Con respecto a esta epístola, caben muchas preguntas: I. ¿Es de origen divino? Hay quienes han puesto en duda la inspiración divina de ella. Pero la autoridad y el origen divinos brillan de un modo tan fuerte que hasta los que pasen corriendo, pueden leerla como parte eminente del canon de las Escrituras. Desde el principio fue recibida en la Iglesia como venida de parte de Dios. II. ¿Quién la redactó? No lleva en el título el nombre del autor humano. Hasta una época muy reciente fue atribuida al apóstol Pablo, pero, si se exceptúan los versículos finales del último capítulo, el estilo es tan diferente del de Pablo que los autores modernos tratan de encontrarle otro autor: Bernabé, Apolos, Silas, Aquila y Priscila y Clemente de Roma. De todos ellos, a juicio del traductor, el más probable sería Apolos. III. ¿Con qué objeto fue redactada? Es evidente que tiene por objeto informar a los creyentes (primariamente, a los de extracción judía: «a los hebreos») sobre la superioridad de Cristo y, por tanto, del cristianismo, sobre las instituciones de la Ley mosaica.
Para la división, a grandes rasgos, de la epístola, adoptamos los epígrafes del esquema de la Ryrie Study Bible:
I. La superioridad de la persona de Cristo (1:1–4:16).
II. La superioridad del sacerdocio de Cristo (5:1–10:39).
III. La superioridad del poder de Cristo (11:1–13:19).
IV. Bendiciones finales (13:20–25).
Este capítulo se divide en dos partes: I. Cristo es superior a los profetas (vv. 1–4). II. Cristo es superior, en su persona, a los ángeles (vv. 5–14).
Versículos 1–4
Sin preámbulo alguno, el autor pasa de inmediato a ensalzar la superioridad de Cristo, como culminación de la revelación divina, sobre los profetas del Antiguo Testamento.
1. Dicen literalmente los versículos 1 y 2: «El Dios que habló en muchos fragmentos y de muchas maneras a nuestros padres (es decir, a nuestros antepasados) en los profetas, al final de estos días nos habló en (el) Hijo, a quien puso por heredero de todo, por medio del cual también hizo los siglos (esto es, los mundos, el Universo entero)».
(A) Con la expresión «en muchos fragmentos», el redactor de la epístola pone de relieve la diversidad de porciones que, bajo el epígrafe común de «Debar Jehová», «Palabra de Jehová», se iban acumulando a lo largo de los siglos del Antiguo Testamento, cuando Dios hablaba (hebr. dabar, al que corresponde el gr. laleín) por boca de los profetas, de forma que el depósito de la revelación iba creciendo, no sólo en claridad, sino también en contenido. La otra expresión «de muchas maneras» indica los distintos modos de comunicación: por medio de leyes, promesas, hechos históricos, poesía, así como símbolos, tipos, parábolas, alegorías, etc.
(B) Resulta curioso observar que, mientras lo de «en los profetas» (por medio de la boca y de la persona misma—por ejemplo, Oseas—, de los profetas) lleva artículo definido, «en Hijo» no lleva artículo ni va acompañado de pronombre personal o posesivo en primera persona, como si el autor quisiera poner de relieve que Dios, en Cristo, nos habló «en Hijo», en la naturaleza humana que el Hijo de Dios asumió al hacerse carne (Jn. 1:14, lit.). Tal interpretación, sin embargo, resulta problemática, pues no hay precedente de tal expresión en las Escrituras.
(C) Lo que no cabe duda de que entraba en la intención del autor es poner de relieve que la revelación de Dios, hecha en y por medio de Jesucristo es exhaustiva (en cuanto a la manifestación del plan salvífico de Dios—v. Dt. 29:29—, y con respecto a nuestra limitada capacidad para conocer al Dios infinito y trascendente) y final, definitiva. En otras palabras: Después de la revelación hecha en la persona y en la obra de Jesucristo, según fue recibida e interpretada por los escritores del Nuevo Testamento por medio de la operación del Espíritu Santo (éste es el sentido primario de Jn. 14:26; 15:26; 16:13), Dios no revela ya nada nuevo (al menos, de forma pública, garantizada y normativa para toda la comunidad cristiana). Dice a este respecto el místico español Juan de la Cruz, en Subida del monte Carmelo, lib. II, cap. XXII:
«En lo cual (He. 1:1) da a entender el apóstol que Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en Él todo, dándonos al Todo que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer alguna otra cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: “Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo dicho todo y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas. Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte, y si pones en Él los ojos, lo hallarás en todo; porque Él es toda mi locución y respuesta, y es toda mi visión y toda mi revelación”». (El subrayado es mío.)
Lugares como Juan 1:18; 7:16 y 14:9, entre otros, bastan para confirmar esta verdad de que Jesucristo es, en su persona, en su doctrina y en su obra, la revelación exhaustiva y definitiva del Padre.
(D) La expresión «al final de estos días», con que comienza el versículo 2, no es sinónima de «el último tiempo» (1 Jn. 2:18), sino que «quiere decir que Dios se reveló en su Hijo al final de la época de las manifestaciones diversas y parciales dadas por medio de los profetas» (Trenchard). En realidad, como observa J. Brown, es la versión literal del hebreo behajarit hayamim en Génesis 49:1; Números 24:14; Deuteronomio 4:30; Isaías 2:2; Jeremías 23:20; Ezequiel 38:16 en la versión de los LXX.
(E) El resto del versículo 2 guarda gran paralelismo con otros lugares como Juan 1:14 y, especialmente, Colosenses 1:15–20. Al decir que Dios «puso (al Hijo) por heredero de todo», no cabe duda de que el autor tenía en mente Salmos 2:7, 8, que va a citar luego (v. 5), así como otros lugares como Mateo 11:27; 28:18; Juan 3:35; 13:3, y aun Efesios 1:10; Colosenses 1:20. La misma idea se halla implícita en Romanos 8:17, donde el apóstol dice que somos «coherederos con Cristo», donde se da a entender que Cristo es el único heredero nato de toda la fortuna del Padre, puesto que es su único Hijo propio, no adoptado (v. Ro. 8:32; Gá. 4:4). Para lo de «por medio del cual también hizo los siglos», podemos ver Juan 1:3 y Colosenses 1:16, y aun Proverbios 8:22 y ss.
2. El versículo 3 constituye el más grandioso compendio de Cristología que pueda hallarse en toda la Escritura. Dice así en la NVI: «El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios y la impronta exacta de su ser, y Él sostiene el mundo entero con su poderosa palabra. Y después de haber provisto el medio de purificar nuestros pecados, se sentó a la mano derecha de la Majestad en los cielos». Analicemos en detalle este versículo.
(A) Al decir que «(el Hijo) es el resplandor de la gloria (de Dios)» el autor sagrado viene a darnos a entender que la suprema belleza de la Deidad, en todas sus perfecciones, se hace visible únicamente en Cristo (comp. con Jn. 1:18, 6:46, 14:9; 2 Co. 4:6; 1 Ti. 6:16), «de la manera en que los rayos de luz que proceden del sol, y que nos dan su imagen, son ondas de energía que irradian la misma sustancia del astro» (Trenchard). También podría tratarse de una hendíadis: «el resplandor glorioso» (comp. con Ap. 21:23; 22:5). Tampoco al sol se le puede mirar de frente (sólo cuando sale o se pone, pero Dios no varía, no tiene saliente ni poniente—comp. Stg. 1:17, al final—), pero al resplandor de su luz vemos todas las cosas. Así también, todas las cosas de Dios las vemos en el Hijo. No hay nada en Dios que no esté en Cristo (Jn. 14:9). Dios es totalmente Cristiforme. Así que quien quiera ver a Dios, no tiene más que mirar a Cristo, ¡y cuán perfecto, hermoso y amable le hallará!
(B) El autor remacha la misma idea al añadir que el Hijo es «la impronta exacta del ser de Dios». Para «impronta», el griego dice kharaktér (de donde procede «carácter»), vocablo que designa la marca grabada que, como en un sello, representa los rasgos distintivos, «característicos», de un objeto. Para ser, el griego dice hupostáseos, que, primariamente, designa la substantia (latín), es decir, lo que se oculta debajo de las apariencias externas y accidentales del ser invisible de las cosas. Así, pues, el ser mismo, íntimo, de Dios está grabado, como en un sello, en Cristo (v. el comentario a Ef. 1:13). Allí pueden verse, con toda claridad, los rasgos distintivos de la Deidad. Dice Trenchard: «la impresión no es borrosa, sino precisa y clara».
(C) De ahí pasa el escritor sagrado a decir del Hijo que «sostiene el mundo entero con su poderosa palabra» (lit. con la palabra de su poder). El griego emplea el verbo phéron (participio de presente continuativo), con lo que se expresa la acción de sostener, como con el puño, todas las cosas creadas, de forma que, si las dejase caer, volverían a la nada. Es, pues, un modo de darnos a entender que aquel por medio del cual fueron creadas todas las cosas, es también el mismo por quien son conservadas en su ser. Se expone así en forma activa la misma perfección que aparece en forma pasiva en Colosenses 1:16:
«todas las cosas tienen consistencia en Él». Pero no por eso se agota el sentido del verbo llevar. Dice S. Bartina: «No es un mero sustentar, como quien sostiene un peso; es más: es conducir, guiar hasta un fin». Trenchard nos da la nota devocional: «Es el Hijo quien sustenta y perfecciona todas las cosas, incluso aquellas que nos preocupan tanto. Sus hombros y sus manos no desfallecen nunca, y podemos dejar nuestras manos cansadas en las suyas, para que Él obre a nuestro favor lo que Él ha determinado».
(D) Entra de inmediato el autor en la Soteriología al decir en cuatro palabras griegas lo siguiente:
«después de hacerse a sí mismo (en una sola palabra) purificación de los pecados …» («de los» es también una sola palabra en griego). La NVI ha captado bien el sentido al traducir: «después de haber provisto el medio de purificar nuestros pecados», ya que, y esto es de suma importancia para entender bien la obra de la redención, la provisión de la salvación se obtuvo en el sacrificio de la Cruz (comp. con 9:12, 14, 26, 28; 10:12, 14), de una vez por todas; de ahí el participio de aoristo (gr. poiesámenos) que, al estar en la voz media, comporta la idea de que esa purificación la hizo en sí o por sí, siendo innecesaria la añadidura del di autoú («por medio de sí mismo»), que falta en los MSS más importantes. Dice J. Brown:
«Como el pecado es considerado una contaminación de la persona, haciéndola objeto de disgusto para Dios, la remoción del pecado, tanto en su fuerza condenatoria como en su fuerza corruptora, es representada como una limpieza».
(E) Tanto por lo que es en sí como por lo que llevó a cabo (comp. con Fil. 2:5–11), el Hijo volvió a ocupar el sitio que le corresponde: «se sentó a la mano derecha de la Majestad en los cielos». La mano derecha representa el lugar de mayor honor, dignidad y poder (v. 1 R. 2:19; Sal. 45:9; 110:1; Hch. 2:34; 7:56; Ef. 1:20; Col. 3:1; Ap. 3:21 y, en esta misma epístola, 8:1; 10:12 y 12:2). La «Majestad (lit. Grandeza) en los cielos (lit. en las alturas)» es una expresión con la que se pone de manifiesto la gloria de Dios, al par que se evita pronunciar el nombre sagrado de Jehová (comp. con Sal. 145:3, 6; 2 P. 1:17).
3. El versículo 4 sirve de puente para introducirnos en la porción siguiente (vv. 5–14); dice literalmente: «Llegado a ser tanto mejor que los ángeles cuanto superior a ellos (es el) nombre que ha heredado». Si se tiene en cuenta que la exaltación de Cristo y el nombre que le fue otorgado (v. Hch. 2:33; Ef. 1:21; Fil. 2:9) fueron una consecuencia de la humillación que se impuso al tomar la forma de esclavo y hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil. 2:5–8), se comprenderá por qué el autor de Hebreos usa guenómenos (participio de aoristo), esto es, «llegado a ser», en lugar de lo que es constantemente como resplandor de la gloria del Padre y como impronta o representación exacta de su ser (v. 3a). El pretérito perfecto «ha heredado» indica la permanencia constante de lo que un día le fue otorgado.
Versículos 5–14
El autor humano de Hebreos tiene su interés centrado en demostrar que el Nuevo Pacto es superior al Antiguo. Y comoquiera que el Pacto Antiguo fue dado, dice (2:2), por medio de ángeles, tiene que demostrar que Cristo, el Mediador del Nuevo Pacto (v. 7:22; 8:6; 9:15), es superior a los ángeles. Las citas del Antiguo Testamento con las que corrobora su argumentación están aplicadas según el método tradicional de los rabinos, quienes se extendían en curiosas acomodaciones. Con esta advertencia por delante, podemos ya pasar al estudio de esta porción.
1. La primera cita (v. 5) está tomada del Salmo 2:7: «Mi Hijo eres tú, yo te he engendrado hoy». El salmo es claramente mesiánico. No se refiere a la generación eterna del Hijo, sino a su nombramiento «como el Hijo-Mesías para el cumplimiento de su misión de salvación y de juicio» (Trenchard). Es como si un monarca renunciase al trono en favor de su hijo y dijese, en el día de la coronación de éste: «Yo te nombro hoy mi sucesor, puesto que eres mi hijo». Ésta es la idea que se encierra aquí, y se confirma por la multitud de títulos y actividades que el Antiguo Testamento atribuye a Jehová-Dios, y el Nuevo Testamento al Mesías-Hijo (v. por ej., Mt. 28:18; Jn. 5:19–27, entre muchísimos lugares, que harían una lista interminable). Al principio de las citas (v. 5a) y al final (v. 13a), el autor de la epístola dice: «¿A cuál de los ángeles dijo Dios jamás …?»
2. La segunda cita (v. 5b) está tomada del vaticinio hecho por Dios a David por medio del profeta Natán (2 S. 7:14, que el Sal. 89:26 cita también). Es cierto que el vaticinio hace referencia, en primer lugar, a Salomón, pero el «para siempre» de los versículos 13 y 16 del mismo vaticinio no pueden aplicarse a Salomón ni a la línea de sus descendientes que se extinguió con la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia del último rey de Judá, sino sólo al Rey-Mesías, como lo expresó el ángel Gabriel en su anunciación a María (v. Lc. 1:32, 33).
3. La tercera cita (v. 6) es el ejemplo más claro de acomodación, al estilo rabínico, que pueda darse. Y ya antes de entrar en el análisis de la cita, es menester advertir que ninguna persona privada puede hacer de la Escritura acomodaciones a su gusto. En cambio, el Espíritu Santo, que es el agente inspirador de la Escritura y el que lleva (v. 2 P. 1:21) al escritor sagrado a redactar lo que vemos en el original de cualquier parte de la Biblia, garantiza su inerrancia en la acomodación que hace. Éste es, aquí, el caso. En efecto, la cita del versículo 6 está tomada de Salmos 97:7, que dice en el hebreo: «Póstrense a Él (Jehová) todos los dioses», es decir, todas las deidades falsas. Pero los LXX tradujeron: «Adoradle, todos sus ángeles». A esta errónea e imprudente traducción, siguió algo todavía peor: no sólo imprudente, sino deshonesto. En Deuteronomio 32:43, entre las líneas del texto vertido del hebreo, intercalaron, por su cuenta y riesgo, otras frases; entre ellas, la siguiente: «Adórenle (a Jehová) todos los ángeles de Dios».
¡Es precisamente de este lugar de donde ha sacado el escritor sagrado su cita al pie de la letra! Le servía para su argumentación, y el Espíritu Santo ha dado por buena la cita. En cuanto a la—todavía más difícil—frase con que es presentada la cita (v. 6a): «cuando introduce al Primogénito en la tierra habitada» (lit.), el gran exegeta J. Brown demuestra, con abundancia de razones, que no se trata de la entrada en el mundo mediante la encarnación, sino de la entrada en el reino mesiánico, cuando el Mesías, Príncipe-Primogénito, es puesto en posesión de la herencia de las naciones. Cita lugares como Éxodo 15:17; Deuteronomio 4:38; Nehemías 9:23, compárese con 2:5 de esta misma epístola.
4. La cuarta cita (v. 7) está tomada del Salmo 104:4, donde el sentido del hebreo es el siguiente: «Que hace mensajeros suyos a los vientos, y servidores suyos a las llamas de fuego». La versión de los LXX da pie para entender lo de los ángeles, y así lo acomoda aquí el escritor sagrado, para resaltar en los versículos siguientes (8–12) la superioridad del Hijo. Nótese que el sujeto implícito del verbo «dice», al comienzo del versículo, es Dios (como lo es, en el v. 6, del verbo «introduce»), lo cual da a entender que «aunque las palabras que se le hacen decir, las diga el autor inspirado y a él se le atribuyan, sin embargo Dios es el autor de la Escritura y de sus palabras inspiradas, y a Él también se le pueden atribuir» (Bartina).
5. La quinta cita (vv. 8, 9) es del Salmo 45:6, 7, que dice así en el texto hebreo: «Tu trono (es) Dios eternamente y para siempre; cetro de rectitud (es) el cetro de tu reino; amaste justicia y aborreciste maldad; por lo cual te ungió Dios, tu Dios, (con) óleo (o perfume) de alegría más que a tus compañeros». Los LXX tradujeron en vocativo (oh Dios) la mención de Dios en el comienzo del versículo 6, a pesar de ser esto completamente incorrecto, tratándose de un salmo mesiánico, donde el centro directo de las frases es el Mesías, no Dios, como se ve por la doble mención de Dios en el versículo 7, como el Dios que unge al Mesías y que es el Dios del Mesías. El escritor sagrado de Hebreos hace uso de la versión de los LXX, puesto que le sirve para confirmar la tesis que viene defendiendo, y en esa cita de la acomodación de los LXX tiene la garantía de la divina inspiración. Destaca la mención del Hijo como «el Ungido de Dios».
6. La sexta cita (vv. 10–12) está tomada del Salmo 102:25–27. Tanto el texto hebreo como la versión de los LXX aplican estos versículos a Dios. En el versículo 25, los LXX (Sal. 101, v. 26) han intercalado en vocativo el término «Señor». El autor de Hebreos recoge la cita conforme a los LXX y aplica a Cristo, no sólo esa invocación de «Señor» (comp., por ej., con 1 Co. 12:3), sino también el poder creador (comp. con Jn. 1:3; Col. 1:16) y la eternidad de Dios (comp. con 13:8). Como dice J. Brown, «el Hijo es representado, no sólo como el Creador de todas las cosas, sino también como el Autor de todos los cambios por los que han de pasar».
7. La séptima y última cita (v. 13) está tomada del Salmo 110:1, y va precedida, por segunda vez (comp. con el v. 5), de la pregunta: «¿A cuál de los ángeles dijo Dios jamás …?» Dentro de los salmos mesiánicos, éste es el más mesiánico de todos, por lo que, como observa Trenchard, «se cita unas quince veces en el Nuevo Testamento». El propio Señor (Mt. 22:42–46) lo usó para confundir a sus enemigos. El cumplimiento de lo profetizado en dicho salmo puede verse en 1:3; 10:12, 13, así como en 1 Corintios 15:24–28.
8. Termina el autor sagrado (v. 14) este capítulo, recogiendo la idea del versículo 7, donde se dice de los ángeles que son ministros de Dios (gr. leitourgoús, los que ofician en los servicios del culto divino. Es el mismo concepto de Hechos 13:2, donde tenemos el verbo de la misma raíz); son, pues, servidores, no señores; adoradores, no objeto de adoración (v. por ej. Ap. 19:10; 22:8, 9) como es el Hijo (v. 6b, comp. con Jn. 9:38). En este versículo 14, el autor sagrado dice de los ángeles que son «espíritus servidores (gr. leitourguiká, el adjetivo de la misma raíz que el sustantivo del v. 7 y el verbo de Hch. 13:2), enviados para servicio (gr. eis diakonían) por causa de los que están a punto de heredar la salvación» (lit.). Notemos lo siguiente:
(A) Los ángeles tienen por oficio dar culto a Dios (comp. con Is. 6:3 y ss.; 1 Co. 11:10; Ap. 22:9—
«consiervo»—), y son enviados por causa de los salvos; no sólo para asistirles (v. Hch. 12:7 y ss.), sino también para servirles, como servían al Señor (Mt. 4:11; 26:53; Lc. 22:43), pues están «unidos vitalmente con el gran Hijo y heredero de todas las cosas» (Trenchard).
(B) Los ángeles son servidores de los creyentes, pues, aunque son superiores a ellos en naturaleza (Sal. 8:4, 5), son, sin embargo, inferiores en gracia (v. Ef. 3:10; 1 P. 1:12, al final). Es en este plano sobrenatural de la gracia en el que los ángeles prestan sus servicios a los creyentes (v. también Sal. 91:11, 12).
(C) La última frase, «que están a punto de heredar la salvación», no contradice a Romanos 8:17 ni a Efesios 2:8, ya que aquí el verbo heredar no significa adquirir el derecho a la herencia (como es el caso de Ro. 8:17), sino de entrar en plena posesión de la herencia; por otra parte (y esto es paralelo a lo anterior), «salvación» no significa aquí la salvación inicial o justificación (como es el caso de Ef. 2:8), sino (como en 9:28) la salvación final o glorificación (consumación de la salvación).
En este capítulo, el autor sagrado continúa presentando la superioridad de Cristo sobre los ángeles, I en su proclamación de la salvación (vv. 1–4) y II en su capacidad para salvar a los hombres (vv. 5–18).
Versículos 1–4
Esta sección forma un paréntesis, que le sirve al autor sagrado para insertar el primer aviso solemne de la epístola
1. «Por tanto, dice (v. 1), esto es, por todas las razones expuestas, debemos prestar la mayor atención a las cosas oídas, las que Dios nos ha dicho en el Hijo (v. 3, comp. con 1:2), no sea que marchemos a la deriva». La revelación hecha mediante el Hijo contiene doctrinas que creer y preceptos que observar, y nos han de servir como de carta de navegar El verbo pararrhéo, que es el que usa aquí el autor sagrado, y que no sale en ningún otro lugar del Nuevo Testamento, está en aoristo de subjuntivo de la voz pasiva En el griego clásico significa deslizarse resbalando; aquí tiene el significado de quedar extraviado en el mar, sin remos ni rumbo, llevado a la deriva (comp con Ef. 4:14). El autor sagrado no constata un hecho, pero avizora un peligro, debido a la inmadurez de los destinatarios de la carta (v. por ej., 5:11–14).
2 A continuación, da la razón de este aviso (vv. 2–4) Primero, por medio de una comparación (vv. 2, 3a); después, por medio de una aclaración (vv. 3b, 4).
(A) «Porque si la palabra dicha por medio de los ángeles (la Ley dada en el Sinaí) fue firme, cierta, segura, garantizada para caminar sobre ella, y toda transgresión y desobediencia recibió justa retribución, el castigo que se merecía, ¿cómo escaparemos sin castigo nosotros, los que vivimos ya en la dispensación del Evangelio, si descuidamos una salvación tan grande, es decir, si no prestamos la debida atención al mensaje que nos procura tan gran salvación?»
(B) «La cual (salvación), habiendo comenzado a ser anunciada por medio del Señor (v. por ej., Mr. 1:15; Lc. 4:17–21), nos fue confirmada (v. Lc. 1:2) por los que oyeron, es decir, por los que la oyeron de labios del Señor. Y mientras el Nuevo Testamento no estaba todavía redactado, Dios añadía su testimonio al de ellos, tanto con señales como con prodigios y diversos milagros y dones distribuidos por el Espíritu Santo según su voluntad (v. 1 Co. 12:4, 7, 11)». Dice Trenchard: «El mensaje de una salvación por medio de uno que murió y resucitó parecía extraño a todo oído carnal, fuese de judío o gentil, y aún no era posible apelar a una Biblia completa con su Nuevo Testamento, así que los siervos de Dios necesitaban una cooperación especial del Espíritu Santo para dar fe de lo que decían en el nombre del Señor». El autor sagrado usa toda clase de sinónimos para designar los milagros que Dios realizaba con el fin de confirmar el testimonio de los apóstoles y evangelistas: (a) señales, como signos que indican su origen divino; así se los considera siempre en el Evangelio según Juan (comp. con Éx. 8:19; Lc. 11:20); (b) prodigios, en cuanto que llaman la atención del espectador, por ser algo totalmente fuera de lo corriente; (c) poderes diversos (lit.), en cuanto que proceden de un poder superior, sobrenatural, divino. Para que un milagro sea realmente tal, se requieren tres condiciones: 1) que sea un hecho exterior, fácil de comprobar; 2) que sea algo extraordinario, fuera del alcance de los poderes naturales humanos; 3) que proceda del poder de Dios, lo cual puede comprobarse al atender a estos dos detalles: que esté en consonancia con el carácter santo de Dios y que sirva para apoyar y refrendar la Palabra de Dios.
Versículos 5–18
Después de esta porción parentética (vv. 1–4), en que el autor sagrado ha insertado un aviso solemne, prosigue la argumentación a favor de la superioridad del Hijo sobre los ángeles.
1. La partícula griega gar (porque) enlaza, con la mayor probabilidad, con 1:14, como si dijese: «Los ángeles han sido destinados a servir, no a gobernar … Porque (v. 5) no sometió (Dios) a los ángeles el mundo venidero (lit. la venidera tierra habitada; gr. oikouménen, como en Lc. 2:1), es decir, «el reino milenario en la tierra, que no será gobernado por ángeles, sino por Cristo y los redimidos» (Ryrie). El autor sagrado añade acerca de dicho mundo venidero: «del cual estamos hablando», por ser la culminación del actual nuevo orden de cosas, inaugurado por medio de Jesucristo.
2. Después de afirmar que Dios no sometió a los ángeles el mundo venidero, el autor sagrado no dice explícitamente a quién lo sometió, pero lo da a entender (vv. 6, 7) mediante una cita del Salmo 8:4–6, según la versión de los LXX. El salmista contempla al primer hombre, hecho a imagen de Dios y puesto por éste para dominar sobre la tierra. Por el pecado, la imagen de Dios en el hombre se oscureció, aunque no se perdió del todo, y el dominio del hombre sobre la tierra se volvió difícil y fatigoso (v. Gn. 3:17–19). Sin embargo, el autor sagrado mira por encima del hombre pecador, caído, para llegar al Postrer Adán, quien recupera con creces el dominio sobre todas las cosas; dominio que, por su pecado, perdió Adán.
Véase el comentario al Salmo 8 en su lugar correspondiente.
3. Puesto que el Salmo se refiere en directo al primer hombre, de él sigue hablando el autor sagrado (v. 8), al decir: «Al subordinar todas las cosas a él, Dios no dejó de someterle nada. Con todo, al presente no vemos que todo le esté sometido» (NVI). El hombre nuevo, salvo por Cristo, unido a Cristo, reinará con Cristo en el mundo venidero, pero, al presente, sufre las penalidades inherentes a la vida presente, y suspira, con el resto de la creación, por la redención venidera, la del cuerpo (v. Ro. 8:19–25). El hombre nuevo es legalmente heredero, con Cristo, del Universo, pero todavía no ha entrado en posesión de la herencia. Bartina sufre una gran equivocación al aplicar a Cristo el presente versículo.
4. El designio inicial de Dios con respecto al hombre del que habla el Salmo 8 se cumple en Jesús (v. 9). Ese Jesús, al hacerse hombre, fue hecho, como todo hombre, un poco menor que los ángeles, pero a causa del padecimiento de la muerte, está ya coronado de gloria y de honra (v. Fil. 2:5–11). El original dice (v. 9, al final): «de forma que, por la gracia de Dios, gustase la muerte en beneficio de (gr. huper) todo». Es notable, en el original, este singular «todo» (gr. pantós), para indicar, con la mayor probabilidad, no sólo la redención del hombre, sino también «la restauración de toda la obra de Dios» (Trenchard). «Gustar la muerte» es una expresión semítica que indica gráficamente la amargura del cáliz que el Señor tuvo que beber (v. Lc. 22:42; Jn. 18:11). Esto fue, para nosotros, una gratuita donación de Dios: «por la gracia de Dios». Podría presentarse una objeción a esta gloria actual de Cristo, y es que todavía está esperando que le sean sometidos sus enemigos (v. 10:13), y es esto, sin duda, lo que ha confundido a S. Bartina para aplicar a Cristo el versículo 8. La solución se halla en la alusión al mundo venidero (comp. con 1 Co. 15:24–28), pues será entonces cuando todo le será sometido a Cristo, no sólo legalmente, sino también realmente. Todo lo que sigue (vv. 10–18) es de una densidad doctrinal extraordinaria. Lo estudiaremos conforme a la NVI.
5. Para entender la argumentación del autor sagrado en estos versículos, es preciso tener en cuenta lo siguiente: Plugo a Dios restaurar todas las cosas en Cristo, y a nosotros en unión con Él (Ef. 1:10–12). Esta restauración requería una expiación: la purificación a que alude el autor sagrado en 1:3b. Pero esta expiación requiere una identificación de los purificados con el purificador. ¿Por qué? Sencillamente, porque si es el hombre quien pecó, es también el hombre quien debe expiar. Así, pues, el autor sagrado procede a demostrar, con respecto a la aludida identificación: (A) lo que era apropiado por parte de Dios (vv. 10–13); (B) lo que era apropiado por parte de Jesús: (a) en orden a anular el poder del diablo (v. 14); (b) en orden a libertar a los cautivos del miedo (vv. 15, 16); (c) en orden a llevar a cabo la propiciación por los pecados (v. 17); (d) en orden a socorrer a los que son tentados (v. 18).
(A) Dicen así los versículos 10–13 en la NVI: «Al conducir una muchedumbre de hijos a la gloria, estaba en su punto que Dios (Dios no está en el texto, pero ha de suplirse), para quien y por medio de quien todas las cosas existen (comp. con Col. 1:15, 16), perfeccionase mediante sufrimientos al Autor de la salvación de ellos; pues tanto el que santifica como los que son santificados proceden todos de un mismo padre. Por este motivo no se avergüenza Jesús (tampoco Jesús está en el texto, pero se incluye para mayor claridad) de llamarles hermanos, al decir (Sal. 22:22): Declararé tu nombre a mis hermanos; en presencia de la congregación cantaré tus alabanzas. Y de nuevo (Is. 8:17): Pondré en Él mi confianza. Y añade otra vez (Is. 8:18): Aquí estoy yo, y los hijos que Dios me ha dado». Varios son los puntos que necesitan aclaración:
(a) El verbo conducir (gr. agagónta) está en participio de aoristo, con lo que se da a entender, por una parte, que la obra de la salvación es, primordialmente, efecto de la soberana iniciativa amorosa de Dios (comp. con Jn. 3:16; Hch. 2:23, entre otros lugares) y, por otra, que sigue, en tiempo indeterminado, al
«perfeccionamiento», mediante los padecimientos, del Redentor (también teleiósai, perfeccionar, está en aoristo).
(b) El verbo éprepen, que las versiones traducen por «convenía», es traducido por la NVI como
«estaba en su punto», para que resulte claro que no se trata de una simple «conveniencia», sino de lo que era digno que Dios hiciese para salvar al hombre. Esto no quiere decir que Dios estuviese obligado a ello, pues entonces la salvación cesaría de ser «por gracia». Estaba en su punto significa que, de un Dios que es Amor, y que por amor está dispuesto al sacrificio por el amado, no se puede esperar otra cosa que la decisión de restaurar, a toda costa, lo perdido. Dice Trenchard: «También hemos de pensar que no convenía a la soberanía del Dios potente que se frustrara su plan en orden al hombre que creó a su imagen y semejanza para ser señor de la creación».
(c) Perfeccionar, por medio de sufrimientos, a Jesús significa que Cristo fue perfectamente cualificado como Sumo Sacerdote cuando, por medio de su muerte en cruz, se ofreció a Sí mismo en expiación por nuestros pecados (comp. con Lc. 13:32; He. 5:9; 7:28). Tenía de antemano las cualidades necesarias para ser nuestro Gran Sumo Sacerdote, pero sólo al ponerlas en ejercicio fue perfeccionado como tal (v. 7:26–28).
(d) Autor es, en griego, arkhegós. Cuatro veces sale este vocablo en el Nuevo Testamento (aquí, en 12:2; Hch. 3:15; 5:31). Es compuesto de dos verbos: árkho (con el matiz de comenzar) y ágo (con el matiz de llevar). El griego arkhegós viene aquí a significar el productor y distribuidor de la salvación (v. 10, al final), así como el gobernante que conduce (duce, Führer, caudillo) a sus hermanos a la salvación. Ambas líneas de conceptos caben aquí, conforme a la riqueza de matices de los dos verbos griegos que hemos descrito.
(e) Al hablar del que santifica (v. 11), se refiere a Cristo, ya que Él es el autor de la salvación (v. 10, al final). Los que son santificados es referencia obvia a los hijos que son llevados a la gloria (v. 10b). El autor sagrado afirma que tanto el que santifica como los que son santificados proceden todos de un mismo padre, no conforme a la naturaleza divina (según opina Trenchard), sino conforme a la humana, que es la que se pone de relieve en toda la porción. Este padre humano, común a Cristo y a los que son santificados, puede ser Adán o (más probable, a mi juicio) Abraham (comp. con el v. 16).
(f) Para mostrar que Jesús no se avergüenza de llamar hermanos (comp. con Mt. 28:10; Jn. 20:17) a los que son santificados (v. 11b), el autor sagrado cita de tres fuentes del Antiguo Testamento:
Primera (v. 12): Salmos 22:22. Este salmo, no sólo es mesiánico, sino que contiene varias profecías acerca de los padecimientos que el Mesías había de sufrir en la Cruz. Tampoco puede pasarse por alto el universalismo que campea en los versículos 28–30 con respecto a la salvación que se obtendrá en el futuro reinado mesiánico; por lo que el versículo 22 designa a Cristo como Sumo Sacerdote de su pueblo, que dirige el culto divino en medio de la congregación. Pero el énfasis de la cita recae en ese hermanos del versículo 22, lo que le sirve al autor sagrado para probar la comunidad de estirpe de Cristo y los suyos.
Segunda (v. 13): «Pondré en Él mi confianza». Está tomada de Isaías 8:17, donde el profeta se presenta rodeado de sus hijos y de los hombres más fieles de Judá, frente a una generación rebelde y en un momento muy delicado de la historia de Israel, como puede verse por todo el contexto anterior. La cita significa, ni más ni menos, que Isaías era en ese momento, tipo de Cristo.
Tercera (v. 13b): «Aquí estoy yo, y los hijos que Dios me ha dado», donde de nuevo aparece Isaías (Is. 8:18) como tipo de Cristo. J. Brown llega a decir que esta profecía no va dirigida en modo alguno (ni típico) a Isaías y sus hijos, sino a Cristo plena y directamente. Pero en este caso, no se explica que el texto sagrado hable de «hijos», cuando toda la porción llama a los santificados «hermanos» de Jesús e «hijos» de Dios Padre, no de Jesucristo. En cambio, si la cita de Isaías 8:18 se toma en sentido típico, se explica que hable de «hijos», conforme al contexto en que aparece inscrita.
(B) Pasa después el autor sagrado (vv. 14–18) a declarar lo que era apropiado que Cristo hiciera (a) para anular el poder del diablo (v. 14); (b) para libertar a los cautivos del miedo (vv. 15, 16); (c) para llevar a cabo la propiciación por nuestros pecados (v. 17); y (d) para socorrer a los que son tentados (v. 18). Dicen así todos estos versículos en la NVI: «Así pues, como los hijos tienen carne y sangre, Él también entró a compartir la condición humana de ellos, a fin de reducir a la impotencia, por medio de su muerte, al que detentaba el dominio de la muerte—esto es, al diablo—y dejar en libertad a todos aquellos que, durante toda su vida, estaban sometidos a esclavitud por temor a la muerte; pues, por supuesto, no es a los ángeles a quienes socorre, sino que acude en socorro de los descendientes de Abraham. Por esta razón tenía que ser hecho semejante en todo a sus hermanos, a fin de llegar a ser un misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo concerniente al servicio de Dios, y a fin de expiar los pecados del pueblo. Por el hecho de haber sido probado con padecimientos, puede venir en ayuda de los que pasan por pruebas». Vamos a analizar, por partes, esta porción:
(a) En los versículos 10–13, el autor sagrado ha expresado la identificación del Salvador con los salvos, llamándolos respectivamente «el que santifica» y «los que son santificados», con lo que responde
«al tema y al fondo hebraico de la epístola, pues tal como los sacerdotes y levitas fueron “santificados” para Dios, es decir, apartados para su sagrado servicio, así también lo son, en la esfera espiritual, aquellos que se allegan a Dios por medio de Jesucristo, limpios por el sacrificio único» (Trenchard). Ahora va a explicar cómo se lleva a cabo tal identificación (v. 14a): Al compartir la misma naturaleza humana, débil y mortal («sangre y carne»; por este orden, aquí), de los «hijos» (por conexión con la cita del versículo anterior). De esta forma, estuvo en condiciones, primero, de hacerse solidario de ellos (hecho hombre, para expiar por los hombres) y, segundo, de morir (en sacrificio de expiación, como nuestro sustituto).
En efecto, fue precisamente mediante su muerte (v. 14b) como Cristo redujo a la impotencia y anuló legalmente el poder del diablo, lo mismo que ocurrió con el pecado (comp. con Ro. 6:6; 1 Co. 15:54–57; 2 Ti. 1:10). Bien traduce la NVI «al que detentaba el dominio de la muerte», ya que el verbo «detentar» significa «retener uno abusivamente lo que no le pertenece», pues fue por medio del engaño como hizo caer a nuestros primeros padres y como implantó su dominio en nuestra raza pecadora. Al despojar a la muerte de su poderío, mediante su muerte en cruz, Cristo le arrebató al diablo sus mal adquiridos derechos sobre la humanidad (v. Lc. 11:21–23). El verbo griego es katargueín que, como en todos los demás lugares en que ocurre, no significa «destruir», sino «anular legalmente» o, literalmente, «reducir a la impotencia».
(b) En los versículos 15, 16, el autor sagrado afirma que Jesús, al anular legalmente el imperio del diablo, libertó a quienes, por miedo a la muerte, estaban sujetos de por vida a servidumbre. En efecto, el que está unido a Cristo no tiene nada que temer de la muerte (v. textos como Mt. 10:28; Jn. 6:40, 50–58; 11:24; 1 Co. 15:54–57; 1 Ts. 4:13–18). El miedo continuo es una esclavitud continua (Ro. 8:15), pero al ser adoptados por hijos, hemos dejado de ser esclavos, pues somos los amos de todo, incluida la muerte (1 Co. 3:22). De nuevo se refiere el autor sagrado a nuestra identificación con Cristo cuando dice (v. 16) que no tiende una mano (lit.) para socorrer a los ángeles, sino a la descendencia de Abraham (comp. con el v. 11). El verbo epilambánesthai, según está aquí, esto es, en la voz media, significa agarrar para sí y podría traducirse, pues ésa es la idea, por asumir, como hace la versión de S. Bartina; en otras palabras, el Hijo de Dios no tomó una naturaleza angélica, sino humana; pero, por dirigirse a los hebreos, el autor dice que «asume descendencia de Abraham».
(c) Conviene traducir literalmente el versículo 17, donde se nos expone lo que la identificación de Jesús con los suyos comportaba en cuanto al sacrificio de propiciación por nuestros pecados: «De ahí que (gr. óthen, conjunción ilativa que sale seis veces en Hebreos) debía (obligación moral; gr. ópheilen) asemejarse en todo a los hermanos, para llegar a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que respecta a Dios, en orden a (gr. eis) hacer propiciación por los pecados del pueblo». Sobre este versículo conviene hacer las siguientes observaciones:
Primera: Supuesto el decreto divino de salvar a la humanidad por medio de la encarnación del Verbo y la subsiguiente obra de la redención, Jesús tenía la obligación moral, compatible con su libertad psicológica, de obedecer en esto el mandamiento (gr. entolé) del Padre, como Él mismo expone claramente en Juan 10:18.
Segunda: Para poder llevar a cabo eficazmente ese cometido, tenía asimismo la obligación de hacerse semejante a sus hermanos en todo lo que es propio de la naturaleza humana, débil y mortal, excepto el pecado (v. 4:15).
Tercera: De esta manera, hecho partícipe de todo lo que afecta a la naturaleza humana, en cuanto a tribulaciones, tentaciones, padecimientos de toda índole y, finalmente, la muerte, estaba en condiciones de ser misericordioso, en relación con sus hermanos, y fiel sumo sacerdote, en relación con Dios.
Cuarta: Una vez que poseía estas cualidades, ya podía hacer propiciación (gr. hiláskesthai) por los pecados del pueblo. Téngase en cuenta que la propiciación es aquel aspecto de la redención objetiva en el que la santidad de Dios, ofendida por el pecado del hombre, queda satisfecha por la obediencia de Cristo al morir en la Cruz.
Finalmente, en el versículo 18 (según la NVI), se nos dice que «por el hecho de haber sido probado con padecimientos, puede venir en ayuda de los que pasan por pruebas». La razón por la que la NVI ha optado por traducir «pasar por pruebas» en lugar de «ser tentados» es, sin duda, para no confundir lo que es una «prueba» (enviada o permitida por Dios) con lo que es una «tentación» maligna (v. Stg. 1:12–15). Al haber pasado por tentaciones y padecimientos de los más acerbos, Jesús puede ayudar a todos los que son tentados, están atribulados y sufren padecimientos, pues es un experto en la materia y sabe cómo consolar, animar y ayudar a cada uno en sus respectivas circunstancias, las cuales varían considerablemente en cada caso.
En este capítulo, el autor sagrado, I. muestra la superioridad de Cristo sobre Moisés (vv. 1–6), y II. amonesta seriamente sobre las consecuencias de la incredulidad (vv. 7–19).
Versículos 1–6
1. «Por tanto (lit. De ahí que; gr. óthen), es decir, como consecuencia de lo que acabamos de decir, hermanos santos (separados por Dios y para Dios), participantes del llamamiento celestial (v. Fil. 3:14), considerad, es decir, ponderad en vuestra mente, al apóstol (el gran Enviado del Padre; v. Jn. 20:21) y sumo sacerdote de nuestra confesión (gr. homologuías, mejor que “profesión”), Jesús» (lo de Cristo no tiene aquí ningún apoyo en los MSS). Lo que el autor sagrado da a entender en la frase final es que «la comunidad de fe en Cristo Jesús, a quien tenemos por Hijo de Dios, Revelador y Santificador, Pontífice de nuestra salvación, es también causa de la identidad de sentir, a saber, es causa de nuestra confesión al unísono y de la proclamación concorde de la expresión religiosa comunitaria» (Bartina). En efecto, el vocablo griego homologuéo significa «decir lo mismo»: todos, una misma cosa.
2. Después de esta exhortación preliminar, el autor sagrado compara a Jesús con Moisés (vv. 2–6) y dice que Jesús es tanto superior a Moisés cuanto supera (A) el Creador a lo creado; (B) un hijo a un criado. Vamos por partes:
(A) No hay aquí comparación de fidelidades, pues de ambos se afirma que fueron fieles (v. Nm. 12:7, que el autor sagrado tiene presente). Esto mismo nos ayuda a entender de qué casa trata aquí el autor sagrado: Trata del tabernáculo o templo, como tipo del edificio espiritual que el Hijo había de construir y gobernar (v. Mt. 16:18; Ef. 2:18–22; 2 Ti. 2:20; 1 P. 2:4–10). Moisés fue fiel en todo lo que atañía al Tabernáculo (v. Éx. 40:16); Jesús, en lo que atañe a la Iglesia, a la cual amó y se entregó a sí mismo por ella (Ef. 5:25b). Jesucristo es (vv. 3, 4), con el Padre, creador de todas las cosas (v. Jn. 1:3; Col. 1:16) y, por tanto, también del Tabernáculo, lo mismo que de la Iglesia. Tiene, pues, mayor honor que la casa que ha construido.
(B) Además, Moisés, con toda su excelencia como el hombre de quien se sirvió Dios para sacar de Egipto a Su pueblo y conducirlo, a través del desierto, hasta las fronteras mismas de la Tierra Prometida, fue un criado en la casa de Dios (v. 5), para testimonio de lo que había de anunciarse después (v. Éx. 14:31; Nm. 12:7; Dt. 18:15, 18, 19). Esto significa «que el orden religioso y civil que estableció por mandato divino no hacía más que prefigurar la verdadera casa: “la cual somos nosotros” (3:6), como miembros de la nueva familia espiritual» (Trenchard). En cambio, Jesús, como Hijo (1:2), está permanentemente (no transitoriamente como Moisés) sobre la casa, no sólo en la casa, puesto que no es criado, sino dueño. A Moisés no se le llama doúlos, esclavo, sino therápon, criado, vocablo que comporta dos matices importantes: (a) ofrece su servicio libremente, sin coacción; (b) su servicio reviste cierto carácter cultual, lo cual es evidente en el caso de Moisés, quien, aun en el aspecto sacerdotal, estaba por encima de su propio hermano Aarón, pues fue Moisés quien lo consagró. Bartina hace notar que es el mismo vocablo con que los LXX designan a Moisés en Éxodo 14:31; Números 11:11, 12:7; Deuteronomio 3:24; Josué 1:2 y Sabiduría 10:16. Este último libro (Sabiduría de Salomón) no figura en el canon palestinense y, por eso, lo tenemos los evangélicos por apócrifo.
3. Consideración especial requiere la segunda parte del versículo 6: «si retenemos (muchos MSS, aunque no los más importantes, añaden: firme hasta el fin) la confianza (gr. parrhesían) y la gloria (lit. jactancia; gr. kaúkhema) de la esperanza (comp. con el v. 14)». Estas frases sirven de enlace con la amonestación que sigue (vv. 7 y ss.). Conforme suenan dichas frases, podría pensar alguno que el autor sagrado pone en duda la seguridad de la salvación del creyente, la cual es doctrina cierta de la Escritura. Lo que el autor sagrado quiere dar a entender es que «el retener la confianza y la esperanza hasta el fin será la demostración evidente de la realidad de la obra de Dios en cada uno» (Trenchard). Así han de entenderse igualmente todas las porciones de la presente epístola que comiencen por la conjunción condicional «si». Abresch (citado por J. Brown) considera confianza y gloria como adjetivos de esperanza, con lo que tendríamos: la esperanza confiada, alentadora, y gloriosa, triunfal (comp. con Ro. 8:18; 2 Co. 4:16–18). «Al creer la verdad, dice J. Brown, los creyentes hebreos habían hecho una pública profesión de su esperanza al someterse al bautismo, y habían sentido entonces que la vida eterna, que era el objeto de su esperanza, hacía que todo objeto del deseo humano que pudiera ser puesto en competición con ella palideciese o desapareciese».
Versículos 7–19
Toda esta porción, hasta 4:13 inclusive, es una amonestación a que no imitemos la conducta de los israelitas en el desierto. En cuanto al presente capítulo, dividiremos la porción en tres partes: 1) análisis de la cita del Salmo 95:7–11 (vv. 7–11); 2) aplicación a nosotros (vv. 12–15); 3) el autor sagrado especifica quiénes fueron los que se rebelaron en el desierto y por qué no pudieron entrar en el reposo de Dios (vv. 16–19), y deja para el capítulo 4 la aplicación a nosotros en cuanto a lo de entrar en el reposo. Como un cuarto punto acabaremos el capítulo con una importante aclaración doctrinal.
1. La cita del Salmo 95:7–11 está tomada de los LXX y se atribuye a Dios («Como dice el Espíritu Santo …», v. 7a). Dice así en la NVI: «Hoy, si escucháis su voz (la de Dios), no endurezcáis vuestros corazones como lo hicisteis en aquella rebelión durante el tiempo de la prueba en el desierto, cuando vuestros padres me tentaron poniéndome a prueba, y vieron durante cuarenta años lo que yo hice. Por eso es por lo que me irrité contra aquella generación, y dije: Sus corazones siempre andan extraviados, y no han observado mis instrucciones. Así que he jurado en medio de mi cólera: Jamás entrarán en mi descanso».
(A) Recordemos primeramente el contexto histórico, pues la cita hace referencia a lo que se nos narra en los capítulos 13 y 14 de Números. Tras de recibir la Ley en el Sinaí y las instrucciones acerca de todo lo que tenía que ver con el Tabernáculo, partieron los hijos de Israel de allí y, una vez llegados al desierto de Parán, en Cadés Barnea, Moisés envió doce espías, uno por cada tribu, para que investigasen la tierra de Canaán. La multitud entonces quiso volverse a Egipto y habló de apedrear a los dos espías (Josué y Caleb) que habían animado al pueblo puesta toda la confianza en Jehová. A consecuencia de esto, Dios les hizo vagar por el desierto durante treinta y ocho años más, de forma que, si exceptuamos la tribu de Leví que no entraba en el cómputo común y que no había enviado ningún espía, todos los mayores de 20 años, menos Josué y Caleb, murieron en el desierto. Así que sólo los que eran menores de 20 años cuando salieron de Egipto y los que nacieron durante la marcha por el desierto entraron en Canaán. No por eso se corrigieron los israelitas, sino que todavía continuaron poniendo a prueba a Dios.
(B) La cita del Salmo 95 está fundada en Números 14:20–35, y lo del «reposo», que tantas veces se cita en los capítulos 3 y 4 de esta epístola, se halla ya en Deuteronomio 12:9, habida cuenta de que el Deuteronomio es el más espiritual de los libros del Pentateuco. Detalles notables en la cita del Salmo son los siguientes:
(a) En el texto hebreo dice el versículo 7b: «Hoy ¡si oyerais su voz!», lo que equivale a «¡Ojalá oyerais hoy su voz!» (RV 1977). Esto significa que la voz de Dios nos está hablando continuamente, como lo hacía al pueblo de Israel en el desierto. Así la exhortación a no endurecer el corazón cuando se oye la voz de Dios pone de relieve que es ese voluntario endurecimiento del corazón el que impide que la Palabra de Dios surta su efecto en nosotros. Dice Bartina: «Por efecto de este endurecimiento no se presta el oído a la voz de Dios, que llama, ni se aceptan con fe sus palabras».
(b) Para «rebelión» (provocación, en la RV) del versículo 8b, el autor sagrado usa el vocablo griego parapikrasmós que significa «una amargura que llega hasta la exasperación». Pueden verse los incidentes respectivos en Éxodo 17:1–7 y Números 20:1–13.
(c) Las referencias a las numerosas ocasiones en que los israelitas tentaron a Jehová son la base histórica de esta «tentación» que se menciona en los versículos 8b y 9a. Además de las descritas aquí, pueden verse Números 27:14; Deuteronomio 6:16; 22:8 y Salmos 106:32.
(d) El juramento de Dios (v. 11): «Jamás entrarán en mi descanso» no significa que los israelitas desobedientes fuesen condenados a la eterna perdición. Números 14:19, 20 nos aseguran que Dios perdonó al pueblo; el castigo que les impuso fue una disciplina drástica, como la hemos visto en Juan 15:2; y ss.; 1 Corintios 11:30–32 y la volveremos a ver (según la opinión más probable) en 1 Pedro 4:6; 1 Juan 5:16.
2. Después de la cita del Salmo 95, viene la aplicación a los lectores (vv. 12–15): «Atended, hermanos, a que ninguno de vosotros tenga un corazón malvado y tan incrédulo como para llegar a apartarse del Dios viviente, sino más bien animaos día tras día unos a otros mientras suena ese Hoy, a fin de que ninguno de vosotros sea endurecido por la engañosa seducción del pecado. Pues hemos llegado a ser partícipes de Cristo, si retenemos con firmeza hasta el final la confianza que tuvimos al principio. Atentos a aquello que dice: Hoy, si escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones como lo hicisteis en aquella rebelión» (NVI).
(A) El autor sagrado, con el afecto que va envuelto en ese «hermanos», exhorta a los lectores judíos a atender (gr. blépete, mirad), esto es, a poner atención y consideración en el aviso que les va a dar. La exhortación es doble: negativa y positiva, con la perspectiva de lo que puede suceder si no se atiende:
(a) «No sea que en alguno de vosotros haya (más lit. habrá) corazón malvado de incredulidad en el apartarse del Dios viviente», dice el versículo 12 literalmente. Alude a una incredulidad semejante a la de los israelitas que ha considerado en la cita del Salmo 95. Para «apartarse» usa el autor sagrado el verbo griego aposténai, de la misma raíz que apostasía. Dicho verbo está en aoristo de infinitivo, como algo que se consuma de una vez por todas en ese apartamiento. Pero la palabra misma «apostasía», así como la fraseología (en el mismo sentido) de algunos textos que consideraremos en esta epístola (especialmente 6:4–8; 10:26–31) no da motivo para pensar en la reversibilidad de la salvación, según veremos luego.
(b) En lugar de buscar cómplices del pecado o dejarse llevar por la corriente de los incrédulos, el autor sagrado pasa a exhortar (ahora, en forma positiva) a los lectores a que se animen unos a otros mientras sigue sonando la voz de Dios. Esto es lo que, al revés de los espías malos y cobardes, hicieron Josué y Caleb (v. Nm. 14:6–9).
(c) Si no se atiende a la voz de Dios, la perspectiva es de un mayor endurecimiento, debido a la engañosa seducción del pecado. Dice Bartina: «En todo pecado hay un engaño y decepción, porque por un bien pasajero e inferior se renuncia a un bien permanente y superior».
(B) El autor sagrado da una razón poderosa para seguir atendiendo a la voz de Dios (v. 14): «Porque hemos llegado a ser, dice, partícipes (gr. métokhoi, el mismo vocablo del v. 1, así como de 1:9; 6:14; 12:8) del Cristo, si retenemos firme hasta el fin el principio de la confianza (gr. ten arkhén tes hupostáseos, hebraísmo por ten próten hupóstasin, la primera confianza; comp. con 1 Ti. 5:12: “la primera fe”)» (lit.).
(a) «Partícipe de Cristo» es una expresión que no se halla en ningún otro lugar de la Escritura, pero es equivalente a otras muchas como «estar en Cristo», «revestirse de Cristo», «ser miembro del Cuerpo de Cristo», etc.; en otras palabras, se trata de la participación en todos los bienes que la incorporación a Cristo nos trae (v. por ej., 1 Co. 1:5). Dice Bartina: «La participación común (es decir, en común) en estos bienes funda una razón de fraternidad para exhortarse a perseverar, y funda asimismo una razón de bien objetivo incalculable, que se posee y que es menester no dejar perder».
(b) La segunda parte del versículo 14 guarda una gran semejanza con el versículo 6b. El autor va a usar, en 11:1, el mismo vocablo hupóstasis para dar a entender la realidad que sirve de soporte a nuestra fe. Esa realidad es la de las cosas que esperamos (11:1), y el autor sagrado se refiere aquí a esa esperanza como a algo que latía vivamente en el corazón de los judíos creyentes cuando se convirtieron a Cristo, su Mesías. Fe, pues, y esperanza se hallan aquí íntimamente unidas, como lo estaban en los israelitas que, al confiar en la Palabra de Dios, anhelaban entrar en la esperada Tierra Prometida. Sólo que ahora esa Tierra Prometida es el cielo.
(c) Como ya dijimos en el comentario al versículo 6, la conjunción «si» no expresa duda sobre la seguridad de la salvación del creyente.
(C) La atención hay que mantenerla firme (v. 15) mientras se sigue diciendo (gr. en to leguésthai, presente de infinitivo de la voz pasiva). Hoy, si oyeseis su voz, no endurezcáis vuestros corazones como en la exasperación (lit.). Con esta exhortación se da a entender a los lectores de la epístola (y a todos los creyentes de todos los tiempos) que la voz que dice: «Hoy …» no siempre se va a dejar oír, ya que, como a los israelitas en el desierto, Dios puede aplicar a los que, entre los creyentes, son recalcitrantes una disciplina similar a la que les aplicó a ellos.
3. Termina el capítulo con una serie de interrogaciones retóricas, que el propio autor responde en la segunda parte de los respectivos versículos 16–18, y termina por declarar cuál fue, en fin de cuentas, la causa de que los rebeldes no entrasen en el reposo que Dios prometió (v. 19). Dicen así los versículos 16– 19 en la NVI: «¿Quiénes fueron los que oyeron su voz y se rebelaron? ¿No fueron acaso todos aquellos que salieron de Egipto guiados por Moisés? ¿Y contra quiénes se irritó Él durante cuarenta años? ¿No fue contra los que pecaron y cuyos cadáveres quedaron tendidos en el desierto? ¿Y a quiénes juró Dios que jamás entrarían en su descanso, sino a los que desobedecieron? Y en efecto, vemos que no pudieron entrar a causa de su incredulidad».
(A) No hace falta comentar al por menor estos versículos, pues basta con la lectura de Números 14:27–30, 36–38, compárese con 1 Corintios 10:5, para darnos cuenta de la seria y tremenda decisión de Jehová en cuanto al rebelde pueblo israelita, recién salido de Egipto.
(B) El versículo 19 dice expresamente que la causa por la que los rebeldes israelitas no pudieron entrar en el reposo (o descanso) de Dios, fue su incredulidad. «No pudieron entrar», dice, en lugar de «no entraron», para dar a entender que la incredulidad era el obstáculo que les impedía entrar, aunque, como hace notar J. Brown, es probable que se trate de un hebraísmo equivalente a «no quisieron entrar». Casos parecidos, en los que aparece el verbo poder como sustituto de querer los tenemos en Génesis 37:4 («no podían hablarle pacíficamente»); Marcos 6:5 («Y no podía hacer allí ningún milagro»); Lucas 11:7 («No puedo levantarme y dártelos»); Juan 8:43 («Porque no podéis escuchar mi palabra»).
4. Esta mención de la incredulidad como causa de no poder entrar en el descanso de Dios, esto es, en la Tierra Prometida, nos lleva a una consideración de tipo doctrinal de primera importancia. ¿Esta incredulidad que aquí se menciona indica la ausencia, o la pérdida, de la fe mediante la cual somos salvos (Ef. 2:8)? ¿Ese «no poder entrar en el reposo de Dios» equivale entonces a la perdición eterna? Para zanjar la cuestión ya de entrada, y tener así una pauta en orden a la correcta interpretación de los pasajes más difíciles de la epístola, como son 6:4 y ss.; 10:26 y ss., voy a hacer las siguientes observaciones:
(A) Desde la caída de la humanidad por el pecado de nuestro primer padre (Gn. 3:15), todo el que se salva eternamente, se salva por fe (formal o virtual; v. el comentario a 1 Ti. 2:4) en el Redentor, al que apuntaban los sacrificios y demás ritos ceremoniales, así como los tipos, del Antiguo Testamento. Ahora bien, el Cordero Pascual, con cuya sangre marcaron los israelitas los postes y los dinteles de sus casas, era tipo del Mesías y de su Obra en el Calvario (Éx. 12:7 y ss., comp. con Jn. 1:29; 1 Co. 5:7; He. 9:22).
(B) Los israelitas que iban a salir de Egipto fueron, pues, salvos por fe en el Redentor, cuya sangre estaba tipificada en la sangre del Cordero Pascual. Esta fe se puso en ejercicio al untar con dicha sangre los postes y el dintel de las casas respectivas, puesta plena confianza en la liberación que tal sangre les había de proporcionar (Éx. 12:13).
(C) Los pecados y la incredulidad a la que se refiere el autor sagrado en Hebreos 3:19 y en otros lugares, son posteriores a la promulgación de la Ley en el Sinaí. Suponen, pues, un quebrantamiento de los mandamientos de Dios y, por tanto, tienen que ver con la comunión del pueblo con Jehová, no con la salvación eterna de cada individuo.
(D) De ahí que el castigo impuesto por Dios a la rebelde generación de los israelitas que salieron de Egipto no tenga que ver con la eterna condenación, sino que fue una drástica disciplina impuesta por Dios para purificar a Su pueblo (v. Nm. 14:20 y ss.).
(E) La expresión «ser cortado del pueblo de Dios», en sus diversas formas, no es sinónima de «ser condenado eternamente» (v. el comentario a 10:26), sino que significa la exclusión fuera del pueblo elegido, como una forma extrema de «excomunión», según los lugares citados en esta misma sección (1,—B—,—d—).
(F) A esta luz han de verse los lugares difíciles de esta epístola, que estudiaremos más adelante. No olvidemos que la epístola no va dirigida a inconversos, sino a creyentes judíos inmaduros espiritualmente.
Este capítulo continúa con la materia anterior. El autor sagrado expone aquí: I. las consecuencias de la incredulidad que acaba de mencionar (vv. 1–10) y II. el remedio contra dicha incredulidad (vv. 11–16).
Versículos 1–10
1. Comienza el capítulo con un aviso a evitar la incredulidad a la que se ha referido en 3:19. Dice así (vv. 1, 2): «Temamos, pues, no sea que, permaneciendo aún la promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no haberlo alcanzado. Porque también a nosotros se nos ha anunciado la buena nueva (lit. hemos sido evangelizados) como a ellos, pero la palabra que oyeron no les aprovechó, por no ir acompañada de fe (lit. no habiendo sido mezclada con la fe) en los que la oyeron». Notemos los detalles siguientes:
(A) Recordemos que el reposo del que el autor sagrado viene hablando no es la salvación eterna, sino una íntima comunión con Dios, con la satisfacción que comporta el haber llevado a cabo con diligencia una tarea importante (v. el v. 4 y comp. con Gn. 2:2). Equivale, pues, a la «amplia entrada» que Pedro menciona en 2 Pedro 1:11 (v. el contexto anterior).
(B) Aunque la salvación no es por obras, ha de manifestarse, de alguna manera, en obras (v. Gá. 5:6; Ef. 2:10; Stg. 2:14). Cuando éstas no se echan de ver, parece (nótese esta palabra) como si la salvación no se hubiese conseguido, o más probable (a mi juicio), como si el reposo espiritual, semejante al reposo de Dios, no se hubiese alcanzado.
(C) Según los MSS más importantes, la última frase del versículo 2 debe traducirse del modo siguiente: «… por no estar unidos con la fe a los que escucharon (la palabra)». Los que escucharon, en el incidente que sirve de fondo a toda esta parte de la epístola (v. Nm. 14), fueron Moisés, Aarón, Josué y Caleb. Dice S. Bartina: «Estos jefes del pueblo hubieran llevado al reposo a todos los que a ellos se hubieran unido al aceptar su fe. Ellos en efecto, no sólo meramente oían la palabra anunciada, sino que la habían escuchado (akoúsasin, en aoristo), con el sentido de hacerla suya y aceptarla con la fe y seguirla». Tengamos siempre presente que el objeto de esta fe no era la eficacia de la sangre redentora del Mesías, tipificada en el Cordero Pascual, sino la promesa de entrar en el reposo (en la Tierra Prometida).
2. El autor sagrado pasa a continuación a examinar la condición presente de los cristianos en general, y de los creyentes judíos en particular, con respecto al reposo espiritual, tipificado en el reposo al que Josué iba a introducir al pueblo de Israel. Lo que el autor quiere decir en los versículos 3–10 es lo siguiente: Dios prometió a los israelitas el reposo (la entrada en Canaán), según vemos en el versículo 1. Sin embargo, algunos no entraron en el reposo (v. 5). Para que la promesa de Dios se mantenga firme, a pesar de la incredulidad de muchos, Dios prorroga el plazo para entrar en su reposo (vv. 6–10). Los que escucharon la palabra y la creyeron: Moisés, Aarón (aunque estos dos no entraron, por diferente causa, en el Canaán material), Josué, Caleb, etc. (v. 2, al final, conforme a los MSS más importantes), fueron como los pioneros en entrar al «reposo». En un plano superior, espiritual, predicho por boca de David (v. 7), vamos entrando (gr. eiserkhómetha, presente de indicativo) los que creímos (v. 3, lit.), y queda todavía la puerta abierta para todos los israelitas espirituales que escuchen la Palabra de Dios y crean la promesa de entrar en el reposo de Dios (vv. 7–10).
3. ¿En qué consiste, pues, el reposo espiritual al que alude el autor sagrado en todos estos versículos? El autor sagrado compara el reposo espiritual del pueblo de Dios al reposo mismo de Dios (vv. 4, 5, 9, 10). Que este reposo es, en efecto, espiritual se confirma por el versículo 8: «Porque si Josué les hubiera dado el reposo, no hablaría de otro día después de esto». Después de la ya antigua entrada en Canaán, el único reposo que queda es espiritual: «reposo de las obras» (v. 10). Además, la invitación a dicho reposo es mientras se dice Hoy, el día fijado de nuevo, después de tanto tiempo (v. 7). Sobre el sentido de la frase «reposó Dios de todas sus obras en el séptimo día» (v. 4), dice Ryrie: «Después que la obra de la creación fue terminada, Dios descansó, esto es, disfrutó del sentimiento de satisfacción y reposo que surge de dar cumplimiento a una tarea».
Trenchard ha visto bien al comparar a los que han entrado en reposo con los «espirituales de las epístolas de Pablo»; y a los «desasosegados», como él los llama, «con los carnales». Ahora bien, ¿de qué obras han descansado los creyentes espirituales? Es aquí donde los comentarios no ofrecen una pauta clara. A mi juicio, las obras de las que descansan son las suyas propias, es decir, las hechas según sus propios planes y motivos. Así procede el cristiano carnal, porque, aun cuando está en Cristo, no anda en Cristo ni, por tanto, conforme al espíritu (v. el comentario a Ro. 8:1–4 y Col. 2:6, 7). En cambio, el espiritual, no sólo está en Cristo, sino que anda en Cristo, de forma que sus obras, lo mismo que sus padecimientos, más que suyas, son del Cristo que vive en él y a través de él (v. Gá. 2:20; Col. 1:24). Y así como Dios está satisfecho, no sólo de la obra de la creación, sino también de la obra de la redención, del mismo modo el cristiano espiritual, de tal forma se satisface en Cristo y en la obra de la redención, que no desea poner de suyo, sino lo que de la gracia y del poder de Dios ha recibido (v. 1 Co. 15:10; Fil. 1:21; 3:7–14).
Versículos 11–16
En estos versículos, el autor sagrado propone los remedios contra esa incredulidad que para tantos ha sido y es el motivo por el que no entraron en el reposo de Dios (3:19). Dichos remedios son dos: 1) diligencia (vv. 11–13); y 2) confianza (vv. 14–16).
1. El primer remedio está expuesto en los versículos 11–13, que dicen así en la NVI, la cual capta perfectamente el sentido del original: «Pongamos, pues, todo nuestro empeño (gr. spoudásomen, el mismo verbo de Ef. 4:3; 2 Ti. 2:15; 2 P. 1:10; 3:14, entre otros lugares) en entrar en ese descanso, para que nadie caiga imitando la desobediencia de la que nos dieron ejemplo (mal ejemplo; v. entre otros, el v. 6b). La Palabra de Dios es viva y operante. Más tajante que cualquier espada de dos filos, penetra hasta los linderos del alma y del espíritu, de las articulaciones y de los tuétanos, siendo capaz de discernir los pensamientos y las actitudes del corazón. No hay nada en todo el Universo que pueda quedar oculto a la vista de Dios. Todo está desnudo y al descubierto ante los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuentas».
(A) A primera vista, parece que el autor sagrado se contradice con lo que ha dicho anteriormente. Ha exhortado a «descansar de las obras» (vv. 1, 10), ahora exhorta a «poner todo empeño en entrar», lo cual es también una «obra». Pero esta diligencia en entrar en el reposo de Dios es, como hemos dicho, una diligencia en descansar de las obras propias para que sea solamente Dios quien obre en nosotros el querer y el hacer lo que a Él le place (v. el comentario a Fil. 2:12, 13). Permítaseme una ilustración para aclarar esta aparente paradoja: Cuanto más unida está una cañería a la toma de agua, mejor se aprovecha el líquido. Si hay fisuras o empalmes defectuosos, por allí se pierde el agua (comp. con Ef. 4:15, 16).
(B) El autor exhorta a poner todo ese empeño, «para que nadie caiga imitando la desobediencia de la que nos dieron ejemplo» (v. 11b), esto es, como cayeron (3:17b) en el desierto los que desobedecieron. Esa caída, ahora espiritual, es un apartarse del Dios vivo (3:12b), aunque su paralelismo con el cayeron de 3:17 insinúa, como hace ver Calvino, «que ha de tomarse por perecer (físicamente) o, para hablar con mayor claridad, no por el pecado, sino por el castigo». En todo caso, ese «caiga» no comporta la pérdida de la salvación, sino de la comunión con Dios.
(C) Algo de la mayor importancia para que el empeño en entrar corra por los cauces legítimos es escudriñar íntimamente las motivaciones del corazón, tan perverso y engañoso como es (Jer. 17:9). Por eso el autor sagrado introduce esos dos versículos sobre la Palabra de Dios que desnuda el corazón y lo expone así a la mirada penetrante de Dios (vv. 12, 13). Esa Palabra de Dios es descrita como viva, operante, tajante, penetrante y discerniente, como el mejor bisturí espiritual del mejor cirujano. Deja al paciente desnudo y al descubierto, de modo que no quedan excusas ante el tribunal divino. Veámoslo en detalle:
(a) La Palabra de Dios es viva, porque participa de la vida misma de Dios que la inspira, la sopla (2 Ti. 3:16). No sólo es viva, sino que es vital (v. Jn. 6:63; 1 P. 1:23–25).
(b) Es también operante, eficiente como Dios mismo (gr. energués, de la misma raíz que el verbo energuéo, que se aplica a Dios en lugares como 1 Co. 12:6; Fil. 2:13). «Así será mi palabra que sale de mi boca, dice Dios por Isaías 55:11; no volverá a mí vacía, sino que realizará lo que me place, y cumplirá aquello para que la envié». Cuando, por la dureza del corazón, no causa vida, no por eso vuelve de vacío: causa juicio.
(c) Es tajante, cortante, más que cualquier espada de dos filos (comp. con Is. 49:2; Ef. 6:17; Ap. 1:16; 2:12, 16; 19:15, 21). El vocablo que aquí usa el autor sagrado para espada es mákhaira, el mismo de Efesios 6:17, mientras que, en todos los citados lugares de Apocalipsis, el vocablo griego es rhomphaía, la espada larga de ataque. La mákhaira es una daga corta, que en Efesios 6:17 indica la defensa cuerpo a cuerpo (v. el comentario a Ef. 6:11 y ss.), mientras que aquí es figura del bisturí del cirujano operador y está destinada a curar al amigo, mientras que la rhomphaía de Apocalipsis está destinada a destruir al enemigo.
(d) El vocablo dístomos, de dos filos, significa literalmente «de dos bocas», con lo que se pone de relieve su poder incisivo para penetrar hasta lo más hondo del ser humano. La mención de alma, espíritu, coyunturas y tuétanos no tiene por objeto (menos aún que en 1 Ts. 5:23) describir las partes de que se compone el ser humano, sino sólo la más honda penetración en los pensamientos mismos y en las intenciones del corazón.
(e) Es este discernimiento (gr. kritikós, capaz de juzgar) de la Palabra de Dios, que llega a los últimos recovecos del ser, lo que hace que el hombre (aquí el creyente) quede totalmente desnudo y al descubierto ante los ojos de Dios (v. 13). Es cierto que el autor habla (lit.) de creación (es decir, del Universo creado) como patente a la mirada escrutadora de Dios, pero los vocablos que emplea para expresar esto (desnudo y con el cuello descubierto, lit.) dan a entender bien a las claras que se trata de seres humanos. Es muy probable que el autor sagrado tuviese en mente las víctimas destinadas al sacrificio (comp. con Ro. 12:1), desolladas y colgadas del cuello, y abiertas por medio, de forma que el sacerdote podía observar si la víctima tenía algún defecto interior. La aplicación al terreno espiritual es clara: Así quedamos, con el bisturí de la Palabra de Dios, expuestos ante la mirada de Dios y aun ante nuestra propia conciencia. ¿No es cierto que, con frecuencia, al oír mensajes punzantes (v. Hch. 2:37; 7:54), decimos en nuestro interior:
«¡Eso va para mí!», y sentimos como si nos abrieran con un bisturí? Esta llamada a la conciencia tiene largo alcance, pues es un aviso de otra llamada futura: la llamada a juicio (v. 13, al final), cuando vayamos a rendir cuentas ante Aquel que todo lo ve.
2. De la exhortación a la diligencia pasa el autor sagrado a exhortar a la confianza (vv. 14–16). Dice así en la NVI: «Por consiguiente, ya que tenemos un gran sumo sacerdote que ha penetrado en los cielos, Jesús el Hijo de Dios, aferrémonos firmemente a la fe que profesamos; porque no tenemos un sumo sacerdote que sea incapaz de condolerse de nuestras debilidades, sino que tenemos uno que ha pasado por toda clase de pruebas, exactamente igual que nosotros, excepto que no cometió ningún pecado. Acerquémonos, pues, con toda familiaridad al trono de la gracia, para que podamos alcanzar misericordia y encontrar la gracia que nos ayude en nuestros momentos de apuro».
(A) ¿Qué significa ese «Por consiguiente …» (gr. oun, lit. pues, como conjunción consecutiva)? Piensa Brown que no indica una deducción de lo que antecede, sino una conexión con lo que sigue. Bartina, en cambio, opina que, aun al considerar los versículos 14–16 «como el comienzo de una nueva sección … el versículo 14 expresa una conclusión exhortativa, que se deduce de lo anterior». No me cabe duda de que Bartina está en lo cierto. Más aún, ya desde 3:1, donde se introduce a Cristo como el sumo sacerdote de nuestra confesión (lit.), se adivina ya un contexto cultual, en el que el reposo de Dios tendrá que ver con el santuario celestial. En el capitulo 3, el autor sagrado ha mostrado la superioridad de Jesús sobre Moisés a este respecto (v. 3:2–6). En el capítulo 5, va a mostrar la superioridad de Jesús sobre Aarón, para entrar de lleno en el sacerdocio de Cristo, tema que ocupará todo el resto de la epístola hasta el capítulo 10 inclusive. En el capítulo 4 ha mostrado la superioridad de Jesús, nuestro Señor, sobre el otro Jesús, como se llama en griego a Josué en el versículo 8. Es cierto que esta superioridad no se expresa de modo explícito, pero aparece bien clara para todo aquel que se de cuenta de que es por medio de Cristo como entramos al reposo y al santuario, cosa que Josué no pudo hacer (vv. 6–11). De ahí, la exhortación a retener firmemente nuestra profesión (v. 14b, comp. con 3:1, 6, 14).
(B) Tras de este prenotando, necesario para entender la conexión con lo que antecede, podemos ya ver a nuestro Pionero (el arkhegós de 2:10 y de 12:2) que entra en el santuario celestial, hasta llegar a sentarse en el trono mismo de Dios, después de atravesar (gr. dieleluthóta, en participio de pretérito perfecto) los cielos, es decir, los siete cielos (según la cosmogonía judía) o los tres (según los ve el apóstol Pablo; v. 2 Co. 12:2). Al decir «Jesús el Hijo de Dios», expresa la función del Mediador (v. 1 Ti. 2:5), juntamente con la dignidad divina que ya poseía antes de hacerse hombre (Jn. 17:5; 2 Co. 8:9; Fil. 2:6).
(C) Al tener en cuenta la suprema dignidad sacerdotal de Jesús, así como su condición divina, bien podemos aferrarnos firmemente a la fe que profesamos (lit. a la confesión). No hay nadie ni nada que pueda impedirnos el libre acceso al trono de la gracia y de la misericordia, si ese gran sumo sacerdote está de nuestra parte.
(D) Y efectivamente lo está, porque comprende bien nuestra situación (v. 15). Puede compadecer, es decir, «padecer con» (gr. sumpathésai, ¡simpatizar!) nosotros en nuestras debilidades, puesto que también Él ha pasado por toda clase de pruebas, exactamente igual que nosotros, pero sin cometer pecado. ¡Él ha vencido!, y nos ha mostrado el camino de la victoria: la fe (v. 1 Jn. 5:4, 5). ¡Retengámosla y defendámosla! (comp. con Ef. 6:16, ¡defendámonos con ella!) Lo de «habiendo sido tentado en cuanto a todo» (lit.), o «pasado por toda clase de pruebas» (NVI), no quiere decir que Cristo sufriese todas y cada una de las clases de tentaciones que nosotros sufrimos, sino que sufrió, por decirlo así, las tres cabezas de serie de toda clase de tentación: «carne, codicia y ostentación vanidosa» (v. 1 Jn. 2:16). Desde esos tres flancos fueron tentados nuestros primeros padres y sucumbieron (v. Gn. 3:6, «bueno para comer … agradable a los ojos … codiciable para alcanzar la sabiduría», ¡ser como Dios!, según el consejo de la serpiente en el v. 5). Desde esos tres flancos fue tentado Jesús (v. Lc. 4:3–12, «pan … poderío …
«ostentación vanidosa») y venció. Pero su victoria no le quita compasión, sino que se la aumenta, al condescender desde la altura de su fuerza para ponerse al nivel de nuestra debilidad … y socorrerla (v. 2 Co. 4:7; 12:9).
(E) A la vista, pues, de este gran sumo sacerdote divino-humano, fuerte y compasivo, bien equipado para ser nuestro Abogado ante el Padre (7:25, 26; 1 Jn. 2:1), ya podemos acercarnos con toda familiaridad (más aún, se nos exhorta aquí a ello) al trono de la gracia (v. 16). El verbo que el autor sagrado usa para «acercarse» (proserkhómetha) «tiene con frecuencia en los LXX sentido de acercarse en función sacerdotal o cultual (Lv. 9:7; 21:17, 21; 22:3; Nm. 18:3); a veces sencillamente acercarse delante de un personaje … Ambos sentidos cuadran en este lugar, donde los que han sido partícipes de la vocación celestial (3:1), son invitados y exhortados a presentarse delante del trono divino en actitud de obediencia y servicio» (Bartina). El servicio cultual al que aquí se nos exhorta es el de intercesión sacerdotal (comp. con Ef. 6:18, 19), eficaz, por cuanto tenemos un gran abogado en el cielo y un gran ayudador aquí en la tierra.
(F) El trono de la gracia es el trono desde el que se dispensan los favores divinos y el poder divino, pues ambos sentidos tiene el vocablo kháris, gracia (v. por ej., Ef. 2:8, en sentido de favor, y 1 Co. 15:10, en sentido de poder). Por eso, el autor sagrado nos asegura que en ese trono de la gracia podemos alcanzar misericordia (la gracia de Dios en el perdón de nuestros pecados, Ro. 5:15) y hallar gracia, el poder, para el socorro oportuno (lit. gr. eúkairon boétheian), es decir, el auxilio divino que necesitamos en momentos de prueba, «de flaqueza o de apuro» (Trenchard).
En este capítulo, el autor sagrado comienza a demostrar que el sacerdocio de Cristo es superior al de Aarón. I. Demuestra que es superior en sus cualificaciones (vv. 1–10). II. Abre un paréntesis, que se prolongará a lo largo del capítulo 6, para amonestar sobre los peligros de la inmadurez espiritual (vv. 11– 14).
Versículos 1–10
La mención de la benignidad y de la compasión de Cristo, nuestro sumo sacerdote, lleva de la mano al autor sagrado para describir las cualidades que deben adornar a un buen sumo sacerdote, y para mostrar que Cristo las poseyó como ningún otro sacerdote.
1. Lo primero que se requiere en un sacerdote (v. 1) es que sea hombre, pues es a los hombres a quienes representa ante Dios: «Todo sumo sacerdote es seleccionado de entre los hombres y está destinado a ser su representante en los asuntos relacionados con Dios, para presentar ofrendas y sacrificios por los pecados» (NVI).
2. La frase «en los asuntos relacionados con Dios» limita el área en que el sacerdote ha de moverse como representante de los hombres: no los representa en cualquier otro campo de la vida comunitaria (civil, social, cultural, político, etc.), sino sólo en su relación espiritual con respecto a (gr. pros) Dios.
3. Aun en el área esta de la relación espiritual con Dios, no es de su incumbencia transmitir a los hombres mensajes de parte de Dios (ésta es función del profeta, quien representa a Dios en su relación con los hombres), sino presentar ofrendas y sacrificios por los pecados del pueblo, a fin de que Dios quede aplacado y los hombres puedan tener comunión con el Dios tres veces santo.
4. Otra cualidad fundamental que se requiere en el sacerdote es la compasión (v. 2): «Él está capacitado para tratar con la justa medida de suave indulgencia a los que pecan por ignorancia o extravío» (v. el comentario a 10:26). El autor sagrado echa mano aquí de un verbo griego (metriopalheín) que no sale en ningún otro lugar del Nuevo Testamento y significa literalmente «padecer a la medida». El sentido ha sido perfectamente captado por Trenchard: «Su función no es la de un juez, sino la de un mediador, de modo que necesita compenetrarse íntima y profundamente con la condición de sus representados, de la manera en que un buen abogado defensor procura comprender la mentalidad, temperamento y circunstancias de la persona que defiende».
5. A continuación (vv. 2b, 3), el autor sagrado expone la razón por la que el sacerdote (teniendo siempre en mente a Aarón) ha de sentirse compasivamente compenetrado con sus representados: «porque él mismo está rodeado de fragilidad», esto es, como envuelto y aprisionado por la debilidad moral, el pecado que le asedia tanto como a sus representados. «Y por eso (v. 3) es su deber el ofrecer sacrificios por sus propios pecados, tanto como por los pecados del pueblo» (NVI). Este requisito tiene en cuenta la condición general de los sacerdotes humanos, pero no es una cualificación indispensable para desempeñar la función sacerdotal (de lo contrario, Cristo no habría podido desempeñar como sacerdote). La cualificación tiene que ver en directo con la compasión, y Cristo pudo tenerla sin pecado (v. 4:15; 7:26– 28).
6. Finalmente, el nombramiento para el sacerdocio no puede llevarse a cabo por autodesignación ni por votación democrática del pueblo, sino por llamamiento divino (v. 4): «Nadie se adjudica por sí mismo tal honor; sólo puede tomarlo el que es llamado por Dios, exactamente como lo fue Aarón» (NVI). No quiere decir que su llamamiento haya de ser exactamente como el de Aarón, sino que ha de ser llamado igualmente que fue llamado Aarón. ¿Cuál es el motivo básico por el que todo sacerdote debe ser designado y llamado por Dios a cumplir con tal oficio? La respuesta es obvia: Porque Dios es soberanamente libre (A) para perdonar los pecados; y (B) para aceptar cualquier ofrenda o sacrificio que le puedan ser presentados en expiación por el pecado. A Él corresponde, por tanto, establecer los términos y las personas mediante las cuales ha de llevarse a cabo la mediación a favor del pueblo.
7. Al aplicar a Cristo (vv. 5–10) estas cualificaciones, que ya se requerían en el sacerdocio levítico, bueno es observar de entrada algunas notables diferencias: (A) En el sacerdocio levítico, Aarón (y cada uno de sus sucesores y sacerdotes subalternos) estaba muy cercano al pueblo, puesto que también él era meramente humano y pecador, pero eso mismo le alejaba del Dios infinito y santo; en cambio, Cristo está muy cercano a Dios, cuya naturaleza comparte y, aun como hombre, es perfectamente santo y sin pecado, lo cual le aleja de los pecadores. Es, pues, en este aspecto donde necesita un especial acercamiento, como dan a entender los versículos 7–9. (B) Aarón no sólo era mero hombre, sino, además, débil y mortal, por lo que necesitaba subalternos y sucesores; en cambio, Cristo, por su condición divina, dio a su sacrificio un mérito infinito, quedando así satisfecha la santidad de la justicia divina; por eso, no tiene sucesores ni subalternos. El sacerdocio ha cesado de ser una casta en el pueblo de Dios, donde todos somos un reino de sacerdotes (1 P. 2:9; Ap. 5:10), sin que necesitemos ningún otro mediador humano que nos represente.
8. Podemos ya estudiar los versículos 5–10, que dicen así en la NVI: «Así que tampoco Cristo se arrogó la gloria de constituirse a sí mismo sumo sacerdote, sino que la recibió de Aquel que le dijo: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy. Y en otro lugar dice así: Tú eres sacerdote para siempre, de la misma clase sacerdotal que Melquisedec. Durante los días de la vida de Jesús en este mundo, ofreció Él oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que tenía poder para salvarle de la muerte, y fue escuchado en atención a su reverente sumisión. Y a pesar de ser Hijo, aprendió con la experiencia de sus sufrimientos lo que significa obedecer, y una vez que quedó así consumadamente cualificado, vino a ser la fuente de salvación eterna para todos los que le obedecen; y fue públicamente designado por Dios como sumo sacerdote, a semejanza de Melquisedec». Analicemos estos versículos:
(A) El autor sagrado muestra que, conforme a la norma general de los requisitos para el sacerdocio, tampoco Cristo se nombró a sí mismo sacerdote (v. 5), sino que fue proclamado por Dios públicamente como sumo sacerdote (v. 10), de una clase sacerdotal diferente de las 24 que existían en el sacerdocio levítico (v. 1 Cr. 24:1–18). El autor sagrado dedicará todo el capítulo 7 a mostrar que el Hijo de Dios es sacerdote para siempre según la clase sacerdotal de Melquisedec. Por ahora le basta con hacer notar que el mismo Dios que le designó rey, príncipe heredero del trono, conforme al Salmo 2:7 (v. 5b), le designó también sacerdote, conforme al Salmo 110:4 (v. 6). De esta manera, el sacerdocio de Cristo tuvo su tipo en el de Melquisedec, quien también fue rey y sacerdote (7:1). A partir de 5:6, que es la primera mención, el autor sagrado repite una y otra vez (5:10; 7:3, 11, 15, 17, 21) esta semejanza del sacerdocio de Cristo con el de Melquisedec.
(B) Si en los versículos 5 y 6 se nos ofrecen las cualificaciones de Cristo para ser nuestro gran sumo sacerdote, en los versículos 7–9 se nos dice cómo llevó a cabo su función sacerdotal en cuanto a su único sacrificio en la cruz. Recordemos que el sacrificio de Cristo estaba tipificado, de manera especial, por el que ofrecía el sumo sacerdote el Día de la Expiación (v. 9:7–15, comp. con Lv. 16, especialmente los vv. 11–17). Notemos el orden: (a) la inmolación del becerro se llevaba a cabo en el altar de los holocaustos (Lv. 16:11); (b) el sumo sacerdote entraba a continuación en el Lugar Santísimo con el perfume, símbolo de la oración, y con el incensario lleno de brasas, sacadas del altar de los perfumes, para hacer la incensación delante de Jehová (vv. 12 y 13); (c) rociaba después con la sangre del animal hacia el propiciatorio siete veces (número de perfección; v. 14).
Si aplicamos esto al sacrificio de Cristo, el orden ceremonial se altera: Cristo pasa primero por el altar de los perfumes, con su oración; esta oración, al revés que la del sumo sacerdote, fue por los suyos (cap. 17 de Juan) antes que por sí (He. 5:7, comp. con Mt. 26:39–44; Mr. 14:35, 36; Lc. 22:41–44); pasa después por el altar de los holocaustos, inmolándose en obediencia al Padre (He. 5:8, comp. con 10:5–14 y Fil. 2:8); tercero, hecha la inmolación en el Calvario, entra en el Lugar Santísimo celestial, no con la sangre de animales, sino por medio de su propia sangre (9:12); cuarto, el sumo sacerdote tenía que volver al año siguiente a realizar las mismas ceremonias, porque la sangre de los animales no podía quitar los pecados (9:25; 10:3, 4); en cambio, la sangre de Cristo, así como hizo de la obra de la Cruz un sacrificio perfecto (Jn. 19:30: «Consumado está», gr. tetélestai, pretérito perfecto de la voz pasiva), así también hizo de Jesús un sacerdote perfecto (v. 9 «perfeccionado», gr. teleiotheís, el mismo verbo de Jn. 19:30, pero en participio de aoristo, de una vez por todas). Para entender mejor este «perfeccionamiento» de Cristo como sumo sacerdote nuestro, según le confesarnos (3:1), véase el comentario a Juan 17:19, así como a 2:10 de esta misma epístola. El mismo concepto vuelve a repetirse en 7:28, al final.
Vamos a estudiar ahora, por separado, los versículos 7–9. El versículo 10 no necesita más comentario.
(a) El versículo 7 tiene que ver con la oración de Cristo en el huerto de Getsemaní. El autor de Hebreos, lo mismo que los evangelistas (v. Mt. 26:38–44; Mr. 14:36–40; Lc. 22:42–44), nos presenta el tremendo patetismo de aquel drama, y añade el detalle del «fuerte clamor y lágrimas», lo que nos hace ver la oración de Jesús como un llanto a grito pelado, no como el manso y silencioso correr de lágrimas en Juan 11:35. Otros dos detalles (difíciles de entender, a primera vista) de este versículo necesitan explicación:
Primero, lo de «al que tenía poder para salvarle de la muerte». Es de notar que el autor sagrado no usa aquí la preposición griega apó, que tendría sentido de preservación, sino ek, en el sentido de extraerle de las fauces de la muerte, una vez padecida ésta. Resulta misterioso este sentido (pues lo que realmente deseaba Jesús, al decir «pase de mí esta copa» era ser preservado de la muerte), pero así se entiende mejor el contexto que habla de reverencia y de obediencia.
Segundo, lo de «fue escuchado en atención a su reverente sumisión» (NVI). La preposición apó, que el autor sagrado usa ahora, admite gran variedad de matices: de, desde, a causa de, como resultado de, en atención a, etc. Para resolver mejor la dificultad que ofrece el verbo fue escuchado, hay autores (entre ellos, Bullinger) que ven aquí una elipsis y traducen: «fue escuchado y librado de su temor». Esto es una verdad bíblica, a la vista de 12:2 («por el gozo puesto delante de sí»), pero dudo mucho que sea esto lo que el texto quiere decir aquí, ya que las siete veces que la raíz griega eulab ocurre en el Nuevo Testamento, el sentido no es jamás de un temor sinónimo de miedo, como lo sería aquí, sino de una reverencia piadosa (eulábeia es sinónimo de eusébeia).
Al admitir, pues, la lectura que ofrecen nuestras versiones y la NVI, cabe preguntar: ¿Cómo fue escuchado el Señor en su oración, al ver que no fue librado de la muerte? La mayoría de los autores piensan que lo fue al ser librado del sepulcro, e insisten así en el uso de la preposición ek, en el sentido explicado arriba. Esta explicación no acaba de convencerme; por lo que, siguiendo a J. Brown, opino que la forma en que fue escuchado se describe en Lucas 22:43 (comp. con Is. 53:11; Fil. 2:9–11; He. 12:2): al ser confortado por el ángel, aunque no pasó la copa (ya que eso no era posible dentro del plan de salvación de la humanidad—véase Is. 53:5–10—; Jn. 10:18; Gá. 4:4–6; He. 2:10, entre otros lugares), sí pasó, en gran parte, la amargura de la copa. La reverencia de Jesús se echó de ver en las frases: «si es posible … mas no se haga mi voluntad, sino la tuya», según aparece, con ligeras variantes, en los evangelios sinópticos.
(b) El versículo 8 nos dice que, «a pesar de ser Hijo, aprendió con la experiencia de sus sufrimientos lo que significa obedecer» (NVI), esto es, obedecer, no como Hijo, sino como esclavo (comp. con Fil. 2:7, 8). ¿En qué sentido aprendió el Hijo de Dios lo que significa obedecer? No puede entenderse en el sentido de que desconociese antes lo que es la obediencia, puesto que la practicó desde el momento mismo de entrar en el mundo (sentido probable, no del todo seguro, de 10:5 y ss.). Mucho menos significa que, como los hijos díscolos y rebeldes, aprendiese a obedecer a fuerza de disciplina. ¡Lejos de nosotros tal blasfemia contra el eternamente santo! Tampoco es satisfactoria la interpretación de que así aprendió cuán dolorosa cosa puede ser la obediencia, pues, como dice J. Brown, «Es nuestra depravación, nuestro orgullo, nuestro deseo de independencia, lo que hace que la obediencia sea algo doloroso. Estos principios no existían en la mente de nuestro Señor». Aprender obediencia significa, en este caso, ni más ni menos que tener un conocimiento, no meramente intelectual, sino experimental de lo que significa obedecer. De la misma forma que «no conoció pecado» (2 Co. 5:21) equivale a «no pecó», así también «aprendió obediencia» equivale a «obedeció».
(c) Así empalma fácilmente con el versículo 9, pues, «perfeccionado a través de sus padecimientos, soportados con reverencia y con absoluta obediencia, quedó en plenas condiciones para cumplir sus funciones como nuestro gran sumo sacerdote, consumadamente cualificado, vino a ser la fuente de salvación eterna para todos los que le obedecen» (NVI). Véase también 2:9, 10; 7:25, 28, compárese con Hechos 3:15; 5:31. Para el vocablo que nuestras versiones traducen «fuente», el autor sagrado usa el griego aítios, que significa «causa u origen». En el Calvario se abrió una fuente de agua viva (v. Jn. 4:10, 14), a la que pueden llegarse cuantos quieran (Ap. 22:17, comp. con Is. 12:2, 3), pues el deseo que Dios tiene de salvar es para todos (1 Ti. 2:4), aunque la salvación sólo les llega a los que obedecen al Señor. Fe y obediencia andan siempre juntas (v. Ro. 1:5; 16:26; 2 Co. 10:5), pues la fe misma que justifica es ya una respuesta de obediencia a la oferta de salvación.
Versículos 11–14
En estos versículos se introduce una seria advertencia a los creyentes espiritualmente inmaduros. Dicha advertencia continúa a todo lo largo del capítulo 6. Conviene no perder de vista este contexto. Daremos primero la letra de estos cuatro versículos según la NVI, antes de pasar al análisis de los mismos.
«Tenemos mucho que decir acerca de este tema (el sacerdocio de Cristo), pero resulta difícil de explicar, porque os habéis vuelto tardos para aprender. En verdad, aunque por el tiempo que lleváis aprendiendo, ya deberíais ser maestros, necesitáis aún que alguien os enseñe las verdades más elementales de la Palabra de Dios una vez más. Os habéis vuelto como quien necesita tomar leche porque es incapaz de digerir alimentos sólidos. Y todo el que se mantiene de leche, al ser un bebé, no tiene experiencia para discernir la doctrina verdadera del Evangelio. En cambio, el alimento sólido es apropiado para hombres maduros, quienes por la práctica constante tienen sus facultades ejercitadas para discernir el bien y el mal». Esta porción está muy clara, pero quedará todavía más clara con las siguientes observaciones:
1. El autor sagrado compara a sus lectores con bebés inmaduros que, como recién nacidos (comp. con 1 P. 2:2), necesitan de la leche espiritual de la Palabra, es decir, de las verdades más elementales, cuando, por el tiempo que llevan aprendiendo, deberían haber crecido, pues para eso se les dio la leche en un principio (v. de nuevo 1 P. 2:2), y ser ya maestros, capaces de enseñar a otros. Estancados en la infancia espiritual, carecen del conocimiento, de la experiencia y de la discreción que deberían poseer.
2. En cambio, el creyente maduro (v. 14, gr. telefon, en el mismo sentido de 1 Co. 2:6; Ef. 4:13; Fil. 3:15 y 6:1 de esta misma epístola) requiere alimento sólido, una formación firme, extensa y profunda en la Palabra de Dios, con la que se puede manejar rectamente dicha Palabra (2 Ti. 3:15) y presentar defensa ante todo el que demande razón de nuestra esperanza (1 P. 3:15). Esta madurez requiere «tres cosas (A) tiempo (v. 12); (B) crecimiento en el conocimiento de la Palabra de Dios (v. 13) y (C) experiencia en el uso de la Palabra en discernir entre el bien y el mal (v. 14)» (Ryrie).
3. La división de los creyentes en inmaduros y maduros no coincide exactamente con la división en carnales y espirituales, puesto que un creyente puede ser ya espiritual desde el momento de su conversión, si desde su misma conversión se rinde totalmente al Señor para que obre en él como le plazca por medio de su Santo Espíritu (v. Ef. 5:18 y ss.). En cambio, la madurez requiere tiempo, estudio, experiencia, discreción en el juicio sobre las verdades bíblicas y su aplicación a las distintas personas y a las diversas circunstancias. Tanto el creyente infantil como el mayorcito se vuelven carnales cuando pierden el apetito de la Palabra o se muestran insumisos a lo que el Espíritu requiere, tanto del creyente individual como de las iglesias (v. 1 Co. 3:1–4; Ap. 2:7a, 11a, 17a, 29; 3:6, 13, 22). Esta pérdida de apetito se echa de ver aquí (v. 11b) en la frase «os habéis vuelto tardos para aprender». El pretérito perfecto guegónate indica que «no se trata de una dificultad pasajera y momentánea, sino de algo bien alcanzado y permanente, al menos en las circunstancias en que se escribe» (Bartina). «Tardos» (gr. nothroí) significa «torpe, perezoso, lento». El original dice literalmente que se han vuelto lentos en sus audiciones, con lo que da a entender que oían sin atención ni interés lo que se les enseñaba. Ésta es, como bien dice Trenchard, «malísima señal». ¡Ojalá no fuese demasiado frecuente en nuestras congregaciones!
En este capítulo, el autor sagrado continúa con su amonestación a los creyentes hebreos inmaduros que ha mencionado en 5:11–14. I. El autor sagrado declara su intención de seguir adelante en su exposición, a pesar de todo (vv. 1–3). II. Expresa la imposibilidad de volver a echar de nuevo los primeros fundamentos (vv. 4–8). III. Pasa de la amonestación al estímulo, pues espera de sus lectores mejores cosas (vv. 9–12). IV. Les propone como ejemplo a Abraham (vv. 13–20).
Versículos 1–3
En estos versículos, el autor sagrado expresa su determinación de seguir adelante (v. 3) en la exposición del sacerdocio de Cristo, a pesar de la inmadurez de sus lectores.
1. El capítulo se abre con un «Por lo cual» (v. 1a). Contra la opinión de muchos autores, creo que J. Brown está en lo cierto al ver aquí una conexión, no con lo que antecede, sino con lo que sigue, en
«referencia prospectiva», como dice él. De lo contrario tendríamos que, precisamente porque son tardos para oír, bebés necesitados de leche, etc., les va a dar aquello para lo cual no están capacitados: el alimento sólido, dejando ya la enseñanza primaria acerca de Cristo (v. 1b).
2. A continuación expone cuáles son esos principios elementales del cristianismo (lit. la palabra del principio del Cristo) que va a dejar a un lado «para ser llevados hacia la perfección» (lit., esto es, a la madurez). Dichas enseñanzas primarias, que constituyen el fundamento son: (A) el arrepentimiento de las obras muertas (v. 1b), es decir, de los pecados (como en 9:14); (B) la fe en Dios (v. el comentario a Hch. 20:21, donde aparecen juntas, con algunas variantes, las dos mismas enseñanzas primarias; comp. con Mr. 1:15); (C) la enseñanza (v. 2) de los bautismos (lit.). Dice Ryrie: «la distinción entre los diversos bautismos es una parte necesaria de la doctrina básica cristiana (por ejemplo, el bautismo de los prosélitos judíos, el bautismo de Juan el Bautista, el bautismo cristiano)». (D) La imposición de manos, que se refiere, con la mayor probabilidad, a las que se mencionan en Hechos 6:6 y otros lugares, no a la imposición de manos sobre las víctimas de los sacrificios, como opina Trenchard, quien ve en todo esto «verdad revelada del antiguo régimen», lo cual mal puede llamarse fundamentos del cristianismo. (E) La resurrección de los muertos; (F) la enseñanza del juicio eterno. Estas dos últimas aparecen como verdades primarias en la predicación del apóstol (v. por ej., Hch. 17:31; 26:20).
Versículos 4–8
Estos versículos constituyen una de las porciones más difíciles de toda la Escritura. Recomendamos a los lectores que repasen el comentario a 3:12–19, y vean también el comentario a 10:26–31.
Traduciremos primero literalmente los versículos 4–6: «Porque (es) imposible que los que una vez fueron iluminados y no sólo gustaron del don, del celestial, sino que también fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y no sólo gustaron de la excelente palabra de Dios, sino también de los poderes del siglo venidero, y que cayeron, sean renovados otra vez para (gr. eis) arrepentimiento, (puesto que) están crucificando de nuevo (participio de presente) para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole a la pública vergüenza». Veamos de interpretar esta difícil porción:
1. Es evidente que el autor sagrado se está dirigiendo (al menos, en su mayoría) al grupo de creyentes hebreos a los que ha venido refiriéndose en 5:11, 12, es decir, a creyentes inmaduros, no a falsos profesantes. ¿Qué significa, pues, eso de la imposibilidad de ser renovados para arrepentimiento? La solución más probable, a mi juicio, es la que ofrece la Ryrie Study Bible, cuya línea de pensamiento seguiré.
(A) Los catolicorromanos y los arminianos estrictos sostienen que el autor sagrado se refiere aquí a creyentes que han perdido la salvación. Pero si esto fuese así, el pasaje probaría demasiado, pues daría a entender que es imposible recuperar la salvación, cosa que ni los catolicorromanos ni los arminianos habrían de admitir.
(B) La mayoría de los evangélicos (ya sea de tendencia arminiana, como Trenchard, o calvinistas acérrimos, como J. Brown) sostienen que la porción se refiere, no a creyentes genuinos, sino a falsos profesantes, que estuvieron a un paso de la conversión, pero no llegaron a ella. Hacen hincapié (a) en el repetido «gustaron», sin llegar a más que una pequeña degustación; (b) en la frase «partícipes del Espíritu Santo», como de una gracia común que había comenzado a lanzar algunos rayos de luz; (c) a las fuertes frases del versículo 6, que parecen indicar una apostasía definitiva. Estos individuos habrían caído del conocimiento de la verdad, no de la posesión personal de la misma; de la relativa participación del Espíritu Santo, no de la participación de la divina naturaleza. Pero Ryrie ha demostrado que los términos que aquí se usan en los versículos 4 y 5 se usan de los verdaderos creyentes en otros lugares de la epístola: «gustar», en 2:9; «iluminados», en 10:32; «partícipes», en 12:8. También tendrían, a mi juicio, los mantenedores de esta opinión el mismo problema que los de (A) en cuanto a la imposibilidad de recuperar la salvación.
(C) Finalmente, otros, con el Dr. C. C. Ryrie, entienden que la porción «es una advertencia a los creyentes genuinos para urgirles al crecimiento y a la madurez cristianos». En este caso, no se trata de la pérdida de la salvación en esa frase «es imposible que … los que cayeron, sean renovados otra vez …». Dice Ryrie: «Es semejante a decir a una clase de estudiantes algo así como: Es imposible que un estudiante, una vez matriculado en este curso, si retrasa el reloj (lo cual no puede hacerse), comience de nuevo el curso. Por consiguiente, todos los estudiantes han de seguir adelante hacia un conocimiento más profundo. Según este punto de vista, las frases de los versículos 4 y 5 se refieren a la experiencia de la conversión». No se puede esperar que todos los lectores queden satisfechos con esta interpretación, pero es la única que resuelve las grandes dificultades que las otras dos presentan. Para la primera parte del versículo 6, véanse las siguientes referencias: Mateo 19:26; 2 Pedro 2:21; 1 Juan 5:16 y, dentro de esta misma epístola, 10:29. Para la segunda parte, véase 10:29, que puede estimarse como lugar paralelo.
2. Los versículos 7 y 8 parecen añadir nueva dificultad a la porción que acabamos de ver, pues la tierra mencionada en el versículo 8 no puede en modo alguno representar a creyentes genuinos. Pero aquí, como siempre, es menester tener en cuenta el contexto. El autor sagrado urge a mostrar con frutos la genuinidad de la conversión, ¡pero no está diciendo que éste sea el caso de los lectores, sino al contrario! (v. los vv. 9–12). La ilustración que el autor sagrado ofrece apenas necesita comentario, pues no puede ser más clara (comp. con Is. 55:10, 11; Mt. 13:3–8, 18–23). Aunque sólo se cita explícitamente el riego, no cabe duda que se incluye también la siembra, así como la acción del jardinero principal con su gracia (v. 1 Co. 3:6). Un campo que sólo produce espinos y abrojos, sólo contiene maldición (comp. con Gn. 3:17, 18). Su final sólo puede ser el fuego (comp. con Dt. 29:23).
Versículos 9–12
En estos versículos el autor sagrado pasa de la amonestación a dar ánimo y aliento a sus lectores a la vista de lo que éstos han llevado a cabo, para que prosigan por el camino que una vez emprendieron y no se hagan remisos en seguir adelante, creciendo hasta la madurez.
1. Dice el versículo 9: «Aunque me expreso de esta manera, queridos amigos, estamos persuadidos de que vuestra condición espiritual es mucho mejor y conduce a la salvación» (NVI), es decir, está en la línea de la salvación. Nótese (A) que el autor sagrado no hace aquí distinción; se dirige a los lectores en grupo; (B) que el plural «estamos persuadidos» es un plural retórico (quizás, de autoridad), puesto que el «hablamos» (lit.) también está en plural (a no ser que haya aquí una indicación de que el redactor se identifica con el probable autor humano de las ideas o con los que le acompañan en el momento de escribir la epístola); (C) al decir «Estamos persuadidos de cosas mejores» (lit.) expresa una esperanza basada en anteriores experiencias, como lo va a expresar en el versículo 10.
2. En el versículo 10, dice en qué se funda para esas esperanzas que concibe acerca de ellos: «Pues Dios no es injusto como para olvidarse de vuestras obras y del amor que le habéis mostrado con los servicios que habéis prestado y seguís prestando a los fieles» (NVI). El autor sagrado ve en el amor y las buenas obras de estos creyentes hebreos una garantía de fe genuina (comp. con Gá. 5:6; Ef. 2:10; Stg. 2:14 y ss.), y les asegura que tendrán su recompensa de manos del Justo Juez (comp. con Mt. 10:42; 25:40; 2 Ti. 4:8; Ap. 14:13; 22:12).
3. En los versículos 11 y 12, les declara el verdadero motivo por el que les ha escrito cosas fuertes:
«Deseamos, con todo, que cada uno de vosotros siga mostrando esta misma diligencia hasta el final, a fin de dar plena seguridad a vuestra esperanza. No queremos que os volváis perezosos, sino que imitéis a quienes por su fe y paciencia heredan lo que nos ha sido prometido» (NVI). Notemos los siguientes detalles:
(A) Ese «con todo» (o «sin embargo») del versículo 11 «formula ciertas reservas y tempera los elogios anteriores con la advertencia que sigue. No basta haber comenzado y haber practicado la caridad con Dios y con el prójimo. Es menester no perder la esperanza y perseverar hasta el fin. Más que reproche, es expresión de un deseo (gr. epithuméo), y deseo vehemente» (Bartina). Este autor usa el vocablo «caridad» (que ya resulta anticuado y ambiguo) en lugar de «amor».
(B) Por el tenor general de la carta, especialmente por 12:3 y ss., se ve que estos creyentes hebreos estaban bajo el peso de la tribulación y de la persecución. De ahí el deseo del autor sagrado de que cada uno (nótese la singularización) de ellos persevere diligente hasta el final, a fin de dar plena seguridad a la esperanza que abrigan. No se trata de afianzar la seguridad objetiva de salvación (v. Jn. 10:28–30; Ro. 8:32–39, etc.), sino la certeza subjetiva del creyente, la cual depende del grado en que se cultiva la verdadera piedad (comp. con Fil. 2:12; 2 P. 1:10, 11, entre otros lugares).
(C) De esta manera, no se volverán perezosos (v. 12), como ya lo están siendo (v. 5:11, 12), sino que imitarán a quienes por su fe y su paciencia heredan lo prometido. En el capítulo 11, exhibe el autor sagrado una estupenda galería de cuadros de héroes de la fe en el Antiguo Testamento, como modelos de imitación. En los versículos 13 y siguientes, va a proponerles el ejemplo de Abraham.
Versículos 13–20
Esta sección se divide en tres partes: 1) en los versículos 13–15, el autor sagrado expone la promesa hecha a Abraham y cómo la alcanzó él; 2) en los versículos 16–18, expone los fundamentos en que se basa nuestra esperanza de alcanzar las promesas divinas; 3) en los versículos 19 y 20, expone el enlace que hay entre la promesa hecha a Abraham y su cumplimiento en Cristo.
1. Dicen así los versículos 13–15 en la NVI: «Cuando Dios hizo su promesa a Abraham, como no había otro ser más grande que Él por quien jurar, juró por sí mismo, diciendo: De seguro que te colmaré de bendiciones y te daré muchos descendientes. Y así, tras de esperar con paciencia, Abraham recibió lo que se le había prometido».
(A) El autor sagrado se está refiriendo, en estos versículos, al momento en que Dios confirmó con juramento (Gn. 22:16–18) la promesa que había hecho a Abraham (v. Gn. 12:2 y ss.; 13:16; 15:5 y ss.; 17:3–7, 19) de concederle una descendencia numerosa en Isaac. Los hombres juran por Dios, que es mayor que todos (Jn. 10:29), pero Dios no tiene otro mayor que Él por quien jurar, por eso se dice aquí que juró por sí mismo («Por mí mismo he jurado», dice en Gn. 22:16).
(B) El versículo 15 parece presentar una dificultad, pues dice que Abraham «alcanzó la promesa», siendo así que, en 11:13, después de referirse precisamente a Abraham, el autor sagrado dice: «Todos éstos vivieron por fe hasta el día de su muerte, sin haber obtenido las realidades prometidas; sólo las vieron de lejos y las saludaron a distancia» (NVI). Afirma J. Brown que el autor sagrado «creía que los santos patriarcas tenían existencia consciente y disfrute de bendición después de su muerte; pues, mucho después de eso, Dios, que no es el Dios de los muertos, sino de los vivos declaró ser Él mismo su Dios». A mi juicio, es mucho más acertada la opinión de S. Bartina, quien dice que Abraham, al conocer a sus nietos Esaú y Jacob cuando contaba 160 años (pues murió a los 175), «pudo ver el comienzo de la bendición de Jehová en su hijo Isaac, después de esperar la promesa. Pudo ver también en visión profética el día del Mesías, cuando lo vio y se gozó (Jn. 8:56)».
2. El versículo 16 viene a ampliar la frase «no pudiendo jurar por otro mayor» del versículo 13, que ya hemos explicado allí. Añade (v. 16b) que, una vez interpuesto juramento, toda controversia se acaba, puesto que ambas partes reconocen en Dios, por quien han jurado, la autoridad definitiva, de la que no cabe apelación a ninguna autoridad superior. Quedan, pues, por explicar los versículos 17 y 18, que dicen así en la NVI: «Y como Dios quería mostrar con la mayor claridad a los herederos de la promesa la naturaleza inmutable de su designio, lo confirmó con un juramento. Dios obró de este modo a fin de que, mediante dos cosas inmutables, en las que es imposible que Dios mienta, cobremos más ánimo nosotros, los que en busca de refugio nos hemos asido fuertemente a la esperanza que tenemos ante nosotros».
Notemos los siguientes puntos:
(A) Puesto que un juramento interpuesto en una transacción o en una controversia confirma rotundamente lo tratado, de forma que no cabe mayor claridad ni mayor determinación en que se cumplirá lo prometido o en que es verdad segura lo dicho, Dios interpuso juramento para mostrar con la mayor claridad lo inmutable de su designio (v. 17).
(B) El versículo 18 añade que, en esa promesa de Génesis 22:16–18, hay dos seguridades: «dos cosas inmutables en las que es imposible que Dios mienta», a saber: (a) la promesa, puesto que se basa en la fidelidad de Dios, que es consustancial con su propio Ser: Dios no puede mentir en forma que se desdiga de lo que prometió (comp. con 2 Co. 1:20); (b) el juramento mismo, pues Dios no puede pensar una cosa y decir la contraria. Él es la Verdad en el pensar, en el decir y en el hacer.
(C) El autor sagrado dice (v. 18b) que así tenemos más motivos para cobrar ánimo (lit. fuerte estímulo, según la probable versión, aquí, del vocablo griego paráklesin), puesto que no sólo tenemos la promesa y el juramento de Dios, sino también el cumplimiento amplio de la promesa en Cristo (v. los vv. 19 y 20), pues Cristo es nuestra esperanza de gloria (v. Col. 1:27; 1 Ti. 1:1). Al analizar el sentido del verbo griego kataphugóntes («yendo en busca de refugio»), dice Bartina que «tiene el sentido de huida de algo (del mundo) para refugiarse en otra cosa, que aquí (por lo que sigue) es el puerto de la esperanza». Ese refugio que, según el autor sagrado, ya hemos hallado, nos es declarado en los versículos 19 y 20.
3. Dicen así dichos versículos en la NVI: «Y tenemos esta esperanza como un áncora firme y segura para nuestra alma. Ella penetra hasta lo íntimo del santuario, hasta detrás del velo, adonde entró Jesús como precursor en favor nuestro, constituido sumo sacerdote para siempre, a semejanza del orden sacerdotal de Melquisedec».
(A) Dice el autor sagrado que la esperanza que tenemos delante es como un áncora firme (gr. asphalé, que no resbala, de donde viene el vocablo castellano «asfalto») y segura (gr. bebaían, término que ya conocemos por otros lugares. Véase en esta misma epístola, 2:2; 3:6, 14). Bartina hace notar que «la bella comparación del áncora, que no se encuentra en el Antiguo Testamento, sí se encuentra frecuentemente en el cristianismo para símbolo de la esperanza». Y añade que se halla «en las catacumbas de Priscila unas setenta veces». Tener nuestro barco firmemente anclado, mientras navegamos por el tempestuoso mar de esta vida, es una garantía de seguridad. Esta áncora no puede fijarse en la arena movediza de las cosas de este mundo, inestables y transitorias. Pero si la fijamos en la Roca que es Cristo, no nos deslizaremos ni marcharemos a la deriva (v. 2:1, 2).
(B) El áncora esta del alma (es decir, de nuestra persona entera) penetra hasta detrás del velo, es decir, hasta el Lugar Santísimo, hasta el trono de la misericordia y de la gracia, donde ya se halla Jesús (v. 4:14–16). Allá, dice el autor sagrado, entró Jesús como precursor en favor nuestro (v. 20).
El griego pródromos significa «el que corre delante de otros». Jesús, en efecto, se adelantó para prepararnos lugar en el cielo (Jn. 14:2 y ss.), resucitó el primero (1 Co. 15:20; Col. 1:18) y ascendió allá para sentarse a la diestra de Dios (1:3, al final). Allá entró en favor nuestro, como nuestro intercesor (7:25) y como nuestro representante (Ef. 2:6).
(C) El capítulo termina con una frase similar a la de 5:10, con la que empalma, pues toda la porción que abarca desde 5:11 hasta 6:19 constituye una amonestación parentética.
Todo este capítulo está dedicado a mostrar la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el sacerdocio levítico, lo cual hace el autor sagrado al comparar el sacerdocio de Cristo con el de Melquisedec. Vemos aquí que, I. Melquisedec es tipo de Cristo (vv. 1–3) y II. superior al propio Abraham (vv. 4–10). III. Su sacerdocio abroga el sacerdocio levítico y aun la misma Ley (vv. 11–19). IV. Dos son las principales características por las que el sacerdocio de Cristo es superior al levítico: su inmutabilidad y su perpetuidad (vv. 20–28).
Versículos 1–3
1. El autor sagrado se refiere aquí al episodio de Génesis 14:18–20, que él acomoda a su propósito. Los detalles en que se fija son los siguientes: (A) Melquisedec bendijo a Abraham (v. 1b, comp. con los vv. 6, 7); (B) tomó diezmos de Abraham (v. 2, comp. con vv. 4–10); (C) su nombre significa «Rey de justicia» (v. 2b); (D) era rey de Salem, que la mayoría de los autores identifica con Jerusalén. Y puesto que el hebreo shalem es de la misma raíz que shalom, paz, se nos presenta como «Rey de paz». (E) De él se dice que era «sacerdote del Dios Altísimo» (v. 1b). Estas tres últimas circunstancias no vuelven a entrar en la comparación. (F) Dicho personaje es introducido de sopetón en la Biblia, sin que se mencionen (v. 3) su padre, ni su madre, ni su genealogía (ni ascendente ni descendente), ni su edad, ni las fechas de su nacimiento ni de su muerte. (G) De este modo es semejante al Hijo de Dios (v. 3b), pues también él permanece sacerdote a perpetuidad. Todo esto contrasta con la condición de los sacerdotes levíticos, cuya genealogía era notoria y, además, no permanecían para siempre; morían y tenían sucesores (vv. 23, 24).
2. Ahora bien, es evidente que Melquisedec, como todo otro ser meramente humano, tuvo padres y genealogía, fechas de nacimiento y de muerte, así como sucesores (si su especial sacerdocio había de permanecer), pero el hecho de que todas estas circunstancias no se mencionen en la narración de Génesis 14:18–20 le sirve al autor de Hebreos para compararle a Cristo, el sacerdote-rey para siempre, a la manera de Melquisedec (Sal. 110:4). Al no mencionársele sucesores a Melquisedec, deduce el autor sagrado que su sacerdocio era perpetuo como el de Cristo. Más aún, la expresión griega eis to dienekés significa que permanece sin ninguna interrupción. Dice S. Bartina: «tiene el matiz de la continuidad, sin hiatos ni interrupciones, sin fallas que priven de solidez y perpetuidad a este sacerdocio».
Versículos 4–10
A continuación, el autor sagrado pasa a mostrar la superioridad de Melquisedec sobre Abraham, de quien descendía Leví.
1. Esta superioridad se muestra en dos cosas. Al seguir el relato de Génesis 14:18–20, la primera es que Melquisedec bendijo a Abraham (Gn. 14:19) y, comoquiera que el que bendice es superior al bendecido, Melquisedec es superior a Abraham (vv. 6, 7).
2. Además, Abraham le dio a Melquisedec diezmos de lo mejor del botín (Gn. 14:20). Ahora bien, el que recibe diezmos tiene una dignidad (un ministerio espiritual) superior a la de aquellos que pagan los diezmos. En este caso, la superioridad de Melquisedec es todavía mayor por el hecho de que, al no mencionarse su muerte, aparece como viviendo para siempre, no como los sacerdotes levíticos que, aunque recibían los diezmos, eran hombres mortales (vv. 4–8).
3. Pero podría preguntar alguno: ¿Qué tiene que ver esto con el propio sacerdocio levítico, que fue inaugurado con Aarón? A esto responde el autor sagrado (vv. 9, 10) que, al pagar los diezmos Abraham, los pagó también, de alguna manera, Leví (y en él y con él, sus descendientes), por el principio de solidaridad, no sólo de raza, sino también de linaje familiar, que se establece por la procreación. Esto es lo que se da a entender mediante el eufemismo de que Leví estaba (v. 10) en los lomos de su padre cuando Melquisedec le salió al encuentro.
Versículos 11–19
Esta porción tiene mayor importancia que la que aparece a primera vista, pues en ella el autor sagrado va a mostrar que el cambio de sacerdocio implica el cambio de ley, y esto último implicará (caps. 8 y 9) el cambio de pacto. La línea de argumentación es la siguiente:
1. El sacerdocio levítico y la Ley basada en él (vv. 11, 12) no podían llevar a la perfección, es decir, a la perfecta comunión con Dios (comp. con 4:14–16); de lo contrario, no habría necesidad de un cambio de sacerdocio. Que el sacerdocio era la base de la Ley, y no viceversa, se echa de ver en que unos sacrificios santos y un sacerdocio santo eran los únicos medios de que el pueblo alcanzase una aceptación con Dios en relación con la santidad que la Ley demandaba, pero no podía ofrecer por sí misma. Y puesto que el sacerdocio ha cambiado, necesariamente ocurre también cambio de ley (v. 12), puesto que la ley se basa en el sacerdocio (v. 11).
2. El cambio de sacerdocio, por el que se abroga el de Leví, se echa de ver (vv. 13, 14) en que el nuevo sacerdote para siempre, Cristo, no era de la tribu de Leví, sino de la de Judá, de cuya tribu nada habló Moisés (es decir, la Ley) tocante a sacerdotes (v. 14).
3. Queda todavía (v. 15) un argumento más manifiesto (gr. katádelon, única vez que tal vocablo aparece en todo el Nuevo Testamento), pues el nuevo sacerdote es diferente (gr. héteros, de diversa clase), no sólo por proceder de diferente tribu (lo cual ya señala el fin del sacerdocio levítico), sino especialmente porque no ha surgido según leyes que tengan que ver con la sucesión según el parentesco natural, de carne y sangre (v. 16), sino según el poder de una vida indisoluble. Nótense los contrastes entre ley y poder, por una parte, y de prescripción carnal (perecedera; comp. con 1 Co. 15:50) con vida indisoluble, por otra. Es en el Hijo donde está la vida indisoluble, eterna (v. Jn. 1:4; 5:26; 11:25; 1 Jn. 5:11, 12). Esta permanencia de vida, mediante la permanencia del sacerdocio, queda una vez más atestiguada (v. 17) por el Salmo 110:4.
4. El autor sagrado deduce de aquí (vv. 18, 19) que, con el cambio de sacerdocio, se obtienen dos cosas buenas: se quita lo que no aprovechaba y se introduce lo que es de sumo provecho. (A) Se quita lo que no aprovechaba, pues queda abrogado (v. 18), hay una «destitución» (gr. athétesis, un «quitar de en medio», el mismo vocablo de 9:26, al final) del mandamiento anterior, esto es, de la prescripción que establecía el sacerdocio hereditario (v. 16). Este mandamiento, como toda la Ley (vv. 18b, 19a) era débil (comp. con Ro. 8:3) e inútil, pues … no llevó nada a la perfección, esto es, a la perfecta comunión con Dios (comp. con el v. 11). (B) Por otra parte, con el nuevo sacerdocio, se introduce (v. 19b) una esperanza mejor (lit. más fuerte, gr. kreíttonos), pues estamos apoyados por un sumo sacerdote más fuerte (comp. con 4:14–16; 10:23, además de toda la porción que sigue—vv. 20–28—en el presente capítulo). Esa esperanza es tanto más fuerte y mejor, cuanto que ahora nos acercamos a Dios, esto es, podemos disfrutar de comunión íntima con Dios, ya que podemos acercarnos familiarmente hasta Su trono (4:16).
Versículos 20–28
En esta sección, el autor sagrado lleva a su culminación el argumento a favor de la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el levítico. Esta superioridad se muestra aquí en tres aspectos: 1) Porque el sacerdocio de Cristo fue establecido mediante juramento de Dios; 2) por ser permanente, para siempre y, por tanto, inmutable, intransferible; 3) por las excelsas cualidades de nuestro gran sumo sacerdote.
1. Los versículos 20–22 deben leerse conforme a la RV 1977, que refleja correctamente la construcción gramatical del original: «Y por cuanto no fue hecho (nuestro Señor, del v. 14 o Jesús, del v. 22) sin juramento (porque los otros ciertamente fueron hechos sacerdotes sin juramento; pero éste, con el juramento del que le dijo: Juró el Señor y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec), tanto más ha llegado a ser Jesús fiador de un mejor pacto».
(A) El original (como aparece claro en la RV 1977 y en otras versiones modernas) encierra evidentemente en construcción parentética lo que como tal aparece en la versión precedente, con lo que se destaca la secuencia (prótasis y apódosis) de la argumentación del autor sagrado: «Y por cuanto no fue hecho (sacerdote) sin juramento». «tanto más ha llegado a ser Jesús fiador de un mejor (lit. más fuerte) pacto». Los sacerdotes del Antiguo Testamento no eran constituidos como tales por medio de juramento, dice (v. 21) el autor sagrado; en cambio, Jesús sí lo fue (v. 20). Eso se demuestra mediante la cita, por última vez, del Salmo 110:4. Recuérdese que el sacerdocio sirvió de base a la Ley (vv. 11, 12) y que la Ley fue promulgada mediante el pacto del Sinaí. Cambiado, pues, el sacerdocio, se impone el cambio de ley (v. 12), y el cambio de ley supone la introducción de un nuevo pacto, mejor y más fuerte que el anterior, cuanto mejor y más fuerte es el sacerdocio que le da su fuerza.
(B) El vocablo griego para «fiador» es énguos, que etimológicamente indica el que ocupa un lugar vacío, el lugar de otro, para salir garante por él. Aunque es Dios quien otorga el pacto, es Jesús quien garantiza su cumplimiento a nuestro favor, cumple así su función de Mediador entre Dios y los hombres (1 Ti. 2:5).
(C) El vocablo griego para «pacto» es diathéke (del verbo diatíthemi, disponer las cosas en su debido lugar). A diferencia de sunthéke, que significa una disposición hecha conjuntamente por varias personas, el vocablo diathéke es sumamente apto para expresar un pacto unilateral, como son de ordinario los pactos de Dios con su pueblo. Así, en el pacto del Sinaí (por no hablar de otros pactos anteriores), sólo Dios hizo el pacto. Moisés representaba al pueblo como recipiendario del pacto, pero no intervino en la firma del mismo como contratante. De igual manera, Cristo es nuestro representante en el pacto de gracia, pero Dios solo es el que otorga el pacto, no con (gr. sun), sino por medio de (gr. diá) la sangre de Jesús (v. 9:11–22).
(D) Adelantándonos al comentario de 9:16, 17, nos limitamos ahora a transcribir las siguientes afirmaciones de J. Brown: «Diathéke … es claramente el sinónimo del hebreo berith, que nunca significa testamento.
En verdad, es muy dudoso que los testamentos fuesen conocidos entre los antiguos judíos. Los garantes no tienen lugar en un testamento».
2. Otro aspecto en el cual el sacerdocio de Cristo supera al de Leví es su permanencia perpetua y, por tanto, su inmutabilidad. Dicen así los versículos 23–25 en nuestra RV 1977: «Y, además, los otros sacerdotes llegaron a ser muchos, debido a que la muerte les impedía continuar; más éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio intransferible; por lo cual puede también salvar completamente (gr. eis to pantelés, hasta el extremo, comportando la idea de perfección) a los que por medio de Él se acercan a Dios (comp. con el v. 19), viviendo siempre para interceder por ellos».
(A) La comparación no es entre «muchos» y «uno», sin más, sino entre la condición caduca, mortal, de los sacerdotes levíticos, por la que tenían que sucederse unos a otros, y la condición permanente, inmortal, de este sacerdote único que, por su perpetuidad, no tiene, ni puede tener, sucesores.
(B) Y en verdad, este sumo sacerdote nuestro no necesita sucesores, por cuanto Él llevó a la perfección el designio salvador de Dios con una sola ofrenda (v. 27, comp. con 9:25–28; 10:10–14). Dos son las principales funciones del sacerdote: sacrificar e interceder. La primera se llevó a cabo, de una vez por todas, en el Calvario. La segunda continúa en los cielos hasta que el pueblo de Dios no necesite ya más de intercesión (10:13).
(C) «De pie, como inmolado» (Ap. 5:6), es decir, ostentando las marcas de su crucifixión, el Cordero de Dios intercede sin interrupción por sus ovejas. Estuvo una vez muerto, pero está ahora vivo por los siglos de los siglos (Ap. 1:18). Y esa vida inmortal, que ahora tiene, la emplea con el fin de (gr. eis) interceder por los suyos. No es de extrañar que el mismo que aparece sentado a la diestra del Padre en 1:3 (al final) y 10:12, aparezca también de pie; son símbolos: el de estar sentado pone de relieve su autoridad y señorío supremos; el de estar de pie indica su intercesión, pues los sacerdotes permanecían de pie mientras oraban por el pueblo.
3. Los versículos 26–28 nos declaran las cualidades (más bien que los requisitos, comp. con 5:1–10) excelsas de nuestro gran sumo sacerdote. Dicen así dichos versículos en la NVI, que da estupendamente el sentido del original: «Un sumo sacerdote como éste era el que necesitábamos: uno que es santo, irreprochable, puro, excluido totalmente del número de los pecadores y encumbrado por encima de los cielos. A diferencia de los demás sumos sacerdotes, no tiene necesidad de ofrecer sacrificios día tras día primero por sus propios pecados y luego por los del pueblo; pues este sacrificio por los pecados del pueblo ya lo realizó de una vez para siempre cuando se ofreció a sí mismo. Pues la Ley instituye sumos sacerdotes a hombres que son débiles; pero el juramento, pronunciado con posterioridad a la Ley, instituyó como sacerdote al Hijo, que ha quedado consumadamente perfecto para siempre».
(A) Una vez más tenemos aquí el verbo prépo (éprepen, en pretérito imperfecto), cuya versión por convenir resulta hoy día ambigua, pues su verdadero sentido, en las siete veces que ocurre en el Nuevo Testamento (Mt. 3:15; 1 Co. 11:13; Ef. 5:3; 1 Ti. 2:10; Tit. 2:1; He. 2:10 y aquí), es de «está en su punto», «es menester» (como aparece en la NVI). Para la obra de nuestra salvación, un sumo sacerdote como éste era el que necesitábamos.
(B) A continuación figuran las cualidades excelsas de este sumo sacerdote:
(a) santo (hósios, consagrado internamente a Dios, no sólo apartado legalmente, como sería háguios);
(b) irreprochable (gr. ákakos). El vocablo griego significa literalmente «inocente, confiado, ingenuo», esto es, sin malicia. Pero la NVI ha evitado estos vocablos, porque actualmente suenan como «simple, ignorante»;
(c) puro (gr. amíantos, sin mancha, como en 13:4; Stg. 1:27; 1 P. 1:4);
(d) alejado de los pecadores (lit. comp. con Flm. 15, entre otros lugares, donde salió el mismo verbo). La idea del autor sagrado no es la de un alejamiento físico (todo lo contrario), sino moral: cercano al pecador, pero alejado del pecado, de forma que no puede ser contado entre los pecadores, como muy bien ha vertido la NVI. Lo contrario de los fariseos y sacerdotes del tiempo de Jesús: se alejaban físicamente de los cobradores de impuestos y de las rameras, pero internamente eran mayores pecadores que los unos y las otras (v. Mt. 21:31, 32).
(e) Encumbrado por encima de los cielos es una frase que hace referencia a Filipenses 2:8–11. No alude directamente a su naturaleza divina, sino a la exaltación subsiguiente a su sacrificio obediente en la Cruz. No debe perderse de vista que es Dios Padre quien nos salva por medio de Jesús (cuyo nombre significa, precisamente, Jehová salva). El hecho de que el Hijo Unigénito de Dios viniese en persona a dar su vida por nosotros, en lugar de enviar un ángel, encarece el amor de Dios hasta el punto de una exuberante munificencia, que se echa de ver en el «De tal manera …» de Juan 3:16. Era, sí, necesario (2:14, 17) que la redención fuese llevada a cabo por medio de un hombre, pero no veo en la Escritura ningún lugar que muestre que el Mesías tenía que ser, de necesidad absoluta, tan Dios como el Padre para llevar a cabo una redención perfecta. Bastaba su santidad absoluta y su llenura, sin medida (Jn. 3:34), del Espíritu Santo, para que, con su obediencia hasta la muerte, ofreciese al Padre un sacrificio que satisficiese las demandas de la justicia divina, pues era suficiente para que la desobediencia del Primer Adán quedase contrarrestada por la obediencia del Postrero (Ro. 5:19).
(f) «A diferencia de los demás sumos sacerdotes, no tiene necesidad de ofrecer sacrificios día tras día …» (vv. 27, 28), ya que:
Primero, al ofrecerse a sí mismo, no un animal (figura, no realidad expiatoria), su valor representativo de los hombres por quienes se ofrecía era perfecto (2:14 y ss.); no había razón para repetir el sacrificio. Este detalle está implicado en el versículo 27.
Segundo, al ser una víctima humana santa (v. 26), su sacrificio era aceptable por completo a Dios, sin tener que ofrecer primero por sus pecados, puesto que no los tenía. También este detalle está implicado en el texto del versículo 27.
Tercero, al ser el Hijo (v. 28b, comp. con 5:8), es decir, el propio Hijo Unigénito de Dios, su sacrificio adquiría una calidad realmente extraordinaria, de carácter divino.
Cuarto, con su obediente sacrificio, Jesús quedó perfectamente consumado como nuestro gran sumo sacerdote para siempre (v. 28, al final, comparado con 2:10—véase el comentario—y 5:9). Sacrificio perfecto y sacerdote perfecto no admiten sustitutos ni sucesores.
(g) Queda únicamente por explicar la frase «día tras día» (NVI) o «cada día» (Reina-Valera) del versículo 27. Según el mismo autor dirá después (9:7, 25), el sumo sacerdote sólo entraba en el Lugar Santísimo una vez al año. ¿Cómo se compagina eso con lo de «cada día»? Hay quienes piensan que significa «cada día de la Expiación», lo que equivaldría a decir «cada año», pues el sentido sería «una y otra vez» (J. Brown). A esta opinión me adhiero, pues, como hace notar Bengel, «toda la fuerza de la ilustración recae, no sobre el intervalo entre las repeticiones del sacrificio, sino sobre la propia repetición». Es cierto que, según la tradición judía, el sumo sacerdote ofrecía dones, panes de harina y, desde luego, incienso cada día, pero «esto no era thusía» (Brown), es decir, sacrificio propiamente dicho.
Todo este capítulo, el siguiente, y hasta 10:18, forman como una ampliación a lo que el autor sagrado ha dicho en el capítulo 7 sobre el carácter de permanencia, inmutabilidad y, por lo tanto, irrepetibilidad del sacrificio de Jesús. En el capítulo presente, trata de ello, I. desde el punto de vista de la superioridad del nuevo santuario sobre el antiguo (vv. 1–5); II. desde el punto de vista de la superioridad del nuevo pacto sobre el antiguo (vv. 6–13).
Versículos 1–5
1. El autor sagrado comienza presentando evidencia de un hecho: «El punto más destacable de todo lo que venimos diciendo es el siguiente: Tenemos un sumo sacerdote de tal categoría, que está sentado a la derecha del trono de la Majestad (comp. con 1:3, al final) en los cielos, y que ejerce su oficio cultual en el verdadero tabernáculo, el que ha sido erigido por el Señor, no por hombre alguno» (vv. 1, 2, NVI). El capítulo comienza, en el original, con el vocablo griego kephálaion, el cual sólo ocurre aquí y en Hechos 22:28, y significa, ya sea «suma» (Hch. 22:28) o «compendio», ya sea «el punto más destacable» de algo, como ha traducido la NVI. No cabe duda de que este último es aquí el verdadero sentido, pues el autor sagrado no va a hacer un compendio de lo dicho.
2. El punto que aquí se introduce es que nuestro sumo sacerdote ejerce su oficio cultual (gr. leitourgós, lit. obrero público; su sentido religioso se observa a través de vocablos de la misma raíz, como el verbo correspondiente en Hch. 13:2 y, en esta misma epístola, 10:11) en los cielos. Su función cultual es allí la de interceder por los suyos (v. 7:25, al final).
3. A continuación, el autor sagrado esboza algo que ha de explanar en los capítulos 9 y 10, limitándose a decir aquí que lo que nuestro gran sacerdote ofrece no puede ser de la misma índole que las ofrendas y los sacrificios que se ofrecen en un santuario terrenal (vv. 3–5): «Todo sumo sacerdote es instituido no sólo para ofrecer dones (gr. dorá), sino también para ofrecer sacrificios (gr. thusías). Por ello es menester que también Jesús tenga algo que ofrecer. Si Él morara aún en este mundo, ni siquiera sería sacerdote porque ya hay quienes hagan las ofrendas prescritas por la Ley. Estos sacerdotes sirven (gr. latreúousin, término que indica el culto que se debe únicamente a Dios, en todos los 21 lugares en que ocurre, desde Mt. 4:10 hasta Ap. 22:3) en un santuario que es un bosquejo y símbolo (lit. copia calcada y sombra) del santuario celestial. Por eso recibió Moisés, cuando estaba a punto de completar la construcción del tabernáculo, la siguiente advertencia: Fíjate bien y procura hacer todo según el modelo que te ha sido mostrado en el monte» (NVI).
(A) La argumentación del autor sagrado se abre diciendo (comp. con 5:1b) que todo sumo sacerdote ha de tener algo que ofrecer, pues para eso ha sido instituido sacerdote.
(B) Nuestro gran sumo sacerdote no puede ejercer su función sacerdotal en la tierra. Y esto por tres razones: (a) porque ya hay (en el tiempo en que se escribía la epístola, antes de la destrucción del Templo) en la tierra quienes presenten ofrendas según la Ley; (b) porque Jesús no procede de la tribu de Leví, sino de la de Judá (7:14); (c) porque su actual ministerio es mucho mejor que el del santuario terrenal (v. 2), no sólo por ejercerse en un santuario celestial, sino también por estar garantizado por un mejor pacto (v. 6).
(C) En efecto, el santuario terrenal era sólo (v. 5) un mero bosquejo calcado y una sombra simbólica del santuario celestial. De esta sombra de las realidades celestiales volverá a hablar el autor en 10:1 (comp. con Col. 2:17). En las palabras de Dios a Moisés, el autor sagrado alude a Éxodo 25:40. No ha de pensarse que Dios mostrase a Moisés una especie de «maqueta sobre la que había de preparar y levantar el tabernáculo en el desierto, sino que le fue concedida una visión de la gran realidad del trono de Dios y de cuanto le rodea, o sea, el verdadero santuario, el “tabernáculo que el Señor levantó y no hombre”» (Trenchard). Según la tradición rabínica, Dios mostró a Moisés un Arca de fuego, una mesa de fuego y un candelabro de fuego; todo ello, bajado del cielo.
Versículos 6–13
En esta sección, el autor sagrado esboza, acerca de la superioridad del nuevo pacto sobre el antiguo, algo que también desarrollará a lo largo del capítulo 9.
1. El versículo 6 sirve de gozne entre lo que precede y lo que sigue: «Pero el ministerio (gr. leitourguías) que Jesús ha recibido supera al de ellos (los sacerdotes levíticos) en la medida en que el pacto del cual es mediador (gr. mesítes, el mismo vocablo de 1 Ti. 2:5, entre otros lugares) supera al antiguo, pues la legislación del nuevo pacto se basa en promesas más excelentes» (NVI). Con razón dice Graham Scroggie que la palabra clave de esta epístola es «mejor», pues, sin ir más lejos, en este mismo versículo, el autor sagrado viene a decir que tanto el actual ministerio sacerdotal de Cristo, como el pacto que lo garantiza y las promesas en que el pacto se apoya son «mejores» que en el régimen de la Ley.
2. En los versículos 7–13, el autor sagrado inserta una larga cita del profeta Jeremías (Jer. 31:31–34; véase allí el comentario), para mostrar que el nuevo pacto había sido anunciado ya por Dios durante el antiguo régimen de la Ley.
(A) De forma parecida a 7:11, 18, muestra que, si el primer pacto no hubiese tenido ningún defecto, no habría hecho falta sustituirlo por otro nuevo (v. 7). El pacto antiguo, el del Sinaí, fue necesario para hacer comprender al hombre su condición pecaminosa (Ro. 3:19, 20), de la cual no podía salir mediante las obras de la Ley, sino sólo «de gracia, mediante la fe» (Ef. 2:8, comp. con Ro. 3:28–30). El vocablo que las versiones traducen por «sin defecto» significa «irreprensible» en las otras cuatro ocasiones en que sale (Lc. 1:6; Fil. 2:15; 3:6; 1 Ts. 3:13), pero aquí no se traduce así, para no dar la impresión de que la propia Ley, dada por Dios, tenía algo que se le podía reprochar. En realidad, la Ley, en sí, no tenía defecto ni merecía reproche. El verdadero reproche recae sobre la pecaminosidad de la naturaleza humana, pero, por analogía de atribución, se transfiere a la Ley porque ésta era incapaz de curar dicha pecaminosidad. ¡No era ése su destino! (v. Ro. 7:7–16).
(B) Por eso, el versículos 8 se abre diciendo (en el original) «reprendiendo» (gr. memphómenos, de la misma raíz que el ámemptos, irreprensible, del v. 7), con lo que daba a entender claramente que no era la Ley, sino ellos, quien merecía reprensión.
(C) La cita de Jeremías está tomada de los LXX, los cuales vertieron bien el texto hebreo. Como hace notar Trenchard, «es maravilloso comprobar cómo principios tan profundos y fundamentales pudieron ser anunciados con toda claridad siglos antes de revelarse la obra del Redentor y en una época cuando Israel se hallaba sumido en un fango abismal de decadencia moral y espiritual».
(D) El pacto nuevo aparece (vv. 10, 11) en una luz espiritual, interior, pues sus leyes se imprimen en la mente (gr. diánoian, la mente que piensa, discierne, delibera y planea) y en el corazón, es decir, en lo más íntimo del ser moral y espiritual del hombre. Con ello se alcanza un nuevo, más perfecto y universal, conocimiento de Dios.
(E) Es necesario estudiar esta cita de Jeremías 31:31–34 dentro de su contexto anterior y posterior, y compararla con Ezequiel 36:24–28, también dentro de su contexto, para percatarse de que la profecía es, en primer término, para Israel y con miras al reino mesiánico futuro, pero, como en otras ocasiones (v. por ej., lo que dice Pedro en Hch. 2:16–21, comp. con Jl. 2:28–32), detrás de esa primera intención del Espíritu Santo se transparenta una intención y un propósito que abarcan, de modo general, a todos los que, en la dispensación del Evangelio, van entrando en el nuevo pacto en cuanto a las realidades espirituales que en él predominan, sin derogar lo que es peculiarmente propio de Israel. Por eso, pudo citar el Señor (Jn. 6:45), a favor de los que en la actual dispensación creen en Él, la frase de Isaías 54:13 «todos tus hijos serán enseñados por Jehová», que tanta semejanza guarda con Jeremías 31:34, que el autor de Hebreos cita en el versículo 11.
(F) Después de la cita de Jeremías 31:31–34, y apoyándose en la expresión «nuevo pacto» (v. 8, al final, comp. con Jer. 31:31), concluye el autor sagrado: «Al llamar “nuevo” a este pacto, ha convertido el primero en anticuado. Y lo que está anticuado y se ha hecho viejo, está a punto de desaparecer». Conviene hacer algunas observaciones sobre este versículo:
(a) El verbo griego palaióo, que aquí está en pretérito perfecto de indicativo (acción pasada cuyo efecto continúa), significa literalmente «declarar antiguo» (o, mejor, viejo). El mero hecho de establecer un nuevo pacto ya, de por sí, declara viejo y fenecido el anterior.
(b) El autor sagrado saca de ahí una ulterior conclusión: «Mas lo que se está haciendo anticuado y esta envejeciendo (está) cerca de la desaparición» (lit.). Traduzco ahora literalmente del original, para que se perciban bien los matices de los verbos, los cuales están en participio de presente. Esta acción continua es inmediatamente anterior a la desaparición, pues da a entender que el proceso de envejecimiento está llegando ya a su culminación.
(c) Esta culminación, por la que el pacto antiguo estaba próximo a desaparecer, se estaba verificando ya en el tiempo en que Jeremías anunciaba, de parte de Jehová, el establecimiento de un nuevo pacto. La desaparición legal, jurídica, había de venir con el Señor Jesucristo (v. Jn. 1:17), quien, en la institución de la Cena, habló ya del nuevo pacto en su sangre (Lc. 22:20; 1 Co. 11:25). Al rasgarse el velo que impedía el acceso al Lugar Santísimo (Mt. 27:51), Dios mostraba que las normas concernientes al santuario terrenal, con el pacto que las garantizaba, eran cosas del pasado.
Para que nadie crea que lo que demandaba un cambio de pacto era meramente su antigüedad, el autor sagrado añade lo de se está envejeciendo, es decir, la nota decisiva del deterioro, caducidad y, por tanto, inutilidad. Como decía un amigo mío, «no es lo mismo un museo de antigüedades que un museo de vejestorios, pues las antigüedades ganan con el tiempo». De ahí, nuestra imprecisión (ya general y legendaria, por lo que no es fácil desarraigarla) al llamar Antiguo Testamento a lo que debería llamarse Viejo Pacto.
En este capítulo, el autor sagrado explana la enseñanza sobre el ministerio de Cristo en el santuario celeste, pero, I. explica primero la disposición del santuario terrestre (vv. 1–10); II. pasa después a explanar lo del «ministerio tanto mejor» de nuestro sumo sacerdote (v. 8:6), según lo ejerció al entrar en el santuario celeste (vv. 11–14). III. Explana luego lo que, en 8:6, dijo de «un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas». Esta última sección aparece ampliamente desarrollada (vv. 15–28), hasta ocupar también todo el capítulo 10.
Versículos 1–10
En esta sección, el autor sagrado expone primero (vv. 1–5) el lugar donde se ejercía el ministerio sacerdotal en el viejo pacto, y describe después la función que allí desempeñaban los sacerdotes y, en especial, el sumo sacerdote (vv. 6–10).
1. Comienza (vv. 1, 2) describiendo la parte anterior del santuario o Lugar Santo, pero antepone (v. 1) una afirmación de tipo general: «Por su parte, el primer pacto tenía también sus normas para el culto, así como un santuario terrestre» (NVI). Nótese que el original tiene para «terrestre» el vocablo kosmikón, que significa, no de tierra, sino de (este) mundo. El pretérito imperfecto «tenía» da a entender que el valor de las ordenaciones litúrgicas del santuario terrestre había caducado. Desde el punto de vista gramatical, conviene hacer dos observaciones: (a) La conjunción consecutiva griega oun indica meramente una continuidad de pensamiento, por lo que la NVI la ha silenciado; (b) el idioma griego usa mucho el juego de partículas men y de en el sentido de «Por una parte … por otra». El men aparece aquí al comienzo del versículo 1, por lo que la NVI ha traducido correctamente «Por su parte …», pero el de aparece al comienzo del versículo 6, y marca el contraste con la porción anterior (vv. 1–5), por lo que las versiones (incluida la NVI) no lo han traducido. Al pasar ya a la descripción del Lugar Santo, dice el texto sagrado en el versículo 2 que en él estaban:
(A) El candelabro, es decir, el de los siete brazos, labrado a martillo, de oro puro (v. Éx. 25:31–39).
(B) La mesa, de madera de acacia, recubierta de oro puro, para colocar en ella el pan de la proposición, también llamado «de la presencia» (lit.), por colocarse delante de la presencia de Jehová (v. Éx. 25:23–29).
(C) Los panes de la proposición, es decir, los panes consagrados (NVI), aun cuando el original griego dice aquí «la proposición (en el sentido de “presentación en un lugar”) de los panes» (v. Éx. 25:30).
2. Viene después (vv. 3–5) la descripción del Lugar Santísimo, tras del segundo velo (v. 3), es decir, del velo interior que separaba el Lugar Santísimo del Lugar Santo. De este Lugar Santísimo se dice (vv. 4 y 5):
(A) Que tenía un incensario de oro (v. 4). El griego thumiatérion significa incensario, no altar del incienso, como muchas versiones se empeñan en traducir, con lo que añaden así una dificultad que no debería existir. Un compañero mío, licenciado en Sagrada Escritura, decía que el autor de Hebreos se había equivocado aquí. La Biblia de Jerusalén, sin llegar a tanto, dice que «Hebreos sigue una tradición litúrgica diferente». Es cierto que el altar de oro de los perfumes estaba delante del velo y, por tanto, fuera del Lugar Santísimo. También el incensario de oro era guardado, como las demás cosas que se mencionan en 1 Reyes 7:49, 50; 2 Crónicas 4:20–22, en el Lugar Santo. Pero el texto sagrado de Hebreos 9:4 no dice que había un incensario de oro en el Lugar Santísimo, sino que el Lugar Santísimo tenía un incensario de oro, ya que sólo era usado por el sumo sacerdote cuando entraba en el Lugar Santísimo el Día de la Expiación (Lv. 16:12, 13). Aunque se conservaba en el Lugar Santo, su función se cumplía en el Lugar Santísimo, por lo que bien se puede decir que el Lugar Santísimo lo tenía.
(B) También tenía y, por cierto, allí estaba, el Arca del pacto cubierta de oro por todas partes. Tal era la conexión del Arca con la presencia de Dios que estar delante del Arca era como estar delante de Jehová (v. Éx. 16:33). Para su descripción, puede verse Éxodo 25:10–17; 37:1–6;
(C) «en la que estaba una urna de oro que contenía el maná», es decir un gomer de maná, como recuerdo del alimento sobrenatural que los israelitas habían comido en el desierto (v. Éx. 16:33, 34);
(D) «la vara de Aarón que retoñó» (v. Nm. 17:10), como señal milagrosa de la designación divina de Aarón como legítimo sumo sacerdote. Dice Trenchard: «En la historia de Israel no se dice que la urna con el maná y la vara de Aarón que reverdeció se colocaran dentro del Arca, sino delante de ella (Éx. 16:33, 34; Nm. 17:10, 11), y más tarde se dice específicamente que no había nada en el sagrado símbolo, sino las tablas de la Ley (1 R. 8:9); pero eso no quita que, según una fuerte tradición rabínica, no hubiesen estado dentro en algún período»;
(E) «y las tablas del pacto» (v. Éx. 25:16; 40:20; 1 R. 8:21), que eran el principal testimonio del pacto de Jehová con su pueblo. Dice S. Bartina: «La tradición judía colocaba también en el Arca los fragmentos residuos de las primeras tablas (las que Moisés rompió—la aclaración es mía—), un ejemplar de la Ley (Torah) y los nombres de Jehová; y, sin embargo, ponía fuera y al lado del Arca el vaso con el maná juntamente con la vara de Aarón y la ofrenda expiatoria de los filisteos. Cuando san Pablo colocaba
«en el Arca» el vaso de maná y la vara de Aarón, no es preciso apelar a otra tradición contraria a la anterior». Supone Bartina que fue Pablo quien escribió la epístola y, con respecto a la expresión griega en hé (en la cual), que el autor sagrado emplea antes de mencionar la urna, la vara y las tablas, añade:
«Alude (con esa expresión) sobre todo al último miembro de la enumeración, a las tablas de la alianza, y sólo en sentido amplio a los dos anteriores miembros de la enumeración. El apóstol sabe que los destinatarios de la carta están bien informados sobre el orden y disposición del santuario y que no se llamarán a engaño».
(F) Esta despreocupación por el detalle, a la que alude Bartina, se confirma por lo que el autor sagrado dice al mencionar la última pieza que había en el Lugar Santísimo (v. 5): «y sobre ella los querubines de gloria que cubrían el propiciatorio (v. Éx. 25:18–22); de las cuales cosas no es ahora el momento de hablar en detalle». Se llaman «los querubines de la gloria» porque Jehová hablaba a Moisés sobre el propiciatorio y, por tanto, desde el medio de los dos querubines (Éx. 25:19–23). «Allí estaba “la gloria” de Jehová (Éx. 29:43; 40:32). Y una nube cubría el tabernáculo durante el día. Era también “la gloria” del Señor, manifestación sensible de su presencia en medio de aquel pueblo (Éx. 40:32–36)» (Bartina).
3. A continuación, el autor sagrado resume las funciones que los sacerdotes y el sumo sacerdote respectivamente ejercían en cada uno de los dos compartimentos en que se dividía el santuario propiamente dicho.
(A) «En la primera parte (v. 6), esto es, en el Lugar Santo (v. el v. 2), entran los sacerdotes continuamente (gr. diá pantós; como si dijese: “sin restricción alguna, como en el lugar ordinario de culto”) para cumplir los oficios del culto». Estos oficios eran, principalmente, los de ofrecer mañana y tarde el incienso sobre el altar de los perfumes (v. Lc. 1:8–11), así como velar para que las lámparas del candelabro de los siete brazos estuviesen permanentemente encendidas y renovar semanalmente los panes de la proposición.
(B) «Pero en la segunda parte (v. 7), esto es, en el Lugar Santísimo (v. los vv. 3 y ss.), sólo el sumo sacerdote una vez al año, no sin sangre (v. Éx. 30:10; Lv. 16:34)—esto lo hacía el Día de la Expiación—, la cual ofrece por sí mismo (v. 5:3) y por los pecados de ignorancia del pueblo» (v. Nm. 15:24, 25 y, en esta misma epístola, 5:2). No podía entrar sin sangre, porque sin sangre no hay expiación ni remisión de pecados (v. Lv. 17:11; y en esta misma Epístola, v. 22), y ese día era precisamente el Día de la Expiación. Los pecados de ignorancia eran los que se cometían, no sólo por pura ignorancia, sino también por equivocación y aun por debilidad, en contraposición con los cometidos por rebeldía, con soberbia (Nm. 15:30, 31) y, por tanto, con voluntariedad plena (comp. con el voluntariamente de 10:26 en esta epístola); por esos pecados no había expiación, sino que el rebelde había de ser eliminado del pueblo de Dios (Nm. 15:30, al final).
(C) El autor sagrado hace ver a continuación (vv. 8–10) que «el Espíritu Santo daba a entender con esto que aún no se había manifestado, es decir, no estaba aún visiblemente abierto, el camino al santuario, mientras el primer tabernáculo, el santuario terrestre, estuviese en pie» (v. 8). El hecho de que sólo el sumo sacerdote pudiese entrar en el Lugar Santísimo, y el hecho (todavía más lamentable) de que tuviese que hacerlo cada año, daba a entender que ningún sacrificio del Antiguo Testamento tenía carácter definitivo, pues ninguno tenía valor suficiente para limpiar de pecado la conciencia (v. vv. 12–14; 10:14).
(D) Por eso, todo ello era un símbolo (v. 9; gr. parábola, el mismo vocablo de 11:19, «simbólicamente», según la NVI) para el tiempo presente, es decir, para el tiempo en que el autor sagrado escribía estas cosas, puesto que todavía estaba en pie el templo de Herodes. El autor sagrado insiste, como lo ha hecho en 7:19, y lo hará en 10:1, 11, en que todo lo que se hacía y ofrecía en el santuario terrestre no podía perfeccionar las conciencias, puesto que sólo podía ofrecer una purificación legal. Todo consistía (v. 10) en objetos y ritos exteriores; todo ello, impuesto mediante normas carnales, es decir, que afectaban a lo externo y material, pues proporcionaban al cuerpo una limpieza ceremonial, pero no podían, de suyo, limpiar el interior del pecador.
(E) El autor sagrado dice que estas normas habían sido impuestas (v. 10b; impuestas, ciertamente, por Dios) hasta el tiempo de (la) reformación (lit.). Quizás «rectificación» (en el sentido de poner las cosas en su debido orden) sería una versión más literal aún del vocablo griego diorthóseos, que el autor sagrado usa aquí, y que no sale en ningún otro lugar de la Biblia. Lo que, con este vocablo, se quiere dar a entender aquí, es «el cambio operado por el perfecto sacrificio de Cristo y por Su entrada en el cielo (vv. 11, 12)» (Ryrie).
Versículos 11–14
En estos versículos se contrasta a los sumos sacerdotes levíticos con nuestro gran sumo sacerdote, Cristo. El contraste es quíntuple:
1. Contrastan las sombras, símbolo (v. 9; parabolé, como si fuese una «lección-objeto»), con la realidad de los bienes venideros (v. 11, comp. con 10:1) obtenidos mediante la Obra de Cristo.
2. Contrasta el santuario terrestre (v. 8, al final, comp. con 8:2) con el amplio y más perfecto tabernáculo celestial.
3. Contrasta la sangre de los animales, con la que entraba el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo (vv. 7, 12), con la propia sangre de Cristo.
4. Contrasta la frecuencia con que había de entrar el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo («una vez al año», v. 7), con la única vez por todas («una vez para siempre», v. 12; 10:10) en que Cristo entró en el santuario, es decir, en el santuario celestial.
5. Contrasta el efecto («purificación de la carne», v. 13, al final; esto es, limpieza de la contaminación ceremonial) de los sacrificios del Antiguo Testamento, con el efecto del sacrificio de Cristo («eterna redención», v. 12, al final). Dice Bartina: «El rescate del mundo y la salvación de sus pecados, y esto de una manera definitiva y eterna, se debe a la acción sacrificial de Cristo, por su propia sangre». Este contraste de efectos es el que quiere recalcar el autor sagrado en los versículos 13 y 14, en los que expresa las diversas causas respectivas que los producen:
(A) «Porque si la sangre (v. 13) de los toros y de los machos cabríos (comp. con el v. 19) y las cenizas de la becerra rociadas a los contaminados (v. Nm. 19:2, 17, 18), santifican para la purificación de la carne (la purificación legal, ceremonial, de la que venimos hablando)»
(B) «¡cuánto más la sangre de Cristo (v. 14), quien por medio del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestras conciencias de actos que conducen a la muerte, a fin de que demos culto al Dios viviente!» (NVI). Como ha vertido bien la NVI, el versículo es una afirmación o una exclamación, más bien que una interrogación. El original dice literalmente «obras muertas» donde la NVI ha vertido «actos que conducen a la muerte» para evitar confusiones, pues no cabe duda de que el autor sagrado no se refiere aquí a las obras de la Ley, sino a los pecados, como en 6:1. La argumentación del autor sagrado va, pues, de menos a más, ya que la sangre de Cristo tiene un valor inmensamente mayor que la de los animales, por la dignidad de Su persona, por la santidad de Su misma humanidad y por su voluntario ofrecimiento al sacrificio, mientras que la sangre de los animales, víctimas forzadas, sólo podía ofrecer una purificación exterior, pues era una mera sombra de la realidad que la sangre de Cristo comportaba. Otra variante, según los MSS más importantes, es la de nuestras conciencias, en lugar del vuestras de nuestras versiones. También en el demos culto, ha vertido mejor la NVI el sentido del griego latreúein (el mismo vocablo, sin ir más lejos, del v. 9).
(C) Especial mención merece la expresión «por medio del Espíritu eterno», pues discuten los autores si se refiere (a) al Espíritu Santo, quien potenciaba a Jesús en todas las funciones de su ministerio en la tierra; o (b) a la disposición de su propio espíritu humano, aunque esto no cuadra bien con el epíteto eterno; o (c) a la divina naturaleza de Cristo, con la que pudo superar la flaqueza innata de su naturaleza humana (v. 2 Co. 13:4). Los autores se inclinan mayormente a esta tercera interpretación, a causa de la extraña expresión «Espíritu eterno», y sin artículo, lo que no se dice del Espíritu Santo en ningún otro lugar del Nuevo Testamento. A pesar de ello, personalmente me inclino por la primera interpretación.
Versículos 15–28
Pasa ahora el autor sagrado a mostrar cómo, en el sacrificio de Cristo, se cumplieron las mejores promesas a las que aludió en 8:6.
I. Expone primero (vv. 15–22) la necesidad del derramamiento de sangre para la confirmación del nuevo pacto.
1. Para ser mediador del nuevo pacto, Jesús necesitó morir (v. 15): «Por esta razón, es Cristo mediador de un nuevo pacto, para que los que han sido llamados (participio de pretérito perfecto; el sentido es de “escogidos”, como es corriente en las epístolas) reciban la prometida herencia eterna, ahora que Él ha muerto en rescate para libertarlos de los pecados cometidos bajo el antiguo pacto».
(A) Por esta razón, esto es, por el poder de la sangre de Cristo derramada en sacrificio, según acaba de decir en el v. 14, es por lo que Cristo pudo ser instituido mediador de un nuevo pacto (comp. con 7:22; 8:6), pues poseía todas las cualidades que le equipaban para serlo (v. 2:14 y ss.; 5:5–10; 7:23–28; 9:11– 14).
(B) Así es posible que los llamados, los escogidos de Dios, reciban la prometida herencia eterna. Dice Bartina: «La promesa se hereda (6:12) como don gratuito, por la muerte del mediador del Nuevo Testamento o nueva alianza. Como antes Abraham heredó la tierra de Canaán (11:8), y también los israelitas (Lv. 20:24 y ss.) la recibieron en herencia; así ahora, al pasar del símbolo a la realidad, los cristianos son partícipes con Cristo de la tierra prometida, de la herencia “eternal”».
(C) El rescate de nuestros pecados fue obtenido mediante la muerte de Cristo, no mediante su vida. Como ya hemos dicho en otros lugares, Cristo fue nuestro representante en Su holocausto, comenzado a ser ofrecido desde que entró en el mundo (sentido probable de 10:5), pero sólo en la Cruz, en Su muerte como sacrificio de expiación, fue nuestro sustituto. Dice Ryrie: «Esto es una fuerte prueba de que es la muerte de Cristo, no su vida, la que produce su efecto en el pacto nuevo con todas sus bendiciones. Su vida sin pecado le cualificó para ser el apropiado sacrificio por el pecado, pero fue Su muerte la que proporcionó el pago por el pecado».
2. La razón es (vv. 16, 17) que un pacto sólo puede ser firme sobre la sangre de las víctimas que sirven para establecerlo (v. ya en Gn. 15:8–18). Dicen así dichos versículos en la versión hispanoamericana, al margen: «Porque donde se hace un pacto, es necesario que se presente la muerte de la víctima designada, porque un pacto es confirmado sobre víctimas muertas, puesto que no tiene fuerza mientras viva la víctima designada». Vamos a dar las razones por las que preferimos esta lectura a la que suelen traer las versiones en general:
(A) El vocablo griego diathéke, como equivalente al hebreo berith, nunca significa testamento, sino siempre, y sólo, pacto. Ya dijimos que el concepto de «testamento», como nosotros lo conocemos, era desconocido de los judíos.
(B) El contexto, tanto anterior como posterior, habla evidentemente de pacto. Intercalar lo de testamento en estos dos versículos, equivale a romper el hilo de la argumentación.
(C) El pactante (¿testador?) es, sin duda, Dios Padre. Si estos versículos se leen como aparecen corrientemente en las versiones, tenemos que Dios Padre, si había de ser el testador, ¡tenía que morir! Lo que es un absurdo bíblico-teológico del mayor calibre.
(D) El vocablo diatheménou (v. 16b; diathémenos, en v. 17b) está en la voz media-pasiva. Por lo tanto, no debe traducirse en activa (como «pactante» o «testador»), sino en pasiva: «pactada» o «designada».
(E) El texto del versículo 17 dice literalmente: «porque un pacto (es) firme sobre muertos …», por lo que la versión: «sobre víctimas muertas» es la que mejor cuadra con el original, ya que Jehová era el que pasaba simbólicamente (v. Gn. 15:17) sobre los animales divididos.
(F) Vemos, pues, que «sólo cuando se había dado muerte al animal y las partes contrayentes habían pasado por en medio de los pedazos podían entrar en vigor las provisiones del acuerdo» (Trenchard, quien está a favor de esta lectura).
3. En los versículos siguientes (18–22), el autor sagrado dice que esto es una norma general que ya estaba vigente en el Antiguo Testamento (v. 18) y cita (vv. 19–21) de Éxodo 24:3–8, donde Moisés, inmediatamente después de anunciar al pueblo todos los mandamientos de la Ley (v. 19), y sin detenerse a cumplimentar las disposiciones acerca del tabernáculo, tomó la sangre de las víctimas y roció el libro mismo de la Ley y a todo el pueblo (v. 19, al final). Es posible que, en el versículo 21, se refiera el autor sagrado al rociamiento del altar que Moisés había erigido al efecto (Éx. 24:6), aunque también podría referirse a lo que se llevó a efecto en la primera consagración del tabernáculo y de sus utensilios, aunque esto no se realizó en aquel mismo día. Las excepciones que el casi del versículo 22a implica, se hallan en Levítico 5:11–13; Números 16:46; 31:50.
4. La razón general (con marcada referencia a Levítico 17:11; v. el comentario en el lugar correspondiente) es (v. 22b) que «sin (gr. khorís, aparte de, como en Jn. 15:5b) derramamiento de sangre no hay perdón» (lit.). La misma sangre hace expiación porque en la sangre va la vida de la víctima ofrecida en sacrificio (v. Lv. 17:11). Dice Trenchard: «El simbolismo se basa en el hecho de que “la paga del pecado es muerte”, de modo que, normalmente, el pecador ha de perder la vida y morir eternamente. Pero el Dios-Hombre se presentó y, en perfecta identificación con el hombre, tomó el lugar de éste y rindió su vida de infinito valor sobre el altar de la Cruz. La vida que la justicia de Dios exigía se ofrendó, pues, una vez para siempre y hace expiación por el pecado».
II. Expone luego el autor sagrado (vv. 23–28) la forma en que el sacrificio de Cristo quita el pecado. En el versículo 22, había hablado de «purificación» y de «perdón». Por eso, en los versículos 23, 24, habla de las esferas o lugares en que las correspondientes purificaciones se ponen por obra; mientras que en los versículos 25, 26, trata del perdón que el sacrificio de Cristo ha obtenido para todos los tiempos:
«una vez para siempre (v. 26), en contraste con el «cada año» (v. 25). En los versículos 27, 28, recalca con nuevo énfasis el carácter definitivo del sacrificio de Cristo.
1. En el versículo 23, el autor sagrado alude a todo lo que ha mencionado como rociado con sangre, en los versículos 19 y 21, y dice que todo ello era copia calcada (gr. hupodeígmata, el mismo vocablo de 8:5, que conviene releer) de las cosas celestiales. Pero la purificación que nosotros necesitamos tiene que ver, no con figuras y sombras, sino con las realidades mismas, las cosas celestiales (v. 23b), puesto que (v. 24) fue en el santuario celestial donde Cristo entró, no en uno hecho de manos de hombre en la tierra,
«para presentarse por nosotros en la presencia de Dios» (más literalmente: «para ser manifestado al rostro de Dios—versión exacta del hebreo, liphney Elohim—, a favor—gr. huper—, de nosotros»). Dos detalles merecen especial atención:
(A) ¿Qué «cosas celestiales» son ésas que necesitan ser purificadas? No olvidemos que el contraste es entre las cosas materiales del santuario terrestre y las realidades espirituales del santuario celeste, y que así como la purificación de las cosas que eran esbozo y sombra (v. 8:5) tenía que ver con la contaminación legal, así la purificación de las realidades celestes tiene que ver con la contaminación interior de la conciencia. Por tanto (y téngase en cuenta que estamos entre símbolos y metáforas), las cosas celestiales que necesitan purificación son, con la mayor probabilidad, las leyes divinas violadas, contaminadas por las irregularidades que impiden el acceso al trono de la gracia. Esas irregularidades son, pues, los pecados de los hombres, ya que ésos, globalmente, son los elementos que impiden el acceso al trono de Dios y el objetivo que el sacrificio de Cristo tenía a la vista (v. 26, al final: «para quitar de en medio el pecado»). No creo que tenga que ver directamente con la rebelión de Satanás y sus huestes, pues la redención no estaba programada para los ángeles (2:16).
(B) ¿Por qué habla el autor sagrado de «mejores sacrificios» (en plural), siendo así que Cristo ofreció un solo sacrificio? (v. vv. 26, 28, así como 7:27; 10:10, 12, 14.) Es, con la mayor probabilidad, un plural de intensidad. Dice Kuinoel (citado por J. Brown): «El autor de la epístola usó el plural porque había usado el plural al hablar de la purificación del tabernáculo terrenal, y por causa de la superioridad del sacrificio de Cristo, que superó a todos los otros sacrificios en su poder y eficacia».
2. En los versículos 24–26, el autor sagrado muestra que la superioridad del sumo sacerdocio de Cristo sobre el de Aarón se echa de ver no sólo por su naturaleza, superior a la del sacerdocio aarónico, sino también por el grado de su eficacia de tal modo que no necesitaba repetición. Dicen así dichos versículos en la NVI: «Porque Cristo no entró en un santuario hecho por mano de hombre, el cual era mera figura (gr. antítupa; aquí, en sentido diverso del que suele tener el vocablo) del verdadero, sino que entró en el cielo mismo, para comparecer ahora en favor nuestro en la presencia de Dios. Y no entró en el cielo para seguir ofreciéndose una y otra vez, a la manera que el sumo sacerdote entra en el Lugar Santísimo cada año con sangre que no es la suya propia; porque entonces Cristo debería haber padecido muchas veces desde la creación del mundo; sino que ahora se ha manifestado una vez para siempre al final de los tiempos, para acabar con el pecado por medio del sacrificio de sí mismo». Notemos algunos detalles que requieren aclaración:
(A) El cielo es un estado, y también es un lugar. Es en este segundo aspecto en el que el autor sagrado considera la entrada de Cristo en el cielo, pues la comparación es entre el santuario terrenal (un lugar), hecho por mano de hombre, y el santuario celestial. Por «cielo (como lugar) ha de entenderse, por supuesto, lo que Pablo llama el «tercer cielo» o «cielo empíreo», en el que Dios reside, simbólicamente, de un modo especial.
(B) El versículo 25, según aparece en el original (y en nuestra Reina-Valera), comienza por una elipsis: «ni para ofrecerse muchas veces a sí mismo …» (lit.), por lo que ha de suplirse algo; con la mayor probabilidad, lo que suple la NVI, al comenzar: «Y no entró en el cielo para seguir ofreciéndose …». El verdadero sentido es que «no entró en el cielo para salir de nuevo y volver a ofrecerse», no que haya de ofrecerse (una vez por todas) dentro del cielo. Grocio erró por entender mal esto. En efecto, el autor sagrado compara el sacerdocio de Cristo con el de Aarón. El sumo sacerdote aarónico extraía la sangre de la víctima y ofrecía ésta en el altar de los holocaustos (¡por tanto, fuera del santuario!). Después, tomaba la sangre y la introducía en el Lugar Santísimo. Ahora bien, Jesucristo ofreció su único sacrificio al morir en la Cruz, donde derramó su sangre; y por medio de su propia sangre (v. 12; nótese que no dice «con su sangre», sino «por medio de su sangre»), es decir, mediante el derramamiento de su sangre, se abrió paso hasta lo íntimo del santuario celeste.
(C) El versículo 26 recalca la misma idea, y hace ver que si Cristo hubiese tenido que actuar como el sumo sacerdote aarónico, le habría sido necesario sufrir la muerte muchas veces desde la creación del mundo, es decir, desde la caída de nuestros primeros padres, pues fue desde entonces (v. Gn. 3:21) cuando hubo necesidad de expiar el pecado por medio de sacrificios que apuntasen al Calvario. Más aún, sobre el mismo principio, todavía tendría que seguir ofreciéndose ahora, mientras hubiese un solo pecado que expiar. Dice J. Brown: «Pero sabemos que tal cosa no ha sucedido; sabemos que “la remisión de todos los pecados que pertenecen al pasado, mediante la paciencia de Dios” (v. Ro. 3:25—el paréntesis es mío—), se llevó a cabo sobre la base de la predeterminada propiciación en la sangre de Cristo; y también sabemos que todos los pecados que se han cometido o están todavía por cometerse, habrán de ser perdonados, y serán perdonados, sobre la base de la misma propiciación».
(D) En efecto, el sumo sacerdote aarónico era sacerdote, pero no era víctima; por tanto, después de entrar en el Lugar Santísimo con sangre ajena, salía vivo y dispuesto a entrar de nuevo al año siguiente con la sangre de nuevas víctimas, pues ni el sacerdote ni las víctimas tenían el carácter y el poder necesario para expiar por los pecados. Pero Cristo entró en el cielo mediante su muerte y resurrección; ésta es irreversible (v. Ro. 6:10), por lo que es imposible que tal obra se repita en modo alguno; ni lo necesita, pues la obra del Calvario es perfecta, tanto en sí misma (7:27, 28) como en su resultado (10:14).
3. Este aspecto de total finalidad es el que el autor sagrado pone de relieve en los versículos 27 y 28, sirviéndole el versículo 27 de una ilustración para el 28. Dicen así literalmente (según la versión más probable) en el original: «Y de la misma manera que está reservado (o destinado) a los hombres morir una sola vez, y después de esto (el) juicio, así también el Cristo, ofrecido una sola vez con vistas a llevar (los) pecados de muchos, por segunda vez se aparecerá (más lit. será visto), aparte de pecado, para salvación, a los que le aguardan con afán». Analicemos estos versículos:
(A) El griego kath’ hóson, que muchas versiones (entre ellas, la NVI y nuestra RV) traducen por «de la misma manera», admite una versión, quizá más literal, parecida a «en cuanto que» o «por cuanto» (S. Bartina), ya que el autor sagrado, no sólo está poniendo una ilustración, sino tambien una cierta conexión entre los dos versículos 27 y 28. La idea es la siguiente: Así como los hombres mueren una sola vez y, tras de la muerte, sólo les queda comparecer ante el juicio de Dios, así también Cristo murió una sola vez por todos (2 Co. 5:14) y, habiendo condenado al pecado en su carne (Ro. 8:3b), sólo le queda «su gloriosa manifestación para sacar a luz una salvación perfecta a favor de todos aquellos que le esperan» (Trenchard).
(B) Los resucitados por Cristo durante su vida mortal (el joven de Naín la hija de Jairo y Lázaro) volvieron a morir; su primera muerte puede llamarse «provisional», pues entraba en los designios de Dios que habían de volver a la vida como señal de la mesianidad de Jesús. La muerte a la que aquí se refiere el autor sagrado es la definitiva, tras de la cual hay una resurrección definitiva para vida o muerte eternas. Bien puede, pues, decirse que los hombres mueren una sola vez. Esto es muy solemne, y basta este versículo para refutar la doctrina hindú y platonicognóstica de sucesivas reencarnaciones. Es en esta única vida donde nos jugamos nuestro destino eterno, y ello nos debe hacer reflexionar profundamente y estimularnos a volvernos cuanto antes al Señor; aunque sea en sentido acomodaticio, bien podemos cada uno aplicarnos aquello de Amós 4:12: «prepárate para venir al encuentro de tu Dios».
(C) Aunque «muchos» no lleva artículo en el original, una rápida ojeada a Isaías 53:11; Mateo 20:28; Marcos 10:45; 1 Timoteo 2:6 y, en esta misma epístola, 2:9, basta para convencernos de que equivale a «todos». Incluso un calvinista tan acérrimo como J. Brown dice a este respecto: «Casi ninguna otra cosa del Nuevo Testamento me parece más clara que el que, en un sentido, Cristo se dio a Sí mismo en rescate por todos, y, en otro más alto sentido, se dio a Sí mismo por la Iglesia. La declaración de que murió con especial referencia a los que actualmente son salvos, de ningún modo se opone a la declaración de que murió con general referencia “el justo por los injustos”» (1 P. 3:18).
(D) Lo de que «se aparecerá aparte del pecado» significa que, en su Segunda Venida, Cristo no tendrá que hacer nada con respecto al pecado, puesto que todo lo que tiene que ver con el pecado fue definitivamente tratado en la Cruz del Calvario, donde Cristo fue hecho pecado (2 Co. 5:21). Fue entonces cuando estuvo cargado con la iniquidad de todos (Is. 53:6b). No le queda, pues, ninguna otra iniquidad con que cargar.
(E) La construcción griega de la última frase del versículo 28 en el griego original se presta a diferentes traducciones; sólo un cuidadoso análisis nos puede proporcionar la versión más correcta. Las palabras aparecen en el siguiente orden: «será visto por los que le están esperando con afán para salvación». Que todos los hombres le verán, lo sabemos por Daniel 7:13; Lucas 21:27, pero no todos le verán para salvación. Por tanto, la construcción correcta debe ser: «será visto para salvación …». Por otra parte, no cabe traducir «será visto en orden a la salvación para los que le están esperando», porque no cuadra con las normas gramaticales de la sintaxis griega. La única traducción correcta, a mi juicio, es, pues, la siguiente: «será visto para salvación por los que le están esperando con afán».
(F) Finalmente, el vocablo «salvación» significa aquí, de acuerdo con el contexto, la fase final del proceso de la salvación, esto es, la glorificación. Recuérdese que el vocablo «salvación» tiene tres sentidos, conforme a los tres aspectos del pecado del que somos salvos: A la culpa del pecado corresponde el primer aspecto de la salvación que es la justificación; al poder del pecado corresponde el segundo aspecto de la salvación que es la santificación; y a la presencia del pecado corresponde el tercer aspecto de la salvación que es la glorificación. De este último aspecto de salvación es del que se trata aquí.
Continuando con el tema del nuevo sacerdocio, del nuevo sacrificio y del nuevo santuario, el autor sagrado, en este capítulo, «destaca el sacrificio, mientras que el capítulo 9 tenía por tema dominante el ministerio del sumo sacerdote en el verdadero tabernáculo» (Trenchard). I. Compara, pues, la eficacia del único sacrificio de Cristo con la total insuficiencia de los repetidos sacrificios del Antiguo Testamento (vv. 1–18). II. A continuación hace una exhortación parecida a la de 4:14–16, aunque más detallada (vv. 19–25). III. Finaliza con una solemne advertencia a los que continúan pecando deliberadamente (vv. 26– 39).
Versículos 1–18
Esta sección puede dividirse en cuatro partes: 1) insuficiencia de los antiguos sacrificios (vv. 1–4); 2) suficiencia del sacrificio de Cristo (vv. 5–10); 3) finalidad del sacrificio de Cristo (vv. 11–14); 4) el nuevo pacto implica el perdón de los pecados, por lo que sobra toda otra ofrenda por el pecado (vv. 15–18).
1. El argumento de los versículos 1–4 es el siguiente: La ley sólo contiene sombras, no realidades. Por eso, los sacrificios prescritos por la Ley no pueden llegar a la realidad del pecado para borrarla, pues su eficacia se basa en otra sombra, que es la sangre de animales. Veamos dichos versículos en la NVI: «La Ley es sólo una sombra de los bienes futuros, no la realidad misma de esos bienes. Por esta razón, nunca puede, por medio de los mismos sacrificios que se repiten incesantemente año tras año, hacer perfectos a los que se acercan a rendir culto a Dios. Si pudiera hacerlo, ¿no habrían cesado ya de ser ofrecidos? Porque, en tal caso, los que se acercan a rendir culto habrían sido purificados de una vez por todas, y no se habrían sentido por más tiempo culpables de pecado. Pero dichos sacrificios son un anual recordatorio de los pecados, porque es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados». Estamos familiarizados con estas ideas, pero hay detalles que requieren especial atención.
(A) Extraña, a primera vista, que el autor sagrado contraste «sombra» (gr. skiá) con «imagen» (lit. gr. eikón); pero este vocablo indica aquí la forma verdadera, como en una estatua sólida, de los bienes mesiánicos. Este contraste entre la sombra, inestable, huidiza, pasajera, y la imagen, sólida y estable, le sirve suficientemente al autor sagrado para lo que quiere poner de relieve, como le sirvió al apóstol el contraste de sombra y cuerpo en Colosenses 2:17. Aquí viene bien una aguda observación de J. Brown, quien advierte que el autor sagrado no dice que la Ley era una sombra, sino que tenía una sombra, con lo cual se muestra que (a) la Ley, considerada en su totalidad, no era tipo; (b) que lo que de típico contenía, sólo imperfectamente era típico. Sólo la propia Escritura puede decirnos lo que allí había de tipo y lo que era mera sombra.
(B) En efecto, lo que de huidizo e inestable tenía la Ley en sus sacrificios (muchos), sus sacerdotes (muchos), su eficacia real (nula), hacía que la comparación entre tipo y antitipo no pudiese aplicársele con relación al sacrificio de Cristo (el de Isaac sí fue verdadero tipo). Sólo eran sombra, no imagen sólida. Por eso, «los que se acercan» (es decir, a rendir culto a Dios) no podían ser perfeccionados (v. 1b), no sólo como pecadores necesitados de perdón, sino ni siquiera como adoradores necesitados de aceptación.
(C) ¿Y cómo podían considerarse dignos de aceptación, cuando la conciencia les decía (v. 2) que no estaban limpios de pecado, puesto que los sacrificios que por ellos se hacían tenían que repetirse sin demora cada año? El hecho mismo de su repetición les decía que eran insuficientes para quitar los pecados, «de poder hacerlo, ¿no habrían cesado ya de ser ofrecidos?» (esta lectura de la NVI es la más probable, a la vista del original).
(D) Ese «anual recordatorio» de los pecados (v. 3) era la prueba palpable de que la sangre de los animales sacrificados no puede quitar los pecados (v. 4). Dice Trenchard: «Es interesante comparar la frase del versículo 3—“en estos sacrificios … se hace recordación de los pecados”, (Vers. H.A.)—con las palabras del Maestro al instituir la cena memorial: “Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados» (Mt. 26:28). “… Haced esto en memoria de mí” (Lc. 22:19). Este contraste pone de relieve de una forma dramática la gran diferencia en el valor de los sacrificios, pues bajo el antiguo pacto servían para traer a la memoria los pecados, mientras que, tras la perfecta remisión de éstos por el derramamiento de la sangre de Cristo, el recuerdo de los adoradores limpiados se fija, no ya en los delitos expiados, sino en la persona de la Víctima».
2. La porción siguiente (vv. 5–10) es de la mayor importancia, por cuanto en ella vemos los dos elementos (material y formal) del sacrificio de Cristo: el sacrificio mismo (elemento material) y la obediencia con que lo ofreció (elemento formal; comp. con Ro. 5:19b), ¡y esta obediencia es precisamente lo decisivo (v. 10, comp. con 5:8, 9, así como con 1 S. 15:22; Sal. 51:16) para nuestra salvación!
(A) «Por lo cual …» (v. 5), es decir, precisamente porque los sacrificios de la Ley no podían quitar los pecados, se presenta en el mundo el propio Hijo de Dios, el Mesías, para ofrecerse a Sí mismo por los pecados; pero aun esto mismo habría sido insuficiente si Dios mismo (el Padre) no le hubiese enviado precisamente a eso (v. lo de «me preparaste un cuerpo» del v. 5b, y lo de «para hacer tu voluntad» de los vv. 7 y 9, comp. con Is. 53:6, 10; Hch. 2:23, entre otros lugares).
(B) La cita de los versículos 5–7 está tomada del Salmo 40:6–8 conforme a la versión de los LXX. La diferencia más notable, que ya explicamos en el comentario a dicho salmo, es la del versículo 5c: «Pero me preparaste un cuerpo», mientras que en Salmos 40:6 dice: «Has horadado mis orejas». Baste decir ahora que la sustancia es la misma, pues por el oído entra el mandamiento, y con el cuerpo se cumple; en ambos casos se pone de relieve la voluntariedad de la obediencia, al tener en cuenta, además, que en hebreo oír y obedecer son el mismo verbo.
(C) En el versículo 7, parece indicarse que lo de «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» es una cita de la Escritura, pues continúa diciendo (v. 7b): «Como está escrito de mí en el rollo del libro» (es decir, en el cilindro donde se envolvía el rollo). La cita no puede hallarse literalmente en ningún lugar del Antiguo Testamento, pero sí el «sentido íntimo e interno de la ley, que el siervo de Dios, por la iluminación del Espíritu, había llegado a comprender» (Trenchard).
(D) En los versículos 8 y 9, el autor sagrado hace ver que el desagrado de Dios con respecto a los sacrificios del antiguo régimen (vv. 5, 6) da a entender el propósito divino de sustituirlos por algo que de veras le había de agradar: la obediencia perfecta de Su Siervo hasta la muerte. Por lo cual, el establecimiento del nuevo pacto, sobre la aceptación del derramamiento de la sangre de Cristo («lo segundo», en el v. 9, al final; «Segundo», en el tiempo no en calidad), significaba la abrogación automática de «lo primero» (el antiguo pacto, con las normas y sacrificios de la Ley).
(E) El sentido del versículo 10 se capta mejor en la NVI: «Y en virtud de esta voluntad hemos quedado nosotros santificados mediante el sacrificio del cuerpo de Jesucristo, ofrecido una sola vez para siempre». Analicemos este versículo:
(a) ¿De qué voluntad habla aquí, de la de Dios o de la voluntad humana de Jesucristo? El contexto no admite otra que la de Dios el Padre, de donde partió la soberana y amorosa iniciativa de nuestra salvación. Pero esa voluntad ha llevado a cabo la obra de «separarnos» para Él y «consagrarnos» a Él mediante la obediencia de Cristo a la voluntad del Padre en ofrecerse como sacrificio en expiación del pecado.
(b) Nótese lo de «el sacrificio del cuerpo», donde se pone de relieve el elemento material del sacrificio (comp. con Ro. 12:1, «vuestros cuerpos»), como eran los cuerpos de los animales los que eran ofrecidos en sacrificio. Es, además, en el cuerpo donde reside la sangre, que hace expiación por la persona.
(c) La finalidad del sacrificio de Cristo se recalca, una vez más, mediante el adverbio griego ephápax, una vez por todas, como en Romanos 6:10 y, en esta misma epístola, aquí y en 7:27 y 9:12.
3. En los versículos 11–14, es ampliado el concepto de finalidad perfecta en el sacrificio de Cristo. También estos versículos deben ser leídos en la NVI para no perder el sentido: «Día tras día, asiste de pie todo sacerdote y desempeña sus deberes religiosos; una y otra vez ofrece los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar los pecados. Pero cuando este sacerdote hubo ofrecido para siempre un solo sacrificio por los pecados, se sentó a la derecha de Dios (comp. con 1:3). Desde entonces, está aguardando a que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies, porque con un solo sacrificio ha hecho perfectos para siempre a los que van siendo santificados».
(A) El primer detalle digno de especial atención es el contraste entre el «asiste de pie» del versículo 11 y el «se sentó» (aoristo, de una vez por todas) del versículo 12. Esto tiene una relevancia extraordinaria, pues muestra claramente que el sacrificio de Cristo ha terminado para siempre y no puede volver a repetirse. En efecto, cada sacerdote permanecía de pie mientras ofrecía el sacrificio. Sólo podía sentarse cuando, terminado el sacrificio, volvía a su habitación ordinaria. Por tanto, el hecho de haberse sentado Cristo significa que su función sacrificial se acabó. Cristo no vuelve ya más a ofrecerse ni con sus propias manos ni por manos de los sacerdotes, según sostiene erróneamente la Iglesia de Roma. Es cierto que siempre está vivo (comp. con Ap. 1:18; 5:6) para interceder por nosotros (7:25), pero lo hace sentado, como un rey; no como quien ruega, sino como quien manda.
(B) La razón por la que no necesita repetir en modo alguno su único sacrificio es que, por medio de Él, se obtuvo todo lo necesario para la salvación y santificación de los que, de gracia mediante la fe, reciben en sí mismos el fruto del árbol de la Cruz (v. Jn. 3:14, 15, comp. con Nm. 21:9), directamente, sin mediación de ningún sacramento. El autor sagrado lo muestra en el versículo 14: «Porque con un solo sacrificio ha hecho perfectos (pretérito perfecto) a los que van siendo santificados (presente continuo)», no sólo a lo largo de la presente dispensación, sino también durante todo el proceso de salvación de la vida de cada uno. Lo de perfectos significa, como en el versículo 1, tener los pecados perdonados para siempre, pacificada la conciencia, y purificado el corazón, cosas que ninguno de los antiguos sacrificios podía ofrecer.
(C) Por eso, los sacerdotes del antiguo régimen tenían que estar (v. 11) día tras día … una y otra vez ofreciendo los mismos sacrificios, ya que nunca podían borrar los pecados. El verbo para borrar es perieleín, quitar en derredor, «como si el hombre estuviera en su contorno totalmente cubierto de iniquidad» (Bartina).
(D) La espera de que habla el versículo 13 no es ansiosa, sino tranquila, pues es solamente cuestión de tiempo. La victoria definitiva de Cristo sobre sus enemigos fue llevada a cabo en la Cruz (Col. 2:14, 15); sólo queda, conforme a Salmos 110:1; 1 Corintios 15:25, que los derrotados enemigos vayan sometiéndose, de grado o por fuerza, hasta ser puestos por escabel de sus pies.
4. Los versículos 15–18 corroboran, al citar nuevamente de Jeremías 31:33, 34, la afirmación del versículo 14 de que una sola ofrenda de Cristo bastó para el perdón de los pecados. Ya vimos la cita, más extensa, en 8:8–12. Al autor sagrado le interesa aquí recalcar que «allí donde se da perdón de pecados, ya no hay lugar para ningún sacrificio más por el pecado» (v. 18, NVI). Nótese, una vez más, ese «y sus pecados y sus iniquidades no los recordaré ya jamás» (v. 17, NVI, siguiendo el orden que los vocablos guardan en el original). Este futuro, como hace notar Bartina, «acentúa la realidad del perdón divino. Dios de tal manera perdona, que no vuelve a reprochar el pecado cometido. Lo olvida. No quiere acordarse más de él, hablando a la manera humana».
Versículos 19–25
El autor sagrado, apoyado en todo lo que acaba de decir, exhorta ahora a los lectores, como lo hizo en 4:14–16, a entrar con entera libertad en el Lugar Santísimo hasta el trono de Dios. Resume primero (vv. 19–21) los factores que confluyen para darnos tal libertad. Hace la exhortación propiamente dicha a acercarnos allá (v. 22). Exhorta finalmente a la perseverancia, al amor mutuo y a la mutua exhortación congregacional (vv. 23–25).
1. El factor decisivo («precioso pasaporte», como lo llama Trenchard) para conseguirnos dicha libertad (v. 19, gr. parrhesían, como en 4:16, donde puede verse el comentario), es el derramamiento de la sangre de Jesús (lo de Cristo no está en el original). El griego dice literalmente «para la entrada de los santos», es decir, en los lugares santos, donde se incluye el Lugar Santísimo. Esto es evidente, además, no sólo por el contexto posterior, sino también por el paralelismo con 4:14–16. Nótese que aquí ya se ha roto el velo; no hay, por tanto, separación alguna entre el Lugar Santo y el Santísimo. Su cuerpo, ya rasgado para dar salida a la sangre, es como el velo, también rasgado (v. Mt. 27:51); así se abrió el acceso al trono de la gracia. El tercer factor es (v. 21) el sacerdote mismo sobre la casa de Dios (comp. con 3:6 y 1 Ti. 3:15).
Es una lástima que las versiones pierdan gran parte del especial sabor que el original ofrece en el versículo 20 y que comienza literalmente como sigue: «la cual (entrada, del v. 19) inauguró para nosotros, (como) un camino recién matado (gr. prósphaton, única vez que tal vocablo sale en el Nuevo Testamento) y viviente …» (la misma paradoja de Ap. 1:18; 5:6). Si apuramos un poco más la etimología de prósphaton, veremos que significa «recién degollado» y nos recuerda la forma en que se confirmaba un pacto solemne (v. Gn. 15:10, 17): al partir las víctimas por la mitad y pasar los contratantes por en medio, es decir, por la sangre que afluía al centro. Era, pues, «un camino recién sacrificado que daba la seguridad de las bendiciones garantizadas por el pacto» (Trenchard). Y ¿cómo no recordar lo de «Yo soy el camino …» (Jn. 14:6)?
2. Viene luego, sobre estos motivos, la exhortación general del versículo 22, que dice así en la NVI:
«Acerquémonos con un corazón sincero y con plena seguridad de fe, teniendo los corazones purificados de una conciencia culpable y teniendo nuestros cuerpos lavados con agua pura». Analicemos algunos detalles:
(A) El verbo para «acerquémonos» (gr. proserkhómetha) es el mismo de 4:16; 7:25; 10:1; 11:6; 12:18, 22, y en esta epístola suele tener sentido cultual, como era el acercarse del sumo sacerdote a la presencia de Jehová en el Lugar Santísimo.
(B) La «plena seguridad de fe» equivale a una «creencia completa y segura», propia de un corazón verdadero (gr. alethinés), esto es, leal, sincero. Así, pues, la fe de que habla aquí el autor sagrado no es la fe mediante la que somos salvos (Ef. 2:8), sino la firme creencia en la realidad y eficacia del sacrificio de Cristo. Dice J. Owen: «La plena seguridad de fe se refiere aquí no a la seguridad que uno tenga de su propia salvación, ni a grado alguno de tal seguridad; es solamente la plena satisfacción de nuestra alma y de nuestra conciencia en la realidad y eficacia del sacerdocio de Cristo para darnos aceptación para con Dios, en oposición a todos los demás métodos y medios».
(C) El original dice a continuación: «rociados los corazones de mala conciencia», «donde se alude a la consagración de Aarón y sus hijos, cuyas vestiduras fueron rociadas con sangre, para que pudiesen entrar en el santuario» (J. Brown). Ese rociamiento les purificaba de la contaminación ceremonial, exterior, pero aquí es un rociamiento interior, del corazón, para purificarlo de los pecados con que una conciencia culpable nos puede acusar delante del tribunal de Dios e impedirnos el acceso digno a su presencia.
(D) Lo de tener el cuerpo lavado con agua pura es, para Trenchard, algo representado en el simbolismo de Levítico 8:6; así lo tiene él como «lo más probable». Sería entonces otra manera de decir que «todo el ser del creyente ha de ser purificado con el valor de la sangre de Cristo aplicada en la potencia del Espíritu Santo». Pero después de lo del rociamiento interior del corazón, este lavamiento del cuerpo parece aludir más bien a un requisito exterior, por lo que tanto los autores catolicorromanos como los evangélicos en general (Brown, Ryrie, F. Hawthrone, etc.) ven aquí una alusión al bautismo de agua (comp. con Hch. 22:16; 1 Co. 6:11; Ef. 5:26; Tit. 3:5; 1 P. 3:21).
3. En los tres versículos restantes de esta sección (vv. 23–25), el autor sagrado exhorta a los lectores, incluyéndose él, a la perseverancia, al amor mutuo y a la mutua exhortación congregacional. Vamos por partes:
(A) Dice el versículo 23 en la NVI: «Mantengamos inamovible la profesión de nuestra esperanza, porque el que ha hecho la promesa es fiel». El griego dice, como en otros lugares, «confesión» donde las versiones leen «profesión». Se refiere, de todos modos, al testimonio que hemos de dar de nuestra fe, como en Romanos 10:9, 10; 1 Timoteo 6:13; 1 Pedro 3:15 y, en esta misma epístola, 3:1. Dice Trenchard:
«El que se adentra para adorar, ha de salir luego para testificar de las maravillas que el Señor ha hecho con él». Puesto que la fidelidad del Señor en cumplir Su promesa es permanente, también debe ser permanente, más aún, sin oscilaciones (gr. akliné, que no se dobla, que no se inclina) la profesión de nuestra esperanza.
(B) La siguiente exhortación (v. 24) tiene que ver con la relación «horizontal» entre los creyentes: «Y consideremos cómo podemos incitarnos mutuamente al amor y a las buenas acciones» (NVI). El sentido del verbo griego katanoéo, en las catorce ocasiones en que ocurre en el Nuevo Testamento es de prestar atención (sentido intensivo de katá). Por tanto, el sentido aquí no es el de «tener consideración» a los otros hermanos, según suele entenderse la frase «tener consideración», sino la de prestar atención a incitarnos mutuamente …, como ha captado muy bien la NVI. Es sumamente curioso que el autor sagrado haya usado para expresar la incitación aludida el mismo vocablo griego (paroxusmón) que usa Lucas al describir el acaloramiento de Pablo y Bernabé en la disputa sobre Marcos (Hch. 15:39). Dicho vocablo no sale en ningún otro lugar del Nuevo Testamento, fuera de esos dos. En el griego clásico indicaba el grado más alto de la fiebre. Podríamos decir que hay una «calentura» mala, como la de Hechos 15:39, y otra buena, como es el caso aquí: el amor mutuo entre los creyentes ha de ser ferviente y práctico, no frío y de labios (v. 1 Jn. 3:16–18). Más aún, la piedad «vertical» hacia Dios se demuestra prácticamente, se prueba, en el amor «horizontal» al prójimo (v. 1 Jn. 4:20). Por eso, menciona el autor sagrado «las buenas obras» después del «amor».
(C) Finalmente, la exhortación del versículo 25 tiene matiz claramente «congregacional, eclesial»:
«No desertemos de nuestras reuniones, como suelen hacer algunos, sino animémonos unos a otros, y tanto más, cuanto que veis acercarse el Día» (NVI). Este versículo requiere especial análisis:
(a) El verbo que la NVI traduce por «desertemos» es enkataleipóntes (participio de presente, que da idea de un alejamiento continuo), el mismo de Mateo 27:46; Marcos 15:34; 2 Timoteo 4:10, 16, entre otros lugares. Más que un simple «dejar» (RV) es, pues, un modo de «desertar». ¿Qué motivos podían alegar estos creyentes hebreos para no asistir a las reuniones de la congregación? Dice S. Bartina: «Podía ser la desidia y negligencia que, como causa y como efecto, suele aliarse con una fe vacilante y enferma, cual era la de los lectores. Podía ser el egoísmo, aunque fuera con el pretexto de darse más a Dios. Podía ser la soberbia, que rehúye el trato con el pueblo (cf. 1 Co. 11:18–22; Stg. 2:2–6). Podía ser—y es lo más probable—el temor de las persecuciones que se acercaban en el horizonte». Como dice también Trenchard, «no habría mucha diferencia entre las reacciones de los hebreos del primer siglo y la de los españoles en el siglo XX». No es algo exclusivo de los españoles, digo yo, sino de todas las naciones donde la comodidad y el bienestar material han hecho perder el sentimiento de la propia indignidad y de la necesidad de acudir a la presencia de Dios en compañía de nuestros hermanos en la fe. ¿Qué puede esperarse de la inmadurez espiritual? (v. 5:11–14).
(b) Lo contrario de «desertar» de las reuniones es aquí, en el pensamiento del autor sagrado,
«reunirse para una mutua exhortación»; es decir, para animarse mutuamente, de palabra y con el ejemplo, a mantener inamovible la profesión de la esperanza (v. 23) y el fervor del amor mutuo (v. 24). Aunque el número no lo es todo en nuestras reuniones eclesiales, también es cierto que ayuda a sentirse apoyado y más seguro. Dice Bartina: «El no sentirse aislados ni solos, sobre todo en momentos de peligro, es estímulo y ánimo para ir adelante y no desfallecer».
(c) Este animarse y alentarse unos a otros tenía un matiz de urgencia por la inminencia, siempre presente, del Dia (comp. con 1 Co. 3:13; Ef. 4:30; Fil. 1:6, entre otros muchos lugares), que Pablo veía acercarse rápidamente (v. Ro. 13:11). Esta cercanía de la Segunda Venida del Señor había de estimularles (y a nosotros también) a estar bien preparados para recibirle (comp. con Fil. 4:5, «¡El señor está cerca!»)
Versículos 26–39
Esta porción se parece mucho, a mi juicio, a 6:4 y ss. y, contra la unánime opinión de todos los comentarios que conozco, creo que ha de interpretarse de un modo similar. Números 15:24–31 me da la clave para ello, como veremos. En 6:4–8, veíamos unas muy serias afirmaciones; lo mismo en 10:26–31. En 6:9, 10, veíamos una nota optimista; también en 10:32–34. En 6:11, 12, teníamos una exhortación; lo mismo, en 10:35–39.
I. La primera sección que acabamos de señalar (vv. 26–31), puede, a su vez, subdividirse en tres partes: 1) conminación (vv. 26, 27); 2) comparación; 3) confirmación.
1. Dicen así los versículos 26, 27 en la NVI: «Si continuamos pecando deliberadamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio por los pecados, sino sólo una terrible perspectiva del juicio y del fuego ardiente que ha de consumir a los enemigos de Dios».
(A) Lo primero que atrae mi atención en el versículo 26 es la conjunción griega gar (porque), que la NVI ha silenciado. Sin embargo, insinúa, a mi juicio, una conexión con el pecado de los que habitualmente desertan de las reuniones eclesiales. Estos hermanos, inmaduros y carnales, son reprendidos severamente, pero en ningún lugar se dice que no hayan sido salvos.
(B) Para entender el versículo 26, es menester acudir a Números 15:24–31, pues el paralelismo está bien claro si se compara Hebreos 10:29 con Números 15:30, 31. Por tanto, «pecar deliberadamente» de 10:26 equivale a «actuar con soberbia» (lit. con mano alta, Nm. 15:30; Dt. 17:12). Lo mismo en Hebreos 10:26 que en Números 15:31, hay un previo conocimiento (gr. epígnosin, pleno conocimiento) de la verdad (aquí, de la verdad cristiana; en especial, de lo referente al perfecto sacrificio de Cristo).
(C) Mientras los pecados de ignorancia, debilidad, inadvertencia, etc., eran expiados mediante sacrificios (Nm. 15:24–29), para quienes pecaban con soberbia, esto es, por rebeldía, con toda deliberación, no había sacrificio; tales personas debían ser cortadas de en medio del pueblo de Jehová (Nm. 15:30, 31). Éste es, pues, también el significado de la frase «ya no queda sacrificio por los pecados» en Hebreos 10:26. Dios los va a cortar (comp. con Jn. 15:2, 6; 1 Co. 11:30; 1 Jn. 5:16b) por medio de una drástica disciplina.
(D) Recordemos lo dicho en el comentario a 3:19: Los israelitas salidos de Egipto eran salvos por fe en la eficacia de la sangre del Cordero Pascual, con la que se habían rociado los postes y el dintel de las casas respectivas, pues esa sangre tipificaba la del Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn. 1:29). Las rebeldías posteriores no quitaban la salvación eterna, una vez adquirida, aunque en casos como el que llevamos entre manos exigiesen la imposición de la pena capital. Por tanto, ser cortado de en medio del pueblo no equivale a ser condenado eternamente. Así pues, también en Hebreos 10:26, el no quedar más sacrificio no equivale a que hayan sido excluidos del valor que la Obra de la Cruz tuvo para salvación eterna de ellos (comp. el v. 29 con 6:6b). De lo contrario, probaría demasiado (lo mismo que en 6:4), ya que para un falso profesante siempre queda abierto el acceso al perdón, con tal de que, en algún momento, escuche la invitación del Salvador (v. Jn. 6:35; Ap. 22:17) y cambie de mentalidad.
(E) La cosa parece ponerse más difícil por lo que añade el versículo 27: «sino sólo (queda) una terrible perspectiva del juicio y del fuego ardiente que ha de consumir a los enemigos de Dios». Pero es menester hacer las siguientes observaciones:
(a) Los lectores hebreos estaban familiarizados con casos como los de Nadab y Abiú (Lv. 10:1, 2) y los 250 hombres que ofrecían el incienso (Nm. 16:35), todos los cuales fueron consumidos por el fuego. Aunque, en muchos casos parecidos, se mencione incluso el Seol, no puede hablarse de condenación eterna, conforme al principio establecido en (D).
(b) Dios es mencionado como «fuego consumidor» (12:29), aun para los suyos. Nótese la repetida mención del fuego en 1 Corintios 3:13.
(c) La terrible perspectiva del juicio entra dentro de lo que Pablo llama «temer al Señor» (2 Co. 5:11), en un contexto inmediatamente posterior al de la presentación ante su tribunal. No todo será
«gozo» allí; si cabe vergüenza (v. 1 Jn. 2:28b), también puede caber miedo para los creyentes que aquí han sido rebeldes.
(d) El vocablo que la NVI traduce por enemigos, y la RV por adversarios, es en griego hupenantíous, que significa literalmente los que se oponen. El vocablo griego sólo sale aquí y en Colosenses 2:14. No se trata, pues, necesariamente de la enemistad del inconverso, sino de la oposición del creyente carnal.
2. Los versículos 28 y 29 establecen un contraste parecido al que vimos en 2:2, 3. El versículo 28 nos recuerda el principio normativo expuesto en Deuteronomio 17:2–6: La violación de la ley de Moisés (dada por mano de Moisés) era sancionada, sin compasión, con la muerte. Al hacer una comparación con este castigo, continúa diciendo el autor sagrado (v. 29): «¿Cuánto peor castigo pensáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios y juzgó común (es decir, inmunda) la sangre del pacto en la que fue santificado (esto es, puesto aparte para ser del pueblo de Dios) y ultrajó al Espíritu de la gracia?» (traducción literal). Analicemos este versículo 29, pues el versículo 28 no necesita mayor explanación:
(A) El autor sagrado hace ver aquí que el pecado deliberado al que viene refiriéndose desde el versículo 26 es un insulto grave (a) al Hijo de Dios, equivalente a pisotearle, (b) a Dios Padre, quien le santificó al rociarle con la sangre del pacto; y (c) al Espíritu Santo, a cuya gracia resiste (comp. con Ef. 4:30). Compárese esto con las siguientes frases de Números 15:30, 31: «Mas la persona que hace algo con soberbia … ultraja a Jehová … tuvo en poco la palabra de Jehová y menospreció (lit. quebrantó) su mandamiento». La semejanza es evidente; sin embargo, el castigo es allí la pena de muerte, no la condenación eterna, según lo repetidamente explicado.
(B) Dos pequeños detalles pueden ayudar a prestar apoyo a la opinión que sostengo: (a) Para «castigo», el autor sagrado no usa el término acostumbrado kólasis, sino timoría (única vez que sale este vocablo, pero véase el verbo de la misma raíz en Hch. 22:5; 26:11), cuyo exacto significado es el de imponer una pena que ayude a entrar en razón. (b) El verbo griego haguiázo, que aquí usa el autor sagrado, significa (sobre todo, por el contexto, la sangre del pacto) una dignación especial de Dios al rociarle con la sangre del pacto y separarle así para formar parte de Su pueblo. Véanse los equilibrios difíciles que los autores (Brown, Trenchard) tienen que hacer para dar una explicación que cuadre con la situación de un inconverso. Para Bartina, la cosa es sencilla, pues siendo catolicorromano, admite que la salvación se puede perder por un solo pecado «mortal». Pero la Escritura no admite la pérdida de la salvación, una vez adquirida de veras.
3. El autor sagrado confirma con un par de citas (v. 30) lo que viene diciendo, para concluir (v. 31) con una afirmación que, con razón, se traduce en forma de exclamación: «¡Terrible cosa es caer en las manos del Dios viviente!» (NVI).
(A) La primera cita es de Deuteronomio 32:35: «Mía es la venganza; yo retribuiré» (NVI). El original no trae lo de «dice el Señor» (RV). El apóstol Pablo cita también este lugar en Romanos 12:19 para exhortar al perdón de las injurias. Pero el autor de Hebreos lo cita para poner de relieve que Dios mismo, y no otro, es el que ha de castigar a quienes le desprecian.
(B) La segunda cita está tomada del versículo siguiente (Dt. 32:36; v. también en Sal. 135:14): «El Señor juzgará a su pueblo». El sentido de la frase en ambos lugares es que Jehová hará justicia a su pueblo. En cambio, aquí significa que castigará a los que, de su pueblo, le sean rebeldes. Nótese que, según el autor de Hebreos, todavía los llama «Su pueblo».
4. Los versículos 32–34, a semejanza de 6:9, 10, contienen una nota optimista. Esta vez, la nota no es de esperanza para el futuro como en 6:9, 10, sino de recordatorio del pasado. Dicen así los versículos 32– 34 en la NVI: «Recordad aquellos primeros días después que recibisteis la luz del Evangelio, cuando aguantasteis un duro combate arrostrando grandes padecimientos. A veces estabais públicamente expuestos a la afrenta y a la persecución; otras veces, compartíais los riesgos de los que se hallaban en circunstancias parecidas. Porque sentíais como propios los sufrimientos de los encarcelados y aceptabais con alegría la confiscación de vuestros bienes, porque sabíais que vosotros tenéis mejores y más duraderas posesiones». Dos cosas son las que aquí se ofrecen a nuestra consideración: (A) el conjunto de hechos históricos que subyacen a esta descripción del autor sagrado; (B) el objetivo que persigue al traerles todo esto a la memoria a sus lectores.
(A) En cuanto a los hechos, vemos que los hebreos a quienes se dirige el autor sagrado habían padecido persecución, exposición a las burlas del público, como lo eran los cristianos en Roma, confiscación de los bienes, etc. Que no habían sufrido todavía daño corporal, se ve por 12:4. En tan difíciles circunstancias, los lazos del amor fraternal se habían mostrado muy fuertes, pues se habían arriesgado en lo mismo que los demás hermanos sufrientes y habían compartido el sufrimiento de los hermanos encarcelados, a quienes visitarían con frecuencia y ayudarían con exhortaciones espirituales y con bienes materiales.
(B) El objetivo que el autor sagrado persigue con este recuerdo es animar a los lectores a no decaer de aquel estado de fervor espiritual, del «primer amor» (Ap. 2:4), como parece ser que lo estaban haciendo. La seria y solemne advertencia de los versículos 26–31 da a entender que, si no todos, algunos del grupo al que va dirigida la epístola, habían bordeado el límite entre el creyente carnal y el profesante inconverso. Que eran creyentes lo confirma, una vez más, el verbo griego photisthéntes (lit. iluminados, en participio de aoristo pasivo), que ya en los primeros siglos se aplicaba, no sólo a los que habían recibido la luz del Evangelio (como traduce libremente la NVI), sino a los que habían sido bautizados. Si, como sostienen la mayoría de los autores, el autor ha descrito, con las negras tintas de los versículos 26– 31, el estado del apóstata, más bien que el de un creyente extremadamente carnal y rebelde, este recordatorio de los versículos 32–34 serviría para decir algo así como: «Mirad a lo que habéis estado expuestos», más aún que: «Mirad de dónde habéis caído».
(C) Este recordatorio es conveniente para todos los creyentes y en todas las épocas de la Iglesia. Es notorio el caso de congregaciones que, en épocas de persecución, han mostrado gran fidelidad al Señor y ferviente amor a los hermanos y, no mucho tiempo después, pasada la tormenta, se han relajado hasta llegar a los últimos extremos de la carnalidad. Que éste era el caso de los hebreos a quienes va dirigida la epístola, se ve, no sólo por lo que el autor sagrado lleva dicho, sino también por lo que le queda por decir (v. por ej., 12:4, 5, 12, 13). Esto tiene una explicación psicológica: Durante la persecución, como en la guerra, el estímulo a resistir se reviste con caracteres de heroísmo; en la paz del hogar tranquilo, sin oposición de fuera, no se entrevén motivos para acciones heroicas que demanden una condecoración. Parece como si el esfuerzo primero hubiese agotado las reservas de energía. No es difícil ofrecer el pecho a una bala enemiga, para dar la vida de una vez; pero darla gota a gota, en el cumplimiento del anodino deber cotidiano, cuesta mucho más. Por eso se ha dicho, con bastante dosis de verdad, que el mal estado de cosas se debe, más que al esfuerzo de los malos, al cansancio de los buenos.
5. La exhortación, ya implícita en los versículos 32–34, se hace explícita en los versículos 35–39 con que acaba el capítulo. Veámoslos en la NVI que da bien el sentido: «Así que no arrojéis por la borda vuestra confianza, la cual será ricamente recompensada. Tenéis necesidad de constancia (gr. hupomonés, paciencia bajo circunstancias adversas), para que, cuando hayáis cumplido la voluntad de Dios, podáis recibir lo que Él ha prometido. Pues tras de un poco de tiempo, muy poco, el que está llegando vendrá y no llegará tarde. Pero mi justo vivirá por fe. Y si se vuelve atrás, no me complaceré en él. Pero nosotros no somos de los que se vuelven atrás y son destruidos, sino de los que creen y son salvos».
(A) El verbo apobállo, que sale únicamente aquí y en Marcos 10:50, significa arrojar de sí algo, como bien ha traducido la NVI. El autor sagrado viene a decir, pues, a sus lectores: «Está muy bien que os hayáis desprendido de vuestros bienes materiales, pero ¡no os desprendáis de vuestra confianza!» En este contexto, el conocido término parrhesía significa el denuedo para adherirse a Cristo en medio de todas las dificultades que les asedian (v. 12:1, 2). Dice Bartina: «No han apostatado, no han perdido la fe ni la esperanza; las conservan. Pero corren peligro de perderlas. Y será la pérdida del mejor tesoro».
(B) Como hemos explicado en el punto 4, apartado (C), cumplir a diario la voluntad de Dios es más difícil que arrostrar la muerte por Él durante lo más recio de una persecución; hace falta aguante continuo. Por eso les dice: «Tenéis necesidad de constancia, para que cuando hayáis cumplido la voluntad de Dios, podáis recibir lo que Él ha prometido» (v. 36, NVI) El que siembra con lágrimas segará con regocijo (comp. con Ro. 5:1–5; 2 P. 1:4–11).
(C) Después de todo, el tiempo se pasa rápidamente y «el que está llegando vendrá y no llegará tarde». El autor sagrado cita de Habacuc 2:3b y adapta a Cristo lo que Habacuc dice de Jehová. «El que está llegando» (gr. ho erkhómenos) es el epíteto que desde el Antiguo Testamento se daba al Mesias venidero (v. Mt. 11:3; 21:9; 23:39; Mr. 11:9, 10; Lc. 7:19, 20; 13:35; Jn. 1:27; Ap. 1:4, 8; 4:8). Ya hemos
dicho muchas veces que la Iglesia primitiva vivía en expectación constante de la Segunda Venida del Señor. Si parece retrasarse, es para dar tiempo al arrepentimiento (v. 2 P. 3:9).
(D) Por tercera y última vez, aparece en el versículo 38 la cita de Habacuc 2:4: «mi justo (dice aquí) vivirá por fe». Como dice Graham Scroggie, el énfasis cae aquí en vivirá, mientras que en Romanos 1:17 cae en justo, y en Gálatas 3:11 cae en fe. Conviene observar, además, que de los muchos matices que el vocablo fe encierra (siempre, sobre el concepto de seguridad), el matiz que destaca en Hebreos (v. 11:1, como lugar clave) es el de confianza en las promesas de Dios. La esperanza de estas promesas divinas es lo que da vida a la fe del cristiano, tomada como una actitud para afrontar la vida con todas sus dificultades. No es, pues, el matiz de medio subjetivo de justificación (comp. con Ef. 2:8) el que aquí se contempla.
(E) El autor de Hebreos trueca el orden de las frases en Habacuc 2:4, y al seguir la versión de los LXX, traduce la primera parte del versículo por «Si se vuelve atrás (es decir, si se retrae por cobardía), no me complaceré en él (lit. no se complacerá mi alma en él)». El cambio obrado por los LXX sobre el texto hebreo es muy considerable, pero le sirve admirablemente al autor de Hebreos. El texto hebreo dice:
«¡Mira! Está hinchado (es decir, es un arrogante); su alma no es recta en él» (lit.). «El que se vuelve atrás por cobardía» es, pues, lo contrario del que tiene el denuedo suficiente para aguantar pacientemente todas las adversidades (v. 35), con el vigor renovado que le presta la fe.
(F) Pero el autor sagrado no quiere terminar el capítulo con una nota triste, cuando se dispone a presentar la galería de héroes de la fe (cap. 11); prefiere animar a sus lectores, incluyéndose entre ellos (v. 39): «Mas nosotros no somos de retraimiento para ruina, sino de fe para ganancia de alma» (lit.). Como si dijese: «no pertenecemos al grupo de los que se retiran cobardemente, sino del partido de los que tienen fe para hacerse con lo que vale más que el mundo entero: la salvación del alma, es decir, de la persona entera» (comp. con Mt. 16:26; Mr. 8:36; Lc. 9:25). Para «retraimiento», el autor sagrado usa hupostolés, de la misma raíz que el verbo usado en el versículo 38 para «volverse atrás». El vocablo griego para «ganancia» es peripoíesis, como en Efesios 1:14; 1 Tesalonicenses 5:9; 2 Tesalonicenses 2:14 y 1 Pedro 2:9. El verbo de la misma raíz sale en Lucas 17:33; Hechos 20:28 y 1 Timoteo 3:13.
En este capítulo, para estimular mejor a los lectores a caminar con denuedo por el camino de la fe, el autor sagrado describe, como en una grandiosa galería de cuadros, numerosos ejemplos de héroes de la fe en el Antiguo Testamento, de los que destacan Abraham y Moisés. I. Ofrece primero una definición de la fe, según el preciso matiz que ya hemos explicado (v. 1). II. Presenta luego varios ejemplos de personajes del Antiguo Testamento, que cultivaron esta clase de fe. 1. En general (vv. 2, 3); 2. desde Abel a Noé (vv. 4–7); 3. se detiene especialmente en el ejemplo de Abraham (vv. 8–19). 4. Pasa luego a presentar brevemente el de Isaac, Jacob y José (vv. 20–22). 5. Vuelve a detenerse en el ejemplo de Moisés (vv. 23– 29). 6. Sin nombrar a Josué, presenta el ejemplo de la fe del pueblo en la toma de Jericó y de la de Rahab la ramera que escapó, por su fe, de la destrucción (vv. 30, 31). 7. Menciona rápidamente algunos otros nombres, y expone en especial sus hazañas de fe (vv. 32–38). 8. Termina declarando que Dios ha provisto para nosotros algo mejor (vv. 39–40), por lo que tenemos una responsabilidad especial en correr con paciencia la carrera que tenemos delante (vv. 1 y 2 del capítulo siguiente).
Versículo 1
El autor sagrado terminó el capítulo 10 diciendo que nosotros somos del grupo de los que tienen fe, en sentido de plena confianza en las promesas de Dios, pues éste es el matiz de fe que se destaca en toda la epístola. Y es según ese matiz como expone ahora la definición de fe como «la firme seguridad de las realidades que se esperan, la prueba convincente de lo que no se ve» (RV 1977). Analicemos palabra por palabra esta rica definición:
1. Para «firme seguridad», el griego tiene hupóstasis, el mismo vocablo que usó el autor sagrado para describir «el ser real» de Dios en 1:3. Es este concepto de «realidad» (latín substantia), que subyace bajo la movilidad cambiante de las cosas que nos rodean, lo que da a la fe la firme seguridad que posee. Esta seguridad es tal que hace ver como presentes las promesas que esperamos. Podemos decir con el apóstol:
«Yo sé a quién he creído» (2 Ti. 1:12b).
2. Las cosas que se esperan (en participio de presente continuativo) son, según el autor sagrado prágmata (v. en esta misma epístola, en 6:18; 10:1), es decir, no son meras ideas, ilusiones ni conjeturas, sino algo concreto, real; «práctico»—diríamos, siguiendo la etimología—. Son realidades, porque están fundamentadas en la Palabra de Dios, que no puede dejar de cumplirse.
3. Añade el autor sagrado que la fe es «prueba convincente de lo que no se ve». El vocablo griego que traducimos por «prueba convincente» es élenkhos, única vez que tal término ocurre en todo el Nuevo Testamento, pero el verbo correspondiente (elénkho) ocurre 18 veces, y en todas ellas (v. especialmente Jn. 3:20; 8:9, 46; 16:8) la idea es de presentar una prueba convincente. Al comentar este versículo, hace ver Juan el Crisóstomo la aparente paradoja de que la fe presente una evidencia de lo que no se ve (v. en Rouet de Journel, n.o 1.223). Conviene advertir que la certeza es de dos clases: (A) científica, cuando la realidad es patente al observador; ésta es incompatible con la fe, pues la fe requiere que el objeto no sea visto; (B) de fe, cuando la realidad se impone, no por observación sensorial, sino por la autoridad del sujeto que la afirma (Dios), el cual no puede engañarse (es infalible) ni engañarnos (es fiel).
Versículos 2–3
1. Dice el versículo 2 en la NVI: «Esto es lo que sirvió para acreditar a los personajes de la antigüedad» (lit. los ancianos). Estos personajes son los antepasados de Israel, y de ellos se dice aquí que se acreditaron o fueron dignos de alabanza y buen testimonio precisamente por haber creído firmemente las cosas que no veían y haber actuado en consecuencia (éste es el enlace obvio con el v. 1).
2. El versículo 3 debe leerse como en la NVI, pues la mayoría de las otras versiones trastornan el sentido del original: «Por la fe entendemos que el Universo fue formado a una voz de Dios, de forma que lo que se ve no fue hecho de lo que tiene apariencia exterior». Será necesario hacer algunas aclaraciones:
(A) El verbo para «entendemos» es nooúmen, porque creer es también pensar. La fe, es cierto, es de lo que no se ve, pero la revelación de Dios nos da luz para entender lo que no podríamos dejados a merced de nuestras luces naturales. Es el mismo verbo que usa Pablo en Romanos 1:20 para decir que las cosas invisibles de Dios se contemplan al entenderlas por medio de las cosas hechas.
(B) Por cierto, este versículo parece contradecir lo que Pablo dice en ese lugar de Romanos 1:19, 20, donde el apóstol apela, no a la fe, sino a la razón, para inferir la existencia de un poder creador divino, con lo que aun los paganos que carecen de revelación quedan sin excusa. Pero nótese bien la diferencia: En Romanos 1:19, 20, se trata sólo de inferir la existencia del Creador; aquí se habla de cómo fue organizado el Universo.
(C) En efecto, el autor sagrado no usa el verbo «crear», sino el griego katartízo (organizar, aderezar, equipar), que ya conocemos y que, entre más de una docena de lugares, sale en esta misma epístola en 10:5 y 13:21. Tratándose de la organización del Universo, no de la primera creación de la materia, el autor no intenta mostrar la creación de la nada, sino sólo que la formación del Universo, la creación segunda (como se la suele llamar), llegó a existir en virtud de la invisible palabra de Dios, «de forma, dice (o, mejor, con el fin de) que no de lo aparente resultara lo visible» (lit.). Dice Bartina: «Expresa finalidad y también, por el sentido, consecución».
(D) El autor sagrado, pues, no afirma explícitamente que la primera formación del mundo fuese de la nada. Tampoco lo niega, pues la creación de la nada formaba parte del pensamiento judío, al menos en la época en que se escribió Hebreos, ya que tal idea aparece explícitamente en 2 Macabeos 7:28, libro que los evangélicos no tenemos por canónico, pero que, como libro histórico, refleja el pensamiento judío. Por lo demás, véase el comentario al capítulo primero del Génesis.
Versículos 4–7
Comienza aquí la galería de héroes de la fe en el Antiguo Testamento. El autor sagrado menciona aquí a Abel, Enoc y Noé, para asentar también un principio general sobre la necesidad de la fe para agradar a Dios.
1. Dice el versículo 4 en la NVI: «Por la fe, ofreció Abel a Dios un sacrificio mejor que el que le ofreció Caín. Por la fe, fue acreditado como hombre justo, pues Dios habló bien de sus ofrendas. Y por la fe, todavía habla, aun a pesar de que está muerto».
(A) Vemos que tanto Abel como Caín recibieron de sus padres la información necesaria acerca de los sacrificios (al menos, con base en Gn. 3:21), pero, como sabemos por Génesis 4:4 y ss., Dios se agradó de los sacrificios de Abel, pero no de los de Caín. Aunque los de Abel pudieron ser mejores, simplemente por ser de lo más escogido del ganado, es probable que Caín prefiriese hacerlo a su modo, en lugar de seguir la pauta indicada por Dios.
(B) Lo de «por la fe fue acreditado como hombre justo» es una frase parecida a la de Génesis 15:6 con respecto a Abraham, y está de acuerdo con la doctrina expuesta por el apóstol en Romanos capítulos 3 y 4 sobre la justificación por la fe.
(C) Al decir que Dios habló bien de sus ofrendas, el autor sagrado tiene por palabras de Dios mismo lo que dice la Escritura (Gn. 4:4).
(D) Al asegurar que «por la fe habla, a pesar de estar muerto», el sentido de la frase es que la sangre derramada en tierra (Gn. 4:10) era como una voz de Abel, más elocuente que todas las palabras, que daba testimonio de que su muerte se debía, en último término, a la fe con que había ofrecido a Dios los sacrificios que Dios mismo requería. Éste es el riesgo que, frente al mundo, corren quienes, aferrados a su fe, vencen al mundo aun en el caso de que tengan que dar la vida por esa misma fe (v. 12:24, para otro sentido del clamor de la sangre de Abel).
2. Al pasar luego a Enoc, leemos en el versículo 5: «Por la fe, fue Enoc arrebatado de este mundo, de modo que no experimentó la muerte; y no se le pudo encontrar, porque Dios se lo había llevado. Pues antes de ser trasladado, fue recomendado como quien había agradado a Dios» (NVI). Génesis 5:21–24 nos muestra que la fe de este patriarca se expresó en su caminar con Dios en una íntima comunión, por fe, con su Hacedor. El autor sagrado deduce de este agrado de Dios que Enoc vivía por fe, pues (v. 6) «sin fe es imposible agradar a Dios». Comenta Trenchard: «Este “caminar” (de Enoc) se llevó a cabo, no en la soledad de una vida de anacoreta, sino en medio de la vida familiar, en la que “engendró hijos e hijas”».
3. Este caso de Enoc, como ya hemos aludido, lleva al autor sagrado a asentar un principio general (v. 6): «Y sin fe es imposible agradar a Dios, porque cualquiera que se llega a Él, debe creer que existe y que premia a los que le buscan con empeño» (NVI).
(A) El argumento del autor es el siguiente: Todo el que se acerca al Dios invisible, busca en Él dos cosas fundamentales: perdón y bendición. Por tanto, es menester que crea (puesto que no lo ve), no sólo en la existencia de ese Dios, sino también en su providencia amorosa para con aquellos que le buscan. De ahí la necesidad absoluta de la fe para agradar a Dios, pues sólo el que acepta por fe la revelación divina, certifica (lit. pone el sello) que Dios es veraz (Jn. 3:33).
(B) La última frase del versículo 6 parece dar a entender que la búsqueda de Dios (aun por la fe) es de carácter egoísta, «por el premio que Dios ofrece». Pero el verdadero creyente sabe que ese «premio» consiste, en primer lugar, en participar de una comunión más íntima con el Señor y en ser promovido a un servicio superior al que en este mundo le ha rendido (v. por ej., Mt. 25:21; Lc. 19:17).
4. De ahí pasa el autor sagrado brevemente al caso de Noé (v. 7): «Por la fe Noé, cuando fue avisado de la catástrofe que aún no se vería venir, con religioso temor fabricó un Arca para salvar a su familia. Por su fe condenó al mundo y se hizo heredero de la justificación que se alcanza por la fe» (NVI).
(A) El ejemplo de Noé es ya más explícito que el de Abel y Enoc, pues de él se nos dice aquí que fue avisado por Dios; tuvo, pues, revelación de parte de Dios de los planes que Dios tenía para acabar con la humanidad perversa y para salvarle a él y a su familia de la catástrofe. La fe de Noé adquiere, pues, una nueva dimensión como firme asentimiento a una declaración explícita de Dios.
(B) Es curioso que el autor use aquí el verbo khrematízo para expresar ese aviso de parte de Dios, pues el sentido original de dicho verbo es de hacer una transacción o negociar (de ahí el castellano «crematística»). El sentido aquí es de tener frecuente trato con Dios.
(C) Así fue, pues, cómo Noé alcanzó para sí y para su familia la salvación de la catástrofe del Diluvio. El apóstol Pedro toma esto como símbolo del bautismo (1 P. 3:21; v. el comentario a este lugar).
(D) Entendemos que por la fe se hiciese Noé heredero (es decir, partícipe) de la justificación que se alcanza por la fe, pero, ¿qué significa eso de que «por esa fe condenó al mundo»? Hay quienes piensan que el mero hecho de fabricar el Arca, exponiéndose a las burlas de sus coetáneos, pues no se veía asomo de lluvia, era ya una condenación del mundo, pero es mucho más probable que el autor sagrado se refiera a la predicación de Noé, conforme a lo que insinúan 1 Pedro 3:20; 2 Pedro 2:5. Dice J. Brown: «Pienso que la presente declaración, según es explicada en la epístola (es decir, 2 P. 2:5) de Pedro, nos da pie para concluir que Noé proclamó públicamente el aviso que había recibido de Dios, que reprochó a los coetáneos su perversidad, les invitó al arrepentimiento y, al continuar ellos en el pecado, les anunció la terrible sentencia de una destrucción común y universal».
Versículos 8–19
Llegamos ya al ejemplo de Abraham, uno de los dos principales que se comentan en este capítulo (el otro es el de Moisés). La fe de Abraham recibe su encomio en tres puntos: I. En su obediencia al llamamiento de Dios (vv. 8–10). II. En cuanto a admitir la promesa de Dios de que, a pesar de la esterilidad de su esposa y de la avanzada edad de ambos, habían de tener una descendencia numerosa (vv. 11, 12). III. En cuanto a reconocer, ante el mandato divino de sacrificar al hijo de la promesa, que Dios tenía poder para resucitarle de los muertos (vv. 17–19). Al hacer un alto, el autor sagrado muestra que todos estos héroes de la fe creían en una patria de ultratumba (vv. 13–16).
1. Comienza el autor sagrado (v. 8) ponderando la fe de Abraham al obedecer el llamamiento de Dios (v. Gn. 12:1 y ss.), y salir de su patria sin saber el lugar de destino, pues Dios no se lo dijo. El hecho de que tanto él como su hijo Isaac y su nieto Jacob moraran en tiendas (v. 9) mientras habitaban (gr. parókesen, la misma raíz que el forasteros de 1 P. 2:11), era una prueba de que no pensaban tener allí residencia permanente, sino que tenían los ojos de la fe puestos (v. 10) en una ciudad de firmes cimientos, cuyo arquitecto (planeador) y constructor es Dios (NVI). La mención de los cimientos firmes, sólidos, en comparación con las frágiles y transportables tiendas de campaña, da a entender una ciudad eterna, construida por el Dios viviente (v. 16) para residencia permanente de quienes han de vivir para siempre en comunión íntima con Él (comp. con Ap. 21:3).
2. Viene luego la mención de Sara, estéril y anciana, pero (aunque al principio se rió) creyó que Dios era fiel para cumplir su promesa (v. 11). Puesto que creyó, recibió poder para concebir.
3. La misma fe capacitó a Abraham para procrear y alcanzar una descendencia innumerable como las estrellas y la arena de la playa (v. 12), a pesar, dice, de estar ya muerto en cuanto a esto, en cuanto a sus funciones reproductivas, no en cuanto a su vitalidad en general, pues todavía vivió otros 75 años más.
4. Al llegar aquí, el autor sagrado intercala un paréntesis (vv. 13–16) para insistir en que estos patriarcas se consideraban extranjeros y peregrinos (este segundo vocablo es el mismo que Pedro usa en 1 Pedro 2:11, también en segundo lugar) en esta vida, al aspirar a la patria celestial (v. 16). Hay varios detalles en estos versículos que convendrá aclarar:
(A) La primera prueba que el autor sagrado aporta de la fe de estos patriarcas en la ciudad celestial es que seguían creyendo en ella, a pesar de que, uno tras de otro, iban muriendo (v. 13) sin haber recibido lo prometido.
(B) Que lo creían está claro por las actitudes que adoptaban: (a) «mirando de lejos lo prometido y saludándolo por fe» (v. 13, comp. con Jn. 8:56); (b) «confesándose extranjeros y peregrinos sobre la tierra»; en efecto, una y otra vez aparece en el griego de los LXX el verbo paroikéo, habitar como peregrino, y la frase ten guen tes paroikéseos, la tierra de la peregrinación (v. por ej., Gn. 17:8; 23:4; 28:3, 4); (c) al suspirar por otra patria (v. 14), ciertamente no se referían a la que abandonaron al salir para peregrinar, puesto que tuvieron suficiente tiempo para volver (v. 15); (d) finalmente, que se referían a la patria celestial, eterna (v. 16), se echa de ver en que Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos, aun después de haber muerto ellos (v. por ej., Gn. 26:24; 28:13; Éx. 3:6, 15; 4:5), de donde el propio Señor Jesucristo tomó pie para demostrar la futura resurrección (v. Mt. 22:32; Mr. 12:26; Lc. 20:37).
5. En los versículos 17–19, el autor sagrado habla de la fe que ejercitó Abraham cuando Dios le ordenó sacrificar a su hijo Isaac: «Por la fe Abraham, cuando Dios le puso a prueba, ofreció a Isaac en sacrificio. El que había recibido las promesas estaba a punto de sacrificar a su único hijo, a pesar de que Dios le había dicho: Por Isaac te vendrá la prometida descendencia. Abraham se hizo a sí mismo la reflexión de que Dios tenía poder para resucitar a los muertos y, por decirlo así, es como si hubiese recobrado simbólicamente a Isaac de entre los muertos» (NVI). Este último versículo, el 19, es el que requiere algunas aclaraciones:
(A) Al leer la narración de Génesis 22:1–19, nos percatamos de la fe que Abraham mostró antes de emprender el último trecho del camino que conducía al monte Moria, donde se le había mandado ofrecer a Isaac en sacrificio, puesto que dijo a sus siervos (v. 5, al final): «y volveremos a vosotros», en plural, a pesar de que habría vuelto él solo si Isaac hubiese muerto y Dios no lo hubiese resucitado.
(B) El texto sagrado dice que, efectivamente, Abraham ofreció a Isaac en sacrificio. El verbo está en pretérito perfecto, como para indicar un acto pasado cuyo efecto continúa. Dice Bartina: «Abram ofreció (prosenénokhen, en perfecto, e indica el acto plenamente realizado en el interior de su corazón) a Isaac». Es cierto que no llegó a inmolarlo, pero sí a ofrecerlo.
(C) De modo que es como si hubiese recobrado simbólicamente a Isaac de entre los muertos. No lo recobró literalmente, puesto que no llegó a morir, pero sí simbólicamente (lit. en figura; gr. en parábola, el mismo vocablo de 9:9). Para percatarse de esta figura, por la que el sacrificio de Isaac venía a ser tipo del sacrificio de Cristo en su muerte y en su resurrección, es preciso leer atentamente Génesis 22:10–13. Es cierto que no puede hallarse aquí un tipo perfecto del sacrificio de Cristo, pero sí hay una sombra bien esbozada si unimos en un solo ser la simbólica resurrección de Isaac con la literal inmolación del carnero. Dice Trenchard: «Isaac se halla atado sobre la leña y sobre su cuerpo se alza el cuchillo del sacrificador, momentos más tarde el cuerpo del carnero sangra sobre el altar, mientras que Isaac se halla lleno de vida, libre de las cuerdas que le sujetaban a los efectos del sacrificio de muerte».
Versículos 20–22
Brevemente se refiere el autor sagrado, en estos versículos, a la fe que ejercitaron respectivamente Isaac, Jacob y José.
1. «Por la fe (v. 20), bendijo Isaac a Jacob y a Esaú, puesta la vista en el futuro de ambos» (NVI). Al hacer caso omiso de las intrigas que desembocaron en esta bendición de Isaac a sus dos hijos, el autor sagrado sólo hace notar que fue por fe como bendijo a Jacob y a Esaú (por este orden), puesta la vista en el futuro de ambos, pues aunque otorgó a Jacob la bendición que correspondía al primogénito (Gn. 27:27– 29), también hubo para Esaú un asomo de bendición y, por cierto, con profecía a larga distancia de tiempo (v. Gn. 27:39, 40, comp. con 2 R. 8:20–22), teniendo en cuenta que esos dos versículos de Génesis 27:39, 40 deben leerse en la NVI o en la Biblia de las Américas, que dan la traducción más probable.
2. «Por la fe (v. 21), bendijo Jacob, cuando estaba para morir, a los dos hijos de José, y se prosternó en adoración apoyándose en la extremidad de su báculo» (NVI). El autor sagrado ha unido aquí en uno dos episodios distintos: (A) Génesis 48:20, que trae la bendición; (B) Génesis 47:31, que trae la adoración. El autor sagrado ha tomado este segundo de los LXX, que habla de la extremidad, cabeza o puño del báculo, donde el texto hebreo, según la puntuación masorética (que no es infalible), dice cabecera del lecho. En todo caso, lo que nos interesa es que, en ambos casos, Jacob actuó por fe: En 47:31, al creer firmemente que Dios le daría la Tierra Prometida a su descendencia, pues mandó a José que le enterrase con sus padres, es decir, en Canaán. En 48:20, al creer con la misma firmeza la revelación que le fue hecha acerca del porvenir de las dos tribus de Efraín y Manasés.
3. El versículo 22 se refiere a José: «Por la fe mencionó José, cuando ya se acercaba al fin de su vida, la salida de los israelitas de Egipto y dio instrucciones sobre lo que había de hacerse con sus restos mortales» (NVI). El autor sagrado hace aquí referencia a Génesis 50:24, 25 (comp. con Éx. 13:19), donde la fe de José se echa de ver en que, antes de morir, al creer firmemente la promesa hecha a sus padres, mandó que sus restos mortales (lit, sus huesos) fuesen trasladados a Canaán cuando los israelitas saliesen de Egipto en dirección a la Tierra Prometida.
Versículos 23–29
Llegamos ya a otra gran sección acerca de uno de los dos principales personajes del Antiguo Testamento que brillaron por su gran fe. Esta vez es Moisés, el gran caudillo de Israel, el personaje analizado.
1. La narración comienza (v. 23) con la mención de la fe de los padres de Moisés, quienes al desafiar el decreto del Faraón, escondieron al niño. La especial belleza de este hijo les hizo ver en él una especial predilección de la providencia divina. Ya tenían otro hijo mayor que Moisés, Aarón, además de María, la mayor de los tres, pero quizás el decreto del Faraón fue promulgado después del nacimiento de Aarón.
2. Los versículos 24–26 nos describen el primer gran gesto de fe de Moisés cuando tenia cuarenta años (Éx. 2:11, comp. con Hch. 7:23). Dicen así dichos versículos en la NVI: «Por la fe Moisés, cuando ya era adulto, rehusó ser conocido como hijo de la hija del Faraón. Prefirió ser maltratado con el pueblo de Dios, antes que disfrutar de los placeres del pecado por un breve tiempo; y tuvo por mayor riqueza el sufrir oprobios por causa de Cristo que el poseer todos los tesoros de Egipto, porque tenía puesta la mirada en la posterior retribución». Analicemos estos versículos.
(A) El espacio de que disponemos no nos permite aventurar una descripción de la indudable crisis espiritual por la que pasó Moisés para llegar a renunciar a su papel de príncipe en la corte del Faraón y, por lo que se deduce del contexto, de probable candidato al trono real de Egipto. Puede verse el magnífico comentario de Trenchard a este respecto. Sin duda que, para esas fechas, estaba bien enterado de su propio origen judío y de las promesas hechas a sus antepasados. Quizás le habían dejado también insatisfecho los honores, los placeres, el boato y las riquezas de la corte egipcia. Lo cierto es que Moisés tomó la decisión (v. 25) de sufrir los malos tratos que sus compatriotas sufrían, antes que gozar de la vida cómoda y ligera (gr. apólausin, vocablo que sólo sale aquí y en 1 Ti. 6:17), que incita al pecado, como era la de los magnates de la corte del Faraón.
(B) La misma idea se pone de relieve en el versículo 26: Puesta por fe la mirada en el galardón (comp. con 10:35), Moisés tuvo por mayores riquezas el oprobio del Cristo que los tesoros de los egipcios (lit.). Este «Cristo», es decir, «ungido», connotando la elección divina del pueblo escogido, no es otro que Israel, que tanto padecía en Egipto. Pero a lo largo de la Escritura hay cierta identificación del pueblo con el futuro Mesías, con lo que el paso del pueblo ungido al Mesías es fácil y natural. Por ejemplo, vemos lo difícil que resulta, en la porción de Isaías que se abre en el capítulo 40, distinguir si la mención al «Siervo de Jehová» se refiere al pueblo o al Mesías. Esta identificación no puede ser más explícita en Mateo 2:15, al final, donde el autor sagrado refiere a Jesucristo una frase de Oseas 11:1, claramente referida a Israel. Así se ve la gran semejanza entre 11:26 y 13:13, pues en ambos casos tenemos el griego oneidismón como vituperio u oprobio de Cristo (comp. también con Fil. 3:7–11; 1 P. 4:13 y ss.).
3. Por esta misma fe, Moisés (v. 27) «abandonó Egipto (v. Éx. 2:15; 10:28, 29) sin temer la cólera del rey; se mantuvo firme en su decisión, cual si estuviera viendo al Invisible» (NVI). Moisés se guiaba por fe, no por vista. Frente al relumbrón de la corte egipcia, los iluminados ojos de Moisés (comp. con Ef. 1:18) contemplaban la verdadera gloria de la corte celestial. ¡Evidencia de lo que no se ve! (v. 1). El mismo vocablo que el autor sagrado aplica aquí a Dios como el Invisible (ton aóraton) es el que Pablo le aplica en 1 Timoteo 1:17.
4. Al comentar sobre la aparente contradicción de este versículo con Éxodo 2:14, donde se nos dice que «Moisés tuvo miedo», dice Trenchard: «Eso fue la reacción momentánea e instintiva de uno que se hallaba en una situación de peligro; la frase del comentador inspirado aquí resume toda la actitud de Moisés durante aquella época, en la que se colocó en franca oposición al Faraón de aquel entonces, sin medir las consecuencias». A mi juicio, hay otro factor decisivo para observar la diferencia entre la actitud miedosa de Moisés en Éxodo 2:14 y su valentía en su trato posterior con el Faraón cuarenta años más tarde: Cuando tenía cuarenta años, Moisés quiso ser el Libertador de Israel por su propia iniciativa, sin que Dios le mandase; por eso tuvo miedo. En cambio, cuarenta años más tarde, actuó por mandato de Dios, y el mismo Dios que le mandó a verse con el Faraón, le dio también la valentía suficiente para cumplir el encargo.
5. «Por la fe, sigue diciendo el autor sagrado (v. 28), observó la Pascua y la aspersión de la sangre, para que el exterminador de los primogénitos no tocase a los primogénitos de Israel» (NVI). Tenemos en Éxodo 12 el relato de los hechos a que hace referencia el autor de Hebreos. La fe de Moisés se echó de ver en creer que, mediante la sangre de un corderito degollado, las casas de los israelitas podían quedar exentas del exterminio que el ángel de Jehová iba a traer sobre las casas de los egipcios. Es aquí donde la advertencia de 10:29, que hace referencia a la sangre del pacto, cobraba interés en la pluma del autor para hacer ver a sus lectores, como dice J. Brown, que «lo que la fe hizo para Moisés, la fe puede hacer para vosotros; lo que nada, sino la fe pudo hacer para Moisés, nada sino la fe puede hacerlo para vosotros». Pero ahora no era para separarse de los egipcios paganos, sino de sus propios compatriotas incrédulos. El pacto primero había de quedar abrogado, pero, como dice Bartina, «aquella sangre, cuya aspersión libraba del exterminio, era figura y tipo de otra sangre, la del Cordero futuro, sacrificado, que libraría de la muerte a los que serían redimidos por ella, y con ella se lavaran de sus culpas. El objeto de la fe de Moisés iba más allá de lo que a primera vista podría parecer».
6. Y tenemos ya (v. 29) a los israelitas frente al mar Rojo, al ser perseguidos de cerca por el numeroso ejército egipcio. ¿Qué harán? Otra vez fue la fe lo que les sostuvo y les dio intrepidez para pasar por el mar Rojo como por tierra seca (v. Éx. cap. 14). Creyeron a Dios que les había mandado pasar, mientras que los egipcios que pensaron que también podrían pasar el mar Rojo a pie enjuto, fueron tragados (o sorbidos, el mismo verbo de 1 Co. 15:54) por las aguas que habían vuelto a juntarse, una vez que los israelitas acabaron de salir del seco álveo del mar.
Versículos 30–31
1. Sin nombrar siquiera a Josué, el autor sagrado refiere sobriamente la toma de Jericó (v. 30): «Por la fe cayeron los muros de Jericó, tras haberlos rondado los israelitas durante siete días» (NVI). Fuesen cuales fuesen las circunstancias providenciales que contribuyeron al derribo de los muros de Jericó, lo cierto es que hacía falta fe para creer lo que Dios dijo a Josué (v. Jos. 6:2–5). Pero Josué y el pueblo lo creyeron y actuaron conforme había ordenado Dios.
2. En cambio, el autor sagrado nombra a la ramera Rahab (v. 31): «Por la fe, Rahab la prostituta, por haber prestado acogida a los espías, no pereció con los que habían sido desobedientes» (NVI). La hermosa profesión de fe de Rahab puede verse en Josué 2:9–11. En virtud de esta fe es como Rahab actuó (comp. con Gá. 5:6), al acoger a los espías, escondiéndolos y avisándoles sobre lo que habían de hacer. Nótese cómo en este versículo, bien considerado, hallamos la síntesis de la aparente contradicción entre Romanos 4:2 y ss. y Santiago 2:21 y ss.: Fe que se muestra genuina al actuar.
Versículos 32–38
Ahora viene lo que Trenchard titula «la legión anónima», aunque aquí (v. 32) figuran varios nombres; de los nombrados en el versículo 32 y de otros cuyo nombre no aparece en dicha lista se dicen muchas cosas en los versículo 33–38, cuyas referencias procuraremos encontrar.
Según hace notar J. Brown, esta sección se divide en dos partes: 1) desde el versículo 32 hasta la primera cláusula del versículo 35 inclusive, tenemos lo que estos héroes hicieron por medio de la fe; 2) desde el versículo 35b hasta el versículo 38 inclusive, tenemos lo que padecieron sostenidos por la fe.
1. El autor sagrado confiesa (v. 32) que no tiene tiempo suficiente (tantas y tan grandes son las hazañas) para contar todo lo que estos héroes de la fe hicieron y padecieron, sostenidos todos por la misma fuerza sobrenatural:
(A) Nombra primero a Gedeón (v. Jue. 6:11–8:32), pero su fe se echó de ver especialmente en Jueces 7:1–15.
(B) Viene después Barac (v. Jue. 4:6–5:31). El mandato y la revelación de Dios le vinieron por medio de la profetisa Débora, pero él creyó y actuó en consecuencia.
(C) De Sansón tenemos un largo relato en Jueces 13:24–16:31. A pesar de su vida desordenada, y hasta disoluta, Dios se valió hasta de sus pecaminosas debilidades para llevar a cabo sus designios a favor de Israel. Su fe se echa de ver, sobre todo, en Jueces 16:28–30: arrepentido, ora, cree y actúa. Véase el comentario a dicho lugar.
(D) Sin seguir el orden cronológico, el autor sagrado nombra después a Jefté (v. Jue. 11:1–12:7). Su fe se echa de ver especialmente en Jueces 11:29 y ss., pues el Espíritu de Jehová vino sobre él, no sólo con poder, sino también con revelación; creyó y actuó.
(E) Acerca de la fe de David habría mucho que contar, pero véase especialmente 1 Samuel 16:1, 13 y 17:45.
(F) Sobre el profeta y juez Samuel, véanse especialmente los capítulos 7 al 10 de 1 Samuel.
2. Viene después la mención de algunas cosas que hicieron sostenidos por la fe (vv. 33–35a): (A) lo de conquistaron reinos parece referirse a 2 Samuel 5:17; 8:2; 10:12; (B) administraron justicia (NVI), como en 1 Samuel 12:4; 2 Samuel 8:15. (C) Alcanzaron promesas, como en 2 Samuel 7:11 y ss.; (D) taparon bocas de leones, como en Jueces 14:5 (Sansón), 1 Samuel 17:34 (David), Daniel 6 (Daniel). (E) Apagaron (v. 34) fuegos impetuosos, como en Daniel 3:23–28. (F) Escaparon del filo de la espada; se revistieron de poder, siendo débiles. Ejemplos de esto pueden verse en Éxodo 18:4; 1 Samuel 18:11; 19:10; 20:1; 1 Reyes 19:1–18; 2 Reyes 6:8–7:20. (G) Se hicieron fuertes en la guerra, rechazaron invasiones de ejércitos extranjeros (lit.). Con relación a esto, véase, por ejemplo, Jueces 7:21; 15:8–15; 1 Samuel 17:51, 52; 2 Samuel 8:1–6; 10:15 y ss. (H) Las mujeres recibieron sus muertos mediante
resurrección (v. 35, comp. con 1 R. 17:22, 23; 2 R. 4:36 y ss.).
3. A partir del versículo 35b hasta el versículo 38, tenemos lo que las personas aludidas padecieron sostenidas por la fe. Dice Ryrie: «El trasfondo de mucho de lo que hay en estos versículos es probable que esté tomado del libro apócrifo de 2 Macabeos (6:18–7:42)». Recuérdese, una vez más, que tal libro, aunque no lo tengamos como canónico, es fidedigno como histórico, y si el autor de Hebreos hace referencia a hechos narrados en tal libro, como es lo más probable, el Espíritu Santo refrenda aquí infaliblemente su historicidad. Parece también haber algunas referencias, en los versículos 36–38, a hechos que conocemos de los libros canónicos. Por ejemplo, lo de prisiones y cárceles (v. 36b), en Génesis 39:20; Jeremías 20:2; 37:15; lo de fueron apedreados (v. 37), en 1 Reyes 21:13; 2 Crónicas 24:21; lo de aserrados, en 1 Samuel 12:31; 1 Crónicas 20:3; lo de muertos a filo de espada, en 1 Reyes 19:10; Jeremías 26:23; lo de cubiertos con pieles de ovejas, etc., en 1 Reyes 19:13, 19; 2 Reyes 2:8, 13 y ss.; Zacarías 13:4; lo de maltratados, a lo que se dice en esta misma epístola (11:25; 13:3); y, finalmente, lo de errando por los desiertos, etc. (v. 38b), en 1 Reyes 18:4, 13; 19:9, aparte de vicisitudes parecidas, experimentadas por David.
4. El autor sagrado intercala, al comienzo del versículo 38, la frase: «de los cuales el mundo no era digno». Dice J. Brown: «Sus perseguidores pensaban que ellos no eran dignos del mundo; pero la verdad era que el mundo no era digno de ellos. El mundo no podía compararse a ellos con respecto a su valía. Eran de un carácter elevado muy por encima del resto del mundo». Nótese cierta semejanza con estos versículos en 1 Corintios 4:11–13, que termina diciendo: «Hasta el presente, hemos venido a ser la basura del mundo, los desperdicios de la humanidad» (NVI). De cierto que el mundo no era digno tampoco del apóstol Pablo ni de sus colaboradores en la predicación del Evangelio de salvación.
Versículos 39–40
Estos versículos dicen así en la NVI: «Todos éstos quedaron acreditados por su fe y, con todo, ninguno de ellos alcanzó el cumplimiento de las promesas. Dios había planeado algo mejor para nosotros, para que sólo en compañía de nosotros pudiesen ellos llegar a la perfección». Notemos algunos puntos importantes:
1. Todos estos héroes de la fe quedaron acreditados por ella, al ser así, no sólo merecedores de alabanza por parte de los hombres, sino también aceptos a Dios por la confianza que pusieron en Él. Pero Dios difirió el cumplimiento de las promesas, de forma que ninguno de ellos consiguió el meollo de la promesa de Dios.
2. ¿Por qué esta dilación? Porque Dios, en sus inescrutables planes tenía preparado algo mejor para nosotros. Esta cláusula parece dejar de lado el interés de Dios por aquellos héroes del Antiguo Testamento, para centrarlo en nosotros. Pero no es ésa la intención del autor sagrado. Lo que él da a entender aquí es que, para que se cumpliera la promesa principal, que engloba y contiene a todas las demás, era menester que la simiente de la mujer (Gn. 3:15), aquel en quien habían de alcanzar bendición todas las familias de la tierra (Gn. 12:3; Gá. 3:8, 16), viniese a este mundo e hiciese la purificación por los pecados (1:3). Esto ha sucedido en nuestra era, en el cumplimiento de los tiempos (Mr. 1:15). Ellos tenían que esperar a que viniese el Mesías prometido. Dice Bartina: «Los santos del Antiguo Testamento tenían que esperar que hubiese llegado la plenitud de los tiempos y la alianza definitiva con la muerte de Cristo (cf. 1 P. 3:19). Después de su muerte hay la revelación de su gloria y la entrada en su reposo para todos».
En este capítulo, el autor sagrado, I. como colofón de todo lo que ha dicho en el capítulo 11, nos propone el ejemplo del gran adalid de la fe, nuestro Señor Jesucristo (vv. 1, 2). II. Después de proponer el ejemplo de Cristo, el autor sagrado anima a los lectores a no desfallecer bajo la aflicción (vv. 3–11). III. Exhorta después a que hagamos una revisión de vida (vv. 12–17). IV. Al adquirir la conveniente motivación (vv. 18–24). V. Termina el capítulo con una más de las solemnes advertencias del autor (vv. 25–29).
Versículos 1–2
Dicen estos dos versículos en la NVI: «Por consiguiente, también nosotros, estando como estamos rodeados por una nube tan gigantesca de testigos de la fe, debemos despojarnos de toda impedimenta y mantenernos a distancia del pecado que nos asedia, para correr con ligereza y constancia la carrera que nos ha sido asignada. Fijemos nuestros ojos en Jesús, el Pionero y Perfeccionador de nuestra fe, quien por el gozo puesto delante de Él, soportó la crucifixión, desdeñando la ignominia de tal suplicio, y está sentado a la derecha del trono de Dios».
1. Lo primero que notamos es ese «por consiguiente», que nos dice que lo que sigue a continuación es una consecuencia de lo que acaba de decir. El autor sagrado ha mencionado una serie de testigos de la fe (unos por su nombre, y otros anónimamente), tan grande que los compara a una nube, metáfora usada en todos los tiempos para designar una gran multitud.
2. Estos testigos de la fe aparecen aquí rodeándonos. Es otra metáfora, pues es obvio que no estamos rodeados de espíritus de los difuntos. Discuten los autores si, dentro de la metáfora, estas personas aparecen simplemente como testigos de la fe o como espectadores de nuestra carrera. Lo más probable es que nos rodeen de ambas maneras, lo cual se puede demostrar explicando lo que ocurría en las carreras olímpicas, de donde el autor sagrado ha sacado el símil. Dice J. Brown: «Una multitud casi increíble, procedentes de todos los estados de Grecia y de las comarcas circunvecinas, asistían a estos juegos como espectadores Los jóvenes más nobles de Grecia actuaban en la competición. En la carrera, a la que se hace alusión en el párrafo que tenemos delante, se señalaba un determinado trayecto, que los candidatos habían de cubrir en su carrera para adquirir pública fama, y al final del trayecto se erigía un tribunal donde se sentaban los jueces—hombres que, en años anteriores, habían sido ellos mismos competidores que habían obtenido los honores olímpicos—. Los vencedores en la carrera de la mañana no recibían sus premios hasta la tarde, pero, después de sus ejercicios, se unían al grupo de espectadores, y miraban mientras otros proseguían los mismos arduos trabajos que ellos habían llevado a cabo tan honrosamente. Si uno se percata de estos hechos, el sentido y la fuerza del lenguaje del apóstol se percibirá mucho más fácil y claramente».
3. Dos son los obstáculos que, según el autor sagrado, nos impiden correr bien en esta carrera de la fe
(A) Un peso o impedimenta. El vocablo griego ónkos significa primordialmente hinchazón o tumor que resulta en una protuberancia (¡buena metáfora para expresar la hinchazón de la soberbia, que es el mayor obstáculo en la carrera de la fe!), pero dentro del contexto actual significa más bien vestimenta ampulosa y desceñida (comp. con Ef. 6:14, «ceñidos vuestros lomos …»). ¿Quién habría de lanzarse a una carrera olímpica con tal impedimenta? ¿O quién trataría de engordar o de cargar con cualquier otro peso para lanzarse a tal ejercicio, que requiere ligereza de pies y ausencia de todo estorbo? (B) El segundo obstáculo es el pecado que nos asedia. Con esto se ve que el autor sagrado no se refiere aquí a pecados interiores (éstos entran en lo del peso interior), sino a las muchas tentaciones que nos asedian para estimular nuestra concupiscencia (v. 1 Jn. 2:16). Incluso preocupaciones que nos parecen legítimas y diversiones «inocentes» pueden sernos un grave impedimento
4. Pero lo más importante para correr bien esta carrera es tener los ojos fijos en Jesús (v. 2), a quien el autor sagrado describe como Pionero y Perfeccionador de la fe. Esta es la cuarta y última vez que el vocablo arkhegós sale en el Nuevo Testamento. Salió ya en 2:10, pero el matiz es aquí algún tanto diferente el que inicia y abre el camino de nuestra firme confianza en Dios y el que lleva a la consumación esta misma confianza, dándonos, con su ejemplo, la garantía de la victoria final. Por eso el apóstol Pedro exhorta a seguir de cerca sus pisadas (1 P. 2:21).
5. ¿Cómo fue Jesús nuestro gran ejemplo de fe? El autor sagrado nos lo declara a continuación «Por el gozo puesto delante de Él, soportó la crucifixión, desdeñando la ignominia de tal suplicio» (NVI). La preposición que el autor sagrado usa en cabeza de estas frases es antí, la cual puede significar (A) En lugar de; (B) A causa de; (C) A manera de. Gran número de autores (entre ellos, Trenchard y Bartina) se inclinan por el primer significado, como si Jesús hubiese tenido en Getsemaní una alternativa «posesionarse en seguida de la gloria que era suya por derecho propio» (Trenchard). Sin embargo, otros autores (entre ellos, J. Brown), a cuya opinión me adhiero, sostienen que el único sentido posible aquí es el segundo «a causa del gozo puesto delante de sí …». En efecto, las razones en favor de esta opinión son sumamente poderosas.
(A) En ningún lugar de la Escritura se lee que a Cristo le fuese propuesta como alternativa una vía de escape de la crucifixión. La voluntad del Padre era terminante a este respecto (v. Is. 53:6, 10; Jn. 10:18, al final; Hch. 2:23; 1 P. 1:20).
(B) La psicología de Jesús, como toda psicología humana, reaccionaba al estímulo de las motivaciones conforme a la fuerza que los diferentes valores ejercían en la balanza de la decisión. La diferencia a favor de Cristo, aparte de la impecabilidad exigida por la unión hipostática, estaba en la constante y total llenura del Espíritu (v. el comentario a 9:14), por el que se dejaba conducir indefectiblemente. El Espíritu le animaba y fortalecía en el duro y áspero camino a la Cruz poniéndole delante (a) la exaltación que se le había de seguir a causa de su total entrega a la voluntad del Padre (v. la frase final del v. 2, «y está sentado a la derecha del trono de Dios», comp., con 1:3; 10:12 y, en especial, con Fil. 2:9–11); (b) la satisfacción que había de experimentar al ver el fruto de su aflicción (Is. 53:10, 11).
Versículos 3–11
Después de proponer el ejemplo de Cristo, el autor sagrado anima a los lectores a no desfallecer bajo la aflicción, sino a ver en ella la mano amorosa de Dios que, mediante toda clase de dificultades, nos aplica la disciplina que más nos conviene.
1. Nos hace falta, en primer lugar, una seria consideración (vv. 3, 4) «Considerad a quien soportó tal hostilidad de parte de los pecadores, a fin de que no desfallezcáis ni perdáis ánimos. En vuestra lucha con el pecado, todavía no habéis resistido hasta el punto de tener que derramar vuestra sangre» (NVI). El griego analoguísasthe comporta la idea de reflexión profunda, de ponderación contemplativa. Dice Bartina «Que mediten la pasión de Cristo, y entonces sacarán el esfuerzo necesario, al comparar lo que Él pasó y toleró y lo que se pide a ellos que pasen y toleren». Después de todo, lo que los lectores de la epístola habían padecido no tenía comparación con lo que sufrió Jesús, ni aun con lo que habían padecido muchos de los héroes de la fe a quienes se ha referido el autor sagrado en el capítulo anterior. Ellos habían perdido sus bienes y sus cargos, y habían sufrido persecuciones y burlas, pero no habían sufrido heridas corporales.
2. En segundo lugar, viene un recordatorio, conveniente para ellos, lo mismo que para nosotros (vv. 5, 6): «Y os habéis olvidado de las palabras de aliento que os dirige Dios como a hijos, cuando dice: Hijo mío, no tomes a la ligera la corrección del Señor, y no te desanimes cuando te reprenda, porque el Señor corrige a los que ama (comp con Ap. 3:19) y castiga a todo al que acoge como a un hijo» (NVI). La cita está tomada de Proverbios 3:11, 12 conforme a la versión de los LXX. Una vez más hemos de notar que el autor sagrado pone en boca de Dios mismo lo que en Proverbios dice Salomón (v. 2 Ti. 3:16).
3. Tras del recordatorio, viene la exhortación propiamente dicha a recibir con gozo la disciplina, seguida de una seria advertencia (vv. 7, 8): «Aguantad para vuestra propia formación; Dios os está tratando como a hijos; porque, ¿qué hijo hay que no sea corregido por su padre? Si no os alcanza la corrección (y todos han pasado por ella), entonces es que sois hijos bastardos, no legítimos» (NVI). Conviene detenernos unos momentos en estos versículos.
(A) La primera cláusula del versículo 7 no es condicional, pues en el griego original no figura la conjunción ei (si). El verbo hupoménete puede estar en presente de indicativo o de imperativo. Las versiones modernas lo traducen en indicativo: «para educación sufrís». Sin embargo, me parece más probable la traducción de la NVI, por la sencilla razón de que dicho verbo no significa sufrir, sino tener paciencia (aguantar bajo el peso de circunstancias adversas), por lo que la cláusula se entiende mejor en imperativo: «para educación aguantad».
(B) La razón por la que ha de aguantarse esa disciplina es porque es para educación (gr. paideían, el mismo vocablo de Ef. 6:4; el verbo de la misma raíz se halla, entre otros lugares, en 1 Co. 11:32). Al hacernos pasar (o permitir que pasemos) por la tribulación, Dios tiene el designio de formarnos, de purificarnos, de orientarnos por el buen camino. Nos trata como a hijos, para que nos comportemos como está en su punto que se comporten los hijos en casa de un Padre tres veces santo; sólo los malos padres dejan sin corrección a sus malos hijos (v. Pr. 13:24).
(C) El autor sagrado afirma que todos los hijos de Dios han pasado por esa disciplina (v. 8). Por tanto, el que profesa ser hijo de Dios y no pasa por esa disciplina, tiene motivos sobrados para pensar que no es verdadero hijo de Dios, sino un bastardo intruso en la familia. Muchas veces me he puesto a pensar que cuando todas las cosas nos salen bien y nadie nos incomoda, es un síntoma malísimo. ¡Es para echarse a temblar! (v. Jn. 16:33; 2 Ti. 3:12).
4. Sigue una razón de sentido común, de menos a más (vv. 9, 10). «Además, todos nosotros hemos tenido padres humanos que nos corregían, y no les perdíamos por ello el respeto. ¿Cuánto más deberíamos someternos al Padre de nuestros espíritus, para conseguir la vida? Y por cierto que nuestros padres nos imponían correctivos pasajeros según creían conveniente; pero Dios nos corrige para nuestro mayor bien y para que compartamos su santidad» (NVI). Nótese la forma en que contrasta el autor sagrado la corrección que nos imponen nuestro padres humanos con la que nos impone nuestro Padre Celestial.
(A) Nuestros padres terrenales nos transmiten la vida que puso Dios en nuestros primeros padres (Gn. 2:7), mientras que Dios es el Padre de los espíritus (comp. con Nm. 16:22; 27 16; Ec. 12:7), puesto que Él puso en las narices de Adán el soplo (sinónimo de espíritu) de vida.
(B) Los padres terrenales disciplinan por pocos días (v. 10), esto es, durante unos pocos años, mientras que la disciplina de Dios es de más largo alcance, para lo que de veras es provechoso (comp con 1 Ti. 4:8), lo que aprovecha con respecto a la eternidad.
(C) Nuestros padres terrenales nos disciplinaban como a ellos les parecía, es decir, «según creían conveniente» (NVI). Aun cuando el castigo fuese justo, mesurado y merecido, podían equivocarse y ellos también eran pecadores, mientras que Dios, cuando castiga, tiene siempre e infaliblemente un motivo justo, un método correcto y un objetivo provechoso «para nuestro mayor bien y para que compartamos su santidad» (es, a fin de cuentas, para que nos parezcamos a Él lo mejor posible).
5. El versículo 11 merece especial meditación. «Ninguna corrección parece de momento agradable, sino más bien penosa; sin embargo, más tarde produce en retorno una cosecha feliz de vida santa a quienes se ejercitan en ella» (NVI). Cualquier palabra de corrección duele, por muy buena que sea la intención del que corrige, puesto que parece minar nuestro prestigio de personas «honorables». La corrección duele mucho más si no se limita a palabras, sino que afecta a nuestros bienes de fortuna, a nuestra salud, pérdida de seres queridos, etc. En los designios de Dios es buena pero no lo parece. Nótese que el autor sagrado no prohíbe que derramemos nuestro corazón delante del Señor, aun con lágrimas y gemidos, ante la adversidad. El propio Señor Jesús derramó lágrimas junto a la tumba de Lázaro (Jn. 11:35) y lloró a grito pelado en el huerto (5:7). Todo el énfasis del versículo 11 está en ese «mas al final» (lit.) que hallamos en medio del versículo y debe atraer toda nuestra atención. UN POCO DE SUFRIR AHORA (siembra), SE CONVIERTE LUEGO EN UNA VIDA MÁS SANTA, EN UNA COMUNIÓN MÁS ÍNTIMA CON NUESTRO PADRE CELESTIAL. ¿NO ERA ÉSE EL FIN QUE ÉL PERSEGUÍA
CON EL CASTIGO? (V. v. 10, al final). El original dice literalmente «devuelve fruto pacífico de justicia», que, conforme dice la nota de la NVI, «Rectitud o justicia equivale aquí a una conducta moralmente santa. La paz para un judío comporta el completo disfrute de las bendiciones divinas, la verdadera felicidad».
Versículos 12–17
Como consecuencia de lo que acaba de decir, el autor sagrado incita ahora a sus lectores a que reformen su conducta. Los versículos 12–14 expresan el aspecto positivo de la exhortación; los versículos 15–17 constituyen una seria advertencia …
1. Dicen los versículos 12–14 en la NVI: «Por tanto, cobrad vigor en vuestras manos perezosas y en vuestras rodillas endebles. Trazad rectos senderos para vuestros pies, a fin de que los cojos no den un traspié, sino que se curen. Haced todo esfuerzo para vivir en paz con todos y santamente; sin santidad, nadie verá al Señor».
(A) El versículo 12 exhorta a sacudir la pereza y emprender la acción. Las manos caídas a un lado y las rodillas paralizadas (lit.) son la expresión de un espíritu perezoso y deprimido. Es el desaliento psicológico frecuente en los cristianos carnales; no tienen ánimos porque carecen del necesario amor al Señor y a las almas por quienes el Señor murió (v. 1 Co. 8:11). Los miembros se atrofian y paralizan por falta de ejercicio, pero el amor hace que la fe actúe (Gá. 5:6).
(B) El versículo 13 alude al camino que cada uno emprende. Es menester que la senda sea recta, derecha (comp. con Pr. 4:26), para evitar tropiezos a sí mismo y a los demás. El tropiezo (el llamado
«escándalo de los débiles») del cojo, del hermano débil, carnal, que anda renqueando, puede serle fatal, puede provocar otro mal mayor, una dislocación (esto es lo que el verbo ektrápe da a entender) que le impida seguir la carrera (v. 1).
(C) El versículo 14 insiste en algo que también el apóstol Pablo tenía interés en insistir (v. Ro. 12:18; 14:19; Ef. 4:3). Con el trato afectuoso y apacible a todos los miembros de la comunidad (comp. con 10:24, 25), aun los débiles, los perezosos, inmaduros y carnales, llegarán algún día a animarse, a avanzar codo con codo (comp. con Gá. 5:25, 26; 6:1, 2). Dentro de una atmósfera de amor comunitario es más fácil la santificación (gr. haguiasmón), es decir, la separación de lo pecaminoso, de lo mundano, sin la cual no es posible gozar del favor y del trato íntimo de Dios. Ése es el sentido más probable de la frase «sin la cual nadie verá al Señor» (comp. con Mt. 5:8).
2. Veamos ahora los versículos 15–17 en la NVI, que aclara perfectamente el sentido de algunas frases oscuras a primera vista. «Vigilad para que nadie se vea privado de la gracia de Dios y para que ninguna raíz amarga vaya creciendo y cause disturbios, haciendo que se inficionen todos. Y que no haya ningún impúdico ni profanador, como Esaú, que por un solo plato de comida vendió sus derechos de primogénito. Más tarde, como sabéis, cuando quiso heredar la bendición, fue rechazado, porque no logró hacer cambiar la decisión de su padre, a pesar de que demandó con lágrimas la bendición».
(A) El vesículo 15 comienza con un verbo (episkopéo) que ocurre únicamente aquí, pero los sustantivos de la misma raíz salen en otros nueve lugares. Su etimología muestra claramente que es un mirar o vigilar desde arriba, es decir, con observación atenta y solícita, como de quien considera los hechos con miras muy altas y siente la responsabilidad de un vigía o atalaya. «Privado de la gracia de Dios» no significa que un creyente pueda perder la salvación, sino las bendiciones que garantiza el régimen del Evangelio (comp. con Ro. 7:6; Gá. 5:4). La raíz de amargura (comp. con Dt. 29:18) es cualquier planta pecaminosa que arraiga en uno o varios miembros de la comunidad eclesial y causa disturbios por el hecho mismo de ser contagiosa.
(B) El versículo 16 pone, como ejemplo de extrema carnalidad, a Esaú, a quien llama fornicario (gr. pórnos), en sentido espiritual, y profano (gr bébelos), indigno de penetrar en el santuario, puesto que no estimó las bendiciones espirituales que comportaba la primogenitura, sino que la devolvió (lit.) por una sola comida. Léase Génesis 25:29–34, donde se nos narra esta venta de la primogenitura. Hace notar Bartina que el vocablo pórnos, fornicario, se deriva del verbo pérnimi, vender, y que por eso se da el nombre de porné a la ramera, porque se vende a sí misma por dinero. La carnalidad de Esaú se echó de ver también al tomar mujeres de entre los hititas o heteos (v. Gn. 26:34, 35; 27:46).
(C) El versículo 17 se refiere al episodio que leemos en Génesis 27:19–40, que conviene leer atentamente, especialmente los versículos 33–37. Que lectores superficiales y con escasos conocimientos de las Escrituras entiendan aquí, en la frase del original «no halló lugar de arrepentimiento», que Esaú fue incapaz de arrepentirse, se explica. Pero que intérpretes diríamos «profesionales» sostengan lo mismo, me resulta increíble. Dice S. Bartina: «Muchos comentaristas entienden aquí que a Esaú mismo no le fue dado lugar de penitencia; es decir, lo entienden de la propia conversión de Esaú, que no le fue concedida». Con razón, refuta él mismo tan disparatada opinión. En el texto de Génesis no se trata en modo alguno del arrepentimiento de Esaú, sino del de Isaac, quien no podía cambiar su decisión, como muy bien ha traducido la NVI, puesto que había otorgado solemnemente a Jacob la bendición del primogénito. El Dios que manda a todos arrepentirse (Hch. 17:30) y ha prometido volverse hacia los que se vuelven a Él (v. entre otros muchos lugares, Zac. 1:3; Mal. 3:7), ¿cómo iba a negar la gracia del arrepentimiento al que la demandaba con lágrimas? A Esaú no le dolía ninguna cosa de carácter espiritual, sino los beneficios materiales que perdía con la pérdida de la bendición. ¿Por qué no los tuvo en cuenta cuando menospreció la primogenitura? (Gn. 25:34).
Versículos 18–24
En estos versículos el autor sagrado quiere que sus lectores tengan la correcta motivación en sus vidas y, como hizo el apóstol Pablo en Gálatas 4:21–31 al contrastar Agar y Sara como alegorías respectivas de la Ley y de la Gracia, él contrasta ahora, en sentido parecido, el monte Sinaí y el monte Sion, pero ahora lo hace con el propósito de que sus lectores se estimulen a actuar con amor, no por temor, pues así como el monte Sinaí inspiraba terror, el espiritual monte Sion invita a acercarse a Él, ya que allí todo habla de gracia y de perdón.
1. Viene primero la mención del monte Sinaí (vv. 18–21), aunque no se le nombra (al contrario que en Gá. 4:21–31, donde era Sion el que no se mencionaba por su nombre). Dicen así esos versículos en la NVI «No os habéis arrimado a una montaña tangible ni a un fuego ardiente, ni a oscuridad, ni a tinieblas, ni a huracán de tormenta; ni a un sonido de trompeta ni a un clamor de palabras tal, que quienes lo escucharon suplicaban que no les fuese dirigida ni una palabra más, porque no podían soportar lo que se les ordenaba: Hasta un animal que toque la montaña debe ser apedreado. Y el espectáculo era tan terrorífico, que dijo Moisés: Estoy temblando de miedo».
(A) Para entender estos versículos es absolutamente necesario recordar o repasar los capítulos 19 y 20 del Éxodo, donde se describen las circunstancias en que se dio la Ley. El autor de Hebreos reviste de un ropaje retórico todo lo que allí pasó, así como los sentimientos del pueblo y del propio Moisés. Pablo habría resumido en pocas palabras lo que aquí se dice. Es probable que se hubiese contentado con decir «Ya no estáis bajo la Ley, aquella dispensación tan severa y aterradora».
(B) Nótense las características del monte Sinaí, no mencionado aquí por su nombre. (a) Era tangible, palpable y, por tanto, material. (b) Ardía en fuego (comp con Dt. 4:11), ya que era visto por los espectadores como «monte humeante» (Éx. 20:18). (c) La oscuridad y las tinieblas se mencionan en Deuteronomio 5:22, donde apunta ya la espiritualización de todos estos fenómenos, como manifestadores de la ira de Dios. (d) El huracán de tormenta (gr. thuélla) es sinónimo del torbellino tras del que se escondía Jehová cuando se manifestaba airado a presentar una fuerte reprensión (v. Job 38:1; Is. 66:15).
(e) Dentro de este pavoroso escenario, el sonido de la trompeta (v. 19, comp. con Éx. 19:16–19; 20:18) añadía nuevos terrores. (f) Finalmente, por encima de todo esto se oía la voz tonante de Jehová o, como dice literalmente el texto griego, «clamor de palabras». Las palabras de Jehová en las que estableció Su pacto y profirió Sus mandamientos (v. Dt. 4:12, 13).
(C) Nótese la reacción de los espectadores. (a) El pueblo en general (vv. 19b, 20) estaba tan espantado que suplicaban a Moisés que no les hablara Dios, sino que les hablara él mismo (Éx. 20:19). El texto sagrado menciona particularmente el terror del pueblo ante las órdenes de Dios con respecto al cerco que no era lícito traspasar (Éx. 19:12, 13). Por cierto, el texto hebreo de Éxodo 19:13a cita la alternativa de apedrear al animal o matarlo atravesándolo; se entiende, con una saeta; pero el texto de Hebreos 12:20b sólo menciona el apedreamiento, por lo que la última frase debería hacerse desaparecer de nuestras versiones. (b) En el versículo 21, y como una muestra más de lo terrible del espectáculo, se nos dice que el propio Moisés dijo: Estoy espantado y temblando (lit.). Este dicho de Moisés no aparece en ningún lugar del Antiguo Testamento, «pero, sin duda, refleja una antigua tradición y remata bien la descripción de la terribilidad de la gloria de Dios, ya que el hombre con quien Dios hablaba “cara a cara” se hallaba espantado y temblando» (Trenchard). Esta tradición parece reflejada en Hechos 7:32 de boca del mártir Esteban («temblando», dice; gr éntromos, el mismo vocablo que aquí), aunque la ocasión era distinta (v. Éx. 3).
2. Pasamos ya a considerar el segundo monte (vv. 22–24) Éste sí se menciona por su nombre. Dicen esos versículos en la NVI: «Pero vosotros os habéis allegado al monte Sion, a la Jerusalén celestial, a la ciudad del Dios viviente; a millares y millares de ángeles en asamblea festiva, y a la iglesia de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en los cielos; os habéis allegado a Dios, el Juez de todos los hombres, a los espíritus de los justos llegados a la perfección, a Jesús el Mediador de un nuevo pacto, y a la sangre de aspersión que habla con mejor tono que la de Abel».
(A) Lo primero que notamos es la equivalencia del monte Sion, en sentido espiritual, y de la Jerusalén celestial, la Jerusalén de arriba en el lenguaje de Pablo en Gálatas 4:26. Es la ciudad del Dios viviente, ya que su arquitecto y constructor es Dios (11:10, 16), el Dios de las promesas de gracia, no el de la voz aterradora en el Sinaí.
(B) Continúa diciendo el autor sagrado (v. 22b) que los creyentes hebreos se habían allegado (recuérdese el sentido cultual del verbo gr prosérkhomai) a millares y millares de ángeles en asamblea festiva (o a millares y millares de ángeles, a una asamblea festiva). Es cierto que el gr muriás significa propiamente una decena de millar, pero se usa también para indicar una multitud innumerable. Dice Trenchard: «Existe una duda sobre si “la festiva convocación” ha de entenderse en relación con los ángeles o separadamente, pero lo importante es que notemos que la palabra significaba una fiesta de alegría y de triunfo, y así nos recuerda la victoria final sobre todos los obstáculos que parecían tan imponentes a la poca fe de los hebreos».
(C) En el versículo 23, se menciona también «la iglesia de los primogénitos, cuyos nombres están inscritos en los cielos». Esta última frase da a entender claramente, como hace notar J. Brown, que el autor sagrado se está refiriendo a un grupo que vive aún en este mundo, pues éste es el caso, sin excepción, siempre que en las Escrituras se dice «cuyos nombres están escritos en los cielos» o «en el libro de la vida». Aunque la palabra «iglesia» (gr. ekklesía) no siempre significa el Cuerpo de Cristo, la cualificación «de los primogénitos» nos da la pista para entender que el autor sagrado se está, efectivamente, refiriendo a la Iglesia, pues la frase alude a la costumbre de inscribir a los primogénitos de Israel (v. Nm. 3:40–43). Como heredero de las promesas hechas a Abraham, todo Israel figura como el hijo primogénito de Jehová (v. Éx. 4:22; Os. 11:1; Jer. 31:9). En representación de la nación entera Jehová se reservó los primogénitos como especialmente consagrados a Él (Éx. 13:2, 12, 13, 15; 34:19; Lv. 27:26; Nm. 8:16, 17; 18:15; Dt. 15:19; Lc. 2:23). En este sentido de especial consagración a Dios (v. Ro. 12:1; 1 P. 2:5–10), toda la Iglesia está compuesta de primogénitos.
(D) ¿Qué significa la mención de «Dios, el Juez de todos los hombres» (v. 23b), en este contexto?
¿No habríamos de esperar, más bien, la mención de «Dios, nuestro Padre»? Piensa Bartina que «parece natural juntar el pensamiento de los ángeles con el de Dios juez, como si estuviera rodeado de su corte». Pero no cabe duda de que la clave de la interpretación está en otro lugar. Primero, no es un Juez que impone terror, puesto que el autor sagrado exhorta a la confianza, al considerar que nos hemos allegado a Él. Segundo, no dice que sea nuestro Juez (aunque también lo es), sino que es el Juez de todos. El creyente genuino no tiene nada que temer de tal Juez, pues nadie nos puede encausar en Su tribunal (v.
Ro. 8:33). Dice Trenchard: «Lejos de asustarnos, el título de “Juez” llega a ser una garantía de que ha de llegar a su fin toda la injusticia que ahora nos aflige en el mundo».
(E) Viene después (v. 23c) una frase difícil, que los prejuicios de muchos comentaristas han tornado todavía más difícil. «Os habéis allegado …, dice el autor sagrado, a los espíritus de los justos llegados a la perfección». Dice S. Bartina: «Allí, en la Jerusalén celestial, es donde están también los espíritus (pneúmata) de los justos ya perfeccionados. Son las almas separadas (cf. 1 Pe. 3:19) de los justos, que ya han llegado a su término y perfección». ¡Doble error, a mi juicio! (v. el comentario a 1 P. 3:19). De la misma opinión que Bartina es J. Brown, aunque él no invoca la referencia a 1 Pedro 3:19. En mi opinión, la comparación con 11:40 es decisiva para entender que el autor sagrado se refiere a los «santos del Antiguo Testamento que ya entran en su esfera de bendición y de gloria sobre la base de la obra de Cristo, y dentro de la perfecta confraternidad de todas las partes del Sion celestial» (Trenchard). De la misma opinión es Ch. C. Ryrie.
(F) En último lugar, se menciona «Jesús el Mediador de un nuevo pacto y la sangre de aspersión que habla con mejor tono que la de Abel». Aunque no se dice explícitamente, está clara la intención del autor sagrado de contrastar aquí a Jesús con Moisés, pues se llama a Jesús el Mediador del nuevo pacto, pacto de gracia y perdón de los pecados, por el que tenemos acceso franco a la Sion celestial (v. 4:14–16), en contraposición al monte Sinaí, cuya terribilidad nos ha sido descrita en los versículos 18–21, y donde se promulgó la Ley por mediación de Moisés. En lugar del terrorífico «clamor de palabras» que hemos visto en el versículo 19 (según la NVI), ahora tenemos una voz dulce «que pregona perdón y paz por el valor del sacrificio de Cristo» (Trenchard). También el primer pacto se hizo con rociamiento de sangre (v. 9:18–21, comp. con Éx. 24:5–8), pero la sangre con que fuimos comprados (1 P. 1:18–20; Ap. 5:9) y purificados de nuestros pecados (1:3), no es una mera figura, sino que realmente descarga de culpa nuestra conciencia (v. 9:12–15) y, de este modo, «garantiza la perfecta felicidad de las innumerables huestes de los redimidos» (Trenchard). El autor sagrado dice que la sangre de Jesús habla con mejor tono que la de Abel, puesto que la sangre de Abel clamaba venganza (Gn. 4:10), mientras que la sangre de Jesús demanda misericordia y perdón, pues es una sangre derramada para perdón de los pecados (9:22).
Versículos 25–29
En estos versículos tenemos una exhortación parecida a la de 2:1–4 y, en ella, la última solemne advertencia, encabezada con ese «Mirad …». A la advertencia propiamente dicha (v. 25), siguen unas afirmaciones sobre el establecimiento de lo permanente tras de la sacudida de lo caduco (vv. 26, 27), por lo que se nos exhorta a rendir a Dios un culto agradecido (v. 28), al tener en cuenta que Dios no pasará por alto las escorias de una vida cristiana lánguida y carnal (v. 29).
1. Veamos primero la solemne advertencia del versículo 25 como la leemos en la NVI: «Mirad de no rechazar al que habla. Porque si no escaparon aquéllos cuando rechazaron al que les promulgaba oráculos en la tierra, ¿cuánto menos escaparemos nosotros, si le volvemos las espaldas al que los promulga desde el cielo?»
(A) Lo solemne de la advertencia se echa de ver ya en el verbo mirad (gr. blépete) que, dentro de la epístola, aparece en la misma forma sólo en 3:12, donde la advertencia es igualmente solemne.
(B) El que habla es Dios (1:1). Está en masculino, por lo que no puede referirse a la sangre del versículo anterior, ya que, aparte de otras razones, el vocablo griego para sangre (haíma) es neutro. El verbo está en presente, lo que indica que la voz de Dios continúa oyéndose (comp. con 3:14; 4:7).
(C) El que promulgaba oráculos en la tierra no se refiere a Moisés (contra la opinión de Bartina), sino el mismo Dios que los promulga desde el cielo, como se ve al atender a los versículos 19 y 26. Lo confirma la cita de Hageo 2:6 en el versículo 26. Dice J. Brown: «No son dos personas diferentes, sino una misma hablando en circunstancias diferentes».
(D) El original usa dos verbos distintos para expresar el rechazo de los oyentes y, además, están en distinto tiempo. Vale la pena analizarlos, no sólo para entender mejor el pasaje, sino también para corregir el doble desechar de nuestras versiones. El verbo que aparece en la primera parte del versículo es, en griego, paraitesámenoi, en participio de aoristo (acción pasada) y su verdadero significado es
«disculparse» o «excusarse» (comp. con Lc. 14:18b, 19). Dice Trenchard: «Tras sus ligeras promesas de obediencia, se escondía una verdadera “desgana” frente a la Palabra, que pronto se echó de ver en el culto del becerro de oro». El verbo que figura en la segunda parte es apostrephómenoi, en participio de presente (acción presente continua) y su verdadero significado es «volverse de», es decir, «volver las espaldas». El verbo es, pues, mucho más fuerte que el de la primera parte e insinúa que, entre los lectores, no sólo había creyentes inmaduros, sino también una «minoría rebelde» (Trenchard). Sin embargo, la advertencia va dirigida también a nosotros, a fin de que nunca tengamos en menos la voz de Dios que nos llama a obedecerle y a servirle.
2. Los versículos 26 y 27 contienen afirmaciones sobre el establecimiento de lo que permanece tras de la sacudida de lo caduco: «En aquella ocasión, su voz sacudió la tierra, pero ahora ha hecho la siguiente promesa: Una vez más sacudiré, no sólo la tierra, sino también los cielos. Las palabras “una vez más” indican que las cosas sacudidas sufrirán una alteración, como cosas creadas que son, a fin de que permanezcan sin cambio las que son inconmovibles» (NVI). El autor sagrado se refiere aquí a Éxodo 19:18c, donde leemos que «todo el monte se estremecía en gran manera». Era una especie de terremoto, pero, al fin, terrestre, pasajero y localizado, pero, como dice Dios mismo en Hageo 2:6 (véase el contexto), «Una vez más sacudiré, no sólo la tierra, sino también los cielos». El texto hebreo añade «el mar y la tierra seca y (v. 7) haré temblar a todas las naciones». Comparar con 2 Pedro 3:7–13 para percatarse del tono escatológico (apocalíptico) de los tres lugares (Hebreos, Hageo y 2 Pedro). Las cosas inconmovibles son las que hemos visto en los versículos 22–24.
3. En los versículos 28 y 29, se nos exhorta a rendir a Dios un culto lleno de gratitud y santo temor, teniendo en cuenta que Dios es un Dios celoso, que arde en fuego de cólera para consumir a quienes le son desleales. «Por lo cual, ya que estamos recibiendo un reino inconmovible, seamos agradecidos y sirvamos así a Dios con devoción y respeto, porque nuestro Dios es fuego consumidor» (NVI).
(A) «Por lo cual …», esto es, «como conclusión de lo que acaba de decirse y aun de toda la epístola» (Bartina). En efecto, el capítulo 13 tiene todas las trazas de ser un apéndice. Más aún, conforme nos vamos acercando al final de la epístola, mayor es la impresión de que estamos leyendo a Pablo. Personalmente, me confirmo en la opinión de que las ideas de toda la epístola las sugirió el gran apóstol, aunque fuese (probablemente) el gran retórico Apolos (o Apolo) quien la redactase. Sin embargo, en el capítulo 13, parece como si Pablo estuviese dictando, como en sus reconocidas epístolas, aunque otros detalles podrían también sugerir lo contrario
(B) Al estar en participio de presente el verbo «recibiendo», se nos declara que los creyentes, al allegarnos a las cosas espirituales, eternas, inconmovibles, que se nos han presentado en los versículos 22–24, estamos ya participando de las bendiciones espirituales del reino de Dios. Dice J. Brown: «Es otro modo figurativo de expresar los privilegios y honores que, bajo la nueva dispensación (ingl. economy), obtienen los hombres mediante la fe de la verdad como está en Jesús»
(C) La frase del original «tengamos gracia» (lit) es entendida por algunos como si fuese equivalente a
«retengamos la gracia de Dios», ya sea al entender por «gracia» el favor de Dios (Tomás de Aquino), ya sea la religión cristiana (Spicq). Comparar con el versículo 15, así como con 2:9; 4:16; 10:29; 13:9. Éste es también el sentido que le dieron a la frase Reina y Valera. Sin embargo, el griego khárin ékhein sólo admite la traducción de ser agradecido. Es cierto que el griego clásico expresa también el complemento (a quién hemos de ser agradecidos), pero el autor sagrado lo calla aquí porque fácilmente se sobrentiende que es Dios (el sujeto de los vv. 25–27 y el expresamente aludido en la segunda mitad del v. 28). El sentido explicado se confirma al comparar este lugar con Lucas 17:9; 1 Timoteo 1:12 y 2 Timoteo 1:3, donde khárin ékhein significa indudablemente «dar gracias».
(D) El autor sagrado continúa diciendo que mediante ella (lit.), esto es, con esta disposición de gratitud a Dios, hemos de servirle con devoción (gr. eulabeías, piedad respetuosa; sinónimo de eusebeías) y respeto (gr. déous, temor respetuoso). El verbo griego latreúomen, sirvamos, lo hemos visto ya en otras ocasiones; siempre tiene carácter cultual, aun cuando se trate de devoción privada, no comunitaria. Dice J. Brown que «la gratitud es como el alma y la quintaesencia del deber cristiano». En efecto, alguien ha dicho que «toda la teología puede resumirse en una palabra gracia; y toda la ética cristiana, en esta otra gratitud».
(E) Esto ha de hacerse, dice el autor sagrado, «de modo agradable a Dios» (lit.). El texto deja bien claro que, mediante esta actitud de agradecimiento, ya servimos a Dios de un modo que le agrada (gr. euaréstos), pues estamos cumpliendo su santa voluntad (comp. con Ro. 12:2).
(F) Finalmente, la devoción respetuosa que el autor sagrado recomienda se entiende fácilmente a la vista del carácter santo de Dios, que es fuego consumidor. La frase está tomada de Deuteronomio 4:24 y se repite en Deuteronomio 9:3; Isaías 33:14. Véase también 2 Tesalonicenses 1:8 («en llama de fuego») y, en esta misma epístola, 10:27, donde el original dice «un celo de fuego» (lit.), por donde se ve que el fuego es figura del celo de Dios (v. Dt. 4:24, al final). Sin embargo, tengamos en cuenta que este fuego de Dios consume del todo solamente a quienes no se dejan purificar por él. Tomando pie de las preguntas que Isaías hace en Isaías 33:14–17, dice Trenchard: «El poder morar con el fuego consumidor es el privilegio de los redimidos, cuyos pecados se han perdonado por la sangre de Cristo, y quienes se regocijan en las manifestaciones de la santidad del Eterno, que, por otra parte, significan la perdición del pecador. ¡Que se quemen las escorias y que nuestra vida en Cristo sea conforme con la manifestación de la majestad y la pureza de nuestro Dios!» Sólo resta añadir a estas sabias palabras un gran ¡AMÉN!
Este capítulo puede dividirse en tres partes: I. Un conjunto de exhortaciones basadas en el amor fraternal (vv. 1–6). II. Otra serie de exhortaciones basadas en la lealtad a la fe cristiana (vv. 7–19). III. Bendición y saludos finales (vv. 20–25).
Versículos 1–6
Este capítulo contiene una serie de exhortaciones, al parecer muy diversas, que los autores tratan de englobar de varias maneras. En ello se echa de ver el carácter, ya mencionado, de apéndice que el presente capítulo tiene.
1. Comienza el autor sagrado (v. 1) por una exhortación de carácter general: «Continuad amándoos mutuamente como hermanos» (NVI). El verbo está en presente de imperativo, por lo que la NVI ha hecho muy bien en traducirlo de forma continuativa. El amor fraternal (lit.) forma en griego una sola palabra: philadelphía, vocablo que sale, además de aquí, en Romanos 12:10; 1 Tesalonicenses 4:9; 1 Pedro 1:22 y dos veces en 2 Pedro 1:7. El autor sagrado nos ha dado a conocer que este amor existía ya antes entre ellos (v. 6:10; 10:34), pero ahora peligraba a causa precisamente de su inmadurez y de las fluctuaciones de su conducta cristiana. Por eso, les exhorta a que continúen en ese amor.
2. Una virtud que fluye espontáneamente del amor fraternal, y de la que suelen hacer gala los orientales, es la hospitalidad: «No os olvidéis (v. 2) de prestar hospitalidad a los forasteros, porque algunos, al hacerlo así, tuvieron por huéspedes a ángeles, sin percatarse de ello» (NVI). Lo más probable es que el autor sagrado se refiera aquí al episodio de Génesis 18:1–8, pero también Génesis 19:1 y ss. nos presenta otro ejemplo en el caso de Lot. De esta virtud de la hospitalidad dice Trenchard: «Quizá los hebreos estaban en peligro de descuidarla a causa de la dificultad de sus circunstancias. ¡No lo olvidemos nosotros por la razón inversa: el exceso de comodidades en nuestra civilización occidental!»
3. Viene después otra virtud que el Señor Jesús tiene en mucho, como vemos por Mateo 25:36 (comp. con Ro. 12:15; 1 Co. 12:26; Col. 4:18 y, en esta misma epístola, 10:34). No siempre resulta grato este deber, pues hay quienes pueden interpretarlo en un contexto politicosocial, pero el creyente verdadero ha de atender a lo que manda Dios antes que al qué dirán de los hombres. También esto lo habían cumplido anteriormente los destinatarios de la carta (10:33, 34), donde vemos que no sólo habían compartido la situación de los afligidos.
4. En cuarto lugar, tenemos la pureza sexual: «El matrimonio (v. 4) debe ser tenido en gran honor por todos, y el lecho conyugal debe conservarse sin mancilla, porque Dios juzgará a los impúdicos (gr. pórnous; lit. fornicarios) y a los adúlteros (gr. moikhoús)» (NVI). En este versículo hay que hacer algunas observaciones:
(A) La primera frase carece de verbo en el original, por lo que puede traducirse en indicativo («el matrimonio es digno de honor en todos»; lo cual puede entenderse, a su vez, de dos maneras: «en todos los hombres», o «en todos los aspectos») o en imperativo: «el matrimonio sea tenido en gran honor por todos». Aun en este segundo caso, podría aludir «a los que lo desacreditaban o impugnaban, “prohibiendo casarse” (1 Ti. 4:10)» (Bartina). Sin embargo, toda la primera parte del versículo suena mejor en sentido de exhortación, puesto que el versículo está inserto dentro de una serie de exhortaciones; léase, pues, como se halla traducido en la NVI (o en la RV. 1960 y 1977). Dice J. Brown, con toda honradez: «Me temo que, en el modo en que las palabras suelen traducirse, tengamos un ejemplo de la indebida influencia que puede ejercer el deseo de obtener un argumento contra la doctrina de un enemigo. Que el pasaje, considerado como una afirmación, contiene una más fuerte y más directa condenación de la detestable doctrina de la Iglesia Católica Romana con respecto al celibato de los clérigos, más bien que cuando es traducido como un precepto, parece haber sido la verdadera razón por la que el primer modo de verterlo ha sido preferido por nuestro traductor y por muchos otros traductores protestantes».
(B) El sentido exhortativo cuadra mejor también con la segunda parte del versículo, en que el autor sagrado asegura que a los violadores de la santidad del matrimonio los juzgará Dios. Dice S. Bartina:
«Este nombre se pone enfáticamente al final, como si señalase un juicio soberano y último definitivo y terminante, al que nadie podrá substraerse, por oculto que esté su pecado ante los hombres. Es el juez de todos (12:23) y fuego devorador (12:29)».
5. En quinto lugar (vv. 5, 6), el autor sagrado amonesta contra la avaricia: «Conservad vuestras vidas libres de la afición al dinero (gr. aphilárguros, sin afición al dinero; vocablo que sale únicamente aquí y en 1 Ti. 3:3, al final, entre las cualidades del anciano de iglesia) y estad satisfechos con lo que tenéis (gr. tois paroúsin, con lo presente), porque ha dicho (en pretérito perfecto) Dios (lit. Él): Jamás te dejaré; nunca te desampararé. Así que podemos decir con toda confianza (lit. hasta el punto de atrevernos a decir): El Señor es mi valedor; no tendré miedo. ¿Qué puede hacerme ningún hombre?» (NVI). Notemos lo siguiente:
(A) El autor sagrado ha mencionado anteriormente (10:34) la pérdida de los bienes que los destinatarios habían sufrido. Esto mismo le servía de fondo para hacerles ver lo inestable de las posesiones terrenales, por lo que la mejor norma para conservar la paz interior y huir de toda ansiedad en cuanto a la situación económica era (y es) despreocuparse de la solicitud por el porvenir y contentarse con lo presente. Esto mismo era lo que Pablo había advertido a Timoteo (1 Ti. 6:7–10) y el Señor Jesús a sus discípulos (Mt. 6:25 y ss.).
(B) Para instarles a la confianza en la providencia de nuestro Padre Celestial, les anima con un par de citas del Antiguo Testamento. La primera es Deuteronomio 31:6 (comp. con Jos. 1:5), donde Moisés dice a los israelitas: «Jehová tu Dios es el que va contigo; no te dejará ni te desamparará». Este último verbo es, en el original de Hebreos 13:5, el mismo de Mateo 27:46; Marcos 15:34. Según el autor de Hebreos, Dios mismo es quien dice esas palabras, un ejemplo más de la inspiración divina de toda la Escritura. El objeto es el mismo de Deuteronomio 31:6; Josué 1:5: Que nos animemos a no desfallecer, sabiendo quién es el que nos protege en todo momento. La segunda cita está tomada del Salmo 118:6; en ella expresa el salmista su absoluta confianza en Dios, como el auxiliador omnipotente y fiel que siempre acude a ayudarnos en los momentos de peligro y nunca nos decepciona.
Versículos 7–19
La presente sección contiene avisos y recomendaciones de carácter espiritual con respecto a la ortodoxia y a la práctica cristianas.
1. Hay quienes opinan que ha habido un trastrueque de los versículos 7 y 8 y que el versículo 8 debería figurar inmediatamente detrás del versículo 6. En mi opinión, el orden actual del texto es el correcto y los dos versículos 7 y 8 deben estudiarse conjuntamente. Dicen así en la NVI: «Acordaos de vuestros pastores, que os predicaron la palabra de Dios. Fijaos cuál fue el final de su conducta e imitad su fe. Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y para siempre».
(A) El verbo «acordaos» nos da enseguida a entender que estos pastores habían muerto ya, lo cual se confirma por la frase posterior «cuál fue el final de su conducta».
(B) Para «pastores», el autor sagrado usa el vocablo hegouménon, que propiamente significa «guías» o «dirigentes», y en este sentido vuelve a salir en los versículos 17 y 24. Por la frase siguiente se deduce que el epíteto no puede limitarse solamente a los pastores que gobiernan, sino también a los maestros que enseñan (v. el comentario a Ef. 4:11, al final).
(C) El autor sagrado exhorta a sus lectores a que se fijen atentamente (gr. anatheoroúntes, contemplando fijamente; el verbo está en participio de presente) en el final (gr. ékbasin, salida) de su conducta, esto es, la forma sabia y piadosa como se comportaron hasta el fin de su vida, hablándoles la palabra de Dios.
(D) «Imitad su fe», les dice el autor sagrado. El vocablo «fe» puede significar la actitud de fe que estos guías mantuvieron hasta el fin, las creencias ortodoxas acerca de la persona y la obra de Jesucristo, a las cuales se adhirieron firmemente, o su fidelidad al Señor. Los tres sentidos son posibles aquí, pero el primero cuadra mejor con el contexto anterior (vv. 5, 6), mientras que el segundo se ajusta mejor al contexto posterior (vv. 8, 9). A mi juicio, ambos sentidos son aquí inseparables, aunque el énfasis cargue un poco más sobre el segundo. Así se entiende mejor el versículo 8, el cual no habla directamente sobre la inmutabilidad de la persona de Cristo, sino de la verdad sobre Cristo; en otras palabras, habla de Jesucristo como objeto de la fe cristiana. La conexión entre los versículos 7 y 8 es explicada así, en este sentido, por J. Brown: «Vuestros difuntos maestros eran eminentes creyentes. Eran fuertes en la fe y así dieron gloria a Dios. Permanecieron inconmovibles en su creencia de las doctrinas de Cristo y no cedieron a los impulsos de un corazón malo de incredulidad. Seguidlos. Sed también fuertes en la fe. Que nada sacuda vuestra convicción de que, al haber recibido el Evangelio, no habéis seguido fábulas ingeniosamente inventadas, sino lo que es palabra fiel y digna de toda aceptación, por ser la más cierta verdad».
2. Frente a la única y constante doctrina ortodoxa sobre Jesucristo, están las desviaciones causadas por doctrinas diversas (lit. multicolores) y extrañas (gr. xénais, extranjeras a la predicación apostólica sobre Jesucristo): «No os dejéis seducir por cualquier variedad de doctrinas extrañas. Es excelente para nuestros corazones el ser fortalecidos por la gracia, no por alimentos ceremoniales, que de nada aprovechan a los que los comen. Nosotros tenemos un altar del cual no tienen derecho a comer los que sirven en el tabernáculo» (vv. 9, 10, NVI).
(A) Colocados así juntos los versículos 9 y 10, se percibe su conexión, del mismo modo que percibimos la conexión entre los versículos 7 y 8 al estudiarlos juntos. Una ojeada a 9:9–11 nos servirá para que nos percatemos de la razón que el autor sagrado ha tenido para singularizar, entre las doctrinas variopintas y extranjeras, las que tienen que ver con los alimentos ceremoniales. Se ve, pues, el peligro judaizante que acechaba a este grupo de creyentes hebreos. El autor sagrado aporta dos razones por las cuales los lectores no deben dejarse seducir por tales doctrinas:
(a) Los alimentos ceremoniales son viandas que no aprovechan para la vida eterna; no logran siquiera detener la decadencia del organismo humano (v. 9:10, así como Ro. 14:17; Col. 2:16). En cambio, la gracia, bajo cuyo régimen vivimos en la dispensación del Evangelio, sí que sirve para fortalecer (lit. consolidar, el mismo vocablo griego de 2 Co. 1:21) el corazón, para que podamos siempre «pisar sobre terreno firme» (Bartina).
(b) Los alimentos ceremoniales están en conexión con los sacrificios ofrecidos en el altar del tabernáculo; de ellos comen los que sirven a dicho tabernáculo (téngase en cuenta que el templo estaba todavía en pie cuando el autor sagrado escribía esto); pertenecen todavía al régimen de la Ley (comp. con 1 Co. 10:18). En cambio, nosotros, en el régimen de la gracia, tenemos otro altar, perteneciente a otro tabernáculo (v. 8:11), en el cual entró Jesús mediante el sacrificio de Sí mismo (9:23–28; 10:1–14), y del cual nos alimentamos mediante la fe (Jn. 6:51–58), para vida eterna.
(B) El versículo 10 requiere un análisis más amplio, no sólo para que mejor se entienda su sentido, sino también para que se vea la conexión con los versículos 11 y 12. La razón por la cual los sacerdotes del sacerdocio levítico no podían comer de nuestro altar (metafóricamente entendido) es doble: (a) Al pertenecer al régimen de la Ley, no tenían derecho (gr. exousían, facultad, permiso) para participar del altar de Cristo, ya que la participación del altar supone comunión con la víctima (1 Co. 10:16–21) y los no convertidos al Evangelio no pueden tener comunión con Cristo; (b) por otra parte, como el sacrificio de Cristo fue, al mismo tiempo, expiación por el pecado y holocausto, ni siquiera el sumo sacerdote podía, en tal caso, reservar para sí parte alguna de la víctima sacrificada.
3. Esto es lo que el autor sagrado explica en detalle en los versículos 11 y 12: «El sumo sacerdote introduce la sangre de los animales en el Lugar Santísimo como un sacrificio por el pecado, pero sus cuerpos son quemados fuera del campamento. Por lo cual, también Jesús sufrió fuera de las puertas de la ciudad, para santificar a su pueblo por medio de su propia sangre» (NVI). Bueno será añadir alguna ulterior observación a lo dicho anteriormente:
(A) El autor sagrado se refiere especialmente al Día de la Expiación (v. Lv. 16:21), pero la norma era aplicable para toda expiación por el pecado (v. Lv. 4:5–12, 16–21; 6:30).
(B) Comoquiera que el sacrificio de Cristo fue, a un mismo tiempo, holocausto (espiritual—v. 10:5– 7—, ya que, físicamente, no fue totalmente quemado, que es lo que «holocausto» significa) y expiación por el pecado, el autor sagrado aprovecha una circunstancia que no tuvieron en cuenta los que condenaron a muerte a Jesús, pero que a él le sirve magníficamente para hacer la comparación con los sacrificios del sacerdocio levítico: ¡También Jesús sufrió (es decir, murió) fuera del campamento!
(C) En efecto, Jerusalén, la Ciudad Santa y centro de la nación judía tenía con el santuario una relación proporcional a la que tenía el campamento, o conjunto de tiendas de campaña del pueblo, con el tabernáculo. De modo que, así como los cuerpos de los animales sacrificados eran quemados fuera del campamento, así también Jesucristo fue sacado fuera de las puertas de la ciudad (Jn. 19:20), para ser ofrecido en sacrificio por nosotros.
(D) Habrá observado el lector que el autor de Hebreos jamás hace referencia al templo (gr. hierón), ni al santuario (naós), sino todas las nueve veces se refiere al tabernáculo (skené, tienda de campaña). La razón principal, a mi ver, es que en toda la carta domina el concepto de peregrinación, además de que la construcción del primer templo se llevó a cabo varios siglos después de la del tabernáculo.
4. Una vez expuesta la doctrina, el autor sagrado saca las dos conclusiones siguientes: Primera, como peregrinos seguidores de Cristo, hemos de salir con Él de donde Él salió y a donde Él salió (vv. 13, 14); segunda, como sacerdotes consagrados con su sacerdocio, hemos de ofrecer por medio de Él los sacrificios espirituales que caracterizaron Su vida en esta tierra: la benedicencia y la beneficencia (vv. 15, 16). Dicen los cuatro versículos en la NVI: «Salgamos, pues, hacia Él fuera del campamento, llevando el mismo oprobio que Él llevó. Porque aquí no tenemos una residencia permanente, sino que vamos en busca de la ciudad futura. Por medio de Jesús, pues, ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, el tributo de unos labios que confiesan su nombre. Y no os olvidéis de hacer el bien y de compartir con otros vuestros bienes, porque esa clase de sacrificios es la que complace a Dios».
(A) Se exhorta a los lectores a salir hacia Cristo (gr. pros autón), no con Él, no sólo porque Él ha llegado ya al punto de destino, sino también para indicarnos la «carta de viaje», la dirección de la marcha. Como los destinatarios son, en primer lugar, los lectores hebreos, para ellos la exhortación significa:
«Hay que romper con los usos litúrgicos y aparentes sacrificios fastuosos … Esto es lo que se opone a que vayan a Cristo» (Bartina). Para nosotros, significa abstenerse de todo lo profano, de todo lo que, en la ciudad, en el campamento de los incrédulos, es indigno de un hijo de Dios.
(B) Eso no puede hacerse sin estar dispuestos a llevar el mismo oprobio (gr. oneidismón, el mismo vocablo de 11:26) que Cristo llevó (comp. con 12:2, así como con Lc. 9:23). Los judíos convertidos a Cristo cargaban (y cargan) con ese oprobio, pues sus antiguos correligionarios los tienen por desertores, apóstatas y traidores a la fe de sus mayores. Pero todo convertido sinceramente del mundo a Cristo resulta un ser extraño para los mundanos (v. 1 P. 4:4). Por supuesto, no será «extraño» si se acomoda, en algún grado, a los hábitos y malas costumbres de los mundanos. Ése es un buen termómetro para tomar la temperatura espiritual de todo creyente.
(C) Otra razón decisiva para salir del campamento es que en él no tenemos residencia permanente, sino que vamos en busca de la ciudad futura (v. 14). El autor sagrado tiene en cuenta aquí que nuestra verdadera ciudadanía está en los cielos (Fil. 3:20) y que, como los antiguos patriarcas (11:13–16), somos extranjeros y peregrinos (1 P. 2:11), que vamos en busca de la Jerusalén Celestial (12:22). Para los hebreos destinatarios de la epístola, eso significaba, en primer lugar, salir de todo lo que el judaísmo comprendía como destinado a fenecer al advenimiento del Mesías.
(D) Como sacerdotes peregrinos, tenemos el deber de ofrecer sacrificios espirituales, pues el único sacrificio corporal, necesario para la expiación de los pecados, fue ofrecido en la Cruz del Calvario. Es cierto que el cristiano ha de ofrecer también su propio cuerpo, pero aun el sacrificio de su cuerpo es un sacrificio espiritual (v. el comentario a Ro. 12:1).
(E) El autor sagrado singulariza dos clases de sacrificios que agradan especialmente a Dios:
(a) El sacrificio de la benedicencia (v. 15), la alabanza a Dios, la cual, como la gratitud, debería ser una actitud continua, permanente, como sugiere el griego diá pantós (en todo tiempo, mejor que
«siempre»). Esta alabanza, lo mismo que toda otra oración, se tributa a Dios por medio de Jesús. Éste es un sacrificio sumamente aceptable a Dios (comp. con Lv. 7:12; Mal. 2:11) y estaba ya profetizado en Oseas 14:2b: «te ofreceremos en vez de terneros la ofrenda de nuestros labios». De la misma manera que los sacrificios de la Ley se ofrecían por manos de los sacerdotes, así también estos sacrificios espirituales nuestros se ofrecen por medio de nuestro gran sumo sacerdote Jesús.
(b) El sacrificio de la beneficencia (v. 16). Una de las mayores tentaciones del creyente «devoto» es dedicarse tanto a Dios que no le quede tiempo para ocuparse del prójimo, incluso del prójimo más próximo (esposo, esposa, hijos, etc.). Dícese de una señora muy «devota» que gastaba tanto tiempo en ejercicios de piedad que no le quedaba tiempo para atender a su marido. Por eso, dice el autor sagrado:
«No os olvidéis de hacer el bien y de la ayuda mutua (lit. de la comunión; gr. koinonías, esto es, de
compartir; comp. con Hch. 2:42, 44; Ro. 15:26; 2 Co. 8:4 y ss.; 9:13; 1 Ti. 6:18; Stg. 1:27; 1 Jn. 3:16–18;
4:20).
5. Así como, en el versículo 7, les había exhortado a acordarse de los guías o pastores que habían tenido en el pasado, ahora (v. 17), les exhorta a obedecer a los guías (el mismo vocablo del v. 7) que tienen al presente: «Obedeced a vuestros pastores y someteos a su autoridad; porque ellos velan por vuestras almas como quienes han de rendir cuentas. Obedecedles, a fin de que puedan ejercer su ministerio con gozo y no con lamentaciones, porque esto último no os traería ninguna ventaja» (NVI). Este versículo es de una importancia práctica muy grande, por lo que requiere un análisis especial.
(A) Con dos verbos distintos resume el autor sagrado la actitud que los creyentes deben observar en relación con sus pastores o guías espirituales: el primero es peíthesthe, que propiamente significa dejaos persuadir, lo que implica una sumisión como la que le debemos a la verdad de la fe (comp. con Ro. 2:8; Gá. 5:7); el segundo es hupeíkete, única vez que tal vocablo sale en todo el Nuevo Testamento y significa someterse en reconocimiento a la autoridad que los pastores ejercen de parte de Dios.
(B) El autor sagrado les hace ver que estos pastores no han venido a ellos por su propio impulso, sino que han sido llamados por Dios para este ministerio, y se sienten sumamente responsables ante Dios de la forma en que velan por las almas de los miembros de la congregación, pues a Dios han de rendir cuentas de su administración. S. Bartina hace notar que el verbo que el autor sagrado usa para velar «no es el simple “vigilar” (gregoréo), de uso frecuente en el Nuevo Testamento; aquí es el agrupnéo, con el matiz de “estar desvelado, sin dormir”, como por alguna preocupación».
(C) El autor sagrado apunta una razón sumamente práctica, por la que el obedecer a los pastores es sumamente ventajoso para los mismos que obedecen: Cuando la mayoría (al menos) de la congregación se dejan persuadir por los pastores, escuchan con atención lo que se les predica y enseña y ponen por obra las enseñanzas y normas que le son impartidas, el pastor, como todo buen maestro, ve que su labor no resulta estéril y se goza en el fruto de su ministerio. Pero (como es demasiado frecuente) cuando la predicación y la enseñanza entran por un oído y salen por el otro, como suele decirse, por muy fuerte que sea la constitución psicofísica y espiritual del pastor, fácilmente será presa del desánimo y de la depresión. Con ello, no sólo sufrirá él, sino que del destemple de su ánimo amargado, saldrán quejas y lamentaciones delante del Señor acerca de Su rebaño que, más bien que de ovejas sumisas, parece de cabras que, como dice el refrán, siempre tiran al monte. Es cierto que, si el pastor ha cumplido fielmente su ministerio, se encontrará con la aprobación y la recompensa del Pastor Supremo (1 P. 5:4), ya sea que su predicación haya sido «hedor de muerte que conduce a la muerte» u «olor de vida que conduce a la vida» (2 Co. 2:15, 16, NVI), pero, por lo que concierne a los fieles mismos, ninguna ventaja van a sacar con que el pastor tenga que dar al Señor quejas acerca de ellos. Dice J. Owen: «Con qué suspiros, gemidos y lamentos están frecuentemente acompañadas las cuentas que los fieles ministros rinden a Cristo, sólo Él lo sabe, y el último día lo manifestará. Que las cuentas de los ministros hayan de ser rendidas de este modo, no es provechoso para sus propias gentes. El corazón del ministro se desanima; el gran Maestro se desagrada; las señales de Su favor se retiran; prevalece la esterilidad espiritual; y parece como si las nubes hubiesen recibido el mandato de no llover sobre la infructuosa viña».
6. La sección termina con una petición que el autor sagrado hace a sus lectores para que oren por él y por sus colaboradores (vv. 18, 19): «Orad por nosotros. Estamos persuadidos de que tenemos la conciencia limpia y deseamos conducirnos decorosamente en todo. Yo personalmente os insto a que oréis para que cuanto antes pueda encontrarme entre vosotros» (NVI).
(A) Sea cual sea el autor humano de la epístola, dichas frases tienen un sabor netamente paulino. Basta comparar dichas frases con las que hallamos, de la pluma o de la boca del apóstol, en Hechos 23:1; 24:16; Romanos 9:1; 1 Corintios 4:1–4; 2 Corintios 1:12; 1 Timoteo 1:5–19; 3:9; 2 Timoteo 1:3.
(B) El versículo 19 parece insinuar que el autor se halla impedido, por el momento, de salir del lugar donde se encuentra. Que no está preso se advierte por el versículo 23, pero algún otro obstáculo le impedía ir a visitar a los destinatarios de la carta, y por ello les insta a que oren. Dice Bartina: «No es que el autor esté preso en cautividad, porque en el versículo 23 aparece que puede proceder libremente. Son dificultades inciertas que hasta ahora le han impedido retornar. Pero la oración podrá superar estos obstáculos, y así más pronto (gr. tákhion) ser devuelto a aquella comunidad».
Versículos 20–25
Aquí tenemos la bendición y los saludos finales de la epístola.
1. La bendición es larga. Dice así (vv. 20, 21) en la NVI: «Que el Dios de la paz, quien mediante la sangre del pacto eterno, sacó de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, aquel gran Pastor de las ovejas, os equipe con toda clase de virtudes para cumplir en todo su voluntad, y lleve a cabo en nosotros lo que es de su agrado por medio de Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén».
(A) «El Dios de la paz» es una expresión paulina (v. Ro. 15:33; 16:20; 1 Co. 14:33; 2 Co. 13:11; Fil. 4:9; 1 Ts. 5:23 y, quizás, 2 Ts. 3:16), aunque el contexto en que aquí se halla no sugiere necesariamente la pluma de Pablo. El epíteto llega a parecerle a Trenchard, en este contexto, algún tanto extraño y, a mi juicio, no llega a explicarlo de modo satisfactorio. En cambio, creo que Bartina acertó con el sentido al escribir: «Es el autor de la paz con el hombre, el autor de la reconciliación por medio de la sangre de Cristo».
(B) El autor sagrado llama a nuestro Señor Jesucristo, el gran Pastor de las ovejas. El Mesías estaba profetizado como tal Pastor en Ezequiel 37:24; Zacarías 11:4. Él mismo se llamó el buen (kalós, excelente) Pastor (Jn. 10:10–16) y Pedro lo llama el Príncipe de los pastores (gr. arkhipoímenos, el Pastor en Jefe).
(C) Vemos que «Dios … sacó de entre los muertos a nuestro Señor Jesús mediante la sangre del pacto eterno». ¿Qué significa esto? Sin duda, lo siguiente: «El pacto eterno (puesto que no tiene otro que le suceda; v. 7:22, 28; 8:6, 7, 13; 9:12, 15, 26–28; 10:10–14; 12:24–28) se estableció mediante la sangre de Cristo (9:13–18). El derramamiento de esta sangre satisfizo completamente las exigencias de la justicia divina y, por eso, Dios mostró públicamente esta satisfacción sacando de entre los muertos a Jesús y exaltándole a Su diestra» (v. Hch. 2:24; Ro. 10:7–9; Fil. 2:9–11; He. 1:3; 10:12).
(D) A este Dios pide el autor sagrado (v. 21) lo siguiente: «que os equipe (gr. katartísai, el mismo verbo de 10:5 y 11:3, además de otros diez lugares, entre los que destaca 1 P. 5:10) con toda clase de virtudes (comp. con 2 P. 1:5–8) para cumplir en todo su voluntad», pues a eso se reduce, en realidad, toda la vida cristiana (comp. con Jn. 3:34; 8:29; Ro. 12:2; 1 Jn. 3:22).
(E) No es la primera vez (v. Fil. 2:12, 13) que hallamos la aparente paradoja de que, al obrar nosotros la voluntad de Dios, Él es quien lleva a cabo en nosotros lo que es de Su agrado (v. 21b). Esto es lo que yo llamo «energismo». Véase 1 Corintios 12:6; Filipenses 2:13, sin ir más lejos, para darse cuenta de que éste es el verdadero concepto bíblico acerca de la forma en que la gracia de Dios obra en, y con, nuestra voluntad santificada por la misma gracia; se huye así, tanto del monergismo calvinista como del sinergismo arminiano y semipelagiano. En las versiones inglesas de Filipenses 2:12, 13, este doble aspecto de la obra de Dios en nosotros mientras nosotros obramos lo que Él quiere, se expresa admirablemente mediante el juego de dos partículas diferentes: work out, works in; la primera indica la salida del acto de nuestra voluntad; la segunda, la entrada del poder de Dios en nuestra voluntad (comp. con 1 Co. 15:10; Fil. 4:13).
(F) El «por medio de Jesucristo» admite, como hace notar J. Brown, una doble conexión y, por tanto, una doble explicación: (a) Si se conecta con «lo que es de su agrado», significa que todo lo bueno que hacemos es agradable a Dios por los méritos de Jesucristo (4:14–16). Si se conecta con «lleve a cabo en nosotros», significa que es en virtud de la mediación de Jesús y en unión con Él (Jn. 15:5) como se llevan a cabo las operaciones santificantes del Espíritu de Dios en nuestro interior.
(G) La bendición termina con la doxología: «a quien (Jesucristo) sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén». Dice Bartina: «Él, en efecto, ha sido el objeto central de toda la carta; no es raro que sea el objeto de tales alabanzas (cf. 2 Ti. 4:18; 1 P. 4:11; 2 P. 3:18)».
2. A continuación (v. 22), el autor sagrado ruega a los lectores, llamándoles hermanos para mejor captar su benevolencia, que soporten (gr. anékhesthe) las palabras de exhortación que les ha dirigido, «Porque además, dice, os escribí brevemente» (lit.). Tres cosas son dignas de notarse aquí: (A) el verbo para «escribí» (aoristo epistolar) es epistéllo, de donde se deriva precisamente epístola, y que significa informar por escrito. Sale, además de este lugar, únicamente en Hechos 15:20; 21:25. (B) A pesar de que la epístola es suficientemente larga, dice que ha escrito brevemente, porque habría necesitado muchísimo espacio para explicar todo lo que sus inmaduros lectores no llegaban aún a entender (v. 5:11; 9:5; 11:32).
(C) Esta misma obligada brevedad le ha forzado quizás a usar expresiones duras. Dice Bartina: «La brevedad tal vez le ha forzado a usar frases de corrección o reprensión que en un estilo más amplio y difuso hubieran podido matizarse más». Así se entiende esa especie de disculpa: «soportad» (lit.).
3. En otro inciso (v. 23), les comunica una noticia que sin duda les interesaba: «Quiero que sepáis que nuestro hermano Timoteo ha sido puesto en libertad. Si llega pronto, iré con él a haceros una visita» (NVI). No sabemos por ningún otro lugar que Timoteo hubiese estado encarcelado. Sin embargo, el sentido del verbo apoleluménon (en pretérito perfecto) no parece que pueda ser otro; al menos, en este contexto. La última frase parece dar a entender que si Timoteo llegaba pronto al lugar donde se hallaba el autor de la carta, irían ambos a hacer una visita a los destinatarios; si no llegaba pronto Timoteo, iria el escritor solo. No se descarta, sin embargo, otra interpretación: Si Timoteo no llegaba pronto, el escritor de la carta, no podría (por la razón que fuese) ir a visitarlos.
4. Vienen luego los saludos, que aquí son impersonales, tanto por parte de quienes los envían como de los destinatarios. Únicamente dice (v. 24): «Saludad a todos vuestros pastores (el mismo término de los vv. 7 y 17), y a todos los fieles (lit. santos). Saludos de los de Italia» (NVI). Si el escritor estaba en Roma, es muy raro que usara esta manera general de referirse a los que estaban a su lado en el momento de escribir la epístola. Los comentaristas se dividen en dos grupos: (A) Muchos (entre ellos, Trenchard) tienen como más probable que el autor se refiera a «un grupo de creyentes que antes residieran en Italia, conocidos por los receptores de la carta», pero que ahora se hallaban fuera de Italia. (B) Otros (entre ellos, Bartina y Brown) tienen como más probable que se refiere a «cristianos procedentes de otras partes de Italia y residentes, a la sazón, en Roma» (Brown). Ryrie, por lo que se colige de la referencia en su Ryrie Study Bible a Hechos 18:2, parece ser de la primera opinión.
5. La epístola termina con la frase: «La gracia sea con todos vosotros» (NVI). Esta fórmula se encuentra solamente, y únicamente, en Tito 3:15, además de aquí, y también sin el «Amén» que aparece en nuestras versiones, y que gran parte de los MSS atestiguan, aunque no los más importantes.