La carta sobre la chimenea (Héctor)

Bien sabes que, bajo aquella luna philodox, hurgaste dentro del armario donde escondía mis verdades: Cosas tan simples como la certeza del corazón desgastado que porto, o el motivo por el que te incitaba a vivir, o el terror a amar de nuevo.


Bien sabes que he fallado, y que he cometido errores a lo largo de mi vida, desde aquel que me privó de la presencia de mi padre, a aquel por el cual Gaia destruyó todo aquello que amaba. Como si tuviera que haber sufrido todo esto para, tras tenerte, poder vivirlo como es debido.

Bien sabes que, tras todo aquello, jamás me permití volver a sentir miedo, aferrándome al idealismo de que morir pronto o tarde no tendría mayor sentido que haber respirado de más o de menos… Y aquí estoy, ahora, deseando que la dama blanca nunca me pueda robar de tus brazos.

Quién iba a decirnos que acabaríamos unidos por juramentos y promesas susurrados en tierra sagrada y segura. Quién iba a decirnos que, compartiendo cervezas bajo el manto estrellado en lo más alto de un edificio, se comenzaría a hilar una historia de germinación lenta, o que conseguirías que de nuevo desease alcanzar la primavera a la espera de ver un narciso que se encuentra plantado por nuestras manos.

Y ahora, no sé muy bien cómo, me encuentro garabateando en este papel mientras intento que el miedo no haga presa en lo más profundo de mi pecho estas letras. Por evitar que queden palabras por decir, por evitar que no podamos tener una despedida si la sierpe asalta el túmulo y la gran madre decide que esta es la última noche.

Ágata, estás viva. Estás viva y dudo que exista nadie que pueda odiar eso. Dudo que nadie pueda siquiera concebir que este mundo no te deba estar agradecido por cargar con el peso que el destino te impuso. Por enfrentar al enemigo, por alegrar a los demás, por ser la voz que rompe con la idea establecida… Para mostrar que hay más caminos.

“Estás viva, y eso es bueno”, te dije mientras me abrazabas acompañándonos ambos entre nuestra soledad.

Recuérdalo. Recuérdalo siempre, ya que no podré cumplir mi promesa y recordártelo yo.

Recuerda que hiciste que un corazón moribundo sanara, conseguiste que alguien que ya sólo esperaba a la muerte ansiara beberse la vida y lograste lo que pocos hijos de ciervo consiguen: El amor verdadero de un hada.

A ti, que espero que jamás hayas de leer estas letras, siempre tuyo.

Juan Carlos.


PD: Algún día espero que alguien pueda contar el cuento de “la rata que en un viejo roble pudo hacer su hogar”.