Solo con paso firme y sabiendo que tocará enjugarse alguna que otra vez el sudor se puede superar la pendiente empedrada que separa el valle toledano de la cueva de Castrola. Acceder al que fuera el último refugio de uno de los bandoleros más vilipendiados por la historia manchega y española no es fácil; menos aún si el cielo descarga una lluvia que la flora agradece, pero no así el visitante. Decir (y dejar sobre blanco) algo tan manido como que los bandidos que se habían echado al monte podían esconderse entre los árboles y escapar así de las autoridades apenas supone un suspiro. Verlo por uno mismo es otro menester y puede provocar alguna torcedura de tobillo. Inaudita, eso sí, pero plausible.
Más a gusto se podría estar disfrutando de unas típicas gachas en Madridejos (Toledo), apenas unos kilómetros al norte de la montaña, o metiéndose entre pecho y espalda una caldereta de cordero en Villarrubia de los Ojos (Ciudad Real), al sur. Unas reflexiones, por cierto, que se pasaban seguro por la cabeza de los bandidos que se escondían entre la maleza hincando el diente de vez en cuando a un trozo de queso reseco en pleno siglo XIX. Sin embargo, el camino que hoy cuesta ascender sin apenas carga (¿qué son una grabadora y una libreta en el bolsillo?) y con un calzado diseñado para la montaña es el mismo que hacía, allá en 1880, Isidoro Juárez García - apodado Castrola (o Castrolas, atendiendo al autor)- día sí y noche también para pernoctar al abrigo y la seguridad de la fría piedra. Y probablemente en alpargatas.