Francisco de Goya y Lucientes

Francisco de Goya y Lucientes

Francisco de Goya y Lucientes (Fuendetodos, provincia de Zaragoza, 30 de marzo de 1746 - Burdeos, Francia, 16 de abril de 1828) fue un pintor y grabador español. Su obra abarca la pintura de caballete y mural, el grabado y el dibujo. En todas estas facetas desarrolló un estilo que inaugura el Romanticismo. El arte goyesco supone, asimismo, el comienzo de la pintura contemporánea y es precursor de las vanguardias pictóricas del siglo XX; por todo ello, se le considera uno de los artistas españoles más relevantes y uno de los grandes maestros de la historia del arte.

Tras un lento aprendizaje en su tierra natal, en el ámbito estilístico del Barroco tardío y las estampas devotas, viaja a Italia en 1770, donde traba contacto con el incipiente Neoclasicismo, que adopta cuando marcha a Madrid a mediados de esa década, junto con un pintoresquismo costumbrista rococó derivado de su nuevo trabajo como pintor de cartones para los tapices de la manufactura real de Santa Bárbara. El magisterio en esta actividad y en otras relacionadas con la pintura de corte lo imponía Mengs, mientras que el pintor español más reputado era Francisco Bayeu, que fue cuñado de Goya.

Una grave enfermedad que le aqueja en 1793 le lleva a acercarse a una pintura más creativa y original, que expresa temáticas menos amables que los modelos que había pintado para la decoración de los palacios reales. Una serie de cuadritos en hojalata, a los que él mismo denominaba de capricho e invención, inician la fase madura de la obra del artista y la transición hacia la estética romántica.

Además, su obra refleja el convulso periodo histórico en que vive, particularmente la Guerra de la Independencia, de la que la serie de estampas de Los desastres de la guerra es casi un reportaje moderno de las atrocidades cometidas y componen una visión exenta de heroísmo donde las víctimas son siempre los individuos de cualquier clase y condición.

Gran popularidad tiene su Maja desnuda, en parte favorecida por la polémica generada en torno a la identidad de la bella retratada. De comienzos del siglo XIX datan también otros retratos que emprenden el camino hacia el nuevo arte burgués. Al final del conflicto hispano-francés pinta dos grandes cuadros a propósito de los sucesos del levantamiento del dos de mayo de 1808, que sientan un precedente tanto estético como temático para el cuadro de historia, que no solo comenta sucesos próximos a la realidad que vive el artista, sino que alcanza un mensaje universal.

Pero su obra culminante es la serie de pinturas al óleo sobre el muro seco con que decoró su casa de campo (la Quinta del Sordo), las Pinturas negras. En ellas Goya anticipa la pintura contemporánea y los variados movimientos de vanguardia que marcarían el siglo XX.

Años de formación (1746-1774)

Nacimiento y juventud

Francisco de Goya y Lucientes nació en 1746 en el seno de una familia de mediana posición social de Zaragoza, que ese año se había trasladado al pueblecito de Fuendetodos, situado a unos cuarenta kilómetros al sur de la capital, en tanto se rehabilitaba la casa donde vivían. Su padre era un artesano de cierto prestigio, maestro dorador, cuyas relaciones laborales sin duda contribuyeron a la formación artística de Francisco. Al año siguiente volvieron a Zaragoza, si bien los Goya mantuvieron siempre el contacto con el pueblo natal del futuro pintor, como revela el que su hermano mayor, Tomás, que siguió el oficio del padre, instalara allí su taller en 1789.

Cuando Francisco tenía poco más de diez años, ya comenzados sus estudios primarios probablemente en el colegio de Santo Tomás de Aquino de las Escuelas Pías de Zaragoza, la familia atravesó dificultades económicas que pudieron obligar al jovencísimo Goya a ayudar con su trabajo a superar la crisis. Quizá este hecho explique que su ingreso en la Academia de Dibujo de Zaragoza, dirigida por José Luzán, no se produjera hasta 1759, una edad (trece años) algo tardía para lo que era habitual. De su actividad durante el aprendizaje con Luzán, que se prolongaría hasta 1763, se sabe poco, y, en palabras de Bozal, «nada [de la pintura de Goya] se conserva de aquellos años». Sin embargo, se han atribuido a esta etapa algunos cuadros de tema religioso que acusan el estilo barroco tardío napolitano de su primer maestro, que se puede percibir en Sagrada Familia con San Joaquín y Santa Ana ante el Eterno en gloria, datada, según José Manuel Arnaiz, entre 1760 y 1763. José Gudiol Ricart, sin embargo, lo data de entre 1768 y 1769. De estos momentos será igualmente el tristemente desaparecido durante la Guerra Civil Española, Armario relicario de Fuendetodos, fechado entre 1762-1763

Goya, en todo caso, es un pintor cuyo aprendizaje progresa lentamente, y su obra de madurez se revelará tarde. No es extraño que no obtuviera el primer premio en el concurso de pintura de tercera categoría convocado por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1763, en el que el jurado no le otorgó ningún voto en competencia con Gregorio Ferro. Tres años más tarde, esta vez en la convocatoria de primera clase, volvió a intentarlo a fin de obtener una beca de formación en Roma, de nuevo sin éxito.

Esta decepción pudo motivar su acercamiento al pintor Francisco Bayeu —con cuya familia tenían parentesco los Goya—, que había sido llamado a Madrid en 1763 por Mengs para colaborar en la decoración del Palacio Real de Madrid. En diciembre de 1764 un primo de Bayeu se casó con una tía de Goya. Es muy probable que el pintor de Fuendetodos se trasladara a la capital de España por estas fechas en busca de protección y nuevo maestro, como indica el hecho de que Goya se presentara en Italia en 1770 como discípulo de Bayeu.

Viaje a Italia

Tras los dos intentos frustrados de obtener apoyo material para llevar a cabo el obligado viaje para estudiar a los maestros italianos in situ, Goya, con sus propios recursos, parte hacia Roma, Venecia, Bolonia y otras ciudades italianas, donde estudió la obra de Guido Reni, Rubens, Veronés o Rafael, entre otros grandes pintores.

Acerca de su recorrido y actividades durante este viaje de estudios existe un valioso documento, un álbum de apuntes denominado Cuaderno italiano, que inaugura una serie de cuadernos de bocetos y anotaciones conservados en su mayor parte en el Museo del Prado. Estos álbumes se distinguen con una letra que va de la A a la H y que marca un orden cronológico. En ellos se encuentra el grueso de los dibujos de Goya, una expresión muy valiosa de su arte por la libertad y rapidez con que están ejecutados. En este terreno, sin embargo, es el Cuaderno italiano el más convencional, pues supone un cuaderno de trabajo, de ejercicios, más que un corpus de obra original.

En Parma concursa en una convocatoria pictórica, con tema obligado de género histórico, en la que, si bien no obtuvo el máximo galardón, sí una mención especial del jurado. Su Aníbal vencedor contempla por primera vez Italia desde los Alpes muestra cómo el aragonés se ha despojado de las convencionales composiciones de estampa devota aprendidas de José Luzán y del cromatismo tardobarroco (rojos, azules oscuros e intensos y glorias anaranjadas como representación de lo sobrenatural religioso) para adoptar una invención más arriesgada, inspirada en los modelos clasicistas, así como una paleta de tonos pasteles, rosados, suaves azules y grises perla.

Goya ha asumido con esta obra la estética Neoclásica, recurriendo a la alegoría mitológica en figuras como el minotauro que representa las fuentes del río Po o la Victoria laureada bajando del cielo en el carro de la Fortuna.

Ya en 1771, Goya vuelve a España, quizá urgido por la enfermedad de su padre o por haber recibido el encargo de la Junta de Fábrica del Pilar de realizar una pintura mural para la bóveda del coreto de la capilla de la Virgen.

Vista de la cocina de su casa natal.

Sacrificio a Pan, 1771. 33 x 24 cm. Colección José Gudiol, Barcelona.

Aníbal vencedor, 1770 (Cudillero, Asturias, Fundación Selgas-Fagalde).

La Triple generación (entre 1760 y 1769, Jerez de la Frontera, colección particular).

Casa natal de Francisco de Goya en Fuendetodos, provincia de Zaragoza.

Firma de Francisco de Goya.

Pintura mural y religiosa en Zaragoza

En estos años la actividad de Goya fue intensa. Decora con un gran fresco que terminó en 1772, La adoración del nombre de Dios, la bóveda del coreto de la Basílica del Pilar, obra que satisfizo a la Junta de Fábrica del templo. Inmediatamente emprende la realización de las pinturas murales de la capilla del palacio de los condes de Sobradiel, conjunto de pintura religiosa que fue arrancado en 1915 y dispersado en piezas que se conservan en su mayor parte en el Museo de Zaragoza. Destaca el que fue el techo, El entierro de Cristo, que se puede contemplar en el Museo de la Fundación Lázaro Galdiano.

Pero el mayor empeño lo constituye el conjunto de pinturas de la iglesia de la Cartuja del Aula Dei de Zaragoza, un monasterio situado a una decena de kilómetros a las afueras de la ciudad. Lo conforma un friso de grandes pinturas al óleo sobre muro que relata la vida de la Virgen desde sus antecedentes familiares (San Joaquín y Santa Ana) hasta la Presentación de Jesús en el templo. El esfuerzo culminó en 1774 y es muestra de la capacidad de Goya para este tipo de pintura de carácter monumental, que fue resuelto con formas rotundas y pincelada enérgica.

Si los emolumentos del encargo del coreto del Pilar habían sido inferiores a los que cobraban sus colegas, solo dos años después el impuesto de industria por el que cotiza 400 reales de plata era mayor del que pagó su primer maestro, José Luzán. Goya era ya el pintor más valorado de los que trabajaban en Aragón.

En cuanto a su vida personal, Goya se había casado con la hermana de Francisco Bayeu, Josefa Bayeu, el 25 de julio de 1773 y tuvo el primer hijo el 29 de agosto de 1774. A finales de ese año, posiblemente gracias a la influencia de su cuñado, Goya es llamado por Mengs a la corte para trabajar como pintor de cartones para tapices. El 3 de enero de 1775 emprende el viaje a Madrid, donde comenzó una etapa que le llevaría a un trabajado ascenso social como pintor real, no exento, sin embargo, de puntuales decepciones.

Goya en Madrid (1775-1792)

Madrid goyesco

Detalle del Nacimiento de la Virgen, de la serie de pinturas de la Cartuja del Aula Dei, 1774.

Cartones para tapices

Cartones de Goya

La confección de tapices para las dependencias de la realeza española había sido un empeño de los Borbones que se ajustaba al espíritu de la Ilustración, pues se trataba de una empresa que fomentaba la industria de calidad. A partir del reinado de Carlos III, las estampas se esforzarán por representar motivos españoles, en línea con el pintoresquismo vigente en los sainetes teatrales de Ramón de la Cruz o las populares estampas grabadas por Juan de la Cruz Cano y Olmedilla, Colección de trajes de España tanto antiguos como modernos (1777-1788), que tuvieron una enorme repercusión.

Para llegar al tapiz había de elaborarse un modelo previo en cartón, que servía de base en el telar y que reproducía un lienzo de alguno de los pintores secundarios que elaboraban bocetos y luego cuadros para tal fin. Entre estos figuraban José Juan Camarón, Antonio González Velázquez, José del Castillo o Ramón Bayeu; todos ellos bajo la dirección de Francisco Bayeu y Mariano Salvador Maella, y en última instancia, por Anton Raphael Mengs. Este fue además el rector del gusto neoclásico en España, aunque solo pudo ocuparse personalmente, en el periodo en que trabajó Goya, de la dirección de la Real Fábrica de Tapices entre 1775 y 1776, fecha en la que parte hacia Roma.

Goya comienza su labor, menor como pintor, pero importante para introducirse en los círculos aristocráticos, con la dificultad añadida de conjugar el Rococó de Tiépolo y el Neoclasicismo de Mengs para alcanzar el estilo apropiado para unos cuadros destinados a la decoración de las estancias reales, donde primaba el buen gusto y la observación de las costumbres españolas; todo ello, además, dotando a la escena de encanto no exento de variedad en la unidad. No es aún realismo pleno —si bien algunos de sus óleos para cartones denotan verismo, como La nevada (1786) o El albañil herido (1787)—, pero sí fue necesario alejarse tanto del barroco tardío de la pintura religiosa de provincias como del ilusionista Rococó, inadecuado para obtener una impresión de factura «del natural» (como pedía siempre el pintoresquismo). También era necesario distanciarse de la excesiva rigidez academicista del Neoclasicismo, que no favorecía la narración y la vivacidad en la anécdota requerida en estas imágenes de costumbres, protagonizadas por tipos populares o aristócratas disfrazados de majos y majas, como se puede apreciar en La gallina ciega (1789). Lo pintoresco necesita que el espectador sienta que el ambiente, los tipos, los paisajes y escenas son contemporáneos, cotidianos, como los que puede contemplar él mismo; pero a la vez, la vista debe ser entretenida y despertar la curiosidad, pues de lo contrario carecería de interés. Por otro lado, el realismo capta el motivo individualizándolo; los personajes de la pintura de costumbres son, en cambio, tipos representativos de un colectivo.

La actividad de Goya para la Real Fábrica de Tapices se prolongó durante doce años, de 1775 a 1780 en un primer quinquenio de trabajo y de 1786 hasta 1792 (otros siete años), año en que una grave enfermedad, que le provocó su sordera, lo alejó definitivamente de esta labor. En total realizó cuatro series de cartones distribuidos del siguiente modo:

La conducción de un sillar o La obra, 1786-1787. 169 x 127 cm. (Planeta Corporación, Barcelona).

El cacharrero, 1779 (Museo del Prado).

Segunda serie

Primera serie

Realizada en 1775, consta de nueve cuadros de tema cinegético realizados para la decoración del comedor de los Príncipes de Asturias —los futuros Carlos IV y María Luisa de Parma— en El Escorial. A la serie pertenecen La caza de la codorniz, aún muy influido por las maneras de los hermanos Bayeu, Perros en traílla o Caza con mochuelo y red.

Se pueden distinguir dos grupos de encargos cuyo tema es la representación de diversiones populares, generalmente de ocio campestre, como correspondía a la ubicación del Palacio de El Pardo. Por ello se insiste en localizar las escenas en la ribera del Manzanares. Los ejecutados entre 1776 y 1778, destinados al comedor de los Príncipes en el Palacio, y los realizados en 1778 y 1780 para el dormitorio de dicho palacio.

El primer grupo comienza con La merienda a orillas del Manzanares entregado en octubre de 1776 e inspirado en el sainete homónimo de Ramón de la Cruz. Le siguen Paseo por Andalucía (también conocido como La maja y los embozados), Baile a orillas del Manzanares y, quizá su obra más lograda de esta serie, El quitasol, un cuadro que logra un magnífico equilibrio entre la composición de raigambre neoclásica en pirámide y los efectos cromáticos propios de la pintura galante.

A la antecámara y el dormitorio principesco pertenecen La novillada, donde gran parte de la crítica ha querido ver un autorretrato de Goya en el joven torero que mira al espectador, La feria de Madrid (ilustración de un pasaje de El rastro por la mañana, otro sainete de Ramón de la Cruz), Juego de pelota a pala y El cacharrero, donde muestra su dominio del lenguaje del cartón para tapiz: composición variada pero no inconexa, varias líneas de fuerza y distintos centros de interés, reunión de personajes de distintos estratos sociales, calidades táctiles en el bodegón de loza valenciana del primer término, dinamismo de la carroza, difuminado del retrato de la dama del interior del carruaje, y, en fin, una plena explotación de todos los recursos que este género de pinturas podía ofrecer.

Tercera serie

Tras un periodo (1780-1786) en el que Goya emprendió otros trabajos, como ejercer de retratista de moda de la clase pudiente madrileña y la recepción del encargo de pintar un cuadro para San Francisco el Grande de Madrid y una de las cúpulas de El Pilar, retomó su trabajo como oficial de la fábrica de tapices en 1786 con una serie dedicada a la ornamentación del comedor del Palacio de El Pardo.

El programa decorativo comienza con un grupo de cuatro cuadros alegóricos a las estaciones del año (entre los que descuella La nevada o El invierno, con su paisaje de tonos grisáceos y el verismo y dinamismo de la escena), para continuar con otras escenas de alcance social, como Los pobres en la fuente o El albañil herido.

Además de los trabajos dedicados al ornato del comedor de los príncipes se documentan algunos bocetos realizados como preparación a las telas que iban a decorar el dormitorio de las infantas en el mismo palacio. Entre ellos encontramos una obra maestra, La pradera de San Isidro que, como es habitual en Goya, es más audaz en los bocetos y más «moderno» (por su uso de una pincelada enérgica, rápida y suelta) que en los lienzos ya rematados. Debido a la inesperada muerte del rey Carlos III en 1788, este proyecto quedó interrumpido, si bien otro de los bocetos dio lugar a uno de sus más conocidos cartones: La gallina ciega.

El quitasol, 1777 (Museo del Prado).

La pradera de San Isidro, 1788 (Museo del Prado).

Perros en traílla, 1775 (Museo del Prado).

Retratista y académico

Cuarta serie

Con destino al despacho del recién proclamado rey Carlos IV en El Escorial emprende la ejecución de otra serie de cartones entre 1788 y 1792 cuyos temas adquieren matices satíricos, aunque siguen dando cuenta de aspectos alegres de la sociedad española de su tiempo. Así aparecen de nuevo juegos al aire libre protagonizados por jóvenes, como en Los zancos, muchachos (Las gigantillas) o las mujeres que en El pelele parecen regocijarse en el desquite de la dominante posición social del hombre, manteando a un muñeco grotesco.

Comienzan con esta serie a aparecer los comentarios críticos hacia la sociedad de su tiempo que se desarrollarán más adelante, especialmente en su obra gráfica, cuyo ejemplo más temprano es la serie de Los caprichos. Aparecen ya en estos cartones rostros que anuncian las caricaturas de su obra posterior, como puede apreciarse en la cara de facciones simiescas del novio de La boda (1792).

Los zancos, 1791-1792 (Museo del Prado).

Desde su llegada a Madrid para trabajar en la corte, Goya tiene acceso a las colecciones de pintura de los reyes, y el arte del aragonés tendrá en la segunda mitad de la década de 1770 un referente en Velázquez. La pintura de este último había sido elogiada en 1780 en un discurso pronunciado por Jovellanos en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en el que alababa el naturalismo del maestro sevillano frente a la excesiva idealización de los defensores neoclásicos de una pretendida Belleza Ideal.

En la pintura del gran maestro sevillano, Jovellanos apreciaba valores originales de invención, técnica pictórica (manchas de pintura formando brillos que el ilustrado gijonés denominó «efectos mágicos») y defensa de la tradición propia que, según el asturiano, no desmerecía de la francesa, flamenca o italiana, dominante en la pintura dieciochesca en la Península. Goya pudo hacerse eco de esta corriente de pensamiento y en 1778 publica una serie de grabados al aguafuerte que reproduce cuadros de Velázquez. La colección fue muy bien recibida, pues la sociedad española demandaba reproducciones de las poco accesibles pinturas de los sitios reales. Las estampas fueron elogiadas por Antonio Ponz en el tomo octavo de su Viaje de España, publicado ese mismo año.

También en sus cuadros Goya aplica los ingeniosos toques de luz velazqueños, la perspectiva aérea y un dibujo naturalista, visibles en el retrato de Carlos III cazador (hacia 1788), cuyo rostro arrugado recuerda el de los hombres maduros del primer Velázquez.

Goya se granjea en estos años la admiración de sus superiores, en especial la de Mengs «a quien tenía asombrado la facilidad con que hacía [los cartones]». Su ascenso social y profesional es notable y así, en 1780, es nombrado por fin académico de mérito de la Academia de San Fernando. Con motivo de este acontecimiento pinta un Cristo crucificado de factura ecléctica donde muestra su dominio de la anatomía, la luz dramática y los medios tonos, en un homenaje que recuerda tanto al Cristo de Mengs, como al de Velázquez.

A lo largo de toda la década de 1780 entra en contacto con la alta sociedad madrileña, que solicita ser inmortalizada por sus pinceles, convirtiéndose en su retratista de moda. Fue decisiva para la introducción de Goya en la elite de la cultura española su amistad con Gaspar Melchor de Jovellanos y Juan Agustín Ceán Bermúdez, historiador del arte. Gracias a ello recibe numerosos encargos, como los del recién creado (en 1782) Banco de San Carlos y del Colegio de Calatrava de Salamanca.

De suma importancia fue también su relación con la pequeña corte que el infante don Luis de Borbón había creado en el palacio de la Mosquera en Arenas de San Pedro (Ávila), junto al músico Luigi Boccherini y otras figuras de la cultura española. Don Luis había renunciado a todos sus derechos sucesorios al casar con una dama aragonesa, María Teresa Vallabriga, cuyo secretario y gentilhombre de cámara tenía lazos familiares con los hermanos Francisco, Manuel y Ramón Bayeu. De su conocimiento dan cuenta varios retratos de la Infanta María Teresa (uno de ellos ecuestre) y, sobre todo, La familia del infante don Luis (1784), uno de los cuadros más complejos y logrados de esta época.

Por otro lado, el ascenso del murciano José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca a la cúspide de la gobernación de España y la buena opinión que tenía de la pintura de Goya, le proporcionó algunos de sus más importantes encargos: dos retratos del Primer Ministro, entre los que destaca el de 1783, El Conde de Floridablanca y Goya, que refleja el acto in fieri del propio pintor mostrando al ministro el cuadro que le está pintando, jugando con la idea de la mise en abyme.

Sin embargo, quizá el más decidido apoyo de Goya fue el de los Duques de Osuna (familia a la que retrató en el afamado Los duques de Osuna y sus hijos), en especial el de la duquesa María Josefa Pimentel, una mujer culta y activa en los círculos ilustrados madrileños. Por esta época estaban decorando su quinta de El Capricho y para tal fin solicitaron a Goya una serie de cuadros de costumbres con características parecidas a las de los modelos para tapices de los Sitios Reales, que fueron entregados en 1787. Las diferencias con los cartones para la Real Fábrica son notables. La proporción de las figuras es más reducida, con lo que se destaca el carácter teatral y rococó del paisaje. La naturaleza adopta un carácter sublime («Lo Sublime» del paisaje era una categoría definida por entonces en las preceptivas estéticas). Y sobre todo se aprecia la introducción de escenas de violencia o desgracia, como sucede en La caída, donde una mujer acaba de desplomarse desde un caballo sin que sepamos de la gravedad de las heridas sufridas, o en el Asalto al coche, donde vemos a la izquierda un personaje que acaba de recibir un disparo a bocajarro mientras los ocupantes de un carruaje son desvalijados por una partida de bandoleros. En otro de estos cuadros, La conducción de un sillar, de nuevo destaca lo innovador del tema, el trabajo físico de los obreros de las capas humildes de la sociedad. Esta preocupación incipiente por la clase obrera habla no solo de la influencia de las preocupaciones del Prerromanticismo, sino también del grado de asimilación que Goya había hecho del ideario de los ilustrados que frecuentó.

De este modo Goya va ganando prestigio, y los ascensos se suceden. En 1785 es nombrado Teniente Director de Pintura de la Academia de San Fernando (semejante al puesto de subdirector), y en 1789, a sus cuarenta y tres años y tras la subida al trono del nuevo rey Carlos IV y hacer su retrato, Pintor de Cámara del Rey, lo que le capacitaba para ejecutar los retratos oficiales de la familia real a la par que obtenía unas rentas que le permitían darse el lujo de comprarse coche y sus tan deseados «campicos», como reiteradamente le escribía a Martín Zapater, su amigo de siempre.

Pintura religiosa

Desde comienzos de 1778 Goya espera recibir la confirmación de un importante encargo, la decoración pictórica de una cúpula de la basílica de Nuestra Señora del Pilar, que la Junta de Fábrica de dicho templo quiso encomendar a Francisco Bayeu, quien a su vez propuso a Goya y a su hermano Ramón para su realización. En la decoración de la cúpula Regina Martirum y sus pechinas depositaba el artista grandes esperanzas, pues su trabajo como pintor de cartones no podía colmar la ambición a que aspiraba como gran pintor.

En 1780, año en el que es nombrado académico, emprende viaje a Zaragoza para realizar el fresco bajo la dirección de su cuñado, Francisco Bayeu. Sin embargo, al cabo de un año, el resultado no satisfizo a la Junta del Pilar y se propuso a Bayeu corregir los frescos antes de dar su aprobación para continuar con las pechinas. Goya no aceptó las críticas y se opuso a que se interviniera en su recién terminada obra. Finalmente a mediados de 1781 el aragonés, muy dolido —en una carta dirigida a Martín Zapater expresa que «en acordarme de Zaragoza y pintura me quemo bibo...»—, volvió a la corte. El resquemor duró hasta que en 1789 conoció la intercesión de Bayeu en su nombramiento como Pintor de Cámara del Rey. A fines de ese año, por otra parte, muere su padre.

Poco después Goya, junto con los mejores pintores del momento, fue requerido para pintar uno de los cuadros que iban a decorar la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid, en lo que se convierte para él en una oportunidad de establecer una competencia con los mejores artífices contemporáneos. Tras los roces habidos con el mayor de los Bayeu, Goya prestará un detallado seguimiento a este trabajo en el epistolario dirigido a Martín Zapater e intentará mostrarle cómo su obra vale más que la del respetadísimo Francisco Bayeu, a quien se encargó la pintura del altar mayor. Todo ello se refleja en la carta fechada en Madrid a 11 de enero de 1783, en la que cuenta cómo tiene noticia de que Carlos IV, entonces aún Príncipe de Asturias, ha denostado el lienzo de su cuñado en estos términos:

Lo que sucedió a Bayeu fue lo siguiente: Abiendo presentado su cuadro en palacio y aber dicho el Rey [Carlos III] bueno, bueno, bueno como acostumbra; despues lo bio el Príncipe [el futuro Carlos IV] y Ynfantes lo que digeron, nada ay a fabor de dicho Bayeu, sino en contra pues es publico que a estos Señores nada a gustado. Llegó a Palacio Don Juan de Villanueba, su Arquitecto y le preguntó el Principe, que te parece de ese cuadro, respondio: Señor, bien. Eres un bestia le dijo el principe que no tiene ese cuadro claro obscuro ni efecto ninguno y muy menudo, sin ningun merito. Dile a Bayeu que es un bestia.

Eso me lo han contado 6 o 7 profesores y dos amigos de Villanueba que el se los a contado, aunque el echo fue delante de algunos señores que no se ha podido ocultar.

Apud Bozal (2005), vol. 1, págs. 89-90. Cfr. tb. Goya, Cartas a Martín Zapater, ed. cit. pág. 134.

La obra aludida es San Bernardino de Siena predicando ante Alfonso V de Aragón, terminada en 1783 al tiempo que trabajaba en el retrato de la familia del infante don Luis, y el mismo año de El conde de Floridablanca y Goya, obras que suponen tres hitos que le sitúan en la cima de la pintura del momento. Ya no es solo un pintor de cartones sino que domina todos los géneros pictóricos: el religioso, con el Cristo crucificado y el San Bernardino predicando y el cortesano, gracias los retratos de la aristocracia madrileña y de la familia real.

Hasta 1787 no vuelve a abordar la pintura de religión, y lo hace con tres lienzos que el rey Carlos III le encarga para el Real Monasterio de San Joaquín y Santa Ana de Valladolid: La muerte de san José o El tránsito de san José, Santa Ludgarda y San Bernardo socorriendo a un pobre o Los santos Bernardo y Roberto. En ellos la rotundidad de los volúmenes y la calidad de los pliegues de los hábitos blancos rinden un homenaje de sobria austeridad a la pintura de Zurbarán.

Por encargo de los duques de Osuna, sus grandes protectores y mecenas en esta década junto con el infante don Luis de Borbón, pinta al año siguiente para su capilla de la catedral de Valencia, donde aún se pueden contemplar, San Francisco de Borja y el moribundo impenitente y la Despedida de san Francisco de Borja de su familia.

La década de los noventa (1793-1799)

El capricho y la invención

En 1792 presenta un discurso en la Academia donde expresa sus ideas respecto a la creación artística, que se aleja de los supuestos idealistas y de las preceptivas neoclásicas vigentes en la época de Mengs para afirmar la necesidad de libertad del pintor, que no debe estar sujeta a estrechas reglas. Según sus ideas «la opresión, la obligación servil de hacer estudiar y seguir a todos el mismo camino es un obstáculo para los jóvenes que profesarán un arte tan difícil». Es toda una declaración de principios a favor de la originalidad, de dar curso libre a la invención y un alegato de carácter decididamente prerromántico.

Es en esta etapa, y sobre todo tras su enfermedad de 1793, cuando Goya hace lo posible para crear obras ajenas a las obligaciones adquiridas por sus cargos en la corte. Cada vez más pintará obras de pequeño formato en total libertad y se alejará en lo posible de sus compromisos, aduciendo para ello dificultades debidas a su delicada salud. Por un documento sabemos que en 1794 Goya recibió tratamiento de electroterapia para tratar de mejorar los síntomas de su sordera, pero el tratamiento fracasó. Estudios modernos encuentras similitudes entre los síntomas que sufrió Goya y los de una enfermedad rara, entonces desconocida, identificada como Síndrome de Susac. No volverá a pintar cartones para tapices, actividad que le resultaba un empeño ya muy menor, y dimitirá de sus obligaciones académicas como maestro de pintura en la Real de Bellas Artes en 1797 alegando problemas físicos, pero consiguió a cambio ser nombrado Académico de Honor.

A fines de 1792 Goya se encuentra en Cádiz hospedado por el industrial Sebastián Martínez (de quien hace un excelente retrato), para recuperarse de una enfermedad, posiblemente saturnismo, una progresiva intoxicación de plomo que era habitual en pintores. En enero de 1793 Goya se encuentra encamado y su estado es grave; en marzo comienza la mejoría, pero le dejó como secuela una sordera de la que ya no se recuperará. No tenemos más noticias suyas hasta 1794, año en que el pintor envía a la Academia de San Fernando una serie de cuadros «de gabinete»:

Para ocupar la imaginación mortificada en la consideración de mis males, y para resarcir en parte los grandes dispendios que me han ocasionado, me dediqué a pintar un juego de cuadros de gabinete, en que he logrado hacer observaciones a que regularmente no dan lugar las obras encargadas, y en que el capricho y la invención no tienen ensanches.

Carta de Goya a Bernardo de Iriarte (vice-protector de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando), 4 de enero de 1794. Apud Bozal (2005), vol. 1, pág. 112.

Los cuadros a que se refiere son un conjunto de obras de pequeño formato entre los que se encuentran ejemplos evidentes de Lo Sublime Terrible: Corral de locos, El naufragio, El incendio, fuego de noche, Asalto de ladrones e Interior de prisión. Sus temas son ya truculentos y la técnica pictórica es abocetada y plena de contrastes lumínicos y dinamismo. Estas obritas pueden considerarse el inicio de la pintura romántica.

A pesar de que se ha insistido en la repercusión que para el estilo de Goya ha tenido su enfermedad, hay que tener en cuenta que ya había pintado motivos similares en el Asalto de la diligencia de 1787. Sin embargo, incluso en este cuadro, de similar motivo, hay notables diferencias. En el pintado para la quinta de recreo de la Alameda de Osuna, el paisaje era amable y luminoso, de estilo rococó, y las figuras eran pequeñas, por lo que la atención del espectador no reparaba en la tragedia representada hasta el punto en que lo hace en el Asalto de ladrones de 1794, donde el paisaje es ahora árido, la víctima mortal aparece en escorzo en primer término y las líneas convergentes de las escopetas hacen dirigir la mirada hacia el hombre suplicante que se ve amenazado de muerte.

A esta serie de cuadros pertenece también un conjunto de motivos taurinos en los que se da más importancia a las tareas previas a la corridatientas o apartados de toros— que en las ilustraciones contemporáneas de esta temática de autores como Antonio Carnicero. En sus acciones, Goya subraya los momentos de peligro y valentía, y pone en valor la representación del público como una masa anónima, característica de la recepción de los espectáculos de entretenimiento de la sociedad actual. Destaca en estas obras de 1793 la presencia de la muerte, en la de las caballerías de Suerte de matar y en la cogida de un caballista en La muerte del picador, que alejan estos motivos de lo pintoresco y rococó definitivamente.

Este conjunto de obras en planchas de hojalata se completa con Cómicos ambulantes, una representación de una compañía de actores de Comedia del arte. Una cartela con la inscripción «ALEG. MEN.» al pie del escenario relaciona la escena con la alegoría menandrea o sátira clásica. Aparece en estos personajes ridículos la caricatura y la representación de lo grotesco, en uno de los más claros precedentes de lo que será habitual en sus estampas satíricas posteriores: rostros deformados, personajes fantoches y exageración de los rasgos físicos. En un alto escenario y rodeados de un anónimo público, actúan Colombina, un Arlequín y un Pierrot de caracterización bufa que contemplan, junto con un atildado aristócrata de opereta, a un señor Polichinela enano y borrachín, mientras que unas narices (posiblemente de Pantaleón) aparecen por entre el cortinaje que sirve de telón de fondo.

En 1795 obtiene de la Academia de Bellas Artes la plaza de Director de Pintura, vacante tras la muerte de Bayeu en e se año. Además, solicita a Godoy la de Primer Pintor del Rey con el sueldo de su suegro, aunque no le fue concedida hasta 1799.

Retratos

A partir de 1794 Goya reanuda sus retratos de la nobleza madrileña y otros destacados personajes de la sociedad de su época que ahora incluirán, como Primer Pintor de Cámara, representaciones de la familia real, de la que ya había hecho los primeros retratos en 1789. Carlos IV de rojo otro retrato de Carlos IV de cuerpo entero del mismo año o el de su esposa María Luisa de Parma con tontillo. Su técnica ha evolucionado y ahora se observa cómo el pintor aragonés precisa los rasgos psicológicos del rostro de los personajes y utiliza para los tejidos una técnica ilusionista a partir de manchas de pintura que le permiten reproducir a cierta distancia bordados en oro y plata y telas de diverso tipo.

Ya en el Retrato de Sebastián Martínez (1793) se aprecia la delicadeza con que gradúa los tonos de los brillos de la chaqueta de seda del prócer gaditano, al tiempo que trabaja su rostro con detenimiento, captando toda la nobleza de carácter de su protector y amigo. Son numerosos los retratos excelentes de esta época: La marquesa de la Solana (1795), los dos de la Duquesa de Alba, en blanco (1795) y en negro (1797) y el de su marido José Álvarez de Toledo (1795), el de la Condesa de Chinchón (1795-1800), efigies de toreros como Pedro Romero (1795-1798), o actrices como María del Rosario Fernández, la Tirana (1799), políticos (Francisco de Saavedra) y literatos, entre los que destacan los retratos de Juan Meléndez Valdés (1797), Gaspar Melchor de Jovellanos (1798) o Leandro Fernández de Moratín (1799).

En estas obras se observan influencias del retrato inglés, que atendía especialmente a subrayar la hondura psicológica y la naturalidad de la actitud. Progresivamente va disminuyendo la importancia de mostrar medallas, objetos o símbolos de los atributos de rango o de poder de los retratados, en favor de la representación de sus cualidades humanas.

La evolución que ha experimentado el retrato masculino se observa si se compara el Retrato del Conde de Floridablanca de 1783 con el de Jovellanos, pintado en las postrimerías del siglo. El retrato de Carlos III que preside la escena, la actitud de súbdito agradecido del autorretratado pintor, la lujosa indumentaria y los atributos de poder del ministro e incluso el tamaño excesivo de su figura contrastan con el gesto melancólico de su colega en el cargo Jovellanos. Sin peluca, inclinado y hasta apesadumbrado por la dificultad de llevar a cabo las reformas que preveía, y situado en un espacio más confortable e íntimo, este último lienzo muestra sobradamente el camino recorrido en estos años.

En cuanto a los retratos femeninos, conviene comentar los relacionados con la Duquesa de Alba. Desde 1794 acude al palacio de los duques de Alba en Madrid para hacer el retrato de ambos. Pinta también algunos cuadros de gabinete con escenas de su vida cotidiana, como La Duquesa de Alba y la Beata y, tras la muerte del duque en 1795, incluso pasará largas temporadas con la reciente viuda en su finca de Sanlúcar de Barrameda en los años 1796 y 1797. La hipotética relación amorosa entre ellos ha generado abundante literatura apoyada en indicios no concluyentes. Se ha debatido extensamente el sentido de un fragmento de una de las cartas de Goya a Martín Zapater, datada el 2 de agosto de 1794, en la que con su peculiar grafía escribe: «Mas te balia benir á ayudar a pintar a la de Alba, que ayer se me metio en el estudio a que le pintase la cara, y se salió con ello; por cierto que me gusta mas que pintar en lienzo, que tanbien la he de retratar de cuerpo entero [...]».

A esto habrían de añadirse los dibujos del Álbum de Sanlúcar (o Álbum A) en que aparece María Teresa Cayetana en actitudes privadas que destacan su sensualidad, y el retrato de 1797 donde la duquesa —que luce dos anillos con sendas inscripciones «Goya» y «Alba»— señala una inscripción en el suelo que reza «Solo Goya». Lo cierto es que el pintor debió de sentir atracción hacia Cayetana, conocida por su independiente y caprichoso comportamiento.

En cualquier caso, los retratos de cuerpo entero hechos a la duquesa de Alba son de gran calidad. El primero se realizó antes de que enviudara y en él aparece vestida por completo a la moda francesa, con delicado traje blanco que contrasta con los vivos rojos del lazo que ciñe su cintura. Su gesto muestra una personalidad extrovertida, en contraste con su marido, a quien se retrata inclinado y mostrando un carácter retraído. No en vano ella disfrutaba con la ópera y era muy mundana, una «petimetra a lo último», en frase de la Condesa de Yebes, mientras que él era piadoso y gustaba de la música de cámara. En el segundo retrato la de Alba viste de luto y a la española y posa en un sereno paisaje.

Los caprichos

Los caprichos

Aunque Goya ya había publicado grabados desde 1771 —una Huida a Egipto que firma como creador y grabador—, una serie de estampas sobre cuadros de Velázquez publicada en 1778 y algunos otros sueltos entre los que hay que mencionar por el impacto de la imagen y el claroscuro motivado por el hachón El agarrotado, de hacia 1778-1780; es con Los caprichos, cuya venta anuncia el Diario de Madrid el 6 de febrero de 1799, que Goya inicia el grabado romántico y contemporáneo con una serie de carácter satírico.

Supone la primera realización española de una serie de estampas caricaturescas, al modo de los que había en Inglaterra y Francia, pero con una gran calidad en el manejo de las técnicas del aguafuerte y el aguatinta —con toques de buril, bruñidor y punta seca— y una innovadora originalidad temática, pues Los caprichos no se dejan interpretar en un solo sentido al contrario que la estampa satírica convencional.

El aguafuerte era la técnica habitual de los pintores-grabadores en el siglo XVIII, pero la combinación con el aguatinta le permite crear superficies de matizadas sombras merced al uso de resinas de distinta textura, con las que obtiene una gradación en la escala de grises que le permite crear una iluminación dramática e inquietante heredada de la obra de Rembrandt.

Con estos «asuntos caprichosos» —como los llama Leandro Fernández de Moratín, quien con toda probabilidad redactó el prefacio a la edición—, plenos de invención, se trataba de difundir la ideología de la minoría intelectual de los ilustrados, que incluía un anticlericalismo más o menos explícito. Hay que tener en cuenta que las ideas pictóricas de estas estampas se gestan al menos desde 1796, pues aparecen antecedentes en el Álbum de Sanlúcar (o Álbum A) y en el Álbum de Madrid (también llamado Álbum B).

En los años en que Goya crea los Caprichos, los ilustrados por fin ocupan puestos de poder. Jovellanos es desde noviembre de 1797 a agosto de 1798 el máximo mandatario en España. Francisco de Saavedra, amigo del Ministro y de ideas avanzadas, ocupó la Secretaría de Hacienda en 1797 y la del Estado del 30 de marzo al 22 de octubre de 1798. El periodo en el que se gestan estas imágenes es propicio para la búsqueda de lo útil en la crítica de los vicios universales y particulares de la España del momento, aunque ya en 1799 comenzará la reacción que obligó a Goya a retirar de la venta las estampas y regalarlas al rey en 1803 curándose en salud.

El grabado más emblemático de los Caprichos —y posiblemente de toda la obra gráfica goyesca— es el que inicialmente iba a ser el frontispicio de la obra y en su publicación definitiva sirvió de bisagra entre una primera parte dedicada a la crítica de costumbres de una segunda más inclinada a explorar la brujería y la noche a que da inicio el capricho n.º 43, «El sueño de la razón produce monstruos». Desde su primer dibujo preparatorio, de 1797 (titulado en el margen superior como «Sueño 1º»), se representaba al propio autor soñando, y aparecía en ese mundo onírico una visión de pesadilla, con su propia cara repetida junto a cascos de caballos, cabezas fantasmales y murciélagos. En la estampa definitiva quedó la leyenda en el frontal de la mesa donde se apoya el hombre vencido por el sueño que entra en el mundo de los monstruos una vez apagado el mundo de las luces.

El sueño de la razón

Brujería en Goya

Antes de que finalizara el siglo XVIII Goya aún pintó tres series de cuadros de pequeño formato que insisten en el misterio, la brujería, la noche e incluso la crueldad y están relacionados temáticamente con los primeros cuadros de capricho e invención pintados tras su enfermedad de 1793.

En primer lugar se encuentran dos lienzos encargados por los duques de Osuna para su finca de la Alameda que se inspiran en el teatro de la época. Son los titulados El convidado de piedra —actualmente en paradero desconocido, e inspirado en un momento de una versión de Don Juan de Antonio de Zamora: No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague— y una escena de El hechizado por fuerza que recrea un momento del drama homónimo del citado dramaturgo en el que un pusilánime supersticioso intenta que no se le apague un candil convencido de que si ocurre morirá. Ambos realizados entre 1797 y 1798, representan escenas teatrales caracterizadas por la presencia del temor ante la muerte aparecida como una personificación terrorífica y sobrenatural.

Otros cuadros con temas brujeriles completaban la decoración de la quinta del Capricho: La cocina de los brujos, Vuelo de brujas, El conjuro y El aquelarre, en el que unas mujeres de rostros avejentados y deformes situadas en torno a un gran macho cabrío —imagen del demonio—, le entregan como alimento niños vivos. Un cielo melancólico —esto es, nocturno y lunar— ilumina la escena.

Este tono se mantiene en toda la serie, que pudo ser concebida como una sátira ilustrada de las supersticiones populares, aunque estas obras no están exentas de ejercer una atracción típicamente prerromántica en relación con los tópicos anotados por Edmund Burke en Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello (1756) acerca de «Lo Sublime Terrible».

Es difícil dilucidar si estos lienzos sobre temas de brujos y brujas tienen intención satírica, como ridiculización de falsas supersticiones, en la línea de las declaradas al frente de Los caprichos y el ideario ilustrado, o por el contrario responden al propósito de transmitir emociones inquietantes, producto de los maleficios, hechizos y ambiente lúgubre y terrorífico que será propio de etapas posteriores. A diferencia de las estampas, aquí no hay lemas que nos guíen, y los cuadros mantienen una ambigüedad interpretativa, no exclusiva, por otra parte, de esta temática. Tampoco en su acercamiento al mundo taurino Goya nos da suficientes indicios para decantarse por una visión crítica o por la del entusiasta aficionado a la tauromaquia que era, a juzgar por sus propios testimonios epistolares.

Mayores contrastes de luz y sombra muestran una serie de pinturas que relatan un suceso contemporáneo: el que se llamó «Crimen del Castillo». Francisco del Castillo fue asesinado por su esposa María Vicenta y su amante y primo Santiago Sanjuán. Posteriormente, estos fueron detenidos y juzgados en un proceso que se hizo célebre por la elocuencia de la acusación fiscal (a cargo de Meléndez Valdés, poeta ilustrado del círculo de Jovellanos y amigo de Goya); y ejecutados el 23 de abril de 1798 en la Plaza Mayor de Madrid. El artista, al modo en que lo hacían las aleluyas que solían relatar los ciegos acompañándose de viñetas, recrea el homicidio en dos pinturas tituladas La visita del fraile (o El Crimen del Castillo I) e Interior de prisión (El Crimen del Castillo II), pintadas antes de 1800. En ella aparece el tema de la cárcel que, como el del manicomio, fue motivo constante del arte goyesco y que le permitía dar expresión a los aspectos más sórdidos e irracionales del ser humano, emprendiendo un camino que culminará en las Pinturas negras.

Hacia 1807 volverá a este modo de historiar sucesos a manera de aleluyas en la recreación de la historia de Fray Pedro de Zaldivia y el bandido Maragato en seis cuadros o viñetas.

Los frescos de San Antonio de la Florida y otras pinturas religiosas

Hacia 1797 Goya trabaja en la decoración mural con pinturas sobre la vida de Cristo para el Oratorio de la Santa Cueva de Cádiz. En ellas se aleja de la iconografía habitual para presentar pasajes como La multiplicación de los panes y los peces y la Última Cena desde una perspectiva más humana. Otro encargo, esta vez de parte de la Catedral de Toledo, para cuya sacristía pinta un Prendimiento de Cristo en 1798, supone un homenaje a El Expolio de El Greco en su composición y a la iluminación focalizada de Rembrandt.

Son los frescos de la Ermita de San Antonio de la Florida la obra cumbre de su pintura mural. Realizada probablemente por encargo de sus amigos Jovellanos, Saavedra y Ceán Bermúdez, en este fresco pudo sentirse arropado —tras la amarga experiencia del Pilar— para desarrollar su técnica e ideas con libertad. Son muchas las innovaciones que introduce. Desde el punto de vista temático, sitúa la representación de la Gloria en la semicúpula del ábside de esta pequeña iglesia, y reserva su cúpula para el Milagro de San Antonio de Padua, cuyos personajes proceden de las capas más humildes de la sociedad. Es novedoso situar las figuras de la divinidad en un espacio más bajo que el reservado al milagro, que además lo protagoniza un fraile vestido con ropas humildes y a cuyo entorno se sitúan mendigos, ciegos, trabajadores y pícaros. Acercar el mundo celestial a la mirada del pueblo probablemente sea consecuencia de las ideas renovadoras que los ilustrados tenían en relación a la religión.

Pero es en su técnica de ejecución firme y rápida, con pinceladas enérgicas que resaltan las luces y los brillos, donde se observa la prodigiosa maestría de Goya en la aplicación impresionista de la pintura. Resuelve volúmenes con rabiosos toques del todo abocetados que, sin embargo, a la distancia con que el espectador las contempla, adquieren una consistencia notable.

La composición dispone un friso de figuras contenidas por una barandilla en trampantojo, y el realce de los grupos y los protagonistas de estos se resuelve mediante zonas más elevadas, como la del propio santo, o el personaje que enfrente alza los brazos al cielo. No hay estatismo, todas las figuras se relacionan dinámicamente. Un pilluelo se encarama en la barandilla, la mortaja está apoyada en ella como sábana secándose tendida al sol. Un paisaje de la sierra madrileña, cercano al del costumbrismo de los cartones, constituye el fondo de toda la cúpula.

Los albores del siglo XIX (1800-1807)

La Duquesa de Alba, 1795 (Colección Casa de Alba, Palacio de Liria, Madrid).

Cómicos ambulantes, 1793 (Museo del Prado).

Interior de prisión o Crimen del castillo II, 1798-1800. María Vicenta, en prisión tras asesinar a su esposo, espera ser ejecutada (Colección Marqués de la Romana).

Detalle de los frescos de la ermita de San Antonio de la Florida.

San Bernardino de Siena predicando ante Alfonso V de Aragón, 1783. Forma parte de la decoración de San Francisco el Grande de Madrid. Se considera que Goya se autorretrató en un joven de la derecha, en segundo plano, que mira hacia nosotros.

Los duques de Osuna y sus hijos, 1788 (Museo del Prado).

Capricho n.º 43, «El sueño de la razón produce monstruos» (Museo del Prado).

Retrato del Duque de Alba, 1795 (Museo del Prado). Gran aficionado a la música de cámara, aparece apoyado en un clave, donde reposa una viola, su instrumento favorito. Tiene abierta en sus manos una partitura de Haydn.

Asalto de ladrones, 1794.

Óleo sobre hojalata. 42 x 31 cm. Colección Castro Serna (Madrid).

Cristo crucificado, 1780 (Museo del Prado).

La familia de Carlos IV y otros retratos

En 1800 Goya recibe el encargo de pintar un gran cuadro de grupo de la familia real, que se materializó en La familia de Carlos IV. Siguiendo el antecedente de Las Meninas de Velázquez, dispone a la realeza en una estancia del palacio situándose el pintor a la izquierda pintando un gran lienzo en un espacio en penumbra. Sin embargo, la profundidad del espacio del cuadro velazqueño queda aquí truncada por una pared próxima en la que vemos dos grandes cuadros de motivo indefinido. En Goya el juego de perspectivas desaparece y la familia real simplemente posa. No sabemos qué cuadro está pintando el artista y, aunque se ha pensado que la familia se sitúa frente a un espejo que Goya contempla, lo cierto es que no hay pruebas de tal conjetura. Más bien al contrario, la luz ilumina directamente al grupo, por lo que desde el frente del cuadro debería haber una ventana o un espacio diáfano y, en todo caso, la luz de un espejo difuminaría la imagen. No es el caso, pues la pincelada impresionista de Goya aplica destellos en las ropas que dan una ilusión perfecta de la calidad de los tejidos de las vestiduras y de las condecoraciones y joyas de los miembros de la realeza.

Alejado de las representaciones más oficiales —los personajes visten trajes de gala, pero no portan símbolos de poder ni aparecen, como era habitual en otras representaciones, enmarcados entre cortinajes a modo de palio—, se da prioridad a mostrar una idea de la educación basada en el cariño y la activa participación de los padres, lo que no siempre era usual en la realeza. La infanta Isabel lleva su niño muy cerca del pecho, lo que evoca la lactancia materna; Carlos María Isidro abraza a su hermano Fernando en un gesto de ternura. El ambiente es distendido, cual un interior plácido y burgués.

También retrató a Manuel Godoy, el hombre más poderoso de España tras el rey en estos años. En 1794, cuando era duque de Alcudia, había pintado un pequeño boceto ecuestre de él. En 1801 aparece representado en la cumbre de su poder, tras haber vencido en la Guerra de las Naranjas —la bandera portuguesa testimonia su victoria—, y lo pinta en campaña como Generalísimo del ejército y «Príncipe de la paz», pomposos títulos otorgados a resultas de su actuación en la guerra contra Francia.

El Retrato de Manuel Godoy muestra una caracterización psicológica incisiva. Figura como un arrogante militar que descansa de la batalla en posición relajada, rodeado de caballos y con un fálico bastón de mando entre sus piernas. No parece destilar mucha simpatía por el personaje y a esta interpretación se suma el que Goya podría ser partidario en esta época del Príncipe de Asturias, que luego reinará como Fernando VII, entonces enfrentado al favorito del rey.

Es habitual considerar que Goya conscientemente degrada a los representantes del conservadurismo político que retrataba, pero tanto Glendinning como Bozal matizan este extremo. Sin duda sus mejores clientes se veían favorecidos en sus cuadros y a esto debía el aragonés gran parte de su éxito como retratista. Siempre consiguió dotar a sus retratados de una apariencia vívida y un parecido que era muy estimado en su época. Y es precisamente en los retratos reales donde más obligado estaba a guardar el decoro debido y representar con dignidad a sus protectores.

En estos años produce los que quizá sean sus mejores retratos. No solo se ocupa de aristócratas y altos cargos, sino que aborda toda una galería de personajes destacados de las finanzas y la industria y, sobre todo, son señalados sus retratos de mujeres. Ellas muestran una decidida personalidad y están alejadas de la tópica imagen de cuerpo entero en un paisaje rococó de artificiosa belleza.

Ejemplos de esta presencia de los incipientes valores burgueses son el retrato de Tomás Pérez de Estala (un empresario textil), el de Bartolomé Sureda —industrial dedicado a los hornos de cerámica— y su mujer Teresa, el de Francisca Sabasa García, la Marquesa de Villafranca o la Marquesa de Santa Cruz —Neoclásico de los años del Estilo Imperio—, conocida por sus aficiones literarias. Por encima de todos se encuentra el bellísimo busto de Isabel de Porcel, que prefigura todo el retrato decimonónico, romántico o burgués. Pintados en torno a 1805, los aditamentos de poder asociados a los personajes de estas obras se reducen al mínimo, en favor de una prestancia humana y cercana, que destaca las cualidades naturales de los retratados. Incluso en los retratos aristocráticos desaparecen las fajas, bandas y medallas con que habitualmente se veían representados.

En el Retrato de la Marquesa de Villafranca la protagonista aparece pintando un cuadro de su marido, y la actitud con que la representa Goya es toda una declaración de principios en favor de la capacidad intelectual y creativa de la mujer.

Del Retrato de Isabel de Porcel asombra el gesto de fuerte carácter, que hasta entonces no había aparecido en la pintura de género de retrato femenino con la excepción, quizá, del de la Duquesa de Alba. Pero en este ejemplo la dama no pertenece a la Grandeza de España, ni siquiera a la nobleza.

El dinamismo, pese a la dificultad que entraña en un retrato de medio cuerpo, está plenamente conseguido gracias al giro del tronco y los hombros, al del rostro orientado sentido contrario al del cuerpo, a la mirada dirigida hacia el lateral del cuadro, y a la posición de los brazos, firmes y en jarras. El cromatismo es ya el de las Pinturas negras, pero con solo negros y algún ocre y rosado, consigue matices y veladuras de gran efecto. La belleza y aplomo con que se retrata a este nuevo modelo de mujer ha superado con mucho los estereotipos femeninos del siglo anterior.

Cabe mencionar otros retratos notables de estos años, como los de María de la Soledad Vicenta Solís, condesa de Fernán Núñez y su marido, de noble apostura, ambos de 1803; el de María Gabriela Palafox y Portocarrero, marquesa de Lazán (h. 1804, colección de los duques de Alba), vestida a la moda napoleónica y pintada con una gran carga de sensualidad, el de José María Magallón y Armendáriz, marqués de San Adrián, intelectual aficionado al teatro y amigo de Leandro Fernández de Moratín, que posa con aire romántico, y el de su mujer, la actriz María de la Soledad, marquesa de Santiago.

También retrató a arquitectos (ya hizo un retrato en 1786 de Ventura Rodríguez), como Isidro González Velázquez (1801) y, sobre todo, destaca el magnífico de Juan de Villanueva (1800-1805) en el que Goya capta un instante de tiempo y da al gesto una verosimilitud de precisión realista.

Las majas

La maja desnuda, obra de encargo pintada entre 1790 y 1800, formó con el tiempo pareja con el cuadro La maja vestida, datada entre 1802 y 1805, probablemente a requerimiento de Manuel Godoy, pues consta que formaron parte de un gabinete de su casa. La primacía temporal de La maja desnuda indica que en el momento de ser pintado, el cuadro no estaba pensado para formar pareja.

En ambas pinturas se retrata de cuerpo entero a una misma hermosa mujer recostada plácidamente en un lecho y mirando directamente al observador. No se trata de un desnudo mitológico, sino de una mujer real, contemporánea de Goya, e incluso en su época se le llamó «la Gitana». Se representa en La maja desnuda un cuerpo concreto inspirado, tal vez, en el de la Duquesa de Alba. Es sabido que el aragonés pintó varios desnudos femeninos en el Álbum de Sanlúcar y el Álbum de Madrid al amparo de la intimidad con Cayetana que reflejan su anatomía. Rasgos como la esbelta cintura y los pechos separados coinciden con su apariencia física. Sin embargo el rostro es una idealización, casi un bosquejo —se incorpora casi como un falso añadido— que no representa el rostro de ninguna mujer conocida de la época. En todo caso, se ha sugerido que este retrato podría haber sido el de la amante de Godoy, Pepita Tudó.

La familia de Carlos IV, 1800 (Museo del Prado).

La Marquesa de Villafranca (Museo del Prado).

Se ha especulado con que la retratada sea la Duquesa de Alba porque a la muerte de Cayetana en 1802, todos sus cuadros pasaron a propiedad de Godoy, a quien se sabe que pertenecieron las dos majas. El generalísimo tenía en su haber otros desnudos, como la Venus del espejo de Velázquez. Sin embargo no hay pruebas definitivas ni de que este rostro pertenezca al de la duquesa ni de que no hubiera podido llegar la Maja desnuda a Godoy por otros caminos, incluso, el de un encargo directo a Goya.

Gran parte de la fama de estas obras se debe a la polémica que siempre han suscitado, tanto respecto de a quién se debió su encargo inicial como a la personalidad de la retratada. En 1845 Louis Viardot publica en Musées d'Espagne que la representada es la duquesa y a partir de esta noticia la discusión crítica no ha dejado de plantear esta posibilidad. Joaquín Ezquerra del Bayo, en su libro La Duquesa de Alba y Goya afirma en 1959, basándose en la similitud de postura y dimensiones de las dos majas, que estaban dispuestas de modo que, mediante un ingenioso mecanismo, la maja vestida cubriera a la desnuda como un juguete erótico del gabinete más secreto de Godoy. Se sabe que el duque de Osuna, en el siglo XIX, utilizó este procedimiento con un cuadro que, por medio de un resorte, dejaba ver otro de un desnudo. El cuadro permaneció oculto hasta 1910. Como desnudo erótico que no se acoge a justificación iconográfica alguna, causó un proceso inquisitorial a Goya en 1815, del cual salió absuelto merced a la influencia de algún amigo poderoso.

Desde el punto de vista meramente plástico, la calidad de su carnadura y la riqueza cromática de las telas son los rasgos más notables. La concepción compositiva es neoclásica, lo que no ayuda gran cosa al establecimiento de una datación precisa. De cualquier modo, los numerosos enigmas que recaban estas obras las han convertido en objeto de atención permanente.

Fantasías, brujería, locura y crueldad

En relación a estos temas se podrían situar varias escenas de violencia extrema que en la exposición organizada por el Museo del Prado en 1993-1994 titulada «Goya, el capricho y la invención», fueron datadas entre 1798 y 1800, si bien Glendinning y Bozal se inclinan por retrasar las fechas hasta un periodo comprendido entre 1800 y 1814, como por demás tradicionalmente se venía haciendo, por motivos estilísticos —técnica de pincelada más abocetada, menor iluminación de los rostros y atención a destacar las figuras alumbrando las siluetas—, y temáticos —su relación con Los desastres de la guerra fundamentalmente—.

Se trata de escenas en las que presenciamos violaciones, asesinatos a sangre fría y a bocajarro o escenas de canibalismo: Bandidos fusilando a sus prisioneras (o Asalto de bandidos I), Bandido desnudando a una mujer (Asalto de bandidos II), Bandido asesinando a una mujer (Asalto de bandidos III), Caníbales preparando a sus víctimas y Caníbales contemplando restos humanos.

En todos ellos aparecen horribles crímenes perpetrados en cuevas oscuras, que en muchos casos contrastan con la luz cegadora de la boca de luz blanca radiante, que podría simbolizar el anhelado espacio de la libertad.

El paisaje es inhóspito, desértico. Los interiores indefinidos no se sabe si son salas de hospicios o manicomios, sótanos o cuevas, y tampoco está clara la anécdota —enfermedades contagiosas, latrocinios, asesinatos o estupros a mujeres, sin que se sepa si son consecuencias de una guerra— o la naturaleza de los personajes. Lo cierto es que viven marginados de la sociedad o que están indefensos ante las vejaciones. No hay consuelo para ellos, como sí ocurría en las novelas y grabados de la época.

Los desastres de la guerra (1808-1814)

El periodo que media entre 1808 y 1814 está presidido por acontecimientos turbulentos para la historia de España, pues a partir del motín de Aranjuez Carlos IV se ve obligado a abdicar y Godoy a abandonar el poder. Tras el levantamiento del dos de mayo dará comienzo la llamada Guerra de la Independencia.

Goya, pintor de la corte, no perdió nunca su cargo, pero no por ello dejó de tener preocupaciones a causa de sus relaciones con los ilustrados afrancesados. Sin embargo, su adscripción política no puede ser aclarada con los datos de que se disponen hasta ahora. Al parecer no se significó por sus ideas, al menos públicamente, y si bien muchos de sus amigos tomaron decidido partido por el monarca francés, no es menos cierto que tras la vuelta de Fernando VII continuó pintando numerosos retratos reales.

Su aportación más decisiva en el terreno de las ideas es la denuncia que realiza en Los desastres de la guerra de las terribles consecuencias sociales de todo enfrentamiento armado y de los horrores sufridos en toda guerra de cualquier época y lugar por los ciudadanos, independientemente del resultado y del bando en el que se produzcan.

Es también el tiempo de la aparición de la primera Constitución española y, por tanto, del primer gobierno liberal, que acabó por traer consigo el fin de la Inquisición y de las estructuras del Antiguo Régimen.

Poco se sabe de la vida personal de Goya durante estos años. 1812 es el año de la muerte de su esposa, Josefa Bayeu. Tras enviudar, Goya entabló relación con Leocadia Weiss, separada de su marido —Isidoro Weiss— en 1811, con la que convivió hasta su muerte, y de la que pudo tener descendencia en Rosario Weiss, aunque la paternidad de Goya no ha sido dilucidada.

El otro dato seguro que se ha transmitido de Goya es su viaje a Zaragoza en octubre de 1808, tras el primer Sitio de Zaragoza, a requerimiento de José Palafox y Melci, general del contingente armado que resistió el asedio francés. La derrota en la Batalla de Tudela de las tropas españolas a fines de noviembre de 1808 llevó a Goya a marchar a Fuendetodos y más tarde a Renales (Guadalajara), para pasar el fin de ese año y los primeros meses de 1809 en Piedrahíta (Ávila). Es allí (o en sus cercanías) donde con probabilidad pintó el retrato de Juan Martín, el Empecinado, que se hallaba en Alcántara (Cáceres). En mayo de ese año Goya regresa a Madrid, tras el decreto de José Bonaparte por el que se instaba a los funcionarios de la corte a volver a sus puestos so pena de perderlos. José Camón Aznar señala que la arquitectura y paisajes de algunas de las estampas de Los desastres de la guerra remiten a sucesos que contempló en Zaragoza y otras zonas de Aragón en dicho viaje.

La situación de Goya tras la Restauración absolutista era delicada. Había pintado retratos de generales y políticos franceses revolucionarios, y también del rey José I. Pese a que podía aducir que el Bonaparte había ordenado que todos los funcionarios reales se pusieran a su disposición, a partir de 1814, para congraciarse con el régimen fernandino, pintará cuadros que deben considerarse patrióticos, como el citado Retrato ecuestre del general Palafox (1814, Madrid, Prado), cuyos apuntes pudo tomar en mencionado viaje que le llevó a la capital aragonesa, o los retratos del propio Fernando VII. Aunque este periodo no fue tan prolífico como el de la última década del siglo XVIII, su producción no dejó de ser abundante tanto en pinturas como en dibujos y estampas, cuya serie central en estos años fue la de Los desastres de la guerra, aunque se publicaría mucho más tarde. De 1814 datan también sus obras más ambiciosas acerca de los sucesos que desencadenaron la guerra: El dos y El tres de mayo de 1808 o La carga de los mamelucos y Los fusilamientos del tres de mayo, nombres con los que respectivamente son también conocidos.

Pinturas de costumbres y alegorías

El programa de Godoy para la primera década del siglo XIX no dejó de ser reformista e ilustrado, como muestran cuatro tondos encargados a Goya como representación alegórica del progreso (Alegoría de la Industria, Alegoría de la Agricultura, Alegoría del Comercio y el desaparecido Alegoría de la Ciencia, 1804-1806) y que decoraban una sala de espera de la residencia del primer ministro. El primero de ellos es un ejemplo del atraso en la concepción de la producción industrial que se tenía aún en España. Más que a la clase obrera, remite a Las Hilanderas de Velázquez y las dos ruecas que aparecen evocan un modelo de producción artesanal. Para este palacio pudo también pintar otras dos alegorías: La Poesía y La Verdad, el Tiempo y la Historia, que aluden a la idea ilustrada de la puesta en valor de la cultura escrita como fuente de todo progreso.

La Alegoría de la villa de Madrid (1810) es un ejemplo de las transformaciones que sufrieron las obras de este género al albur de los sucesivos cambios políticos de este periodo. En principio aparecía en el óvalo de la derecha el retrato de José I Bonaparte, y en la composición la figura femenina que representa a Madrid no aparece claramente subordinada al rey, que está algo más al fondo. Ello reflejaría el orden constitucional, en que el pueblo, la villa, rinde al monarca fidelidad —simbolizada por el perro que a sus pies apunta hacia el rey— pero no se subordina a él.

En 1812, con la primera huida de los franceses de Madrid ante el avance del ejército inglés, el óvalo quedó cubierto por la palabra «Constitución», alusiva a la de 1812, pero el regreso de José Bonaparte en noviembre obligó de nuevo a pintar su retrato. Su marcha definitiva devolvió el lema constitución a la obra y en 1823, con el fin del Trienio Liberal, Vicente López pintó el retrato del rey Fernando VII. En 1843, finalmente, se vuelve a hacer desaparecer para sustituirlo por el lema «El libro de la Constitución» y posteriormente por el que se contempla actualmente de «Dos de mayo».

Dos cuadros de raigambre costumbrista, que se conservan en el Museo de Bellas Artes de Budapest, representan al pueblo trabajador. Son La aguadora y El afilador, y se pueden datar entre 1808 y 1812. Si bien se consideraron en un principio tipos de los que aparecían en estampas o en tapices, y se fecharon hacia 1790, más tarde se resaltó la vinculación con las actividades de la retaguardia durante la guerra, unos anónimos patriotas que afilan cuchillos y ofrecen apoyo logístico.

Sin llevar al extremo esta última interpretación —no hay en estas obras ninguna referencia bélica y estuvieron catalogados aparte de la serie que se calificó de «Horrores de la guerra» en el inventario realizado tras el fallecimiento de su mujer Josefa Bayeu—, destacan por el ennoblecimiento con que aparece representada la clase trabajadora. La aguadora se contempla desde un punto de vista bajo que contribuye a enaltecer su figura, con una monumentalidad que remite a la iconografía clásica, ahora aplicada a los oficios humildes.

Relacionada con estas obras está La fragua (colección Frick, Nueva York, 1812 - 1816), pintado en gran medida con espátula. La técnica abunda asimismo en rápidas pinceladas, la iluminación acusa un contrastado claroscuro y el movimiento se hace efectivo con un gran dinamismo. Los tres hombres podrían representar a las tres edades —jóvenes, maduros y ancianos— trabajando al unísono en defensa de la nación durante la Guerra de la Independencia.

En la línea de esta pintura hecha al parecer para sí, cuadros de gabinete con los que satisfacía sus inquietudes personales, están varios cuadros de temas literarios, como el Lazarillo de Tormes; de costumbres, como Maja y celestina al balcón y Majas en el balcón y decididamente satíricos como Las viejas —una alegoría acerca de la hipocresía en la vejez— o Las jóvenes, conocido también como Lectura de una carta. En ellos la técnica es la ya acabada en Goya, de toque suelto y trazo firme, y el significado incluye desde la presentación del mundo de la marginación hasta la sátira social, como sucede en Las viejas. En estos dos últimos cuadros aparece el gusto entonces reciente por un nuevo verismo naturalista en la línea de Murillo, que se alejaba definitivamente de las prescripciones idealistas de Mengs. Se sabe que en un viaje que los reyes hacen a Andalucía en 1796 adquieren para las colecciones reales un óleo del sevillano, El piojoso, donde un pícaro se espulga.

Las viejas es una alegoría del Tiempo, personaje que se figura como un anciano a punto de descargar un cómico escobazo sobre una mujer muy avejentada que se mira a un espejo que le muestra una criada muy caricaturizada de rostro cadavérico. En el reverso del espejo se lee la frase «¿Qué tal?», que funciona como bocadillo de una historieta actual. En Las jóvenes, que se vendió como pareja de este, el énfasis radica en las desigualdades sociales. No solo de la protagonista, atenta solo a sus amores, con respecto a su criada, cuya tarea es protegerla del sol con una sombrilla, sino que el fondo se puebla de lavanderas que trabajan a la intemperie arrodilladas. Ciertas láminas del Álbum E —«Útiles trabajos» donde aparecen las lavanderas o «Esta pobre aprovecha el tiempo», en el que una mujer de humilde condición social encierra el ganado al tiempo que hila— se relacionan con la observación de costumbres y la atención a las ideas de reforma social propias de estos años. Hacia 1807 pinta, como se dijo, una serie de seis cuadros de carácter costumbrista que narra una historia al modo de las viñetas de las aleluyas: Fray Pedro de Zaldivia y el bandido Maragato.

En El coloso, cuadro atribuido a Goya hasta junio de 2008, en que el Museo del Prado emitió un informe en el que afirmaba que el cuadro era obra de su discípulo Asensio Juliá —si bien concluyó determinando, en enero de 2009, que su autoría pertenece a un discípulo de Goya indeterminado, sin poder dilucidar que se tratase de Juliá—, un gigante se yergue tras unos montes, en una alegoría ya decididamente romántica. En el valle una multitud huye en desorden. La obra ha dado lugar a diversas interpretaciones. Nigel Glendinning afirma que el cuadro está basado en un poema patriótico de Juan Bautista Arriaza llamado «Profecía del Pirineo».

En él se presenta al pueblo español como un gigante surgido de los Pirineos para oponerse a la invasión napoleónica. El motivo fue habitual en la poesía patriótica de la Guerra de la Independencia, por ejemplo en la poesía patriótica de Quintana «A España, después de la revolución de marzo», en la que sombras enormes de héroes españoles, entre las que se encuentran Fernando III, el Gran Capitán y el Cid animan a la resistencia.

Su voluntad de luchar sin armas, con los brazos, como expresa el propio Arriaza en su poema Recuerdos del Dos de Mayo (op. cit. págs. 61-67): «De tanto joven que sin armas, fiero / entre las filas se le arroja audaz» (pág. 63, IV) incide en el carácter popular de la resistencia, en contraste con el terror del resto de la población, que huyen despavoridos en múltiples direcciones, originando una composición orgánica típica del Romanticismo, en función de los movimientos y direcciones procedentes de las figuras del interior del cuadro, en lugar de la mecánica, propia del Neoclasicismo, impuesta por ejes de rectas formadas por los volúmenes y debidas a la voluntad racional del pintor. Las líneas de fuerza se disparan para desintegrar la unidad en múltiples recorridos hacia los márgenes.

El tratamiento de la luz, que podría ser de ocaso, rodea y resalta las nubes que circundan la cintura del coloso, como describe el poema de Arriaza «Cercaban su cintura / celajes de occidente enrojecidos» (Juan Bautista Arriaza, «Profecía del Pirineo», vv. 31-32.). Esa iluminación sesgada, interrumpida por las moles montañosas, aumenta la sensación de falta de equilibrio y desorden.

Bodegones

Entre los bienes relacionados en el inventario de 1812 a la muerte de su mujer Josefa Bayeu, se citan doce bodegones. De ellos destacan el Bodegón con costillas, lomo y cabeza de cordero (París, Museo del Louvre), el Bodegón con pavo muerto (Madrid, Prado) y Pavo pelado y sartén (Múnich, Alte Pinakothek). Todos ellos se suelen datar a partir de 1808 por razones de estilo y porque durante la guerra la producción de encargo de Goya se vio reducida, lo que pudo dejar tiempo al pintor para explorar géneros que aún no había trabajado.

Estas naturalezas muertas se desvinculan de la tradición española emprendida por Juan Sánchez Cotán y Juan van der Hammen y León, cuyo máximo representante en el siglo XVIII fue Luis Meléndez. Todos ellos habían presentado un bodegón trascendente, que mostraba la esencia de los objetos no tocados por el tiempo, tal como serían en un estado ideal. Goya dedica su atención, en cambio, a dar cuenta del paso del tiempo, de la degradación y de la muerte. Sus pavos se muestran inertes, los ojos de la cabeza de cordero están vidriados, la carne no está ya en su máximo grado de frescura. Lo que interesa a Goya es dibujar la huella del tiempo en la naturaleza y en lugar de aislar los objetos y representarlos en su inmanencia, lo que se aprecia es el accidente, el paso de las circunstancias por los objetos, alejados tanto del misticismo como de la simbología de las vanitas de Antonio de Pereda o Juan de Valdés Leal.

Retratos oficiales, políticos y burgueses

Con motivo de la boda de su único hijo vivo, Javier Goya, con Gumersinda Goicoechea y Galarza en 1805, Goya pintó seis retratos en miniatura de los miembros de la familia de su nuera. Fruto de esta unión nacería un año más tarde el nieto del artista, Mariano Goya. La imagen burguesa que ofrecen estos retratos familiares muestra los cambios que la sociedad española había experimentado desde los cuadros de sus primeros años a estos de mediados de la primera década del siglo XIX. Se conserva también un retrato a lápiz de doña Josefa Bayeu dibujada de perfil del mismo año, muy preciso en los rasgos que definen su personalidad. En él se resaltan el verismo y reciedumbre de su fisonomía y se adelantan las características de los álbumes posteriores de Burdeos.

Durante la guerra la actividad de Goya disminuyó, pero siguió pintando retratos de la nobleza, amigos, militares e intelectuales significados. El viaje a Zaragoza de 1808 pudo originar el retrato de Juan Martín, el Empecinado (1809) y el ecuestre de José de Rebolledo Palafox y Melci, que concluiría en 1814. También estaría en el origen de las estampas de Los desastres de la guerra.

Su pincel retrató militares tanto franceses —Retrato del general Nicolas Philippe Guye, 1810, Richmond, Museo de Bellas Artes de Virginia— como ingleses —Busto de Arthur Wellesley, l duque de Wellington, National Gallery de Londres- y españoles, como el de El Empecinado, muy dignificado y vestido con uniforme de capitán de caballería.

Se ocupó también de amigos intelectuales, como Juan Antonio Llorente (hacia 1810-1812, Sao Paulo, Museo de Arte), que publicó una Historia crítica de la Inquisición española en París en 1818 por encargo de José I Bonaparte, quien le condecoró con la Real Orden de España —recién creada por este monarca— con la que aparece retratado en el óleo de Goya. O Manuel Silvela, autor de una Biblioteca selecta de Literatura española y un Compendio de Historia Antigua hasta los tiempos de Augusto, afrancesado, amigo de Goya y de Moratín y exiliado en Francia a partir de 1813. En su retrato, efectuado entre 1809 y 1812, aparece pintado con gran austeridad en el vestir sobre un fondo negro. La luz incide sobre su indumentaria y la sola actitud del personaje basta para mostrar su confianza, seguridad y dotes personales, sin necesidad de recurrir a ornato simbólico alguno. El retrato moderno ya se ha afianzado.

Tras la restauración de 1814 Goya pintó varios retratos del «deseado» Fernando VII —Goya seguía siendo Primer Pintor de Cámara—, como el Retrato ecuestre de Fernando VII que se encuentra en la Academia de San Fernando y varios otros de cuerpo entero, como el que pintó para el Ayuntamiento de Santander. En este el rey se sitúa bajo la figura que simboliza a España, jerárquicamente colocada por encima del rey. Al fondo, un león quiebra las cadenas, con lo que Goya parece dar a entender que la soberanía pertenece a la nación.

Imágenes de la guerrilla

Fabricación de pólvora y Fabricación de balas en la Sierra de Tardienta (ambas de entre 1810 y 1814, Madrid, Palacio Real) aluden, según rezan sus epígrafes al dorso, a la actividad del zapatero José Mallén, de Almudévar, quien entre 1810 y 1813 organizó una partida guerrillera que actuaba unos cincuenta kilómetros al norte de Zaragoza.

Las pinturas, de pequeño formato, pretenden reflejar una de las actividades más influyentes en el desarrollo de los acontecimientos bélicos. La resistencia civil al invasor fue un esfuerzo colectivo, y este protagonismo en igualdad de todo el pueblo es lo que destaca la composición de estos cuadros. Hombres y mujeres se afanan, emboscados entre frondosos árboles que filtran el azul del cielo, en la fabricación de munición para la guerra. El paisaje, ya más romántico que rococó, se caracteriza por la presencia de maleza, de agrestes roquedos y árboles retorcidos.

Escena de canibalismo o Caníbales contemplando restos humanos, 1800-180830(Museo de Bellas Artes de Besançon).

El coloso, 1808-1812.

Retrato ecuestre de Palafox (Museo del Prado).

Fray Pedro de Zaldivia y el bandido Maragato, serie de seis cuadros que narran visualmente la historia de la detención de un conocido malhechor de principios del siglo XIX (Instituto de Arte de Chicago).

Estampas: Los desastres de la guerra

Los desastres de la guerra

Los desastres de la guerra fue una serie de 82 grabados realizada entre los años 1810 y 1815 en la que se daba cuenta de toda clase de desgracias vinculadas a la Guerra de la Independencia.

Entre octubre de 1808 y 1810 Goya dibujó bocetos preparatorios (conservados en el Museo del Prado) y, a partir de estos y sin introducir modificaciones de importancia, comenzó a grabar las planchas entre 1810 (año que aparece en varias de ellas) y 1815. En vida del autor sólo se imprimieron dos juegos completos de los grabados, uno de ellos regalado a su amigo y crítico de arte Ceán Bermúdez, pero permanecieron inéditos. La primera edición llegó en 1863, publicada por iniciativa de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

La técnica utilizada es el aguafuerte, con alguna aportación de punta seca y aguada. Apenas usa Goya el aguatinta, que era la técnica mayoritariamente empleada en los Caprichos, debido probablemente también a la precariedad de medios materiales con que toda la serie de los Desastres, que fue ejecutada en tiempos de guerra.

Un ejemplo del atrevimiento compositivo y formal a que Goya llega en sus grabados lo puede proporcionar la estampa nº 30, titulada «Estragos de la guerra», que ha sido vista como un precedente del Guernica por el caos compositivo, la mutilación de los cuerpos, la fragmentación de objetos y enseres situados en cualquier lugar del grabado, la mano cortada de uno de los cadáveres, la desmembración de sus cuerpos y la figura del niño muerto con la cabeza invertida, que recuerda al que aparece sostenido por su madre a la izquierda de la obra capital del malagueño.

La estampa refleja el bombardeo de población civil urbana, posiblemente dentro de su vivienda y remite con toda probabilidad a los obuses con que la artillería francesa minaba la resistencia española en los Sitios de Zaragoza.

El dos y el tres de mayo de 1808

Finalizada la guerra, Goya aborda en 1814 la ejecución de dos grandes cuadros de historia que suponen su interpretación de los sucesos ocurridos los días dos y tres de mayo de 1808 en Madrid. De su intención da cuenta el escrito dirigido al gobierno en el que señala su intención de

... perpetuar por medio del pincel las más notables y heroicas acciones o escenas de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa.

apud Glendinning (1993), pág. 107.

Las obras de gran formato La carga de los mamelucos y Los fusilamientos de la montaña de Príncipe Pío, establecen, sin embargo, apreciables diferencias con respecto a lo que era habitual en los grandes cuadros de este género. Renuncia en ellos a que el protagonista sea un héroe: podía elegir, por ejemplo, para la insurrección madrileña, a presentar como líderes a Daoíz y Velarde, en paralelo con los cuadros de estilo neoclásico de David que ensalzaban a Napoleón, y cuyo prototipo fue Napoleón cruzando los Alpes, de 1801. En Goya el protagonista es el colectivo anónimo de gentes que han llegado al extremo de la violencia más brutal. En este sentido también se distingue de las estampas contemporáneas que ilustraban el Levantamiento del dos de mayo, las más conocidas de las cuales fueron las de Tomás López Enguídanos, publicadas en 1813, reproducidas en nuevas ediciones por José Ribelles y Alejandro Blanco un año después. Pero hubo otras de Zacarías Velázquez o Juan Carrafa entre otros. Estas reproducciones, popularizadas a modo de aleluyas, habían pasado al acervo del imaginario colectivo cuando Goya se enfrenta a estas escenas, y lo hace de un modo original.

Así, en La carga de los mamelucos, Goya atenúa la referencia noticiosa de tiempo y lugar —en las estampas el diseño de los edificios de la Puerta del Sol, lugar del enfrentamiento, es plenamente reconocible— y reduce la localización a unas vagas referencias arquitectónicas urbanas. Con ello gana en universalidad y se centra la atención en la violencia del motivo: una muchedumbre sangrienta e informe, sin hacer distinción de bandos ni dar relevancia al resultado final.

Por otro lado, la escala de las figuras aumenta con respecto a las estampas, con el mismo objeto de centrar el tema de la sinrazón de la violencia y disminuir la distancia del espectador, que se ve involucrado en el suceso casi como un viandante sorprendido por el estallido de la refriega.

La composición es un ejemplo definitivo de lo que se llamó composición orgánica, propia del romanticismo, en la que las líneas de fuerza vienen dadas por el movimiento de las figuras y por las necesidades del motivo, y no por una figura geométrica impuesta a priori por la preceptiva. En este caso el movimiento lleva de la izquierda a la derecha, hay personas y caballos cortados por los límites del cuadro, como si fuera una instantánea fotográfica.

Tanto el cromatismo como el dinamismo y la composición son un precedente de obras características de la pintura romántica francesa, uno de cuyos mejores ejemplos, de estética paralela al Dos de mayo de Goya, es La muerte de Sardanápalo de Delacroix.

Habitualmente, en los Fusilamientos del 3 de mayo se ha señalado el contraste entre el grupo de detenidos prontos a ser ejecutados, personalizados e iluminados por el gran farol, con un protagonista destacado que alza en cruz los brazos y viste de radiante blanco y amarillo, e iconográficamente remite a Cristo —se aprecian estigmas en sus manos—; y el pelotón de fusilamiento anónimo, convertido en una deshumanizada máquina de guerra ejecutora donde los individuos no existen.

La noche, el dramatismo sin ambages, la realidad de la masacre, están situados también en una escala grandiosa. Además el muerto en escorzo en primer término, que repite los brazos en cruz del protagonista, dibuja una línea compositiva que comunica hacia el exterior del cuadro con el espectador, que de nuevo se siente implicado en la escena. La noche cerrada, herencia de la estética de lo Sublime Terrible, da el tono lúgubre al suceso, en el que no hay héroes, solo víctimas: unos de la represión y otros de la formación soldadesca.

En los Fusilamientos no se produce el distanciamiento, el énfasis en el valor del honor, ni se enmarca en una interpretación histórica que aleje al espectador de lo que ve: la brutal injusticia de la muerte de unos hombres a manos de otros.

Se trata de uno de los cuadros más valorados e influyentes de toda la obra de Goya, y refleja como ninguno el punto de vista moderno hacia el entendimiento de lo que supone todo enfrentamiento armado.

La Restauración (1815-1819)

El periodo de la Restauración absolutista de Fernando VII supone la persecución de liberales y afrancesados, entre los que Goya tenía sus principales amistades. Juan Meléndez Valdés o Leandro Fernández de Moratín se ven obligados a exiliarse en Francia ante la represión. El propio Goya se encuentra en una difícil situación, por haber servido a José I, por el círculo de ilustrados entre los que se movía y por el proceso que la Inquisición inició contra él en marzo de 1815 a cuenta de La maja desnuda, que consideraba «obscena», del que el pintor se vio finalmente absuelto.

Este panorama político llevó a Goya a reducir los encargos oficiales a las pinturas patrióticas acerca del «Levantamiento del dos de mayo» y a realizar retratos de Fernando VII. Uno con manto real y otro del «Deseado» en campaña, ambos de 1814 y conservados en el Prado, se suman al antedicho encargado por el ayuntamiento de Santander.

Es muy probable que a la vuelta del régimen absolutista Goya hubiera consumido gran parte de sus haberes, sufriendo la carestía y penurias de la guerra. Así lo expresa en intercambios epistolares de esta época. Sin embargo, tras estos retratos reales y otras obras pagadas por la Iglesia realizados en estos años —destacando el gran lienzo de las Las santas Justa y Rufina (1817) para la Catedral de Sevilla—, en 1819 está en disposición de comprar la finca de la Quinta del Sordo, en las afueras de Madrid, e incluso reformarla añadiendo una noria, viñedos y una empalizada.

El otro gran cuadro oficial —más de cuatro metros de anchura— es el de La Junta de Filipinas (Museo Goya, en Castres, Francia), encargado hacia 1815 por José Luis Munárriz, director de dicha institución y a quien Goya retrató en estas mismas fechas.

Sin embargo, no se redujo la actividad privada del pintor y grabador. Continúa en esta época realizando cuadros de pequeño formato de capricho que abordan sus obsesiones habituales. Los cuadros dan una vuelta de tuerca más en el alejamiento de las convenciones pictóricas anteriores. Corrida de toros, Procesión de disciplinantes, Auto de fe de la Inquisición, Casa de locos. Destaca entre ellos El entierro de la sardina que trata el tema del carnaval.

Son óleos sobre tabla de parecidas dimensiones (de 45 a 46 cm x 62 a 73 cm), excepto El entierro de la sardina (82,5 x 62 cm) y se conservan en el museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

La serie procede de la colección adquirida en fecha desconocida por el Corregidor de la Villa de Madrid en la época del gobierno de José Bonaparte, el comerciante de ideas liberales Manuel García de la Prada, cuyo retrato pintó el aragonés entre 1805 y 1810. En su testamento de 1836 legó estos cuadros a la Academia de Bellas Artes, donde se conservan en la actualidad.

Estas obras son en gran medida responsables de la imaginería de leyenda negra que la imaginación romántica creó a partir de la pintura de Goya, pues fueron imitadas y difundidas en Francia, y también en España por artistas como Eugenio Lucas o Francisco Lameyer.

En todo caso, su actividad sigue siendo frenética, pues en estos años finaliza la estampación de Los desastres de la guerra y emprende y concluye otra, la de La Tauromaquia —en venta desde octubre de 1816—, con la que el grabador pretendió obtener más beneficios y acogida popular que con las anteriores. Esta última está concebida como una historia del toreo que recrea sus hitos fundamentales, y predomina el sentido pintoresco a pesar de que no deja de haber soluciones compositivas atrevidas y originales, como en la estampa número 21 de la serie, titulada «Desgracias acaecidas en el tendido de la plaza de Madrid y muerte del alcalde de Torrejón», donde la zona izquierda de la estampa aparece vacía de figuras, en un desequilibrio impensable no muchos años antes.

Desde 1815 —aunque no se publicaron hasta 1864— trabaja en los grabados de Los disparates. Una serie de veintidós estampas, probablemente incompleta, que constituyen las de más difícil interpretación de las que realizó. Destacan en sus imágenes las visiones oníricas, la presencia de la violencia y el sexo, la puesta en solfa de las instituciones relacionadas con el Antiguo Régimen y, en general, la crítica del poder establecido. Pero más allá de estas connotaciones los grabados ofrecen un mundo imaginativo rico relacionado con la noche, el carnaval y lo grotesco.

Finalmente, dos emotivos cuadros religiosos, quizá ahora sí de devoción franca, cancelan el periodo. Son La última comunión de san José de Calasanz y Cristo en el monte de los Olivos, ambos de 1819, que se encuentran en el Museo Calasancio de las Escuelas Pías de San Antón de Madrid. El recogimiento verdadero que muestran estos lienzos, la libertad del trazo con que los pinta, el hecho de estar firmados y datados de su puño y letra, transmiten una emoción trascendente.

El Trienio Liberal y las Pinturas negras (1820-1824)

Pinturas negras

Con el nombre de Pinturas negras se conoce la serie de catorce obras murales que pinta Goya entre 1819 y 1823 con la técnica de óleo al secco sobre la superficie de revoco de la pared de la Quinta del Sordo. Estos cuadros suponen, posiblemente, la obra cumbre de Goya, tanto por su modernidad como por la fuerza de su expresión. Una pintura como Perro semihundido se acerca incluso a la abstracción; muchas otras son precursoras del expresionismo pictórico y otras vanguardias del siglo XX.

Las pinturas murales fueron trasladadas a lienzo a partir de 1874 y actualmente se exponen en el Museo del Prado. La serie, a cuyos óleos Goya no puso título, fue catalogada por primera vez en 1828 por Antonio de Brugada, quien las tituló por vez primera, con motivo del inventario que realizó a la muerte del pintor. Han sido variadas las propuestas de título para estas pinturas. La Quinta del Sordo pasó a ser propiedad de su nieto Mariano Goya en 1823, año en que Goya, al parecer para preservar su propiedad de posibles represalias tras la restauración de la Monarquía Absoluta y la represión de liberales fernandina, se la cede. Desde entonces hasta fines del siglo XIX la existencia de las Pinturas negras fue escasamente conocida y solo algunos críticos, como Charles Yriarte, las describieron. Entre los años 1874 y 1878 fueron trasladadas de revoco a lienzo por Salvador Martínez Cubells a instancias del barón Émile d’Erlanger, proceso que causó un grave daño a las obras, que perdieron gran cantidad de materia pictórica. Este banquero francés tenía intención de mostrarlas para su venta en la Exposición Universal de París de 1878. Sin embargo, al no hallar comprador, acabó donándolas, en 1881, al Estado español, que las asignó al entonces Museo Nacional de Pintura y Escultura (Museo del Prado).

Goya adquiere esta finca situada en la orilla derecha del río Manzanares, cerca del puente de Segovia y camino hacia la pradera de San Isidro, en febrero de 1819; quizá para vivir allí con Leocadia Weiss a salvo de rumores, pues esta estaba casada con Isidoro Weiss. Era la mujer con la que convivía y quizá tuvo de ella una hija pequeña, Rosarito Weiss. En noviembre de ese año Goya sufre una grave enfermedad de la que Goya atendido por el doctor Arrieta (1820) es estremecedor testimonio. Lo cierto es que las Pinturas negras fueron pintadas sobre imágenes campestres de pequeñas figuras, cuyos paisajes aprovechó en alguna ocasión, como en el Duelo a garrotazos. Si estas pinturas de tono alegre fueron también obra del aragonés, podría pensarse que la crisis de la enfermedad unida quizá a los turbulentos sucesos del Trienio Liberal, llevara a Goya a repintar estas imágenes. Bozal se inclina a pensar que efectivamente los cuadros preexistentes eran de Goya, debido a que solo así se entiende que reutilizara alguno de sus materiales; sin embargo, Glendinning asume que las pinturas «ya adornaban las paredes de la Quinta del Sordo cuando la compró». En todo caso, las pinturas pudieron haberse comenzado en 1820. La fecha de finalización de la obra no puede ir más allá de 1823, año en que Goya marcha a Burdeos y cede la finca a su nieto Mariano, probablemente temiendo represalias contra su persona tras la caída de Riego. En 1830 Mariano de Goya transfiere la finca a su padre, Javier de Goya.

El inventario de Antonio de Brugada menciona siete obras en la planta baja y ocho en la alta. Sin embargo al Museo del Prado sólo llegaron un total de catorce. Charles Yriarte (1867) describe asimismo una pintura más de las que se conocen en la actualidad y señala que esta ya había sido arrancada del muro cuando visitó la finca, siendo trasladada al palacio de Vista Alegre, que pertenecía al marqués de Salamanca. Muchos críticos consideran que por sus medidas y su tema, esta sería Cabezas en un paisaje (Nueva York, colección Stanley Moss). El otro problema de ubicación radica en la titulada Dos viejos comiendo sopa, de la que desconocemos si era sobrepuerta de la planta alta o baja; Glendinning la localiza en la de la sala inferior. Este detalle aparte, la distribución original en la Quinta del Sordo era como sigue:

Esta disposición y el estado original de las obras podemos conocerlos, además de los testimonios escritos, por el catálogo fotográfico que in situ llevó a cabo J. Laurent hacia el año 1874, por encargo, en previsión del derribo de la casa de campo. Por él sabemos que las pinturas fueron enmarcadas con papeles pintados clasicistas de cenefas, al igual que las puertas, ventanas y el friso bajo el cielo raso. Las paredes fueron empapeladas, como era costumbre en las residencias palaciegas y burguesas, con material tal vez procedente de la Real Fábrica de Papel Pintado promovida por Fernando VII. La planta inferior con motivos de frutos y hojas y la superior con dibujos geométricos organizados en líneas diagonales. También documentan las fotografías el estado anterior al traslado.

Hay consenso entre la crítica especializada en proponer causas psicológicas y sociales para la realización de las Pinturas negras. Entre las primeras estarían la conciencia de decadencia física del pintor, más acentuada si cabe a partir de la convivencia con una mujer mucho más joven, Leocadia Weiss, y sobre todo las consecuencias de la grave enfermedad de 1819, que postró a Goya en un estado de debilidad y cercanía a la muerte que refleja el cromatismo y el asunto de estas obras.

Desde el punto de vista sociológico, todo apunta a que Goya pintó sus cuadros a partir de 1820 —aunque no hay prueba documental definitiva— tras reponerse de su dolencia. La sátira de la religión —romerías, procesiones, la Inquisición— o los enfrentamientos civiles —el Duelo a garrotazos, las tertulias y conspiraciones que podría reflejar Hombres leyendo, una interpretación en clave política que podría desprenderse del Saturno: el Estado devorando a sus súbditos o ciudadanos—, concuerdan con la situación de inestabilidad que se produjo en España durante el Trienio Liberal (1820-1823) tras el levantamiento constitucional de Rafael Riego. Estos sucesos coinciden cronológicamente con las fechas de realización de estas pinturas. Cabe pensar que los temas y el tono se dieron en un ambiente de ausencia de censura política férrea, circunstancia que no se dio durante las restauraciones monárquicas absolutistas. Por otro lado, muchos de los personajes de las Pinturas negras (duelistas, frailes, monjas, familiares de la Inquisición) representan el mundo caduco anterior a los ideales de la Revolución francesa.

No se ha podido hallar, pese a los variados intentos en este sentido, una interpretación orgánica para toda la serie decorativa en su ubicación original. En parte porque la disposición exacta está aún sometida a conjeturas, pero sobre todo porque la ambigüedad y la dificultad de encontrar el sentido exacto de muchos de los cuadros en particular hacen que el significado global de estas obras sea aún un enigma. Así y todo, hay varias líneas interpretativas que convienen ser consideradas.

Glendinning señala que Goya adorna su quinta ateniéndose al decoro habitual en la pintura mural de los palacios de la nobleza y la alta burguesía. Según estas normas, y considerando que la planta baja servía como comedor, los cuadros deberían tener una temática acorde con el entorno: debería haber escenas campestres —la villa se situaba a orillas del Manzanares y frente a la pradera de San Isidro—, bodegones y representaciones de banquetes alusivos a la función del salón. Aunque el aragonés no trata estos géneros de modo explícito, Saturno devorando a un hijo y Dos viejos comiendo sopa remiten, aunque de forma irónica y con humor negro, al acto de comer. Además Judith mata a Holofernes tras invitarle a un banquete. Otros cuadros se relacionan con la habitual temática bucólica y la cercana ermita del santo patrón de los madrileños, aunque con un tratamiento tétrico: La romería de San Isidro, La peregrinación a San Isidro en incluso La Leocadia, cuyo sepulcro puede vincularse con el cementerio anejo a la ermita.

Desde otro punto de vista, la planta baja, peor iluminada, contiene cuadros de fondo mayoritariamente oscuro, con la única salvedad de La Leocadia, aunque viste de luto y aparece en la obra una tumba, quizá la del propio Goya. En este piso domina la presencia de la muerte y la vejez del hombre. Incluso la decadencia sexual, según interpretación psicoanalítica, en la relación con mujeres jóvenes que sobreviven al hombre e incluso lo castran, como hacen La Leocadia y Judith respectivamente. Los viejos comiendo sopa, otros dos «viejos» en el cuadro de formato vertical homónimo, el avejentado Saturno... representan la figura masculina. Saturno es, además, el dios del tiempo y la encarnación del carácter melancólico, relacionado con la bilis negra, en lo que hoy llamaríamos depresión. Por tanto la primera planta reúne temáticamente la senilidad que lleva a la muerte y la mujer fuerte, castradora de su compañero.

En la segunda planta Glendinning aprecia varios contrastes. Uno entre la risa y el llanto o la sátira y la tragedia y otro entre los elementos de la tierra y el aire. Para la primera dicotomía Hombres leyendo, con su ambiente de seriedad, se opondría a Dos mujeres y un hombre; estos son los dos únicos cuadros oscuros de la sala y marcarían la pauta de las oposiciones de los demás. El espectador los contemplaba al fondo de la estancia al ingresar a esta. De la misma manera, en las escenas mitológicas de Asmodea y Átropos se percibiría la tragedia, mientras que en otros, como la Peregrinación del Santo Oficio, vislumbramos una escena satírica. Otro contraste estaría basado en cuadros con figuras suspendidas en el aire en los mencionados cuadros de tema trágico, y otros en los que aparecen hundidas o asentadas en la tierra, como en el Duelo a garrotazos y el Santo Oficio. Pero ninguna de estas hipótesis soluciona satisfactoriamente la búsqueda de una unidad en el conjunto de los temas de la obra analizada.

La única unidad que se puede constatar es la de estilo. Por ejemplo, la composición de estos cuadros es muy novedosa. Las figuras suelen aparecer descentradas, siendo un caso extremo Cabezas en un paisaje, donde cinco cabezas se arraciman en la esquina inferior derecha del cuadro, apareciendo como cortadas o a punto de salirse del encuadre. Tal desequilibrio es una muestra de la mayor modernidad compositiva. También están desplazadas las masas de figuras de La romería de San Isidro —donde el grupo principal aparece a la izquierda—, La peregrinación del Santo Oficio —a la derecha en este caso—, e incluso en El Perro, donde el espacio vacío ocupa la mayor parte del formato vertical del cuadro, dejando una pequeña parte abajo para el talud y la cabeza semihundida. Desplazadas en un lado de la composición están también Las Parcas, Asmodea, e incluso originalmente, El aquelarre, aunque tal desequilibrio se perdió tras la restauración de los hermanos Martínez Cubells.

También comparten un cromatismo muy oscuro. Muchas de las escenas de las Pinturas negras son nocturnas, muestran la ausencia de la luz, el día que muere. Así sucede en La romería de San Isidro, el Aquelarre o la Peregrinación del Santo Oficio, donde una tarde ya vencida hacia el ocaso y genera una sensación de pesimismo, de visión tremenda, de enigma y espacio irreal. La paleta de colores se reduce a ocres, dorados, tierras, grises y negros; con sólo algún blanco restallante en ropas para dar contraste y azul en los cielos y en algunas pinceladas sueltas de paisaje, donde concurre también algún verde, siempre con escasa presencia.

Si se atiende a la anécdota narrativa, se observa que las facciones de los personajes presentan actitudes reflexivas o extáticas. A este segundo estado responden las figuras con los ojos muy abiertos, con la pupila rodeada de blanco, y las fauces abiertas en rostros caricaturizados, animales, grotescos. Contemplamos el tracto digestivo, algo repudiado por las normas académicas. Se muestra lo feo, lo terrible; ya no es la belleza el objeto del arte, sino el pathos y una cierta consciencia de mostrar todos los aspectos de la vida humana sin descartar los más desagradables. No en vano Bozal habla de una capilla sixtina laica donde la salvación y la belleza han sido sustituidas por la lucidez y la conciencia de la soledad, la vejez y la muerte.

Goya en Burdeos (octubre de 1824-1828)

En mayo de 1823, las tropas del duque de Angulema toman Madrid con objeto de restaurar la monarquía absoluta de Fernando VII y se produce una inmediata represión de los liberales que habían apoyado la constitución de 1812, vigente de nuevo durante el Trienio Liberal. Goya temió los efectos de esta persecución (consta que Leocadia Weiss, su compañera, también) y marchó a refugiarse a casa de un amigo canónigo, José Duaso y Latre. Al año siguiente solicita al rey un permiso para convalecer en el balneario de Plombières que le fue concedido.

Goya llega a mediados de 1824 a Burdeos y aún tiene energía para marchar a París en verano, volviendo a Burdeos en septiembre donde residiría hasta su muerte. Su estancia francesa solo se vio interrumpida en 1826, año en que viaja a Madrid para cumplimentar los trámites de su jubilación, que consiguió con una renta de cincuenta mil reales sin que Fernando VII pusiera impedimentos a ninguna de las peticiones del pintor.

Los dibujos de estos años, recogidos en el Álbum G y el H o bien recuerdan a Los Disparates y a las Pinturas negras, o bien poseen un carácter costumbrista y recogen estampas de la vida cotidiana de la ciudad de Burdeos recogidas en sus habituales paseos, como ocurre con el óleo La lechera de Burdeos (hacia 1826). Varios de ellos están dibujados con lápiz litográfico, en consonancia con la técnica de grabado que está practicando por estos años, y utiliza en la serie de cuatro estampas de Los toros de Burdeos. En los dibujos de estos años tienen presencia dominante las clases humildes y los marginados. Ancianos que se muestran en actitudes juguetonas o circenses, como el «Viejo columpiándose» —custodiado en la Hispanic Society— o dramáticas, como el que se supone contrafigura de Goya —aunque no autorretrato—, un barbudo anciano que camina con la ayuda de bastones titulado «Aún aprendo».

También siguió pintando al óleo. Leandro Fernández de Moratín, en su epistolario, principal fuente de noticias sobre la vida de Goya en estos años, escribe a Juan Antonio Melón que «pinta que se las pela, sin querer corregir jamás nada de lo que pinta». Destacan los retratos a sus amigos, como el que hace al propio Moratín a su llegada a Burdeos que se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Bilbao o aquel en que retrata a Juan Bautista de Muguiro en mayo de 1827.

Pero sin duda destaca La lechera de Burdeos, lienzo que ha sido visto como un directo precursor del impresionismo. El cromatismo se aleja de la oscura paleta característica de sus Pinturas negras. Presenta matices de azules y toques rosados. El motivo, una joven, parece revelar la añoranza de Goya por la vida juvenil y plena. Hace pensar este canto del cisne en un compatriota posterior, Antonio Machado que, también exiliándose de otra represión, guardaba en su bolsillo los últimos versos donde escribió «Estos días azules y este sol de la infancia». Del mismo modo, acabada su vida, Goya rememora el color de sus cuadros para tapices y acusa la nostalgia de su juventud perdida.

Por último, hay que señalar la serie de miniaturas sobre marfil que pintó en estos años usando la técnica del esgrafiado sobre negro. Inventa en dichos diminutos marfiles figuras caprichosas y grotescas. La capacidad de innovar las texturas y las técnicas del ya anciano Goya no se había agotado.

Detalle de plano de Madrid, en 1900-1901, con la situación de la Quinta de Goya, o Quinta del Sordo, cerca del puente de Segovia.

La pintura mural Perro semihundido según fotografía del año 1874, por J. Laurent, en el interior de la Quinta de Goya. Fototeca del IPCE.

El tres de mayo de 1808, 1814 (Museo del Prado).

J. Laurent. Fotografía de El Aquelarre (en el año 1874) en su estado original en una de las paredes de la Quinta del Sordo de Goya. Fotomontaje a partir de los dos negativos originales que se conservan en la Fototeca del IPCE.

La romería de San Isidro refleja el estilo característico de las Pinturas negras.

Una hipótesis de la ubicación original de las Pinturas negras en la Quinta del Sordo.

El dos de mayo de 1808, 1814 (Museo del Prado).

«Aún aprendo», Álbum G (Museo del Prado).

Exposición Universal de París (1878). A la izquierda vemos la pintura El aquelarre (1823), que en 1875 se arrancó de los muros de la casa de la Quinta del Sordo.

Finca y casa de la Quinta de Goya en 1828. La gran maqueta o "Modelo de Madrid" que conserva el Museo de Historia de Madrid, incluye la casa donde residió Francisco de Goya.45

Saturno devorando a un hijo (Museo del Prado).

Muerte de Goya y destino de sus restos

El 28 de marzo de 1828 llegaron a verle a Burdeos su nuera y su nieto Mariano, pero no llegó a tiempo su hijo Javier. Su estado de salud era muy delicado, no solo por el proceso tumoral que se le había diagnosticado tiempo atrás, sino a causa de una reciente caída por las escaleras que le obligó a guardar cama, postración de la que ya no se recuperará. Tras un empeoramiento a comienzos del mes, Goya muere a las dos de la madrugada del 16 de abril de 1828, acompañado en ese momento por sus deudos y por sus amigos Antonio de Brugada y José Pío de Molina.

Al día siguiente se le entierra en el cementerio bordelés de La Chartreuse, en el mausoleo propiedad de la familia Muguiro de Iribarren, junto a su buen amigo y consuegro Martín Miguel de Goicoechea, fallecido tres años atrás. Tras un prolongado olvido, en 1869 se efectúan desde España distintas gestiones para trasladarle a Zaragoza o a Madrid, lo que no era posible legalmente hasta pasados cincuenta años. En 1888 (a los sesenta años, pues) se hace una primera exhumación (encontrándose los despojos de ambos esparcidos por el suelo, y la cabeza de Goya desaparecida), que por desidia española no confluye en traslado. En 1899 por fin se exhuman de nuevo y llegan finalmente a Madrid los restos de los dos, Goya y Goicoechea. Depositados provisionalmente en la cripta de la Colegiata de San Isidro, pasan en 1900 a una tumba colectiva de «hombres ilustres» en la Sacramental de San Isidro y finalmente, en 1919, a la ermita de San Antonio de la Florida, al pie de la cúpula que el aragonés pintara un siglo atrás, donde desde entonces permanecen.

La lechera de Burdeos, 1827. (Museo del Prado)

Álbumes de dibujos

Los diferentes cuadernos o álbumes de dibujos de Goya son vehículos para sus apuntes, borradores, croquis... pero en mayor medida suponen una obra privada y personal con valor propio. Se distinguen el inicial Cuaderno italiano, de comienzos de la década de 1770, y otros seis álbumes catalogados con letras de la «A» a la «F». En general fueron luego deshojados y vendidos los dibujos uno a uno. La mayoría de ellos se han logrado reunir en el Museo del Prado. Una breve descripción y cronología de estos sería como sigue:

  • Cuaderno italiano (h. 1770). Es fundamentalmente un cuaderno de estudio realizado con motivo de su viaje de aprendizaje a Italia y en él encontramos trabajos preparatorios del Aníbal vencedor. Se sirve del lápiz, la sanguina y la tinta.

  • Álbum A (verano de 1796). También llamado Cuaderno pequeño de Sanlúcar. Fue dibujado durante su estancia en la finca de la duquesa de Alba en Sanlúcar de Barrameda. Predominan las escenas de jóvenes en actitudes caseras e íntimas, en las que se puede apreciar el porte de la propia Cayetana. La técnica es la punta de pincel, la aguada de tinta china y toques de lápiz negro y pluma.

  • Álbum B (1796-1797) o Álbum de Sanlúcar-Madrid. Fue comenzado en Sanlúcar, de modo consecutivo al Álbum A, con los mismos rasgos técnicos y estilísticos hasta el dibujo número 27. En adelante aparecen motivos que preludian los Caprichos: asnerías, ladrones, procesiones. Muchos son trabajos preparatorios de las estampas, pues aparecen dibujos enmarcados y epígrafes que los explican.

  • Álbum C (1803-1824). Es el más extenso y el cuaderno de dibujos medular de la obra goyesca. Refleja temas, composición y formas vinculados a las series de grabados más destacadas, críticas y de capricho. La técnica dominante es la tinta china y la aguada sepia. De todos modos, la amplitud cronológica y la extensión de este álbum admite registros muy variados.

  • Álbum D (1801-1803). Todos los indicios apuntan a que está inacabado. Sus asuntos se relacionan con las planchas de Los disparates. Utiliza en sus dibujos pincel y tinta china.

  • Álbum E (1783-1812) o de bordes negros, pues las escenas están enmarcadas con un grueso trazo. Podrían haber sido destinadas a una serie de estampas, por su minuciosidad y regularidad en el formato y la unidad temática presidida por la sabiduría.

  • Álbum F (1812-1823). La importancia de los dibujos en Goya crece con este álbum. Variedad de temas, complejidad de las composiciones, masas de figuras, interiores con un delicado tratamiento de la luz. Realizados con pincel a la aguada de sepia.

  • Álbumes G y H (1824-1828). Realizados en Burdeos, reflejan la mirada costumbrista hacia el nuevo país. Aparece un condenado a muerte en la guillotina. Pero también rememora el pasado español (como el mutilado de brazos y piernas y colgado envuelto en un lienzo cuyo epígrafe reza: «Amaneció así, mutilado, en Zaragoza, a principios de 1770»). Destaca la profusión de personajes que vuelan: ancianos, lindas muchachas, clérigos... Destaca un dibujo donde aparece un alter-ego del anciano pintor, que apoyado en bastones, camina con dificultad y cuyo epígrafe reza «Aún aprendo».

Una vida en autorretratos

Se puede estudiar la evolución del aspecto físico e incluso aspectos de la condición humana de Goya haciendo un recorrido por las numerosas obras en que reflejó su autorretrato, tanto en óleos como en dibujos; unas veces con su efigie, otras de cuerpo entero y en numerosas ocasiones incluido en el conjunto de un cuadro de grupo.

El autorretrato más temprano que se conoce fue realizado hacia 1773 (óleo sobre tabla, 58 x 44 cm, colección Zurgena, Madrid), y da cuenta de su imagen tras la vuelta de su viaje a Italia de 1770, si bien Juan J. Luna es partidario de una datación anterior a este año, considerándolo un retrato hecho para que su familia lo tuviera presente ante su inmediato viaje. Aparece con larga melena, evocando posiblemente la imagen de los maestros barrocos, con una actitud de firmeza, seguridad en sí mismo y un punto de rebeldía a juzgar por la cabellera suelta que le cae hasta los hombros. Pintado con minuciosidad, destaca un rostro redondeado, nariz algo chata y una constitución gruesa, aunque de noble prestancia.

Hay que esperar hasta la década de los años ochenta del siglo XVIII para encontrar una nueva imagen del artista. Esta vez aparece con el cuerpo perfil pintando un gran lienzo y mirando hacia el espectador. Despojado de atributos relacionados con su cargo de pintor real, gira su rostro hacia el motivo que pinta, dándonos así una imagen del mismo en ligero escorzo. La pincelada es aquí más suelta, Goya aparece vestido con ropa cómoda en un interior, adelantando el modelo de retrato burgués que le será propio a partir de estos años.

De la misma época es el autorretrato que incluye en la pintura para una de las capillas de San Francisco el Grande Predicación de San Bernardino de Siena, donde el pintor reafirma su personalidad apareciendo en una de las obras que emprendió con mayor ambición. Asimismo aparece en el Retrato del Conde de Floridablanca de 1783 y en la obra que dedicó al año siguiente a representar la familia del infante Luis de Borbón. Más tarde, en 1800, aparecerá pintando un gran lienzo, al modo que lo hizo Velázquez en Las Meninas, en el retrato de la familia de Carlos IV.

También existen numerosos dibujos en que el artista se autorretrata. El busto con peluca del Museo de Bellas Artes de Boston a grafito, también de hacia 1783, el del Museo de Arte Moderno de Nueva York con sombrero de tres picos (pluma y tinta sepia, colección Lehman, h. 1790 o quizá anterior a 1783, a juzgar por el atuendo dieciochesco y la robustez del rostro), y otro de alrededor de 1800, pintado a tinta china y aguada. Ha sido muy comentado este último retrato en el que aparece su cara totalmente de frente y orlada con una melena medusea unida por las patillas a la barba, contorneando todo el óvalo del rostro, con una mirada de con gran intensidad. Ha sido visto como un retrato plenamente romántico que guarda curiosas similitudes con los que dibujó el surrealista Antonin Artaud tras la Segunda Guerra Mundial.

Entre los años 1797 y 1799 Goya trabaja en la estampación de la serie de Los caprichos. Para su frontispicio dudó entre dos imágenes que contienen sendos autorretratos. En un primer momento pensó en situar al frente la que luego será la estampa n.º 43, «El sueño de la razón produce monstruos», en uno de cuyos dibujos preparatorios (h. 1797) se aprecia la imagen del artista reclinado y rodeado de sueños de pesadilla constituidos claramente por la representación de su rostro. Sin embargo se decantó finalmente por abrir Los caprichos con su autorretrato Francisco Goya y Lucientes, pintor, con sombrero de copa, descrito en la época como de gesto satírico, en alusión a la intención crítica de esta colección. De él se conserva un dibujo previo de busto completo. En otro borrador dibujado previamente al Sueño de la mentira y la inconstancia, estampa destinada a Los caprichos que no llegó a ser incluida en la serie, también se ve a Goya en relación con la imagen de una mujer que tiene rasgos de la Duquesa de Alba y aparece con dos rostros, cual Jano bifronte, lo que de nuevo lleva a pensar en un posible despecho amoroso sufrido por el artista.

De características similares al muy comentado dibujo a la aguada de 1800, es un minúsculo retrato al óleo sobre lienzo (18 x 12 cm) que fue pintado en torno a 1795, con toda probabilidad elaborado como regalo a la Duquesa de Alba, a cuyos herederos perteneció hasta su salida a subasta en 1989.61 Aquí aparece ante un lienzo, mirando hacia lo que parece ser su modelo y con un atuendo a la última moda del momento.

Es muy significativo un pequeño retrato de cuerpo entero conservado en la Academia de San Fernando y pintado entre 1790 y 1795: el llamado Autorretrato en el taller. El artista de perfil, a contraluz, lleva un extraño sombrero en el que hay unos soportes para poner velas, con las que se supone que pintaba de noche. Nos habla de su actividad como intelectual (la luz destaca una mesita con recado de escribir) y de su aprecio por la actividad alejada de los encargos oficiales. En esta época renunció a labores como pintor de cartones para tapices alegando motivos de salud, pero el cuadro nos lo muestra activo (como ratifica su biografía de estos años) y gozando de la pintura que se alejaba de los encargos oficiales.

Otros dos autorretratos al óleo muy parecidos de busto corto con gafas se encuentran en el Museo Goya de Castres y en el Museo Bonnat de Bayona, ambos en Francia. Adopta en ellos la pose de un tertuliano burgués, vestido como sus amigos ilustrados Jovellanos o Saavedra.

De su senectud hay también testimonios. Dos magníficos autorretratos casi idénticos realizados en 1815, uno donado por Javier Goya a la Academia de San Fernando y otro que se encontraba probablemente en la Quinta del Sordo, pues figura en el inventario que Antonio de Brugada realizó a la muerte del artista aragonés de las Pinturas negras en 1828 y desde 1872 se aloja en el Museo del Prado. La firma del primero reza «Fr. de Goya, aragonés por el mismo». El del Museo del Prado muestra al artista con actitud más sencilla, una vez desaparecida la urgencia de afirmarse personal y profesionalmente de sus anteriores autorretratos.

Emotivo es Goya atendido por el doctor Arrieta, un cuadro pintado en 1820 que refleja la grave enfermedad que padeció desde noviembre de 1819 —quizá el tifus—, en la que fue atendido por el médico Eugenio García Arrieta. Se autorretrata enfermo y agonizante, sostenido por detrás por el doctor que le da a beber alguna medicina. En un fondo oscuro aparecen al fondo a la izquierda unos rostros de mujer que la crítica ha identificado con la representación de Las Parcas.

En una cartela en la parte baja del cuadro figura un epígrafe, presumiblemente autógrafo, en el que se lee:

Goya agradecido, á su amigo Arrieta: por el acierto y esmero con qe le salvo la vida en su aguda y / peligrosa enfermedad, padecida á fines del año 1819, a los setenta y tres años de su edad. Lo pinto en 1820.

La última imagen conocida de la mano del propio artista es un dibujo de 1824 conservado en el Museo del Prado con su rostro de perfil y tocado con una gorra en apostura cercana al de la portada de Los caprichos.

«Castigo francés», Álbum G.

Autorretrato, 1795 (Museo del Prado).

Autorretrato, 1783 (Museo de Agen, Francia).

«Mujer maltratada con un bastón», Álbum B o Álbum de Madrid. Dibujo a la aguada y tinta china sobre papel.

Autorretrato del Museo Goya de Castres (Francia).

Autorretrato, hacia 1800 (Museo Metropolitano de Arte, Nueva York).

Autorretrato, hacia 1773 (Colección privada).

Categoría principal: Obras de Francisco de Goya

Autorretrato con gorra, 1824 (Museo del Prado).

Nadie fue más sordo que Goya al siglo XIX, pese a haber cumplido en él casi tres décadas y haber sobrevivido a sus feroces guerras. Se quedó sordo de verdad cuando amanecía la centuria, pero no ciego. Y a fuer de mirar a su aire se convirtió en un visionario. Ese hombre cabal, lúcido y baturro gestó las pesadillas que creemos tan nuestras afincado en un Versalles provinciano y en una Ilustración de pueblo. La dieciochesca, acanallada España que le tocó vivir le valió para todo y para nada. Su tozudez y brío fueron su patrimonio: con tales alforjas saltó desde su infancia hasta la infancia de las vanguardias, que en el siglo XX lo reivindicaron como maestro. Nadie se explica aún ese raro fenómeno: fue un pintor y un profeta solitario venido desde antiguo hasta ahora mismo sin pasar por la Historia.

Francisco de Goya nació en el año 1746, en Fuendetodos, localidad de la provincia española de Zaragoza, hijo de un dorador de origen vasco, José, y de una labriega hidalga llamada Gracia Lucientes. Avecinada la familia en la capital zaragozana, entró el joven Francisco a aprender el oficio de pintor en el taller del rutinario José Luzán, donde estuvo cuatro años copiando estampas hasta que se decidió a establecerse por su cuenta y, según escribió más tarde él mismo, "pintar de mi invención".

A medida que fueron transcurriendo los años de su longeva vida, este "pintar de mi invención" se hizo más verdadero y más acentuado, pues sin desatender los bien remunerados encargos que le permitieron una existencia desahogada, Goya dibujó e hizo imprimir series de imágenes insólitas y caprichosas, cuyo sentido último, a menudo ambiguo, corresponde a una fantasía personalísima y a un compromiso ideológico, afín a los principios de la Ilustración, que fueron motores de una incansable sátira de las costumbres de su tiempo.

Pero todavía antes de su viaje a Italia en 1771 su arte es balbuciente y tan poco académico que no obtiene ningún respaldo ni éxito alguno; incluso fracasó estrepitosamente en los dos concursos convocados por la Academia de San Fernando en 1763 y 1769. Las composiciones de sus pinturas se inspiraban, a través de los grabados que tenía a su alcance, en viejos maestros como Vouet, Maratta o Correggio, pero a su vuelta de Roma, escala obligada para el aprendizaje de todo artista, sufrirá una interesantísima evolución ya presente en el fresco del Pilar de Zaragoza titulado La gloria del nombre de Dios.

Todavía en esta primera etapa, Goya se ocupa más de las francachelas nocturnas en las tascas madrileñas y de las majas resabidas y descaradas que de cuidar de su reputación profesional y apenas pinta algunos encargos que le vienen de sus amigos los Bayeu, tres hermanos pintores, Ramón, Manuel y Francisco, este último su inseparable compañero y protector, doce años mayor que él. También hermana de éstos era Josefa, con la que contrajo matrimonio en Madrid en junio de 1773, año decisivo en la vida del pintor porque en él se inaugura un nuevo período de mayor solidez y originalidad.

Dibujo de Goya en una carta a Martín Zapater, 3 de febrero de 1785.

Detalle de su primer Autorretrato (hacia 1773)

Por esas mismas fechas pinta el primer autorretrato que le conocemos, y no faltan historiadores del arte que supongan que lo realizó con ocasión de sus bodas. En él aparece como lo que siempre fue: un hombre tozudo, desafiante y sensual. El cuidadoso peinado de las largas guedejas negras indica coquetería; la frente despejada, su clara inteligencia; sus ojos oscuros y profundos, una determinación y una valentía inauditas; los labios gordezuelos, una afición sin hipocresía por los placeres voluptuosos; y todo ello enmarcado en un rostro redondo, grande, de abultada nariz y visible papada.

Cartonista de la Fábrica de Tapices

Poco tiempo después, algo más enseriado con su trabajo, asiduo de la tertulia de los neoclásicos presidida por Leandro Fernández de Moratín y en la que concurrían los más grandes y afrancesados ingenios de su generación, obtuvo el encargo de diseñar cartones para la Real Fábrica de Tapices de Madrid, género donde pudo desenvolverse con relativa libertad, hasta el punto de que las 63 composiciones de este tipo realizadas entre 1775 y 1792 constituyen lo más sugestivo de su producción de aquellos años. Tal vez el primero que llevó a cabo sea el conocido como Merienda a orillas del Manzanares, con un tema original y popular que anuncia una serie de cuadros vivos, graciosos y realistas: La riña en la Venta Nueva, El columpio, El quitasol y, sobre todo, allá por 1786 o 1787, El albañil herido.

Este último, de formato muy estrecho y alto, condición impuesta por razones decorativas, representa a dos albañiles que trasladan a un compañero lastimado, probablemente tras la caída de un andamio. El asunto coincide con una reivindicación del trabajador manual, a la sazón peor vistos casi que los mendigos por parte de los pensadores ilustrados. Contra este prejuicio se había manifestado en 1774 el conde de Romanones, afirmando que "es necesario borrar de los oficios todo deshonor, sólo la holgazanería debe contraer vileza". Asimismo, un edicto de 1784 exige daños y perjuicios al maestro de obras en caso de accidente, establece normas para la prudente elevación de andamios, amenaza con cárcel y fuertes multas en caso de negligencia de los responsables y señala ayudas económicas a los damnificados y a sus familias. Goya coopera, pues, con su pintura, en esta política de fomento y dignificación del trabajo, alineándose con el sentir más progresista de su época.

El quitasol (1776-78, Museo del Prado)

Hacia 1776, Goya recibe un salario de 8.000 reales por su trabajo para la Real Fábrica de Tapices. Reside en el número 12 de la madrileña calle del Espejo y tiene dos hijos; el primero, Eusebio Ramón, nacido el 15 de diciembre de 1775, y otro nacido recientemente, Vicente Anastasio. A partir de esta fecha podemos seguir su biografía casi año por año. En abril de 1777 es víctima de una grave enfermedad que a punto está de acabar con su vida, pero se recupera felizmente y pronto recibe encargos del propio príncipe, el futuro Carlos IV. En 1778 se hacen públicos los aguafuertes realizados por el artista copiando cuadros de Velázquez, pintor al que ha estudiado minuciosamente en la Colección Real y de quien tomará algunos de sus asombrosos recursos y de sus memorables colores en obra futuras.

Pintor de la corte

Al año siguiente solicita sin éxito el puesto de primer pintor de cámara, cargo que finalmente es concedido a un artista diez años mayor que él, Mariano Salvador Maella. En 1780, cuando Josefa concibe un nuevo hijo de Goya, Francisco de Paula Antonio Benito, ingresa en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando con el cuadro Cristo en la cruz, que en la actualidad guarda el Museo del Prado de Madrid, y conoce al mayor valedor de la España ilustrada de entonces, Gaspar Melchor de Jovellanos, con quien lo unirá una estrecha amistad hasta la muerte de este último en 1811. El 2 de diciembre de 1784 nace el único de sus hijos que sobrevivirá, Francisco Javier, y el 18 de marzo del año siguiente es nombrado subdirector de Pintura de la Academia de San Fernando. Por fin, el 25 de junio de 1786, Goya y Ramón Bayeu obtienen el título de pintores del rey con un interesante sueldo de 15.000 reales al mes.

A sus cuarenta años, el que ahora es conocido en todo Madrid como Don Paco se ha convertido en un consumado retratista, y se han abierto para él todas las puertas de los palacios y algunas, más secretas, de las alcobas de sus ricas moradoras, como la duquesa Cayetana, la de Alba, por la que experimenta una fogosa devoción. Impenitente aficionado a los toros, se siente halagado cuando los más descollantes matadores, Pedro Romero, Pepe-Hillo y otros, le brindan sus faenas, y aún más feliz cuando el 25 de abril de 1789 se ve favorecido con el nombramiento de pintor de cámara de los nuevos reyes Carlos IV y doña María Luisa.

La enfermedad y el aislamiento

Pero poco tiempo después, en el invierno de 1792, cae gravemente enfermo en Sevilla, sufre lo indecible durante aquel año y queda sordo de por vida. Tras meses de postración se recupera, pero como secuela de la enfermedad pierde capacidad auditiva. Además, anda con dificultad y presenta algunos problemas de equilibrio y de visión. Se recuperará en parte, pero la sordera será ya irreversible de por vida.

La historia ha especulado en múltiples ocasiones sobre cuál fue la enfermedad de Goya. Los médicos (fue atendido por los mejores facultativos del momento) no coincidieron en cuanto al diagnóstico. Algunos achacaron el mal a una enfermedad venérea, otros a una trombosis, otros al síndrome de Menière, que está relacionado con problemas del equilibrio y del oído. También, más recientemente, se ha creído que podía haberse intoxicado con algunos de los componentes de las pinturas que usaba.

Comenzó, entonces, una nueva etapa artística para Goya. Debido a la pérdida de audición y a las secuelas de la grave enfermedad que había padecido, el maestro tuvo que adaptarse a un nuevo tipo de vida. No menguó, pese a lo que se ha dicho en ocasiones, su capacidad productiva ni su genio creativo. Siguió pintando y todavía realizaría grandes obras maestras de la historia del arte. La pérdida de capacidad auditiva le abriría, sin lugar a dudas, las puertas de un nuevo universo pictórico. Los graves problemas de comunicación y relación que la sordera ocasionan, harían también que Goya iniciase un proceso de introversión y aislamiento. El pesimismo, la representación de una realidad deformada y el matiz grotesco de algunas de sus posteriores pinturas son, en realidad, una manifestación de su aislada y singular (aunque extremadamente lúcida) interpretación de la época que le tocó vivir.

Por obvios problemas de salud Goya tuvo que dimitir como director de pintura de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en 1797. Un año más tarde él mismo confesaba que no le era posible ocuparse de los menesteres de su profesión en la Real Fábrica de Tapices por hallarse tan sordo que tenía que comunicarse gesticulando.

Majas y Caprichos

Desde los años de infancia, en las Escuelas Pías de Zaragoza, por donde Goya pasó sin pena ni gloria, une al pintor una entrañable amistad, que pervivirá hasta la muerte, con Martín Zapater, a quien a menudo escribe cartas donde deja constancia de pormenores de su economía y de otras materias personales y privadas. Así, en epístola fechada en Madrid el 2 de agosto de 1794, menciona, bien que pudorosamente, la más juguetona y ardorosa de sus relaciones sentimentales: "Más te valía venirme a ayudar a pintar a la de Alba, que ayer se me metió en el estudio a que le pintara la cara, y se salió con ello; por cierto que me gusta más pintar en lienzo, que también la he de retratar de cuerpo entero." El 9 de junio de 1796 muere el duque de Alba, y en esa misma primavera Goya se traslada a Sanlúcar de Barrameda con la duquesa de Alba, con quien pasa el verano, y allí regresa de nuevo en febrero de 1797. Durante este tiempo realiza el llamado Album A, con dibujos de la vida cotidiana, donde se identifican a menudo retratos de la graciosa doña Cayetana. La magnánima duquesa firma un testamento por el cual Javier, el hijo del artista, recibirá de por vida un total de diez reales al día.

Detalle de La maja desnuda

De estos hechos arranca la leyenda que quiere que las famosísimas majas de Goya, La maja vestida y La maja desnuda, condenadas por la Inquisición como obscenas tras reclamar amenazadoramente la comparecencia del pintor ante el Tribunal, fueran retratos de la descocada y maliciosa doña Cayetana, aunque lo que es casi seguro es que los lienzos fueron pintados por aquellos años. También se ha supuesto, con grandes probabilidades de que sea cierto, que ambos cuadros estuvieran dispuestos como anverso y reverso del mismo bastidor, de modo que podía mostrarse, en ocasiones, la pintura más decente, y en otras, como volviendo la página, enseñar la desnudez deslumbrante de la misma modelo, picardía que era muy común en Francia por aquel tiempo en los ambientes ilustrados y libertinos.

Las obras se hallaron, sea como fuere, en 1808 en la colección del favorito Godoy; eran conocidas por el nombre de "gitanas", pero el misterio de las mismas no estriba sólo en la comprometedora posibilidad de que la duquesa se prestase a aparecer ante el pintor enamorado con sus relucientes carnes sin cubrir y la sonrisa picarona, sino en las sutiles coincidencias y divergencias entre ambas. De hecho, la maja vestida da pábulo a una mayor morbosidad por parte del espectador, tanto por la provocativa pose de la mujer como por los ceñidos y leves ropajes que recortan su silueta sinuosa, explosiva en senos y caderas y reticente en la cintura, mientras que, por el contrario, la piel nacarada de la maja desnuda se revela fría, académica y sin esa chispa de deliciosa vivacidad que la otra derrocha.

Un nuevo misterio entraña la inexplicable retirada de la venta, por el propio Goya, de una serie maravillosa y originalísima de ochenta aguafuertes titulada Los Caprichos, que pudieron adquirirse durante unos pocos meses en la calle del Desengaño nº 1, en una perfumería ubicada en la misma casa donde vivía el pintor. Su contenido satírico, irreverente y audaz no debió de gustar en absoluto a los celosos inquisidores y probablemente Goya se adelantó a un proceso que hubiera traído peores consecuencias después de que el hecho fuera denunciado al Santo Tribunal. De este episodio sacó el aragonés una renovada antipatía hacia los mantenedores de las viejas supersticiones y censuras y, naturalmente, una mayor prudencia cara al futuro, entregándose desde entonces a estos libres e inspirados ejercicios de dibujo según le venía en gana, pero reservándose para su coleto y para un grupo selecto de allegados los más de ellos.

Mientras, Goya va ganando tanto en popularidad como en el favor de los monarcas, hasta el punto de que puede escribir con sobrado orgullo a su infatigable corresponsal Zapater: "Los reyes están locos por tu amigo"; y en 1799, su sueldo como primer pintor de cámara asciende ya a 50.000 reales más cincuenta ducados para gastos de mantenimiento. En 1805, después de haber sufrido dos duros golpes con los fallecimientos de la joven duquesa de Alba y de su muy querido Zapater, se casa su hijo Javier, y en la boda conoce Goya a la que será su amante de los últimos años: Leocadia Zorrilla de Weiss.

El horror de la guerra

El 3 de mayo de 1808, al día siguiente de la insurrección popular madrileña contra el invasor francés, el pintor se echa a la calle, no para combatir con la espada o la bayoneta, pues tiene más de sesenta años y en su derredor bullen las algarabías sin que él pueda oír nada, sino para mirar insaciablemente lo que ocurre. Con lo visto pintará algunos de los más patéticos cuadros de historia que se hayan realizado jamás: el Dos de mayo, conocido también como La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol de Madrid y el lienzo titulado Los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del Príncipe Pío de Madrid.

En Los fusilamientos del 3 de mayo, la solución plástica a esta escena es impresionante: los soldados encargados de la ejecución aparecen como una máquina despersonalizada, inexorable, de espaldas, sin rostros, en perfecta formación, mientras que las víctimas constituyen un agitado y desgarrador grupo, con rostros dislocados, con ojos de espanto o cuerpos yertos en retorcido escorzo sobre la arena encharcada de sangre. Un enorme farol ilumina violentamente una figura blanca y amarilla, arrodillada y con los brazos formando un amplio gesto de desafiante resignación: es la figura de un hombre que está a punto de morir.

Los fusilamientos del 3 de mayo (detalle)

Durante la llamada guerra de la Independencia, Goya irá reuniendo un conjunto inigualado de estampas que reflejan en todo su absurdo horror la sañuda criminalidad de la contienda. Son los llamados Desastres de la guerra, cuyo valor no radica exclusivamente en ser reflejo de unos acontecimientos atroces sino que alcanza un grado de universalidad asombroso y trasciende lo anecdótico de una época para convertirse en ejemplo y símbolo, en auténtico revulsivo, de la más cruel de las prácticas humanas.

El pesimismo goyesco irá acrecentándose a partir de entonces. En 1812, muere su esposa, Josefa Bayeu; entre 1816 y 1818 publica sus famosas series de grabados, la Tauromaquia y los Disparates; en 1819 decora con profusión de monstruos y sórdidas tintas una villa que ha adquirido por 60.000 reales a orillas del Manzanares, conocida después como la Quinta del Sordo: son las llamadas "pinturas negras", plasmación de un infierno aterrante, visión de un mundo odioso y enloquecido; en el invierno de 1819 cae gravemente enfermo pero es salvado in extremis por su amigo el doctor Arrieta, a quien, en agradecimiento, regaló el cuadro titulado Goya y su médico Arrieta (1820, Institute of Art, Minneápolis). En 1823, tras la invasión del ejército francés los Cien Mil Hijos de San Luis, venido para derrocar el gobierno liberal, se ve condenado a esconderse y al año siguiente escapa a Burdeos, refugiándose en casa de su amigo Moratín.

Retrato de Goya de Vicente López

En 1826, Goya regresó a Madrid, donde permaneció dos meses, para marchar de nuevo a Francia. Durante esta breve estancia el pintor Vicente López Portaña (que se encontraba en su mejor momento de prestigio y técnica) realizó un retrato de Goya, cuando éste contaba ya con ochenta años. Enfrentado al viejo maestro, de rostro aún tenso y enérgico, López Portaña llevó a cabo la obra más recia y valiosa de su extensísima actividad de retratista, tantas veces derrochada en la minucia cansada de traducir encajes, rasos o terciopelos con aburrida perfección. Este lienzo, hoy en el Museo del Prado, es el retrato más conocido de Goya, mucho más, incluso, que los también famosos autorretratos del pintor.

El maestro murió en Burdeos, hacia las dos de la madrugada del 16 de abril de 1828, tras haber cumplido ochenta y dos años, siendo enterrado en Francia. En 1899 sus restos mortales fueron sepultados definitivamente en la ermita de San Antonio de la Florida, en Madrid, cien años después de que Goya pintara los frescos de dicha iglesia (1798).

Saturno devorando a un hijo (detalle)

En el Museo del Prado se conserva La joven de Burdeos o La lechera de Burdeos (1825-1827), una de sus últimas obras. Pero acaso su auténtico testamento había sido fijado ya sobre el yeso en su quinta de Madrid algunos años antes: Saturno devorando a un hijo, es sin duda, una de las pinturas más inquietantes de todos los tiempos, síntesis inimitable de un estilo, que reúne extrañamente lo trágico y lo grotesco, y espejo de un Goya, visionario, sutil, penetrante, lúcido y descarnado.