, entre otros lugares), que él mismo había de exponer después en sus epístolas con mayor claridad, extensión y profundidad que ningún otro escritor del Nuevo Testamento. La pregunta de Cristo rezuma tristeza, mansedumbre, afecto y compasión: «¿Por qué me persigues precisamente tú, el versado en las Escrituras que hablan de mí, y me persigues a mí, que no hace mucho fui crucificado por ti? ¿Qué motivos tienes para portarte de este modo? ¿Qué mal te he hecho?» Saulo pensaba que perseguía a un grupo de personas pobres, débiles y estúpidas, sin percatarse de que era a Alguien del cielo a quien estaba persiguiendo en ellos.
5. La pregunta de Saulo ante esta requisitoria y la respuesta que recibió (v. 5): «¿Quién eres, Señor?» No responde directamente al cargo que se le imputa, pues se ve convicto en su propia conciencia. Si Dios contiende con nosotros por nuestros pecados, no podremos responderle a una sola de entre mil preguntas; todas las excusas y autojustificaciones quedan silenciadas. Saulo desea saber quién es su juez. El que hasta hace poco blasfemaba de Cristo, le llama ahora «Señor», aunque con su pregunta reconoce que no le conoce; pero hay buena esperanza acerca de quienes comienzan inquiriendo de Jesús. De inmediato, obtiene respuesta del Señor: «Yo soy Jesús a quien tú persigues». El nombre de Jesús no le era desconocido y de buena gana habría deseado verlo sepultado en el olvido, pero ahora lo oía venido ¡del cielo! ¡Y Saulo estaba persiguiendo a ese Jesús que le hablaba desde el cielo! No hay cosa que mejor pueda despertar y humillar a un alma que el ver que está pecando contra Jesús ¡el Salvador! Y añade (v. 5b): «Dura cosa te es dar coces contra el aguijón» (aunque esta frase, así como toda la primera mitad del v. 6, según aparece en nuestras versiones, no se hallan en la mayoría de los MSS. Nota del traductor).
6. El Señor le da una instrucción general sobre lo que debe hacer de inmediato (v. 6): «Ahora, levántate y entra en la ciudad. Allí se te dirá lo que tienes que hacer» (NVI). Es muy alentador ver que le promete ulteriores instrucciones, pero (A) no todavía, sino que ha de considerar por algún tiempo lo que ha hecho al perseguir a Cristo y sentirse humillado por ello, antes de que se le diga lo que ha de hacer. (B) Estas ulteriores instrucciones no las va a recibir del mismo modo, mediante una voz del cielo, sino que se las ha de dar un siervo del Señor.
7. Cuál fue el impacto que todo el incidente produjo en sus compañeros de viaje (v. 7): «se pararon atónitos», como confusos y aturdidos, pero eso fue todo. No hallamos que ninguno de ellos se convirtiese, aunque habían visto la luz. Los medios externos no son suficientes para efectuar un cambio de corazón, sin el Espíritu y la gracia de Dios. Ninguno dijo: «¿Quién eres, Señor?» Oyeron la voz y también oyeron hablar a Saulo, mas sin ver a nadie, no sabían a quién le hablaba Pablo ni entendieron las palabras que le decía Jesús. Así fue como los que eran cómplices con Saulo en la rabia que tenía contra los discípulos de Cristo, sirvieron de testigos del poder que Dios ejerció sobre él para convertirle a la fe cristiana.
8. La condición en que quedó Saulo después de esto (vv. 8, 9): «Se levantó del suelo, cuando Cristo se lo mandó, y aunque tenía abiertos los ojos, no veía a nadie». No fue tanto la luz del cielo como la visión de Cristo lo que le cegó. Así es como una visión creyente de la gloria de Dios en el rostro de Cristo ciega los ojos para todas las cosas de aquí abajo. «Así que, llevándole de la mano, le metieron en Damasco» (v. 8b). El que pensaba traer prisioneros y cautivos a Jerusalén a los discípulos de Cristo, fue él mismo llevado como prisionero y cautivo de Cristo a Damasco (v. 9) «Y estuvo tres días sin ver y no comió ni bebió». Pudo así dedicarse de lleno a meditar sobre el significado de lo que le había sucedido. El ayuno que aquí se nos menciona, dice J. Leal, «pudo ser porque no sintió necesidad, por efecto del éxtasis que había tenido, o también por darse más a la oración acompañada de penitencia».
Versículos 10–22
Dios había comenzado en Saulo una buena obra y no la iba a dejar sin completar.
I. Jesús (comp. con el v. 17) ordena a Ananías que vaya a ver a Saulo y a imponerle las manos. Era este Ananías un discípulo que residía entonces en Damasco (v. 10), no de los deportados allá desde Jerusalén, sino nativo del país, pues leemos (22:12) que era varón piadoso según la ley y tenía buen testimonio de todos los judíos que allí habitaban. Que era de raza judía lo denota su propio nombre. El Señor le llama por su nombre (v. 10). A semejanza de los profetas del Antiguo Testamento, él contesta:
«Heme aquí, Señor» (comp. 1 S. 3:4, 10). «Ve, le dice Jesús, a la calle que se llama Recta y busca en casa de Judas a uno llamado Saulo, de Tarso» (v. 11). Cristo sabe muy bien dónde se encuentran los suyos, en cualquier condición en que estén. Tenemos en el cielo un amigo que sabe en qué calle vivimos, en qué casa y, lo que es más importante, cuál es nuestro nombre y nuestro estado.
II. Dos razones se le dan a Ananías para que vaya:
1. Porque Saulo está orando (v. 11b) y la llegada de Ananías a él será la contestación a su oración. Esta era la razón por la que (A) Ananías no debía tener miedo de él (vv. 13, 14). No hay duda, viene a decirle Jesús, de que es un convertido de veras, porque, mira, está orando. Ese «mira» indica la certeza del hecho, lo mismo que el asombro mismo por el hecho. Pero, ¿tan extraño era que Saulo orase? ¿No era fariseo? Sí, pero ahora comenzaba a orar de modo muy diferente; antes recitaba sus oraciones; ahora las oraba. Un cristiano espiritualmente vivo sin oración es tan imposible como un hombre naturalmente vivo sin aliento: si no hay aliento, no hay vida; si no hay oración, no hay gracia. (B) Ananías debe ir allá a toda prisa. No hay tiempo que perder, porque está orando. Estaba bajo convicción de pecado, la cual habría de conducirnos a orar. Estaba también bajo aflicción corporal, ciego y enfermo. Cristo le había prometido que alguien le daría más instrucciones sobre lo que había de hacer (v. 6) y ora para que le sea enviado quien le instruya. Hemos de orar para que Dios nos cumpla lo que nos ha prometido, aun cuando sea seguro que lo cumplirá, pues no se lo pedimos por temer que no lo haga, sino para estimularnos a nosotros mismos a desearlo y poseerlo.
2. Porque ha visto en visión a uno que venía hacia él; así que la venida de Ananías debe dar cumplimiento a dicha visión, pues ésta procedía de Dios (v. 12): «Ha visto en visión a un varón llamado Ananías, que entra y le pone las manos encima para que recobre la vista». Esta segunda visión que Saulo tiene puede ser considerada: (A) Como respuesta inmediata a su oración y para mantenerle así en comunión con Dios. (B) Como medio para animar su expectación y hacer que la visita de Ananías le resulte más familiar. Véase cuán grande cosa es juntar al paciente y al médico, pues aquí tenemos dos visiones a este efecto.
III. Ananías pone objeciones a esta visita.
1. Alega que este Saulo era un notorio perseguidor de los discípulos de Cristo (vv. 13, 14): «Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuántos males ha hecho a tus santos en Jerusalén». No había ninguna otra persona a la que se le tuviese tanto miedo como a Saulo. Y precisamente su visita a Damasco ahora tenía por objeto perseguir a los cristianos. «Y aquí (v. 14), añade Ananías, tiene autoridad de los principales sacerdotes para prender a todos los que invocan tu nombre». Dice Trenchard: «Al recibir el mandato de acudir a Saulo, que ya oraba, expuso lo que sabía de tal hombre y de la naturaleza de la misión que le había llevado a Damasco, y usa de una franqueza que nos recuerda la de Abraham al conversar con su Señor (Gn. 18:23–33); pero no es una franqueza impertinente, sino la de un discípulo de limpio corazón y conciencia, acostumbrado a exponerlo todo delante del Maestro».
2. Cristo responde a la objeción de Ananías (vv. 15, 16): «Ve, le dice Jesús, porque instrumento escogido (lit. vaso de elección; comp. con 2 Co. 4:7) me es éste»; así que no tienes por qué temerle, pues lo he escogido (A) para eminentes servicios: «para llevar mi nombre, como un abanderado, en presencia de los gentiles (había de ser apóstol de los gentiles), de reyes, del rey Agripa y del propio César, y de los hijos de Israel»; (B) para eminentes sufrimientos (v. 16): «porque yo le mostraré cuánto es menester que padezca por mi nombre». El que había sido perseguidor, será perseguido. Los que llevan el nombre de Jesús han de esperar también llevar la cruz por su nombre; y los que más hacen por Cristo son llamados con frecuencia a sufrir más por Él. Es como decirle a un soldado de ánimo atrevido y valiente que va a entrar en acción sin tardar mucho. No es con ánimo de desalentarle por lo que se le dice cuán grandes cosas ha de sufrir por el nombre de Jesús.
IV. Ananías cumple la misión que le ha encomendado el Señor, pues ya no tiene nada que objetar.
1. Lleva a Saulo el mensaje que se le ha comunicado (v. 17). (A) «Entró en la casa y le impuso las manos.» Saulo había venido para ponerles encima a los discípulos de Damasco unas manos llenas de violencia, pero ahora un discípulo le pone encima a él unas manos llenas de gracia y curación. (B) Le llama hermano. Su disposición a reconocerle como hermano insinuaba que Dios estaba presto a tenerle por hijo. Con la imposición de manos, Ananías se identificaba con el que horas antes venía como su perseguidor. (C) Le declara la comisión que el Señor le ha encomendado (v. 17b): «El Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado». La mano que hiere, cura también. «Su luz te dejó ciego—viene a decirle, pero Él me ha enviado para que recobres la vista». No hay que aplicar corrosivos, sino lenitivos. (D) Le asegura que no sólo recobrará la vista, sino que también será lleno del Espíritu Santo.
2. Ananías vio el buen resultado de su misión. (A) En el favor que Cristo dispensó a Saulo. Con las palabras de Ananías, salió de su confinamiento al recobrar la vista (v. 18): «Y al momento cayeron de sus ojos como escamas». La curación fue súbita, para mostrar que era milagrosa, significando además que salía de la ceguera espiritual de su condición farisaica, abiertos los ojos por la gracia, y de la oscuridad de sus temores actuales. Cayeron de sus ojos las nubes y brilló en su alma el Sol de justicia, y trajo curación en sus alas. (B) En la sumisión de Saulo a Cristo (v. 18b): «se levantó y fue bautizado», con lo que se sometió visiblemente al gobierno de Cristo, poniéndose enteramente en manos de la gracia de Dios. Saulo es ahora un discípulo de Jesús de Nazaret; no sólo cesa de oponerse a Él, sino que se dedica enteramente a su servicio.
V. La buena obra que ha sido comenzada en Saulo avanza de manera admirable.
1. Recibe fuerza corporal (v. 19). Había ayunado por tres días, lo que le había debilitado notablemente; pero, habiendo tomado alimento, recobró fuerzas. El Señor es para el cuerpo y, por tanto, hay que cuidarlo debidamente a fin de que sirva al alma lo mejor posible en el servicio de Dios.
2. Se asocia con los discípulos que había en Damasco. Antes de llegar allá, respiraba amenazas y muerte contra ellos, pero ahora respira amor y afecto hacia ellos. Los que toman a Dios por Padre, toman a sus hijos por hermanos. Así hacía pública profesión de su fe cristiana y se declaraba abiertamente discípulo de Cristo.
3. «Y enseguida se puso a predicar a Cristo en las sinagogas» (v. 20). Estaba tan lleno de Cristo que el Espíritu le constreñía a predicarlo a otros. Y lo predicaba en las sinagogas de los judíos. Allí es donde predicaban contra Cristo y castigaban a los discípulos de Cristo. Allí es donde ahora Saulo confronta a los enemigos de Jesús de Nazaret, en el lugar donde más se le odiaba, se le atacaba y se le perseguía. Desde el momento en que Saulo comenzó a ser predicador del Evangelio, ya no quiso predicar otra cosa, sino a Cristo, y éste crucificado (y resucitado), «diciendo que éste era el Hijo de Dios» (v. 20b), titulo mesiánico, como se ve por la sinonimia con el «Cristo» (el Mesías) del versículo 22.
4. Vemos también el efecto que su predicación hacía en quienes le oían (v. 21): «estaban atónitos y decían: ¿No es éste el que perseguía (lit. destruía) en Jerusalén a los que invocaban este nombre? ¿No había venido acá a eso, para arrestarlos y llevarlos presos ante los principales sacerdotes? ¿Quién podía pensar entonces que había de predicar jamás a Cristo como lo hace?» Este milagro llevado a cabo en la mente de este hombre superaba con mucho a todos los milagros en los cuerpos humanos; y darle a este hombre un corazón nuevo de tal clase era mucho más que darles a los hombres el hablar en otras lenguas.
5. Conforme se familiarizaba más y más con el Evangelio de Cristo, Saulo (v. 22) mucho más se llenaba de poder y confundía a los judíos que moraban en Damasco; se volvía más valiente y resuelto en la defensa del Evangelio, sin temor a las sospechas de muchos cristianos que tardarían en convencerse de que era un convertido sincero, ni a las amenazas de los judíos inconversos que le tenían por un renegado, más furiosos todavía por cuanto Saulo era un polemista de primer orden. Se ve que muchos fueron convertidos por la predicación de Saulo, pues en el versículo 25 se nos habla de «sus discípulos» (lit.), lo que demuestra, como dice Trenchard, «que algunos le consideraban ya como su padre espiritual».
Versículos 23–31
Con la frase «pasados bastantes días», Lucas pasa por alto, en realidad, los tres años que Saulo pasó en el desierto de Arabia (comp. con Gá. 1:17, 18). Antes de dedicarse de lleno a la predicación a los gentiles, y antes de subir a Jerusalén, se marchó al desierto de Arabia, para dedicarse al estudio, a la meditación y a la oración. Con eso nos enseñaba a todos que, por muy «llenos del Espíritu Santo» que nos sintamos, hemos de pasar un tiempo razonable (mejor más que menos) dedicados al estudio y a la oración; de lo contrario, nuestro ministerio se resentirá siempre de falta de preparación interior.
I. Vemos ahora que, vuelto de Arabia a Damasco, a duras penas escapó allí de la muerte, pues «los judíos resolvieron en consejo matarle» (v. 23b). A tal propósito (v. 24b), «guardaban las puertas de día y de noche». Así comenzaba el Señor a mostrarle lo que le había predicho (v. 16). Tan pronto como se convierte, tenemos a Saulo predicando; y tan pronto como se pone a predicar, comienza a sufrir. Cuando Dios otorga grandes gracias, las suele ejercitar con grandes tribulaciones. Pero el designio de los judíos (v. 24) llegó a conocimiento de Saulo; y (v. 25) «le tomaron sus discípulos de noche y lo descolgaron en un canasto por una abertura hecha en la muralla» (NVI), como él mismo lo refiere en 2 Corintios 11:33.
II. También encontró dificultades en Jerusalén cuando se dirigió allá (v. 26). Es claro que se trata del viaje que refiere en Gálatas 1:16 y ss. En este viaje a Jerusalén, vemos:
1. El miedo que le tenían los amigos (v. 26): «trataba de juntarse con los discípulos, pero todos le tenían miedo, no creyendo que fuese discípulo». Él no disimulaba jamás su nueva condición, pero su antagonismo anterior había sido tan extremoso que a los cristianos de Jerusalén les costaba mucho hacerse a la idea de que era un convertido sincero. Es cierto que necesitamos la prudencia de la serpiente para huir de la excesiva credulidad, pero también necesitamos el candor de la paloma para no incurrir en el otro extremo de los celos y la falta de amor. Y, si hemos de caer en uno de los dos lados, es preferible que caigamos por el lado del amor. Se nos dice a continuación (v. 27) que Bernabé le condujo ante los apóstoles, aunque Lucas aquí generaliza, sin duda, pues por el citado lugar de Gálatas sabemos que sólo se entrevistó con Pedro, ya que el Santiago allí mencionado no era uno de los Doce, sino el hermano del Señor. Vemos aquí los buenos servicios que, desde el principio, le prestó Bernabé a Pablo.
2. La rabia que le tenían los enemigos. Al verle (v. 28) en comunión plena con los discípulos de Cristo en Jerusalén, y el denuedo con que hablaba en el nombre del Señor (v. 29), los helenistas intentaban matarle, pues les resultaba demasiado fuerte en las disputas que tenía con ellos, especialmente cuando había estado entre ellos anteriormente como el gran campeón de la causa judaica contra el cristianismo. Pero también esta conspiración fue conocida de los hermanos (v. 30), los cuales le llevaron hasta Cesarea y le enviaron a Tarso, su ciudad natal. El que huyó de Jerusalén tenía oportunidades de servir a Dios en Tarso, aunque es probable que allí, como dice Trenchard, «fuese echado de casa y desheredado», a lo cual parece aludir en Filipenses 3:8. Pero también de Jerusalén salió por indicación divina, según él mismo dice en 22:17, 18.
III. Las iglesias gozaban de notable libertad y paz (v. 31): «La Iglesia (lectura más probable), pues (lit.), gozaba de paz.» ¿Pues? Esto insinúa que, ahora que Saulo se había convertido, no tenían quien les molestase. Tras la tempestad viene la calma. Era un respiro que se les concedía a fin de que se preparasen para el próximo encuentro, e hicieron buen uso de esta pausa. La Iglesia era edificada, es decir, crecía sobre la base buena de la fe y caminaba en el temor del Señor, y aumentaba en número gracias a la ayuda del Espíritu Santo (NVI). Tenían el recurso de la ayuda y del consuelo del Paráclito, precisamente porque caminaban por el camino recto, y Dios les bendecía y hacía que aumentase considerablemente el número de los discípulos de Cristo, así mostraba que la Iglesia puede crecer lo mismo con el consuelo de la paz que bajo la aflicción de la persecución.
Versículos 32–35
1. La visita que Pedro giró a las iglesias recién plantadas (v. 32): «Recorría todos aquellos lugares». Como apóstol que era, no residía de fijo en ninguna iglesia como pastor. Como el Maestro, estaba siempre de un lado para otro, y pasaba haciendo el bien; con todo, su «cuartel general» estaba en Jerusalén, pues allí le veremos encarcelado (12:4). «Vino también a los santos que habitaban en Lida». Los cristianos son los santos de Dios en la tierra; todo sincero profesante de la fe de Cristo lo es, aunque esté expuesto a tentaciones y peligros y no esté libre de caer en pecado.
2. «Y halló allí (en Lida) a un hombre que se llamaba Eneas» (v. 33). Su caso era deplorable, pues era paralítico; su parálisis era grave, ya que estaba en cama; la enfermedad, inveterada, pues de esto hacía ocho años que continuaba así. Es de suponer que ni él ni los suyos esperaban que se aliviase. Cristo escogía pacientes de esta clase, cuya curación no puede esperarse por causas naturales. Su curación fue admirable (v. 34), pues le dijo Pedro: Eneas, Jesucristo te sana. Pedro recalca que es obra, no suya, sino de Cristo; y le asegura una curación súbita, como lo indica el tiempo presente del verbo. Y para asegurarle de que había quedado completamente curado, no sólo aliviado de la enfermedad, añade:
«levántate y haz tu cama». Por el hecho de que Dios nos cure, no vamos a quedar ociosos, sino que hemos de hacer uso precisamente del poder que se nos ha concedido. Ya no es «lecho del dolor», sino «cama de descanso». Con la palabra de Pedro, salió el poder curativo, de forma que «enseguida se levantó».
3. El impacto que esta curación causó en muchos (v. 35): «Y le vieron todos los que habitaban en Lida y en Sarón. Todos los que le conocían encamado, le veían ahora sano y trabajando. Un milagro tan grande, sin descartar la predicación de Pedro, les produjo tal impresión que se convirtieron al Señor. Dice J. Leal: «La frase deja entender que se convirtieron muchos, aunque no debe entenderse de todos». En efecto, el pronombre «todos» afecta a los que le vieron; no necesariamente, a los que se convirtieron.
Versículos 36–43
I. Tenemos aquí otro milagro obrado por Pedro, y todavía mayor que el anterior, pues no se trata de una curación, sino de una resurrección en la persona de una buena discípula (v. 36), habitante en Jope (hoy Jafa, un poco al sur de Tel Aviv), a unos 16 km de Lida. Se llamaba en hebreo Tabithá, que quiere decir «gacela». Lucas, al escribir en griego, lo traduce al griego «Dorcás» (no Dorcas). Era eminente por su generosidad, y mostraba su fe por medio de sus buenas obras en las que abundaba (v. 39b), además de las limosnas que hacía. Empleaba, pues, su tiempo y su dinero del mejor modo posible. Quienes no poseen bienes de fortuna, pueden, con todo, hacer el bien con el trabajo de sus manos o la andadura de sus pies. Parece haber cierto énfasis en ese «hacía», como si no se limitase a dar limosna, sino que perseveraba en hacerla con toda su fuerza. Buen retrato de un buen discípulo de Cristo. Pero, en medio de su vida provechosa en abundancia, fue removida (v. 37): «en aquellos días enfermó y murió». Sus amigas lavaron el cadáver, según costumbre, y la pusieron, ya amortajada, en la estancia de la parte alta de la casa.
II. La petición que los discípulos de Lida hicieron a Pedro, por medio de dos hombres que le enviaron a Jope (v. 28): «No tardes en venir a nosotros», que equivale a: «Date prisa, que es cosa urgente». Sin duda se habían enterado, no sólo de que Pedro estaba allí, sino también de la curación que había efectuado por el poder del Señor. La hermana Dorcás estaba muerta y era demasiado tarde para llamar a un médico, pero no era demasiado tarde para llamar a Pedro.
III. La respuesta de Pedro a esta petición (v. 39): «Levantándose entonces Pedro, fue con ellos». Los fieles ministros de Dios no han de codiciar reverencias, cuando el gran apóstol Pedro se hizo siervo de todos. Halló el cadáver en el aposento en que lo habían colocado, y allí le rodearon todas las viudas, las cuales estaban llorando la pérdida de tan singular bienhechora. No necesitan llorar por ella, pues descansa de sus trabajos y sus obras siguen con ella (Ap. 14:13), pero sí lloran por ellas y por sus hijos, que pronto echarán en falta a una mujer tan buena. Lloraban delante de Pedro a fin de que tuviese compasión de ellas y les restaurase la que de ellas se compadecía. Mientras lloraban, le mostraban las túnicas y los vestidos que Dorcás hacía cuando estaba con ellas (v. 39b). ¡Qué bien cumplía Dorcás lo de cubrir al desnudo (Is. 58:7; Mt. 25:36), sin pensar que era bastante con decir: «Id en paz, calentaos» (Stg. 2:16)! Le mostraban a Pedro dichos vestidos en señal de gratitud hacia la difunta. Horrible es la ingratitud de quienes han recibido favores y hasta se avergüenzan de reconocerlo. Los que reciben limosna no están obligados a ocultarlo como lo están los que la dan. Estos vestidos mostraban que Dorcás era, no sólo generosa, sino también laboriosa.
IV. La forma en que fue devuelta a la vida: 1. En privado: «Pedro hizo salir a todos fuera de la habitación» (v. 40. NVI). Pedro declinó así todo lo que pareciese vanagloria y ostentación. Ellas vinieron a ver, pero él no vino a ser visto. 2. Previa oración: «se puso de rodillas y oró». Al curar a Eneas, se implica que oró en silencio, pero en esta obra de mayor envergadura se dirigió a Dios por medio de una oración solemne, con la sumisión de siervo, por lo que se hincó de rodillas para orar. 3. Mediante dos palabras, dichas (implícitamente) en el nombre de su Maestro: «Tabitá, levántate». La semejanza con el caso de la hija de Jairo es tan grande, que Pedro no podría menos de recordar el milagro del Maestro, especialmente por la casi identidad de las palabras de Jesús, conservadas únicamente en Marcos 5:41 (sin duda, al dictado del propio Pedro, que se hallaba presente): «Talithá, cumi», y las que Pedro le diría a Dorcás, hebrea como lo muestra su nombre: «Tabithá, cumi». ¡Una sola letra de diferencia, como observa el Prof. F. F. Bruce! Con las palabras de Pedro, salió el poder de Dios, de forma que «ella abrió los ojos, que ya tenía cerrados por la muerte y, al ver a Pedro, se incorporó». Y él, dándole la mano, la levantó (v. 41), como si le diese la bienvenida a la nueva vida con la diestra de un compañerismo entre los vivientes, de los que ella había quedado separada. 4. Finalmente (v. 41b), «llamando a los santos y a las viudas, la presentó viva».
V. El buen efecto de este milagro. 1. Muchos quedaron convencidos de la verdad del Evangelio y creyeron en el Señor (v. 42), pues el caso fue notorio en toda Jope, y aunque muchos no se darían por enterados, otros muchos fueron convertidos por la verdad, pues el objetivo de los milagros es confirmar la revelación divina. 2. Pedro, por su parte, se quedó bastantes días en Jope (v. 43). Al haber hallado abierta la puerta de la oportunidad allí, se quedó muchos días hasta que fue enviado por Dios a otro lugar que luego veremos. Acerca de su hospedaje «en casa de un cierto Simón, curtidor», dice Trenchard: «Desde Harnack en adelante, los escriturarios han señalado el significado de 9:43, que revela que el judío ortodoxo que era Pedro se digna posar en la casa de Simón curtidor, toda vez que el oficio de curtidor se consideraba inmundo para los judíos estrictos, a causa de la necesidad de manejar los cuerpos muertos de animales. Pedro no pone objeciones en este caso, lo que nos hace suponer que los horizontes de su mente van ensanchándose como preparación para recibir la gran verdad: lo que Dios había limpiado, él no había de llamarlo inmundo».
En este capítulo, el relato de Hechos cobra un nuevo giro: se abre a los gentiles la primera puerta de la fe cristiana, y es el apóstol Pedro el encargado por Dios de abrirla, como la había abierto a los judíos el día de Pentecostés. Cornelio, un centurión romano, es el primero en ser admitido, junto con su familia y sus amigos. I. Por medio de una visión, Cornelio es instruido para que envíe a llamar a Pedro (vv. 1–8).
II. Por medio de otra visión, Pedro es dirigido a ir a casa de Cornelio, a pesar de ser éste un pagano (vv. 9–23). III. La feliz entrevista que tuvo Pedro con Cornelio en Cesarea (vv. 24–33). IV. El mensaje que predicó Pedro en casa de Cornelio (vv. 34–43). V. El bautismo de Cornelio y de sus amigos, primero con el Espíritu Santo, y después con agua (vv. 44–48).
Versículos 1–8
Observemos con todo interés todas las circunstancias del comienzo de esta gran obra que forma parte del misterio de la piedad: Cristo, predicado a los gentiles y creído en el mundo (1 Ti. 3:16). Hasta ahora, ni la predicación del Evangelio había sido dirigida a los paganos, ni había sido bautizado ninguno de ellos. Cornelio fue el primero.
I. De este Cornelio se nos dice que era un hombre grande y bueno, dos cualidades que raras veces se hallan en una misma persona; pero donde se encuentran, se abrillantan mutuamente; la bondad confiere a la grandeza su verdadero valor; la grandeza confiere a la bondad las mayores oportunidades de ser útil para los demás.
1. Era Cornelio (v. 1) centurión, es decir, jefe de un centenar de soldados, de una compañía, llamada la Italiana porque, por lo menos cuando se constituyó, estaba formada por voluntarios italianos. Como observa Trenchard, «todos los centuriones que se mencionan en el Nuevo Testamento son personas dignas y varios de ellos dan muestras de discernimiento espiritual» (comp. con Mt. 8:5–13). Es curioso que el primer convertido de la gentilidad al Evangelio (ya estaba convertido a Dios) fuese un soldado, con lo que los militares han de animarse a ver que su oficio es compatible con la piedad, mientras que para los judíos no pudo menos de ser una mortificación el que, además de ser anunciado el Reino a los gentiles, precisamente el primero en ser recibido en él fuese un miembro del ejército romano.
2. Sus cualidades espirituales se describen en detalle (v. 2): «Era piadoso y temeroso de Dios», frase que designa a los que, sin ser prosélitos de pleno derecho, por no estar circuncidados, adoraban al Dios verdadero, guardaban muchos preceptos y costumbres de los judíos, iban a Jerusalén, etc. Su ejemplo era contagioso, de modo que no sólo él temía a Dios, sino toda su casa: toda su familia, que incluía a los sirvientes. Era caritativo, pues hacía muchas limosnas al pueblo, esto es, a los israelitas pobres. También era hombre de oración: «Oraba a Dios continuamente», es decir, observaba fielmente las horas de oración propias de los judíos. Siempre que el temor de Dios reina en el corazón, de allí brotan espontáneamente obras de caridad y de piedad.
II. La orden que recibió del cielo para que enviase a llamar a Pedro.
1. Cómo y de qué manera se le comunicó esta orden. Tuvo una visión en la que un ángel le habló. Fue como a la hora novena del día, es decir, hacia las tres de la tarde, la hora del sacrificio vespertino. Como él mismo dice (v. 30), se hallaba orando en su casa, mientras en el templo de Jerusalén se ofrecía el sacrificio. Vio claramente al ángel de Dios que entraba donde él estaba (v. 3). El ángel le llamó por su nombre, para darle a entender que Dios tomaba especial buena nota de él. Como en todas las apariciones sobrenaturales, Cornelio (v. 4) se le quedó mirando fijamente, lleno de miedo (NVI) y dijo: ¿Qué es, Señor? (lit.). Como si diciendo: «¿Qué ocurre, para que tenga yo esta visión?» La expresión demuestra su deseo de conocer la voluntad de Dios y su disposición a cumplirla.
2. Cuál fue el mensaje del ángel:
(A) Le asegura que es acepto a Dios (v. 4b): «Tus oraciones y tus limosnas han subido como un memorial (como un recordatorio) delante de Dios», como subía el incienso desde el altar de los perfumes del templo. Oraciones y limosnas han de ir de la mano. Dando limosnas de lo que tenemos, todo nos es limpio (Lc. 11:41). Y hemos de acompañar con oraciones las limosnas, a fin de que Dios las acepte favorablemente. Así es como, con toda sinceridad, oraba y daba limosnas Cornelio; por eso, subieron al Cielo como un recordatorio a Dios.
(B) Le ordena que envíe a llamar a Pedro (vv. 5, 6): «Envía … y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro, etc.». Aquí tenemos dos cosas en extremo sorprendentes: (a) Cornelio teme a Dios, hace muchas limosnas y ora a Dios continuamente y, sin embargo, se le ordena abrazar la religión cristiana. ¿Por qué? Porque el que había creído ya la promesa del Mesías, tiene que creer ahora el cumplimiento de tal promesa. Ni las limosnas ni las oraciones pueden subir como un memorial a Dios, si no estamos dispuestos a creer en Jesucristo; (b) Cornelio tiene ante sí un ángel de Dios que le está hablando y, sin embargo, no ha de recibir del ángel el Evangelio de Jesucristo, sino de labios de un hombre. ¡Qué honor el del apóstol, al predicar lo que al ángel no se le permite hacer, y todavía es mayor honor el que Dios envíe un ángel para ordenar a Cornelio que envíe a llamar a Pedro! Juntar a un fiel ministro de Dios y a una persona deseosa de oír el Evangelio es realmente obra digna de un ángel.
III. La obediencia inmediata de Cornelio a esta orden (vv. 7, 8). «Tan pronto como se fue el ángel … Cornelio … envió a Jope». Se dio prisa, sin demora alguna, a cumplir la orden. En todo asunto donde se juega el provecho de nuestra alma, es conveniente no perder tiempo. Cornelio (v. 7) llamó a dos de sus criados y a un devoto soldado de los que le servían constantemente. Un centurión devoto tenía también soldados devotos. La devoción puede entrar muy hondo en los soldados, quienes están siempre expuestos a mayores peligros, pero entra todavía mejor cuando ha penetrado también en los jefes y oficiales. «A éstos (v. 8) envió a Jope, después de haberles contado todo». No sólo les dice el lugar en que han de hallar a Pedro, sino también el motivo por el que les envía, a fin de que le den prisa a Pedro.
Versículos 9–18
Cornelio ha recibido del cielo orden de llamar a Pedro, pero ¿vendrá Pedro a casa de Cornelio, siendo éste un pagano incircunciso? Es un difícil caso de conciencia para el apóstol, quien todavía no había echado de sí la estrecha y fanática noción judía de que la salvación era privilegio exclusivo del pueblo elegido, Israel. Para vencer esta dificultad, tenemos ahora otra visión, esta vez para Pedro, a fin de prepararle para recibir el comunicado que le enviaba Cornelio. Cristo había ordenado a sus discípulos predicar el Evangelio a toda criatura, hacer discípulos de todas las naciones, pero ni aun Pedro pudo entender esto hasta que le fue revelado en una visión.
I. Las circunstancias de esta visión.
1. La tuvo mientras los hombres enviados por Cornelio se acercaban (v. 9) a la ciudad. Pedro no sabía nada de este viaje, y los que venían de parte de Cornelio no sabían nada de la oración ni de la visión de Pedro, pero el que los conocía a todos preparaba las cosas para la entrevista. Así es como Dios pone en la mente de sus ministros cosas en las que no habían pensado, y las pone justamente en el momento en que tienen la oportunidad de hacer uso de ellas.
2. La tuvo cuando había subido a la azotea para orar, cerca de la hora sexta (v. 9b), es decir, al mediodía. Así que oraba, no sólo por la mañana y por la tarde, a las horas respectivas de los sacrificios (matutino y vespertino), sino también al mediodía (comp. con Dn. 6:10, 13). Nos parece demasiado largo el tiempo que pasa entre el desayuno y la cena si no comemos algo al mediodía; sin embargo, ¿quién piensa que es demasiado largo para pasar sin oración? Pedro tuvo la visión después de orar. La elevación del corazón a Dios en oración es una excelente preparación para recibir las instrucciones de la gracia.
3. La tuvo (v. 10) cuando sintió hambre y quiso comer. El hambre era como el contexto apropiado donde Dios quería insertar la visión de los animales, como el hambre de Jesús en el desierto le sirvió a Satanás de contexto para tentarle a convertir las piedras en pan.
II. La visión misma (v. 10b): «Mientras le preparaban algo, le sobrevino un éxtasis». Perdió la perspectiva de las cosas terrenales y su mente quedó en disposición de recibir instrucciones celestiales. Cuanto más nos alejamos del mundo, tanto más nos acercamos al cielo.
1. Vio el cielo abierto (v. 11), para darle a entender que la orden de ir a Cornelio procedía del cielo, y
que descendía algo semejante a un gran lienzo que, atado de las cuatro puntas, era bajado a la tierra».
En el lienzo (v. 12) había de todos los cuadrúpedos terrestres, reptiles y aves del cielo, sin discriminación, especialmente de los que eran inmundos según la ley judía, como se ve por el contexto. Nótese que en el lienzo no había peces, porque de ellos no había ninguna clase particularmente inmunda. Todos estos animales simbolizaban las distintas clases de personas humanas, especialmente del mundo de la gentilidad, los paganos, ajenos hasta entonces a las promesas del pacto de Dios.
2. Y le vino una voz (del cielo), que le dijo: Levántate, Pedro, mata y come» (v. 13). La orden no podía ser más sorprendente para un judío observante como Pedro, puesto que era, como dice Trenchard,
«cosa que repugnaba al judío ortodoxo, no sólo porque se trataba de una mezcla de animales limpios e inmundos, sino por la imposibilidad de sacrificarlos de la forma llamada kosher que no deja sangre alguna en la carne».
3. La respuesta de Pedro no se hace esperar (v. 14). Aunque el hambre es tan fuerte que puede pasar por un muro de piedra, las leyes divinas deberían ser para nosotros más fuertes que una muralla. Las tentaciones fuertes deben ser rechazadas fuertemente y sin dilación. Pero éste no era el caso, pues el Dios que dio la Ley, también podía derogarla. «Entonces Pedro dijo: Señor, de ningún modo; porque no he comido jamás ninguna cosa común o inmunda». Su conciencia le daba testimonio de que nunca había dado gusto a su apetito al comer alimento prohibido por la Ley.
4. Pero la voz vuelve a hablarle y le dice (v. 15): «Lo que Dios ha purificado, no lo llames tú común (es decir, inmundo)». Debemos estar agradecidos a este gran favor de Dios, no sólo porque así podemos comer carne antes prohibida, pero no dañosa para la salud, sino especialmente porque tenemos la conciencia libre de semejante yugo. «Esto (v. 16) se hizo tres veces; y aquel lienzo volvió a ser recogido en el cielo». Dios suele repetir sus instrucciones, a fin de que se nos graben mejor en la memoria. Recuérdese que Jesús, en discusión con los fariseos, ya había puesto de relieve que lo que entra en el cuerpo no tiene importancia, sino lo que sale del corazón, y es precisamente Marcos (al dictado, sin duda, de Pedro) quien, al referir dicho incidente, inserta la frase: «Al decir esto, Jesús declaraba puros todos los alimentos» (Mr. 7:19. NVI). Nótese que esto se escribió bastantes años después de la visión que Pedro tuvo en Jope.
III. La providencia que explicó a Pedro la visión (vv. 17, 18): «… estaba perplejo dentro de sí, pensando qué podría significar la visión». No dudaba de su realidad, sino de su significado. Cristo se revela a los suyos gradualmente y los deja perplejos por algún tiempo, a fin de que puedan rumiar las cosas y barajarlas en su mente antes de aclarárselas. No tardó Pedro en salir de su perplejidad, pues pronto llegaron a su puerta los hombres que habían sido enviados por Cornelio. Por el encargo que traían, estaba claro el significado de la visión. Dios sabe qué servicios nos esperan y cómo prepararnos para ellos; y sabremos mejor el significado de lo que nos ha enseñado cuando hallemos la ocasión que tenemos de hacer uso de tal enseñanza.
Versículos 19–33
Encuentro de Pedro con Cornelio. Aunque Pablo había de ser el apóstol de los gentiles, es a Pedro a quien se le encomienda romper el hielo y recoger los primeros frutos de los gentiles, a fin de que los judíos creyentes estuviesen mejor dispuestos a recibirlos en comunión eclesial al ser introducidos por el apóstol de la circuncisión.
1. El Espíritu le resuelve a Pedro el enigma (vv. 19, 20): «Mientras Pedro meditaba sobre la visión, le dijo el Espíritu: Mira, te buscan tres hombres» (v. 19). Los que deseen ser enseñados en las cosas de Dios han de meditar en esas cosas. La instrucción le vino ahora a Pedro, no por medio de un ángel, sino directamente del Espíritu de Dios, quien es también el que ha enviado a los hombres que buscan a Pedro (v. 20). El Espíritu ordena a Pedro (v. 20): «desciende y vete con ellos sin vacilar». Quienes investigan el sentido de la Palabra de Dios no deben estar siempre meditando, ni aun orando, sino que han de mirar con frecuencia en torno suyo. Pedro debe pasar a la acción sin vacilar. Cuando veamos claro el llamamiento de Dios para algún servicio o ministerio, no debemos quedar perplejos con dudas o escrúpulos, ni con temor al qué dirán los hombres.
2. Con obediencia perfecta y sin vacilación alguna, Pedro desciende adonde estaban los hombres (v. 21), se pone a disposición de ellos y pregunta: ¿cuál es la causa por la que habéis venido? Ellos (v. 22) le comunican fielmente el encargo que de Cornelio han recibido «de hacerte venir a su casa para escuchar las palabras que tú hables». Esas palabras, les dirá después Pedro (11:14) son tales que, por ellas, será salvo Cornelio y toda su familia. Con toda cortesía, y ya sin prejuicio alguno de raza, Pedro (v. 23), «haciéndoles entrar, los hospedó». Dice Trenchard: «Antes de entrar él como huésped en la casa de Cornelio, ya había quebrantado la “costumbre” por recibir a tres gentiles en la casa donde se hospedaba él».
3. Con ellos se marchó Pedro al día siguiente y con algunos de los hermanos de Jope (v. 23b), seis de ellos, según vemos en 11:12. Era éste uno de los modos con que los primitivos cristianos mostraban su respeto a los ministros de Dios, acompañándoles en sus viajes, y es una pena que personas que están capacitadas para hacer bien a otros en conversación, por el conocimiento que tienen de la Palabra de Dios, se empeñen en viajar solos cuando tienen la oportunidad de ir acompañados. Cornelio, por su parte, «los estaba esperando, habiendo convocado a sus parientes y amigos más íntimos» (v. 24). Tal huésped como Pedro era bien digno de tal espera, lo cual era, por otra parte, un estímulo para el propio apóstol; más aún, cuando eran bastantes los que le esperaban. Así como Pedro traía seis consigo para que participasen del don espiritual que, por su medio, se había de otorgar, así también Cornelio había convocado a sus familiares y amigos para recibir con ellos la instrucción que Pedro les iba a impartir. No hemos de tener envidia de que otros participen de nuestro alimento espiritual, pues éste no se disminuye, como el corporal, con el número de los que de él participan, sino que aumenta, como la luz con el número de los objetos iluminados.
4. Tenemos ya la primera entrevista de Pedro con Cornelio (v. 25). Con el más profundo respeto y teniéndole por un enviado de Dios, salió Cornelio a su encuentro y, postrándose a sus pies, adoró. Este verbo no significa aquí el culto que sólo a Dios es debido, sino, como dice Trenchard, «significa un acto de homenaje y de reverencia ante una persona reconocida como superior … Cornelio comprendió que la Palabra de Dios en la boca de Pedro se revestía de potencia infinitamente mayor que la de los decretos del César». Sin embargo, Pedro rehusó humildemente recibir tales muestras de respeto: «Levántate, pues yo mismo también soy hombre». (¡Cuán diferente es esta actitud de la de los llamados «sucesores de Pedro»!) Ni aun los ángeles admiten tales reverencias (v. Ap. 19:10; 22:8). Los fieles siervos de Cristo prefieren ser vilipendiados antes que ser deificados. ¡Que sepa Cornelio que Pedro es hombre como él, que el tesoro está en vasos de barro, para que así estime más el tesoro, atendiendo menos al vaso!
5. La información que Pedro y Cornelio intercambiaron, no sólo entre sí, sino también con quienes les acompañaban, de la mano de Dios que les había juntado (v. 27): «Y conversando con él, entró». Después de entrar, «halló a muchos que se habían reunido», lo cual añadía al acto que iba a seguirse, no sólo oportunidad para hacer el bien, sino también solemnidad.
(A) Pedro declara la instrucción que Dios le ha dado de venir y acercarse a estos gentiles (vv. 28, 29). Ellos mismos sabían que era cosa abominable para un judío juntarse o acercarse a un extranjero; así lo era, en realidad no por ley divina, sino por tradición humana. Pero Dios había destrozado esta tradición mostrándole a Pedro que no debe llamar común o inmundo a ningún hombre. Pedro, que había dicho a los de su raza (2:40): «Sed salvos de esta torcida generación» (lit.), ha aprendido ahora a juntarse con esta «derecha» generación de gentiles. Vuelve, pues, a expresar (v. 29) su completa disposición a servirles en lo que de él necesiten: «Por lo cual, al ser llamado, vine sin replicar. Así que pregunto: ¿Por qué causa me habéis hecho venir?»
(B) Cornelio declara las instrucciones que Dios le dio para que enviase a llamar a Pedro.
(a) Primero, refiere la aparición del ángel y la orden que le dio de mandar llamar a Pedro. Dice qué era lo que estaba haciendo cuando tuvo la visión (v. 30): «Hace cuatro días (esto es, aquel día era el cuarto, según el modo hebreo de computar el tiempo) que a esta hora yo estaba en ayunas; y a la hora novena, mientras oraba en mi casa (no en la sinagoga; y a la hora en que la mayoría de la gente viajaba, negociaba, trabajaba en el campo, visitaba a sus amigos, echaba la siesta o se entregaba al placer), vi que se puso delante de mí un varón con vestiduras resplandecientes». Repite (vv. 31, 32) el mensaje que le había sido comunicado (vv. 4–6); únicamente, tenemos, como variante de alguna importancia, la frase:
«tu oración ha sido escuchada» (v. 31). No se nos dice cuál era su oración, pero si el mensaje era respuesta a su oración, estaba orando que Dios le descubriese más ampliamente el camino de la salvación.
(b) Declara después la disposición en que, tanto él como sus amigos, estaban para recibir el mensaje que Dios había ordenado a Pedro para que se les transmitiera (v. 33): «Así que luego envié por ti; y tú has hecho bien en venir (típica expresión de respeto entre los pueblos orientales)». Siempre «hacen bien» los fieles ministros de Dios que acuden a la gente deseosa de recibir instrucción. Y añade: «Ahora, pues, todos nosotros estamos aquí en la presencia de Dios para oír todo lo que Dios te ha ordenado». Nótese eso de «todos» y «todo». El hombre entero debe estar presente, no sólo con el cuerpo, sino con el alma y el corazón. Pedro estaba allí dispuesto a predicar todo lo que Dios le había ordenado decir; y ellos estaban allí dispuestos a escuchar, no lo que les gustase, sino todo lo que Dios había ordenado a Pedro que predicase. No debía callarse nada, por muy desagradable que a los oyentes pudiese resultar o muy diferente de las nociones que de antaño pudiesen abrigar.
Versículos 34–43
Tenemos ahora el sermón de Pedro. Para dar a entender que lo que iba a decir era de la mayor importancia, urgencia y solemnidad, hallamos la conocida expresión (v. 34): «abriendo la boca». Era, en realidad, un sermón completamente nuevo:
1. Porque iba a predicar a gentiles. Les muestra que «Dios no hace acepción de personas (v. 34b), no tiene, en cuanto a la salvación, favoritismos de raza, sexo, clase social, etc., sino que (v. 35) en toda nación, el que le teme y practica lo que es justo le es acepto». Dios no salva, ni ha salvado jamás, a un judío malvado que, a pesar de todos sus privilegios del pacto, vive en la incredulidad y muere impenitente, mientras que no rechaza, ni ha rechazado jamás, a un gentil honesto que, como Cornelio, teme a Dios, obra justicia y vive conforme a la luz que tiene, sea cual sea la nación a que pertenezca, ya que Dios juzga a los hombres de acuerdo con el corazón, no conforme al país o al linaje de uno; dondequiera haya un hombre recto, hallará a un Dios justo. El que teme a Dios y obra justicia (las dos cosas han de ir de la mano) obtendrá de Dios, por la obra de Cristo, la gracia necesaria para salvarse, pues aquellas dos virtudes ya eran obra de la gracia, y Dios no puede abandonar la obra de sus propias manos. Esto siempre había sido verdad, pero ahora estaba más claro que antes; por eso dice Pedro (v. 34): «En verdad comprendo, etc.».
2. Porque los oyentes eran gentiles que residían en un lugar que se hallaba dentro de los confines del país de Israel, por lo que no podían menos de conocer (v. 37) lo que se había divulgado por toda Judea.
(A) Sabían, en general, lo que había ocurrido con Jesús de Nazaret (v. 38). Leemos con frecuencia en los evangelios que la fama de Cristo había llegado a todos los lugares de Canaán. Podían, pues, conocer el poder que Jesús había mostrado en sus milagros y en su predicación: la palabra … anunciando las Buenas Noticias de la paz por medio de Jesucristo (vv. 36, 38). Es Dios mismo quien proclama paz, en primer lugar a los hijos de Israel (v. 36).
(B) También conocían lo suficiente acerca del bautismo que predicó Juan (v. 37), como introducción al ministerio de Cristo. Sabían qué hombre tan extraordinario era Juan y con qué empeño y diligencia predicaba para preparar el camino del Señor. Sabían que Jesús había pasado haciendo el bien (v. 38), enviado por Dios como Salvador y Bienhechor de la nación. No estaba ocioso, sino que iba de una parte a otra, y en todas partes sanaba a todos los oprimidos por el diablo, pues había sido enviado a destruir el poder del diablo (He. 2:14). Sabían que los judíos le habían condenado a muerte y le habían matado colgándole de un madero (v. 39), precisamente al que había sido enviado y ungido por Dios, al que había pasado por todas partes haciendo el bien. Y para que no pensaran que les refería algo que él conocía sólo de oídas, Pedro les asegura que él mismo, y los demás apóstoles, eran testigos de todas las cosas que hizo en la tierra de Judea y en Jerusalén (v. 39).
(C) Por todo esto, podían conocer que tenía del cielo una comisión para predicar y actuar como lo hacía: «éste (Jesús) es Señor de todos» (v. 36b). Como al único Mediador entre Dios, y los hombres, Dios le había ungido con el Espíritu Santo (¡era el MESÍAS esperado! Comp. Is. 61:1) y con poder (v. 38), es decir, con la plenitud del poder del Espíritu Santo (comp. Is. 11:2). Y este poder se manifestaba en todo lo que decía (Jn. 3:31–34) y hacía, pues Dios estaba con Él (v. 38c). A quienes Dios unge, también les acompaña, pues está con ellos al haberles otorgado su Espíritu, su poder activo personal.
3. Como ellos no tenían una información completa acerca de este Jesús, Pedro les declara su resurrección de entre los muertos, y las pruebas que había de ella. Es probable que allí en Cesarea hubiesen oído algo de esta resurrección de Jesús, pronto silenciada por la vil mentira de los judíos de que los discípulos habían venido de noche y habían hurtado el cuerpo de Jesús (Mt. 28:13). (A) El poder por el que había sido resucitado era divino (v. 40): «Dios le resucitó». (B) Las pruebas de la resurrección eran evidentes, pues Dios le concedió hacerse visible (v. 40b), aunque (v. 41) no a todo el pueblo, puesto que, al haber resistido a todas las evidencias que él había presentado de su misión divina, habían perdido los derechos a ser favorecidos con el privilegio de ser testigos de su resurrección, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano. Estos testigos no habían tenido únicamente una rápida y pasajera visión del resucitado, sino que habían comido y bebido con él después que resucitó de los muertos.
4. Concluye, basado en todo esto, que lo que todos tenían que hacer era creer en este Jesús. Para esto había sido enviado a Cornelio: para decirle que, aun siendo un hombre temeroso de Dios, piadoso y caritativo, una cosa le faltaba: Creer en Jesús.
(A) Por qué había de creer en Él. La fe cristiana está edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (Ef. 2:20), está fundada sobre ellos, los apóstoles. Pedro habla como portavoz de los demás al decir (v. 42): «Y nos encargó (Dios) que predicásemos al pueblo y testificásemos solemnemente acerca de Cristo». Su testimonio es testimonio de Dios, y ellos son sus testigos ante el mundo. También (v. 43) dan testimonio de éste todos los profetas del Antiguo Testamento. De la boca de estas dos nubes de testigos (los apóstoles y los profetas), quedaba bien establecida la predicación del mensaje.
(B) Lo que todos deben creer concerniente a Cristo: (a) Que todos hemos de dar cuenta a Él como a nuestro Juez (v. 42b): «Que Él es el designado por Dios como Juez de vivos y muertos». Él tiene autoridad para prescribir las estipulaciones de la salvación, la pauta según la cual seremos juzgados. De esto nos dio seguridad Dios con haberle levantado de los muertos (17:31), por lo cual nos interesa grandemente a cada uno de nosotros tenerle por amigo. (b) «Que todo el que crea en Él, recibirá perdón de pecados por su nombre» (v. 43b). Ésta es nuestra mayor necesidad; sin eso, estamos perdidos para siempre en la condenación. Y el perdón de nuestros pecados pone el fundamento para todas las demás gracias y bendiciones. Una vez perdonado el pecado, todo va bien e irá eternamente bien.
Versículos 44–48
Resultado del sermón de Pedro: Todos ellos fueron convertidos al Señor.
1. Dios honró el mensaje de Pedro, al dar el Espíritu Santo a todos los oyentes (v. 44): «Mientras aún hablaba Pedro estas palabras, el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el mensaje», como lo había hecho sobre los reunidos en el Aposento Alto el día de Pentecostés; así lo dirá Pedro después (11:15). Por eso, no precedió imposición de manos ni signo exterior alguno a esta efusión del Espíritu Santo sobre los reunidos. Dios daba así su testimonio a favor del mensaje de Pedro y lo refrendaba con su poder divino. El Espíritu Santo caía sobre otros después que se habían bautizado, pero sobre estos gentiles cayó antes de que fuesen bautizados, a fin de mostrar que Dios no está atado a métodos ni ritos. ¿Cómo se notaba que había caído sobre ellos el Espíritu Santo? En que hablaban en lenguas (v. 46) y glorificaban a Dios, quizás encomiando a Cristo y los beneficios de la redención, de los que habían oído a Pedro predicar. Cualquiera sea el don que de Dios recibimos (en especial si está conectado con hablar), hemos de usarlo para glorificar a Dios con él. Vemos también la impresión que esto hizo en los judíos creyentes que acompañaban a Pedro (v. 45): «Y todos los creyentes que eran de la circuncisión y habían venido con Pedro, se quedaron atónitos de que el don del Espíritu Santo se hubiese derramado también sobre los gentiles». Si hubiesen entendido las Escrituras (por ej. Jl. 2:28, «sobre toda carne») del Antiguo Testamento, no se habrían visto tan sorprendidos.
2. Pedro reconoció la obra de Dios en ellos al hacerlos bautizar, ya que sobre ellos había sido derramado el Espíritu Santo. Aunque lo habían recibido, era necesario que se bautizasen, no para salvación, sino por obediencia al Señor, aunque Dios no está atado a las ordenanzas que Él mismo instituyó, nosotros sí lo estamos (v. 47): «Entonces dijo (lit. respondió; es decir, tomó la palabra) Pedro:
¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo también como nosotros?» La lógica de su argumento es perfecta: ¿Quién puede negar el signo a quienes han recibido la cosa significada? Debemos seguir las indicaciones de Dios y recibir en comunión con nosotros a quienes Dios ha recibido en comunión consigo. Sin la efusión del Espíritu, Pedro podría haber tenido cierta aprensión en mandar bautizar a aquellos gentiles. ¡Cuántas gracias hemos de dar por tener un Dios tan bueno, cuyo amor y comprensión superan en grado infinito a los de los mejores hombres! Como vemos por el v. 48 (así como por otros lugares como 19:5 y 1 Co. 1:14, 17, comp. con Jn. 4:2), los apóstoles no solían bautizar ellos mismos, sino que lo hacían otros ministros de Dios, que actuaban por orden de los apóstoles, mientras ellos se dedicaban asiduamente a la oración y al ministerio de la palabra (6:4).
3. El deseo de los bautizados de aprovecharse del ministerio de Pedro por algún tiempo (v. 48b):
«Entonces le rogaron que se quedase por algunos días». No querían que se marchase de inmediato, sino que se quedase entre ellos por algún tiempo para recibir de él ulterior instrucción acerca de las cosas de Dios y del Evangelio. Los que han llegado a conocer por fe a Cristo, no pueden menos de desear saber más y más de Él. Aunque habían recibido el Espíritu Santo, reconocían que necesitaban ser enseñados en la Palabra. Más aún, una de las señales claras de que habían recibido el Espíritu era este deseo de la leche espiritual (1 P. 2:2).
1. Pedro se justifica ante los judíos de Jerusalén por lo que había hecho en casa de Cornelio (vv. 1– 18). II. El gran éxito del Evangelio en Antioquía (vv. 19–21). III. El progreso de la fe en aquella ciudad, en la que los discípulos de Cristo fueron llamados por primera vez «cristianos» (vv. 22–26). IV. Predicción de un hambre cercana, con lo que los discípulos se sintieron estimulados a socorrer a los hermanos pobres de Judea (vv. 27–30).
Versículos 1–18
Veremos ahora cómo fue recibida en Jerusalén la noticia de lo que había ocurrido en casa de Cornelio.
1. Antes de que Pedro regresara a Jerusalén (v. 1), «oyeron los apóstoles y los hermanos que estaban en Judea, que también los gentiles habían recibido la palabra de Dios». Lo que debería haber causado la mayor alegría entre creyentes de la circuncisión, vino a ser materia de disputa y envidia. Así es como, muchas veces, los prejuicios de grupo o de denominación llegan a oscurecer la verdad divina y a ponerse en contra de las bendiciones obradas por Dios en otros medios y lugares. Para no confundir las cosas (nota del traductor), es preciso distinguir entre el grupo incipiente de judaizantes, que eran los que criticaban a Pedro, y el grupo mayor de creyentes judíos, incluidos los apóstoles y ancianos de la iglesia de Jerusalén, quienes no criticaban a Pedro, pero, como dice Trenchard, «quedaban perplejos frente al caso hasta oír la explicación de Pedro».
2. Quiénes disputaban con Pedro y sobre qué versaba la disputa (vv. 2, 3): «Y cuando Pedro subió a Jerusalén. disputaban con él los que eran de la circuncisión, diciendo. Has entrado en casa de hombres incircuncisos y has comido con ellos». Con esto, llegaban a pensar, quizá, que había manchado, y aun profanado del todo, su ministerio apostólico. Siempre ha causado gran daño a las iglesias el empeño de algunos en sentirse poseedores, «en exclusiva», como un monopolio, de la verdad, y tender así a excluir de la fraternidad cristiana a los que no piensan en todo como ellos. Aun los ministros de Dios no han de extrañarse de ser criticados, no por sus declarados enemigos, sino por los que profesan ser sus amigos. Pero, si nuestra obra ha recibido la aprobación de Dios, bien podemos regocijarnos, como Pedro, sea cual sea la reacción de los hermanos en la fe. Los más celosos en el amor y el servicio del Señor deben esperar ser censurados por quienes, bajo pretexto de ser precavidos, se tornan fríos e indiferentes. En el fondo, tal vez inconsciente, de esta reacción psicológica, se halla encubierto cierto sentimiento de «ser acusados de flojedad espiritual» por el celo de los mejores y más humildes miembros de la congregación.
3. Pedro da un informe completo, pero humilde, de todo el asunto, suficiente para justificar su conducta, así como para satisfacerles a ellos (v. 4): «Pedro comenzó a explicarles punto por punto todo lo sucedido» (NVI).
(A) Da por supuesto que si ellos hubiesen comprendido rectamente el asunto, no habrían contendido con él. Debemos ser moderados en nuestras censuras, porque si comprendiésemos bien lo que se nos expone, haríamos (con frecuencia) causa común con nuestros interlocutores, en lugar de oponernos a ellos.
(B) Está muy deseoso de que no le juzguen mal en esto. Se dispone a dar razón de la esperanza que hay en él (1 P. 3:15b) concerniente a los gentiles, y por qué ha cambiado de la opinión anterior, que era la misma que ellos sostienen todavía.
(a) Por medio de una visión, se le había dicho que cesase de observar las distinciones hechas por la ley ceremonial; refiere la visión (vv. 5, 6), como la conocemos de antes (10:9 y ss.). El lienzo que allí (10:11) se decía «bajado a la tierra», aquí se cambia por «venía hasta mí», pues ambas cosas eran ciertas. Los descubrimientos que Dios hace de sí mismo y de las cosas celestiales, los hemos de aplicar por fe a nosotros mismos. Añade también aquí (v. 6) que fijó en él los ojos y lo observó atentamente, como debemos hacer nosotros cuando Dios nos guía a considerar las cosas celestiales. Les refiere la repetida orden del cielo de que comiese de todo aquello (v. 7), así como la respuesta negativa que él dio (v. 8), con lo que les muestra que sentía la misma repugnancia que ellos tienen, pero Dios le dijo por segunda vez que no llamase común a lo que Dios había purificado (v. 9). Así que no tenían por qué reprocharle el haber cambiado de opinión cuando Dios había cambiado la cosa misma. De ello no había duda, pues (v. 10) «esto se hizo tres veces». Finalmente, para confirmar que se trataba de una visión celestial, las cosas que él vio no se desvanecieron en el aire, sino que volvió todo a ser llevado arriba al cielo.
(b) El Espíritu de Dios le había instruido directamente para que fuese con los hombres que había enviado Cornelio (v. 12). Especifica el lugar y la hora (v. 11) de aquella llegada. Y, para que no le quedase duda alguna, también Cornelio había tenido una visión correpondiente a la suya, de forma que la visión de Pedro quedaba confirmada por la de Cornelio, así como la de Cornelio quedaba confirmada por la suya propia (vv. 13, 14). De todo esto podían dar fe los seis hermanos que habían acompañado a Pedro en aquel viaje (v. 12b).
(c) Lo que ponía fuera de toda cuestión el asunto de la disputa era el descenso del Espíritu Santo sobre los oyentes en casa de Cornelio (v. 15). El hecho era innegable; los testigos, numerosos. Así declaraba Dios que era testigo del acto y que lo aprobaba plenamente. Con esto, recordó Pedro (v. 16) aquel dicho del Maestro, que los demás apóstoles habían oído también (1:5): «Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo». Se confirma así, una vez más, por palabras del propio Pedro, que lo sucedido en casa de Cornelio era como una extensión de lo sucedido en Jerusalén el dia de Pentecostés. Uniendo la referencia de 1:5 y 11:16 con Mateo 3:11, estaba claro que el Espíritu Santo era un don de Cristo, así como el cumplimiento de la promesa que les había dejado antes de ascender a los cielos. No había, pues, duda, de que el don procedía de Él. La conclusión que Pedro saca (v. 17) de todo esto no puede ser más correcta y atinada: «Si Dios, pues, les concedió también el mismo don que a nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poder impedir a Dios?» Como si dijese: «¿Cómo podía yo negarme a bautizar con agua y a impedir que fuesen añadidos a la Iglesia, a quienes Dios había bautizado con el Espíritu Santo?» No se puede poner, o dejar, fuera de comunión con la Iglesia a los que Dios ha tomado en comunión consigo. Un pequeño detalle—nota del traductor—en el que Pedro insiste es la referencia al «ángel» que estaba en pie en casa de Cornelio (v. 13), con lo que venía a decir: «¿Por qué no podía entrar yo adonde había entrado un ángel?»
4. Este humilde y detallado informe de Pedro satisfizo, por fin, a sus interlocutores. Hay quienes, una vez que han censurado a alguien, se aferran a ello por grande que sea la evidencia de que eran ellos los que estaban equivocados. No fue así en esta ocasión, sino que, «oídas estas cosas, callaron» (v. 18), es decir, no tuvieron nada más que objetar, y sólo abrieron la boca para glorificar a Dios por la bondad que había mostrado también hacia los pobres gentiles. Por eso, no es mero asombro, sino también gozo, lo que expresaron al decir: «¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!» Les había dado la gracia del arrepentimiento al darles el Espíritu Santo, quien da convicción y dolor del pecado, antes de dar la visión y el gozo de Cristo. Todo arrepentimiento sincero es para vida, pues los que se arrepienten, al morir al pecado, viven desde entonces para Dios; sólo entonces comienzan a vivir de veras y a vivir para siempre. Así que, dondequiera se propone Dios dar vida, da también arrepentimiento. Con esto mostraba Dios (comp. con 5:31) que el arrepentimiento y el perdón de pecados concedido a Israel, se concedían también a los gentiles.
Versículos 19–26
Vamos a ver ahora cómo se plantó y se regó la iglesia de Antioquía, la ciudad más importante de Siria, reconocida más tarde como la tercera en importancia de todo el Imperio Romano. Había sido fundada el año 300 antes de C. por Seleuco I, quien le dio ese nombre en memoria de su padre Antíoco.
I. Los primeros predicadores del Evangelio allí habían sido esparcidos desde Jerusalén por la persecución, la que ocurrió en el tiempo de la muerte de Esteban (v. 19): «Pasaron hasta … Antioquía», aunque sólo la proclamaban a los judíos. En todo caso, lo que había sido destinado a hacer daño a la Iglesia, resultó ser para su bien. Los enemigos los echaron de sí como a basura, pero Cristo los recibió para usarlos.
1. Los que habían sido esparcidos de la persecución, no fueron puestos en fuga de la obra. Los enemigos pensaban que les iban a impedir predicar el Evangelio, pero, en realidad, sólo les dieron prisa a que predicasen el Evangelio a judíos y gentiles. Perseguidos en una ciudad, huían a otra llevando consigo el tesoro de las Buenas Noticias de salvación en Jesucristo.
2. Se dedicaron a esta obra con renovado ardor. Después de predicar con éxito en Judea, Samaria y Galilea, pasaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía. Aunque cuanto más se alejaban, más se exponían, siguieron adelante. Su lema era «Plus Ultra», siempre más allá.
3. «No hablando a nadie la palabra, sino sólo a los judíos» que se habían dispersado por aquellas regiones. No entendían todavía que los gentiles eran coherederos de la gracia de la vida.
4. Se dedicaron especialmente a predicar a los judíos que residían en ciudades «griegas», hasta que (v. 20) «unos varones de Chipre y de Cirene, al llegar a Antioquía, hablaban también a los griegos, es decir (sin duda) a los gentiles; por eso, les anunciaban el evangelio del Señor Jesús». Dice Trenchard:
«Es significativo que no anuncian a Jesús como el Mesías, cosa propia de los judíos, sino que subrayan el hecho de que Jesús, que había llevado a cabo una obra en Palestina que le señalaba como el Enviado de Dios, era el Señor a quien tenían que someter sus vidas».
5. Tuvieron gran éxito en su predicación (v. 21), la cual estuvo acompañada del poder divino: «Y la mano del Señor estaba con ellos», para mostrar a otros cómo hallar en Jesús al Salvador. Los que así predicaban el Evangelio no eran apóstoles, sino creyentes ordinarios y, sin embargo, la mano del Señor hacía prodigios por medio de ellos. Así que «gran número creyó y se convirtió al Señor» (v. 21b). Quedaron convencidos de la verdad del Evangelio y se volvieron a Dios desde los ídolos (1 Ts. 1:9).
II. La buena obra comenzada en Antioquía fue llevada a la perfección mediante el ministerio de Bernabé y Saulo.
1. La iglesia de Jerusalén envió allá a Bernabé, al oír la noticia de estas cosas (v. 22). Es probable que Bernabé tuviese un carácter especialmente apropiado para esta obra, pues Dios da diferentes dones para distintos servicios. Al ver la gracia de Dios allí (v. 23), él se regocijó. También nosotros debemos regocijarnos de todo lo que es obrado por la gracia de Dios, aunque hayan sido otros los que plantaron la obra. Así que él «exhortó a todos a que con propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor», es decir, a que se adhiriesen a Cristo con todo fervor, de forma que en nada se apartasen de Él. Bernabé mostró así su excelente carácter, que Lucas describe concisamente, con su acostumbrada maestría (v. 24):
«Porque era varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe». No sólo era un hombre muy piadoso, sino también muy bondadoso, dos cualidades que no siempre van unidas en una misma persona; no era un piadoso áspero, sino apacible, lo cual ayuda mucho en la exposición de la verdad a otros. Así que, al tener tan buenas cualidades, su trabajo fue muy bendecido (v. 24b): «Y una gran multitud fue agregada al Señor».
2. «Después (v. 25) fue Bernabé a Tarso para buscar a Saulo; y hallándole, le trajo a Antioquía». Otro detalle por el que se descubre la extraordinaria gracia con que Dios había equipado a Bernabé: El que se había regocijado (v. 23) en el fruto de la obra llevada a cabo por anónimos siervos del Señor, reconoce ahora que el campo que se abre a sus ojos en Antioquía requiere la presencia de otro hombre mejor dotado que él para una obra de tal envergadura, y va a buscar a Saulo, a quien él mismo había recomendado ante los líderes de Jerusalén (9:27). Bernabé sabía, sin duda, que la luz de Pablo le eclipsaría a él (v. 14:12), pero no le importaba menguar y que Pablo creciera, con tal que ello redundase en provecho de la obra.
3. Se nos refiere a continuación:
(A) El servicio que ambos prestaron a la iglesia en Antioquía. Allí continuaron ambos enseñando durante todo un año (v. 26). Es un gran consuelo para los ministros de Dios tener la oportunidad de enseñar a mucha yente, y echar así la red donde hay un buen banco de peces. No sólo es necesaria la predicación del Evangelio a los inconversos, sino también (más aún) la enseñanza para edificación de los fieles, pues sólo una iglesia bien edificada puede ser eficazmente misionera, como se ve (cap. 13) en Antioquía. Digámoslo avergonzados—nota del traductor—, ¿no estribará aquí gran parte del éxito de los Testigos de Jehová?
(B) El honor que Dios otorgó a la iglesia en Antioquía (v. 26b): «Y a los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía». El nombre significa simplemente «partidarios o seguidores de Cristo» y, por los otros dos únicos lugares en que tal epíteto aparece (26:28; 1 P. 4:19), está claro, como recalcan J. Leal y E. Trenchard—nota del traductor, contra la opinión de M. Henry—, que fueron precisamente los de fuera de la iglesia quienes les pusieron tal mote. Pero ello fue providencia y muy útil, pues como dice M. Henry, tomaron su denominación, no del nombre de su persona, Jesús, sino de su oficio, Cristo, el Ungido o Mesías, estampando así sobre sus propios nombres la gran verdad de nuestro «Credo» de que Jesús es el Cristo. Sus enemigos lo tomaron como un insulto que echarles a la cara, pero ellos lo recibieron como un honor y un privilegio, por el que valía la pena vivir y morir (1 P. 4:19), al seguir precisamente las pisadas del Salvador (1 P. 2:21). Ninguna honra mayor que llevar un nombre por el que expresamos que pertenecemos a Cristo.
Versículos 27–30
1. La visita que ciertos profetas hicieron a Antioquía (v. 27), para mostrar así que el Cristo ascendido había dado a su Iglesia, no sólo apóstoles y evangelistas, sino también profetas (Ef. 4:11). Vinieron de Jerusalén, la que tan mala fama había adquirido de matar a los profetas. Una vez que Saulo y Bernabé habían enseñado y exhortado a la iglesia (vv. 23–26), ahora les eran enviados profetas para mostrarles las cosas que deben suceder después de éstas (Ap. 4:1).
2. En particular, la predicción de un hambre que había de venir en toda la tierra habitada (gr. oikoumenen, de donde se derivan los vocablos «ecumenismo», «ecuménico», etc.), es decir, en todo el Imperio Romano (v. 28), durante el reinado del emperador Claudio. La profecía fue dada por ministerio de un tal Ágabo, al que hallamos después (21:10, 11) al profetizar el encarcelamiento de Pablo en Jerusalén. Tanto Flavio Josefo como varios historiadores romanos hacen mención de esta hambre, aunque no fue sólo una, sino varias las hambres que ocurrieron durante el reinado de este emperador.
3. El buen uso que hicieron los discípulos (v. 29) de esta profecía; no se dedicaron a almacenar trigo y otro alimentos para sí mismos, sino que, como buenos cristianos, pensaron enseguida en aliviar la situación de otros hermanos más pobres.
(A) Lo que decidieron: «Enviar socorro a los hermanos que habitaban en Judea». Aunque debemos atender, en la medida de nuestras posibilidades, a las necesidades comunes, hemos de atender especialmente a las de nuestros hermanos en la fe. A ningún pobre hemos de descuidar, pero hemos de cuidar primeramente a los pobres del pueblo de Dios, y comenzar por los de nuestra congregación y extendiéndonos después a las demás, como hacen aquí los fieles de Antioquía con los de Judea, a quienes llaman hermanos. Grande sería el oprobio de los fieles de Antioquía si, por negligencia o falta de generosidad, perdiese la vida alguno de los hermanos pobres de la iglesia «madre», Tomaron, pues, una decisión muy prudente al hacer colecta de antemano, cada uno conforme a los bienes de que disponía, sin esperar a que ocurriese el hambre, pues podría ser demasiado tarde.
(B) Lo que hicieron (v. 30): «lo cual en efecto hicieron». Fueron diligentes en poner por obra lo que habían determinado. No se limitaron a deliberar, sino que se pusieron a actuar. Hay muchas resoluciones que se quedan en nada, en el papel, por falta del esfuerzo necesario para que se pongan por obra. Se recogió, pues, el socorro determinado, enviándolo a los ancianos por mano de Bernabé y de Saulo. No se rebajan los ministros de Dios por servir de emisarios de la iglesia en obras de caridad. Nuestro Dios es un Dios de orden y, por eso, la colecta es enviada a los ancianos, es decir, a los responsables de las iglesias de Judea, a fin de que ellos la distribuyeran conforme a la necesidad de los recipiendarios, así como se había contribuido a ella conforme a las posibilidades de los donantes.
I. Martirio de Santiago, el hermano de Juan, y encarcelamiento de Pedro, por orden de Herodes Agripa (vv. 1–4). II. Liberación milagrosa de Pedro en respuesta a las oraciones de la iglesia por él (vv. 6–19). III. El juicio de Dios contra Herodes cuando éste se hallaba en lo más alto de su orgullo (vv. 20– 23). IV. Mientras tanto, se nos da cuenta del regreso de Saulo y Bernabé a Antioquía (vv. 24, 25).
Versículos 1–4
Desde la conversión de Pablo, no hemos visto nada más de la actuación de los sacerdotes en cuanto a perseguir a los santos en Jerusalén. La tormenta estalla ahora desde un punto diferente: desde el poder civil. Herodes Agripa I, idumeo de origen como su abuelo Herodes el Grande, llevaba también sangre israelita en sus venas. Fue criado en Roma, con la familia imperial, y era gran amigo de los emperadores Calígula y Claudio, restituyéndole este último todos los territorios de su abuelo. Tres cosas se nos dicen de él en los cuatro primeros versículos de este capítulo:
1. Que «echó mano a algunos de la iglesia para maltratarles» (v. 1). Judío de religión (y de sangre, por su abuela Mariamne, descendiente de los macabeos), quiso congraciarse con los judíos al perseguir a los seguidores del nazareno. Comenzó su juego al maltratar a algunos de la iglesia, pero pronto se volvió contra los principales líderes.
2. «Mató a espada, decapitándolo, a Jacobo, hermano de Juan» (v. 2), al que suele llamarse Santiago el Mayor. Era, pues, uno de los cuatro primeros discípulos de Cristo, y uno de los tres que le acompañaron en la Transfiguración, en la resurrección de la hija de Jairo y en el huerto de Getsemaní. A él, como a su hermano Juan, había prometido Jesús que habían de beber de la copa de la que Él había de beber (Mt. 20:23). Ahora se cumplía en él esa predicción. Fue el primer apóstol en recibir la corona del martirio, y mostró así a los demás lo que podían esperar. Es extraño que Lucas nos refiera tan brevemente el martirio de un apóstol, cuando tantos detalles nos dio del de un diácono; pero aun esta breve mención basta para hacernos saber que los primeros predicadores del Evangelio estaban tan seguros de la verdad que predicaban que la sellaron con su sangre.
3. Encarceló a Pedro. «Viendo que esto (el haber decapitado a un apóstol) agradaba a los judíos, procedió a prender también a Pedro» (v. 3). La sangre llama a la sangre y el camino de la persecución, como el de los demás pecados, es un camino de descenso; los que se hallan en él, se empeñan en continuar en él, con lo que la labor del diablo es cada vez más fácil en ellos. Por tanto, es señal de prudencia resistir a los comienzos del pecado. El hecho de que los judíos se complacieran en el asesinato de Jacobo los hacía cómplices del crimen. Los que se complacen en la obra de los perseguidores deben ser considerados también como perseguidores. Esto sucedía en los días de los panes sin levadura, es decir, en la Fiesta de la Pascua, cuando los judíos acudían desde todas las partes a Jerusalén para guardar la Fiesta y, por tanto, podían ejercitar tanto mejor su violencia contra los cristianos. No sólo prendió Herodes a Pedro, sino que lo puso a buen seguro en la cárcel, entregándolo a cuatro grupos de cuatro soldados cada uno (v. 4), a fin de que estuviese bien custodiado. Más aún (v. 4b), se proponía sacarle al pueblo después de la pascua, para que les sirviese de gran entretenimiento a tan grande multitud con el juicio y la ejecución, a la vista de todos, del más conspicuo de los apóstoles.
Versículos 5–19
Pero Herodes … proponía» matar a Pedro, y Dios «disponía» librarle, … arrebatándole de la mano de Herodes y de todo lo que el pueblo de los judíos esperaba» (v. 11b).
I. Esto sucedió en respuesta a la oración (v. 5): «Pedro estaba custodiado en la cárcel; pero la iglesia hacía ferviente oración a Dios por él», pues las armas de la Iglesia son las oraciones y las lágrimas. La demora del juicio de Pedro les dio tiempo para orar por él. Jacobo les había sido quitado violentamente, pero Pedro había de continuar con ellos y, por eso, se ponen a orar por él con fervor (o, mejor, con insistencia). La oración se extendía tanto como el peligro. La Iglesia siempre debe orar pero especialmente en tiempos de especial peligro.
II. Veamos ahora cuándo ocurrió su liberación. 1. Fue la noche misma anterior al día en que Herodes le iba a sacar para formarle proceso y ejecutarlo. Herodes espera matarlo pronto, pero Dios va a librarle, pues el tiempo de la notoria ayuda de Dios es cuando las cosas han llegado al último extremo. 2. Fue cuando Pedro estaba sujeto con dos cadenas, entre dos soldados (v. 6), es decir, según la costumbre romana, cada una de las dos cadenas estaba unida a la muñeca de cada uno de los dos soldados, mientras los otros dos soldados del grupo vigilaban la puerta de la celda desde fuera. Esto significa que se habían tomado todas las medidas necesarias para que ni el preso pudiese escapar ni hombre alguno pudiese intentar rescatarlo. Cuando los hombres se creen inexpugnables frente a Dios, Dios suele mostrarse inexpugnable contra ellos. 3. Fue cuando Pedro estaba durmiendo. He oído (nota del traductor) a un predicador acusar a Pedro de «dormilón» mientras la iglesia oraba; pero Pedro tenía buenas razones para dormir: (A) Tenía la conciencia tranquila, al saber que con su muerte había de glorificar a Dios (v. Jn.
21:19); (B) Cumplía lo que más tarde aconsejaría: «echando toda vuestra ansiedad sobre Él (Dios), porque Él tiene cuidado de vosotros» (1 P. 5:7). (C) El Maestro le había dicho que había de morir cuando fuese viejo (Jn. 21:18) y era todavía joven; sólo tendría unos cuarenta y tantos años (esto sucedía el año 42 o 43 de nuestra era).
III. Fue enviado un ángel del Señor para darle libertad.
1. «De repente apareció un ángel del Señor» (v. 7. NVI). Parecía que Pedro estaba abandonado de los hombres, pero no le olvidaba Dios. Las puertas y los cerrojos, los guardias y las cadenas le tenían alejado de sus amigos, pero no pudieron alejarle de los ángeles. Dondequiera se hallan los hijos de Dios, hay una vía abierta hacia el cielo, y nadie puede interrumpir la comunión con Dios.
2. «Y una luz resplandeció en la celda». Era un lugar oscuro y era de noche, pero Pedro podrá ver claro su camino al exterior.
3. El ángel le tocó a Pedro en el costado; no le dio un golpe fuerte, sino un suave toque, lo suficiente para despertarlo. Le dijo el ángel: «Levántate pronto». El ángel estaba poniendo su parte, pero Pedro tenía que poner también la suya.
4. «Y las cadenas se le cayeron de las manos». Dios le soltó las manos, sin que se diesen cuenta los soldados a los que estaba atado con aquellas cadenas.
5. El ángel le ordenó ceñirse la túnica, que, al acostarse, había dejado suelta, y calzarse las sandalias. Y así lo hizo (v. 8). Al verse despierto y suelto, Pedro no sabía qué hacer; por eso, el ángel le va dando instrucciones. A renglón seguido, el ángel le ordenó: «Envuélvete en tu manto y sígueme». Con tal guía y protección, Pedro pudo caminar alegre y confiado. Todo era tan extraordinario que Pedro dudaba si era real lo que estaba sucediendo o se trataba simplemente de una visión (v. 9).
6. Salió sano y salvo del peligro bajo la conducción del ángel (v. 10). Pasaron la primera guardia, la de los soldados que vigilaban junto a la puerta de la celda, y pasaron también la segunda, la de los que vigilaban la puerta que daba acceso al exterior, pero al llegar a la puerta de hierro que daba a la ciudad, no se necesitó que nadie la tocase ni siquiera con un dedo, puesto que se les abrió por sí misma (gr. automáte), automáticamente, sin ser manejada ni aun por control remoto. Si Dios decide librar a un hijo suyo de cualquier dificultad o aflicción, no hay obstáculos que puedan oponerse a su acción omnipotente. Esta liberación de Pedro es una ilustración de nuestra redención por medio de Cristo, la cual es representada con frecuencia como una suelta de presos, no sólo por la proclamación de libertad a los prisioneros, sino también por ponerles efectivamente en libertad.
7. Cuando ya estuvieron en la calle, «de repente el ángel se ausentó de él» (v. 10b). Pedro se hallaba ahora en una calle conocida, fuera del peligro de sus enemigos y de la vigilancia de sus guardias. Sabía también dónde hallar a sus amigos y no necesitaba guía. No hay que esperar milagros cuando basta con usar los medios ordinarios.
IV. Después de ver cómo se llevó a cabo su liberación, veremos ahora cómo se dio a conocer a los hermanos.
1. «Vuelto en sí (de muy diferente manera que el pródigo de Lc. 15:15), dijo Pedro: Ahora sé verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel, etc.» (v. 11). Tan extrañas y tantas eran las cosas que, en breve lapso de tiempo, le habían acontecido a Pedro recién despertado de su profundo sueño, que necesitó tiempo, no sólo para saber que era real su liberación, sino también cómo, por quién, por qué y de quiénes le había libertado Dios. ¡Cuántas cosas y qué grandes había llevado a cabo Dios a su favor, para librarle de la mano de Herodes y de todo lo que el pueblo de los judíos esperaba! Al principio, estaba tan alegre por la liberación que le costaba reflexionar con serenidad, pero ahora se daba perfecta cuenta de todo. Hay muchos que tienen la realidad de la gracia sin tener aún la evidencia de la gracia, pero cuando el gran Consolador se pone en acción, se percatan de seguro del bendito cambio que en ellos se ha operado.
2. Llegada de Pedro a donde estaban congregados los hermanos de la iglesia, quienes quedaron sorprendidos con su presencia.
(A) «Después de reflexionar por un momento sobre su situación (v. 12, NVI), etc.». Consideró la inminencia del tremendo peligro en que se había hallado, la milagrosa liberación que había tenido y reflexionó por un momento sobre lo que debía hacer ahora. La providencia de Dios deja también espacio para el uso de nuestra prudencia y, aunque lleva a perfección lo que ha comenzado, espera que reflexionemos antes de hacer lo que a nosotros toca.
(B) Fue directamente a casa de unos amigos: Era la casa de María, la madre de Juan, esto es, Juan Marcos y, por tanto, tía de Bernabé (v. Col. 4:10). Una iglesia en una casa convierte la casa en un pequeño santuario.
(C) En la casa (v. 12b), «muchos estaban reunidos orando». Vemos que (a) continuaban en su oración, a pesar de ser una hora muy avanzada de la noche. Mientras nos hallemos orando por un favor importante, debemos perseverar con toda importunidad. (b) Daban gran importancia a la oración conjunta, como el Señor había declarado (Mt. 18:19, 20). (c) Pedro llegó precisamente cuando todos estaban orando. Era como si Dios les dijese: «¿No habéis estado orando para que Pedro os fuese devuelto? Pues, ¡ahí lo tenéis!
(D) Pedro llamó a la puerta de la casa, pero tuvo que esperar algún tiempo antes de que le abrieran (vv. 13–16): (a) «Salió a escuchar una muchacha llamada Rode» (que significa «rosa»). Dice Trenchard:
«Sin duda, Rode actuaba de portera aquella noche, estacionada en el vestíbulo, cerca del postigo exterior, pues no sería conveniente que los hermanos que acudiesen a una reunión secreta tuviesen que llamar fuerte para ser oídos». (b) Ella conocía la voz de Pedro (v. 14), pero, en lugar de dejarle entrar de inmediato, de gozo no abrió la puerta, sino que corrió adentro a anunciar que Pedro estaba a la puerta. Así es como, a veces, un sentimiento exagerado nos desvía de lo que deberíamos hacer prontamente. (c) Cuando comunicó a los reunidos la noticia, ellos le dijeron: Estás loca (v. 15). Algunos exegetas (y algún predicador) han acusado a estos hermanos de poca fe en su oración, pues no creían que pudiese ser Pedro el que llamaba. Esta acusación no tiene ningún fundamento. Sabían que Dios había de actuar del modo más conveniente para Pedro y para la iglesia, pero se sorprendieron de que Dios le hubiese libertado precisamente de aquel modo tan extraño. La mención del «ángel de Pedro» (v. 15b) es una prueba más (v. también Gn. 48:16; Dn. 3:38; 6:22; 10:12–14; Mt. 18:10; He. 1:14) de que los creyentes individuales, no sólo las iglesias, tiene su ángel guardián.
(E) Finalmente, le dejaron entrar (v. 16). La puerta de hierro de la prisión se había abierto automáticamente, pero la puerta de la casa de María no se había de abrir milagrosamente, sino que Pedro tuvo que continuar llamando. Cuando le vieron, quedaron atónitos de sorpresa y de gozo.
(F) Pedro les refirió la forma en que le había librado Dios (v. 17). La señal con la mano para que callasen nos indica que las muestras de gozo de los hermanos fueron algún tanto ruidosas, lo cual era peligroso en aquella hora de la noche. No cabe duda de que darían fervorosas gracias a Dios por haber escuchado sus oraciones. Lo que se obtiene mediante la oración se ha de gastar en alabanzas.
(G) Después de su relato, Pedro les dijo (v. 17b): «Haced saber esto a Jacobo (el hermano del Señor y pastor principal de la iglesia en Jerusalén; comp. con 15:19) y a los hermanos», no sólo para que conociesen la noticia, sino también para que diesen gracias a Dios por tan milagrosa liberación del portavoz y más destacado miembro del Colegio Apostólico.
(H) Pedro no tenía ninguna otra cosa que hacer allí; así que, por su propia seguridad, se fue a otro lugar (v. 17c). Es muy probable, como hace notar Trenchard, que los demás apóstoles estuviesen también ya «en otros lugares», huyendo de la persecución de Herodes, «quedando sólo Santiago, quien no dejó de ser “persona grata” en Jerusalén por muchos años gracias a su vida austera y su fiel cumplimiento de las “costumbres de los padres”».
V. Después de la milagrosa liberación de Pedro, resulta triste ver el horrible castigo que Herodes impuso a los inocentes soldados que habían custodiado a Pedro y no tenían ninguna culpabilidad en su escape (vv. 18, 19). Los guardias quedaron confusos en extremo, como era de suponer, y Herodes, después de interrogar a los guardias, no se dejó persuadir de las excusas que le pudiesen exponer, sino que mandó ejecutarlos. Herodes no pudo hallar al preso por mucho que le buscó (v. 19), porque, ¿quién podrá hallar a quienes Dios esconde? Todos los creyentes tienen en Dios su escondedero. Desde Judea, Herodes descendió a Cesarea y se quedó allí. Podemos imaginamos su enojo, como el de un león al que se le ha arrebatado la más codiciada presa; tanto más cuanto que había suscitado la expectación del pueblo de los judíos (v. 11). Tan mortificado había quedado con este fracaso que no soportó quedarse por más tiempo en Judea, sino que se marchó a Cesarea.
Versículos 20–25
I. La muerte de Herodes. Dios le pedía ahora cuentas, no sólo de la muerte de Jacobo y de su malvado designio de hacer lo propio con Pedro, sino, sobre todo (v. 23), por haberse arrogado implícitamente la gloria que sólo a Dios se debe.
1. Un orgullo satánico fue el pecado que colmó la medida de sus pecados, pues Dios resiste a los soberbios.
(A) Los habitantes de Tiro y de Sidón habían ofendido a Herodes (v. 20), el cual estaba presto a ofenderse por el menor detalle; pero los ofensores hallaron el truco para congraciarse de nuevo con él, pues les convenía grandemente, ya que el territorio de ellos era abastecido por el del rey. Tiro y Sidón vivían del comercio, pero dependían de los trigales de Galilea para su alimentación. Mucho más deberíamos nosotros granjearnos la amistad de Dios, pues de Él nos viene toda provisión, tanto de grano como de gracia. El método que emplearon fue el soborno, con una buena «propina» a Blasto, el camarero mayor del rey. Blasto sabía cómo ablandar la dureza de sentimientos del rey, y les fue fijado un día a los comisionados de Tiro y Sidón para tener audiencia con el rey, pedirle perdón y prometer no volver a ofenderle.
(B) Herodes apareció en público con toda la pompa de que disponía, se sentó en el tribunal y les arengó (v. 21). Los necios se dejan impresionar demasiado por el exterior de las personas, como si las ropas regias fuesen la expresión de un regio corazón. Quizás el rey los tuvo en suspenso en cuanto al favor que le pedían, a fin de que el acto de gracia resultase más espectacular y agradable en medio de un espléndido discurso.
(C) «Y el pueblo aclamaba gritando: ¡Voz de Dios y no de hombre!» (v. 22). El vulgo necio siempre está presto a aclamar al orador de quien espera favores y privilegios, no importa lo que diga ni cómo lo diga. Este «pueblo» aclamaba gritando para mejor ganarse el aprecio y el favor del orgulloso rey. Los hombres que están en altos puestos de poder y autoridad son fácil presa de aduladores sin escrúpulos, lo cual es una vergüenza y una necedad para quienes cierran así los ojos a los verdaderos motivos de tales halagos. De tal manera se hinchan con la adulación, que se exponen al peligro de reventar y caer en la condenación del diablo (1 Ti. 3:6).
(D) Herodes aceptó gustoso estas blasfemias, al no decir ni una sola palabra para declarar que era «hombre y no Dios», por lo cual no dio la gloria a Dios (v. 23). «Al momento, un ángel del Señor le hirió»; puede significar que entonces contrajo la enfermedad intestinal que le llevó al sepulcro, pues Josefo escribe que murió a los cinco días. Es de notar que a Lucas le interesa dar concisamente la noticia para poner de relieve la rápida secuencia del crimen y el castigo. «Expiró comido de gusanos» parece ser una expresión proverbial para designar, como dice J. Leal, «una muerte dolorosa, vergonzosa y rápida». Es notable el parecido con la muerte del Antíoco IV Epífanes, el gran perseguidor de los judíos en el siglo II antes de C. (v. 2 Mac. 9:5–9, libro que los evangélicos tenemos como no inspirado, pero fidedigno como documento histórico). Toda la descripción de la muerte de Herodes tiende a poner de relieve la forma tan repugnante en que Dios puso fin al satánico orgullo del rey.
II. El progreso del Evangelio después de esto (vv. 24, 25). 1. La palabra del Señor crecía y se multiplicaba (v. 24). La conjunción griega de hace notar el contraste de la caída de Herodes con la subida de la Palabra de Dios. La valentía de los mártires de Cristo y la milagrosa protección de Dios tenían mayor eficacia para atraer a la gente a abrazar el cristianismo, que la fuerza que los sufrimientos y las persecuciones podían poner en juego para disuadirles. 2. Bernabé y Saulo (v. 25), cumplido su servicio de llevar la colecta para los pobres de Judea (v. 11:29, 30), volvieron de Jerusalén a su iglesia de Antioquía donde tenían el trabajo y, por tanto, el deber de estar. Llevaron ahora consigo a Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos (redactor del Evangelio que lleva su nombre). En casa de su madre se habían reunido los hermanos para orar por Pedro. Es probable que tanto Bernabé, probablemente sobrino de María, como Pablo, se hubiesen hospedado allí durante su estancia en Judea. Ello explicaría mejor todavía el que se llevasen consigo al joven Marcos, a fin de entrenarle para el futuro ministerio. Una de las mejores obras que los ministros de Dios pueden hacer es educar bien para el ministerio a jóvenes que muestran inclinación y dones para ello.
Este es un capítulo eminentemente misionero, en conformidad con 1:8. I. La solemne ordenación de Bernabé y Saulo para la gran obra de llevar el Evangelio a las naciones (vv. 1–3). II. Su predicación en Chipre y la oposición del mago Elimas (vv. 4–13). III. Los puntos principales del sermón que predicó Pablo a los judíos de Antioquía de Pisidia (vv. 14–41). IV. Predicación del Evangelio a los gentiles del lugar (vv. 42–49). V. La persecución que los judíos incrédulos provocaron contra Pablo y Bernabé (vv. 50–52).
Versículos 1–3
Tenemos aquí la comisión dada por el Espíritu Santo a Bernabé y a Saulo para ir a predicar el Evangelio a los gentiles.
1. Estado de la iglesia de Antioquía de Siria. (A) Estaba bien equipada de buenos ministros: profetas y maestros (v. 1), eminentes por sus dones, gracias y servicios. Antioquía era una gran ciudad y había en ella muchos cristianos, por lo que se necesitaba que hubiese muchos ministros de Dios. Se nombra en primer lugar a Bernabé, y en último lugar a Saulo, ya sea por ser los más eminentes del grupo (así piensan muchos exegetas), ya sea por orden de incorporación a la iglesia, según insinúa J. Leal, pues Saulo, dice, «acaba de llegar». Simeón (lit.), también llamado Simón, el que se llamaba Níger (que, en latín, significa «negro»), probablemente por el color de su piel. Lucio de Cirene y Manaén (hebr. Menájem, que significa «consolador»), el que se había criado junto con Herodes el tetrarca, es decir, Antipas. Procedía, pues, de la aristocracia de Galilea, pero abandonó toda esperanza de promoción temporal para seguir a Cristo. Es preferible ser compañero de sufrimientos de un santo antes que ser compañero de persecución de un tetrarca. (B) Los maestros y profetas de la iglesia estaban bien ocupados (v. 2): «Estaban celebrando el culto del Señor y ayunando», donde se incluye necesariamente la oración. Los que han de instruir a otros, han de ser instruidos por el Señor y servir a Cristo. Ministrar ante el Señor y orar (con sobriedad de alimentación) habrían de ser las ocupaciones de primer orden de los líderes de las iglesias.
2. Fue entonces precisamente (v. 2b), cuando dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado. No especifica la obra, pero hace referencia a un anterior llamamiento cuyo significado ellos mismos conocían. Para entonces, ya estaba claro sobre quiénes habían de ir a los de la circuncisión y quiénes a los gentiles (v. Gá. 2:9). Sin duda, la orden del Espíritu Santo fue dada por boca de alguno de los profetas de la iglesia. Son separados para ser usados en la obra del Señor bajo la conducción del Espíritu Santo. Todos los que son separados por el Señor son separados para trabajar, pues Cristo no quiere siervos inútiles, holgazanes. Pero no son ellos los que se han de ofrecer para el trabajo, sino que ha de preceder el llamamiento de Dios.
3. Su solemne ordenación o inducción para la obra misionera (v. 3): «Entonces (no antes), habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y les dieron la despedida (lit. los soltaron)». Cuando los siervos del Señor marchan a su obra, han de ser despedidos por la iglesia con ferviente oración. A la oración unieron el ayuno, tan descuidado en nuestros días—nota del traductor—, quizá por una falsa reacción contra los ayunos y penitencias de la Iglesia de Roma. La imposición de manos, como ya vimos en 6:6, tiene el sentido de identificación. Los misioneros son como los delegados de la iglesia; es la misma iglesia, esencialmente misionera, la que ejerce esta función por medio de los miembros llamados por Dios a este ministerio especial. Nótese (comp. con el v. 4) que, en realidad, no es la iglesia la que los envía, sino el Espíritu, por lo que el vocablo griego que usa Lucas para expresar la despedida es el verbo apolyo, que significa «soltar de». Es también obvio que Bernabé y Saulo no recibieron, con la imposición de manos, ningún poder «sacramental» que no tuviesen ya.
Versículos 4–13
1. Relato general de la llegada de Bernabé y Saulo a la famosa isla de Chipre, de donde Bernabé era nativo (v. 4:36), por lo que estaría deseando que se cosecharan allí los primeros frutos de sus labores misioneras. Ser enviados por el Espíritu Santo (v. 4) era lo que más les animaba en esta empresa. Llegaron primero a Seleucia, y de allí navegaron a Chipre. La primera ciudad en que predicaron fue Salamina (v. 5), cuyas ruinas yacen no lejos de la actual Famagusta, en la costa oriental. Después de sembrar allí la semilla, cruzaron toda la isla (v. 6) hasta llegar a Pafos, situada en la costa occidental. Se nos dice que anunciaban la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos (v. 5), adonde siempre iban primero (v. Ro. 1:16b). Por cierto, judíos eran la mayoría de los habitantes de la isla. «Tenían también a Juan (Marcos) de ayudante» (v. 5b), no como un sirviente de casa, sino como ayudante en el ministerio.
2. Relato particular del encuentro que tuvieron con Elimas el mago.
(A) El procónsul Sergio Paulo, gobernador de la isla en nombre del emperador, se interesaba por las cuestiones religiosas y animó a Saulo y a Bernabé. Su prudencia se muestra en que deseaba oír la palabra de Dios (v. 7). Lucas lo llama «varón inteligente». Como verdadero «sabio» llamó a Bernabé y a Saulo, a fin de conocer la sabiduría de Dios. No siempre, aunque con mayor frecuencia, escoge Dios lo necio de este mundo.
(B) «Pero se les oponía (les contradecía) Elimas», que significa en arameo mago. Su apellido era Bar-Jesús, esto es, ¡hijo de Jesús!, era Jesús nombre corriente entre los judíos. Sin embargo, la versión siríaca lo llama Bar-shoma, que significa «hijo del orgullo, o de la hinchazón». Se ve que frecuentaba la corte del procónsul. «Procuraba apartar de la fe al procónsul», haciendo la labor del diablo, quien procura por todos los medios que la gente no reciba la semilla (Mt. 13:4, 19).
(C) «Entonces (v. 9) Saulo, que también es Pablo (así se le llama por primera vez en Hechos, y siempre así desde aquí en adelante), lleno del Espíritu Santo (con una llenura «extra», adecuada a la ocasión), fijando en él los ojos, con santa indignación, dijo (v. 10), etc.». Recordemos que hasta ahora, el apóstol de los gentiles había estado principalmente entre judíos, por lo que se le nombra hasta aquí por su nombre hebreo. De aquí en adelante, predicará especialmente a gentiles (v. el v. 46 al final), por lo que aparece desde aquí con su nombre romano, latino. Veamos cómo describe Pablo al mago:
(a) «Lleno de todo engaño y de toda maldad» (v. 10). Nótese el agudo contraste con Pablo (v. 9) lleno del Espíritu de la verdad y de la santidad.
(b) «Hijo del diablo», a pesar de que se llamaba Bar-Jesús: «hijo de Jesús». En efecto, también el diablo está lleno de todo engaño y de toda maldad, pues es el mentiroso y homicida número uno del Universo (v. Jn. 8:44). Al ser un «hijo del diablo», no es de extrañar que fuese también «enemigo de toda justicia».
(c) El crimen que actualmente cometía Elimas era «desviar (lit.) los caminos del Señor, que son derechos», labor contraria a la de Juan el Bautista (v. por ej., Jn. 1:23). Es una expresión típicamente hebrea (v. Pr. 10:9; Os. 14:10), y su sentido está aquí muy claro: El camino de Dios es un camino derecho hacia el cielo, hacia la verdad y la verdadera felicidad. Los que tuercen este camino derecho de Dios, no sólo yerran y vagan sin rumbo, sino que desvían también a otros por medio de los prejuicios con que les llenan la cabeza y les enturbian la vista, de forma que les parece derecho lo que es torcido. También suelen endurecerse de tal forma que no cesan de descarriar a otros.
(d) Eso es lo que está haciendo Elimas, pues trata de desviar al procónsul del camino recto de la fe cristiana, por lo que Pablo pronuncia contra él el justo juicio de Dios (v. 11): «Ahora, pues, he aquí que la mano del Señor está contra ti, quedarás ciego y no verás el sol (es decir, la luz) por algún tiempo». Puesto que cerraba los ojos del corazón contra la verdad del Evangelio, era justo que Dios le cerrase los ojos de la cara a la luz del sol. Se empeñaba en cegar al procónsul, y fue herido de ceguera él mismo. Fue con todo, un castigo muy suave, pues sólo por algún tiempo quedó ciego. Si se arrepintiera y diera gloria a Dios, tanto la vista espiritual como la corporal le sería otorgada. Y, aun sin arrepentirse (no hay indicios de ello en el texto), le será devuelta la vista natural.
(e) El juicio de Dios tuvo pronta ejecución (v. 11b): «Inmediatamente cayeron sobre él oscuridad y tinieblas, es decir, densa oscuridad». Ya no podía guiar a nadie por mal camino ni por bueno, pues había quedado ciego; así que «daba vueltas, buscando quien le condujese de la mano». ¿Dónde estaban ahora sus hechicerías de mago?
(D) A pesar de todos los intentos de Elimas por desviar de la fe al procónsul, éste fue llevado por el Señor a creer, y a ello contribuyó el milagro obrado en el mago por el ministerio de Pablo. Siendo «varón inteligente», vio en ello algo de origen evidentemente divino (v. 12), quedó impresionado por la doctrina del Señor, es decir, por el Evangelio, el cual es «el poder de Dios para salvar» (Ro. 1:16). Ese poder es el que el procónsul observó en la palabra de Pablo.
3. Se nos refiere a continuación (v. 13) la marcha de los misioneros de la isla de Chipre: «Habiendo zarpado de Pafos, Pablo y sus compañeros (nótese esta frase que, como advierte Trenchard, indica que Pablo ejerce ya un “verdadero liderato espiritual”) arribaron a Perge de Panfilia», al cruzar el mar en dirección norte para llegar a una de las provincias costeras de lo que entonces se llamaba Asia proconsular (Asia Menor) y ahora pertenece a Turquía. Hay a continuación un «pero» muy triste: «pero Juan, separándose de ellos, se volvió a Jerusalén». Los probables motivos de esta deserción son magistralmente expuestos por el Prof. Trenchard; pueden resumirse en: inconstancia, cansancio, desilusión y nostalgia de niño mimado. Esta separación dará lugar más tarde a otra más agria (15:36–40), aunque providencial.
Versículos 14–41
Perge de Panfilia era un lugar notable; sin embargo, nada se nos dice de lo que Pablo y Bernabé hicieron allí, sino sólo que arribaron a Perge (v. 13) y pasaron de Perge (v. 14). El próximo lugar en que los encontramos es otra Antioquía, la de Pisidia, para distinguirla de la de Siria, de donde habían sido enviados. Abundaban allí los judíos residentes, y a ellos primeramente fue predicado allí el Evangelio. El sermón que Pablo predicó allí es lo que tenemos en toda esta sección.
I. Pablo y Bernabé se presentan en la sinagoga (v. 14), en prueba del afecto que conservaban a su pueblo. Observaban el culto cristiano el primer día de la semana, pero si se hallaban entre judíos, guardaban con ellos el sábado: «Y el sábado entraron en la sinagoga y se sentaron», pues, aun cuando eran forasteros, eran judíos y no se les negó la entrada. Dondequiera nos hallemos, debemos buscar el lugar en que se reúnan los fieles adoradores de Dios para unirnos a ellos. Por otra parte, se ha de procurar en las iglesias que haya acomodación suficiente para los forasteros que vengan, aun para los más pobres.
II. La invitación que recibieron allí para predicar. 1. Se celebró primero el servicio acostumbrado de la sinagoga (v. 15): «Después de la lectura de la ley y de los profetas», las porciones correspondientes a aquel sábado. 2. Acabada esta parte del culto, los principales de la sinagoga mandaron a decirles. Varones hermanos (comp. con 2:37b), si tenéis alguna palabra de exhortación para el pueblo, hablad. Esto no tenía nada de extraño, pues ésa era la costumbre. No basta con leer en público las Escrituras; es menester que sean expuestas de viva voz y que el pueblo de Dios sea exhortado, con base en la Palabra, conforme a las circunstancias de la congregación, así como del tiempo y el lugar. Los que presiden deben procurar, no sólo que los hermanos reciban la conveniente instrucción, sino también aprovechar la presencia de siervos del Señor que se hallen de paso, a fin de que puedan oírse de vez en cuando voces nuevas.
III. El mensaje que predicó Pablo. Con gran satisfacción acogió la invitación que se les hacía y aprovechó la oportunidad de proclamar el Evangelio a sus compatriotas de aquel lugar (v. 16):
«Levantándose, hecha señal de silencio con la mano (a fin de que el auditorio fijase la atención en lo que iba a decir; comp. con 12:17), dijo: Varones israelitas, y los que teméis a Dios (gentiles simpatizantes, pero no circuncidados; comp. con 10:2), oíd. Pablo se dispone a convencer a los asistentes de que Jesús es el Mesías. Su discurso es una mezcla, resumida, del discurso de Pedro en Pentecostés y del de Esteban, pero no arranca desde Abraham, sino desde el éxodo de Egipto (¡sin mencionar la intervención de Moisés!) y pone su énfasis en que Cristo era el prometido hijo de David.
1. Reconoce delante de ellos que son el pueblo escogido por Dios (v. 17), llamados a una especial relación con Él y por quienes había hecho grandes cosas el que, siendo el Dios del Universo, era de modo especial «el Dios de este pueblo de Israel»; por eso los sacó de la servidumbre de Egipto, los soportó (con extraordinaria paciencia) por unos cuarenta años en el desierto, como también a nosotros nos soporta con paciencia; ¡no nos creamos mejores que ellos!, y, habiendo destruido siete naciones (v. Dt. 7:1), les dio en herencia el país de Canaán. Sobre el cómputo de 450 años (v. 20), dice J. Leal: «Los rabinos decían que este número se empezaba a contar desde que Abraham entró en Canaán. Y añadir los cuarenta años que duró la peregrinación por el desierto y los diez de la conquista de Palestina, llegaban a los cuatrocientos cincuenta años (cf. Gá. 3:17)». Pone de relieve que Dios les dio jueces (v. 20) y después rey en la persona de Saúl, pues se lo pidieron (v. 21). Pero tuvo que destituirle y elegir Él mismo («conforme a mi corazón») a David hijo de Isaí (v. 22). «He hallado» significa que lo buscó por medio de Samuel.
2. Al partir ahora desde David (v. 23): «De la descendencia de éste, y conforme a la promesa, Dios suscitó a Jesús por Salvador para Israel». ¡Cuán agradecidos deberían estar a esta proclamación, y cuán gozosos deberían recibir esta palabra fiel y digna de toda aceptación (1 Ti. 1:15)! De la familia real de David, y según había prometido, Dios ha suscitado un Salvador para Israel. Tan lejos estaba Dios de rechazarlos, que proveía, para ellos en primer lugar, el Salvador. ¿Por qué, pues, habían de rechazar ellos a tal Salvador?
3. Respecto a este Jesús, les dice:
(A) Que había tenido por precursor a Juan el Bautista (v. 24), quien había sido considerado por todos como un gran profeta. Sin embargo, con la misma energía con que había predicado el bautismo de arrepentimiento a todo el pueblo de Israel, había negado ser él (v. 25) el Mesías, y apuntado más bien hacia otro, de quien él no era digno de desatar el calzado de sus pies.
(B) Antes de pasar al punto central y más difícil de su sermón, Pablo vuelve a llamar seriamente la atención de sus oyentes (v. 26, comp. con v. 16b), pues «a vosotros es enviada la palabra de esta salvación» y, tras este toque de especial atención, describe la forma en que los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes (v. 27) por ignorar a Jesús (comp. con 3:17), así como las palabras de los profetas que se leen todos los sábados (comp. v. 15), las cumplieron al condenarle. ¡Es posible cumplir las profecías de la Escritura, mientras se quebrantan los preceptos de la Escritura! Se le mató sin causa (v. 28) y fue sepultado.
(C) Llega luego al punto definitivo: La resurrección de Jesús (vv. 30–37), la cual confirma con una curiosa acumulación de textos del Antiguo Testamento, citados libremente, ya que, como dice J. Leal, «la argumentación se inspira en los métodos rabínicos de la época», por lo cual tendrían fuerza probativa para los oyentes judíos. Nótese que, entre los testigos de la resurrección del Señor (v. 31), no se cita a sí mismo (comp. con 1 Co. 15:8). Esta resurrección del Mesías es una Buena noticia (v. 32) para los oyentes, pues significa el cumplimiento de las promesas hechas, no sólo a los patriarcas, sino especialmente a David (v. 34). La cita del Salmo 2:7 se ilumina a la luz de Romanos 1:3 (v. 33). La cita de Isaías 55:3 en el versículo 34 tiene su fuerza por la relación que el texto de Isaías guarda con Salmos 16:10, citado a continuación (vv. 35–37), en forma parecida a como lo había hecho Pedro en Pentecostés (2:25–31). El versículo 36 debe traducirse así: «Porque David, ciertamente, habiendo servido al designio de Dios en su propia generación (lit.), etc.», es decir, en la época en que le tocó vivir» (NVI). Es cierto que David fue de provecho para su propia generación, pero no es eso lo que el texto sagrado quiere poner aquí de relieve.
4. Viene finalmente la aplicación del sermón a los oyentes (vv. 38–41), donde hallamos un sincero ofrecimiento y una seria advertencia:
(A) Como en los versículos 16 y 26, Pablo les llama la atención (v. 38): «Tened entendido, pues, varones hermanos», antes de anunciarles, por medio de Él, perdón de pecados y (v. 39) justificación mediante la fe: «En Él es justificado todo aquel que cree», algo que la Ley de Moisés no podía otorgar. Por la obra de Cristo se había obtenido todo esto, y en el nombre de Cristo se anunciaba y se conseguía. Era, pues, una medida de gran prudencia acoger el Evangelio y no rechazarlo.
(B) Viene ahora (vv. 40–41, comp. con He. 2:3) la sería advertencia a no menospreciar el mensaje que se les ha predicado. Pablo cita de Habacuc 1:5 conforme a los LXX. Dice Leal: «El texto hebreo habla del castigo de las naciones paganas. El juicio o ira de Dios debe cumplirse por medio de los caldeos contra los impíos del pueblo de Israel. Los oyentes de Pablo deben hacerse la aplicación. Sobre ellos puede venir la ira de que habló el profeta». Las amenazas nos sirven de avisos, pues están destinadas a despertarnos y tenernos en continua alerta, a fin de que no caigan sobre nosotros los terribles castigos que dichas amenazas anuncian contra los menospreciadores de la Palabra de Dios. Cuanto mayores sean los privilegios de que disfrutemos, tanto más intolerable será la condenación en que hemos de incurrir si no recibimos con fe y correspondemos con obediencia a la gracia que tales privilegios comportan.
Versículos 42–52
El objeto del relato que sigue es vindicar a los apóstoles, y en especial a Pablo, de que procedió en este caso con toda la precaución imaginable.
1. Vemos primero que la predicación de Pablo suscitó tal interés que (v. 42) los gentiles que asistían a los servicios de la sinagoga les rogaron que el siguiente sábado les hablasen de estas cosas; esto es, del perdón de los pecados y de la justificación por la fe mediante la obra del crucificado y resucitado. ¿Quién se podía negar a partirles el pan a estos hambrientos de la Palabra de Dios? Además, tras aquella misma reunión (v. 43), muchos de los judíos y de los prosélitos piadosos (expresión rara, aunque lo más probable es que indique lo mismo que vemos en 2:11; 10:2; 17:4) siguieron a Pablo y a Bernabé, es decir, se convirtieron al Evangelio uniéndose a los discípulos de Cristo. Pablo y Bernabé les persuadían a que perseverasen en la gracia de Dios. Esta frase equivale a la que hallamos en 11:23b. A mayor fidelidad, gracia más abundante.
2. Al atender al interés mostrado y a la invitación del v. 42b, Pablo y Bernabé volvieron al sábado siguiente (v. 44) y se reunió casi toda la ciudad para oír la palabra de Dios. Si no se trata de una de las frecuentes hipérboles, no es posible que la sinagoga tuviese cabida para tanta gente. Como en otras ocasiones (v. 45), los judíos (probablemente, por boca de los principales de la sinagoga) se llenaron de celos al ver la muchedumbre de gentiles, con su concepto exclusivista de salvación. Llevados de la envidia, contradecían a lo que Pablo decía y blasfemaban, es decir, hablaban mal, insultaban el precioso nombre de nuestro Salvador. Es cosa corriente que, quienes comienzan contradiciendo, al ver que sus argumentos son eficazmente rebatidos, prorrumpan en maldiciones y blasfemias.
3. Ante esto, Pablo y Bernabé pronuncian uno de los juicios más serios de todo el Nuevo Testamento. Para ello, echaron mano de todo el denuedo (v. 46, comp. con 4:31) con que el Espíritu Santo los llenaba. El juicio contra los incrédulos judíos es que por desechar la palabra de Dios que a ellos primeramente debía ser anunciada, la labor misionera había de llevarse a cabo, principalmente, entre los gentiles, ya que éstos mostraban mejor disposición. La frase «y no os juzgáis dignos de la vida eterna» ha de entenderse conforme al sentido del griego áxios. No significa que alguien pueda ser digno de la vida eterna en virtud de su mérito o de su esfuerzo, ya que, en este sentido, todos somos indignos de la vida eterna, sino que pronunciaban contra sí mismos el juicio de que no estaban dispuestos a recibir la vida eterna (comp. con Mt. 3:8 «frutos dignos de arrepentimiento», es decir, que muestran un arrepentimiento sincero). Por uno de los designios incomprensibles de la providencia de Dios, que Pablo explicará ampliamente en el capítulo 11 de Romanos, el endurecimiento de los judíos sirvió para que el Evangelio nos llegase más rápidamente a los gentiles (v. 47).
4. En contraste con la oposición de los judíos, vemos (v. 48) que los gentiles, oyendo esto, se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor. Se alegraban sobremanera, puesto que habían hallado la luz, la verdad, el consuelo supremo de la salvación, con el poder que el Espíritu de Dios imparte a los que reciben a Cristo. Sólo los que han pasado por esta bendita experiencia saben lo que es el verdadero gozo y la verdadera felicidad; son, así, los más aptos para glorificar y dar gracias a Dios. El versículo termina diciendo: «Y creyeron (esto es, abrazaron la fe cristiana) todos cuantos estaban destinados a la vida eterna». El verbo griego significa, en su sentido primordial, «poner en orden de batalla». Comenta J. Leal: «Se refiere al llamamiento eficaz, la vocación eficaz a la fe, que es la puerta para la vida eterna» Trenchard observa que «el participio griego tetagmenoi se emplea en los papiros para indicar “los inscritos” en algún libro o registro … y la misma verdad se expresa por la figura de un rollo o libro de vida, en el que se hallan inscritos los salvos». Cita, entre otros lugares, Filipenses 4:3, también citado por
J. Leal. Dice M. Henry—todo es nota del traductor—: «Creyeron aquellos a quienes Dios dio gracia para creer. Vinieron a Cristo aquellos a quienes el Padre atrajo y el Espíritu hizo efectivo el llamamiento del Evangelio». Es cierto, con tal de que no se deje a un lado la cooperación humana (siempre con el poder que el Espíritu da) a la gracia de Dios (comp. 1 Co. 15:10). Más sobre esto, en 17:30, versículo importante para toda esta materia.
5. Como consecuencia de esta aceptación del Evangelio por parte de los que creyeron, vemos (v. 49) que la palabra del Señor se difundía por toda aquella región. Los que habían creído hicieron cuanto estaba en su mano para extender la semilla del Evangelio. Estaban tan gozosos de haber sido hechos partícipes de la Buena Noticia, que deseaban comunicar a otros aquello de lo que estaban llenos. Si nos hemos percatado del valor de las almas, del tremendo dilema que representa la salvación o la condenación eternas, y el poder salvífico del Evangelio, no podremos menos de ser «misioneros» con los de cerca y con los de lejos.
6. Pablo y Bernabé, después de sembrar allí la semilla y plantar una iglesia cristiana, salieron para hacer lo mismo en otros lugares. No se nos dice que llevasen a cabo ningún milagro para confirmar la doctrina que predicaban, pero el que tantos paganos abrazasen la fe cristiana bajo la influencia del Espíritu de Dios era la mayor maravilla para aquellos a quienes Dios dispuso para la vida eterna. Los discípulos (v. 52) que Pablo y Bernabé habían hecho en Antioquía de Pisidia, estaban llenos de gozo y del Espíritu Santo. Pero los que habían echado las primeras semillas, Pablo y Bernabé, padecieron por ello persecución de parte de los judíos incrédulos (v. 50) y tuvieron que marchar pronto a otra parte (v. 51). En efecto:
(A) Dichos judíos instigaron a mujeres piadosas y distinguidas y a los principales de la ciudad, provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé y los expulsaron de sus confines (v. 50). Veamos cada detalle en particular: (a) Los que toman la iniciativa en esta persecución son los judíos, que siempre hacen notar su influencia pues, como observa Trenchard, «siempre han manejado los asuntos financieros de las regiones donde residen». (b) Ellos instigaron a mujeres piadosas, es decir, simpatizantes con la religión judía, y distinguidas, de la alta nobleza de la ciudad, las cuales, según W. Ramsay, «solían destacarse en los asuntos públicos de la ciudad, al ejercer sobre ellos una influencia desconocida en las ciudades de Grecia». (c) Estas mujeres de la nobleza influyeron, a su vez, en sus maridos, los principales de la ciudad. Mediante esta cadena de agentes de Satanás, se produjo la persecución contra Pablo y Bernabé.
La persecución llegó hasta expulsarlos de sus confines (v. (50b). No huyeron llevados del miedo, sino arrojados por la violencia. Pero ellos (v. 51), conforme al consejo que había dado Jesús, sacudiendo contra los judíos incrédulos e instigadores de la persecución el polvo de sus pies, declararon así que no tenían ya nada que ver con ellos y como detestación de su incredulidad, llegaron a Iconio, se fueron a otra ciudad, y dejaron detrás de sí el testimonio que habían ofrecido con toda buena voluntad, a todos sin distinción ni excepción, la gracia del Evangelio. No se fueron a Iconio a buscar refugio, sino a proseguir su labor.
La siembra del Evangelio sigue progresando mediante el ministerio de Pablo y Bernabé entre los gentiles. Aquí vemos: I. El éxito de su predicación, por algún tiempo, en Iconio y la persecución que después sufrieron (vv. 1–7). II. La curación de un cojo en Listra (vv. 8–18). III. El ultraje del pueblo contra Pablo, efecto de lo cual fue el que lo apedrearon hasta dejarlo por muerto (vv. 19, 20). IV. La visita que Pablo y Bernabé giraron a las iglesias que habían plantado (vv. 21–23). V. Su regreso a Antioquía de Siria y el informe que de su expedición dieron a la iglesia (vv. 24–28).
Versículos 1–7
1. Predicación del Evangelio en Iconio. Así como la sangre de los mártires ha sido la semilla de los cristianos, así también la expulsión de los confesores de la fe ha servido para esparcir esa semilla. En Iconio, como en otras partes, ofrecieron el Evangelio primeramente a los judíos en la sinagoga (v. 1). Aunque los judíos de Antioquía de Pisidia les habían tratado muy mal, no por eso se abstuvieron de predicarles a los judíos en Iconio. Así también ninguna denominación cristiana debe ser condenada globalmente por el hecho de que algunos de dicha denominación dejen poco o mucho que desear.
2. El éxito de su predicación allí (v. 1b): «Hablaron de tal manera que creyó una gran multitud, tanto de judíos como de griegos». Al final del capítulo anterior, se habla de la predicación hecha primero a los judíos, después a los gentiles, pero aquí se les nombra conjuntamente. Ni los judíos habían perdido de su preferencia al ser ignorados, ni los gentiles quedaban relegados a segundo término como si fuesen cristianos de clase inferior, sino que ambos grupos son admitidos en la iglesia sin distinción. Parece ser que hubo algo extraordinario en el modo como predicaron allí Pablo y Bernabé para que diga el texto sagrado: «hablaron DE TAL MANERA que creyó una gran multitud»; sin duda, hablaron de forma clara, convincente, ferviente y amorosa. Lo que hablaron les salía del corazón y, por eso, era de esperar también que llegase al corazón.
3. Pero también encontraron, como siempre, oposición (v. 2). Igual que en otros lugares, «los judíos que no creían excitaron y tornaron hostiles los ánimos de los gentiles contra los hermanos». El impacto que el Evangelio hizo en los gentiles provocó a un grupo de judíos a celos santos de forma que creyeron para salvación (v. 1), pero a otro grupo de judíos (v. 2) les provocó a malvados celos, de forma que usaron a gentiles, también incrédulos, como instrumentos de su hostilidad contra los hermanos, es decir, tanto contra los predicadores como contra los convertidos por la predicación de Pablo y Bernabé. Los que tienen mala voluntad contra otros, tratan por todos los medios de hacerles mal.
4. A pesar de todo, continuaron trabajando allí con el auxilio de Dios (v. 3). Cuanto mayor era la oposición que se les hacía, tanto mayor era el denuedo con que predicaban, como se ve por el, a primera vista, extraño enlace con el versículo anterior: «POR TANTO, se detuvieron allí mucho tiempo, hablando con denuedo, confiados en el Señor». Nótese que no confiaban en su oratoria, tras los primeros éxitos, sino en la fuerza que recibían del Señor, el cual daba testimonio a la palabra de su gracia (la salvación de pura gracia por la predicación del Evangelio, Ro. 1:16), ya que la gracia se atribuye a Cristo, así como el amor al Padre (2 Co. 13:13), y ejercían especial poder contra la resistencia que se les oponía:
«concediendo que se hiciesen por medio de las manos de ellos señales y prodigios» (v. 3b).
5. La división que esto ocasionó entre los habitantes de la ciudad (v. 4): «Y la gente de la ciudad estaba dividida». Parece ser que tan universal resultaba el interés que la predicación del Evangelio suscitaba, que todos tomaban partido o a favor o en contra; nadie permanecía neutral. Podemos ver aquí uno de los casos predichos por Jesús cuando dijo (Lc. 12:51–53) que «no había venido a poner paz en la tierra, sino división». No pensemos, pues, que es cosa extraña el que la predicación del Evangelio cause división. Pero es mejor ser perseguidos como «divisores» por nadar contracorriente que ser bien acogidos como «multiplicadores» al añadirnos a los que son arrastrados por la corriente que lleva a la destrucción (comp. con Ef. 2:2; 1 P. 4:4).
6. El atentado que sufrieron de parte de todos los adversarios de la ciudad, tanto de los judíos como de los gentiles, juntamente con sus gobernantes (v. 5); divididos entre sí mismos, pero unidos todos contra los cristianos: «se lanzaron a afrentarlos y apedrearlos». Si los enemigos de la Iglesia se unen para destruirla, ¿por qué no nos uniremos los sinceros creyentes para preservarla?
7. Menos mal que Pablo y Bernabé se dieron cuenta (v. 6) de lo que se tramaba contra ellos, y se retiraron con honor (no fue una huida vergonzosa), pues se marcharon a trabajar en otros lugares: en las ciudades de Licaonia, a Listra y Derbe, y a toda la región circunvecina, donde hallaron refugio. Dios resguarda a los suyos cuando sobreviene la tormenta. Allí hallaron igualmente quehacer, pues eso era lo que buscaban. En tiempo de persecución, los ministros de Dios pueden tener motivos para abandonar el lugar, sin que por eso abandonen la labor.
Versículos 8–18
I. Curación milagrosa llevada a cabo por Pablo en Listra en la persona de un cojo de nacimiento (v. 8), tan imposibilitado de los pies, que jamás había andado. Por eso estaba sentado, pues no podía tenerse de pie. Este hombre quedó tan afectado por la predicación de Pablo (v. 9) que éste, fijando en él sus ojos, y viendo (por el don de discernimiento de espíritus) que tenía fe para ser sanado, dijo (v. 10) a gran voz (comp. con Jn. 11:43), no sólo porque así podía la gente darse cuenta del milagro, sino también por la misma eficacia que la palabra ejerce en la victoria sobre la enfermedad: Levántate derecho sobre tus pies. Como si dijese: «Ejercita la energía que te es otorgada». Así lo hizo: «Dio un salto y se puso a caminar» (comp. con 3:8). Los que, por la gracia de Dios, han sido sanados de su cojera espiritual deben mostrarlo saltando de santo gozo y caminar con santa conducta.
II. La impresión que este milagro produjo en el pueblo (v. 11). Como dice Trenchard: «la señal tuvo “demasiado éxito”». Mientras los milagros de Jesús provocaban el enojo y el menosprecio de los judíos, estos paganos llegaron al frenesí cuando vieron el milagro realizado mediante el ministerio de Pablo: «La gente, visto lo que Pablo había hecho, alzó la voz, diciendo en lengua licaónica: Los dioses se han hecho semejantes a los hombres y han bajado hasta nosotros». Esto concuerda con la leyenda, precisamente conectada con Listra y, por ello, conocida de sus oyentes, de que los dioses Zeus y Hermes (para los romanos, Júpiter y Mercurio respectivamente) habían descendido a este mundo y habían tomado forma humana. Como refiere Lucas (v. 12), «llamaban a Bernabé Júpiter, y a Pablo Mercurio, porque éste era el que dirigía la palabra». Hermes (de donde viene el vocablo castellano «hermenéutica») era considerado el intérprete de los dioses. Bernabé era de porte sobrio, lo suficiente humilde como para dejar a Pablo la «voz cantante» y, a no dudar, de mejor presencia física que Pablo, por lo que los licaonios lo identificaron con Júpiter, el padre de los dioses (pues eso es lo que Júpiter significa). Consecuentes con sus nociones, se dispusieron a ofrecerles en sacrificio toros enguirnaldados por medio del sacerdote de Júpiter, que fue el que tomó esta medida, como dice Trenchard: «sin importarle demasiado quizá que fuese verdadera o supuesta (tal visitación) con tal que diera fama al santuario y que aumentara las contribuciones de los devotos de Zeus». Cuando Cristo apareció como hombre entre los hombres e hizo muchísimos milagros, lejos de ofrecerle ningún sacrificio, le mataron con una muerte que fue el sacrificio de Sí mismo, mientras que Pablo y Bernabé, por obrar sólo un milagro, son inmediatamente tenidos por dioses.
III. Pablo y Bernabé, horrorizados ante esto, protestan y hacen todo lo posible para impedirlo, consiguiéndolo a duras penas (v. 18). Los emperadores romanos eran tenidos por dioses y así se consideraban a sí mismos muchos de ellos, creyéndose justamente agasajados cuando se les rendían honores divinos; pero los siervos de Cristo rehusaron esos honores cuando trataban de otorgárselos. Se indignaron de ello (vv. 14, 15): se rasgaron las ropas y se lanzaron en medio de la multitud. No se limitaron a protestar, sino que se pusieron a actuar a fin de impedir efectivamente que les ofrecieran los sacrificios planeados. Y razonaban a gritos, dando voces, con ellos, a fin de que todos escuchasen: «¿Por qué hacéis esto?» Como si dijesen: «¿Por qué nos vais a tratar como a dioses sin serlo?» En efecto:
1. «Nuestra naturaleza no nos lo permite: También nosotros somos hombres de igual condición que vosotros. Afrentáis al verdadero Dios si nos dais a nosotros o a cualquier otro hombre el honor que sólo a Dios se debe. No sólo somos hombres, sino de igual condición que vosotros, expuestos a las mismas debilidades, miserias y pecados (comp. con Stg. 5:17), muy lejos, pues, de ser dioses».
2. «Nuestra doctrina se opone también a ello: ¿Vamos a ser añadidos a la lista de falsos dioses, cuando nuestra tarea consiste en hacer que renunciéis a tales deidades falsas? Os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo» (v. 1 Ts. 1:9). Cuando predicaban a los judíos, sólo necesitaban anunciarles la gracia de Dios en Cristo, sin tener que predicarles contra la idolatría; pero, al predicar a los gentiles, tenían que comenzar por rectificar el error fundamental concerniente a la naturaleza divina. Los dioses que ellos y sus padres adoraban eran vanidades, cosa vacía, inerte, inútil, mientras que el Dios verdadero era vivo, activo y creador, pues «hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay, incluidos nosotros y vosotros mismos».
3. «El mundo debe a la paciencia de Dios el no haber sido destruido hace tiempo a causa de tanta idolatría (v. 16): En las generaciones pasadas Él ha dejado a todas las gentes (exceptuando así al reducido número de los israelitas) andar en sus propios caminos». Esta frase no significa que Dios soltase las riendas a los paganos para que hiciesen lo que mejor les pareciese, pues disponían de la luz de la ciencia (Ro. 1:19, 20), de la conciencia (Ro. 2:14, 15) y de la providencia (v. 17) que, dándoos lluvias del cielo y estaciones del año fructíferas, llenando de sustento y alegría vuestros corazones—dice Pablo—, les daba suficiente testimonio de un Dios vivo, próvido y amoroso, inclinado a hacer el bien (comp. con Sal. 145:9). Aquellos gentiles que vivían sin Dios en el mundo, vivían, no obstante, dependiendo en todo de ese Dios a quien ignoraban. Todos hemos de reconocer que Dios llena nuestro corazón, no sólo de sustento para vivir, sino también de alegría para vivir con gozo; y si Él nos llena de sustento y alegría, también deberíamos estar llenos de amor y de gratitud.
4. Finalmente, «diciendo estas cosas, aunque a duras penas, lograron impedir que la multitud les ofreciese sacrificio» (v. 18). Pablo y Bernabé habían sanado milagrosamente a un tullido y, por eso, el pueblo los tenía por dioses. Esto debe hacernos muy precavidos, a fin de que no demos a otros, ni tomemos para nosotros mismos, el honor que a sólo Dios es debido.
Versículos 19–28
I. Al que hace unos momentos veíamos «deificado», lo vemos ahora apedreado y dejado por muerto (vv. 19, 20). Se repite la historia que hemos visto en otros lugares: «Vinieron de Antioquía (de Pisidia) y de Iconio unos judíos que persuadieron a la multitud» a mostrar su furia hostil contra Pablo, que era el que había llevado precisamente la voz cantante en el milagro de la curación y en la palabra de la predicación del Evangelio. Lucas abrevia la secuencia de los hechos, pero no ha de extrañarnos el rápido cambio de actitud en unas masas sentimentales, prestas a pasar de un extremo a otro cuando un grupo de demagogos supo tocar, como dice Trenchard, «los resortes más adecuados para sus fines». Los que hoy dicen Hosanna, mañana pueden decir Crucifícale, y el que había estado hacía poco expuesto a recibir en homenaje sacrificio, estaba ahora a punto de sufrir en ultraje sacrificio. Las masas se vuelven, como las veletas, hacia donde el viento sopla con mayor fuerza (comp. con Ef. 4:14). Así que (v. 19b), «después de apedrear a Pablo (lo mismo que él había contemplado en Esteban), le arrastraron fuera de la ciudad (a Esteban le habían arrastrado antes de apedrearle), suponiendo que estaba muerto».
II. Pero Dios no le abandonó, ni tampoco los discípulos, quienes le rodearon (v. 20), le atendieron y reanimaron, hasta el punto de que se levantó, no para huir, sino ¡para entrar de nuevo en la ciudad! Con todo, la persecución que habían sufrido era una indicación divina de que debían buscar en otros lugares las oportunidades de hacer el bien y, por tanto, Pablo al día siguiente salió con Bernabé para Derbe.
III. Después de anunciar (v. 21) el evangelio a aquella ciudad de Derbe, y de hacer muchos discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía de Pisidia. Hacen, pues, el viaje de forma inversa hacia el mar por los lugares por donde habían pasado y sembrado la semilla del Evangelio. ¡Cuán gozosos volverían después de hacer en Derbe muchos discípulos, con la alegría que esto añadiría al gozo ya sentido por haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre (comp. con 5:41b)! Vemos que no hicieron ociosamente este viaje de vuelta, pues:
1. «Fortalecieron los ánimos de los discípulos» (v. 22). Los recién convertidos están expuestos a vacilar y un pequeño contratiempo les asombra; por eso, estos discípulos necesitaban la exhortación a que permaneciesen en la fe, con lo que sus ánimos quedarían fortalecidos; plantados en Cristo, es menester andar en Él (Col. 2:6, 7), es decir, crecer, progresar; y cuanto más crece la planta, tanto más necesita ahondar en el suelo y echar raíces. Y a los ministros de Dios compete el privilegio y la obligación de establecer a los santos, lo mismo que de convencer y despertar a los pecadores.
2. Para que no se tambaleasen en tiempos de persecución, Pablo y Bernabé advirtieron también a los discípulos (v. 22b): «Es menester que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios». Alguien podría pensar que éste no es método conveniente para fortalecer los ánimos de los discípulos. ¿No se desanimarían más bien? ¡No! Si se les advierte a tiempo y con buenas maneras, les hará mucho bien, pues las persecuciones futuras, la tribulación inevitable en el mundo (Jn. 16:33), no les tomarán por sorpresa. Todo discípulo de Cristo debe estar dispuesto a tomar su cruz. Por eso, el Señor recomendaba sentarse a considerar el costo antes de seguirle, y una vez que hemos decidido entregarnos a Él y se han inscrito nuestros nombres en su registro, es preciso ser fieles a la palabra que le hemos dado. Y esto vale lo mismo para los generales que para los soldados; por eso no les dicen: «Es menester que paséis», sino: «Es menester que pasemos». Una cosa es cierta para consuelo de todos: Así como Cristo no ordenó a los apóstoles servicios más duros de lo que podían soportar, tampoco a nosotros nos ordena lo que no podemos llevar: «los mandamientos de Dios no son gravosos» (1 Jn. 5:3).
3. «Y tras designar para ellos con mano alzada ancianos en cada iglesia, etc.» (v. 23). Eso dice literalmente el griego original, y cada vocablo tiene gran importancia. No es la congregación la que «vota democráticamente», aunque es probable que Pablo y Bernabé atendiesen al parecer y propuesta de la comunidad. Son los apóstoles quienes, «extendiendo la mano», según el sentido del verbo griego, designan y establecen en cada iglesia por ellos plantada los líderes responsables ante Dios de la comunidad que tomaban a su cargo. Aunque no se habla aquí de la «imposición de manos» (expresión muy distinta), es probable que la llevasen a cabo (comp. con 6:6; 13:3; 1 Ti. 4:14; 5:22; 2 Ti. 1:6), no como un rito para establecer la llamada «sucesión apostólica», sino como un signo de identificación, según hemos dicho en otros lugares. También el contexto posterior favorece esta opinión: «y habiendo orado con ayunos (comp. con 13:3), los encomendaron al Señor en quien habían creído» (v. 23b). Es cierto que esta solemne oración se extendía, lo mismo que el encomendarles al Señor, a toda la congregación, pero muy especialmente a los ancianos de cada iglesia, no sólo porque así parece exigirlo el contexto, sino porque ellos lo necesitaban de manera especial, debido a las responsabilidades de su cargo.
4. Continuaron predicando el Evangelio en otras ciudades donde habían estado (vv. 24, 25). Desde Antioquía pasaron por el resto de la provincia de Pisidia y vinieron a la provincia de Panfilia, cuya ciudad principal era Perge, donde habían estado antes (13:13). Allí volvieron a predicar la palabra (v. 25). Desde allí descendieron a Atalía, que era otra ciudad de la provincia de Panfilia. No se detuvieron mucho en cada lugar, pero dondequiera se hallaban, se esforzaban por echar los cimientos para la edificación de una iglesia cristiana, así sembraban las semillas que a su tiempo producirían una gran cosecha.
IV. Por fin (v. 26), desde Atalía, regresaron por mar a Antioquía de Siria, donde vemos: 1. Por qué volvieron allá: «Porque desde allí habían sido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido». Querían que los miembros y, en especial, los líderes de la iglesia local a la que ellos mismos pertenecían como «profetas y maestros» (13:1), participasen en sus alabanzas a Dios, así como les habían ayudado a ellos con sus oraciones. 2. Qué informe les dieron de la obra cumplida (v. 27): «Y habiendo llegado y reunido a la iglesia, refirieron cuán grandes cosas había hecho Dios con ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles». No dicen lo que ellos habían hecho, sino lo que Dios había hecho, pues Él es quien no sólo obra en nosotros el querer y el hacer (Fil. 2:13), sino también obra con nosotros todo cuanto hacemos con provechosos resultados. La gracia de Dios puede hacerlo todo sin la predicación de sus ministros, pero la predicación de los ministros no puede hacer nada sin la gracia de Dios. También refieren que Dios había abierto la puerta de la fe a los gentiles. Es cierto que no se puede entrar en el reino de Cristo sino por la puerta de la fe, pero el sentido más probable aquí es, como dice J. Leal, la posibilidad que Dios les ha dado de abrazar la fe cristiana. El capítulo termina con la referencia escueta (v. 28) de que «se quedaron allí mucho tiempo (lit. “no poco tiempo”) con los discípulos», lo cual no es de extrañar, pues allí tenían de momento su residencia.
Vemos ahora a Pablo y Bernabé dedicados a una tarea no tan grata como la del capítulo anterior. I. Surge en Antioquía una controversia con los judaizantes (vv. 1, 2). II. Se lleva a cabo una consulta con la iglesia de Jerusalén acerca del objeto de la disputa (vv. 3–5). III. Informe de lo que se trató en el sínodo convocado a tal efecto (v. 6). 1. Lo que dijo Pedro (vv. 7–11). 2. Lo que dijeron Pablo y Bernabé (v. 12). Y, finalmente, lo que Santiago juzgó conveniente para fijar las normas que se habían de seguir con respecto a la materia de la discusión (vv. 13–21). IV. Resultado del debate, y la carta circular que se escribió para enviar a la iglesia de Antioquía las normas que se habían fijado en el sínodo de Jerusalén (vv. 22–35). V. Una segunda expedición de Pablo y Bernabé para predicar a los gentiles, con la disputa que tuvieron acerca de Juan Marcos, y la separación que dicha discusión ocasionó (vv. 36–41).
Versículos 1–5
Incluso cuando las cosas marchan suavemente es una necedad confiarse demasiado; siempre surge algún asunto desagradable cuando menos se piensa. Pensaríamos que la iglesia de Antioquía de Siria era una iglesia perfecta, pero tal cosa no existe en este mundo. Vemos aquí:
1. Que surge entre ellos una nueva doctrina, que obliga a los convertidos de la gentilidad a someterse a la circuncisión como algo necesario para la salvación (v. 1).
(A) Las personas que urgían este punto eran «algunos que venían de Judea». Venían allá porque en Antioquía se hallaba algo así como «el cuartel general» de los que predicaban a los gentiles; y, si podían salirse con la suya aquí, esta levadura se extendería rápidamente por todas las iglesias de los gentiles. Les exigen la circuncisión como una cosa que les faltaba. Quienes han sido bien adoctrinados deben mantenerse siempre en guardia, a fin de que no se les enseñe algo contrario o diferente de lo que han aprendido.
(B) El requisito que pusieron delante de ellos era que, si los gentiles que se convertían a la fe de Cristo no se circuncidaban conforme al rito de Moisés, no podían ser salvos (v. 1b). Muchos judíos que habían abrazado la fe de Cristo continuaban todavía siendo celosos por la ley (21:20). Sabían que la Ley había sido dada por Dios mismo y habían sido educados en ella desde la niñez. Se les permitía seguir siendo observantes de la Ley, porque los prejuicios de la educación no se pueden borrar de un golpe. Pero esta consideración que los líderes de Jerusalén tenían con ellos les sirvió para querer imponer a los convertidos de la gentilidad las mismas obligaciones que ellos observaban. Los hombres estamos inclinados a intentar imponer como norma obligatoria a los demás nuestras opiniones y prácticas, y a concluir que, puesto que obramos correctamente, todos los que no obran como nosotros obran mal. Estos «judaizantes», como se les suele llamar, se aferraban todavía a su exclusivismo nacionalista; por eso, sostenían que los gentiles podían salvarse mediante la fe, si, pero haciéndose en realidad «prosélitos» del judaísmo.
2. Pablo y Bernabé se percataron enseguida de que, en este asunto, se trataba de un punto fundamental del cristianismo y se opusieron con toda firmeza a los judaizantes (v. 2): «tuvieron una discusión y contienda no pequeña con ellos». Sabían que Cristo había venido para librarnos del yugo de la ley dada a los judíos y, por tanto, no estaban dispuestos a contemporizar con estos intrusos. Se les había predicado a los gentiles en todos los lugares que, para ser salvos, sólo necesitaban poner su fe en Jesucristo y no iban a desdecirse ahora, pues el Evangelio de Cristo no es «Sí» y «No» (2 Co. 1:19).
3. La medida tomada por la iglesia de Antioquía para sanar esta herida. Decidieron que subiesen Pablo y Bernabé, y algunos otros de ellos, a Jerusalén, a los apóstoles y los ancianos, para tratar esta cuestión (v. 2b). Puesto que estos judaizantes habían venido de Jerusalén, así verían si habían recibido alguna instrucción de los líderes de aquella iglesia a este respecto. Resultó (v. 24) que no habían recibido de allí ninguna orden sobre ello. Además, con la consulta a los apóstoles y a los ancianos de Jerusalén, los que habían sido adoctrinados falsamente estarían más prestos a permanecer firmes en la enseñanza recibida, si los líderes de Jerusalén estaban de acuerdo con sus propios líderes de Antioquía.
4. La iglesia de Antioquía proveyó a Pablo y a Bernabé de todo lo necesario para el viaje, según lectura probable del versículo 3, y les deseó éxito en su viaje. Ellos no perdieron el tiempo por el camino, pues visitaban las iglesias de Fenicia y Samaria, relatando con todo detalle la conversión de los gentiles; y causaban gran gozo a todos los hermanos. Todos los sinceros hermanos en Cristo se alegran cuando un nuevo miembro se añade a la familia, pues la familia cristiana no se hace jamás pobre por el aumento de hermanos y hermanas. En Cristo hay porción más que suficiente para todos.
5. La buena acogida que recibieron en Jerusalén (v. 4): «Fueron recibidos por la iglesia y los apóstoles y los ancianos». Los recibieron con sinceras expresiones de amor fraternal, y ellos, a su vez, llenaron de gozo a los hermanos de Jerusalén, pues les refirieron todas la cosas que Dios había hecho con ellos, es decir, el ministerio que habían ejercido entre los gentiles: Habían plantado al ir, y habían regado al volver, pero atribuyen a Dios el incremento de la obra.
6. La oposición que encontraron en la propia Jerusalén (v. 5): «Pero algunos de la secta de los fariseos que habían creído, se levantaron diciendo: Se debe circuncidarlos y mandarles que guarden la ley de Moisés». Por donde vemos que el partido de los judaizantes no se contentaba con imponer la circuncisión, sino también, en consecuencia con lo que el rito significaba para el pacto de Dios con Israel, la observancia de toda la ley mosaica. No tenemos motivo para dudar de que estos fariseos habían abrazado sinceramente la fe cristiana, pero les resultaba muy difícil deshacerse de sus prejuicios legalistas.
Versículos 6–21
Llegamos ahora a lo que ha venido en llamarse «el Concilio de Jerusalén», aunque más bien debemos considerarlo como una reunión de los líderes de la iglesia de Antioquía con los apóstoles, los líderes y los hermanos de la iglesia de Jerusalén, aun cuando las decisiones allí tomadas habían de tener carácter universal y perpetuo para la Iglesia entera. No se precipitaron a dar su juicio, sino que consideraron el asunto con toda detención, siempre guiados por el Espíritu Santo.
1. Reunidos, pues, los apóstoles y los ancianos para considerar este asunto (v. 6) y (v. 7) después de mucha discusión, Pedro, como portavoz de los apóstoles, se levantó y pronunció su discurso. Sus palabras habían de tener doble fuerza, ya que, por una parte, él era judío; por otra parte, como él mismo dice:
«Dios me escogió de entre nosotros (o, más probable, de entre vosotros), para que los gentiles oyesen por mi boca la palabra del evangelio y creyesen». Pedro, pues, habló después de haber sido considerados todos los pros y contras del asunto, como debe hacerse. Pedro, en su discurso, (A) Recuerda a los reunidos la comisión que había recibido de Dios mismo, tiempo atrás, de abrir a los gentiles la puerta del Evangelio. Los mismos judíos de Jerusalén habían escuchado de labios de Pedro el relato de lo ocurrido en casa de Cornelio y se habían regocijado de que también a los gentiles hubiese concedido Dios arrepentimiento para vida (11:18), sin que entonces pusiesen ellos ninguna objeción en cuanto a la necesidad de circuncidar a los gentiles convertidos. ¿Por qué, pues, habían de poner objeciones en cuanto a los gentiles que se habían convertido al oír el Evangelio de boca de Pablo?
(B) También les hace a la memoria la forma en que «Dios (v. 8), que conoce los corazones, les dio testimonio (a los gentiles convertidos, véase 11:15–17), dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros, los del Aposento Alto de 2:1 y ss.» A quienes Dios da el Espíritu Santo, les da testimonio de que son suyos. Así que (v. 9) «ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones». Puesto que los gentiles convertidos tenían comunión con Dios mediante la fe, sin más añadiduras, no había ningún impedimento para que tuviesen también comunión unos con otros, ya que no podemos poner más condiciones para aceptar por hermanos a unos creyentes, de cualquier raza o condición que sean, que las condiciones que Dios haya puesto para aceptarlos Él mismo. La fe cristiana es preciosa en todos y produce los mismos frutos en todos los que, por ella, están unidos a Cristo. Así como no hay diferencia (Ro. 3:22, 23) en cuanto al pecado, tampoco la hay en cuanto a la gracia (v. también Gá. 3:28).
(C) Reprende severamente a los judaizantes (v. 10): «Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, imponiendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar?» En efecto, (a) reclamar de los gentiles convertidos algo que Dios no les había exigido para la salvación era «tentar a Dios». ¿Acaso podían ellos prescribirle a Dios lo que tenía que hacer? (b) La ley había sido un yugo, así como una carga (v. 28) insoportable, de la que Cristo nos libertó (Gá. 5:1–4). Exigir, pues, a los gentiles convertidos la observancia de la ley mosaica era una afrenta a Dios, a su Santo Espíritu y a Jesucristo. «Creemos, añade Pedro (v. 11), que por la gracia del Señor Jesús somos salvos, de igual modo que ellos» (comp. con Ef. 2:8). No hay un modo de salvación para los judíos, y otro para los gentiles (Gá. 5:6). La reprensión de Gálatas 2:14–16 había hecho su efecto.
2. Un breve resumen del informe de Bernabé y Pablo (v. 12). Este informe no es una digresión del tema para «entretener» a quienes tenían los ánimos caldeados por la discusión, sino una confirmación experimental de lo que Pedro acababa de decir: Dios había confirmado por medio de señales milagrosas la predicación de Pablo y Bernabé entre los gentiles. ¿Qué más pruebas se necesitaban cuando Dios había puesto su sello inconfundible en la conversión de los gentiles? Notemos que «toda la multitud calló, y escuchaban a Bernabé y a Pablo, etc.», lo que demuestra que las experiencias tienen mayor eficacia para persuadir que todos los argumentos posibles. Los que de veras temen a Dios están dispuestos a prestar atención a quienes pueden decir lo que Dios ha hecho por su alma. Como dijo el recién curado ciego de nacimiento (Jn. 9:25): «Una cosa sé, que yo era ciego y ahora veo».
3. El discurso que Santiago pronunció ante el sínodo, «cuando ellos callaron» (v. 13) y después de despertar modestamente la atención de los reunidos. (Nos apartamos enteramente de M. Henry hasta el v. 22. Nota del traductor.)
(A) Se refiere primero a lo dicho por Pedro, a quien llama (lit.) Simeón, pues ése era, en realidad, su nombre hebreo. Confirma lo dicho por Pedro acerca de la voluntad de Dios con respecto a la salvación de los gentiles por medio de la fe, de forma que también ellos fuesen «pueblo de Jehová» (comp. con 2 P. 2:9 y 10).
(B) Para dar más fuerza a lo dicho por Pedro, de forma que los de extracción judía no viesen en este asunto algo contra lo profetizado en el Antiguo Testamento, cita de Amós 9:11, 12 dentro de un contexto en que Amós se refiere a la restauración de la dinastía davídica en el reino mesiánico futuro. Por eso (comp. con 2:16), no dice que aquí se haya cumplido tal profecía, sino que (v. 15) «con esto concuerdan las palabras de los profetas». Dice Trenchard: «¿Cómo se prestaba la cita de tal profecía como confirmación de que Dios había abierto la puerta de la Iglesia a los gentiles en igualdad de condiciones con los judíos y que sobre aquéllos no se había de imponer el yugo de la Ley? Se destaca, desde luego, la intención divina de bendecir a los gentiles que invocaran Su Nombre, pero según el contexto original ésa se lleva a cabo por medio de la bendición de Israel y el levantamiento de la Casa de David».
(C) Con estos «considerandos» por delante, vienen los «resultandos» que Santiago, como presidente del Sínodo y pastor de la iglesia de Jerusalén, expone. Ryrie alude al «claro veredicto de Jacobo», con toda razón, pues el verbo griego (kríno) que Lucas usa aquí, muestra a las claras que no se trata de una mera «opinión» (según opina M. Henry), ni aun una «recomendación» (como la apellida Trenchard), sino como un veredicto judicial autorizado, aunque en representación de la comunidad y bajo la guía y conducción del Espíritu Santo. Téngase en cuenta que el versículo 19 tiene enorme importancia para refutar la idea catolicorromana de que el apóstol Pedro era el pastor de la iglesia de Jerusalén antes de marchar a Roma para establecer allí la «dinastía papal». ¿Dónde estaba el «papa» de Roma cuando Pablo escribió su Carta a los romanos? ¿Se habría interferido Pablo en asuntos ajenos? ¿Y qué decir de los saludos de Romanos 16, sin nombrar siquiera al llamado «Sumo Pontífice»?
(D) Santiago decide que «no se inquiete (es decir, que no se obligue a observar la Ley) a los que de entre los gentiles se convierten a Dios», dando así por supuesto que son salvos por la fe, sin las obras de la Ley (Ro. 3:28). Pero, a continuación (vv. 20, 21), trata de un problema práctico. Ahora sí se trata de una recomendación, y es acerca de ciertos aspectos de la Ley, especialmente repugnantes para los judíos observantes, en beneficio de quienes ¡como de hermanos más débiles!, los gentiles «fuertes» debían abstenerse de lo que se detalla a continuación (comp. con Ro. todo el cap. 14 y parte del 15 y 1 Co. todo el cap. 8). No se trata de un compromiso, ni de una imposición duradera, sino de una actitud de amor como en un compás de espera. En efecto, ninguno de los cuatro puntos es de suyo pecaminoso para el creyente cristiano: (a) Las contaminaciones de los ídolos se refieren a los manjares ofrecidos en sacrificio a los ídolos. Como dirá Pablo (Ro. 14:14, comparado con 1 Co. 8:7–13), ningún manjar es inmundo en sí mismo, pero es nocivo para el que lo come sin seguridad de conciencia; por lo cual, el hermano fuerte debe abstenerse de ese manjar por amor al hermano débil que esté presente y pueda escandalizarse de ello. (b) La fornicación (gr. porneia) no es aquí el pecado sexual que suele conocerse por ese nombre (¡eso nunca es lícito!), por lo que no era necesario nombrarle entre las cosas que se recomendaba no practicar, sino, con toda probabilidad, las uniones matrimoniales con parientes en grado prohibido por la ley mosaica (Lv. 18). Véase el comentario a Mateo 5:32; 19:9, donde ocurre el mismo vocablo y, con la mayor probabilidad, en el mismo sentido que aquí. (c) Lo estrangulado, porque no se le había sacado la sangre «en la cual está la vida» (Lv. 17:11) y (d) con mayor razón, comer la sangre. Un motivo más, agrega Santiago (v. 21), para abstenerse de estas cosas era la lectura, cada sábado, en todas las sinagogas, de la ley mosaica, por lo que los creyentes judíos conocían bien estas prohibiciones desde su niñez. Por tanto, no hay que ser severos en criticarles si les cuesta mucho apartarse de repente de estos preceptos de la ley, observados por sus mayores durante muchos siglos. Déseles tiempo y, mientras tanto, úsese de moderación por amor a estos hermanos en Cristo. Santiago trata así, con este espíritu de santa conciliación, de satisfacer a ambas partes y no provocar a ninguna.
Versículos 22–35
Vemos a continuación el resultado de la consulta. El veredicto de Santiago es unánimemente aprobado y se envían cartas, por mano de sus propios mensajeros, a los gentiles convertidos. Estas cartas servirían para asegurarles en la fe cristiana contra los falsos maestros.
I. Elección de los delegados que habían de ser enviados junto con Pablo y Bernabé para llevar las instrucciones decididas en el sínodo.
1. «Pareció bien (v. 22) … elegir de entre ellos varones y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé.» En esto convinieron «los apóstoles, los ancianos y toda la iglesia», y mostraban así su respeto y amor a la hermana iglesia de Antioquía, y animaban así el corazón de Pablo y de Bernabé y daban mayor crédito a las cartas enviadas, al serlo por mano de sus más prestigiosos líderes.
2. Los que con ellos fueron enviados no eran personas de poco más o menos, sino «varones dirigentes entre los hermanos» (v. 22b). Se les cita por sus nombres: Judas Barsabás, de quien nada más sabemos, y Silas, a quien se llama Silvano en otros lugares.
II. Redacción de las cartas para notificar el veredicto del sínodo en esta materia.
1. El preámbulo es solemne y respetuoso (v. 23). Los apóstoles muestran su humildad al ser mencionados junto con los ancianos y los hermanos de la iglesia de Jerusalén, como enviantes de las cartas. Recordaban así las instrucciones que el Maestro les había dado (Mt. 23:8). Con todo respeto, y como a hermanos en Cristo, se dirigen a los fieles de entre los gentiles, con saludos para todos los creyentes de las provincias de Siria y de Cilicia, no sólo de la iglesia local de Antioquía.
2. Sigue una reprensión tan justa como seria a los judaizantes «a los cuales no dimos orden» (v. 24) y que, por tanto, sin consentimiento de la iglesia de Jerusalén, «os han inquietado con palabras, perturbando vuestras almas, mandando circuncidaros y guardar la ley». ¡Cuánto daño hacía (y todavía hace) este legalismo! No sólo les imponían un yugo pesado e insoportable (v. 10), sino que les turbaban grandemente la conciencia, poniéndoles en grave perplejidad acerca de la salvación. Este daño lo hacían con palabras, como si dijesen: «sin sustancia alguna». ¡Cómo se repite una y otra vez, de diferentes maneras, el caso de creyentes y aun de líderes de las iglesias que perturban la paz de la conciencia con el orgullo de quienes gustan de oírse a sí mismos e imponer sus puntos de vista como si fuesen Palabra de Dios!
3. Un testimonio honorable acerca de los mensajeros por mano de los cuales enviaban las instrucciones redactadas en el sínodo:
(A) Primero, de Pablo y Bernabé (vv. 25, 26), a quienes esos judaizantes censuraban de haber hecho sólo la mitad de la obra al haber traído a los gentiles convertidos al cristianismo solamente y no al judaísmo. El acuerdo del sínodo llama a dichos hermanos «nuestros amados Bernabé y Pablo» (v. 25b). Bueno es que los hombres que se hallan en altos cargos de responsabilidad expresen la estima en que tienen a otros hermanos en la fe. La mejor recomendación que hacen de ellos es que (v. 26) «han expuesto su vida por el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (v. 13:50; 14:5, 19). Tan fieles confesores del Señor no podían ser infieles predicadores de su palabra.
(B) Después, de Judas Barsabás y de Silas (o Silvano): varones que ellos habían elegido (v. 25), que habían asistido a todas las discusiones del sínodo y les informarían de palabra de lo mismo que estaba escrito en las cartas. Una explicación de palabra aclara muchas veces lo que alguien podría tergiversar ateniéndose únicamente a lo escrito.
4. Viene luego la decisión tomada sobre los cuatro puntos mencionados y explicados anteriormente (vv. 28, 29). Hay varias expresiones muy dignas de consideración: (A) «Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros, es decir, a nosotros bajo la guía del Espíritu Santo». Si fuese una decisión meramente humana, no se atreverían a imponerla a otros. (B) Muestran su amor y su ternura al decir que no es deseo de ellos (ni del Espíritu Santo) imponerles ninguna carga más que estas cosas necesarias (necesarias, no en su esencia, sino en atención a las circunstancias). (C) La frase: «de las cuales cosas guardándoos, bien haréis» no significa una conveniencia, sino una cosa necesaria, pues equivale a «obraréis correctamente», aunque las expresiones son modestas como corresponde a hermanos que no se atreven a imponer a otros hermanos más cargas que las que el Señor mismo ha impuesto. ¡Ojalá tuviésemos siempre una consideración y una ternura semejantes a éstas! (D) El saludo con que acaba la carta (gr. érrosthe) significa un deseo de que se conserven en buen estado de salud, al estilo griego de despedirse. No debe extrañarnos, pues equivale a nuestro «¡Adiós!» Dice Trenchard: «El saludo final se reduce al mínimo, puesto que la carta va dirigida a muchísimos hermanos gentiles anónimos de la región Siria- Cilicia y no a una iglesia determinada o a hermanos conocidos».
III. La entrega de las cartas. Una vez que los hermanos de Jerusalén dieron la despedida (lit.) a los emisarios elegidos, éstos (v. 30) descendieron a Antioquía (de Siria). No se entretuvieron en Jerusalén más de lo necesario, sino que partieron rápidamente a cumplir la misión que se les había encomendado. Tan pronto como llegaron, no se entretuvieron en otros menesteres, sino que «reuniendo a la congregación, entregaron la carta; y (v. 31) habiéndola leído, se regocijaron por la consolación» que la carta les daba al no imponerles la circuncisión ni la observancia de la Ley, sino solamente aquello que, de momento, podía ofender a los hermanos más débiles, a los de extracción judía. ¡De veras era gran consuelo verse seguros en la libertad con que Cristo les había hecho libres! (Gá. 5:1). Pero, además de eso, disfrutaron del consuelo y del fortalecimiento que recibieron con las palabras de Judas y de Silas (v. 32). Obsérvese cuál es la obra de los ministros de Dios con los que están en Cristo: 1. Consolarlos, con lo cual los creyentes quedan confirmados y asegurados en su fe, pues el gozo de Jehová será nuestra fuerza.
2. Exhortarlos a perseverar, les alertan a todo lo que es bueno (comp. con Fil. 4:8) e instruyen a los que son tardos en aprender.
IV. Viene ahora la despedida de los comisionados por la iglesia de Jerusalén (Judas y Silas) para acompañar a Pablo y a Bernabé. Vuelven a aquellos que los habían enviado (v. 33). Los plurales indican que tanto Judas como Silas volvieron a Jerusalén; el versículo 34 no consta en los MSS más importantes, y parece haber sido añadido para explicar mejor la posterior presencia de Silas en Antioquía (v. 40).
Véase la alternativa explicación que el Profesor Trenchard da de esta aparente anomalía: «… que este hermano volviera también a Jerusalén, pero, al haber visto las posibilidades de la extensa obra entre los gentiles y al sentir un llamamiento para ayudar en ella, se preocupara en arreglar sus asuntos convenientemente con el fin de volver lo antes posible a Antioquía, y estar a mano cuando Pablo llegó a necesitarle como colaborador y compañero al iniciar el segundo viaje». Entretanto, Pablo y Bernabé (v. 35) continuaron en Antioquía, pues pertenecían, como profetas y maestros (13:1) a aquella iglesia, como lo confirma el que allí continuasen enseñando y anunciando el evangelio. Aunque también había allí otros muchos que compartían con ellos esas tareas, no por eso permanecieron ociosos. La multitud de obreros en la viña del Señor no debe hacernos ociosos. Cada uno tiene su don y su ocasión para ejercitarlo. El celo y la utilidad de otros deben despertarnos, no adormecernos.
Versículos 36–41
Contienda privada entre dos ministros del Señor. Son nada menos que Pablo y Bernabé, pero la cosa termina no del todo mal gracias a la providencia de Dios que se valió de ella para otros fines.
1. Vemos primero una buena propuesta que Pablo hizo a Bernabé de volver a visitar (v. 36) los lugares donde habían plantado iglesias para ver cómo están. Pablo era muy consciente de su papel como apóstol de los gentiles y, como ya habían pasado algún tiempo en Antioquía, iglesia bien servida, quiere volver a visitar todas las ciudades en que habían anunciado el evangelio. La compañía del buen Bernabé le había sido siempre de gran bendición a Pablo y con él quiere marchar en este segundo viaje misionero para regar juntos lo que juntos habían plantado. Así como hemos de atender a nuestras oraciones y escuchar la respuesta que Dios les da, así también hemos de atender a nuestra predicación y ver los resultados que el Señor le da. «Volvamos a visitar … para ver cómo están». Así lo redacta el médico Lucas. Pablo, como médico espiritual, quiere visitar a los hermanos como visita un médico a los pacientes que se van recuperando, para prescribir lo necesario para una curación completa y evitar las recaídas; y si gozan de buena salud, podrán alegrarse con ellos de la gracia de Dios; si no, llorarán con ellos por la miseria del hombre.
2. El desacuerdo entre ambos sobre Juan Marcos, a quien su primo Bernabé quería que les acompañase en este viaje (v. 37), «pero Pablo (v. 38) insistía en que no debían llevar consigo al que se había apartado de ellos desde Panfilia, y no había ido (es decir, seguido) con ellos a la obra». Pablo tenía bien guardada en la memoria aquella triste partida del ayudante (13:5, 13) y pensaba que quien así les había dejado, no era de fiar. Aunque no se exponen aquí las razones que tenía Bernabé para volver a llevar a Marcos, es de suponer, conocido el bondadoso carácter de Bernabé, que pensase en dar a su primo una segunda oportunidad, seguro de que se había corregido de su anterior cobardía. Podemos, pues, asegurar que cada uno de ellos tenía su parte de razón, como suele acontecer en estos casos.
3. Para mostrar que estos santos varones eran hombres de pasiones semejantes a las nuestras (Stg. 5:17, lit.) y no ángeles sin pecado, Lucas no oculta la tirantez que se produjo entre ellos (v. 39), tan grande que Lucas usa el término griego paroxysmós, de oxys, agudo, con lo que se expresa que la disputa subió considerablemente de tono. Como ninguno de los dos cedía, se separaron el uno del otro. Sólo el ejemplo de Cristo es una luz sin sombras, digno de que se sigan en todo sus pisadas (1 P. 2:21). Pero esto no ha de extrañarnos, pues aun los mejores santos tienen diferentes puntos de vista, discutibles pero no necesariamente falsos. La unidad completa, en esto como en todo, sólo se obtendrá cuando lleguemos a la estación de término (Ef. 4:13). Pablo y Bernabé, que no habían sido separados por la persecución de los judíos no creyentes, ni por la imposición de los judíos creyentes, se separaron por desavenencias entre sí mismos.
4. Pero la providencia de Dios sabe sacar aun de los males bienes y así lo hizo en esta ocasión, pues en lugar de un solo viaje misionero, tendremos ahora dos en dos distintos campos de labor: «Bernabé (v. 39b), tomando a Marcos, se embarcó rumbo a Chipre, de donde era nativo (4:36) y donde había comenzado el primer viaje misionero con Pablo (13:4). Y Pablo (v. 40), escogiendo a Silas, salió a otros lugares, entre ellos Cilicia que era su país natal (21:39). Parece como si cada uno, tras una desavenencia tan agria, sintiese añoranza por el suelo que le vio crecer. Pero Dios se sirvió de estas circunstancias, al parecer, tan dignas de lástima, para cumplir sus propios designios, pues un número mayor de manos se entregaron a la obra entre los gentiles y, por lo que se ve (o por lo que no se ve), la mano de Juan Marcos, que había sido infiel anteriormente, demostró ser fiel y útil, mientras que entró en la obra otra mano muy útil, la de Silas o Silvano (v. 2 Co. 1:19).
Otros detalles dignos de observación son: (A) Que la iglesia de Antioquía parece ser que dio la razón a Pablo, pues fue él quien salió encomendado por los hermanos a la gracia del Señor, mientras que ya no vuelve a mencionarse en la Biblia la obra de Bernabé, excepto en una referencia incidental de Pablo (1 Co. 9:6). (B) Que andando el tiempo, quizás tras buenas pruebas, Pablo tuvo de Juan Marcos mejor opinión que en el caso presente, pues escribía a Timoteo (2 Ti. 4:11): «Toma a Marcos y tráele contigo, porque me es útil para el ministerio». «De sabios es cambiar de opinión», dice un antiguo proverbio latino, y Pablo mostró serlo al corregir la mala opinión que (con su parte de razón) tenía de Marcos. Incluso a quienes hemos condenado justamente, si después demuestran ser fieles, deberíamos recibirles con alegría, perdonar y olvidar lo pasado y, si llega la ocasión, darles buenas palabras a ellos, y buen testimonio de ellos a los demás. (C) Que Pablo no se destempló por el triste incidente con Bernabé, sino que, con el mismo ánimo de siempre, pasó (v. 41) por Siria y Cilicia, consolidando las iglesias. Bien empleados están los ministros del Señor cuando se les usa en la consolidación de los creyentes, tanto como en la conversión de los no creyentes. Quizá, como a Pedro (Lc. 22:32; Jn. 21:15–17), la pasada experiencia le habría servido a Pablo para mejor fortalecer a los caídos.
En este capítulo tenemos: I. El comienzo de la relación de Pablo con Timoteo (vv. 1–3). II. La visita que hizo a las iglesias a fin de consolidarlas (vv. 4, 5). III. Su llamamiento a Macedonia, y su llegada a Filipos (vv. 6–13). IV. La conversión de Lidia allí (vv. 14, 15). V. La expulsión de un demonio del cuerpo de una muchacha (vv. 16–18). VI. La acusación contra Pablo y Silas, el mal trato que les dieron y su encarcelamiento (vv. 19–24). VII. La milagrosa conversión del carcelero (vv. 25–34). VIII. El honroso descargo de Pablo y Silas (vv. 35–40).
Versículos 1–5
I. Pablo, como buen padre espiritual, toma a su cargo al joven Timoteo, de quien se nos dice aquí (vv. 1, 2): 1. Que era discípulo, es decir, cristiano. 2. Que su madre era de raza judía, pero creyente en Cristo. Como sabemos por 2 Timoteo 1:5, se llamaba Eunice, y era Lois o Loida el nombre de su abuela materna. Pablo encomia la fe no fingida de estas tres personas. 3. Que su padre era griego, gentil. Al no ser judío su padre, Timoteo no estaba obligado a circuncidarse, a no ser que lo desease cuando fuese mayor. Aunque su madre no se había impuesto para que fuese circuncidado en la infancia, le había educado en el temor
de Dios, de forma que, aun careciendo de la señal del pacto, no careciese de la realidad significada. 4. Que daban (v. 2) buen testimonio de él los hermanos que estaban en Listra y en Iconio. Así, pues, tenía buen nombre entre la gente buena. 5. Que Pablo (v. 3) quiso que saliera con él, pues veía en él un joven de buenas cualidades para la obra del Señor. 6. Que tomándole, le circuncidó, lo cual, a primera vista, aparece extraño después de su oposición a los judaizantes en la materia de la circuncisión y de la observancia de la ley de Moisés, pero no le circuncidó porque creyese que lo necesitaba para salvarse, sino por causa de los judíos que había en aquellos lugares, es decir, para que su ministerio fuese mejor aceptado entre los judíos que abundaban en aquella regiones.
II. La consolidación de las iglesias plantadas (vv. 4, 5): Pasaban por las ciudades donde antes Pablo y Bernabé habían predicado el Evangelio, habían fundado iglesias y las habían visitado a su vuelta. En estas iglesias entregaban las ordenanzas que habían acordado los apóstoles y los ancianos que estaban en Jerusalén, para que las observasen. Así se les prestaba un excelente servicio, pues todas las iglesias de aquellas regiones estaban interesadas en las decisiones tomadas en el sínodo de Jerusalén. 1. Las iglesias (v. 5) eran consolidadas en la fe. Se consolidaban especialmente en su opinión contra la imposición de la observancia de la ley a los gentiles. Cuando vieron en las ordenanzas el testimonio, no sólo de los apóstoles y los ancianos, sino también del Espíritu Santo, quedaron consolidadas. Los testimonios a la verdad, aun cuando no resulten eficaces para convencer a quienes se oponen a ella, pueden ser muy útiles para consolidar a los que se hallan perplejos acerca de ella. Además, el espíritu de ternura que aquellas cartas rezumaban mostraba bien a las claras que los apóstoles y los ancianos habían sido guiados, al redactarlas, por quien es el Amor mismo, el Espíritu Santo. 2. «y aumentaban en número cada día» (v. 5b). La imposición del yugo de la ley sobre el cuello de los recién convertidos era suficiente para asustar a la gente y apartarla de la conversión al cristianismo. Pero, al hallarse libres con la libertad que Cristo nos otorgó con su obra redentora (Gá. 5:1), aceptaban gozosos el mensaje del Evangelio. Y así, las iglesias aumentaban en número cada día. ¡Qué gozo para los que trabajan por la salvación de las almas ver un aumento tan grande y tan constante!
Versículos 6–15
I. Pablo viaja de una parte a otra haciendo el bien. 1. Él y Silas atravesaron Frigia y la región de Galacia (v. 6). 2. El Espíritu Santo les impidió hablar la palabra en Asia proconsular. No sabemos por qué medio dio esta orden el Espíritu Santo, aunque es probable que lo hiciese por medio de un profeta. Tampoco sabemos por qué lo impidió. Lo cierto es que el Señor quería usarles en una nueva obra, la de predicar el Evangelio en la colonia romana de Filipos. La retirada de los ministros de Dios de una parte a otra se ha de hacer siempre bajo la guía y conducción de Dios. 3. También intentaron ir a Bitinia, pero el Espíritu de Jesús (comp. Ro. 8:9) no se lo permitió (v. 7). Todo parece apuntar a que la voluntad de Dios era que fuesen cuanto antes a Macedonia (v. 9). 4. Pasaron junto a Misia (v. 8) y no cabe duda de que pasarían sembrando la semilla del Evangelio, descendiendo a Tróade (o Troas), donde hallamos después una iglesia floreciente (20:5–12). En Tróade, Lucas se unió a los expedicionarios, pues el versículo 10 da comienzo a la narración en primera persona del plural, aunque no siempre estuvo en compañía de ellos, pero sí ciertamente en 20:5; 21:18 y 27:1–28:16.
II. Especial llamamiento para que fuesen a Macedonia y, dentro de esta provincia, a Filipos, colonia romana (v. 21).
1. La visión que tuvo Pablo (v. 9). La expresión «una visión de noche» da a entender que la tuvo Pablo en sueños: un varón macedonio estaba en pie, rogándole y diciendo. Pasa a Macedonia y ayúdanos. En otras ocasiones, los apóstoles recibían sus órdenes por medio de un mensajero celeste, pero ahora Pablo recibe de un mensajero humano la orden de pasar a Macedonia; no se nos dice que fuese un magistrado ni un sacerdote de los dioses, sino un varón sencillo y corriente. La invitación era: «Pasa a Macedonia y ayúdanos». Como si dijese: «Ven a predicarnos el Evangelio, por el cual has llevado la salvación a muchos. También nosotros la necesitamos. Ven cuanto antes, pues ése es tu oficio, y ésa es nuestra necesidad. No te contentes con orar por nosotros, sino ven a obrar entre nosotros».
2. La interpretación que dieron a esta visión. No sólo fue Pablo quien interpretó la visión como una orden del cielo, sino también sus acompañantes, Silas y el propio Lucas, que aquí se incluye en primera persona: «Cuando vio la visión (v. 10), enseguida procuramos partir para Macedonia, dando por cierto que Dios nos llamaba para que les anunciásemos el evangelio». Dios nos llama a veces por medio de la llamada de un hombre, aunque es cierto que, en cada caso, hemos de discernir si es o no un verdadero llamamiento de Dios. Pablo poseía el don de discernimiento y por eso, no cabía ninguna duda para él.
III. El viaje a Macedonia. Pablo no fue desobediente a la visión celestial (comp. 26:19), sino que siguió las instrucciones divinas con mayor satisfacción que si hubiese seguido con sus propios planes. Partieron enseguida (v. 10). Así como Pablo seguía a Cristo, sus compañeros le seguían a él, y así todos resolvieron ir a Macedonia. Los llamamientos de Dios han de ponerse por obra cuanto antes, para que no se pierda la oportunidad y nos hallemos culpables de desaprovechar la ocasión de salvar, aun cuando así sea, una sola alma. Zarparon de Tróade (v. 11) y parece ser que navegaron con viento en popa, pues dice Lucas: «vinimos con rumbo directo a Samotracia, y el día siguiente a Neápolis», que significa (como Nápoles) «ciudad nueva». «De allí (v. 12) a Filipos», unos 12 km más allá, no por mar, sino por tierra. De Filipos dice Lucas que era «una ciudad principal de la provincia de Macedonia» o, según la lectura más probable, «la ciudad más importante, etc.». Comenzaron por allí, porque si el Evangelio era bien recibido en Filipos, era probable que se recibiese bien igualmente en las demás ciudades de aquella provincia. Era una colonia; como dice Ryrie: «como un pedazo de Roma trasplantado al extranjero, de forma que quienes poseían la ciudadanía en una colonia, gozaban de los mismos derechos que habían tenido si viviesen en Italia». Había sido fundada en 356 a. de C., por Filipo, padre de Alejandro Magno.
IV. El frío recibimiento con que Pablo y sus compañeros fueron acogidos en Filipos. Podría pensarse que, después de haber tenido un llamamiento tan particular de Dios mismo, les habían de recibir allí con los brazos abiertos. ¿Dónde estaba el varón macedonio que se había aparecido a Pablo para pedirle ayuda inmediata? ¿Por qué no despertó los ánimos de sus compatriotas para salir al encuentro de los misioneros? «Y nos quedamos en aquella ciudad (v. 12b) algunos días», dice Lucas. Pablo solía proclamar el Evangelio primeramente a los judíos, pero es obvio que allí no había diez varones judíos, número necesario para formar grupo en una sinagoga, pero sí había un grupo de mujeres (v. 13) que se habían reunido para orar, pues eran adoradoras del verdadero Dios, por lo que se habían reunido allí en sábado, según la costumbre judía. Si no tenemos otro lugar de reunión, bien podemos orar y adorar al Señor aunque sea «fuera de la puerta, junto al río». Allí, dice Lucas, «sentándonos, nos pusimos a hablarles» de forma familiar, como indica el verbo griego. «Con todo, como dice Trenchard, el mensaje sería el de siempre: las profecías mesiánicas cumplidas ya en la Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo.»
V. La conversión de Lidia. En los relatos de Hechos, no sólo tenemos la conversión de grandes grupos en las ciudades mencionadas, sino también de muchas personas individualmente, pues tal es el valor de las almas, que el llevar a Dios una sola es asunto de gran interés. Y no sólo tenemos conversiones individuales llevadas a cabo milagrosamente, como la de Pablo, sino también mediante los métodos ordinarios de la gracia, como es el caso de Lidia aquí.
1. Es un honor para ella tener su nombre registrado en el libro de Dios. Aunque no tengamos nuestro nombre registrado en la Biblia, nos bastará con tenerlo en el libro de la vida del Cordero. De Lidia se nos dice aquí que era (v. 14) vendedora de púrpura, no vestida de púrpura; por lo que se deduce, ella misma llevaba el negocio; probablemente era viuda, más bien que soltera. Era nativa de la ciudad de Tiatira, entre Sardis y Pérgamo. La Providencia la había traído a Filipos, que se halla a gran distancia de Tiatira. Adoraba a Dios, frase equivalente a «temerosa de Dios». Al ser gentil de nacimiento, adoraba y servía al Dios de Israel y acudía a las reuniones que otras mujeres tenían para orar y leer las Escrituras. Los negocios seculares honestos no son obstáculo para el cumplimiento de nuestras devociones. También en el negocio puede y debe el creyente dar buen testimonio. Estas mujeres estaban bien dispuestas para recibir a Cristo, pues quienes sinceramente adoran y sirven a Dios, pueden percibir fácilmente la necesidad que tienen del Salvador.
2. Lidia estaba oyendo, es decir, estaba atenta a las palabras que los apóstoles dirigían a este grupo de mujeres. ¿Podemos esperar que Dios escuche nuestras oraciones si no estamos atentos a su Palabra? «El Señor abrió su corazón para que estuviese atenta a lo que Pablo hablaba», lo que indica fe en el mensaje que oía (comp. 2:41). Dice el jesuita Leal: «Nótese cómo la conversión es obra de Dios». La persona cree libremente (nota del traductor), pero es Dios quien despierta el corazón con su gracia. Trenchard comete aquí un grave error al comparar este caso con Apocalipsis 3:20, donde no se trata de conversión, sino de comunión (v. todo el contexto). Dice bien M. Henry: «No es que nosotros no tengamos nada que hacer, pero, de nosotros mismos, sin la gracia de Dios no podemos hacer nada. Dios no se limitó a tocarle el corazón, sino que se lo abrió. Un corazón inconverso está cerrado y fortificado contra Cristo».
3. El efecto de esta obra de Dios en Lidia. No sólo se convirtió al Señor, sino que fue bautizada, así como su familia, es decir, las personas adultas (hijos, si los tenía, y criados) que vivían en su casa (comp. 16:31 y ss.). La sinceridad de su conversión se echa de ver en su disposición a servir a los siervos de Dios y tener así mayor oportunidad de escuchar las enseñanzas de los apóstoles (v. 15b): «Nos rogó diciendo: Si habéis juzgado que soy fiel al Señor, entrad y hospedaos en mi casa. Y nos obligó a quedarnos». De este modo, deseaba también tener una oportunidad de mostrar su gratitud a quienes habían sido los instrumentos de Dios en el bendito cambio que en ella se había operado. Tan pronto como su corazón se abrió a Cristo, se abrió su casa a los ministros de Cristo. Su invitación no era de pura cortesía, sino tan sincera que, dice Lucas, «nos constriñó (el mismo vocablo de Lc. 24:29) a quedarnos», lo cual insinúa que ellos se resistían, pero cedieron ante la insistencia de ella.
Versículos 16–24
La gente comienza a percatarse de la presencia de Pablo y de sus compañeros en Filipos, y la causa fue una muchacha que tenía espíritu de adivinación (v. 16).
1. Poseía, pues, un espíritu pitón (lit.), era una especie de «médium», de la que se servía el demonio para «profetizar»; nos recuerda, dice Leal, «la serpiente Pitón del oráculo de Delfos», donde se imaginaba la gente que el pagano dios Apolo respondía a las consultas que se le hacían. De esta forma cautivaba Satanás la mente y el corazón de la gente. Con este don diabólico, la muchacha daba gran ganancia a sus amos.
2. Esta muchacha salió al encuentro de Pablo y sus compañeros cuando éstos iban a la oración. No se ocultaban para ir allá y, en todo caso, Satanás sabía bien adónde iban. Lo extraño es que diese testimonio correcto de quiénes eran y del mensaje que predicaban (v. 17): Ésta, siguiendo (el verbo griego indica que los seguía de cerca, no dejándolos ni a sol ni a sombra) a Pablo y a nosotros, gritaba, diciendo. Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, quienes os anuncian camino de salvación (lit.). Aunque el griego no lleva artículo determinativo, no se puede sacar de ahí ninguna conclusión en contra de la verdad del testimonio. Pero, ¿cómo podía salir de un demonio un testimonio veraz a favor del Evangelio? ¿Está Satanás dividido contra si mismo? Al compar este versículo con Marcos 1:24, 34; 3:11; 5:7, vemos que, como en el caso de Jesús, había aquí algo no bueno, más aún, perjudicial. Pablo, como Cristo, no quería testimonios de procedencia diabólica: en el caso de Jesús, porque favorecía a los que abrigaban falsas ideas sobre el Mesías; en el caso de Pablo, porque, como dice Trenchard, «podría envolver la pureza del Evangelio con las mentiras y suciedades del paganismo y con las operaciones de demonios». Más aún, los que estuvieran dispuestos a recibir la predicación de Pablo y sus compañeros, al verla anunciada por el espíritu inmundo de adivinación, cobrarían prejuicios contra el Evangelio.
3. Por tanto, después de aguantar por muchos días tal propaganda (v. 18), Pablo, cansado ya de esto, se volvió y dijo al espíritu. Te mando en el nombre de Jesucristo, que salgas de ella. Dotado como estaba, tanto del don de discernimiento de espíritus como del poder para expulsar demonios, Pablo procedió a exorcizar a la muchacha. Con eso sí que demostró realmente que eran siervos del Dios Altísimo. Con las palabras de Pablo, salió el poder del Espíritu Santo y obligó al espíritu inmundo a salir de la muchacha:
«Y salió en aquel mismo momento».
4 «Raíz de todos los males es el amor al dinero» (1 Ti. 6:10). Por eso, el gran favor que Pablo había hecho a la muchacha al echar de ella el espíritu pitón, en lugar de mover a sus amos a gratitud, los enfureció (v. 19): «Viendo sus amos que salió (lit. el mismo verbo de 18b) la esperanza de su ganancia, prendieron a Pablo y a Silas y los arrastraron hasta la plaza pública, ante las autoridades», es decir, los magistrados de la ciudad. Comenta atinadamente Trenchard: «poco les importaría el portento, con la manifestación de la operación de una potencia divina, y mucho menos el hecho de que la pobre muchacha había sido restaurada a una vida normal, al quedar libre su personalidad humana de la sujeción del demonio. La avaricia podía más que toda consideración espiritual, humanitaria o lógica».
5. El cargo que los amos de la muchacha presentaron contra Pablo y sus compañeros (vv. 20, 21):
«Estos hombres, siendo judíos, alborotan nuestra ciudad y proclaman costumbres que no nos es lícito recibir ni hacer, pues somos romanos», es decir, descendientes, en su mayoría, de los antiguos legionarios llevados allá durante las batallas libradas en los años 42 y 31 a. de C. Nótese que el cargo que presentan es triple: (A) Son judíos. Ya en aquellas fechas (y más después del año 70 de nuestra era), el espíritu antisemita se había extendido por el Imperio Romano. (B) Alborotan nuestra ciudad. La aceptación del mensaje del Evangelio por parte de algunos había provocado la oposición de otros, con lo que las discusiones subsiguientes podían presentarse, como es corriente aún en nuestros días, como alteraciones del orden público. (C) Proclaman costumbres ilícitas para nosotros. Es bien sabido que los emperadores romanos eran tolerantes con todas las religiones, con tal que se admitiese también el culto al emperador («el César es Señor»). Por el poder del Espíritu Santo, los cristianos tenían el denuedo suficiente para confesar: «Jesús es el Señor» (1 Co. 12:3) y, por esta confesión y su negativa a tributar culto al César, millones de cristianos dieron la vida. Por eso, los romanos adictos al César (tanto en Roma como en Filipos) veían en el cristianismo algo que no era lícito recibir ni hacer (comp. con 17:7).
6. La forma en que los magistrados procedieron contra Pablo y Silas (vv. 22–24): «Rasgándoles las ropas, ordenaron azotarles con varas sobre la espalda desnuda. Después de haberles azotado mucho, etc.». En 2 Corintios 11:24, 25, Pablo distingue los azotes recibidos de los judíos, que no podían pasar de 39, de los recibidos con varas, esto es, de los romanos, que no tenían número fijo. Pero ni aun así los soltaron, sino que (v. 23b) los echaron en la cárcel, mandando al carcelero que los guardase con seguridad, como si se tratase de bandidos peligrosos o astutos aventureros que intentasen escapar de la cárcel o estuviesen en connivencia con otros que pudiesen, por algún medio, rescatarlos de la prisión. El carcelero, tan cruel como los magistrados, los metió (v. 24) en la celda más recóndita de la cárcel y les sujetó los pies al cepo (NVI). Esto es lo que solía hacerse con los malhechores más peligrosos, y en estas malísimas condiciones físicas pasaron Pablo y Silas las primeras horas de la noche.
Versículos 25–34
Designios de los perseguidores de Pablo y Silas quebrantados y cambiados en bien por la providencia extraordinaria de Dios.
1. Los perseguidores se proponían desanimar a los predicadores del Evangelio, pero aquí los vemos animados y gozosos. Después de la azotaina que les habían propinado y en la incómoda postura a que el cepo les obligaba a recostarse con las espaldas llagadas, se podía esperar que se quejasen y gimiesen, sin saber además lo que iban a hacer con ellos al día siguiente. Pero los vemos (v. 25) a medianoche orando y cantando himnos a Dios; no era hora ni lugar de oración, pero en cualquier sitio y a cualquiera hora se puede orar y adorar a Dios en espíritu y en verdad. Si, como dice Santiago (5:13), «el que esté afligido haga oración; y el que esté alegre, cante alabanzas», aquí tenemos a Pablo y Silas, bajo aflicción y orando, pero también alegres y cantando alabanzas. Lucas hace notar el detalle de que los presos les escuchaban, lo cual indica que cantaban lo bastante alto para que sus voces se oyesen a través de las recias paredes de los calabozos. Así eran de alguna manera, preparados para el milagroso favor que Dios mostró a todos, al hacer que se abrieran todas las puertas de la cárcel (v. 26). Dios animó más todavía a sus siervos, con un repentino y milagroso terremoto que sacudió los cimientos de la cárcel. El Señor estaba en este fenómeno, y mostraba su ira por las indignidades cometidas con sus siervos; y no sólo se abrieron todas las puertas, sino que las cadenas de todos se soltaron (comp. con 12:7).
2. Los perseguidores se proponían parar el avance del Evangelio, pero ahora resultaba que el propio carcelero que tan mal había tratado a Pablo y Silas en cumplimiento de las órdenes que había recibido de sus superiores, se convertía al Evangelio, haciéndose siervo de Cristo. Como buen romano, y aunque no tenía ninguna culpa en la apertura de la cárcel, se quería suicidar (v. 27), ya que daba por supuesto que todos los presos habían huido. Él no podía ver el interior de la prisión, pues estaba oscuro y era medianoche, pero Pablo pudo ver bien, sobre el fondo de la relativa claridad exterior, el gesto del carcelero al desenvainar la espada (pues, en todo caso, sabía que sería ejecutado; comp. 12:19), por lo que se apresuró a gritarle (v. 28): «No te hagas ningún mal, pues todos estamos aquí». ¿Por qué no se escaparon los demás presos o, al menos, algunos? Sin duda, Dios mostró su poder atándoles el alma, tanto como lo había mostrado desatándoles los pies.
3. Veamos ahora la reacción del carcelero, tras el grito de Pablo.
(A) El miedo que antes tenía hasta inducirle al suicidio, ahora le llevaba, bajo la acción de la gracia, a temblar por su alma (v. 29) y se postró a los pies de Pablo y Silas. No pudo acudir a mejor médico del alma que Pablo, pues también él había sido perseguidor de los cristianos y los había metido en la cárcel (8:3; 9:1); así podía simpatizar mejor con los sentimientos del carcelero. Es muy probable que este hombre hubiese oído algo de la predicación de sus presos; al menos, conocería la insistente proclamación de la muchacha posesa: «Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, quienes os anuncian un camino de salvación» (v. 17). Ante los extraordinarios fenómenos que estaba presenciando y al ver en estos hombres algo sublime que les diferenciaba de los demás presos que había conocido, cae ahora a sus pies como pidiendo perdón por lo que les había hecho, y se dirige a ellos con el mayor respeto (v. 30): «Señores». A continuación, se preocupa por su situación espiritual y pregunta como algo en que se juega el alma:
«¿Qué tengo que hacer para ser salvo?» Con esto muestra: (a) Que conoce la importancia de la salvación; (b) que sabe que hay que hacer algo y (c) que está dispuesto a cumplir lo que se le exija, por duro y difícil que le resulte.
(B) Ellos le dieron inmediatamente una instrucción breve, concisa y clara, que ya se ha hecho frase clásica y lapidaria (v. 31): «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo, tú y tu casa». Como dice el Prof. Trenchard, «Fue un principio, una soga que se echa al hombre que se ahoga, quedando para más tarde la explicación del sentido pleno de la “salvación” y la presentación de la persona del Salvador Jesucristo». La última cláusula: «tú y tu casa» no significa la promesa de que sus familiares también habrían de ser salvos posteriormente; mucho menos significa que pudiesen salvarse por creer y ser salvo el cabeza de familia, pues nadie puede creer ni salvarse por otro. Significa simplemente que los de su casa tendrían la misma oportunidad de salvación si, como él, ponían su fe en el Señor Jesucristo. Pablo y Silas se olvidan ahora de sus heridas, del frío de la madrugada y de la noche que pasaban en vela; ni por un momento demoran anunciarle a este hombre el camino de salvación. Lucas no nos dice si algún otro preso se convirtió o no.
(C) Por lo que se desprende del contexto posterior, allí mismo, en cl patio de la cárcel, Pablo y Silas instruyeron con más detalle en la palabra del Señor, no sólo al carcelero, sino también a todos los que estaban en su casa (v. 32). Los padres de familia y amos han de procurar que los que están bajo su cargo sean instruidos en la Palabra de Dios, pues el alma del más pobre esclavo vale tanto como la del amo más encopetado, ya que todos han sido comprados al mismo precio. También allí mismo, en algún pozo del patio (v. 33) «les lavó las heridas, y enseguida se bautizó él con todos los suyos». Nótese cómo este hombre, ya salvo por la fe, se preocupó inmediatamente por los cuerpos heridos de quienes habían sido los instrumentos de Dios para salvarle, antes de bautizarse él con todos los de su casa que, como él, habían escuchado el mensaje y habían puesto su fe en el Señor. El texto, pues, no da pie en modo alguno para fundamentar el bautismo de los niños de pecho.
(D) Del patio de la cárcel, el oficial romano, acompañado de sus familiares (incluidos los criados), llevó a Pablo y a Silas a su casa, situada con toda probabilidad encima de la misma prisión y les puso la mesa, correspondiendo así, como Lidia anteriormente (v. 15), con la comida material y el hospedaje, a la comida espiritual que Pablo y Silas les habían impartido y continuarían impartiéndoles también durante la cena, «mientras que (dice Trenchard) el rostro del carcelero, un poco antes espejo de desesperación, radiaba el gozo del Señor al darse cuenta de que la salvación había llegado a su casa: Y se regocijó con toda su familia de haber creído a Dios; de haber salido del reino de las tinieblas a la luz admirable del Reino de Cristo». Nótese cómo el que antes había creído en (gr. epí. sobre la base, o, ya que la preposición rige aquí acusativo, echándose sobre) Jesucristo (v. 31), se dice ahora (v. 34) que había creído a Dios, es decir, había dado crédito a la palabra de Dios. Las expresiones, pues, no son sinónimas (contra la opinión de J. Leal y del propio M. Henry), sino que indican dos aspectos diferentes que se integran en el acto de creer.
Versículos 35–40
1. Se da orden de soltar de la prisión a Pablo y Silas (vv. 35, 36). Los magistrados que tan mal los habían tratado el día anterior, cuando fue de día, se dieron más prisa a soltarlos que ellos mismos a pedirlo. Enviaron alguaciles, es decir, los llamados en latín lictores, porque iban con varas, pero sin el hacha correspondiente, la cual estaba reservada a los lictores de Roma. La orden fue: «Suelta a aquellos hombres» (v. 35). El carcelero, por su parte, transmitió a Pablo las palabras de los lictores (v. 36), no porque desease que se marchasen tan queridos huéspedes, sino para notificarles que estaban en libertad para proseguir con su programa.
2. Pablo se negó a salir clandestinamente (v. 37), después de haber sido azotados públicamente, a pesar de ser ciudadanos romanos. No alegó esta circunstancia el día anterior, para que no se pensase que era una excusa para no padecer por la verdad que predicaba, pero lo hizo después, seguramente para mejor proteger a la iglesia naciente en la ciudad. Quienes critican a Pablo en esto, como si hubiese puesto su confianza en la carne, carecen de la ecuanimidad necesaria para discernir las circunstancias. Pablo obraba así solamente cuando le servía para el avance del Evangelio, sin darle importancia en cuanto a lo que para él mismo significaba. Además, Pablo tiene interés en hacerles saber que han obrado contra toda justicia, pues, aparte de la ciudadanía romana (cosa que los magistrados ignoraban), habían cometido el gran desafuero de azotarlos y meterlos en la cárcel sin sentencia judicial, sin proceso ante los tribunales. Decirles que les habían azotado al ser mensajeros de Cristo no habría tenido ningún influjo en los magistrados, pero decir que les habían hecho esa injuria al ser ciudadanos romanos, les haría temblar; así de ordinario es que la gente tema más al César que a Cristo. Era necesario que los magistrados se diesen cuenta de este desafuero, y soltasen públicamente a quienes habían azotado y encarcelado públicamente. Pablo hacía esto, no por puntillo de honor, sino por exigencias de la justicia.
3. Los magistrados (v. 38b) tuvieron miedo al oír que eran romanos. Los procesos de los perseguidores contra los creyentes han sido muchas veces ilegales, aun por las leyes civiles, y también a veces inhumanos, contra la ley natural, pero siempre pecaminosos, por ser contra la ley de Dios.
Viniendo, pues, los magistrados (v. 39), les rogaron (¡cómo cambia el tono!); y sacándolos, les pidieron (siempre en plan de ruego, no de orden) que salieran de la ciudad. Por supuesto, el arrepentimiento de estos hombres no era para salvación, sino por miedo al César. Los historiadores romanos citan ejemplos de ciudades a quienes les habían sido retirados los privilegios por haber tratado indignamente a ciudadanos romanos. Una cosa es cesar de perseguir como medida política, y otra cosa es convertirse por convicción espiritual. El motivo por el cual deseaban que saliesen de la ciudad era evitar que se repitiese el alboroto del día anterior; era una medida de orden público.
4. Salida de Pablo y Silas de Filipos (v. 40). De casa del carcelero se fueron a casa de Lidia, donde consolaron y exhortaron, etc. (ambas cosas puede significar el verbo griego). Gran consuelo sería para los hermanos de Filipos ver sueltos, sanos y salvos, a Pablo y Silas, quienes habían fundado aquella iglesia, tan querida de Pablo, como vemos en Filipenses 1:1; 4:15. Que no se desanimen los ministros de Dios si no ven al presente los frutos de su labor; la semilla puede parecer perdida bajo los terrones, pero a su tiempo brotará hasta dar una espléndida cosecha. Lucas termina este relato diciendo: «y se fueron», con lo que da a entender que él se quedó en Filipos. Quizás aluda a él Pablo en Filipenses 4:3, bajo el anónimo epíteto de «sincero compañero de yugo» (lit.), lo que significaría que Lucas se había quedado allí pastoreando la grey; esto explicaría el magnífico progreso de aquella iglesia bajo la guía de un líder tan extraordinariamente capacitado como se muestra en sus escritos.
Tenemos en este capítulo, I. La predicación y persecución de Pablo en Tesalónica (vv. 1–9). II. Su predicación en Berea, de donde salió también perseguido (vv. 10–15). III. Su estancia en Atenas y el gran discurso que pronunció en el famoso Areópago de aquella ciudad (vv. 16–34).
Versículos 1–9
Las dos Cartas de Pablo a los tesalonicenses nos presentan a tal iglesia con tan brillantes rasgos, que no podemos menos de sentirnos gozosos al leer el informe de la fundación de aquella comunidad.
1. A pesar de lo mal que habían sido tratados en Filipos, Pablo y Silas no se retiraron a descansar ni desistieron de su ministerio. La oposición que habían encontrado (v. 1 Ts. 2:2), en lugar de acobardarles los animó más todavía, lo cual ciertamente no habrían podido efectuar por sí mismos si no hubiesen sido capacitados por un poder venido de arriba. Pasaron (v. 1) por Anfípolis y Apolonia. Al ser grandes las distancias (48 km de Filipos a Anfípolis; 46 desde Anfípolis hasta Apolonia; 57 desde allí hasta Tesalónica), es de suponer que se detuviesen en aquellas ciudades lo suficiente para proclamar allí el Evangelio de la salvación, y preparasen el camino para la venida de otros misioneros.
2. Halló en Tesalónica (la actual Salónica) una sinagoga de los judíos (v. 1b) y allá se fue, como acostumbraba (v. 2), y por tres sábados discutió con ellos, basándose en las Escrituras. No es en argumentos llamados de «razón», o en tradiciones de escuela o denominación, como hemos de basarnos para proclamar el Evangelio. Estos judíos tenían con Pablo una base común de estudio y discusión: La Biblia, el Antiguo Testamento de las Escrituras, y sobre esa base es como les predicó Pablo a Cristo crucificado y resucitado (v. 3; nótese la semejanza con las palabras del propio Jesús en Lc. 24:26, 46). Así lo hizo por tres sábados, mostrándonos con su ejemplo la paciencia que es menester en la conversión de las almas. También Dios espera a que se conviertan los pecadores; no todos son cambiados en un instante como el propio Saulo o el carcelero de Filipos. Pablo les demuestra que no sólo era conveniente, sino necesario, que el Mesías padeciese muerte y recibiese resurrección. Sin eso, ni Él sería Salvador perfecto ni nosotros seríamos perfectamente salvos. «Jesús es el Cristo» (v. 3b) es el resumen y la conclusión de su mensaje, y así deben predicar los ministros del Evangelio.
3. El fruto de su predicación allí (v. 4): Y algunos de ellos creyeron y se juntaron con Pablo y con Silas». Quienes se convierten a Cristo, entran en comunión con los ministros de Cristo y con todos los demás convertidos a Cristo. Además de algunos judíos, también se convirtieron (v. 4b) de los griegos piadosos (gentiles temerosos de Dios) gran número, y mujeres principales (comp. con 13:50) no pocas. La iglesia de Tesalónica estaba formada, en su mayoría, de gentiles convertidos, como vemos por 1 Tesalonicenses 1:9. Por cierto, ese texto de 1 Tesalonicenses nos muestra que no sólo griegos piadosos,
sino también idólatras, se convirtieron al Evangelio.
4. Pronto surgió la oposición de los judíos que no creían (v. 5), movidos, como siempre, de celos y, también como en otros lugares, se sirvieron de turbas de la más baja ralea para alborotar la ciudad y asaltar la casa de Jasón (el nombre griego que corresponde aquí a Josué o Jesús), donde se alojaban los siervos de Cristo. Alboroto y asalto son siempre obra del diablo, sea quien sea el que los efectúe. Todos estos procedimientos eran ilegales, y el mismo Pablo hace memoria a los tesalonicenses (1 Ts. 2:15, 16) de estos desafueros.
5. Al no poder hacerse con los apóstoles (v. 6), pues quizá Jasón (judío convertido) los había escondido, se lo llevaron a él y a otros hermanos ante las autoridades de la ciudad. El cargo de que les acusan ante las autoridades (v. 6b) es muy curioso: «Los que trastornan toda la tierra habitada, éstos se han presentado también aquí» (lit.). Es cierto que, cuando llega el Evangelio a las almas, las trastorna, en el sentido etimológico del verbo griego de sacar a uno del lugar donde se hallaba fijo, pero esto es una bendición cuando dicho lugar es el poder del Maligno (v. 1 Jn. 5:19), donde «yace» (ésa es la traducción correcta del verbo griego) el mundo entero, es decir, el sistema mundial que se opone a Dios y a Cristo. El que sale de ahí, es sacado de muerte a vida. No es el imperio de la verdad y del orden el que es trastornado con la predicación del Evangelio, sino el imperio del diablo de la mentira y de la maldad. Otro cargo, el mismo que les habían hecho en Filipos (16:21), pero aquí (v. 7), más explícito, es que contravenían los decretos de César, diciendo que hay otro rey, Jesús. Es cierto que Jesús es rey, pero su reino no es de este mundo, por lo que ni Pilato halló en ello ningún delito (Jn. 18:36, 38). Así que su reino no entra en competencia con ninguno de los reinos de este mundo, aunque un dia llegará en que acabará con todos ellos (Dn. 2:35, 44, 45).
6. El resultado de todo esto (vv. 8, 9). Aunque alborotaron al pueblo y a las autoridades de la ciudad, como habían hecho en Filipos (16:20), los magistrados de Tesalónica, aunque el cargo contra Pablo y Silas era más grave (al menos, más explícito) que el presentado en Filipos, obraron con más cautela y prudencia, pues aunque se veían obligados a no dejarles permanecer en la ciudad, obtenida fianza de Jasón y de los demás, los soltaron (v. 9. No a Pablo y Silas, sino a Jasón y los demás). Entre los perseguidores del cristianismo, así como tenemos muchos ejemplos de loca furia y brutal trato de los predicadores del Evangelio y de los creyentes en Cristo, también los tenemos de otros prudentes y moderados.
Versículos 10–15
1. Echados de Tesalónica, Pablo y Silas tuvieron que salir del escondite en que los tenía Jasón y, de noche todavía, los hermanos los enviaron a Berea (v. 10). Como siempre, huían para trabajar en otros lugares y, también como siempre, habiendo llegado, entraron en la sinagoga de los judíos. En lugar de pasarlos por alto en revancha por las persecuciones que los judíos incrédulos suscitaban contra ellos en todas partes, seguían cumpliendo no sólo con la orden del Señor, sino también con lo que les dictaba el corazón (v. Ro. 9:3; 10:1).
2. La buena descripción que aquí se hace del carácter de los judíos de Berea (v. 11): «Eran más nobles que los de Tesalónica». Aunque el sentido primordial del adjetivo griego euguenés (de donde procede «Eugenio») es «bien nacido», es decir, «de alto rango», aquí significa más bien, no el rango en la escala social, sino «de mente abierta», con lo que se destaca que estos judíos de Berea eran menos apasionados y más sinceros que los de Tesalónica. Estas buenas cualidades se echan de ver en dos detalles que se mencionan a continuación: (A) «Recibieron la palabra con toda solicitud» (lit. buena disposición de ánimo), pues su nobleza de carácter se echaba de ver en su ausencia de prejuicios. Pero no por eso se les puede tachar de extremadamente crédulos, pues (B) escudriñaban cada día (después de la predicación de Pablo) las Escrituras (el Antiguo Testamento) para ver si estas cosas (lo que Pablo decía) eran así. ¿Es que tenían en poco la autoridad de un apóstol como Pablo? ¡No! Ni en poco ni en mucho, pues era la primera vez que le oían. La lección estupenda que estos judíos de Berea dan a los hombres de todos los tiempos (también a nosotros), y es una pena que los comentaristas no insistan en este detalle, es que no hay «jerarca» en este mundo que pueda imponernos con su autoridad una doctrina, a menos que tal doctrina esté suficientemente basada en la Palabra de Dios (v. también el comentario a Lc. 10:16). Sólo los creyentes que no estudian con ahínco y sin prejuicios la Biblia, pueden ser llevados de una parte a otra por todo viento de doctrina (Ef. 4:14). Cuanto más se conocen las Escrituras, más se sabe de la verdad, pues la palabra de Dios es verdad (Jn. 17:17). Y, cuando esa verdad llena la mente con nobles pensamientos (Fil. 4:8, 9), también se pone por obra, y el Dios de la paz está allí.
3. El buen resultado de la predicación en Berea (v. 12): «Así que creyeron muchos de ellos (los judíos; comp. con el algunos de ellos del v. 4), y mujeres griegas de distinción, y no pocos hombres» (de los gentiles). El «no pocos» de Lucas equivale a «un número considerable». Lo de «mujeres de distinción» es sinónimo de «mujeres principales» en el versículo 4 (el mismo vocablo se halla en 13:50). Como en otros lugares, parece ser que estas mujeres distinguidas, de la nobleza, creían primero e influían después en sus maridos para que también creyesen (comp. con 1 P. 3:1–3).
4. La historia se repite. También en Berea son perseguidos Pablo y Silas, pero aquí son precisamente los judíos de Tesalónica, no los de Berea, los que, al enterarse del éxito del Evangelio en Berea, fueron allá (¡desde una distancia de 75 km!) y alborotaron a las multitudes (v. 13). Los agentes de Satanás son infatigables en su enemiga contra el Evangelio. ¡Si tan celosos fuésemos los discípulos de Cristo en proclamarlo! Como Pablo era el principal predicador en todo este viaje misionero (comp. con 14:12), los hermanos le hicieron salir a toda prisa para que se fuese a la costa, mientras Silas y Timoteo se quedaron allí (v. 14). El versículo 15 se entiende mejor si el viaje a Atenas se efectuó, en realidad, por tierra. En Atenas esperaba Pablo que, más tarde, se le uniesen Silas y Timoteo. Atenas era, por entonces, emporio de cultura. Quienes querían aprender iban a Atenas. Pero Pablo no va allá a aprender, sino a enseñar, a proclamar el Evangelio del Cristo resucitado y futuro Juez justo del mundo (v. 31). No iba a sentir ningún complejo de inferioridad ante los filósofos (v. 18) de Atenas, y no sólo porque hablaba con el poder del Espíritu (1 Co. 2:4), sino también porque en aquel lugar podía echar mano de su amplia cultura griega, como lo demostró en su magnífico discurso en el Areópago. Dios emplea a sus siervos, no sólo conforme a los dones sobrenaturales que les imparte, sino también según los talentos naturales que poseen.
Versículos 16–34
Estancia de Pablo en Atenas y los distintos grupos con los que allí conversó.
1. Vemos primero (v. 16) la impresión que la idolatría de la ciudad hizo en Pablo: Se indignaba al contemplar la ciudad entregada a la idolatría, tanto por el deshonor a Dios como por el daño para las almas. Le apenaba este estado de cosas en una ciudad populosa y culta. Este informe está de acuerdo con lo que los historiadores paganos dicen de Atenas que había en ella más ídolos que en todo el resto de Grecia. Admitían, por lo que se ve, todos los dioses que se les recomendaban, y a cada uno le erigían un altar. Querían tener propicias a todas las deidades. Es curioso que allí donde abundaba la cultura, abundase también la idolatría: «el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría» (1 Co. 1:21). Por eso es tan necesaria la divina revelación; y ésta, centrada en Cristo Redentor.
2. El testimonio que dio contra esta idolatría y sus esfuerzos para traer a todos al conocimiento de la verdad. Primero fue a la sinagoga de los judíos (v. 17) que, aunque eran enemigos de Cristo, estaban libres de la idolatría (aunque, por su exclusivismo nacionalista, no hacían nada por combatirla). Allí discutía con ellos y con los temerosos de Dios (gentiles piadosos), y mostraba a todos que Jesús era el Mesías prometido. Y en la plaza discutía cada día con los que allí se encontraban, gentiles idólatras que no frecuentaban la sinagoga de los judíos. No perdía el tiempo, sino que dondequiera se hallaba, predicaba a Cristo, de quien vivía y para quien vivía. Todo el que esté enamorado de Cristo y conozca la importancia y urgencia de la salvación en su nombre, procurará darlo a conocer a todos y en todas partes.
3. La discusión con los filósofos de Atenas, donde vemos:
(A) Quiénes eran los filósofos que disputaban con Pablo (a) Los epicúreos, seguidores de Epicuro (341–270 a. de C.), quien sostenía que el objetivo de esta vida es la felicidad mediante el placer, con la moderación suficiente para evitar el dolor y la intranquilidad. Eran, pues, materialistas, aunque no negaban la existencia de dioses similares a los hombres. (b) Los estoicos, seguidores de Zenón, quien había enseñado en un pórtico (gr. stoa, de donde les venía el nombre). Estos eran panteístas, de moral elevada, para ponerse a tono con el «alma» del Universo, según la noción que tenían de un dios impersonal e inmanente. Ambos grupos, pues, estaban en contradicción con el concepto que la Biblia nos da de un Dios personal, tan trascendente por su santidad como inmanente por su amor.
(B) Qué opinión concibieron de Pablo estos filósofos (v. 18b): (a) Unos le tenían por charlatán. El vocablo griego designaba en su origen a todo pájaro que va recogiendo semillas del suelo y, por analogía, a toda persona que recoge fragmentos de información de una parte y de otra. Era, pues, un término despectivo. (b) Otros lo tomaron por predicador de divinidades extrañas. Parece ser que sacaban esta conclusión al oírle hablar de Iesous (Jesús, en griego), confundiéndolo con Iasis (sanidad, en griego), y Anástasis (resurrección, en griego), y pensaban así que eran dos nuevas deidades dignas de consideración. Ello fue suficiente para que deseasen saber qué significaba aquello (vv. 19, 20).
(C) Lo trajeron, pues (v. 19), al Areópago, como lugar espacioso donde celebraba sus sesiones el consejo de la ciudad. «Areópago» significa «cerro de Marte» (en griego, Ares). Allí había estado antes el lugar de dicho Consejo ateniense, pero más tarde se dio este nombre al pórtico real que rodeaba el ágora, y allí es donde Pablo pronunció su discurso. Una vez más (v. el comentario a 16:19 y 19:32) se palpa la fina ironía de Lucas (v. 21) al describir a los atenienses y a los extranjeros que residían en Atenas como interesados únicamente en decir o en oír las últimas novedades, como viejas comadres de aldea, gente tan amiga de curiosidades como de ociosidad. ¿Cabe un modo de vida más inútil?
4. Discurso de Pablo en el Areópago, digno de toda consideración por la singular maestría con que lo comenzó, lo encarriló conforme a la cultura del auditorio, y lo terminó con el mensaje evangélico apropiado a los oyentes, aunque, ¿de qué sirvió la oratoria? (El análisis que sigue es obra del traductor).
(A) Pablo muestra ya su maestría oratoria en el modo de encarar al auditorio (vv. 22, 23):
«¡Atenienses! Veo que sois en todo por demás religiosos (no, “supersticiosos” ¡habría comenzado por un insulto!), porque según iba yo recorriendo y observando vuestros lugares de culto, he hallado incluso un altar con la siguiente inscripción: A UN DIOS DESCONOCIDO. Pues bien, eso que veneráis sin conocerlo, es lo que yo os vengo a anunciar» (NVI). Se puede ser, pues, «muy religioso» (muchos altares, muchas imágenes, muchas devociones, etc.) y no ser cristiano.
(B) El Dios que Pablo anuncia a los atenienses es el Dios verdadero y vivo, personal y creador de todo cuanto existe, tan «trascendente» que no habita en templos hechos por manos humanas (v. 24, comp. con 1 R. 8:27, 28); tan inmanente que Él es quien da a todos vida y aliento (es decir, respiración) y todas las cosas (v. 25). Es fácil hallar a este Dios (comp. con Ro. 1:19, 20), no sólo por lo que ha hecho en el Universo, sino porque nos ha hecho a los hombres «de uno solo» (lit.), es decir, de un solo hombre (comp. con 1 Co. 15:45–49; Ro. 5:11 y ss.), aunque la versión «de una sola sangre» está apoyada por muchos MSS (de menor autoridad); y además, por el poder con que conserva todas las cosas en la existencia mediante su Verbo (He. 1:3), de Él dependemos totalmente en la vida, el movimiento y el mismo ser (v. 28). La idea no es aquí que estamos en Dios como una esponja en el agua, pues esta noción habría de favorecer a los estoicos presentes allí; la idea es de absoluta dependencia. La cita, es cierto, tiene sentido panteísta en el poeta estoico Epiménides, de donde la toma Pablo, pero él no la aduce para confirmar la noción estoica, sino la cercanía activa del Dios verdadero y vivo. También cita y aplica la frase de otro poeta, Arato, del siglo III a. de C. y originario precisamente de Cilicia, el país natal de Pablo:
«Porque somos linaje de Él» (vv. 28b, 29a). Lo que Pablo intenta, al citar así de un poema que alude a Zeus o Júpiter, no es que todos los hombres seamos «hijos de Dios» (comp. con Jn. 1:12, 13; 3:3–8; 8:38– 44), sino que todos le debemos la existencia a Él.
(C) Tras esta parte introductoria, acomodada a las ideas del auditorio, pero corrigiendo, al mismo tiempo, las falsas nociones acerca de Dios, Pablo entra de lleno en el mensaje del Evangelio (vv. 30, 31):
«En el pasado, Dios no ha tenido en cuenta esta ignorancia, pero ahora Él advierte a los hombres que es menester que todos, y en todas partes, se arrepientan; porque ha fijado una fecha en que va a juzgar al orbe entero con toda justicia, por medio de un hombre que ha destinado para ello, ofreciendo a todos una garantía de la fe al haberle resucitado de entre los muertos» (NVI). Esta porción es digna de un análisis detallado:
(a) Como en 14:16 (v. el comentario a dicho versículo), Pablo pone de relieve el silencio de Dios ante los malos caminos de los gentiles, debido a la ignorancia de éstos (no total; v. 14:17; Ro. 1:19, 20), y lo contrasta con el conocimiento que de Dios y su Ley tenían los judíos (Ro. todo el cap. 2). Dios mostraba, en esos siglos, su gran paciencia hacia la humanidad en general.
(b) Pero ahora («el tiempo se ha cumplido», Mr. 1:15; Gá. 4:4), Dios ahora advierte seriamente (gr. paranguéllei; proclama; no obliga) que es menester arrepentirse, es decir, cambiar de mentalidad en cuanto al pecado, la justicia y la santidad de Dios. Ni los epicúreos (cuyo fin supremo era el bienestar, sin considerar el aspecto moral de la conducta) ni los estoicos (orgullosos del valor con que controlaban sus pasiones) habían pensado antes en «arrepentirse», y cambiar sus nociones y sus acciones. Pero, ante el futuro juicio «universal», se imponía también un arrepentimiento «universal». Esta «universalidad» merece punto aparte.
(c) Pablo anuncia la necesidad de un arrepentimiento universal en cuanto al espacio y al tiempo: «es menester que TODOS, y EN TODAS PARTES, se arrepientan». Los exegetas no se paran en este detalle, pero para el que esto escribe, estas frases tienen inmensa importancia, pues subrayan el deseo de Dios de que todos sean salvos y lleguen al conocimiento de la verdad, y Jesucristo se dio a sí mismo en rescate por todos (sin distinción ni excepción por su parte), pues a todo el mundo humano amó Dios de tal manera que envió a su Hijo Unigénito a la muerte (Jn. 3:16; 1 Ti. 2:4, 6). Si se admite que Dios ordena a todos arrepentirse, como algo necesario, según la clara proclamación de Pablo en Hechos 17:30, se sigue forzosamente que Dios ha de ofrecer sinceramente a todos la gracia necesaria para arrepentirse, de forma que la negativa a convertirse sea cargada a cuenta de la culpa del hombre, no de la reprobación de Dios. De lo contrario, tendríamos un caso semejante al de un hombre atado con cadenas, a quien se le ordenase caminar sin soltarle previamente las cadenas. ¡No cabría mayor sarcasmo! Es cierto que todos pecaron, pero a todos está abierta la puerta de la reconciliación (V. Ro. 3:21–31; 2 Co. 5:19). Nótese que ninguno se condena definitivamente por haber pecado, sino por no haber creído (Jn. 3:16–21; 8:24; 9:39–41).
¿Cuándo iremos a la Biblia, en lugar de creer, como a «oráculos», los sofismas de los hombres?
(d) La razón primordial que Pablo presenta para esta necesidad de que todos se arrepientan es que (v. 31) ha fijado una fecha (y no faltará a la cita) en que va a juzgar al orbe entero (sin distinción ni excepción). Lo va a hacer por medio de un hombre, ya que hombre es el único Mediador (1 Ti. 2:5). Y Dios ha dado una garantía para creer en Él al haberle resucitado de entre los muertos. A muchos extraña el que Pablo no nombre ni una sola vez a Jesucristo en todo este contexto, pero hay en el contexto anterior un detalle que explica este silencio. Cuando, en la plaza pública (v. 18), Pablo habló de Jesús y de la Resurrección, los filósofos griegos pensaron que se refería a dos nuevas deidades: Iasis y Anástasis. Lo del Iesous todavía no lo podrían, ni aun ahora, comprender, en cambio, lo de la «resurrección de entre los muertos», lo entendieron (v. 32), aunque se burlaron de ello la mayoría. Si hubiesen creído esto, y lo del juicio (comp. con 24:25), Pablo les habría anunciado también a Jesús.
5. Las distintas reacciones ante el discurso de Pablo (vv. 32–34). Como suele suceder (lo vemos en las reacciones ante los mensajes de Jesús y de los apóstoles, así como de los ministros de Dios en todas las épocas), los oyentes se distribuyeron en tres grupos:
(A) Los rebeldes. Éstos son los que ahora «se burlaban» (v. 32). Esta enseñanza, que es el consuelo de los creyentes, provocaba las burlas de los incrédulos. Los filósofos griegos creían en la inmortalidad del alma, pero no en la resurrección de las personas en cuerpo y alma, aunque los platónicas creían en la reencarnación de las almas.
(B) Los indecisos: «Ya te oiremos acerca de esto otra vez» (v. 32b). Dejaron pasar, así, la única oportunidad de escuchar el Evangelio (comp. con 24:25b), pues es poco probable que los allí convertidos volviesen al Areópago a proclamar el mensaje. De aquí vemos, como de otros lugares, la importancia de recibir la Palabra de Dios entretanto que dura este Hoy (He. 3:13, comp. con 2 Co. 6:1 y ss.). Así es como el diablo engaña a muchos con un «mañana» que nunca llega.
(C) Los creyentes. «Mas algunos hombres (v. 34) se unieron a él y creyeron; entre los cuales estaban también Dionisio el areopagita, una mujer llamada Dámaris y otros con ellos». Dionisio era, pues, un convertido de alto rango. Dice Trenchard: «Extraña la mención del nombre de una mujer, Dámaris, ya que las mujeres casadas atenienses no solían presentarse en lugares públicos y se ha pensado que podría pertenecer a la clase de “heteras”, mujeres cortesanas, que a veces eran cultísimas y ejercían gran influencia en los círculos sociales y políticos de la ciudad». Lucas tiene interés en mencionar por su nombre estas dos personas de alto rango, quizá para contrapesar el poco éxito del discurso de Pablo en Atenas, pues Lucas era un «optimista». El «algunos» al comienzo del versículo y el «otros» (gr. héteroi, no álloi) al final nos dan fundamento para leer entre líneas el fracaso de la oratoria. Dice J. Leal: «Tal vez le sirva (a Pablo) de experiencia y le haga sentir lo inútil de la elocuencia humana». Hace notar Ryrie que «No se nos informa de que se formase una iglesia en Atenas. Pablo llama a ciertos corintios los primeros convertidos en la Grecia continental (1 Co. 16:15)».
I. Llegada de Pablo a Corinto, su encuentro con Priscila y Aquila y sus primeras discusiones con los judíos (vv. 1–6). II. Su fruto posterior en aquella viciosa ciudad (vv. 7–11). III. La consabida oposición de los judíos, aunque con poco éxito por la indiferencia del procónsul (vv. 12–17). IV. La visita que giró Pablo a muchas iglesias, incluida una breve estancia en Jerusalén (vv. 18–23). V. Frutos de la predicación de Apolos en Éfeso (vv. 24–28).
Versículos 1–6
No se nos dice que Pablo fuese perseguido en Atenas ni echado de allí con malos tratos, pero al haber sido recibido fríamente y con pocas esperanzas de hacer el bien allí, se marchó de Atenas y se fue a Corinto.
1. Allí le vemos trabajando manualmente para ganarse el sustento (vv. 2, 3).
(A) Aunque era hombre muy culto, no se tenía en menos por su oficio de fabricar lonas para tiendas de campaña. Ningún oficio honesto es merecedor de desprecio y, puesto que Pablo había aprendido el oficio en su juventud, no quería dejarlo en desuso.
(B) Aunque tenía derecho a ser mantenido por las iglesias que había plantado (v. 1 Co. 9:3–15; 2 Co. 11:7–10), se ganaba el pan con el sudor de su frente (y los callos en las manos), lo cual es tanto mayor gloria para él, como es mayor vergüenza para quienes deberían haberle tenido mayor consideración. Trabajaba, pues, con la mente y con las manos. En el oficio manual, tenía por compañeros a sus compatriotas Aquila y su mujer Priscila o Prisca (v. 3).
(C) Aunque era un gran apóstol de Cristo (el apóstol de los gentiles), no desdeñaba trabajar manualmente con creyentes ordinarios, aunque de calidad espiritual extraordinaria (v. 26; Ro. 16:3). Esta pareja de fieles hermanos habían venido de Roma (v. 1), al ordenar el emperador Claudio que todos los judíos residentes en Roma saliesen de allí sin demora. Habían sido expulsados, pues, por ser judíos, aunque también eran cristianos. Si los judíos perseguían a los cristianos, no ha de extrañarnos que los paganos persiguiesen a cristianos y judíos. Sin embargo (nota del traductor), tenemos el testimonio de Suetonio quien afirma que Claudio expulsó de Roma a los judíos «que se agitaban bajo el impulso de Cristo», con lo que tendríamos que Aquila y Priscila salieron perseguidos por ser cristianos.
2. Enseguida vemos a Pablo que predica en la sinagoga todos los sábados (v. 4), «tratando de persuadir a judíos y a griegos por igual» (NVI). Y cuando se le unieron Silas y Timoteo (v. 5, comp. con 17:14, 15), se dedicó Pablo por entero a la predicación de la palabra, cobrando nuevos ánimos con la llegada de sus amados compañeros. Su testimonio solemne ante los judíos era, como siempre, que Jesús era el Mesías (gr. Cristo). El original del versículo 4 dice literalmente «persuadía» (NVI) para dar a entender el entusiasmo y el ardor con que Pablo les anunciaba el mensaje del Evangelio.
3. La oposición que halló aquí de parte de los judíos incrédulos parece ser que fue más dura que en otros lugares, pues los vocablos griegos indican «ponerse en plan de batalla contra» y «decir insultos blasfemos», seguramente contra el mismo nombre de Jesús. Por ello, la reacción de Pablo fue también más fuerte que en otros lugares: No sólo se sacudió el polvo de las sandalias, sino también de la ropa que llevaba, declarándose a continuación libre de responsabilidad («yo soy limpio») en la condenación que, con su obstinación, hacían caer sobre sí mismos. Su discusión con ellos termina con la frase: «Desde ahora me iré a los gentiles». Esto lo había dicho ya mucho antes (13:46b) en compañía de Bernabé, pero eran estallidos momentáneos de una justa y santa cólera. Lo veremos inmediatamente.
Versículos 7–11
1. Pablo salió airado de la sinagoga, pero ¿adónde se marchó? «Se fue a vivir a casa de un prosélito llamado Ticio (o Tito) Justo, lindante puerta con puerta con la misma sinagoga» (NVI). El constante y tierno amor a los de su raza (Ro. 9:3) podía más que el enojo de unos momentos. Las referencias de Romanos 16:23 y 1 Corintios 1:14 han hecho pensar a eminentes exegetas que el Ticio (o Tito) Justo que aquí se menciona es el mismo Gayo de dichos lugares, pues era corriente entre los romanos llevar tres nombres (el praenomen, el nomen y el cognomen. Todavía se observa esta costumbre en algunos países); sería, pues, Gayo Tito Justo.
2. El amor y el esfuerzo con que Pablo trató de persuadir a los judíos de Corinto no fueron totalmente en vano, pues (v. 8) Crispo, el presidente de la sinagoga, creyó en el Señor con toda su casa (y fue bautizado por Pablo, 1 Co. 1:14), «y muchos corintios, tras oír el mensaje, creyeron y se hacían bautizar» (NVI). No todos, pues, eran rebeldes, sino que creyeron muchos (comp. con el v. 10).
3. El ánimo que recibió Pablo con una visión que tuvo (v. 9): «El Señor dijo a Pablo por medio de una visión en la noche, etc.». Veamos lo que le dijo el Señor Jesús:
(A) Le renovó la comisión y el encargo de predicar el Evangelio: No temas ni a los judíos ni a los magistrados de la ciudad, pues es causa celestial la que defiendes; sino habla y no calles; esfuérzate y sé valiente, porque yo estoy contigo, para protegerte y librarte, así como para fortalecerte y consolarte, y ninguno pondrá sobre ti la mano para hacerte mal (vv. 9b, 10a). No le promete que nadie le pondrá la mano encima, sino que, aunque así sea, no será para mal. Por mucho daño que le hagan, Dios lo ordenará para bien.
(B) Le aseguró gran fruto en su predicación (v. 10b): «Porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad». Como si dijese: «Yo sé que en esta ciudad tan profana, tan llena de toda clase de inmoralidad, con el templo de Venus en ella, son muchos los que escucharán tu palabra y serán añadidos a mi pueblo, que ya no es sólo Israel, sino muchos de los que vendrán de los cuatro puntos cardinales» (comp. 1 P. 2:10). No desesperemos de ningún lugar de la tierra, cuando hasta en Corinto halló Jesucristo mucho pueblo.
4. Con este ánimo que Jesús le dio, Pablo se estableció allí por un año y seis meses, enseñándoles la palabra de Dios (v. 11). Se estuvo tanto tiempo, (A) Para la conversión de los que eran del mundo. Dios obra de muchas maneras. El pueblo que Cristo tenía en Corinto había de ser llamado gradualmente. Los ministros de Dios deben ser perseverantes en su labor, aunque su trabajo requiera mucho tiempo. (B) Para la edificación de la iglesia, pues los convertidos deben aprender constantemente la Palabra de Dios. Por las cartas a los corintios, sabemos que tan pronto como fue sembrada la buena semilla, vino el enemigo a sembrar cizaña: falsos apóstoles. Se supone que Pablo escribió las cartas a los tesalonicenses durante su estancia en Corinto. Los ministros de Dios pueden servir a Cristo al escribir buenas cartas lo mismo que al predicar buenos sermones.
Versículos 12–17
Vemos ahora la perturbación llevada a cabo en Corinto, aunque no fue mucho el daño que produjo.
1. Pablo fue acusado por los judíos delante del procónsul romano (vv. 12, 13), Galión, español y hermano del famoso Séneca. Sus verdaderos nombres eran Marco Anneo Novato, pero fue adoptado por el senador romano Lucio Junio Galión, de quien tomó los nombres. Era un hombre de gran talento, probidad y de humor tan excelente que era querido de todos, y fue procónsul de Acaya desde la primavera del año 52 d. de C. hasta la del 53. Fue entonces cuando los judíos se levantaron de común acuerdo contra Pablo y le llevaron al tribunal (v. 12). El cargo de que acusaban a Pablo era el siguiente (v. 13):
«Éste persuade a los hombres a honrar a Dios contra la ley». No podían acusarle de ateísmo, sino de que sus enseñanzas no se ajustaban al patrón del judaísmo oficial. El cargo era falso, pues Pablo se atenía a lo que la ley y los profetas habían anunciado acerca del Mesías venidero.
2. Galión se desentendió de la causa y despachó de su tribunal a los acusadores de Pablo (vv. 14, 15), alegando que, al no tratarse de un crimen, sino de cuestiones internas de los judíos, él no tenía por qué intervenir: «Yo no quiero ser juez de estas cosas» (v. 15b). En esto, Galión se portó con valentía y con prudencia, aunque en lo de Sóstenes (v. 17) no se portó con justicia, pues debió impedir tal desafuero. En su proverbial prudencia, se pasó de la raya. El hecho de que golpeasen a Sóstenes delante del tribunal no se debía tolerar. Parece ser que este Sóstenes es el mismo que Pablo menciona en 1 Corintios 1:1, aunque aquí se le llama jefe de la sinagoga. Para explicar el contraste con el versículo 8, dice J. Leal: «Se trata de jefes de la comunidad y no tanto del presidente único de la sinagoga». Sobre la frase (v. 17) «pero Galión no hacía caso de nada de esto», dice Trenchard: «No ha de interpretarse como la indiferencia ante toda cuestión vital de un hombre mundano y aburrido, sino como la manifestación de su despego ante las notorias maquinaciones de los judíos». Se nota claramente que Galión no podía disimular su antipatía contra los judíos.
Versículos 18–23
1. Pablo parte de Corinto (v. 18). No se marchó a causa precisamente del incidente referido en los versículos 12–17, pues «se quedó aún muchos días allí», sino porque, cumplida la misión que le había retenido en Corinto, había de marchar a Siria. Se despidió de los hermanos, lo cual haría con el mismo afecto y la misma solemnidad de siempre, y se marchó con Priscila y Aquila, lo cual indica que Silas se quedó allí. Del voto que se menciona al final del versículo no sabemos cuándo ni por qué lo hizo. Sólo se nos dice que se rapó la cabeza (señal de que terminaba entonces el plazo del voto) en Cencreas, que era el puerto oriental de Corinto. Hay quienes opinan que fue Aquila el que se había rapado la cabeza, pero la casi unánime opinión de los exegetas es que fue Pablo. Al leer 1 Corintios 9:20, nos explicamos esta condescendencia de Pablo con las costumbres judías que nada implicaban contrario al Evangelio.
2. Pablo llega a Éfeso (v. 19), metrópoli de Asia Menor, de paso para Jerusalén (v. 21). En Éfeso dejó a Priscila y Aquila, pues podían ser de provecho allí (v. 26), pero, antes de marcharse, entrando en la sinagoga, discutía con los judíos (v. 19). Aunque se había despedido con mucho enojo, en Corinto, de los judíos de la sinagoga, a causa de la extraordinaria oposición y de las blasfemias de ellos, no por eso dejaba de visitar primero las sinagogas de los judíos en todas las ciudades donde las había. Por cierto, estos judíos de Éfeso se portaron con Pablo mejor que en otros lugares, pues (v. 20) «le rogaban que se quedase con ellos por más tiempo». Y, si él no accedió, fue porque le urgía marchar a Jerusalén para asistir allí a una de las fiestas (no se especifica a cuál), pero les prometió volver, «si Dios quiere» (v. 21).
3. Visita de Pablo a Jerusalén, una visita tan corta que no se menciona sino que «subió a saludar a la iglesia» (v. 22); que fue la de Jerusalén, se deduce, no sólo por los verbos «subió» y «descendió», sino también por la mención de Cesarea, ya que no habría necesitado desembarcar allí si hubiese ido directamente a Antioquía de Siria. El aumento de nuevos amigos no debe hacernos olvidar los viejos amigos, sino que ha de ser un placer para nosotros volver a visitarlos cuando se presenta la ocasión. Serían unas horas de gozosa comunión con alabanzas al Señor por el fruto de las labores del apóstol.
4. A continuación se nos da un breve resumen de la nueva visita que giró (tercer viaje del apóstol, entre los años 53–58) por la región de Galacia y de Frigia (v. 23), después de estar algún tiempo en Antioquía. En Antioquía habría disfrutado de un pequeño descanso, refrigerando alma y cuerpo en compañía de sus colegas de ministerio y de los hermanos de la iglesia en general, informándoles, como siempre, del fruto de sus labores apostólicas, pues de aquella iglesia había salido encomendado a la gracia y a la obra del Señor (13:1 y ss.). Dos detalles se nos dan de su tercer viaje: (A) «recorría por orden» la región, por el mismo orden de los demás viajes, según convenía para el propio viaje y sin alterar el orden para mostrar ningún favoritismo; (B) «fortaleciendo a todos los discípulos». Los discípulos de Cristo necesitan ser animados y fortalecidos; y es deber de los ministros de Dios fortalecer a los creyentes, dirigiéndolos a Cristo, cuya fuerza se perfecciona, y muestra toda la excelencia de su poder en nuestra debilidad.
Versículos 24–28
El texto sagrado deja aquí a Pablo con sus viajes y viene ahora al encuentro de Apolos en Éfeso.
1. Tenemos primero una descripción de su carácter: (A) Era judío, aunque nacido en Alejandría de Egipto (v. 24). (B) Estaba muy bien equipado para el ministerio de la Palabra (v. 24b): «varón elocuente, poderoso (es decir, muy versado) en las Escrituras». El vocablo griego indica que no sólo conocía bien las Escrituras, sino que las exponía con poder persuasivo. (C) «Había sido instruido en el camino del Señor» (v. 25); es decir, conocía los conceptos generales del Evangelio y los principios fundamentales del cristianismo. Los que han de enseñar a otros deben primero ser instruidos en la Palabra de Dios como camino de salvación, no sólo para saber hablar de Cristo, sino también cómo andar en Cristo. Esto lo hacía Apolos (o Apolo, abreviatura de Apolonio) siendo de espíritu fervoroso … (D) «aunque solamente conocía el bautismo de Juan». Esto quiere decir que sabía cómo preparar el camino del Señor, más bien que el camino mismo de Cristo. Había sido bautizado con el bautismo de Juan, pero no con el bautismo del Espíritu Santo. Su predicación era, pues, exacta y fervorosa, pero incompleta. (E) No sólo tenía una buena cabeza, sino también un corazón valiente (v. 26): «Y comenzó a hablar con denuedo en la sinagoga, como quien tiene plena confianza en Dios y no teme en modo alguno a los hombres».
2. El ministerio de Priscila y Aquila para perfeccionar los conocimientos de este hombre (v. 26):
«Cuando le oyeron», le tomaron aparte y le expusieron más exactamente el camino de Dios». Ya vimos (vv. 18, 19) que Pablo llegó a Éfeso con Priscila y Aquila, por lo que éstos tendrían ya allí una nueva residencia, y es a ésta, a su casa, adonde probablemente invitarían a Apolos para enseñar al ya bien versado predicador. Por ambas partes podemos aprender los creyentes dos grandes lecciones que muy raras veces se observan en el pueblo de Dios: (A) Corregir con humildad y amor a los que están equivocados, pero no en presencia de otros, sino tomándolos aparte. Por desgracia, suele hacerse lo contrario: criticarlos en presencia de todos o censurarlos a espaldas de ellos. (B) Tomar con la misma humildad y afecto agradecido la corrección. El creyente (y el ministro de Dios) que desee aprender, ha de estar dispuesto a ser enseñado, lo mismo que a ser corregido. Por fortuna, en el caso que nos ocupa, se observaron las normas que deberían observarse en todos los casos. No leemos que Aquila hablase en la sinagoga, pero dio a Apolos material adecuado para que luego él lo revistiera con palabras aceptables.
Apolos era varón elocuente, poderoso en las Escrituras (v. 24), pero no se tuvo a menos de ser enseñado por trabajadores manuales.
3. Vemos enseguida el progreso que hizo en el servicio a la iglesia de Corinto. Pablo había puesto los fundamentos de aquella congregación. Muchos habían sido convertidos al Evangelio y necesitaban ser consolidados en la fe. Ahora que Pablo se había marchado de allí, era la oportunidad de Apolos para ejercitar el don que poseía, perfeccionado ahora con la enseñanza que Priscila y Aquila le habían impartido. Al estar él dispuesto a pasar a Acaya (v. 27), los hermanos le animaron, etc. Aunque los de Éfeso se quedaban sin los provechosos servicios de Apolos (y Pablo se había marchado), no tuvieron envidia de los de Acaya, sino que, por el contrario, mostraron su interés en recomendarles a Apolos:
«escribieron a los discípulos que le recibiesen». A continuación se nos dice que «fue de gran provecho a los que por medio de la gracia habían creído», por donde vemos que, no sólo somos salvos de gracia mediante la fe (Ef. 2:8), sino también que somos justificados por fe mediante la gracia, al ser así todo el proceso de la salvación un don de Dios, lo cual (volvemos a repetir una vez más) no suprime, sino que exige, nuestra cooperación. El versículo 28 da a entender que el provecho que los creyentes obtenían de su predicación se debía (por lo menos, en gran parte) a que «vigorosamente refutaba en público a los judíos, demostrando por medio de las Escrituras que Jesús era el Cristo, es decir, el Mesías». Se esforzaba, pues, en su ministerio y lo hacía a gusto de todos. Si los judíos hubiesen estado dispuestos a creer, habrían visto que la ley misma y los profetas les enseñaban lo mismo que Apolos les decía. El método que observaba para refutar a los judíos era basarse en las Escrituras. Los ministros de Dios han de ser competentes, no sólo para predicar la verdad, sino para demostrarla con base en la Palabra.
I. Regreso de Pablo a Éfeso y la labor que allí desarrolló (vv. 1–12). II. El fruto de su labor, particularmente entre los exorcistas de toda clase (vv. 13–20). III. Proyectos que abrigaba para el futuro (vv. 21, 22). IV. El alboroto que se produjo en Éfeso a causa de la predicación de Pablo contra la idolatría (vv. 23–41).
Versículos 1–7
Éfeso era una ciudad muy importante del Asia Menor y famosa por el templo dedicado a Diana (Artemis, en griego), que era una de las siete maravillas del mundo antiguo. «A Éfeso vino Pablo, mientras Apolos estaba en Corinto» (v. 1). Apolos estaba regando, mientras Pablo estaba plantando en Éfeso, donde había dejado a Priscila y Aquila. Allí halló a ciertos discípulos (v. 1b), unos doce (v. 7). Vemos:
1. Cómo los catequizó.
(A) Creían en el Hijo de Dios, pero Pablo les pregunta (v. 2): «¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando creísteis?» Como si dijese: «¿No conocéis el don del Espíritu Santo ni se ha manifestado en vosotros su efusión por medio de señales extraordinarias?» Es una pregunta que cada profesante de la fe cristiana debería hacerse: ¿He recibido el Espíritu Santo? ¿Son mis obras fruto del Espíritu? ¿Estoy andando conforme al Espíritu o conforme a la carne?
(B) Ellos confesaron su ignorancia en esta materia (v. 2b): «Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo». Esto no significa que ignorasen la existencia del Espíritu Santo, sino la efusión del Espíritu de acuerdo con las profecías mesiánicas.
(C) Entonces Pablo les pregunta qué bautismo habían recibido (v. 3). Haber sido bautizados como creyentes en Cristo y no tener el sello del Espíritu era inconcebible. Ellos responden que habían recibido el bautismo de Juan (v. 3b).
(D) Al oír esto, Pablo les explica el verdadero significado del bautismo de Juan; era un bautismo conectado con el arrepentimiento, pero apuntaba hacia la fe en aquel que había de venir después de Juan (v. 4). El bautismo de Juan era, por tanto, cosa buena, pero incompleta; era un preparar el camino, como el pórtico por el cual se pasa a la casa donde uno va a residir.
(E) Ellos entonces recibieron agradecidos la enseñanza de Pablo y fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús (v. 5). Por qué no habían estado en contacto antes con otros discípulos como Priscila y Aquila o el mismo Apolos, es un misterio que el texto sagrado no nos descubre. Como dice Trenchard:
«Hemos de aprender una vez más que el historiador solamente recoge unos cuantos hilos de la complicada urdimbre de los principios del cristianismo, y quedan muchos factores sin mencionar y muchos problemas históricos sin resolver».
2. Pablo les confiere los dones extraordinarios del Espíritu Santo (v. 6): «Habiéndoles impuesto Pablo las manos (signo de identificación), vino sobre ellos el Espíritu Santo; y hablaban en lenguas y profetizaban». Recibieron el espíritu de profecía a fin de poder entender los misterios del reino de Dios, y el don de lenguas para poder predicarlos a otras naciones (en realidad, se trata de fenómenos carismáticos similares a los del día de Pentecostés, con los que se indicaba que pertenecían a la misma «familia» cristiana; nota del traductor). Los que hace poco no sabían si había Espíritu Santo, quedan ahora llenos del Espíritu.
Versículos 8–12
1. Como siempre, Pablo entra en la sinagoga (v. 8) antes de predicar en cualquier otro lugar. Su tema era el reino de Dios (v. 8b), lo cual demuestra que no se limitó ahora a explicar lo fundamental de la fe cristiana, sino que extendió su predicación a lo que las profecías del Antiguo Testamento habían anunciado acerca del reino mesiánico. Pablo discutía, es decir, argumentaba, daba razones, a fin de que, no sólo creyesen, sino que viesen también los motivos para creer; y persuadía, trataba de convencer con amor y entusiasmo. Así lo hizo por espacio de tres meses, lo que daba a sus oyentes suficiente tiempo para reflexionar. En cuanto al éxito de su labor, se insinúa (no se dice) que algunos creyeron, pues (v. 9) algunos se endurecían y se volvían desobedientes (es decir, no se dejaban persuadir, según indica el verbo griego), hablando mal del Camino (epíteto frecuente en Hechos para designar al cristianismo). Al no dejarse persuadir, se endurecían en sus prejuicios contra la fe cristiana y hacían todo lo posible para que los demás siguiesen también resistiendo al Espíritu Santo.
2. Por fin, Pablo se apartó de ellos (v. 9b) y separó también a los discípulos para librarlos así de la ponzoña que las lenguas de aquellos maldicientes destilaban. Salió de la sinagoga, pero no salió de su oficio de enseñar, pues trasladó su cátedra a la escuela de un tal Tiranno. Por el testimonio de varios MSS, sabemos que enseñaba allí desde la hora quinta hasta la décima, es decir, desde las once de la mañana hasta las cuatro de la tarde, pues la escuela solía estar ocupada desde las primeras horas de la mañana hasta las once cuando los alumnos de Tiranno se marchaban a comer. Pablo, por su parte, emplearía en su oficio manual las primeras horas de la mañana. Esta escuela tenía más ventajas que la sinagoga, pues en ella Pablo podía predicar y discutir, no sólo los sábados, sino también los demás días de la semana y, además, a ella podían acudir lo mismo gentiles que judíos. Así continuó por dos años (v. 10. En total, tres años, según 20:31), de forma que el Evangelio pudo ser escuchado por todos los que habitaban en Asia proconsular. La céntrica situación de Éfeso favorecía esta difusión de la Palabra de Dios.
3. Dios confirmaba con milagros extraordinarios (v. 11) la predicación de Pablo. Estos milagros no eran meros portentos con que asombrar a los oyentes, sino prodigios curativos, ya que por manos de Pablo, Dios (v. 12) hacía curaciones extraordinarias y expulsaba espíritus malos. Más aún, muchos se curaban con sólo aplicarles pañuelos y delantales que habían estado en contacto con la piel de su cuerpo (NVI), con lo que, como en el caso de Pedro (5:15), los discípulos hacían mayores cosas que el Maestro (Jn. 14:12), pues Jesús había curado a una mujer que tocó la orla de su manto (Mt. 9:20 y paral.) llevándolo puesto, pero ahora los pañuelos y delantales de Pablo curaban sin que los llevase puestos.
Versículos 13–20
En estos versículos tenemos dos notables ejemplos de la derrota de Satanás, no sólo en las personas que habían sido poseídas por él violentamente, sino también en las que se habían entregado voluntariamente a él.
1. Vemos primero lo que les ocurrió a unos exorcistas judíos (v. 13) que intentaron expulsar demonios diciendo: «Os conjuro por Jesús, el que predica Pablo». El texto expresa que eran vagabundos o merodeadores, y el versículo 14 especifica que, entre ellos, había siete hijos de un tal Esceva, de los principales sacerdotes (quizás él se titulaba «sumo sacerdote»), que hacían esto. La forma en que trataban el nombre de Jesús era como si, por el mero uso del nombre, pudiesen efectuar los mismos milagros que Pablo llevaba a cabo. Pero el espíritu maligno (v. 15) no dio ningún valor al nombre de Jesús pronunciado por quienes eran extraños al Evangelio y a la gracia de Jesús, por lo que (v. 16) el hombre poseído por el demonio se lanzó de un salto sobre ellos y les hizo huir desnudos y magullados.
¡Buen aviso a los que usan el nombre de Jesús, pero no se apartan del pecado! Si resistimos al diablo con sincera fe en Cristo, huirá de nosotros; pero si pensamos triunfar de él por el mero uso del nombre de Jesús, prevalecerá contra nosotros. El resultado de este incidente fue beneficioso para el Evangelio, cuando el hecho fue conocido por todos los habitantes de Éfeso (v. 17): «Se apoderó de todos ellos un gran temor, y el nombre del Señor Jesús fue tenido en gran honor» (NVI), pues hasta los incrédulos vieron la maldad del diablo a quien servían y el poder de Cristo a quien se oponían.
2. Vemos después la conversión de otros siervos de Satanás (vv. 18, 19). (A) Los que habían ejercido la magia antes de su conversión, venían a confesar sus malas artes. Lo que había sucedido a los siete hijos de Esceva les produjo una convicción más profunda de los pecados que habían cometido. Ahora le daban a la magia una maligna importancia que antes les había pasado desapercibida. En la medida en que es profunda la contrición, se ve mejor la necesidad de la confesión. (B) No se contentaron con confesar sus malas artes anteriores, sino que (v. 19) muchos de los que habían practicado la magia trajeron los libros que contenían las recetas mágicas y los quemaron delante de todos. Así mostraban su horror al pecado y daban honor al nombre de Jesús. Detestaban estas cosas tanto como antes las habían amado. Al quemar los libros, quitaban de sí la tentación de volver a usarlos. Quienes de veras se arrepienten del pecado se mantienen lo más lejos posible de la ocasión de pecar. Nótese el alto precio que habían pagado por aquellos libros: «cincuenta mil piezas de plata». Dice J. Leal: «Las 50.000 dracmas podrían responder a otras tantas 46 pesetas oro», es decir, 2.300.000 pesetas oro. Al ser libros del diablo, no pensaron en venderlos a otras personas, sino que los quemaron, con lo que mostraron así su desprecio al dinero, junto al amor a Cristo.
3. Lucas conecta (v. 20) este gesto de los creyentes con el poderoso crecimiento y robustecimiento de la palabra del Señor. Cuando los creyentes muestran con obras notorias la fuerza de la fe que profesan, el mundo no puede menos de tomar nota de ello, y la Palabra de Dios halla buen terreno de siembra entre los que no están endurecidos por prejuicios anticristianos. La virtud se robustece en la medida en que el vicio se debilita, y viceversa. Al mortificar las obras de la carne se favorece la producción y la madurez del fruto del Espíritu.
Versículos 21–41
1. Pablo se ve ahora metido en una perturbación del orden público a cargo de los idólatras de Éfeso, por haber predicado contra los ídolos. Pensaba precisamente salir de allí con destino a Jerusalén (v. 21) tras recorrer otros lugares de Macedonia y Acaya; también tenía el propósito expreso de visitar Roma. Para la expresión «tomó la decisión» o «se propuso» o «resolvió», el griego dice literalmente «puso en el espíritu», que no es probable (contra la opinión de Trenchard) que signifique aquí el Espíritu Santo, sino precisamente los planes «humanos» que él formaba, puesto que Dios va a revelarle pronto los suyos, que no coinciden con los de Pablo, aun siendo éstos nobles y bien intencionados. En efecto, pensaba recorrer las provincias citadas, a fin de consolidar más y más las iglesias que allí había fundado; la visita a Jerusalén tenía esta vez por objeto llevar la colecta para los pobres; y el propósito de ir a Roma se explica, no sólo por ser la metrópoli del mundo pagano, sino también para llegar al límite occidental del Imperio en un viaje a España (Ro. 15:24, 28).
2. Hechos estos planes, envió a Macedonia a Timoteo y Erasto (v. 22) y él se quedó en Asia, es decir, en Éfeso, capital del Asia proconsular. Así fue como le sorprendió el disturbio no pequeño al que se refiere Lucas (v. 23).
(A) El disturbio fue promovido (v. 24) por un platero llamado Demetrio que hacía templetes de plata de Diana (gr. Artemis); fabricaba, pues, reproducciones en pequeño del famoso templo de Diana, y vio en la predicación de Pablo («no son dioses los que se hacen con las manos», v. 26b, comp. con Sal. 115:4, entre otros lugares) la ruina del negocio. Así lo comunicó a los demás trabajadores del mismo oficio (v. 25) en una arenga de gran fuerza oratoria. Lucas condensa bien todo el discurso del platero Demetrio: Si la gente se deja persuadir por la predicación de este Pablo (v. 26) que niega la deidad de los ídolos que ellos hacen, no sólo sobrevendrá la quiebra del negocio que ellos llevan entre manos (vv. 25b, 27a), sino que el templo famoso y, con él, el gran honor de la gran diosa Diana, se vendrá al suelo; quedarán desacreditados los plateros y será estimado en nada el templo de Diana.
(B) La verdad de lo que Pablo predicaba acerca de los ídolos no podía ser más evidente: Los dioses no pueden ser obra de manos humanas. Pero ¡lo que puede el amor al dinero! Pues no cabe duda de que el motivo primordial del enojo de los plateros no era precisamente el honor de la diosa, sino la prosperidad del negocio (v. 25b). Todos los plateros (muchos, al parecer) prorrumpieron en gritos de aclamación a Diana (v. 28). La ciudad se llenó de confusión (v. 29), ya que la gente no sabía cuál era el motivo de aquel alboroto (v. 32), pero sí tenían la vaga información de que Pablo y sus compañeros eran los
«culpables» y que aquel asunto debía ventilarse en el gran teatro de la ciudad, con capacidad para 24.500 personas.
(C) Las enojadas turbas se llevaron por delante a Gayo y Aristarco (v. 29). Muy prudente fue la actitud, no sólo de los creyentes de Éfeso, sino también de algunos amigos que Pablo tenía entre las autoridades, al persuadirle que no se presentase al pueblo. No es de suponer que estos «asiarcas» (como los titula Lucas) fuesen cristianos, pues Lucas no se habría callado esa condición. Hicieron bien en detenerle, pues es muy probable que las turbas le hubiesen linchado al enterarse de que él era el principal predicador contra la «diosa» de Éfeso. Esto nos enseña que debemos preservar la vida mientras podamos hacerlo sin faltar a nuestro deber. Entra dentro de lo posible el que se nos llame a dar la vida, pero no a tirarla. La confusión del gentío era tan enorme que, como dice Lucas con fino humor, «unos gritaban una cosa, y otros otra … y los más no sabían por qué se habían reunido» (v. 32).
(D) Parece ser que los judíos que se hallaban presentes entre la multitud quisieron justificarse y proclamar que no tenían nada que ver con Pablo y sus compañeros. Por eso sacaron a un tal Alejandro para hablar en defensa de los judíos ante el pueblo (v. 33), pero la cosa no les salió bien, pues al enterarse las turbas (v. 34) de que era judío, comenzaron a gritar con más fuerza. Hay quienes piensan que Alejandro había profesado la religión cristiana, pero había apostatado volviéndose al judaísmo, por lo que era así la persona más apropiada para hablar contra Pablo, y que a él se refiere Pablo cuando habla del mucho mal que le había hecho Alejandro el calderero (2 Ti. 4:14) y que a él y a Himeneo los había entregado a Satanás para que aprendiesen a no blasfemar (1 Ti. 1:20).
(E) Después de dos horas de gritos a favor de la «Diana de los efesios» (v. 34), cuando el secretario o canciller de la ciudad, que estaba encargado de dirigir y presidir las asambleas públicas, consideró que aquello se pasaba ya de la raya, subió a la tarima para dirigir la palabra a la multitud. Con la maestría adquirida con la experiencia de manejar a las masas de la ciudad, puso de relieve, en cinco puntos, que aquella reunión era innecesaria: (a) Todo el mundo sabía (v. 35) que Éfeso era la ciudad guardiana del templo de la gran diosa Diana y que su imagen era venida del cielo, no hecha por mano de hombre, por lo que no era necesario organizar un tumulto (v. 36) para proclamarlo. (b) Que aquellos hombres contra quienes gritaban no habían cometido sacrilegio al no hacer violencia al templo aquel ni blasfemia contra la diosa (v. 37). (c) Que si Demetrio y sus colegas tenían algo que alegar (v. 38), podían pedir audiencia ante los procónsules. (d) Si tenían alguna otra cosa que pedir (v. 39), eso podía decidirse ordenadamente en pública asamblea. (e) Finalmente, había peligro de ser acusados de sedición ante las autoridades romanas por haber levantado sin causa legítima aquel alboroto, del que ninguna razón se podía alegar (v. 40). Así que (v. 41), habiendo dicho esto, despidió la asamblea. Gran beneficio es para un país disponer de magistrados justos y ecuánimes, que saben administrar justicia y tienen poder para preservar la paz. La providencia de Dios hizo que este magistrado, aun sin ser amigo de los cristianos, sirviese para preservar la vida de los creyentes de Éfeso. Véase así cuántos medios tiene Dios para proteger a los suyos.
I. Pablo viaja por Macedonia, Grecia y Asia Menor hasta parar en Tróade (vv. 1–6). II. Informe especial de su estancia en Tróade y de la resurrección de Eutico allí (vv. 7–12). III. Su viaje desde allí a Mileto, de paso para Jerusalén (vv. 13–16). IV. Discurso de despedida a los ancianos de Éfeso, tras el cual todos dieron rienda suelta a sus sentimientos de amor mutuo y de pena por la separación (vv. 17–38).
Versículos 1–6
1. Pablo se marcha de Éfeso. Allí se había detenido por más tiempo que en ningún otro lugar. Pero debía partir para predicar también en otras ciudades, aun cuando ya no le vemos más abriendo nuevos surcos, pues al final del próximo capítulo le hallamos ya preso para continuar así hasta el final del relato de este libro. Algunos opinan que antes de marcharse de Éfeso escribió la primera carta a los corintios y que su lucha con las fieras en Éfeso (1 Co. 15:32) se refiere metafóricamente al alboroto que acabamos de estudiar. No se marchó de repente ni a escondidas, sino que se despidió de los discípulos (v. 1) con toda solemnidad.
2. Su visita a las iglesias de Grecia (v. 2), que él había plantado. Allí se detuvo por tres meses (v. 3) y tuvo que alterar su planes de ir a Siria al enterarse de la conjura que habían tramado los judíos contra él, volviendo en cambio por Macedonia (comp. con 19:21), donde visitó las iglesias de Tesalónica y Filipos, exhortando a los creyentes con abundancia de palabras (v. 2).
3. Los que le acompañaron en su viaje al Asia Menor (v. 4): Sópater de Berea (con toda probabilidad, el Sosípater mencionado en Ro. 16:21). Se cuenta entre ellos a Timoteo porque, aun cuando Pablo le había dejado en Éfeso al marcharse de allí (v. 1), luego le acompañó con los demás que aquí se mencionan. Todos ellos les esperaron en Tróade. Lucas refiere esto en primera persona de plural, dando así a entender que estaba de nuevo en compañía de Pablo, y con él se embarcó desde Filipos (v. 6), pasados los días de los panes sin levadura, lo que le sirve a Lucas para computar el tiempo, a la vez que él, no judío, da cuenta de cómo Pablo observaba las buenas «costumbres» judías. Cinco días duró el viaje, que antaño había durado pocas horas (16:11, 12) por tener el viento en popa. ¡Largo viaje para pasar sólo siete días en Tróade! Pero Pablo tuvo por bien empleado el largo viaje, en vista de la oportunidad de edificar a los creyentes de allí.
Versículos 7–12
Aquí tenemos lo que ocurrió en Tróade el último de los siete días que pasó Pablo en aquel lugar.
1. Los cristianos del lugar celebraron un culto solemne, incluido el partimiento del pan. Era domingo, «el primer día de la semana» (v. 7), como se llama invariablemente a ese día en el Nuevo Testamento, no «día del Señor» (v. el comentario a Ap. 1:10). Se reunieron en el aposento alto (v. 8) de una casa, el cual sería suficientemente amplio («de algún hermano pudiente», como dice Trenchard) para dar cabida a todos. No importa el lugar, si adoramos en espíritu y en verdad. Por el testimonio de Justino mártir (hacia la mitad del siglo II), sabemos que los creyentes celebraban la Cena del Señor todos los domingos.
2. Durante este culto, Pablo predicó un largo sermón de despedida. Por tres veces menciona Lucas (vv. 7, 9, 11) la «largura» del sermón de Pablo. A pesar de la defensa que Trenchard hace de Pablo en esto, parece como si al propio Lucas le hubiese resultado «demasiado largo» el sermón. En descargo de Pablo está el hecho de que era su sermón de despedida y, aunque tendrían los creyentes de Tróade ocasión de oír otros sermones, nunca más volverían a tener tan eximio predicador.
3. Parece ser que la sala estaba abarrotada de gente, pues el joven Eutico (v. 9) estaba sentado en el antepecho de la ventana, abierta y sin cristales. La mención de las muchas lámparas (v. 8), en la pluma del médico Lucas, tiene por objeto, probablemente, darnos a entender que la atmósfera del aposento estaba un tanto viciada por el humo de las antorchas. Esto, añadido a la largura del sermón y al probable cansancio del joven tras un día de fatigosa labor, provocó su sueño, vencido del cual, cayó del tercer piso abajo y fue levantado muerto. No fue un desvanecimiento; lo certifica un buen médico (son completamente injustificados los reproches que M. Henry lanza contra el joven: que si se hubiese sentado en el suelo, si hubiese atendido al sermón, etc., no le habría ocurrido eso, nota del traductor).
4. No hay por qué ver en este incidente «la mano del diablo» ni «un aviso de Dios», sino, más bien, «para que las obras de Dios se manifestasen en él» (Jn. 9:3), pues esto dio ocasión a que el apóstol (v. 10) obrase en él, por el poder de Dios, el milagro de la resurrección (comp. con 1 R. 17:17–24; 2 R. 4:30– 37). Con ello, todos los asistentes fueron grandemente consolados (v. 12). Después del milagro, Pablo celebró la Cena del Señor y continuó hablando hasta el alba. Lucas, caritativamente, no nos dice si alguien más se durmió. Decía el gran siervo de Dios Dr. Lloyd-Jones (todo es nota del traductor) que imponer unos «determinados minutos» al predicador era ir contra el Espíritu Santo, pero la experiencia propia y ajena me ha enseñado que, cuando el predicador se pasa de la raya, es porque no ha preparado, o calculado bien, el corte y la extensión del mensaje, y se deja llevar de la verbosidad o del entusiasmo del momento. Habrá ocasiones en que tal «extensión» pueda dar algún fruto extraordinario, pero lo corriente es que sirva para trastornar el programa de actos. Los más santos no están libres de este defecto.
Versículos 13–16
1. Salido de Tróade, Pablo se apresura a llegar a Jerusalén, no sin detenerse en lugares costeros, donde tendría oportunidad de edificar a los hermanos. Resuelto a ir por tierra (v. 13) a Asón, los demás, y con ellos Lucas, se dirigieron allá por mar, y le esperaron. Dice Leal: «se fue por tierra, sin duda para predicar». Pablo no perdía ocasión de proclamar el mensaje del Evangelio, y por esta ferviente solicitud, bien se le pueden perdonar algunas de sus testarudeces.
2. En Asón (v. 14) se le unieron los que habían llegado por mar y, juntos, llegaron a Mitilene, después de tomarle a bordo. También por mar (v. 15), tocaron al día siguiente en Quío, cruzaron al día siguiente hasta Samos, hicieron escala en Trogilio y al día siguiente llegaron a Mileto. En esta ocasión, pasaron de largo por Éfeso (v. 16), pues a Pablo le urgía llegar a Jerusalén para estar allí el día de Pentecostés. Había salido de Jerusalén unos cuatro o cinco años antes (18:21, 22) y ahora iba allá a pagar sus respetos a «la iglesia madre». Pentecostés era tiempo de gran concurrencia; además, esta fiesta se había hecho ya famosa entre los cristianos desde que en ella fue derramado el Espíritu Santo. Incluso los que se dedican a negocios lícitos deben hallar tiempo para reunirse, en ocasiones santas, con otros hermanos. Quien no disfruta en comunión con los hermanos, es difícil que disfrute de verdadera comunión con el Señor.
Versículos 17–38
Tenemos ahora el solemne y emocionante discurso de despedida de Pablo a los ancianos de Éfeso, y ser la despedida misma no menos emocionante que su mensaje. Al comparar los versículos 17 y 28, aprendemos dos importantes cosas que pasan desapercibidas para muchos comentaristas:
(A) En Éfeso, como en otras iglesias de extracción gentil (a diferencia de Jerusalén), no había un solo pastor, sino varios (comp. 13:1), como lo expresa la frase «los ancianos de la iglesia». (B) Estos
«ancianos» (gr. presbíteros, no en sentido de edad, sino de «veteranía» en la fe) son llamados también
«sobreveedores» (gr. epíscopos, de donde salió lo de «obispo»; comp. con Tito 1:5, 7. El singular aquí, como en 1 Timoteo 3:2, no significa que fuese «único»). Veamos ya el discurso que les dirigió:
1. Apela primero al comportamiento que ha tenido entre ellos desde que llegó al Asia (v. 18): (A) Había servido al Señor con toda humildad, nunca había hablado con arrogancia ni se había distanciado del pueblo, sino que siempre se había abajado para servir a los demás; y con lágrimas, no de lamentación por sus padecimientos y pruebas, sino por compasión con los demás (Ro. 12:15; 2 Co. 11:29; Fil. 3:18).
(B) Le había servido en medio de las pruebas que le habían venido por las asechanzas de los judíos (v. 19b). Los fieles siervos de Dios ni se hinchan con los halagos ni se arredran con los insultos y persecuciones, pues sólo se preocupan en salir aprobados de su Señor.
2. Su predicación había sido también como debía ser (vv. 20, 21), pues (A) no se había retraído de anunciarles nada útil, tanto en público como en privado (v. 20); no había rehuido anunciarles todo el consejo de Dios; o, como expresa mejor la NVI, «todo el plan de salvación de Dios», sin miedos ni favoritismos. Hay porciones del mensaje que raramente se tocan en el púlpito, sea por temor o por incompetencia, lo cual va en detrimento de la edificación de las iglesias. El buen pastor ha de dar a las ovejas los pastos que les convienen, no los que más les gusten; a veces necesitarán purgas, aunque les resulten amargas. (B) Su predicación había sido tan amplia en extensión como profunda en intensidad, pues había testificado solemnemente a judíos y gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios y de la fe en nuestro Señor Jesucristo (v. 21). Tanto la fe como el arrepentimiento (cual dos polos del mismo eje) habían sido la materia de los mensajes de Pablo a judíos y gentiles (comp. con 17:30; 26:20), pero puede advertirse aquí cierto contraste (de énfasis más que de tema) entre «judíos» y «arrepentimiento» con
«gentiles» y «fe» (comp. 2:38 con 16:31). Una fe sin arrepentimiento sería incapaz de obtener el perdón de pecados; un arrepentimiento sin fe no puede alcanzarnos la justicia de Dios; así que no hay fe genuina sin arrepentimiento sincero.
3. Declara que le esperan nuevas y duras pruebas (vv. 22–24), pues ése es el testimonio que recibe del Espíritu Santo (v. 23). Así va (v. 22) encadenado en el espíritu o, quizás, urgido por el Espíritu, a Jerusalén, sin saber lo que allí le espera. Debemos dar gracias a Dios por no revelarnos lo que nos espera, pues aunque la aflicción nos tome por sorpresa, al menos vivimos sin temor ni sobresalto. Una cosa sabe Pablo: que le esperan cadenas y tribulaciones. Pero no por eso se acobarda, sino que, como buen atleta espiritual y fiel soldado de Cristo, sólo le interesa (A) acabar su carrera con gozo (comp. 2 Ti. 4:7), y llegar alegre a la muerte que le pondrá en brazos de su Amado Salvador; (B) cumplir el ministerio que recibió del Señor Jesús (v. 24) de predicar el evangelio de la gracia de Dios. ¿Cabe encargo más sublime y honroso? Pablo no deseaba vivir ni un día más de lo necesario para ser instrumento en manos de Dios para la siembra del Evangelio de salvación.
4. Apela a la conciencia de ellos en cuanto a la integridad con que había cumplido su cometido (vv. 25–27): (A) Puesto que no han de volver a ver el rostro de él (v. 25), les pone por testigos (v. 26) de que no es responsable de la perdición de ninguno (NVI), pues eso es lo que significa la frase «limpio de la sangre de todos». Eso es un aviso para los ministros de Dios a que cumplan fielmente su misión de atalayas de la grey (comp. con Ez. 3:18, 19; 33:8, 9), y a los creyentes a que no echen en saco roto las exhortaciones y amonestaciones de sus pastores. (B) Les pone igualmente por testigos de que les ha proclamado todo el plan de salvación de Dios (NVI). El Evangelio es el plan de Dios para la salvación de los hombres, y los ministros de Dios tienen el privilegio y el deber de anunciarlo puro, sin mezcla de doctrinas humanas, y entero, sin ocultar nada, por difícil o duro que pueda parecer a los oyentes y al mismo predicador.
5. Les encarga que cumplan fielmente con su deber (v. 28): (A) Pues han sido puestos por el Espíritu Santo. Aunque hayan sido presentados por la congregación (comp. 6:6), y designados por los líderes (14:23, bien traducido) es el Espíritu Santo el que les otorga los dones (1 Co. 12:4, 7 y ss.) y el que les envía al cargo que ostentan (13:4). (B) Han de cuidar, pues, primero de sí mismos a fin de ser diligentes y ejemplares y, después, de la grey de Dios (1 P. 5:2), de apacentar la iglesia del Señor (v. 28), no suya.
6. Tres grandes motivos para el fiel desempeño del ministerio pastoral (vv. 28b, 29–31): (A) Ninguna oveja debe perderse por culpa o negligencia de los pastores, puesto que Dios adquirió para sí la Iglesia al precio de la sangre de su propio [Hijo] (NVI, según la lectura más probable). Compárese 1 Pedro 1:18 y ss. Lo que tanto ha costado, por fuerza debe de tener gran valor. ¿Nos damos cuenta de lo que vale una sola alma? ¡No la echemos a perder! (v. 1 Co. 8:11). No olvidemos que Dios es buen «mercader», pues nadie como Él sabe el justo precio de las cosas. (B) Después de la muerte de Pablo (v. 29), iban a entrar en el rebaño lobos feroces que no escatimarían la vida de las ovejas. Si es cosa tan grave ser un pastor mercenario (Jn. 10:12), asalariado, que huye cuando viene el lobo, ¿qué diremos cuando el pastor se mete a lobo y arrebata él mismo las ovejas, llevándolas a la perdición? Esto se iba a cumplir en el mismo siglo X de nuestra era (v. 1 Jn. 2:18–27, comp. con 1 Ti. 4:1 y ss.). Uno de los misterios más grandes de la Historia Eclesiástica es la temprana entrada de la apostasía en la Iglesia. Tan pronto como murieron los apóstoles, comenzaron a surgir (v. 30), lenta pero decididamente, doctrinas y prácticas contrarias a la Palabra de Dios. (C) Era menester, pues, velar recordando que, por tres años, de noche y de día, Pablo no había cesado de amonestar con lágrimas a cada uno (v. 31). Él había cumplido bien su oficio de atalaya de pastores y ovejas. Con su palabra y su ejemplo les había dejado un buen modelo que imitar (comp. con 1 Co. 11:1). ¿Quién de los oyentes no vibraría de emoción al oír esa exhortación del gran apóstol? ¿Quién tendría excusa para comportarse después con negligencia? Con lágrimas les servía a ellos, así como con muchas lágrimas había servido al Señor (v. 19).
7. Los recomienda a la guía, a la gracia y al poder de Dios (v. 32): (A) Véase cómo los encomienda a Dios; ora por ellos, así como después (v. 36) orará con ellos. Él se marcha y no volverán a ver su rostro, pero Dios estará con ellos y no los desamparará, pues es amoroso y todosuficiente. (B) Los encomienda igualmente a la palabra de su gracia (no al Verbo, sino al Evangelio), que tiene poder (v. Ro. 1:16) doble: (a) para sobreedificaros, es decir, para asegurar vuestro crecimiento espiritual ya desde ahora; (b) para daros herencia con todos los santificados, aquella «herencia» escatológica de la que habla Pedro (1 P. 1:4, 5). El Evangelio nos ofrece, no sólo el conocimiento de la gracia de Dios, sino también las promesas de la gloria de Dios. Esto está reservado a los santificados, es decir, a los que han nacido de nuevo para entrar en el Reino.
8. Se recomienda a sí mismo, no por jactancia, sino como testimonio y para ejemplo de los pastores (vv. 33–35): (A) «Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado» (v. 33. Comp. con las palabras de Samuel en 1 S. 12:3). Lejos de codiciar lo ajeno, él gastaba lo suyo y se desgastaba así mismo por los demás (2 Co. 12:14, 15). (B) Precisamente por eso, añade, «vosotros mismos sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido» (v. 34). Pablo tenía una cabeza y una lengua con las que poder ganarse el sustento y, por predicar el Evangelio, tenía derecho a vivir de él (1 Co. 9:14), pero él mostraba aquellas manos, no finas y delicadas de repasar papiros, sino duras y callosas de fabricar lonas. Más aún, lejos de dejar que otros ganaran para él, él ganaba para sustentar a los que estaban con él. No vamos a criticar a sus acompañantes, pero la verdad es que quienes están decididos a tomar el remo para navegar, han de hallar que los demás estarán muy contentos de disfrutar del paisaje. (C) Para mejor exhortarles a la generosidad que tan bien practicaba él, les cita una frase del Señor que no figura en los Evangelios, pero él la conocía, sin duda, por declaración de los apóstoles: «Hace más feliz el dar que el recibir» (v. 35). El criterio del mundo es contrario a esto: los mundanos prefieren recibir (y aun robar) a dar. Una ganancia (cuanto más fácil, mejor) es la suprema aspiración de los que ponen la felicidad en las cosas de este mundo, pues con dinero pueden alcanzar todo lo demás. Pero el criterio divino es diferente: Dar nos asemeja a Dios, que da todo a todos y no recibe de ninguno cosa que Él no haya dado; también nos asemeja al Señor Jesús, quien pasó haciendo el bien. Es más agradable dar a los agradecidos, pero todavía es más honorable dar a los que son desagradecidos, pues entonces tenemos a Dios como único galardonador.
9. Llega la hora de la despedida, que fue muy solemne y muy emotiva (vv. 36–38):
(A) «Dicho esto, se puso de rodillas y oró con todos ellos» (v. 36). La reverencia y humildad de la oración se echan de ver en la postura, frecuente en Pablo (v. Ef. 3:14), aunque casi pasada de moda entre los evangélicos. Fue una petición acompañada de adoración. ¡Buena oración, después de tan buen sermón! También nosotros debemos orar al despedir o al visitar a nuestros hermanos en la fe. Pablo seguía en esto el ejemplo del Maestro (v. Jn. 17:1. Me atrevo a decir, nota del traductor, que así como a Juan 17 se le llama el «Lugar Santísimo» de tal Evangelio, yo llamaría «Lugar Santísimo» de Hechos al cap. 20).
(B) Se despidieron todos con gran llanto (v. 37), y echándose al cuello de Pablo, le besaban afectuosamente, según costumbre secular, y cristiana, de los orientales (v. el comentario a Ro. 16:16). Lo que más les había llegado al corazón era la palabra que había dicho, de que no verían más su rostro. Toda despedida entre buenos amigos es triste, pero la última despedida es la más triste de todas. ¡Gracias a Dios, aunque no volvamos a ver en este mundo el rostro de nuestros seres queridos y de nuestros buenos amigos, los volveremos a ver para siempre, y mejorados, en otro mundo mejor!
(C) «Y le acompañaron al barco» (v. 38b), para gozar un poco más de su compañía y conversación y verle por un poco más de tiempo. Para consuelo de ambas partes, la presencia espiritual de Cristo se iba con Pablo, pero se quedaba al mismo tiempo con los ancianos de Éfeso. Dice bellamente Trenchard:
«Con los ojos arrasados aún por las lágrimas, la pequeña compañía pasa por las calles de Mileto y desciende al puerto, y no dejar a Pablo hasta verle embarcado; y aun podemos pensar que los hermanos no dejaron el muelle hasta que la vela latina de la embarcación desapareciera detrás del promontorio, y señalar el fin de una época, tanto para ellos como para el apóstol».
Seguiremos a Pablo hasta Jerusalén, y de allí a cadenas perpetuas. Nos parece una gran pena que esto sucediese. Sin embargo, Pablo glorificaba a Dios en la prisión tanto como en el púlpito. I. Diario de viaje desde Éfeso hasta Cesarea (vv. 1–7). II. La oposición que hubo de confrontar, por parte de sus amigos, en Cesarea, pues querían persuadirle a que no fuese a Jerusalén (vv. 8–14). III. Viaje de Pablo desde Cesarea a Jerusalén (vv. 15–17). IV. Se somete allí al deseo de los hermanos para que demostrase mediante un sencillo rito que no era enemigo de la Ley de Moisés (vv. 18–26). V. Eso mismo les da ocasión a los judíos para acusarle de profanar el templo (vv. 27–30). VI. Escapa a duras penas de ser linchado por el populacho y es puesto a salvo por el tribuno, quien le permite dirigirse personalmente al pueblo (vv. 31– 40).
Versículos 1–7
1. El dolor de la separación de Pablo, con los que le acompañaban, de los ancianos de Éfeso, se echa de ver en la frase misma de Lucas con que se encabeza el capítulo (v. 1): «Después de separarnos de ellos». Penosa fue para Pablo la separación, como lo fue también para los de Éfeso, pero no quedaba otra alternativa.
2. El próspero viaje que llevaron a cabo (v. 1b): «zarpamos y fuimos con rumbo directo a Cos, y al día siguiente a Rodas, y de allí a Pátara». Se ve que el viento les fue favorable, aunque en Pátara tuvieron que cambiar de barco para seguir adelante (v. 2). La providencia de Dios les proporcionó un barco que iba a Tiro, puerto de Fenicia. Los recuerdos se le agolparían a Pablo en la cabeza al avistar Chipre, primera etapa de su primer viaje misionero con Bernabé (13:4 y ss.) y lugar al que se había dirigido Bernabé, tras la acalorada discusión con Pablo, al comienzo del segundo viaje misionero de éste (v. 3); y «dejándola (a Chipre) a mano izquierda, y pasar por debajo de la isla, como se puede ver en un mapa, navegamos hacia Siria y arribamos a Tiro (puerto de enlace), porque el barco había de descargar allí».
3. Estancia de Pablo en Tiro.
(A) Buscó y descubrió dónde estaban allí los discípulos (v. 4. NVI). A Fenicia habían llegado algunos de los dispersados con motivo de la persecución que se produjo tras la muerte de Esteban (11:19) y, después (15:3), no cabe duda de que había en la iglesia de Tiro hermanos de extracción gentil junto con los judíos convertidos. Se quedó allí siete días. Lo mismo en Tiro que en las demás ciudades, abundaba el don de profecía (20:23), y también allí le daba testimonio el Espíritu Santo, por medio de los profetas locales. La frase «que no subiese a Jerusalén» no significa que el Espíritu Santo le prohibiese a Pablo ir a Jerusalén (comp. con v. 14b y, especialmente, con 23:11b), sino que los hermanos de Tiro, al saber por el don de profecía lo que le iba a ocurrir, querían persuadirle a que no fuese a Jerusalén.
(B) Los discípulos de Tiro mostraron gran cariño y respeto a Pablo y a sus acompañantes, pues salieron a despedirles todos, con sus mujeres y sus hijos, hasta fuera de la ciudad (v. 5). Así se nos enseña, no sólo a respetar debidamente a los fieles ministros del Señor, sino también a educar a nuestros hijos, desde la niñez, en ese respeto y esa devoción al Señor en la persona de sus fieles siervos.
(C) Como en Mileto con los ancianos de Éfeso (20:36, 37), también en Tiro (v. 5b), la despedida se hizo con oración de rodillas en la playa. Dice J. Leal: «La oración de rodillas en la playa no debe extrañar entre orientales. Hoy mismo los musulmanes hacen sus oraciones en plena calle o plazas, si se presenta. Los orientales son más piadosos que nosotros y tienen menos respeto humano». Mr. George (Jorge) Herber decía: «El arrodillarse no ha estropeado jamás unas medias de seda».
(D) La separación (v. 6): «Y tras despedirnos los unos de los otros, subimos al barco, y ellos se volvieron a sus casas». Pablo dejó detrás de sí la bendición para los hermanos de Tiro que se volvieron a sus casas respectivas, y los de Tiro acompañaron con sus oraciones a los que se hacían a la mar.
4. Llegada a Tolemaida (v. 7). Allí se quedaron un día, con lo que tuvieron la oportunidad para saludar a los hermanos de allí. Pablo no consentiría en pasar de largo sin tener unas horas de comunión con los hermanos de allí; poco era un día, pero mejor era una corta visita que nada.
Versículos 8–14
Tenemos ahora a Pablo y sus acompañantes que llegan a Cesarea, ciudad donde, por primera vez, fue predicado el Evangelio a los gentiles en casa de Cornelio, y cayó sobre ellos el Espíritu Santo (10:1, 44).
1. En Cesarea residía desde hacía muchos años Felipe el evangelista (v. 8), que era uno de los siete diáconos (v. 6:5, comp. con 8:40), y se hospedaron en su casa. La mención (v. 9) de las cuatro hijas solteras (gr. vírgenes) de Felipe, que tenían el don de profecía (NVI), tiene quizá por objeto insinuar que también ellas, movidas por el Espíritu Santo, le profetizaron a Pablo lo que le iba a suceder en Jerusalén, aunque el texto sagrado no dice nada con respecto al particular. Aclaremos que, aunque Pablo no permitía a las mujeres hablar en las reuniones formales de la comunidad (1 Co. 14:34) ni enseñar autorizadamente donde había varones competentes para ello (1 Ti. 2:11–15), sí parece admitir que las mujeres pueden orar y profetizar públicamente en algún lugar (1 Co. 11:5).
2. Predicción especial de los sufrimientos que le esperaban a Pablo en Jerusalén, al ser ahora un profeta notable quien los predice (vv. 10, 11). Pablo y sus acompañantes se quedaron bastantes días (v. 10) en Cesarea. No se nos dice por qué se quedó allí tantos días, pero podemos estar seguros de que no estuvo ocioso durante ese tiempo. Llegó allá desde Judea un profeta llamado Ágabo; sin duda, el mismo que en Antioquía de Siria (11:28) había profetizado el hambre general que había de ocurrir en tiempo del emperador Claudio. Parece ser que llegó con el decidido propósito (v. 11) de profetizar lo que otros habían hecho, pero él lo hizo con un gesto altamente simbólico, al estilo de los profetas del Antiguo Testamento, y con más detalle: Tomó el cinto (o faja) de Pablo y, atándose los pies y las manos, dijo: Así atarán los judíos en Jerusalén al varón de quien es este cinto, y lo entregarán en manos de los gentiles. Una y otra vez se le predecía a Pablo lo que le había de ocurrir, a fin de que estuviese mejor preparado para ello.
3. La gran insistencia con que sus amigos intentaban disuadirle de ir a Jerusalén (v. 12). Por lo que Pablo dice (v. 13), le importunaban con lágrimas, por el afecto que le tenían. A veces, es necesario tratar de convencer a los fieles siervos de Dios que se exceden en su trabajo para que no se desgasten prematuramente. Pero en el caso presente, los amigos de Pablo se dejaban llevar de la debilidad de la carne, pues sabían que había emprendido este viaje bajo la dirección del Espíritu Santo (v., con todo, lo que decimos en el punto 5).
4. La bravura con que resistió Pablo la tentación (v. 13): Tantos ruegos y lágrimas le quebrantaban el corazón, tendían a quitarle el ánimo y la resolución de proseguir el viaje. Le quebrantaba sobre todo el corazón tener que oponerse a sus ruegos y lágrimas, ya que no podía en conciencia acceder a lo que le pedían. Al pensar que le hacían un favor, le estaban haciendo daño. Si estos hermanos de Cesarea hubiesen conocido de antemano el próximo futuro, se habrían alegrado en cierto modo de que Pablo fuese a Jerusalén, pues precisamente al ser arrestado allí, fue enviado a Cesarea (23:33), donde continuó, al menos, por dos años (24:27). La iglesia de Cesarea pudo disfrutar de la compañía y los consejos de Pablo al estar allí encarcelado, mucho más que si hubiese disfrutado de entera libertad yendo de una parte a otra. Pablo repite su resolución de seguir adelante, a pesar de ruegos y lágrimas (v. 13b): «Porque yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús». Como si dijese: «Es voluntad de Dios, y yo estoy dispuesto, preparado y resuelto a lo que venga. Con su gracia, no sólo podré soportarlo, sino hasta sufrirlo con gozo». No se arredra ante nada; declara lo peor que le puede suceder, que es la muerte, para dar a entender hasta dónde se extiende su resolución de sufrir por el nombre de Jesucristo.
5. Ante esta firme resolución de Pablo, sus amigos cedieron en sus ruegos y accedieron a que continuase su viaje. Se dieron cuenta de que Pablo tenía fuertes razones para obrar como lo hacía. El propio Lucas se había unido a los que intentaban disuadirle, pues dice (v. 14): «desistimos». La frase con que se someten («Hágase la voluntad del Señor») puede entenderse de dos maneras: (A) «Hágase la voluntad del Señor, no la nuestra, pues Pablo conoce mejor que nosotros lo que Dios quiere que haga»;
(B) «¡Sea lo que Dios quiera, ya que no podemos persuadir a Pablo para que no vaya!» Con todo el respeto para la opinión de los más—nota del traductor—, mi opinión es que debe entenderse en el segundo sentido, dada la fraseología del original. M. Henry la da como probable.
Versículos 15–26
1. Para demostrar que estaban dispuestos a correr la misma suerte que Pablo (comp. con Jn. 11:16), no sólo Lucas y los demás que le habían seguido hasta Cesarea, sino incluso algunos de los discípulos de Cesarea (vv. 15, 16), tomaron sus bagajes, sin servirse de mozos de cuerda, y se fueron con él a Jerusalén. Parece como si el gran denuedo del apóstol hubiera envalentonado a todos los demás. Consigo llevaron también a un creyente antiguo, es decir, de los primeros que habían creído, natural de Chipre, Mnasón (mejor, Mnason) de nombre, en cuya casa, al parecer amplia, se iban a hospedar (v. 16). Este chipriota demostró su bien probada fe al dar alojamiento en su casa a tan numerosa compañía. Con discípulos así, bien puede un creyente hospedarse con gozo y gratitud al Señor, que da tales dones a los hombres.
2. La acogida que tuvieron en Jerusalén (v. 17): (A) Los hermanos los recibieron con gozo. El vocablo para «recibir» es el mismo de 2:41. La NVI lo vierte así: «nos prodigaron una calurosa acogida»; esto muestra que, a pesar de que la delegación incluía muchos creyentes de extracción gentil, «los guías espirituales (de Jerusalén) reconocían con alegría la gran obra que Pablo realizaba como apóstol de los gentiles» (Trenchard). (B) Por su parte, los delegados (y Pablo con ellos) giraron al día siguiente (v. 18) una visita a Jacobo, o Santiago, el hermano del Señor y presidente de la comunidad de Jerusalén, como vimos en el capítulo 15. Lucas hace notar que, con él, se hallaban presentes todos los ancianos de la iglesia.
3. El informe que Pablo dio de su labor entre los gentiles a los líderes de la «iglesia madre» (v. 19):
«les contó una por una las cosas que Dios había hecho entre los gentiles por medio de su ministerio». No da su informe a Jacobo como a un superior jerárquico, sino como a un colaborador (v. el comentario a 1 Co. 3:9). Su informe fue bien detallado a fin de que apareciese más gloriosa la gracia de Dios en circunstancias tan variadas como habían sido las de los viajes misioneros del apóstol. Y así como Pablo atribuía todo a Dios que había hecho aquellas cosas por medio de Pablo, ellos glorificaron (v. 20), no a Pablo, sino a Dios, pero, con esto mismo, mostraban que no tenían envidia a Pablo, a pesar del gran prestigio que ganaba entre los creyentes de todos los lugares.
4. La petición que los ancianos de Jerusalén (se incluye tácitamente a Jacobo) hicieron a Pablo de que diese satisfacción a los judíos creyentes al mostrar públicamente que no iba contra la Ley de Moisés, según se rumoreaba (vv. 20b–25). Esta porción requiere un cuidadoso análisis por los malentendidos que ha suscitado.
(A) Desean que Pablo se percate del éxito que la predicación del Evangelio ha tenido en la propia Palestina. El cómputo suena un poco a hipérbole: «Contemplas, hermano, cuántas miríadas (decenas de mil) hay entre los judíos de los que han creído» (lit.). Le llaman «hermano», a pesar de ciertas diferencias de opinión, y parecen animarle a glorificar a Dios por unas conversiones mucho más numerosas que todas las que Dios había obrado por medio de Pablo en todos sus viajes misioneros; esto, sin duda alguna, había de alegrar a Pablo, quien tampoco tenía envidia al guna de los éxitos ajenos, ya que el éxito y el fruto eran, al fin y al cabo, en todos los casos, de Dios. Pero dicho «cómputo hiperbólico» lleva una intención determinada, como se ve por el contexto (todo el análisis de estos versículos es obra del traductor).
(B) Le hacen ver que, a pesar de ser tan numerosos los convertidos, todos son celosos por la ley, es decir, todos observan fielmente los preceptos de la ley mosaica. M. Henry y el propio L. S. Chafer, cometen un error garrafal al pensar que esto lo decían con tristeza, como lamentándose de «la debilidad prevaleciente entre los judíos creyentes» (M. Henry). Bastaría la lectura de Gálatas 2:12 y ss. para percatarse de tal equivocación. Sin llegar a ser propiamente «judaizantes» (como se ve por el v. 25), la mayoría de la comunidad de Jerusalén, con Jacobo a la cabeza, eran partidarios de la observancia de la Ley, aunque no como «yugo», sino como norma válida de conducta (comp. con Stg. 1:25; 2:10–12 y el énfasis, no la doctrina, de Stg. 2:14–26). En el otro extremo del «espectro», siempre cristiano, estaba Pablo con su énfasis sobre la nulidad, y hasta los efectos relativamente dañosos, de la Ley. En el medio, algún tanto fluctuante, vemos a Pedro, como se palpa en las respectivas intervenciones en el sínodo de Jerusalén (cap. 15) y en el incidente de Gálatas 2:12 y ss.
(C) Le informan del desafecto que le habían cobrado aquellos miles de judíos creyentes, a causa de cierta información tendenciosa que se les había dado (v. 21): «que enseñas a todos los judíos que están entre los gentiles a apostatar de Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos ni observen las costumbres». Este informe era totalmente falso, pues Pablo había hecho circuncidar a Timoteo (16:3) y a ningún judío había prohibido observar las costumbres de sus padres. Él mismo se portaba como judío observante.
(D) Le proponen que, para demostrar que es falso el cargo que se le hace, acompañe a cuatro hombres que tienen que cumplir un voto, se purifique con ellos y les pague el gasto de rasurarse la cabeza (vv. 23, 24). Puesto que el voto de nazareo había de cumplirse, según la tradición (no hay precepto bíblico acerca del tiempo), en treinta días como mínimo, la mención de siete días en el versículo 27 ha desconcertado a muchos exegetas, pero Lucas no dice que eran siete los días del cumplimiento del voto, sino de la purificación (comp. con Nm. 6:9); ése era el plazo en que había de terminarse el ceremonial.
(E) Para que esto no pareciese una contravención de lo decretado en el sínodo de Jerusalén (cap. 15), añaden que, en cuanto a los gentiles que han creído (v. 25), se han limitado a transmitirles las instrucciones del citado sínodo (15:20, 29). Sabían cuán celoso era Pablo de la libertad de los gentiles convertidos y, por eso, se refieren expresamente a dichas instrucciones para no suscitar la intranquilidad del apóstol.
(F) Pablo no vio en ello nada contra su conciencia de judío cristiano y accedió por el bien de los demás, como era su norma (Ro. 14:13–23; 1 Co. 8:1–13; 9:20). Él mismo había cumplido un voto similar (18:18). De esta forma, se conseguían tres buenos resultados: (a) La multitud (v. 22) quedaría satisfecha;
(b) él mismo quedaría rehabilitado ante la multitud y (c) los líderes de la iglesia se verían descargados de una grave preocupación. Sin embargo, esta medida de «prudencia» iba a tener terribles consecuencias, aunque dentro del plan de Dios sobre Pablo.
Versículos 27–30
Vemos a Pablo puesto en una situación que no podíamos prever. 1. Es arrestado en el templo, precisamente cuando cumplía lo que Jacobo y los ancianos de la iglesia le habían aconsejado que hiciese para rehabilitarse ante los judíos creyentes (v. 27). Fue casi al final de los siete días de la purificación cuando se dieron cuenta de él, y le echaron mano en el templo, donde debería haber hallado refugio, profanándolo así los que sin culpa suya le arrestaron, como si él fuera quien profanaba el templo. Si consideramos el disgusto que esto debió de causar a Jacobo y a los ancianos, al ver que por el consejo que habían dado a Pablo, éste había sido arrestado, aprenderemos a no obligar a nadie a hacer algo que sea contrario a lo que ellos piensan.
2. Los que dieron el informe de que Pablo estaba profanando el templo, además de ser él quien, según ellos, enseñaba a todos contra el pueblo, la ley y este lugar (v. 28), fueron unos judíos, no de Jerusalén, sino de Asia, es decir, de la dispersión, quienes eran los que más irritados estaban siempre contra él. Los que menos frecuentaban el templo, parecían los más celosos por el templo, como si con arrestar a Pablo quisiesen expiar su propia negligencia de los servicios del templo.
3. El método que siguieron para echar mano a Pablo fue alborotar a toda la multitud (v. 27b). Comenzaron por pedir auxilio (v. 28): «¡Varones israelitas, ayudadnos!» El cargo de que le acusaban principalmente era de profanar el templo, imaginándose falsamente que había introducido en el atrio de los judíos a Trófimo, creyente gentil de Éfeso, con quien le habían visto por la ciudad (v. 29), lo cual estaba sancionado con la pena capital, pero era un cargo falso, pues Pablo había acudido allá con judíos únicamente.
4. ¿En qué se apoyaban estos judíos para acusar a Pablo de los demás cargos que presentan contra él?
(A) Lo de que enseñaba contra el pueblo se apoyaba en una falsa comprensión de la doctrina, no sólo paulina, sino cristiana, de que judíos y gentiles formaban un solo cuerpo en Cristo, en cuanto a lo de ser salvos por el arrepetimiento y la fe. (B) Lo de enseñar contra la Ley era, asimismo, el desconocimiento de la doctrina bíblica, ya profetizada para todos, y ejercitada por los mismos santos del Antiguo Testamento (v. Ro., especialmente caps. 4 y 10), de que el hombre se justifica por la fe, y ser la Ley un medio para diagnosticar el pecado. (C) La supuesta enseñanza contra el templo era la opinión de los judíos incrédulos
«sobre la enseñanza de Pablo en cuanto a las operaciones del Espíritu Santo (la base es la Obra redentora de Cristo) en oposición a toda idea que concediera valor espiritual último y final a lugares y a ritos, dejando aparte su valor temporal como símbolos instituidos por Dios» (Trenchard).
5. Con estos gritos y estos falsos lugares comunes, pero eficaces para soliviantar a las masas, consiguieron (v. 30), como ocurre con toda actuación demagógica, que toda la ciudad se alborotó y la gente vino corriendo desde todas las direcciones (NVI). A continuación, se apoderaron de Pablo, le arrastraron fuera del templo e inmediatamente cerraron las puertas. Vemos así a Pablo a punto de ser linchado por las turbas en un tumulto popular sin justificación alguna, echado del templo por la fuerza, y los levitas encargados del servicio del templo cierran las puertas para que no pueda entrar ningún gentil, una vez que ya han sacado afuera al presunto «profanador».
Versículos 31–41
Vemos ahora a Pablo rescatado de manos de sus enemigos judíos por medio de un romano enemigo de los judíos.
1. Cuando los alborotadores procuraban matarle (v. 31), llegó al tribuno de la compañía un informe de lo que estaba ocurriendo, y él, no por simpatía hacia Pablo, sino por mantener la paz y el orden público, tomando enseguida (v. 32) soldados y centuriones, bajó corriendo hacia ellos. La sola vista del tribuno (jefe de mil soldados) con varios centenares de soldados, bastó para frenar a las turbas, pero, al suponer el tribuno que Pablo había cometido algún delito (v. 33), le mandó atar con dos cadenas para someterle a interrogatorio. Los que no temían la justicia de Dios quedaron aterrados por el poder de Roma. Dios protege muchas veces a los suyos por manos de quienes no sienten afecto hacia los suyos.
2. El interrogatorio no pudo llevarse a cabo allí a causa de los gritos de la multitud; ya que (v. 34), al gritar unos una cosa, y otros otra (comp. con 19:32), el tribuno no se enteró de la causa por la que le habían arrestado, por lo que mandó llevarle a la fortaleza, es decir a la Torre llamada Antonia. La cosa no fue fácil, porque, «al llegar Pablo a la escalinata, la furia del populacho llegó a tal extremo, que tuvo que ser llevado en volandas por los soldados» (v. 35. NVI). Al no poder alcanzarle, la muchedumbre del pueblo (v. 36) venía detrás, gritando: ¡Acaba con él! El verbo griego es el mismo que ocurre en Lucas 23:18; Juan 19:15, y las circunstancias se parecen algo, en menor escala, es cierto, a las del Señor ante el tribunal de Pilato.
3. Por fin, pudo Pablo obtener permiso del tribuno (v. 37) para decir algo. «Dijo al tribuno: ¿Se me permite decirte algo?» ¡Véase la cortesía y la humildad con que pide permiso para hablar! Pablo sabía bien cómo dirigirse a reyes y emperadores; sin embargo, ¡con qué modestia pide a este coronel permiso para hablar!
4. El tribuno se sorprende al ver que Pablo le hace la petición en griego. Esto ocurría, con la mayor probabilidad, el año 57 de nuestra era, y el incidente que el tribuno menciona (v. 38) había ocurrido, según Flavio Josefo, el año 54. Como el autor de la sedición había desaparecido, el tribuno sacó la conclusión de que el egipcio aquel debía de ser Pablo mismo.
5. Pablo rectifica la equivocación del tribuno, y le da información directa y exacta de sí mismo (v. 39): «En realidad, yo soy judío, tarsense de Cilicia, ciudadano de una ciudad no insignificante» (lit.). No habla así para gloriarse de su ciudadanía romana, sino para dar cuenta exacta de su país y de la ciudad en que nació.
6. A continuación, pide permiso (v. 39b) para hablarle al pueblo: «Te ruego, le dice, como quien se limita a pedir un favor, que me permitas hablar al pueblo». El tribuno, al librarle de las garras del populacho, tenía intención de darle la oportunidad de que explicase su conducta, y él ruega que le permita defenderse a sí mismo, pues no necesitaba otra cosa que el esclarecimiento de los hechos para que se conociese la verdad, y el Espíritu Santo vendría en su ayuda en estos momentos (v. Mt. 10:20). Concedida, pues, la venía del tribuno (v. 40), Pablo hizo la consabida señal con la mano para pedir silencio y, hecho un gran silencio, se dirigió al pueblo en lengua hebrea, esto es, en el arameo de aquel distrito. ¡Al menos, iban a escucharle!
I. Discurso de Pablo al pueblo, en el que da testimonio de su anterior fanatismo y de su posterior conversión a Cristo (vv. 1–21). II. El populacho le interrumpe y tiene que ser rescatado por segunda vez, y el curso que el tribuno sigue para hallar el motivo de estos grandes clamores contra Pablo (vv. 22–25).
III. Pablo hace valer su condición de ciudadano romano, y el tribuno envía la causa al Sanedrín (vv. 26– 30).
Versículos 1–21
1. Pablo se dirige al pueblo con admirable compostura, sin miedo y sin pasión, dándoles los más respetuosos títulos (v. 1): «Hermanos (de raza) y padres (los ancianos del pueblo), oíd, etc.» (comp. con 7:2). Quiere mostrar que, al fin y al cabo, es uno de ellos, y va a presentar su «defensa», petición justa, pues todo ser humano que es acusado de algo tiene derecho a responder por sí. Les habló en lengua hebrea (v. 2), es decir, en arameo, con lo que confirmaba que era judío. Entonces, ellos guardaron silencio. El tribuno se había sorprendido al oírle hablar en griego (21:37); ahora éstos parecen sorprenderse al oírle en su lengua. En ambos casos, sube el prestigio del acusado. Muchos hombres sabios y buenos son menospreciados sólo por ser poco conocidos.
2. Pablo comienza su defensa (v. 3) y repite lo que había dicho al tribuno («judío tarsense de Cilicia»), pero añade lo que más podía interesar al auditorio judío: «criado en esta ciudad (Jerusalén), instruido a los pies de Gamaliel, quien era tenido por el rabino más prestigioso de su tiempo (v. 5:34), estricto observante de la ley de nuestros padres (frase que comprende también las tradiciones de los mayores), celoso de Dios como hoy lo sois todos vosotros». Bien lo había demostrado (v. 4): «Y perseguí este Camino hasta la muerte, etc.» (v. 8:3; 9:2). No sólo era de mente bien instruida, sino de corazón extremadamente celoso. El sumo sacerdote y los ancianos (v. 5) le eran testigos del ardor con que persiguió a la Iglesia como un enemigo mortífero. Menciona todo esto para mejor poner de relieve el tremendo cambio que se había operado en él por la pura gracia de Dios.
3. La forma en que fue convertido (vv. 6–11). No fue por causas naturales, sino (A) por efecto de una gran luz celestial que le rodeó (v. 6), y los judíos sabían que una luz del cielo había de proceder de Dios; (B) por efecto de una voz, también del cielo, que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (v. 7). Ante la pregunta de Pablo, el de la voz había respondido (v. 8): «Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues». Para salir al paso de la objeción: «¿Cómo es que la luz y la voz operaron en él ese cambio, y no en los que le acompañaban?» Pablo asegura (v. 9) que ellos vieron la luz ciertamente (y oyeron el sonido de la voz, 9:7), pero no entendieron lo que decía la voz del que hablaba con él. Y, como la fe viene por el oír (Ro. 10:17), el cambio se operó en él que oyó lo que la voz decía, no en los que sólo habían visto la luz y oído el sonido de la voz. (C) Inmediatamente había recibido del Señor (v. 10) instrucciones sobre lo que debía hacer. Y, como había quedado ciego por el tremendo resplandor de la luz, tuvo que ser llevado de la mano hasta Damasco. Los pecadores inconversos son cegados por el poder de las tinieblas y su ceguera es perpetua, pero los pecadores convictos y cegados por la luz, como Pablo, padecen una ceguera temporal, a fin de ser mejor iluminados después. Cuando era simplemente un fariseo, Pablo estaba orgulloso de su «vista» espiritual (comp. con Jn. 9:40), pero ahora quedaba cegado para que se percatase de su ceguera espiritual.
4. La manera en que fue firmemente establecido en el cambio que en él se había operado, y las ulteriores instrucciones que había recibido, por mano de Ananías (vv. 12–16).
(A) Este Ananías no era una persona llena de prejuicios contra el país y la religión de los judíos, sino que era (v. 12) varón piadoso según la ley y, además, tenía buen testimonio de todos los judíos que allí habitaban. Éste era el primer cristiano con quien Pablo había tenido contacto amistoso.
(B) La curación de la vista por manos de dicho Ananías (v. 13). Para asegurarle que lo hacía de parte, y con el poder, de Cristo, le dijo: «Hermano Saulo, recobra la vista».
(C) La declaración de Ananías del gran favor que Dios le había otorgado a Pablo: (a) En cuanto al pasado y al presente (v. 14), Dios, el Dios de nuestros padres (con lo que Ananías declaraba ser también judío) te ha elegido para darte a conocer su voluntad, para que vieses al Justo y oyeses sus palabras (NVI), y conociese así la voluntad de Dios por medio del propio Hijo de Dios. Esteban le había visto de pie a la diestra de Dios (7:55) pero Pablo le vio como a la diestra de Él mismo. «El Justo» es título claramente mesiánico (comp. 3:14; 7:52; 1 Jn. 2:1) y el oír la voz de su boca pone de relieve la comunicación personal que, como apóstol, había recibido directamente del Señor. (b) En cuanto al futuro (v. 15), Pablo había de ser testigo, ante todos los hombres, de lo que había visto y oído. No se hace distinción entre judíos y gentiles, entre reyes y vasallos, para destacar el carácter universal del testimonio del apóstol. La repetición de su experiencia, tanto aquí como en el capítulo 26, insinúa que daría, con mucha frecuencia, el mismo testimonio en sus predicaciones, a fin de mejor obtener la conversión de otros. Si él, perseguidor y blasfemo, había conseguido gracia, ¿quién podía desesperar de obtener el favor de Dios?
(D) La exhortación de Ananías a que se bautizase para perdón (signo del perdón) de sus pecados (comp. con 2:38; 9:18). Es la invocación del nombre del Señor la que salva (Ro. 10:13, así como Jl. 2:32: Hch. 2:21). Con la circuncisión, había entrado en pacto con Dios, pero con el bautismo se había dedicado a Dios en Cristo. La frase: «¿a qué esperas?» indica que la ordenanza del bautismo no debe retrasarse más de lo necesario para que los líderes de la iglesia tengan una seguridad, siempre falible, de la genuina conversión de la persona. Dos detalles son aquí dignos de mención, como hace notar Trenchard: (a) Ese «bautízate» está, en griego, en la voz media, pero eso no indica el autobautismo, sino el beneficio del sujeto que recibe el bautismo. Además—nota del traductor—la voz media griega no es, en realidad, reflexiva. (b) La mención del perdón de los pecados en conexión con el bautismo no significa que el bautismo de agua sea el medio necesario para tal perdón, sino el signo exterior de la fe interior mediante la que la persona es justificada. Dice Trenchard: «en los tiempos apostólicos la señal del bautismo se hallaba tan íntimamente enlazada con la manifestación del arrepentimiento y la confesión de la fe que a veces la mención de la señal bastaba para presentar la actitud espiritual que simbolizaba». Por desgracia, pronto se adulteró esta correcta doctrina hasta hacer del bautismo de agua «el sacramento de la regeneración».
5. La comisión que recibió de ir a predicar a los gentiles (vv. 17–21). Esto es precisamente lo que enfureció a los que le escuchaban (v. 22). Esta comisión no la recibió inmediatamente después de su conversión, sino (A) vuelto a Jerusalén (v. 17), cuando estaba orando en el templo, que era casa de oración para todos los pueblos (Is. 56:7). Esto era una prueba clara de la veneración en que tenía al templo. (B) Allí le sobrevino un éxtasis (v. 17b), distinto del que menciona en 2 Corintios 12:1–4. (C) «Y le vi que me decía» (lit. diciéndome). El original expresa bien que Pablo vio al Señor en aquel éxtasis. También en éxtasis (10:10), tuvo Pedro la comisión de abrir la puerta del Evangelio a los gentiles. El Señor le dijo primeramente (v. 18): «Date prisa y sal prontamente de Jerusalén; porque no recibirán tu testimonio acerca de mí». El Señor sabe quiénes han de recibir el Evangelio y quiénes lo van a rechazar.
(D) Como se ve por el contexto anterior y posterior, la mención que hace Pablo de su historia pasada (vv. 19, 20) mostraba la esperanza que aún abrigaba de que, con ello, los judíos se convencerían de que el cambio que en él se había operado, se debía a una intervención sobrenatural y, por tanto, estarían dispuestos a aceptar su testimonio, pero el Señor insiste en que se vaya de Jerusalén, «porque yo te enviaré lejos a los gentiles» (v. 21). El versículo 20 muestra cuán grabada estaba en la mente de Pablo la escena del apedreamiento de Esteban, en el que él había consentido (v. el comentario a 26:10). Muchas veces por nuestras inclinaciones personales, aun legítimas, nos cuesta mucho seguir el camino que Dios nos ordena emprender, pero hemos de convencernos de que la Providencia dispone nuestros pasos más convenientemente, aun para nosotros mismos, de lo que nosotros podemos hacerlo. Si el Señor lo ordena, el Espíritu del Señor nos acompañará con su gracia y su poder.
Versículos 22–30
1. Tan pronto como mencionó Pablo la comisión de ir a predicar a los gentiles, las turbas volvieron a alborotarse, y dijeron al tribuno (v. 22): «¡Acaba de una vez con ese infame, porque no merece vivir!» (NVI). Así es como los mayores bienhechores de la humanidad suelen ser tratados: no sólo como una carga para el mundo, sino también como una plaga para su generación. Y no se contentaron con gritar, sino que (v. 23) agitaban sus mantos y lanzaban polvo al aire, gestos que simbolizaban su furiosa enemistad contra Pablo. Dice Leal: «Este verso es muy gráfico y revela un testigo presencial por su verismo».
2. El tribuno no había entendido nada de lo que Pablo decía, pero aquel alboroto de los judíos, después de la calma que habían observado hasta entonces, debió de convencerle de que este hombre había cometido algo digno de castigo por parte de la autoridad romana y, tras ordenar (v. 24) que lo metiesen en la fortaleza, para protección del propio reo, se propuso someterlo a suplicio o tortura, a fin de que se aclarase la verdad del caso.
3. Ya lo habían estirado con correas (v. 25 lit.), cuando Pablo dijo al centurión de turno: «¿Os es lícito azotar a un ciudadano romano sin haber sido condenado?» La forma en que habla muestra la santa seguridad y serenidad de ánimo que el apóstol poseía. Como en 16:36–39, también ahora Pablo hace valer sus derechos de ciudadano romano, no precisamente para verse libre del tormento (comp. con 21:13), sino para no mermar sus facultades físicas en perjuicio de la obra que el propio Señor le había encomendado para la difusión del Evangelio. Sobre la horrible forma de azotar (el suplicio sólo se aplicaba a esclavos o a criminales) propia de los romanos, dice Trenchard: «El “horrible flagellum”, como lo llamara Horacio, se aplicaba con correas provistas de pedazos de metal o de hueso de corte irregular, de modo que los golpes laceraban la carne de las espaldas y lomos de forma espantosa. Con frecuencia, la víctima moría bajo tales azotes o quedaba inutilizada para toda la vida».
4. Cuando el centurión comunicó al tribuno la noticia de que Pablo era ciudadano romano (v. 26), el tribuno quiso cerciorarse por sí mismo. La escena (vv. 26–29) está descrita con gran viveza y naturalidad, suficiente para calificar a Lucas como historiador de primerísima clase. Copiamos de la NVI: «Al oír esto, el oficial (centurión) fue a informar de ello al jefe (tribuno) y le dijo: ¿Qué vas a hacer? Este hombre es un romano. Entonces el jefe se acercó a Pablo y le dijo: Dime, ¿eres tú ciudadano romano? Sí, lo soy— contestó él—. Yo tuve que pagar una fuerte suma para adquirir esa ciudadanía—apostilló el militar—. Pues yo la tengo de nacimiento—le replicó Pablo—. Los que estaban a punto de aplicarle los azotes para tomarle declaración, se retiraron más que deprisa. Y el comandante mismo se alarmó, al percatarse de que había hecho encadenar a uno que era ciudadano romano». Como el tribuno se llamaba Claudio Lisias (23:26), es de suponer que había adquirido la ciudadanía romana (¡y a buen precio!) en tiempo del emperador Claudio. En cambio, el padre de Pablo ya poseía la ciudadanía. Así fue como quienes no tenían miedo a Dios se alarmaron de miedo a Roma. Pero hemos de agradecer al Señor por los beneficios que las leyes humanas nos reportan.
5. Al día siguiente, el tribuno (v. 30) presentó a Pablo delante del Sanedrín para averiguar la causa por la que los judíos le acusaban, ya que el día anterior no pudo someterle a interrogatorio bajo tortura. Se nos dice que lo desató. Como el versículo 29 da a entender que le había desatado al conocer que era ciudadano romano, la mejor explicación de esta aparente contradicción, según J. Leal, es que «el encadenamiento del versículo 29 se refiera simplemente a la sujeción a la columna de los azotes … Las ataduras del versículo 30 son las corrientes de un preso cualquiera, aunque fuera ciudadano romano, propio de la custodia militaris (27:1)».
I. Ya ante el Sanedrín, Pablo da testimonio de su integridad y tiene un incidente con el sumo sacerdote (vv. 1–5). II. El prudente método que usó para justificarse, al hacer que fariseos y saduceos se enfrentasen entre sí (vv. 6–9). III. Prudente intervención del tribuno, a fin de poner a salvo a Pablo (v. 10). IV. Se le aparece el Señor y le anima (v. 11). V. Conjura de ciertos judíos para matar a Pablo (vv. 12–15). VI. La conjura es comunicada a Pablo y, por éste, al tribuno (vv. 16–22). VII. El tribuno envía a Pablo de Jerusalén a Cesarea, adonde llega sano y salvo (vv. 23–35).
Versículos 1–5
1. Delante del Sanedrín, Pablo declara (v. 1) haberse comportado con toda buena conciencia delante de Dios hasta aquel día. Precisamente porque la conciencia no le remordía, pudo fijar su mirada en el Sanedrín sin sufrir ningún sonrojo. Trenchard hace notar que, en esta ocasión, no les llama «hermanos y padres», sino simplemente «hermanos». Esto no era jactancia, sino modesta profesión de que sólo le preocupaba agradar a Dios y cumplir con su deber siempre y en toda clase de circunstancias.
2. Esta noble declaración de Pablo le sonó al sumo sacerdote Ananías a jactancia y osadía (v. 2), por lo que ordenó a los que estaban cerca de Pablo que le hiriesen en la boca. En esto se echaba de ver el infame carácter de este Ananías, quien, según Josefo, era un hombre avaro, glotón, disoluto y cruel, tan presto a usar la espada de sus matones como el soborno, con tal de llevar a cabo sus maquinaciones. Con sus malas artes, logró mantenerse en el cargo por unos doce años.
3. Pablo reaccionó de forma vigorosa contra esta flagrante injusticia, sin llegar a la serena mansedumbre del Maestro en ocasión similar. ¡No era impecable como Cristo! Le dijo, pues, Pablo (v. 3):
«¡A ti te va a golpear Dios, pared blanqueada! (comp. con lo de “sepulcros blanqueados” de Mt. 23:27) ¡De modo que estás ahí sentado para juzgarme de acuerdo con la Ley, y tú mismo estás violando la Ley al mandar que me golpeen!» (NVI). Cuentan que Ananías tuvo una muerte horrible, con lo que las palabras de Pablo sonaban un poco a profecía, ya que, según Deuteronomio 28:22, entrañaban maldición.
4. Ante esto, los que estaban presentes (v. 4) dijeron: ¿Al sumo sacerdote de Dios injurias? Después de lo del bofetón sin causa alguna, extraña un poco el que ahora se contentasen con reconvenirle de palabra. Pablo se excusa de inmediato (v. 5): «No sabía, hermanos, que era el sumo sacerdote; pues escrito está. No injuriarás al jefe de tu pueblo». A pesar de que Ananías se merecía la reprensión de Pablo, éste no quiere poner delante de los demás una piedra de tropiezo, ni sentar precedente para insultar a la máxima autoridad religiosa del país. Se preguntan los exegetas cómo es que Pablo no reconoció al sumo sacerdote siendo él quien presidiría la sesión. Hay quienes hablan de «ironía» o «sarcasmo» (Ryrie, Leal) en las palabras de Pablo, como si no mereciese ser sumo sacerdote el que había dado una orden tal como la de herirle en la boca, lo cual era contra ley. Pero entonces—nota del traductor—, ¿a qué viene la cita del Antiguo Testamento de no maldecir al príncipe del pueblo (Éx. 22:28)? Para Trenchard, Pablo se excusa de no haber «reconocido» o «respetado» su categoría oficial, con lo que confesaba que «había caído en falta». Alega Trenchard que ése es el sentido que el verbo griego oída tiene en 1 Tesalonicenses 5:12. Pero, digo yo, allí el verbo está en infinitivo, mientras que aquí está en pluscuamperfecto con significación de pretérito imperfecto, con lo que tal sentido no cuadra en este contexto según las reglas de la gramática. Lo más probable es que, al estar también presente el tribuno (v. 10) y, probablemente, en la presidencia junto con el sumo sacerdote, Pablo no reconociese realmente al sumo sacerdote, especialmente si éste no ostentaba las insignias de su dignidad, y al tener en cuenta siempre la defectuosa vista del apóstol. ¡Salvemos la bien conocida sinceridad de Pablo, si no hay fuerza mayor que nos obligue a dar otra interpretación a sus palabras!
Versículos 6–11
1. La prudencia de la serpiente, recomendada por el propio Jesús, le vale a Pablo para salir bien del apuro presente. Aunque era humilde creyente y apóstol del Señor, tenía ocasión, siempre para bien de la causa de Cristo y del Evangelio, de hacer valer sus honores y privilegios. La declaración de su ciudadanía romana le había librado el día anterior de ver su vida en peligro por el cruel suplicio de los azotes, y su condición de fariseo le iba a salvar de ser condenado por el Sanedrín. La disposición a dar la vida por Cristo es compatible con el uso de métodos honestos para preservarla cuando podemos hacerlo para bien.
«Conociendo (más exacto que dándose cuenta) que una parte eran saduceos, y otra fariseos, alzó la voz, etc.» (v. 6). Como los fariseos creían en la resurrección, y él era fariseo e hijo de fariseo, halló la oportunidad, no sólo de ir al núcleo mismo del mensaje que predicaba (la resurrección de Cristo), sino también de dividir a la asamblea, como, en efecto, sucedió (vv. 7–9). Esta división favoreció a Pablo de tal manera, que los fariseos del Sanedrín se inclinaban a la absolución lisa y llana de Pablo («Ningún mal hallamos en este hombre»); y todavía iban más lejos al dar como probable que algún espíritu o un ángel le hubiese hablado. Estas frases, según Leal, podrían «referirse al episodio del camino de Damasco». La «esperanza» de que hablaba Pablo estaba bien fundada en las Escrituras del Antiguo Testamento (v. Sal. 16:9–11; Dn. 12:2, 3) y se advierte en Lucas 2:25, 38. La primera frase de los fariseos aquí nos recuerda aquella otra de Pilato en Lucas 23:4; Juan 18:38. La frase, al final del versículo 9: «¡No luchemos contra Dios!» está mal atestiguada y podría ser una glosa basada en 5:39b.
2. Parece ser que, al ir en aumento el altercado (v. 10), el tribuno tuvo que proteger, por tercera vez (v. 21:32 y 22:24), a Pablo del furor de la chusma, y ordenar a la tropa que lo sacasen de allí y lo condujeran de nuevo a la fortaleza, la cual le servía, a un tiempo, de cárcel y de refugio. Aquellas noches, los pensamientos se agolparían en la cabeza de Pablo, pero el Señor Jesús se presentó a su lado, junto a la cabecera del lecho y le dijo (v. 11): «Ten ánimo, Pablo (¡cuán dulce le sería escuchar su propio nombre de labios del Señor!); pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma». ¡Extraña forma de consolar a un preso, prometiéndole en Roma las mismas aflicciones que en Jerusalén! Pero, ¿no era esto lo que él deseaba? (v. 21:13). ¿No era eso lo que se le había prometido desde el día de su conversión? (9:16). Lo único que desanimaba a Pablo era no ser útil para servir a su Maestro, por vida o por muerte. Así que las palabras de Cristo eran para él de gran ánimo, pues equivalían a decirle: «¡No temas, Pablo; todavía no he terminado contigo!» Pablo deseaba ir a Roma, para predicar también allí el Evangelio (Ro. 1:15) y tenía planes de ir allá (19:21). Quizás pensaría, antes de la visita del Señor, que no vería satisfecho su anhelo. Pero Jesús le dice ahora que hasta en esto se habían de cumplir sus deseos.
Versículos 12–35
Tenemos ahora el relato del complot que contra Pablo urdieron sus enemigos.
1. Al ver que nada ganaban por medio de alborotos populares ni por procedimientos legales, recurren al bárbaro método del asesinato. Así lo tramaron tan pronto como se hizo de día (v. 12). Pero el Señor había madrugado más que ellos. Más de cuarenta eran los que habían hecho esta conjuración (v. 13). Se habían comprometido bajo anatema (lit.) a no gustar nada (¡huelga de hambre y de sed!) hasta haber dado muerte a Pablo (vv. 12, 14). Cometer el crimen era ya suficientemente malo; juramentarse para ello bajo maldición, peor que peor, es como si entrasen en pacto con el diablo, al no dejar lugar para un posible arrepentimiento. ¡Muy seguros estaban de que el complot les saldría bien! El plan estaba astutamente concebido (v. 15): Los principales sacerdotes y los ancianos, haciéndose cómplices del crimen juramentado, demandarían del tribuno que hiciese comparecer de nuevo ante el Sanedrín a Pablo para indagar alguna cosa más de él, y ellos estarían listos para matarle antes que llegase. Estaba bien fundada la opinión que tenían de sus principales sacerdotes y ancianos: eran tan asesinos como ellos y como sus antecesores (y algunos de ellos) lo habían sido en el proceso contra el Señor. Odiaban a Pablo tanto como habían odiado a Jesús. ¡Qué honor ser amado por los que aman al Señor y ser odiado por quienes le odian!
2. Se descubre el complot (vv. 16–22). Un sobrino de Pablo (v. 16), del que nada más sabemos ni de cómo se enteró de la conjura, pasó aviso a Pablo, y éste (v. 17) llamando a uno de los centuriones, dijo: Lleva a este joven ante el tribuno, porque tiene cierto aviso que darle. Así lo hizo el centurión (v. 18) y, con este gesto de romano cortés y civilizado, salvó la vida del apóstol. Nótese la prudencia de Pablo, al ocultar su parentesco con el joven y al no revelar al centurión la conjura, poniendo así a su sobrino en directa comunicación con el tribuno. El tribuno, por su parte, tomó amablemente de la mano al joven y llevándole aparte (v. 19), se enteró por él de la conjura (vv. 20, 21) y le despidió (v. 22), mandándole que a nadie informase de que le había dado aviso de esto. Todos se comportaron con extremada prudencia, como lo requería el caso. Quienes no saben guardar secretos no deben estar en puestos de responsabilidad.
3. Se deshace la conjura (vv. 23–35). El tribuno preparó el traslado de Pablo de forma que llegase a su destino en Cesarea a salvo del complot que habían tramado contra él.
(A) Ordenó que Pablo fuese acompañado por un considerable destacamento de tropas romanas (v. 23) y que se le proveyese de montura para el trayecto, no como un reo, sino como protegido, ya que no hallaba en él nada digno ni siquiera de prisión (v. 29). ¡Qué triste es observar cómo los principales sacerdotes judíos, al enterarse del complot, dieron su «visto bueno», mientras un tribuno romano, llevado del sentimiento natural de justicia y humanidad, hace lo posible por librarle de la muerte! Con tal alarde de fuerza, el tribuno quería mostrar a los judíos que no debían seguir en su actitud tumultuosa, sino temer el poder de Roma y someterse a la férrea administración de la autoridad imperial. Todo entraba en los planes de Dios, quien quería salvar la vida de su fiel siervo y animarle con todas estas medidas del tribuno, mero instrumento en manos de la Providencia. Si hubiesen sido los enemigos de Pablo los encargados de conducirle al gobernador, lo habrían llevado a pie o en una mala carreta, pero el tribuno le provee de montura como a un caballero (v. 24).
(B) El tribuno escribe una carta a Félix, el gobernador de la provincia.
En ella, después de los saludos de rigor (comp. con Lc. 1:3), el tribuno, con claridad y concisión propias de un educado romano (le escribiría en latín, que tan bien se presta para ello, traducido estupendamente por Lucas, quien pudo enterarse del contenido de la carta), expone el caso de Pablo y su propia actuación militar en el asunto, cambiando, como observa Trenchard, «sutilmente el orden de los acontecimientos al efecto de presentar su propia actuación en la luz más favorable posible» (v. 27). El hombre que le enviaba había estado a punto de morir a manos de los judíos, pero él no lo había permitido, al saber que se trataba de cuestiones internas de la Ley judía, sin delito alguno que requiriese la intervención de las autoridades romanas. Los romanos permitían a las naciones conquistadas por ellos el ejercicio de su religión respectiva, pero, como responsables de la paz y el orden público de sus dominios, no permitían que, bajo pretexto de religión, se actuase violentamente contra el prójimo.
(C) Fue conducido, pues, Pablo a Cesarea con buena escolta y con toda cautela («de noche», v. 31), primero a Antípatris, y (v. 32), al día siguiente, dejando que los jinetes fuesen con él (a Cesarea), volvieron (los demás de la escolta) a la fortaleza. ¿Qué se hizo de los conjurados a no comer ni beber hasta que hubiesen dado muerte a Pablo? (v. 12). De seguro que violaron el juramento y el anatema. Después de todo, los que estaban decididos al asesinato de un inocente, contra uno de los preceptos del Decálogo, ¿por qué iban a tener escrúpulos de conciencia al quebrantar otro que tan de cerca les atañía? Antípatris distaba unos 60 km de Jerusalén, con lo que la primera y principal etapa del viaje estaba realizada a salvo; bastaban los jinetes para acompañar a Pablo en los 40 km que Antípatris distaba de Cesarea.
(D) Así fue como Pablo fue puesto en manos del gobernador Félix (v. 33), a quien los jefes militares de la expedición entregaron la carta del tribuno Lisias así como el propio acusado, Pablo. El apóstol no se había interesado jamás en hacer amistad con los grandes de este mundo y, sin embargo, Dios le proveyó de abundantes oportunidades (precisamente en medio de sus padecimientos) de testificar de Jesucristo delante de reyes y gobernadores. Después de leer la carta, y enterado de qué provincia era, le dijo Félix a Pablo (v. 35): «Te atenderé cuando vengan tus acusadores. Y mandó que le custodiasen en el pretorio de Herodes». Las frases de Félix no se deben entender en sentido de benignidad hacia Pablo; el verbo griego para «atender» significa «escuchar dentro de un proceso legal». En realidad, como veremos en el capítulo siguiente, Félix era un gobernador corrompido y sin escrúpulos. De él escribe el escritor latino Tácito que
«ejercía la autoridad de un rey con mentalidad de esclavo».
I. Se presenta en Cesarea una delegación del Sanedrín para acusar a Pablo (vv. 1, 2). II. Intervención de Tértulo, el abogado de los enemigos de Pablo (vv. 2b–8). III. Confirman el cargo los testigos presentes (v. 9). IV. Defensa del preso (vv. 10–21). V. Se interrumpe el proceso legal (vv. 22, 23). VI. Conversación privada entre el preso y el juez (vv. 24–26). VII. Queda encarcelado Pablo por dos años más, hasta que llega otro gobernador (v. 27).
Versículos 1–9
1. Cinco días después (v. 1) de la conversación con el gobernador, se reanuda el proceso contra Pablo. No se pierde, pues, el tiempo, ya que él mismo dice (v. 11): «no hace más de doce días que subí a Jerusalén a adorar», y siete de esos doce los había empleado en la purificación de que se nos habla en 21:26. Aunque no se nos dice, es obvio que Lisias notificó a los principales sacerdotes que tendrían que ir a Cesarea a proseguir la causa. Los que habían sido jueces, pasan ahora a ser fiscales. Ananías mismo, el sumo sacerdote, con algunos de los ancianos, presentan demanda ante el gobernador contra Pablo. ¡Es asombroso el esfuerzo que los malvados ponen en llevar a cabo sus maldades! ¿Qué hacemos los creyentes para poner en práctica todo lo que es bueno? ¿No le daría vergüenza al sumo sacerdote de rebajarse así en este proceso?
2. Los perseguidores de Pablo habían traído consigo un cierto orador, es decir, abogado, llamado Tértulo. Su nombre es romano y no cabe duda de que estaba bien informado del derecho procesal romano; por otra parte, se le ve enterado de las costumbres judías, por lo que podría ser judío helenista, en opinión de Trenchard, aunque Leal tiene por más probable que fuese pagano. Cuando Pablo fue llamado (v. 2), comenzó Tértulo su discurso.
(A) Comienza con un largo párrafo de adulación hipócrita (vv. 2–4), reconociendo en todo tiempo y en todo lugar con toda gratitud (v. 3) el beneficio que toda la región recibía («gran paz y muchas reformas») gracias a la prudencia de Félix (v. 2). Cuando sabemos, por los mismos historiadores de esta nación, la perversa catadura de Félix, todo eso suena a pura mentira. Dice Trenchard: «Al crédito de Félix se hallan algunas operaciones contra bandidos, pero por lo demás los historiadores subrayan su injusticia, su venalidad, su crueldad y su poco tacto al tratar los difíciles problemas de los judíos, quienes le odiaban, y lograron por fin que cesara como gobernador». Para mejor ganarse el favor de Félix, le asegura que no le van a molestar (v. 4) por mucho tiempo y le ruega que se digne oírles brevemente «conforme a tu equidad» (¡sólo le queda hacer de él un dios!). No hay peor cosa para un rey o gobernador que aceptar como sinceros los halagos que se les prodigan.
(B) En contraste con el «admirable carácter» de Félix, presenta Tértulo a Pablo: (a) Como una plaga, la peste en persona, que anda contagiando a todo el mundo, cuando la verdad es que proclamaba el Evangelio de la salvación; (b) como promotor de sediciones entre todos los judíos por todo el mundo (comp. 17:6). Insinúan con esto que Pablo es el enemigo número uno del Imperio Romano, cuando la verdad era que Pablo predicaba y obraba lo que es para la paz. (c) Como el cabecilla de la secta de los nazarenos. Es cierto que Pablo era un apóstol de Cristo, el más ilustre de todos ellos (v. 1 Co. 15:9, 10), pero el cristianismo no es una secta (gr. háiresis, de donde proceden los vocablos «hereje» y «herejía»), pues busca el bien de todos y tiende directamente a unir a todos bajo la bandera de Cristo, que es la de la salvación de todos en cuanto está de su parte. Sólo a la maldad del hombre se debe el que no le alcance la salvación. Despectivamente llama Tértulo «la secta de los nazarenos» al cristianismo, como grupo de seguidores de un nativo de Nazaret de donde nada bueno se podía esperar (Jn. 1:46), pero Jesús no había nacido en Nazaret, sino en Belén, de donde había de salir el Mesías de Israel. (d) Todavía añade Tértulo que Pablo había intentado profanar el templo (v. 6), cuando la verdad es que abrigaba el máximo respeto hacia el templo, como lo había demostrado en todo tiempo.
(C) Que el curso de la justicia había sido desviado de su cauce por la intervención del tribuno Lisias (v. 7), quien «con gran violencia, dice, le quitó de nuestras manos». Dice que querían juzgarle (v. 6b) conforme a la ley judía, lo cual era falso, pues lo que querían hacer es lincharle sin atender a leyes ni razones. Añade Tértulo que Félix mismo, si interroga a Pablo (v. 8), podrá informarse de las cosas de que le acusan. Acusan, pues, a Lisias como a un enemigo que les impidió hacer justicia, cuando lo que Lisias impidió fue que derramasen sin causa sangre inocente.
3. «Los judíos (v. 9) también se unían a la acusación, asegurando que las cosas eran así», exactamente como Tértulo decía, y daban de este modo su aprobación a los hipócritas halagos y las terribles mentiras que Tértulo había proferido. Sin poseer las dotes oratorias de Tértulo ni su maña para hacer de lo negro blanco, y de lo blanco negro, estos judíos daban su «visto bueno» a todas las maldades de Tértulo. Muchos que no tienen la erudición suficiente para presentar su causa ante Baal, tiene la suficiente perversidad para votar por Baal.
Versículos 10–21
1. Viene ahora la defensa que Pablo hace de sí mismo con palabras que el Espíritu Santo iba a poner en su boca, según lo prometido por Jesús. A pesar de las mentiras e injurias que Tértulo profería, Pablo no le interrumpió, sino que esperó a que terminase su discurso y a que (v. 10) el gobernador le diese a él la venia para hablar. Nótese el respeto, exento de toda adulación (v. 10b), con que se dirige a Félix. Sólo menciona los muchos años durante los cuales ha sido Félix juez de la nación, pues eso le basta para emprender su defensa con buen ánimo, como ante quien conoce bien las costumbres de los judíos, así como la actuación honesta y pacífica de Pablo hasta el presente. En efecto, como el propio Félix puede cerciorarse (v. 11), nadie puede aducir prueba alguna de las cosas que presentan contra él (vv. 11–13).
2. De la parte negativa de su defensa, pasa Pablo a declarar cuál era, en realidad, su actuación, tanto desde su conversión como en las actuales circunstancias:
(A) Reconoce que es uno de los que los judíos llaman «herejes» (v. 14): «según el Camino que ellos llaman secta (v. lo dicho sobre el v. 5), así doy culto al Dios de mis padres» (¡Pablo no tuvo que dejar de ser judío para hacerse cristiano! ¡Nunca dice: «Yo ERA judío»!) No era, pues, un «hereje», ya que adoraba al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios del pacto con el pueblo de Israel.
(B) No sólo eso, sino que tenía en máximo respeto a la Ley, pues creía todas las cosas que están escritas en la ley y en los profetas (v. 14b). Es cierto que abrigaba la esperanza de la resurrección de los muertos, tanto de justos como de injustos (v. 15), «la cual ellos mismos también abrigan», por lo que no podían acusarle de esto (parece, de aquí, que la mayoría de los acusadores eran del partido de los fariseos). Nótese que tanto justos como injustos han de resucitar: los justos, en virtud de su unión con Cristo como su Cabeza; los injustos, en virtud del dominio de Cristo sobre ellos como su Juez.
(C) Todo esto formaba parte de sus más profundas convicciones, por lo que (v. 16) él mismo se ejercitaba constantemente en conservar una conciencia irreprensible ante Dios y ante los hombres. Pablo no dice que no tenga pecado ni que sea ya perfecto, pero puede dar fe de que, en cuanto a la observancia de la Ley, había sido irreprensible (Fil. 3:6). Era irreprensible: (a) En extensión: «ante Dios y ante los hombres». Quien profesa honrar a los hombres y no honra a Dios, es un mentiroso; quien profesa honrar a Dios y no honra a los hombres, es un hipócrita. (b) En profundidad: Pablo se esmeraba en portarse de modo irreprensible, basado en la esperanza de la resurrección (comp con Fil. 3:11–14).
(D) Después de hacer profesión de su fe, Pablo da cuenta del caso presente En el templo estaba presentando ofrendas y haciendo purificación, no con multitud ni con alboroto (vv. 17, 18). No se le podía acusar, pues, de profanación. ¿Y cómo podían presentarle como enemigo de la nación cuando precisamente había venido a Jerusalén (v. 17) «a hacer limosnas a mi nación»? Si alguien tenía algo contra él (v. 19) debería comparecer allí. Y aun los mismos que estaban allí (vv. 20, 21) no podían acusarle de ningún delito, «a no ser este solo grito que lancé en medio de ellos. Acerca de la resurrección de los muertos soy juzgado hoy ante vosotros». Nótese una vez más en Pablo la prudencia de la serpiente junto a la inocencia de la paloma: El único alboroto se había producido por la división entre saduceos y fariseos a causa del tema de la resurrección. Pero, como bien advierte Trenchard, «no convenía a los acusadores mencionar la tumultuosa sesión del Sanedrín, que sólo hubiese servido para poner de manifiesto sus propias divisiones y subrayar el hecho de que, en efecto, muchos rabinos hebreos creían de todo corazón en la doctrina característica de Pablo: la resurrección de los muertos».
Versículos 22–27
1. Prórroga del proceso (v. 22): «Entonces Félix, oídas estas cosas estando mejor informado de este Camino, les dio largas, diciendo: Cuando descienda el tribuno Lisias, decidiré vuestro asunto». Durante sus años como gobernador, Félix había aprendido muchas cosas acerca de los judíos y del judaísmo, pero, con la intervención de Pablo, se había dado cuenta de que la diferencia entre el cristianismo de Pablo y el judaísmo de Pablo estribaba en cuestiones religiosas y de que en nada afectaba a los asuntos de la administración romana. Halló, pues, una disculpa en la necesidad de oírles a todos en presencia de Lisias o después de oír a éste. En realidad, no deseaba ofender a los miembros del Sanedrín, pero tampoco quiso soltar a Pablo a pesar de percatarse de su inocencia. ¿Qué podía esperarse de un juez que ni temía a Dios ni tenía consideración a los hombres?
2. Optó, pues, por detener en prisión a Pablo, al pensar además que un hombre de tantas dotes como Pablo debía de tener muchos amigos y por eso, quizá podría beneficiarse él mismo de esta situación (v. el v 26). Así se explica su orden al centurión (v. 23) de que, no sólo se le concediese a Pablo alguna libertad, sino también que no impidiese a ninguno de los suyos servirle o venir a él. Una prisión que no sea incómoda puede convertirse, de alguna manera, en la propia casa de uno cuando los amigos y familiares tienen libre acceso a la cárcel.
3. Nos pueden extrañar las frecuentes conversaciones (v. 26) de Félix con Pablo, pero, además de la esperanza de sacarle dinero que se nos menciona en este mismo versículo, Drusila, la mujer con quien vivía en concubinato, era hija de Agripa I; por tanto, bisnieta de Herodes el Grande y hermana de Agripa II y de Berenice. Había nacido el año 38, poco después de la conversión de Pablo. El proceso actual de Pablo se lleva a cabo, con la mayor probabilidad, en el año 57. Así que Drusila tiene escasos 19 años y ya ha sido arrebatada por Félix y, por llevar sangre judía, estaría interesada en conocer lo que predicaba este judío, aunque tenido como «hereje» por el Sanedrín.
4. A esta pareja les va a explicar Pablo el Evangelio de Cristo, que no sólo contenía la fe en el Resucitado, sino también la justicia, el dominio propio (con el énfasis en la castidad conyugal) y el juicio venidero (comp. con 17:30, 31). Podemos explicarnos el terror de Félix (v. 25) ante estas enseñanzas que tan de cerca le atañían. Dice Leal: «La reacción del procurador fue la del que tiene mala conciencia; siente miedo y no quiere que sigan exponiéndole la verdad. El desorden de la vida le hace rechazar la luz (cf. Jn. 1:5; 3:20)». El terror de Félix ¡el gobernador!, contrasta con la valentía de Pablo ¡el preso! ¿Por qué? Porque: (A) Pablo, en su predicación, no tenía acepción de personas, como tampoco la tiene la Palabra de Dios; (B) en sus mensajes, Pablo quería llegar al fondo del corazón de sus oyentes a fin de convencerles de pecado y prepararles para recibir la salvación; (C) Pablo prefería servir a Cristo y hacer bien a las almas, antes que mirar por su propia seguridad personal; (D) Pablo estaba dispuesto a correr todos los riesgos en su labor, aun cuando fuesen mínimas las probabilidades de sacar algún fruto, como en este caso. Félix y Drusila eran pecadores endurecidos; sin embargo, Pablo no deja, por eso, de anunciarles el Evangelio. El atalaya de Cristo ha de dar el aviso; aunque no le escuchen, habrá salvado su responsabilidad. Nótese el poder de la Palabra de Dios: o consuela o aterra; o salva o endurece a los oyentes, pero nunca deja indiferentes a los que la oyen. Nadie queda «igual que antes», después de oír una clara exposición del Evangelio.
5. La forma en que Félix despidió al predicador (v. 25b): «Vete por ahora; pero cuando tenga oportunidad te llamaré». Se contentó con un «temblor», al temer ante las consecuencias del pecado, pero sin llegar a arrepentirse del pecado mismo. No quiso luchar contra su convicción, por lo que se quedó en su corrupción. Como un deudor apenado, pide demora para pagar: «… cuando tenga oportunidad» (comp. con 17:32b). Esa «oportunidad», por lo que sabemos, no llegó jamás. ¿Hay mejor oportunidad que cuando se siente el fuego de la verdad para batir en caliente el corazón? Una vez que se deja pasar la oportunidad, la convicción se enfría y el temor disminuye hasta desaparecer por completo. En lo que atañe a la salvación, toda demora es sumamente peligrosa. ¡Cuántos se han despeñado en la condenación eterna por dejar para otra oportunidad la resolución de aceptar a Cristo y romper con el pecado!
6. Triste final de este capítulo (v. 27). «Al cabo de dos años (y llegamos al 59 o al 60 de nuestra era), recibió Félix por sucesor a Porcio Festo». Como sabemos por la historia, Félix fue destituido de su cargo ante las fuertes acusaciones que los judíos presentaron contra él. Así se explica mejor que dejase a Pablo en prisión, queriendo congraciarse con los judíos (comp. con 25:9). Es frecuente el caso en que un inocente es sacrificado en aras de la reconciliación entre jurados enemigos. El día en que Cristo fue crucificado, Herodes y Pilato se volvieron amigos. Vergonzosa fue, pues, la salida de Félix de su cargo de procurador romano. No logró alcanzar la amistad de los judíos, como sabemos por la historia. Por otra parte, de Pablo no sacó el oro y la plata que codiciaba, pues Pablo no tenía oro ni plata, y rechazó lo que podía Pablo proporcionarle, que era mucho más valioso que la plata y el oro. Así suele pagar el diablo a los que le sirven (comp. con Ro. 6:23).
I. Entra Festo de gobernador y se reanuda el proceso de Pablo, no en Jerusalén, como los judíos deseaban, sino en Cesarea. El proceso se cierra con la apelación de Pablo al César (vv. 1–12). II. De nuevo comparece Pablo ante el gobernador, y están presentes, además, el rey Agripa II y Berenice, su hermana, junto con otras personas distinguidas de la ciudad (vv. 13–22). III. Da comienzo a la audiencia el propio Festo (vv. 23–27).
Versículos 1–12
1. Apenas entrado en funciones (v. 1), Festo sube a Jerusalén, y a él acuden (v. 2) los principales sacerdotes y los más influyentes de los judíos para volver a presentar sus cargos contra Pablo, y le ruegan, como un favor (v. 3), que le haga venir a Jerusalén, preparando ellos una emboscada para matarle en el camino. No habían cesado, pues, en su furia contra Pablo y en su propósito de acabar con él de una vez por todas. Dice Leal: «La pasión tenaz es una de las características de este pueblo excepcional».
2. Pero el gobernador, con toda prudencia, decide que el juicio se lleve a cabo en Cesarea, adonde él va a partir en breve (v. 4), e invita a descender allá (Cesarea era puerto de mar, mientras que Jerusalén está a 745 m sobre el nivel del mar) a cuantos tengan algo que presentar contra Pablo (v. 15). Cualquiera fuese el motivo por el que Festo rehusó llevar a Pablo a Jerusalén, lo cierto es que Dios velaba por su siervo fiel, a fin de librarle de las garras de sus mortales enemigos.
3. Comienza el juicio ante Festo (vv. 6–8). Después de pasar en Jerusalén unos ocho o diez días, no más (v. 6), Festo bajó a Cesarea y ya que le urgían los judíos, no perdió tiempo, sino que, al día siguiente, se sentó en el tribunal y mandó que fuese traído Pablo. (A) Los demandantes presentan sus cargos contra el preso: «lo rodearon los judíos que habían bajado de Jerusalén» (v. 7), ya fuese para impresionar al juez o para intimidar al reo, pero en vano. Aun cuando presentaron contra él muchas y graves acusaciones, presentándolo como al más vil y criminal de todos los reos, no podían probar dichas acusaciones, puesto que eran falsas. (B) El preso (v. 8) insistió en su inocencia: (a) No había pecado contra la ley de los judíos, pues a ningún judío apartaba de las costumbres de sus antepasados; (b) ni contra el templo, pues, lejos de profanarlo, lo había respetado purificándose en él; (c) ni contra César, es decir, contra las leyes del Imperio Romano. Éste era, como observa Trenchard, un elemento nuevo en la acusación contra Pablo. «Pero es probable, añade, que “se pasaran de listos” al añadir un cargo político a los demás, que eran religiosos, pues así, sin querer, imposibilitaron el paso de la causa a su propia jurisdicción, ya que un ciudadano romano, acusado de un delito político, tendría que estar “ante el tribunal del César”.»
4. Pablo apela al emperador. Esto dio a la causa un nuevo giro. Dios le puso esto en el corazón para llevar a cabo lo que le había dicho de que había de dar testimonio de él también en Roma.
(A) La propuesta que le hizo Festo (v. 9), queriendo congraciarse con los judíos, pero sin forzar a Pablo, pues le pidió el consentimiento: «¿Quieres subir a Jerusalén y allá ser juzgado de estas cosas delante de mí?» El gobernador podía ordenárselo, pero no se lo quiso imponer.
(B) Pablo rehusó aceptar la propuesta y dio sus razones para ello: (a) Como ciudadano romano, era su derecho ser juzgado ante el tribunal del César, que era el del gobernador (v. 10). Esto muestra que los ministros de Dios no están exentos de la jurisdicción de los poderes civiles, sino que, si son hallados culpables de algún delito civil o social, han de ser juzgados en el tribunal civil; y si son inocentes, allí también se ha de demostrar. (b) Como miembro de la nación judía, a los judíos no les había hecho ningún agravio; «como tú sabes muy bien», añade. Los que son inocentes, no tienen por qué ocultar su inocencia, aun en el caso de que sepan que no va a ser admitida su declaración.
(C) No es que Pablo quiera así escapar de ser juzgado sobre los cargos que le imputan. Incluso está dispuesto a morir, si ha hecho alguna cosa digna de muerte (v. 11), pero, con el derecho que le da su ciudadanía romana, apela al César. Antes que caer en manos del sumo sacerdote prefiere caer en las manos de Nerón. ¡Terrible caso, el de un hijo de Abraham que se ve forzado a apelar a Nerón, para verse a salvo de los propios hijos de Abraham, y piensa hallarse más seguro en Roma que en Jerusalén!
5. El veredicto de Festo consiste en una moratoria, conforme al deseo de Pablo (v. 12). Sus enemigos esperaban que la causa terminase con una sentencia de muerte; sus amigos esperaban que terminase con sentencia de liberación; ambos grupos quedan decepcionados. Es un ejemplo del lento proceso que a veces sigue la Providencia, y en el que quedamos con frecuencia avergonzados tanto de nuestras esperanzas como de nuestros temores, y tenemos que seguir aguardando a Dios. Festo tuvo que consultar al consejo, como era lo prudente, aunque tenía poderes para rechazar la apelación de Pablo. Al haber dado el consejo aviso favorable, Festo dio a Pablo la respuesta siguiente: «A César has apelado; a César irás».
Versículos 13–27
Ahora tenemos la preparación que se hace para que Pablo sea oído ante el rey Agripa, aunque sólo sea para satisfacer su curiosidad.
1. La visita amistosa que Agripa giró al gobernador, recién instalado en la provincia (v. 13). Los visitantes eran Agripa y su hermana mayor, Berenice (ambos, hermanos de Drusila). Recordemos también que Agripa era hijo de Agripa I, el que había hecho decapitar a Santiago el hermano de Juan (12:1 y ss.) y pensaba hacer lo propio con Pedro sin lograrlo; murió él mismo poco después, comido de gusanos. Era, pues, bisnieto de Herodes el Grande, bajo cuyo reinado nació el Señor. Berenice había quedado viuda de su tío Herodes, y vió con este hermano suyo hasta que volvió a casarse con Polemón rey de Cilicia, del cual se divorció sin tardar mucho, volviendo a vivir con su hermano en concubinato, según se rumoreaba. Estuvo a punto, además, de casarse con el futuro emperador Tito, aun en vida de Agripa, pero la boda no llegó a celebrarse a causa de la oposición que encontró en amplios sectores de Roma. Estos eran los personajes ante los que Pablo iba a hacer su defensa.
2. El informe que Festo dio al rey Agripa acerca del preso. Como pasaban allí (el rey y su hermana) muchos días (v. 14), Festo, para procurarle algún entretenimiento, le habló del caso con todo detalle (vv. 14–21): Félix lo había dejado allí preso, los judíos de Jerusalén le habían pedido que lo condenase (v. 15), él se había negado a hacerlo sin escuchar al reo (v. 16), pero tampoco había dado largas al asunto (v. 17), sino que, «al día siguiente, dice, me senté en el tribunal y mandé traer al hombre». Pero, cuando lo trajeron (v. 18), ¡cuál no sería su desilusión al ver que no presentaban contra él ningún cargo que tuviese que ver con la ley romana, sino (v. 19) ciertas cuestiones acerca de su propia religión, y de un cierto Jesús, ya muerto, del que Pablo afirmaba que está vivo. Puede verse la ligereza con que este gobernador romano habla de Jesús, pero ¿qué se le podía pedir a él, cuando los propios principales sacerdotes de los judíos lo habían condenado a muerte por blasfemo? Para Pablo, en cambio, como para todos los creyentes, el que sea verdad o no que Cristo está vivo, es algo en que nos va la salvación eterna. Festo expresa su perplejidad (v. 20) ante el caso, pero, al apelar Pablo al César (v. 21), lo había dejado en custodia hasta poder enviarlo a Roma.
3. Agripa se interesa por el caso (v. 22) y desea oír a Pablo, pues de este asunto entiende mucho más que Festo. El interés de Agripa por oír a Pablo es semejante al de Herodes Antipas por ver a Jesús: pura curiosidad. Festo le dice: «Mañana le oirás». Y, al día siguiente (v. 23), Pablo va a tener la oportunidad de dar su testimonio ante el rey, su hermana y el gobernador, con los tribunos y los hombres más importantes de la ciudad (v. 23b). Va a poder predicar ante una gran congregación y, lo que es más, ante una congregación de grandes. Félix le había oído en privado, pero Agripa y Festo acuerdan que se le oiga en público. Lucas señala la mucha pompa con que Agripa y Berenice entraron en la sala de la audiencia con el acompañamiento ya mencionado más arriba. Esa regia pompa estaba manchada por la inmoralidad de sus respectivos caracteres, tan viles como el del más bajo criminal y en contraste con la verdadera gloria del preso que iba a comparecer ante ellos.
4. Festo abre la sesión con un discurso, en el que se dirige (v. 24) al rey Agripa y a todos los VARONES allí presentes. Parece como si insinuase acerca de Berenice: «¿Qué hace aquí esa mujer?» Presenta luego a Pablo como al hombre respecto del cual toda la multitud de los judíos le había pedido que lo condenase a muerte, pues no merecía vivir más. Pero él (v. 5) no había hallado en Pablo nada digno de muerte (¿por qué, pues, lo retenía en prisión?), y como el preso había apelado a César, había determinado enviarlo a Roma. La cosa era (vv. 26, 27) que no sabía qué escribirle a Nerón acerca de la causa, por lo que rogaba a todos que le ayudasen a examinar al reo para tener algo concreto que decir de él, pues (v. 27) le parecía fuera de razón enviar un preso, y no indicar los cargos que hubiera en su contra. ¡Tan confusas eran las informaciones que se le habían dado acerca de Pablo!
I. Pablo comienza su defensa, y se dirige humildemente al rey Agripa, como a quien conoce bien las costumbres de los judíos (vv. 1–3) y da cuenta de su origen, educación y profesión como fariseo, con su adhesión a la doctrina de la resurrección, que los fariseos sostenían (vv. 4–8). Habla también del celo con que había perseguido a Cristo en las personas de los cristianos (vv. 9–11), y de su conversión en el camino de Damasco, con la comisión que recibió de Jesús (vv. 12–18); declara su obediencia a esta visión celestial y la doctrina que a todos predicaba, a pesar de la oposición que se le hacía por parte de los judíos, doctrina que es el núcleo del Evangelio (vv. 19–23). II. Al llegar a este punto, Festo le interrumpe tildándole de loco (v. 24), por lo que él se dirige al rey Agripa en confirmación de lo que viene diciendo (vv. 25–27). Agripa se declara casi convertido (v. el comentario al v. 28, de sentido dudoso), y Pablo desea de corazón a todos los presentes ser lo que él es, excepto las cadenas (v. 29). III. Al retirarse los presentes, todos ellos están de acuerdo en que Pablo es inocente y que se le habría podido poner en libertad si no hubiese apelado al César (vv. 30–32).
Versículos 1–11
1. Aunque la presidencia competía a Festo, al estar el preso bajo jurisdicción romana, el gobernador quiso tener con Agripa la deferencia de cederle la presidencia, por lo que vemos al rey que concede la venía (v. 1) para hablar. El permiso es para hablar a su favor, es decir, para defenderse, cosa que los judíos no le permitían. En virtud de este permiso, Pablo pide silencio con la mano, como quien dispone de libertad para hablar. Se dirige con especial respeto a Agripa (v. 2), no sólo por ser el presidente, sino también (v. 3) porque conocía bien todas las costumbres y cuestiones que había entre los judíos; conocía las Escrituras y, por ello, estaba en mejor disposición que ninguno de los presentes para entender lo que Pablo iba a declarar. Es alentador para un predicador del Evangelio tener entre los oyentes a personas inteligentes que saben discernir la materia del sermón.
2. Declara que, aun cuando se le tilda de «hereje», sigue adherido a lo que le enseñaron desde la niñez. Su conducta (v. 4) era bien conocida de todos.
(A) No sólo era judío, sino que había sido educado en Jerusalén y había vivido como fariseo, conforme a la más rigurosa secta de nuestra religión (v. 5). Lo mismo había declarado en 22:3; 23:6, aunque aquí no se dice que repitiese el haber sido instruido a los pies de Gamaliel. No había sido un iletrado pescador, como la mayoría de los apóstoles, sino educado en la más exquisita escuela de los fariseos y, por tanto, bien versado en la Ley. Y no sólo era ortodoxo en su fe, sino que era irreprochable en su conducta («viví como fariseo»), irreprensible (Gá. 3:6). No podían acusarle de que había desertado de la religión judía por desencanto o por falta de la debida consideración a la revelación divina, puesto que precisamente (v. 6) estaba sometido a juicio «por la esperanza de la promesa que hizo Dios a nuestros padres». Ahora bien, Pablo sabía de sobra que todo esto no le justificaba delante de Dios, pero era suficiente para defender su buena reputación conforme a la ley de los judíos. Aunque todo lo contaba como pérdida para ganar a Cristo, lo mencionaba cuando había de servir para honor de Cristo.
(B) Esta esperanza era la única causa por la que se le acusaba (v. 7), al ser así que toda la nación israelita, con sus doce tribus, esperaba el cumplimiento de dicha promesa, por lo que Pablo hacía causa común con todo el pueblo de Israel en un punto de primerísima importancia. Esto muestra que Dios tiene un remanente en cada una de las doce tribus de Israel para el final de los tiempos, pues la promesa de la resurrección va ligada a la inauguración del reino mesiánico (v. 3:21). Por esa razón (comp. con Lc. 2:36), Pablo, de la tribu de Benjamín, rendía culto constantemente a Dios de día y de noche, con plena fe en la omnipotencia de Dios para resucitar a los muertos (v. 8). Muchos entre los oyentes eran paganos. Podemos, pues imaginarnos que se burlarían de Pablo como lo habían hecho los de Atenas en el Areópago (17:32). La reacción de Festo (v. 24) lo da a entender.
3. Reconoce que, mientras continuaba siendo fariseo, fue acérrimo enemigo de los cristianos (v. 9), pues creía que debía serlo. Su conversión al cristianismo no fue el resultado de una previa inclinación suya en ese sentido, sino obra de un milagro que le transportó desde el más alto grado de prejuicio contra el cristianismo hasta el más alto grado de seguridad acerca del cristianismo. Con esto, parece excusar modestamente a sus perseguidores, a quienes no había sido concedida una luz tan brillante como la que a él le había deslumbrado. Detalla, sin paliativos, los detalles de la persecución que emprendió contra los santos, es decir, los creyentes en Cristo (vv. 10, 11): (A) Obtuvo poderes de los principales sacerdotes para encerrar en cárceles a muchos de ellos, como si fuesen criminales comunes contra Dios y contra la patria. (B) Daba su voto, es decir, echaba la piedrecita (eso es lo que significa el vocablo griego) cuando los mataban, esto es, cuando los condenaban a muerte, en lo que se refiere a la muerte de Esteban, algo que tenía vivísimamente grabado en su mente. En cuanto a este ejercicio del voto, véase el comentario a 1 Corintios 7:7. (C) No sólo había perseguido a los cristianos en Jerusalén (v. 11) y hasta en las ciudades extranjeras, sino que les atacaba con tal furia que, a algunos de ellos, los forzaba a blasfemar, es decir, a hablar mal de Jesucristo cuando estaban bajo la tortura que Saulo les infligía. Éste era el carácter de Pablo antes de su conversión, la cual era, desde el punto de vista puramente natural, inexplicable.
Versículos 12–23
1. Pablo pasa a referir la forma en que se efectuó su conversión.
(A) Mientras iba de camino, en dirección a Damasco, adonde marchaba para poner por obra la comisión que los principales sacerdotes le habían encargado de perseguir a los cristianos allí residentes (vv. 12, 13) vio una luz del cielo que sobrepasaba al resplandor del sol y, por tanto, no podía ser producida por causas naturales. No se trataba de una alucinación, pues la luz le rodeó a él y a los que iban con él. En las obras de la gracia, como en las de la naturaleza, la primera creación es la de la luz (v. 2 Co. 4:6). Cristo mismo se le apareció después (v. 16). Los que acompañaban a Pablo vieron la luz, pero no conocieron a Cristo en la luz.
(B) Oyó una voz (v. 14) que le hablaba en hebreo (es decir, en arameo) y repetía dos veces su nombre, diciendo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Y volvió a decirle: «Yo soy Jesús a quien tú persigues», con lo que Pablo había aprendido que aquellos a quienes él perseguía como a la hez de la tierra eran miembros del Mesías. Pablo pensaba que Cristo seguía sepultado en alguna tumba (pues creía robado su cadáver por los discípulos, como vemos por Mt. 28:15), pero ¡cuál no sería su sorpresa al oírle hablar desde el cielo, rodeado de gloria y rodeándole de luz a él! Esto es lo que le convenció de que las enseñanzas de Jesús eran celestiales y divinas y, por tanto, no había que oponerse a ellas, sino recibirlas como dignas de toda aceptación (v. 1 Ti. 1:15). La frase «Dura cosa te es dar coces contra el aguijón» es aquí donde se halla bien atestiguada por todos los MSS y de aquí la repiten algunos MSS menos importantes en 9:5. La imagen es la del buey uncido al arado y recalcitrante, que da coces contra la aguijada del amo que le espolea. Esto da a entender claramente que la conciencia le punzaba aguda y constantemente desde la muerte de Esteban y que la rabia misma con que perseguía a los cristianos era un esfuerzo subconsciente para suprimir tales punzadas, aunque no lo conseguía.
2. El propio Jesús le había comisionado (vv. 16–18) para predicar el Evangelio a los gentiles, al ser testigo de lo que había visto y de lo que aún le había de hacer ver (v. 16). Pablo recibió del mismo Cristo (Gá. 1:12) el Evangelio, pero lo recibió gradualmente. Por eso precisamente, Cristo le había de librar de toda persecución, tanto de parte de los judíos como de los gentiles (v. 17), a fin de que pudiera cumplir esta misión. La comisión de predicar a los gentiles aparece aquí (v. 18) muy detallada:
(A) «Para que les abras los ojos y se conviertan de las tinieblas a la luz» (NVI, comp. con 1 P. 2:9b). Cuando Dios les abra los ojos mediante la predicación de Pablo, verán la luz y entenderán la verdad, abandonarán las tinieblas del pecado y seguirán la santidad, sin la que nadie verá a Dios. Así saldrán «de la potestad de Satanás a Dios», de la esclavitud de un amo perverso a la libertad que comporta servir al Dios que es Amor. El objetivo del Evangelio es rectificar los errores de quienes están en tinieblas y sacar a la luz a quienes están encarcelados por el diablo.
(B) «Para que reciban perdón de pecados y su parte en la herencia de los santificados por la fe que se pone en mí» (NVI). Es una gran dicha la conversión al Evangelio; no es sólo una iluminación y una libertad, sino que es una inmensa felicidad. Aceptados por Dios por medio del perdón de todos sus pecados y la adopción por hijos, de la que el Espíritu de Dios les da testimonio, son hechos herederos de Dios y coherederos con Cristo (Ro. 8:15–17). Y, como garantía de que después serán glorificados, son ahora santificados (Ro. 8:30). La frase que comentamos—nota del traductor—puede leerse como en la Reina-Valera («para que reciban, por la fe que es en mí, perdón, etc.») o como en la Nueva Versión Internacional (la que hemos dado). Esta última está mejor en consonancia con la construcción gramatical del griego. Dice muy bien M. Henry: «Lo mismo da, pues por fe es como somos justificados, santificados y glorificados». El griego dice literalmente: «por la fe, la que es en mí», como si dijese: «Esa fe es la que, de manera muy especial, se pone en mí y en mi función mediatorial, echando todo el peso en mí y descansando en mí».
3. Pablo expone a continuación la forma en que había desempeñado su misión con la ayuda y la dirección de Dios.
(A) Dios le había puesto en el corazón la obediencia al llamamiento de Cristo (v. 19): «No fui rebelde a la visión celestial». Si Pablo hubiese consultado con carne y sangre, y se hubiese dejado llevar de sus intereses personales, como había hecho Jonás, se habría ido a cualquier parte antes que cumplir con el difícil y peligroso cometido que el Señor le había encargado. Pero aceptó la comisión y se puso a desempeñarla sin dilación (v. 20).
(B) Su predicación (v. 20), como la del Bautista y la del mismo Jesús a los judíos, era (a) que se arrepintiesen, pues sin arrepentimiento y cambio de mentalidad acerca del pecado, de la salvación y de la santidad de Dios, no cabe perdón de pecados; (b) que se convirtiesen a Dios; de nada serviría dejar el pecado, si eso no entrañara el volverse a Dios (comp. con 1 Ts. 1:9); la antipatía hacia el pecado surge con brío cuando se ve la gloria de Dios (comp. Is. 6:5); (c) haciendo obras dignas de arrepentimiento; es decir, como en Mateo 3:8 y paralelos, obras que demuestren un arrepentimiento sincero. No basta con hablar palabras de arrepentimiento, sino que es menester vivir obras de arrepentido. Ahora bien, ¿qué falta se podía hallar en tal predicación como ésta de Pablo?
(C) Sin embargo, fue por causa de esto (v. 21) por lo que los judíos, después de prenderle en el templo, intentaban matarle. Véase si eso era un crimen digno de muerte, o aun de prisión. Además, le habían prendido en el templo, no por estar profanándolo, sino por estar allí rindiendo el debido culto a Dios; como si el arresto fuese mejor obra por llevarlo a cabo en mejor lugar.
(D) Sin embargo, de todo había salido con bien con la ayuda de Dios (v. 22). No menciona ninguna otra ayuda. ¿Para qué, si con la ayuda de Dios toda otra ayuda era innecesaria; y sin la ayuda de Dios, toda otra ayuda era insuficiente? No confiaba en sí mismo, sino que, al haber obtenido de Dios el llamamiento, sabía que también recibiría de Dios el auxilio.
(E) Su predicación no tenía límites en cuanto a los oyentes, pues daba testimonio (v. 22b) a pequeños y a grandes, pues los ricos y elevados necesitaban de la salvación lo mismo que los pobres, bajos e insignificantes desde el punto de vista humano, pues Dios no tiene acepción de personas, y todas las personas necesitan la aceptación de Dios. Por otra parte, su predicación tenía límites en cuanto a que no predicaba cosas nuevas ni lo mejor que a él le parecía, pues no decía nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés (la Ley) dijeron que habían de suceder. ¿Qué cosas eran éstas que habían de suceder? (v. 23) (a): «Que el Cristo, el Mesías, había de padecer» (comp. con Lc. 24:26, entre otros lugares). La cruz de Cristo era escándalo para los judíos, pero Pablo declara que estaba de acuerdo con las profecías del Antiguo Testamento. (b) «Que había de ser el primero en resucitar de los muertos», como primicias de los que durmieron (1 Co. 15:20). (c) «Que iba a anunciar luz al pueblo y a los gentiles» (comp. con Is. 42:6; 49:6; Lc. 2:32), primero a los judíos, después a los gentiles, pues era la luz que, al venir al mundo, había de iluminar a todos los hombres (Jn. 1:9). Por eso había recibido él (Pablo, v. 18) la misión de abrir los ojos a los gentiles, a fin de que salieran de las tinieblas a la luz. Y todo ello había sido predicho por los profetas del Antiguo Testamento.
Versículos 24–32
Tenemos razón para pensar que Pablo tenía mucho más que decir. Había llegado al núcleo de su mensaje, donde podría haberse detenido mucho y con gran provecho.
1. Pero fue precisamente en este momento cuando Festo le interrumpió tildándole de lunático (v. 24):
«Estás loco, Pablo; las muchas letras te están llevando a la locura». La erudición bíblica que mostraba Pablo (v. 2 Ti. 3:15, donde el original dice «las Sagradas Letras») se le antojaba a Festo una «locura» por la manera rabínica de argumentar. Agripa lo entiende mejor y calla. Con esto, el gobernador insinuaba que Pablo no era del todo responsable, por lo que no debía ser condenado ni creído. La interrupción de Festo no es fruto de la ira, sino del menosprecio.
2. Pablo responde con toda serenidad y respeto, y muestra ya con eso su cordura (v. 25): «No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que pronuncio palabras de verdad y de sensatez». Así nos enseña a no devolver menosprecio por menosprecio ni insulto por insulto. Y apela al rey Agripa en confirmación de lo que dice, ya que, además, son cosas notorias (v. 26) las que proclama. Y no se contenta con apelar a él, sino que le compromete a responder (v. 27): «¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees». Todos sabían que Agripa llevaba sangre judía, profesaba la religión judía y, por tanto, conocía los escritos de los profetas y les daba crédito. En ese sentido va la pregunta de Pablo y la afirmación de que Agripa creía, es decir, daba crédito a los profetas. Pablo no tiene al rey Agripa por creyente de corazón.
3. Podemos imaginar que todos los ojos estarían ahora puestos en el rey que presidía la sesión. La respuesta de Agripa merece especial atención (v. 28). El griego dice literalmente: «En poco (tiempo) me persuades a hacerme cristiano», equivalente, en buen castellano, a la versión que ofrece Trenchard:
«¡Con tan poca cosa quieres persuadirme que me haga cristiano!» Esta traducción cuadra mejor con el contexto y con las circunstancias en que se hallaba Agripa. Puesto en estrechura, el rey se sale por la tangente: No quiere admitir delante de aquel auditorio su fe en los profetas del Antiguo Testamento. Pero, por otra parte, no puede dar a Pablo una negativa rotunda. Viene, pues, a decirle a Pablo que su argumentación no ha sido lo suficientemente eficaz para pasarse del judaísmo al cristianismo. En el fondo, estaba su perversa condición espiritual, que le impedía dar cabida cordial a la Palabra de Dios.
Hasta qué punto le llegaron las razones de Pablo, no sabemos; pero no se nos dice que le hiciesen temblar como a Félix. Finalmente, la versión RV a la que estamos acostumbrados: «Por poco me persuades a hacerme cristiano», tan usada en himnos y mensajes («el casi cristiano») es la menos probable.
4. La réplica de Pablo es digna del gran apóstol (v. 29): «¡Quisiera Dios que, tanto en poco como en mucho (lit. grande), no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas!» Dice Leal: «La respuesta de Pablo es emocionante y revela su gran corazón. Responde muy en serio y desea que todo el mundo sea cristiano, porque en ello está la felicidad. La limitación que pone entra muy (¿bien?) en el carácter grande y fino de Pablo: desea para todos todo el cristianismo, menos “las cadenas” que él lleva por la fe». En la misma línea, sigue M. Henry: «Insinúa que sería la inefable felicidad de cada uno de ellos el hacerse verdaderos cristianos—que hay en Cristo gracia suficiente para todos, por muchos que sean—. Da también a entender la buena voluntad que abriga hacia todos ellos, pues les desea: (A) todo lo que se desea a sí mismo; (B) mejor que a sí mismo en cuanto a su condición exterior. Desea que todos ellos fuesen cristianos consolados como él era, pero no cristianos perseguidos como él estaba … Nada se puede decir más tierno ni con mejor gracia».
5. Tras estas palabras de Pablo (vv. 30–32), todos están de acuerdo en que es inocente, y la sesión se levanta con alguna precipitación (v. 30), pues algunos de los presentes, y especialmente el rey, comenzarían a sentir las punzadas de la conciencia, y el mejor modo de disimular el impacto del sermón era dar por concluida la audiencia. Los llamados «mecanismos de defensa» de la psicología humana actuaban con toda energía para suprimir la eficacia del mensaje, y compensaban la negativa a rendirse con la generosa disposición a dar por inocente al preso. ¡De cuántos trucos dispone nuestro subconsciente! Si Pablo llegó a escuchar los comentarios de los versículos 31 y 32, no cabe duda de que se llenaría de profunda tristeza, al ver que su inocencia se reconocía al precio del endurecimiento de los oyentes.
Comenta M. Henry: «Y ahora no sé decir si Pablo se arrepentía de haber apelado a César, y al ver que era esto lo que impedía su descargo. Los que pensamos que es para beneficio nuestro, resulta con frecuencia ser una trampa. O, quizás, a pesar de todo, se contentaba con lo que había hecho y veía en esto la Providencia y que todo saldría bien. Además, se le había dicho en una visión que había de testificar en Roma (23:11), y lo mismo le da ir allá en calidad de preso que puesto en libertad».
Relato del viaje de Pablo a Roma. I. El comienzo del viaje fue próspero y en calma (vv. 1–8). II. Pablo les da a conocer la proximidad de una tormenta (vv. 9–11). III. No le creen, y la tempestad les llega a poner en punto de desesperación (vv. 12–20). IV. Pablo les asegura que, merced a la gran bondad de Dios, saldrán del apuro sanos y salvos (vv. 21–26). V. Por fin, dan a medianoche con una isla, que resultó ser Malta (vv. 27–36). VI. Escapan a duras penas de la muerte al naufragar el buque, pero todas las personas son preservadas de modo admirable (vv. 37–44).
Versículos 1–11
1 «Cuando se decidió, dice Lucas (v. 1), que habíamos de navegar para Italia, etc.». Viaje largo, pero no había más remedio, pues Pablo había apelado a César. Se decidió en el consejo de Dios antes de ser decidido en el consejo de Festo. Vemos a continuación quién se encargó de custodiar en el viaje a Pablo y a algunos otros presos: a un centurión llamado Julio, de la compañía Augusta, que estaba compuesta de tropas auxiliares sirias, según los expertos. Como los demás centuriones que se mencionan en el Nuevo Testamento, también este Julio es presentado, como observa Trenchard, de modo favorable (v. 3). Pablo iba en compañía de otros presos, como Cristo en compañía de los ladrones que fueron crucificados junto a Él. Por ir en esta compañía, Pablo estuvo a punto de ser asesinado (v. 42); sin embargo, fue por ir en compañía de él por lo que todos los demás salvaron la vida (v. 24). Comenzaron la travesía embarcados en una nave de Adramitio, llamada así porque iba a dicha ciudad, la actual Edremit. Con Pablo iban Lucas, que vuelve a escribir en primera persona (v. 1) y Aristarco de Tesalónica (v. 2), que ya había sido compañero de Pablo (19:29; 20:4) y lo iba a ser de prisión en Roma (Col. 4:10). Sería un consuelo para Pablo tenerles por compañeros en tan tedioso viaje.
2. El curso que siguieron y los puertos en que tocaron: «Al otro día, dice Lucas (v. 3), llegamos a Sidón». Es probable que Julio fuese uno de los centuriones que habrían escuchado a Pablo en su defensa ante el rey Agripa (25:23) y estaría convencido de su inocencia. Aunque Pablo le había sido encomendado como preso, él lo trató como a un amigo, pues le permitió que fuese a los amigos, para ser atendido por ellos (v. 3b). Julio da aquí un ejemplo a los que están en autoridad para que respeten a los que son dignos de respeto, así como Pablo da a todos ejemplo de fidelidad a la palabra dada, pues no había de intentar el escape. De allí tuvieron que costear Chipre, por ser contrario el viento (v. 4). Si el viento les hubiese sido favorable, habrían dejado Chipre a la derecha, pero al serles contrario, tuvieron que costearlo por la izquierda. Llegaron así a Mira, ciudad de Licia (v. 5) y allí hubieron de hacer trasbordo a una nave que venía de Alejandría para Italia (v. 6), pues era muy grande el comercio entre estos dos puntos. En la gran nave alejandrina (v. 37), tuvieron que navegar despacio por muchos días (v. 7) y costear la isla de Creta hasta un lugar del sur de la isla (v. 8) llamado «Bellos Puertos» (lit.), aun cuando no era lugar conveniente para invernar (v. 12).
3. La navegación comenzaba a hacerse peligrosa (v. 9), por haber pasado ya el ayuno, es decir, el que se observaba el Día de la Expiación (Lv. 16:29–31), fiesta movible, pero que aquel año, probablemente el 59, cayó el 5 de octubre. Dice Leal: «La navegación se consideraba peligrosa desde mediados de septiembre y se omitía del todo durante el invierno, entre el 11 de noviembre y el 10 de marzo». Por eso, Pablo les advirtió del peligro que iban a correr (v. 10), pero el centurión dio más crédito a los técnicos (v. 11) que al profeta, al pensar que la profesión acredita a la persona.
Versículos 12–20
1. Se hacen de nuevo a la mar (v. 12) por voto de la mayoría, ya que la brisa del sur (v. 13) auguraba un próspero viaje para llegar, al menos, a Fénice (o Fénix), puerto de Creta donde podrían invernar (v. 12b). Sin embargo, pronto vieron frustradas sus esperanzas, pues de pronto les acometió un viento huracanado (v. 14) llamado Euraquilón (del latín Euro, viento del este, y Aquilón, viento del norte). Era, pues, un viento nordeste.
2. Comienza la tempestad (v. 15 y ss.). De tal manera era la nave juguete del huracán, que tuvieron que dejarse llevar por él a la deriva (vv. 15–17). Costearon (v. 16) un islote llamado Cauda (mejor que «Clauda») y tuvieron que hacer subir a bordo (v. 17) el esquife, especie de chalupa de madera, que servía de salvavidas y entonces se remolcaba detrás de la nave; las olas lo empujaban en todas direcciones, con peligro de estrellarlo contra la propia nave. Los comentaristas hacen notar la forma vívida y detallada con que nos refiere Lucas todas las peripecias de aquel viaje y que debieron de quedársele bien grabadas en la memoria.
3. La cosa se puso tan seria que los marineros no tuvieron más remedio que reforzar la nave (v. 17) y pasar por debajo grandes maromas con que la ciñeron y, después de arriar las velas, que sólo les servían de estorbo, navegar a la deriva, esto es, dejándose llevar del viento. Al huracán se unió, al día siguiente (v. 18), una furiosa tempestad, viéndose obligados a aligerar la nave, y echar por la borda parte del cargamento. Véase por aquí de qué sirven las riquezas de este mundo; puede llegar el momento en que resulten una carga demasiado pesada, no sólo para llevarla, sino hasta para hundirnos con ella. Pero tal es la necedad de los mundanos que, aun llegando a ser tan pródigos para deshacerse de sus bienes cuando son un peligro para su vida temporal, no los usan como deberían, sino que abusan de ellos con gran peligro de su alma. Finalmente (v. 20), como la tempestad no cedía después de muchos días, ya se fue perdiendo toda esperanza de salvarnos. No es difícil imaginarse la situación: Muchos días de ser zarandeados por las olas; es probable que muchos de ellos se hallasen mareados, así como debilitados por la falta de alimentación (aunque todavía tenían provisiones, v. 38), por lo que no ha de extrañarnos que llegasen a desesperar de salvarse de una muerte segura.
Versículos 21–44
1. Veremos ahora el resultado del apuro en que se veían Pablo y sus compañeros de viaje: escaparon vivos, y eso fue todo. Se nos dice (v. 37) las personas que iban a bordo: 276 en total. Al contrario que Jonás, Pablo no era la causa del desastre, sino el consolador durante el desastre. Pero antes de consolarles, les dirigió un merecido reproche. «Debíais haberme hecho caso y no zarpar de Creta tan sólo para recibir este perjuicio y pérdida», les dijo (v. 21). No le habían hecho caso cuando les advirtió del peligro que iban a correr (v. 10), pero ahora de seguro que, desde el patrón de la nave hasta el último preso, todos le prestarían atención. Y después del reproche, viene el consuelo (v. 22): «Pero ahora os exhorto a tener buen ánimo, pues no habrá ninguna pérdida de vida entre vosotros, sino solamente de la nave». Es digno de notarse que Pablo dice «entre vosotros», no «entre nosotros», de lo cual pueden darse (nota del traductor) dos explicaciones, quizá complementarias: (A) Los demás, no él, habían llegado a perder la esperanza de salvación, por lo que eran ellos, no él, quienes necesitaban consuelo; (B) Pablo sabía, por predicción de Jesús, que había de llegar a Roma para dar testimonio de Él allí; no temía, por tanto, por su vida. Durante lo más recio de la tormenta, Pablo había actuado (v. 19) como uno más de la tripulación y el pasaje, pero ahora hacía lo que ningún otro viajero podía hacer: consolarles, a causa de otra predicción.
2. En efecto, como él mismo refiere (vv. 23, 24), la noche anterior había estado en presencia de él (o se le había aparecido) un ángel de Dios (comp. 10:3). Pero Pablo no pone el énfasis en el ángel de Dios, sino en el Dios del ángel, que era el Dios de Pablo y de quien era, y a quien servía, Pablo (comp. Is. 43:1). Nótese que no dice «de quien somos y a quien servimos», pues la casi totalidad de los pasajeros eran ajenos a Dios y a las promesas de Dios, aunque con esta declaración que les hace, les exhorta implícitamente a tomarle también ellos por Dios y a servirle. Aun cuando estaba en medio del mar (v. Sal. 65:5), esto no podía interrumpir su comunión con Dios. Desde allí podía él dirigirse a Dios en oración, y Dios podía enviarle no sólo consuelo, sino consuelo por medio de un ángel. Es de suponer que Pablo, al ser llevado en calidad de preso, no tendría cabina propia, sino que estaría en el fondo de la nave, como Jonás (Jon. 1:5), en el lugar más oscuro y sucio; sin embargo, allí se le aparece el ángel de Dios. El ángel le da ánimo y le comunica: (A) Algo que ya sabía, pero ahora se le confirma y se le detalla: «Es menester que comparezcas ante César», como si dijese: «No vas a sufrir daño alguno, pues tienes que comparecer ante él». (B) Algo nuevo que el ángel le había revelado: «Mira, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo». Como decía el santo obispo anglicano Ryle: «Somos inmortales mientras no hayamos llevado a cabo la obra que Dios nos ha encomendado». La concesión gratuita (según el griego) que Dios le hacía de la vida de todos los que le acompañaban (275 personas), indica claramente que Pablo se preocupaba grandemente de la suerte de sus compañeros de viaje y elevaba por ellos sus fervientes oraciones a Dios. Esta preservación de tantas vidas en atención a Pablo nos muestra qué gran bendición son para el mundo los justos (comp. Gn. 18:23 y ss.).
3. Después de esta declaración, repite Pablo su exhortación a tener ánimo (v. 25), pero ahora con más fuerza que en el versículo 22, pues les dice: «Yo confío en Dios que acontecerá exactamente como se me ha dicho». No les pide que den crédito a algo que él no haya creído firmemente; por eso, profesa solemnemente su fe en Dios. ¿Y no va a ser una realidad lo que Dios ha dicho? Entonces, ¡tened buen ánimo! Si en Dios, el decir y el hacer no son dos cosas, sino una, también en nosotros deberían ser una el creer y el gozarse en Dios. Y por si fuera poco, les da una señal (v. 26): «Con todo, tenemos que encallar en cierta isla». Con esto daba a entender que salvarían la vida, pero se perdería la nave, como así sucedió (v. 41).
4. Se presiente la proximidad de tierra firme (vv. 27–29). Cuando llegó la decimocuarta noche (v. 27), y éramos llevados a través del mar Adriático (según se llamaba entonces a toda la parte del mar Mediterráneo entre Grecia, África e Italia), a la medianoche los marineros comenzaron a presentir que estaban cerca de tierra. Echaron la sonda (v. 28) y, en efecto, comprobaron que había 20 brazas (unos 37 m) de fondo; pasando un poco más adelante, hallaron 15 brazas (unos 27’75 m). Como la profundidad del mar disminuía tan rápidamente, temieron dar en escollos (v. 29) y echaron cuatro anclas por la popa y ansiaban que se hiciese de día. Cuando tenían luz, no atisbaban tierra; ahora que están cerca de tierra firme, no tienen luz. No es extraño que ansiaran el que se hiciera de día. Cuando los que temen a Dios andan en tinieblas y no tienen luz, que hagan como estos marineros: echen anclas y ansíen el día, seguros de que ese día ha de amanecer.
5. Pero los marineros preparan una treta que Pablo va a deshacer. Con pretexto de tender anclas también por la proa (v. 30), intentaron los marineros huir usando el esquife, salvándose a sí mismos y dejando que muriesen todos los demás; esto, a pesar de que Pablo les había asegurado, de parte de Dios, que no se perdería ninguna vida. Pero Pablo descubrió la treta que preparaban (v. 31) y dijo al centurión y a los soldados. Si éstos no permanecen en la nave, vosotros no podéis salvaros, puesto que los marineros iban a huir precisamente en los momentos en que más se les necesitaría. Cuando Dios ha hecho por nosotros lo que nosotros no podíamos, debemos hacer nosotros lo que ya podemos, apoyados en su Palabra y por su fuerza. No usar los medios que Dios pone a nuestro alcance, no es confiar en Dios, sino tentarle. El plan de los marineros fracasó (v. 32): «Entonces los soldados cortaron las amarras del esquife y lo dejaron perderse». Forzados así a quedarse en la nave, los marineros se vieron forzados también a trabajar por la seguridad del buque, porque si los demás perecían, ellos perecerían también.
6. La nueva vida que dio Pablo a toda aquella compañía. ¡Dichosos los que tienen en su compañía a un hombre como Pablo! Alboreaba ya cuando Pablo, reuniéndolos a todos, les exhortaba a comer (vv. 33, 34), pues era el decimocuarto día que llevaban en vela y en ayunas (v. 33). Habrían probado algún bocado, pero eso significaba poca cosa en tanto tiempo. Y para enseñar con el ejemplo, él mismo tomó el pan, dio gracias a Dios en presencia de todos y, partiéndolo, comenzó a comer (v. 35). Hay exegetas catolicorromanos que llegan a ver en esta comida de Pablo la celebración de la Cena del Señor, comparándola con la clara celebración de 20:7, 11, pero no hay motivo alguno para pensar en la Cena del Señor dentro del contexto actual, cuando está tan clara la intención del apóstol de animar a todos los demás pasajeros a comer. Y, por cierto, todos (v. 36), teniendo ya mejor ánimo, comieron también.
7. Lucas nos da a continuación el número de las personas que iban en la nave (doscientas setenta y seis, v. 37), y refiere con toda sencillez (v. 38) que, como ya estaban satisfechos después de comer y cerca de tierra firme, aligeraron todavía más la nave, echando el trigo al mar. Era preferible hundir en el mar el trigo antes que exponerse a hundirse ellos mismos. Comenta el Dr. Ryrie: «El objeto de aligerar la nave era hacerla subir en el agua y permitir acercarla a la playa lo más posible antes de varar».
8. Salvaron la vida, pero no salvaron la nave (vv. 39–41). Al hacerse de día, no sabían dónde estaban, esto es, cuál era el país junto a cuya costa se hallaban (v. 39). Es muy probable que aquellos marineros hubiesen pasado por allí muchas otras veces, pero ahora se sentían perdidos. De todos modos, al divisar una ensenada con playa, acordaron encallar allí la nave, si era posible. No sabían si los habitantes del país serían civilizados o bárbaros, pero, con tal de dar en tierra firme, se entregaron a merced de los ocupantes. Enfilaron, pues, hacia la playa (v. 40), después de soltar las anclas y desatar también las amarras de los timones; y, viento en popa, izaron la vela trinquete y allá se fueron, pues el piloto de la nave podía gobernarla con mayor libertad. Cuando una pobre alma ha estado luchando con las tempestades espirituales de la vida presente, ¿cómo no izará la vela de la fe, al tener en popa el viento del Espíritu, para entrar tranquila y gozosa en las playas de la patria celestial? El final de la nave queda muy bien descrito en la espléndida NVI (v. 41): «Pero la nave vino a dar en un bajío de arena entre dos corrientes y allí encalló. La proa se encajó en el fondo y quedó inmóvil, mientras la popa se deshacía al embate del oleaje». El buque que había capeado el temporal en alta mar se deshizo al llegar a tierra. Así también un alma puede, con la gracia de Dios, resistir las más fuertes tentaciones de Satanás, pero si su corazón se apega al mundo, está perdida.
9. Un peligro especial en que se hallaron Pablo y los demás presos (v. 42). En este crítico momento, los soldados acordaron matar a los presos, para que ninguno se fugase nadando. A primera vista, parece bárbara esta medida, pero un vistazo a 12:19 y 16:27 nos la explica. La ley romana era inexorable en este punto. Dice Trenchard: «lo importante era que ningún reo escapase y, ante la posibilidad de librarse un criminal, se creía que era necesario matar a todos, aun cuando fuesen inocentes». Las leyes modernas— nota del traductor—se van al otro extremo, pues los mayores criminales tienen oportunidades de escapar de la prisión. Otra vez fue, en atención a Pablo (v. 43), como los demás presos salvaron la vida, pues el centurión, aunque no había seguido el consejo de Pablo (v. 11), quería salvarle. Así como Dios había salvado la vida de todos los pasajeros en atención a Pablo, así ahora el centurión salvó la vida de todos los presos en atención a Pablo.
10. Cómo escaparon de la muerte en los últimos momentos. Los que sabían nadar (v. 43b), se echaron al mar los primeros para salir a tierra, pues la nave estaba deshecha. Los demás (v. 44) salieron, parte en tablas, parte en varios objetos procedentes de la nave (utensilios de toda clase). Y así aconteció que todos llegamos a tierra sanos y salvos. Aunque el verbo está en infinitivo y, por tanto, impersonal, no cabe duda de que Lucas se incluye a sí mismo; no hay, pues, por qué traducirlo en tercera persona de plural. No se nos dice cómo escaparon Pablo y Lucas. Es probable que el médico supiese nadar; en cuanto a Pablo, él mismo habla de haber estado en el mar en tablas (2 Co. 11:27) y lo dice unos dos años antes de que sucediese lo que ahora narra Lucas. Así también los justos, aunque sea con dificultad (1 P. 4:18, en cita de Pr. 11:31), tienen la consoladora seguridad de que se han de salvar.
I. Ya a salvo, en la isla de Malta, Pablo es preservado de recibir daño a causa de una víbora que se le prendió en la mano (vv. 1–6) y Dios le concedió ser instrumento de gran bendición en la isla a la que habían sido arrojados (7–10). II. Nos condolemos de verle como preso en Roma (vv. 11–16), pero nos congratulamos con él de que, aun en la prisión, Dios lo usase para la predicación del mensaje durante los dos años que pasó en la cárcel (vv. 17–31).
Versículos 1–10
1. La amable recepción que les dispensaron los habitantes de la isla (v. 2), encendiendo para ellos una hoguera, pues llovía y hacía frío. Dios puede hacer de los extranjeros amigos, como puede hacer de los enemigos hermanos en la fe. El griego llama a los habitantes de Malta «bárbaros», es decir, «no griegos». Todos los que no seguían las costumbres (y la lengua) de Grecia o de Roma eran apellidados así. Sin embargo, estos «bárbaros», dice Lucas (v. 2), nos trataron con no poca (es decir, con mucha) humanidad. Lejos de aprovecharse del naufragio, vieron una oportunidad de hacer el bien a otros. Esto nos sirve de ejemplo, para que aprendamos a ser compasivos con los que se hallan en apuros de cualquier clase. Estos «bárbaros» no se contentaron con decir «Id en paz, calentaos» (Stg. 2:16), sino que ellos mismos encendieron una hoguera, para que los náufragos se calentaran y secaran sus ropas.
2. Un nuevo peligro para la vida de Pablo. Tan acostumbrado estaba el apóstol a ayudar a los demás, siempre lejos del ocio y de la egoísta comodidad, que también él se puso a recoger ramas secas y echarlas al fuego (v. 3). El gran apóstol no temió rebajarse por condescender a este menester, enseñándonos que sólo el pecado rebaja al hombre. No fue pura casualidad, como veremos, que saliese una víbora huyendo del fuego y se le prendiese en la mano, pues, aunque al principio las nativos, llevados de la superstición, vieron en esto un castigo de la Justicia (la diosa Dike) por algún crimen que Pablo habría cometido, a pesar de que había logrado escapar del naufragio (v. 4), al ver que no le sucedía nada malo, después de haber esperado mucho tiempo, cambiaron de parecer y decían que era un dios (v. 6). Varios detalles son dignos de atención:
(A) Estos «bárbaros» tenían alguna luz natural, la de la conciencia y, por medio de ella, sabían que había una Deidad que gobernaba el mundo, que el crimen persigue al criminal y que las malas obras no han de quedar sin castigo, pues aunque los malhechores logren escapar de los males comunes y aun de la justicia de este mundo, no lograrán escapar de la justicia divina.
(B) Pero el conocimiento que tenían, por medio de esta luz natural, era defectuoso en dos cosas: (a) Creían que todos los criminales son castigados en esta vida. El día de la ira de Dios está por venir (Ap. 6:17, entre otros lugares) y, aunque algunos sufran castigo en este mundo, para demostrar que hay un Dios, muchos no parecen sufrir aquí ningún castigo, para probar que hay un juicio venidero. (b) Creían que todos los que sufren de modo notable en este mundo, son notablemente malvados. La divina revelación pone las cosas en su sitio, al enseñarnos que, en esta vida, males y bienes suelen estar distribuidos por igual (Mt. 5:45) y que los justos son particularmente afligidos aquí para que mejor ejerciten su fe y su paciencia.
3. Pablo salió indemne de este peligro (vv. 5, 6). Con toda serenidad, ya de por sí señal de inocencia, sacudió la víbora en el fuego y no sufrió ningún daño (v. 5); después de mucho tiempo … nada anormal le sucedía (v. 6). Tal presencia de ánimo, así como la liberación de todo daño, se debieron a la gracia de Dios, no sólo para preservar la vida de su siervo, sino también para darle prestigio entre los isleños. Lo de «dijeron que era un dios» (v. 6, al final) lo dijeron, sin duda, entre ellos, ya que, si hubiese llegado a los oídos de Pablo, no habría consentido que lo tuviesen por Dios (comp. con 14:11 y ss.). El suceso nos sirve, una vez más, para percatarnos de la volubilidad de los hombres, tanto bárbaros como civilizados.
4. Vemos luego la milagrosa curación, por ministerio de Pablo, de un hombre principal de la isla (vv. 7–9). El hijo de este hombre, según refiere Lucas (v. 7), «nos recibió y hospedó amistosamente tres días». Este hombre, llamado Publio, con lo que se muestra que era romano, no sólo era rico en bienes de este mundo, sino también en buenas obras. Por esta hospitalidad, recibió Publio un gran galardón, ya que, al enterarse Pablo de que su padre estaba en cama, enfermo de fiebre y disentería, entró a verle y, después de haber orado, le impuso las manos y le sanó. La providencia divina dispuso que este hombre se hallase enfermo a la sazón para dar a Pablo oportunidad de curarle, y a Publio la oportunidad de premiarle por su generosidad. Pablo entró a verle, no como médico que intentase curarle con alguna pócima, sino como apóstol para sanarle por medio de un milagro. Pronto se divulgó el hecho (v. 9): «también los demás que en la isla tenían enfermedades, venían y eran sanados». Parece como si estuviésemos leyendo algún pasaje del Evangelio, donde se nos habla del ministerio bienhechor de nuestro Salvador, con una notable diferencia: Cristo, por ser el Hijo de Dios, no necesitaba orar a Dios, a no ser para testimonio a los presentes (v. Jn. 11:41 y ss.). Dos consideraciones se ofrecen a este respecto:
(A) Pablo no se excusó de ser extranjero en la isla y de que había sido arrojado allí por un naufragio, sino que dio gracias a Dios por la oportunidad que le daba de hacer el bien allí. Toda persona buena se esfuerza por hacer el bien allí donde la Providencia le ha colocado.
(B) Los habitantes de la isla recibieron, a cambio de su cordial acogida a los náufragos, una riqueza mayor que todas las que podrían haber recibido de los restos de un naufragio, pues vieron sanados a todos sus enfermos. Dios no se deja ganar en generosidad.
5. A consecuencia de estas numerosas curaciones, efectuadas por manos del apóstol, los isleños, dice Lucas (v. 10), «nos honraron con muchas atenciones; y cuando zarpamos, nos proveyeron de las cosas necesarias». Les mostraron los máximos respetos, al pensar que nada era demasiado para pagarles por los favores que de ellos habían recibido. Pablo aceptó los generosos presentes de los buenos isleños, no como una paga por sus curaciones (gratis lo había recibido, y gratis lo daba), sino como un alivio para su necesidad y la de quienes estaban con él.
Versículos 11–16
1. Después de tres meses (v. 11), es decir, cuando ya estaría el mar abierto cerca de la primavera se hicieron de nuevo a la mar en una nave alejandrina que había invernado en la isla. Cerca del puerto de La Valetta habían quedado los restos de otra nave alejandrina, pero esta otra estaba a salvo. La enseña de este buque era la imagen de los Dióscuros (lit.), que quiere decir «los jovencitos (gemelos) hijos de Júpiter», cuyos nombres respectivos eran Cástor y Pólux, según aparecen, ya especificados, en nuestras versiones. Estamos ahora a fines de febrero o comienzos de marzo del año 60 de nuestra era.
2. Llegada a Italia. Hicieron escala primeramente en Siracusa, el puerto situado al sudeste de Sicilia. Después de permanecer allí tres días, y a través del estrecho de Mesina, en el cual se halla Regio (v. 13), un día después, ayudados por el viento sur, llegamos al segundo día a Putéoli (hoy Pozzuoli), que quiere decir «pocitos», cerca de Nápoles. Según Leal, «aquí también se quedó la nave que trajo a Flavio Josefo en la primavera del 64». No parece que, en estos días, hiciesen gran cosa en tierra firme hasta la llegada a Putéoli, donde (v. 14) habiendo hallado hermanos, dice Lucas, «nos rogaron que nos quedásemos con ellos siete días». Quién había llevado allá el Evangelio no se nos dice, pero sí vemos que, para el año 60, la fe de Cristo había arraigado incluso en Italia. Como la decisión de quedarse allí dependía de Julio, el centurión a cuyo cargo estaban los presos, es de suponer que él les concedería este permiso, no sólo en atención a Pablo, como en otras ocasiones, sino también porque así le convenía a él mismo, a fin de preparar el informe sobre el naufragio y los demás requisitos acerca de los presos, antes de llegar a Roma.
3. Por fin, tenemos la última etapa del viaje (vv. 14b–16). Los hermanos de Roma habían recibido noticias (v. 15) de la llegada de Pablo y sus acompañantes, así que salieron a esperarles hasta el Foro (es decir, el mercado) de Apio, que estaba a 66 km de la capital, en la llamada «Via Appia», mientras que otros se quedaron a esperarles en un lugar llamado «Tres Tabernas» (esto es, «Tres Tiendas»), a 49 km de Roma. Con esto, mostraban el gran respeto que tenían al apóstol, al salir a recibirle desde tales distancias. Lejos de avergonzarse de sus cadenas, le consideraban digno de doble honor. Recordemos también que, tiempo atrás, les había escrito la gran epístola a los romanos, lo cual entraría también en el respeto que ahora le tributaban. En correspondencia a este respeto, leemos (v. 15b) que, al verlos, Pablo dio gracias a Dios y cobró ánimo. Ahora que se acercaba a Roma, a pesar de la oportunidad que tendría allí de dar testimonio de Cristo, como el mismo Señor le había predicho, se agolparían también en su mente pensamientos de melancolía por las consecuencias de su apelación a César. Por eso, cobró ánimo con la vista de los hermanos de Roma, como si le infundieran nueva vida para entrar en Roma con mayor gozo, aunque encadenado, que en Jerusalén cuando pudo hacerlo en libertad. La compañía de nuestros hermanos en la fe habría de servirnos, no sólo de estímulo para dar gracias a Dios, sino también de incentivo para cobrar nuevos ánimos.
4. Entrega de Pablo, con los demás presos, en Roma (v. 16). El centurión entregó los presos al prefecto militar. Esta frase falta en los MSS más importantes, los cuales sólo dicen: «Cuando entramos en Roma, se le permitió a Pablo alojarse en privado con el soldado que le custodiaba». ¡Cuántos grandes de la tierra habían hecho (y habían de hacer) su entrada en Roma coronados y triunfantes, a pesar de ser una plaga para su generación! Pero ahora, un insigne apóstol de Jesucristo entra encadenado, como un esclavo o un enemigo derrotado, en la capital del Imperio. Este pensamiento habría de bastar para no poner nuestra estima en las cosas de este mundo. Con todo, se le concedió un favor singular: Se le permitió vivir aparte, en una casa alquilada (v. 30), con un soldado que le custodiase, el cual, como podemos suponer, le dejaría disfrutar de toda la libertad disponible para un preso, aunque siempre atado al soldado con una cadena, según costumbre.
Versículos 17–22
1. Pablo se pone en contacto lo antes posible, con los judíos de Roma Lo de «tres días después» (v. 17) no ha de entenderse, en opinión del traductor, en el sentido de que pasasen tres días completos sin que Pablo convocase a los judíos, sino que, al tercer día, según la costumbre de contar que ellos tenían, se reunieron los que él había mandado llamar. «Luego que estuvieron reunidos (v. 17b), les dijo:
(A) Que los judíos lo habían entregado preso, en Jerusalén, en manos de los romanos, sin que él hubiese hecho nada contra el pueblo ni contra las costumbres judías» (v. 17c). Pablo no imponía a los gentiles las costumbres judías, pero dejaba que los judíos las observasen y él mismo se regía también por la Ley de Moisés.
(B) «Que los romanos (v. 18), habiéndole examinado, le querían soltar, por no haber en él ninguna causa de muerte», es decir, por la que mereciese morir. En efecto, le había examinado el tribuno, así como los gobernadores Félix y Festo, y también el rey Agripa, y no sólo no habían hallado en él causa digna de muerte, sino que todos le habían considerado inocente.
(C) «Que, a pesar de eso, los judíos se opusieron a que se le pusiera en libertad, por lo que se vio forzado a apelar a César (v. 19), no para acusar con ello a su nación, sino únicamente para vindicar su propia inocencia». Pablo intercedía continuamente (Ro. 9:1–3; 10:1, 2) por su pueblo, no contra su pueblo. El gobierno de Roma tenía, por este tiempo, muy mala opinión del pueblo judío, y habría sido muy fácil exasperar contra ellos al emperador, pero a Pablo jamás se le habría ocurrido tal cosa.
(D) La única verdadera causa de la acusación que contra él habían lanzado los judíos, y por la que estaba atado con aquella cadena, era «la esperanza de Israel» (v. 20), es decir, la resurrección de los muertos (v. 23:6) y, en general, la Venida del Mesías en la persona de Jesús, aunque, por esta vez, para sufrir la muerte en un patíbulo. Sin embargo, Dios le había resucitado y le había manifestado públicamente como Señor y Mesías (2:36). Esto es lo que les expondría Pablo a los reunidos, así como también les haría ver que era descabellada la idea de que el Mesías hubiese de venir a librarles, por la fuerza, del yugo romano, a fin de que disfrutasen de prosperidad material entre las naciones. Eso quedaba para el fin de los tiempos, durante el reino mesiánico futuro.
2. Lo que ellos le respondieron: (A) Que ellos no habían recibido de Judea, ni por medio de los hermanos que de allí habían llegado, ningún informe malo contra él. Esto era verdaderamente extraño, pues, al conocer la rabia con que los judíos perseguían a Pablo, era asombroso que no le hubiesen seguido también a Roma. Hay quienes opinan que le mintieron a Pablo, aunque no se atrevieron a proceder contra él en esta ocasión. Pero es más probable que dijesen la verdad y que, al haber apelado Pablo a César, hubiesen desistido de seguirle, con lo que Pablo se percataría ahora de que había obrado bien al hacer tal apelación. (B) Que deseaban tener más información (v. 22) de primera mano, precisamente del tenido por cabecilla de esta secta, como ellos mismos dicen, y de la que ellos son sabedores de que en todas partes se la contradice, es decir, en todas partes donde había colonias judías, además de la oposición que había encontrado Pablo en Palestina y en sus viajes misioneros entre los gentiles. En eso, los judíos convocados por Pablo mostraban, ya de antemano, sus prejuicios. Los prejuicios, de una u otra clase, son siempre el gran obstáculo para el triunfo de la verdad.
Versículos 23–29
1. Después de haber convenido en una fecha (v. 23) en la que los reunidos querían oír de Pablo más de lo que les había dicho en la primera ocasión, vemos que «vinieron a él muchos adonde se hospedaba» y que Pablo aprovechó la ocasión para explicarles, con más detalle, desde la mañana hasta la tarde: (A) La naturaleza del reino de Dios, cuyo núcleo es espiritual, aunque con implicaciones temporales, y que no consiste en pompa externa ni en multitud de fuerzas militares, sino en sencillez de corazón y pureza de vida. No sólo les explicaba el reino de Dios, sino que les testificaba solemnemente acerca de Él, es decir, les urgía a entregar cuanto antes su corazón al Rey, como él mismo había hecho, no por propio impulso, sino derribado por el poder de Dios y cegado por la luz celestial. (B) Acerca de Jesús, de cuya mesianidad les persuadía, basándose tanto en la ley de Moisés como en los profetas, esto es, mostrándoles que en Jesús se había cumplido todo lo que sobre el Mesías venidero decían las Escrituras.
2. El efecto de su discurso. Podría esperarse que las palabras de Pablo, dichas con toda solemnidad y probadas con toda clase de razones escriturales, habían de producir su efecto en todos los reunidos, pero aquí sucede como en todas las demás ocasiones: Unos creen, otros se niegan a creer (v. 24) y otros parecen quedar indecisos y se ponen a discutir (v. 25): «Y al no ponerse de acuerdo entre ellos, ya se retiraban cuando Pablo les dijo estas solas palabras, etc.» (NVI). Lo que sigue es una repetición del mensaje de Isaías al pueblo, de parte del Dios sentado en un trono alto y sublime (v. el comentario a Is. 6:9, 10). Ésta es la séptima vez (v. Is. 6:9, 10; 43:8; Mt. 13:14; Mr. 4:12; Lc. 8:10; Jn. 12:40; Hch. 28:26,
27) y aún queda una octava (Ro. 11:8), en que, de una forma concisa o detallada (como aquí), leemos este terrible mensaje de reprobación, al parecer definitiva, contra un pueblo de dura cerviz y resistente al Espíritu Santo (7:51), si no fuera porque también sabemos (v. ya en Is. 6:13 y, sobre todo, en Ro. 11:25– 29) que esa reprobación no es definitiva, sino provisional, hasta que se cumplan los tiempos de los gentiles. Al final de la cita de Is. 6:9, 10, Pablo repite, una vez más (v. 13:46; 18:6; 19:9, 15; 22:21; 26:20), es decir, siete con ésta (28:28), lo del envío de la salvación a los gentiles; «y ellos oirán», añade Pablo. «Oirán» no significa meramente que habían de escucharlo, sino que habían de creer en él. Con esto, el objetivo de Pablo al decir estas palabras era doble:
(A) Hacer ver a estos judíos lo absurdo de su actitud en sentirse molestos por la predicación del Evangelio a los gentiles. Se enfadaban de que la salvación de Dios fuese enviada a los gentiles, pero, si ellos creían que no merecía aceptación (comp. con 13:46), ¿por qué se indignaban de que los gentiles la recibiesen? La salvación de Dios estaba destinada primeramente a los judíos; ellos eran los primeros invitados al festín, pero si rechazaban la invitación, mejor es que estuviesen agradecidos al ver que otros la aceptaban.
(B) Incitarles a desear con tanto mayor celo la salvación, puesto que Dios la había ofrecido también a los gentiles. Es cierto que ellos habían rechazado esa salvación, pero todavía no era demasiado tarde para arrepentirse de tal rechazo; después de decir «¡No!», como el hermano mayor de la parábola (Mt. 21:29), aún tenían la oportunidad de decir: «¡Sí! ¡Vamos también nosotros a recibirla! La van a oír los que se suponía fuera del alcance de la salvación, ¿y no la oiremos nosotros, cuando es nuestro privilegio tener tan cerca de nosotros al Dios verdadero, que podemos invocarle en cada momento? ¡Deberíamos avergonzarnos de nosotros mismos, al ver la acogida que el mensaje tiene entre los gentiles!»
Nota del traductor: Las consideraciones de estos dos párrafos (A) y (B) están basadas en la suposición de que el versículo 29 está bien atestiguado, lo cual no es cierto, puesto que se halla únicamente en la Vulgata Latina y algunos MSS de poca importancia. No obstante, tienen aplicación, ya que el original del versículo 25 no dice que los judíos se hubiesen marchado ya cuando Pablo decía estas cosas (¡las habría dicho a las paredes!), sino que … se iban», lit. «se disolvían», esto es, comenzaban a marcharse de la reunión que habían tenido. Tuvieron, pues, tiempo de escuchar las frases de Pablo. Desgraciadamente, prefirieron discutir entre ellos y salir del piso de Pablo, antes que rendirse al vibrante testimonio del gran apóstol. De nada sirven las disputas y los razonamientos de los hombres, si no penetra en el corazón, por la acción eficaz de la gracia divina, la Palabra de Dios (He. 4:12), pues ella es la que abre los ojos del entendimiento y del corazón.
Versículos 30–31
Llegamos aquí al final de la historia (inacabada) del santo apóstol de los gentiles, Pablo. Notemos con toda diligencia cada detalle de las circunstancias en que lo dejamos aquí.
1. No puede menos de producirnos gran tristeza el dejarlo en cadenas por la causa de Cristo, aunque para él formaba parte de su llamamiento. Dos años enteros (v. 30) de la vida de este gran hombre se pasan aquí en confinamiento carcelario. Había apelado a César en espera de una pronta sentencia absolutoria en el tribunal del emperador, pero queda detenido por largo tiempo en prisión. En la corte de César eran manifiestas sus cadenas (Fil. 1:13). Pero durante estos dos años, escribió sus cartas a los efesios, a los filipenses, a los colosenses y a Filemón, que por eso se llaman las Cartas de la Cautividad. Es tradición (falible) que, después de ser soltado, viajó de Italia a España (todavía se yergue en Tarragona el arco por el que se dice que pasó), de allí a Creta; después, con Timoteo, a Judea; que visitó luego las iglesias del Asia proconsular y, por fin, llegó por segunda vez a Roma y allí fue decapitado en el último año del reinado de Nerón (68 de nuestra era). Sí, nos da pena que un apóstol como éste pasase tanto tiempo frenado en sus labores por la extensión del Evangelio: dos años preso bajo Félix (24:27), y otros dos años preso bajo Nerón. ¡Cuántas iglesias podría haber fundado durante ese tiempo! Pero Dios quería mostrar que no se debe a ningún instrumento de los que emplea, aunque sea tan útil como Pablo, sino que sigue adelante con sus designios, tanto con los servicios como con los sufrimientos de los suyos. Hasta los sufrimientos de Pablo servían para la extensión del Evangelio (Fil. 1:12–14). Y aun para él mismo, este confinamiento fue un descanso de sus grandes fatigas apostólicas, pues parece ser que vivió con bastante comodidad, mejor que cuando era un misionero itinerante. Así que el ir a la cárcel de Roma fue como el ir aparte a un lugar solitario y descansar un poco (Mr. 6:31). Cuando estaba libre, estaba también en continuo temor de caer en las asechanzas de los judíos (20:19), pero esta cárcel era para él como un castillo de refugio.
2. También a nosotros nos sirve de consuelo ver que, aunque lo dejamos en cadenas, lo dejamos trabajando. Todo el que quería, tenía libertad de acceso a su casa alquilada y era bienvenido. Su prisión era templo, iglesia y cátedra; por lo que para él era mejor que un palacio. Gracias a Dios, aunque le pararon los pies, no le pararon la lengua; un fiel ministro del Señor puede sufrir cualquier adversidad con tal de que no se le silencie. Él está preso, pero la palabra de Dios no está presa (2 Ti. 2:9). Pablo se había alegrado de ver a los hermanos que salieron a recibirle (v. 15), y ahora se alegraba más todavía de poderles impartir instrucción (Ro. 1:11 y ss.). «Recibía a todos los que venían a él» (v. 30b), como deben hacer todos los ministros de Dios, sin temor a los grandes ni menosprecio a los pobres. Y a todos les predicaba (v. 31) el reino de Dios (cuyo significado ya ha sido explicado en otros lugares) y les enseñaba acerca del Señor Jesucristo, como era siempre su gran ilusión. ¡Cómo les ardería el corazón a los oyentes, al oír hablar del Señor a este gran enamorado de Jesús!
3. La historia termina diciéndonos (¡cómo se ve también aquí al optimista Lucas!) que Pablo predicaba y enseñaba «con toda libertad y sin obstáculo alguno» (v. 31b). El vocablo griego parrhesía, aquí como en todos los demás lugares, significa libertad interior, franqueza y denuedo. Por otra parte, nadie le ponía dificultades para que llevase a cabo su labor. No estaba avergonzado del Evangelio (Ro. 1:16) y, por tanto, no se acobardaba de dar testimonio (2 Ti. 1:8). Esto, por supuesto, siempre con la gracia de Dios (1 Co. 15:10). Los judíos que en Judea le impedían predicar a los gentiles no tenían autoridad aquí, y el gobierno de Roma no había emprendido aún su persecución contra los cristianos, porque a Nerón no se le habían muerto aún sus buenos consejeros. Había en Roma muchos, tanto judíos como gentiles, que odiaban el cristianismo, pero Dios les ató las manos y les cerró la boca para que nadie pusiese obstáculos al apóstol. No tenía una puerta totalmente abierta, pero sí lo bastante efectiva como para que, hasta entre la familia del emperador, se hallasen sinceros creyentes en Cristo (v. Fil. 4:22). Cuando el lugar de nuestra peregrinación nos resulta una morada lo suficientemente tranquila como ésta de Pablo en Roma, hemos de dar gracias a Dios, mientras suspiramos por llegar a aquel santo monte en el que ya no habrá jamás abrojo que pinche ni espina que moleste.