De la Soberanía Absoluta de Juan Calvino al Naturalismo-Providencial de John Locke
Andres Monares
Para comprender cómo Locke elaboró su filosofía política desde específicos principios religiosos, se debe revisar la teología del reformador francés Juan Calvino (1509-1564). Ella se sustenta en la doctrina de la Soberanía Absoluta de Dios. Para el autor, la divinidad por Su voluntad y omnipotencia creó el universo y elaboró un plan en el cual predeterminó todos los acontecimientos desde la eternidad. Luego, por Su Providencia ha llevado, lleva y llevará a cabo su designio hasta el fin de los días. Esa actualización providencial de la voluntad de Dios, como manifestación de su infinito poder, sería la prueba de su real condición divina.
De la doctrina sobre la Soberanía Absoluta y su aplicación a los individuos, se entiende que Calvino exprese: “en sus consejos, propósitos, intentos, facultades y empresas están bajo la mano de Dios”. Por tanto, todo el devenir de la humanidad y la específica condición de las naciones y de cada persona estarían predestinados por Sus sabios y arbitrarios —y sin embargo, indudablemente justos— decretos. Estos, no se debe olvidar, serían realizados en todo momento por la Providencia. A su vez, ese designio también resuelve el relevante tema de la salvación. Mientras la divinidad eligió a unos pocos para vida eterna y los señaló con la riqueza y el éxito, condenó a la mayoría marcándolos con la pobreza y el fracaso. Lo mismo ocurriría con las naciones y pueblos.
Mas, al considerar que el pecado original habría corrompido totalmente a las personas en su voluntad y entendimientos, esa “administración y gobierno del género humano” es, además de real, algo necesario. Esa intervención constante sería la manera por la cual Dios procura que los individuos no lleven a cabo males aún mayores de los ya causados por su degenerada condición. La aparente contradicción entre un Dios Todopoderoso y la posibilidad de interferir su plan fue salvada dogmáticamente por Calvino. La humanidad mantendría la “responsabilidad” por su maldad y por el deber de tender, guiada por el Espíritu Santo, al cumplimiento de los deseos divinos.[1]
El reformador especificará también cómo la Deidad concretaría sus disposiciones. Lo haría empleando un medio singular: “Dios no deja de llenar, vivificar y mover con la virtud de ese mismo Espíritu a todas sus criaturas, y ello conforme a la naturaleza que a cada una de ellas le dio al crearlas”. En el caso de la humanidad, su específica “naturaleza” es la racional. Por tanto, a través de la razón será dirigida al cumplimiento de la divina voluntad: “los entendimientos humanos están en manos de Dios, el cual los rige en cada momento”. Por eso Calvino sostendrá la obligación religiosa de una singular conducta racional: “la filosofía cristiana manda que la razón ceda, se sujete y se deje gobernar por el Espíritu Santo”. Por su infinita bondad, a través de tal absoluta dirección, la divinidad conduciría a las personas a obtener lo “útil” para su “conservación”: “hemos de ponernos en las manos de Dios y dejarnos guiar por su sabiduría para que ella nos encamine por el camino recto”. En otras palabras, las personas son conducidas hacia su supervivencia. Y, tal como se expresa en el Génesis, esa meta se consigue mediante el dominio del resto de la Creación:
“Los bendijo Dios y les dijo: ‘Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sometedla; ejerced potestad sobre los peces del mar, las aves de los cielos y todas las bestias que se mueven sobre la tierra’ ” (Gn 1, 28).
Pero igualmente surge otra obligación para el creyente. Según Calvino, “el Señor se atribuye a sí mismo la omnipotencia, y quiere que reconozcamos que se encuentra en Él”. Entonces, la misión de todo reformado será glorificar a Dios comprobando su absoluto gobierno de cuanto existe. Aunque habrá un problema básico para el cumplimiento de dicho deber. Pues la Providencia “no se nos descubre y manifiesta de ordinario, sino acompañada y encubierta con los medios con que Dios en cierto modo la reviste”. De donde la tarea derivada de aquella exigencia primaria será conocer a través de qué mecanismos logra su fin la Providencia. Este será el fundamento del Empirismo Puritano o reformado, desarrollado por los ingleses en el siglo XVII. Sin problemas para su conciencia científica —más allá de su rechazo a la Metafísica greco-medieval—, asumirán los dogmas de Calvino para encontrar en el mundo real los elementos o datos que demuestren la veracidad de la doctrina de su “profeta”.
Comprobar, a través del estudio empírico del mundo, la existencia de un Dios Soberano y, consecuentemente, su gobierno providencial y los medios empleados en ello, es la piadosa responsabilidad asumida por el pensador ilustrado inglés John Locke (1632-1704).[2] En tanto filósofo moral y empirista tomará a su cargo describir cómo se manifiesta la omnipotencia de la Deidad en las personas y la sociedad. El autor, a la vez que acepta como fundamento de sus ideas la realización providencial de la voluntad divina, especificará en su trabajo cómo aquella actuaría en el ámbito humano. Debe quedar claro que la devoción de Locke no era una especie de extravagancia individual. Al contrario, ella se explica por la consolidación del calvinismo como teología dominante durante el siglo XVII en las islas británicas. De hecho, dicha doctrina determinó de manera profunda a dichos pueblos y tampoco sus intelectuales fueron ajenos a su poderoso influjo.
Ese proceso de calvinización se llevó a cabo por la formación del llamado “movimiento puritano”. Este impondrá en todas las iglesias cristianas no católicas de Inglaterra y Escocia, un sustrato común de raíz reformada. El llamado “espíritu puritano” estaba conformado por tres principios básicos de la teología de Calvino: la Soberanía Absoluta de Dios, la total corrupción humana por el pecado original y una ética activa y mundana. Más allá de sus diferencias en la organización eclesiástica y/o en lo ceremonial, los cristianos ingleses y escoceses no católicos podrán ser identificados sin distinciones, y sin temor a errar, como “puritanos” (Tawney 1959. Merton 1984). Locke, se verá a continuación al revisar sus obras, era también parte de ese movimiento.
En su Ensayo Sobre el Entendimiento Humano (1690), el autor afirma el origen divino de la razón. Pero, a consecuencia del pecado original, esa facultad estaría limitada: “la comprensión de nuestros entendimientos se queda muy corta respecto a la vasta extensión de las cosas”. Ambos principios, fundamentos básicos de su argumentación, se conjugan cuando especifica que las personas pueden y deben utilizar su magro entendimiento. Mas no de cualquier modo. Lo harán según “lo que Dios ha creído que les conviene”. Lo anterior viene a significar que su razón limitada es adecuada a su “presente estado” de corrupción después del pecado original y a sus “intereses” mundanos. En realidad, ese grado de entendimiento es acorde a sus obligaciones religiosas de carácter materialista: “sacar ventajas de bienestar y de salud, e incrementar de esa manera nuestro acervo de comodidades para la vida”. He aquí el nacimiento del “hombre económico” y su piadoso fundamento reformado.
En otras palabras, como señala Locke en su Primer Ensayo Sobre el Gobierno Civil (1690), para hacer cumplir su designio de supervivencia a los humanos (Gn 1, 28), la divinidad los determinaría con una naturaleza que implicaría un “fuerte deseo de autopreservación”. Esta meta, a su vez, se lograría por medio de la “razón, que era la voz de Dios en su interior”. Para el pensador inglés, por su “arbitraria determinación” y su “voluntad arbitraria”, “Dios tiene bondad y sabiduría para dirigir nuestros actos hacia aquello que mejor convenga”. Lo realiza a través de la naturaleza racional con la cual determinó a las personas. Incluso, ello sucede sin que sean conscientes de ese mecanismo, ni de su finalidad. Esa facultad inherente (“innata” en palabras de Locke), los hace tender a lo material para sobrevivir y cumplir sus obligaciones para con la Deidad. Todos esos principios el autor ya los tenía por ciertos con anterioridad. Ello se puede comprobar en sus apuntes para dictar clases en la Universidad de Oxford, escritos entre 1660 y 1664. O sea, previamente a la publicación de sus Ensayos:
“A mi juicio, en efecto, se sigue necesariamente de la naturaleza del hombre, si es hombre, que quede obligado a amar y a venerar a dios y a cumplir otros deberes acordes con su naturaleza racional (...) ya que por su infinita y eterna sabiduría [Dios] hizo al hombre de modo que estos deberes suyos derivaran necesariamente de la propia naturaleza humana” (Locke 1998: 132 y 133).
Lo hasta aquí establecido lo aplicará Locke en su Segundo Ensayo Sobre el Gobierno Civil (1690). En él, comienza planteando que por naturaleza los humanos se encuentran en “estado de naturaleza”, donde pueden disponer libremente de sus “propiedades” (“vida, libertad y hacienda”). Sin embargo, aclarará, de igual modo deben respetar el límite impuesto por la “ley natural”. Pues ella “gobierna” y “obliga a todo el mundo”. Dicha ley es para el filósofo inglés la “razón”: la “medida puesta por Dios para las acciones de los hombres”. Así, en el “estado de naturaleza”, esa que se puede llamar razón-ley natural-voluntad de Dios, es el medio divino para posibilitar la supervivencia humana.
Mas, en el “estado de naturaleza”, a pesar de esa ley universal y disponible para todos quienes quieran consultarla, los individuos se hallarían en una “pésima condición”. El motivo es que, de forma evidente, “la mayoría de ellos no son estrictos observadores de la equidad y la justicia”. En consecuencia, se les hace muy difícil, si no imposible, la “preservación de sus propiedades”. Por ende, el plan divino de supervivencia de la humanidad se ve entorpecido por la maldad de las personas. Estas, con su actuar desenfrenado, ponen en peligro sus propias vidas y las de los demás:
“...no existe en la práctica ningún vicio, ninguna violación de la ley natural, ninguna depravación moral, que no se muestre fácilmente a quien consulte la historia de la humanidad y observe los acontecimientos en cualquier parte del mundo...” (Locke 1998: 107).
Entonces, “por la corrupción y el vicio de los hombres degenerados”, se hace imperiosa la existencia de condiciones que obliguen a obedecer a la razón-ley natural-voluntad de Dios. Es decir, para lograr el deseo divino de supervivencia de la humanidad es urgente una nueva forma de organización sociopolítica. En tal sentido, Locke expresará: “Dios nos ha asignado un gobierno [civil] para que sirva de freno a la parcialidad y la violencia de los hombres”. Según el autor, la misma divinidad determinaría en las personas, de forma natural/racional, la necesidad de concreción de la sociedad política y su desarrollo. El gobierno civil, en base al derecho positivo, es una institución providencial.
El “estado de naturaleza” llega a su fin cuando, por un impulso o tendencia natural, las personas se unen de forma racional a través de un “pacto” y conforman una “comunidad política”.[3] Las leyes civiles y las instituciones nacidas para elaborar y ejecutar dichas normas positivas, tienen el deber de “asegurar las propiedades de cada cual”. He ahí el “fin” y el “alcance” del gobierno civil. Sólo si los individuos, dejándose guiar por su naturaleza racional, se organizan por un acuerdo consciente y explícito para crear una comunidad política, podrán conseguir y salvaguardar con eficacia el “bien común”. O sea proteger sus propiedades y, más específicamente, sus haciendas que les permiten llevar una vida cómoda.
Las personas, al ser dirigidas por Dios, natural o racionalmente, logran su autopreservación de forma exitosa y duradera. La libertad civil les posibilita conseguir, mantener y acrecentar su patrimonio. Por ende, sobrevivir de la forma más cómoda posible. Todo ello como parte de Su plan y realizado en todo momento por Su Providencia. De tal modo la organización de tipo civil y el patrimonio serán concebidos, en tanto medios divinos, como sagrados y no factibles de intervención. Mientras lo razonable quedará acotado a la esfera material: a lo útil para procurarse el mayor bienestar posible.
He ahí la filosofía política acorde al Capitalismo Moderno, cuya síntesis en un sistema más amplio llegará a conocerse luego como Liberalismo. Ella no se explica por ser sólo la expresión de las nuevas condiciones socioeconómicas, como señala Eric Roll limitando el problema. Es imposible comprender las ideas de Locke y la época que las impulsaron y las vieron nacer, sin tener en cuenta la religiosidad del contexto. Como en toda dinámica sociocultural, la artificial separación entre los elementos materiales y los ideales no permite un conocimiento cabal de un fenómeno o proceso humano. En este caso, la conjunción de la interpretación puritana de la teología calvinista con los intereses materialistas mundanos dio como resultado una filosofía utilitarista reformada. A tal punto llegaba en la época el influjo ideológico de la interpretación nacional de la teología reformada que, sin temor a equivocarse, puede decirse que de no ser Locke, otro u otros pensadores hubieran llegado a conclusiones o síntesis similares. Y de hecho, como se verá más adelante, esos otros existieron.
Al revisar el pensamiento del filósofo ilustrado inglés, se podrá comprender que para él la sociedad política natural-providencial es una especie de rasgo adaptativo. Permite sobrevivir de manera eficaz a un conjunto específico de humanos. Visto así, es homologable a cualquier otro rasgo adaptativo presentado por las diversas agrupaciones de animales no racionales. Entonces, como Locke hace perder relevancia a todas las demás variables ideológicas (y ciertamente emocionales) que cooperan a mantener unidas a las personas, terminaría proponiendo en su teoría una animalidad política. Tal como un cardumen o una manada de rumiantes, cuyo agrupamiento instintivo obedece a disminuir la probabilidad de cada individuo de ser cazado y facilitar el apareamiento por la cercanía. La comunidad humana estaría unida sólo por el instinto de supervivencia.
La paradoja extra es que Locke, en tanto filósofo político, propone un sistema donde se eleva a la Economía al estatus de Ciencia Soberana. Ella sería la disciplina indicada para dirigir la sociedad. En ese movimiento, deja a la Política en un lugar secundario y al servicio de aquella (en tanto disciplina académica y sistema productivo-comercial). El autor, en ese nuevo esquema naturalista y materialista, termina por disolver y/o acabar con la Política como se la entendió y aplicó por siglos en Occidente: en tanto actividad racional. En adelante, el Estado quedará adosado al sistema productivo-comercial, para facilitar y cuidar los negocios privados. Su acción deberá limitarse, como dirá Adam Smith, a la defensa contra agresiones extranjeras, a la recta administración de justicia y a la realización de obras públicas que no sean del interés lucrativo de los privados. Su intervención, fuera de esas tareas básicas, debía limitarse a mantener la autonomía del sistema. En otras palabras, no sin cierta ironía, sólo intervendrá para mantener la no intervención.
Finalmente, desde la época en que vivió a la fecha, Locke ha sido criticado por otros calvinistas más ortodoxos, por ser un mero racionalista. Habría usado términos religiosos vaciados de su real contenido. Pero igualmente sus ideas se podrán encontrar en el mundo devoto e intelectual reformado. Con ciertas variantes, su propuesta acerca de un origen naturalista-providencial del orden sociopolítico, sigue todavía en pie. Ello, en el fondo, es un mentís a las acusaciones en su contra de distanciarse y/o profanar la teología reformada:
“Para el calvinista el estado es una consecuencia natural; surge de un impulso social implantado por Dios en el hombre (...) La formación del estado, con el consiguiente nombramiento de gobernantes para la promoción de los intereses comunes y el bienestar del grupo, y la administración de la justicia, es, también, una disposición providencial de Dios con respecto al hombre” (Meeter: 105).[4]
Generalización del Naturalismo-Providencial:
Adam Smith y la Economía Moderna
Al tomar en cuenta lo expuesto, se entiende que en verdad fue Locke quien definió al ser humano como “hombre económico”: un animal maximizador gobernado por una reacción mental utilitaria. Esa tendencia materialista o instinto de supervivencia descrito por el autor, es el medio providencial empleado por Dios para hacer cumplir a la humanidad Su designio de supervivencia. Desde el puritanismo, el principio del “animal político” fue desechado por utópico e inútil. Se instauró en su reemplazo la animalidad política, considerada empírica y útil. Quedará así abierto el camino que marca el desarrollo de la Modernidad: el desprecio por la Política y la razón, y su reemplazo por la Economía y el instinto. Pues, ¿cómo podría confiarse en una disciplina como la Política, la cual trabaja con una idea ficticia de las personas?, ¿cómo podría enfrentarse la realidad en base a su caracterización racionalista del todo irreal?
Una vez que se expandió y llegó a ser dominante la doctrina de una humanidad corrupta en su razón, egoísta y gobernada absolutamente por la Providencia a través de su naturaleza para tender a lo material, se tuvo por obvio que la Economía fuera la ciencia directora de la sociedad. En realidad, a pesar de haberse conservado el término “Economía”, la disciplina descrita por el actual concepto es que Aristóteles llama “crematística de cambio”, puntualmente dedicada a la búsqueda del lucro.[5]
Realzar la importancia directiva de la Economía fue la general conclusión utilitaria de los ilustrados. Luego, en el específico ámbito político, en Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) y en Immanuel Kant (1724-1804) se encuentra también el rechazo a la formulación de teorías idealistas. Estas enunciaban sistemas políticos basados en personas racionales que, dada la absoluta corrupción por el pecado original, los reformados entienden nunca han existido ni existirán.
Sobre una base calvinista común, diversos pensadores ilustrados europeos también explicaron cómo la divinidad guiaba a los individuos a través de algún medio: entendimiento, instinto, conciencia, naturaleza o sentido común. En cuanto empiristas, según ellos habrían descrito el verdadero origen y evolución de los patrones sociales, económicos y políticos. Por ejemplo, la concepción naturalista acerca del ser humano se puede encontrar en el trabajo posterior de otro filósofo ilustrado y empirista, el escocés David Hume (1711-1776). Este dirá que esa filosofía “fácil y asequible” es superior no sólo por “agradable, sino también como más útil” en comparación a la antigua y para él decadente filosofía racionalista greco-medieval. Justamente lo es porque, al dar cuenta de la verdadera naturaleza humana, sería indudablemente la correcta para ser aplicada a las personas y a la sociedad:
“Tiene mayor papel en la vida cotidiana, moldea el corazón y los sentimientos y, al alcanzar los principios [naturales] que mueven a los hombres, reforma su conducta y los acerca al modelo de perfección que describe” (Hume 1995: 20-21).[6]
Pero el más fiel, directo y, por lo antedicho, obvio continuador de Locke, es otro pensador escocés: el moralista presbiteriano (calvinista) Adam Smith (1723-1790). Asimismo será él quien elabore un sistema de pensamiento con un mayor impacto práctico en el futuro. Pues su filosofía moral la aplicará al ámbito productivo-comercial, dando lugar a los fundamentos de la Economía Moderna. Esta disciplina no sólo sigue viva, sino que a la fecha se ha constituido en la dominante en la mayor parte del mundo moderno y/o modernizado.
Para el filósofo escocés, la “conciencia” o juicio moral, como norma divina, responde a una reacción de la naturaleza emocional de los individuos. Este mecanismo es establecido y gobernado en todo momento por Dios. Ese esquema religioso reformado lo aplicará cuando describa el sistema productivo-comercial moderno, en base a la “propensión de la naturaleza humana (...) a permutar, cambiar y negociar una cosa por otra”. Tendencia guiada providencialmente por “sentimientos naturales” utilitarios y egoístas. De hecho, es la Providencia en tanto “mano invisible”, la cual estructura todo el sistema de libre mercado. Primero, al dirigir a los egoístas agentes económicos en su pugna maximizadora (oferta versus demanda efectiva), la cual determina los precios óptimos o de mercado. Y, en segundo lugar, al distribuir el ingreso a través de ese mismo egoísmo de los ricos, quienes pagan a los trabajadores manuales para satisfacer sus “propios vanos e insaciables deseos” (liberándose a su vez de las “penas y fatigas” supuestas por esas labores).
Para Smith, esos sentimientos morales son el medio más eficiente a través de los cuales Dios (una divinidad maximizadora) consigue su fin. Esta meta es la supervivencia de la humanidad en general y la comodidad de los ricos en particular. Dada la corrupción de las personas, “no ha confiado a la lenta e incierta determinación de nuestra razón” el dirigir sus decisiones y acciones. Por el contrario, ha preferido los impulsos reflejos o instintos. De esa forma, los seres humanos igualmente cumplirán los designios de Dios, a pesar de su inherente espíritu de rebelión ante Él, su maldad innata y su torpeza. Por las características propias de las emociones, ellas los dirigirán de manera regular hacia el cumplimiento de la divina voluntad. A tal punto los sentimientos responden del mismo modo ante los mismos estímulos, que esa mecánica podrá considerarse similar a las leyes naturales. Al tenor de lo expuesto, se entiende que el propio sistema productivo-comercial sistematizado por el moralista escocés era para él su descripción de cómo la Providencia cumple —de modo diferente para cada estrato de la sociedad— su designio “Fructificad y multiplicaos”.
Para comprender esa síntesis de lo espiritual y lo material, elevada a deseo divino, también debe considerarse el contexto burgués-puritano inglés, y luego del Reino Unido, de los siglos XVII al XVIII. La moral y las actitudes ya sostenidas por la aristocracia y la burguesía se vieron legitimadas y potenciadas por la teología. Calvino había dejado la distribución en manos de Dios. Locke y Smith al seguirlo fielmente, según ellos y sus contemporáneos, lo confirmaron de manera empírica. Luego, en sus sistemas terminaron protegiendo la propiedad y a los propietarios. Los autores, al hacer del patrimonio el fundamento de la supervivencia, lo divinizaron al igual que a sus mecanismos de protección y reproducción. Es decir, el Estado de Derecho y el Libre Mercado respectivamente.
Por medio de Smith, las ideas reformadas de Locke rebasarán el período en el cual se desarrolló el movimiento de la Ilustración y se mantendrán vigentes a la fecha. Por ejemplo, en el siglo XIX, los estudiosos de los fenómenos socioculturales dedujeron que esa naturaleza humana sería regular y, por ende, reducible a leyes. El sociólogo británico Herbert Spencer (1820-1903) es claro al respecto: “Las acciones de los hombres dependen de las leyes de su naturaleza; y sus actos no pueden ser comprendidos mientras no lo sean dichas leyes”. En dicho contexto —donde coexistían una ciencia religiosa dominante y una minoritaria que progresivamente se iba haciendo profana—, el naturalismo tenía un respetable rango académico como explicación de las reacciones (instintivas) de las personas. En base a aquellos principios, su radio de acción abarcaba también, o en realidad, todos los aspectos socioculturales. Por eso, Spencer no tenía problema alguno para citar a “un ingenioso escritor” en apoyo explícito de la animalidad política: “la primera condición para el bien del individuo en la vida es la de ‘ser buen animal’; y el que la población se componga de esos ‘buenos animales’, es la primera condición para la prosperidad nacional”.
El definitivo triunfo y expansión de esas ideas naturalistas-providenciales vendrá de la mano de los economistas quienes han seguido —consciente o inconscientemente— al moralista escocés. La piadosa concepción de las inherentes tendencias egoístas e individualistas, esa que dio vida al “hombre económico”, aún sobrevive entre quienes se adscriben a la Economía Moderna. Por mucho que ellos identifiquen aquel concepto como una simple metáfora, se guían en la teoría y en la práctica por esa idea metafísica. Si bien la actual disciplina económica científica abandonó la terminología y finalidad religiosa explícita, a todas luces se dejó intacto el fundamento teológico de fondo. Por más que se sostenga su evolución, no deja de ser una continua contextualización de la naturalista-providencial teoría clásica:
“...la tesis [del principio natural del propio interés] es común a todos los economistas naturalistas, viejos o nuevos, de la escuela clásica, psicológica, matemática o neoclásica (...) Todos los liberales son naturalistas, ya sea que utilicen analogías mecánicas (físicas) u orgánicas (biológicas). Son naturalistas en el sentido de que consideran la competencia basada en la utilidad y en el propio interés como expresión de una lucha general por la supervivencia y el mejoramiento” (Zweig 1961: 86).
La legitimación y generalización progresiva de la Economía Moderna, desde el siglo XVIII en adelante, difundirá universalmente la estructura religiosa del providencialismo reformado. Pero, al ser malentendidos, olvidados u obviados sus fundamentos místicos, será disfrazada como un naturalismo científico puro de origen secular. En ese proceso, la Economía —la ciencia del instinto utilitario— fue caracterizada como una forma de conocimiento superior y omnicomprensiva. Por ende, ya no se preocupará sólo de lo productivo-comercial. También podrá y deberá abarcar las demás actividades socioculturales. Toda la sociedad y todo lo que ella comprende pasará a ser administrada en tanto un adjunto del mercado libre. Incluso, y con mayor razón, la actividad política. De esa forma, la política se despolitizaría. En una revolución nunca vista en la historia de la humanidad, la actividad productivo-comercial en su particular expresión moderna fue elevada al más alto sitial. Controla y debe controlar a las demás actividades de la sociedad. Al mismo tiempo las sitúa, y por su lógica las debe situar, en dependencia de ella. En esta nueva situación amparada en el cientificismo, la Ética no tiene lugar alguno. En base a Smith, se llegó a negar el proyecto ético originario de Smith.
Al cientificismo economicista propio de la Economía Moderna, se venía a unir la naturaleza utilitaria de la humanidad para eliminar el tema de poder y su influencia y determinación de las decisiones productivo-comerciales. La existencia de leyes económicas tecnificaban u objetivaban las decisiones de política económica. Al tener en cuenta la innata condición materialista de las personas, se llegaba a idéntica conclusión. Había señalado Smith que a un ser humano “mercader” le correspondía una “sociedad comercial” y, siguiendo sus planteamientos, una política comercial. La lógica, esa lógica naturalista-providencial particular, dictaba que los grupos humanos debían ser gobernados desde la Economía. Entonces, para servirla y cooperar al logro de sus objetivos, se elaboró una nueva Política apolítica.
Sin embargo, se verá más adelante, el filósofo escocés no llegó tan lejos al punto de eliminar como tema significativo el poder y sus influencias de la esfera productivo-comercial. No debe olvidarse su condición de moralista. Esa será la obra de los liberales que le sucederían y con mayor razón de los neoliberales. Pero, sea como sea, el fondo o la línea gruesa de sus ideas terminarán por ser impuestas. De ahora en más, lo importante para la Economía sin duda sería lo relevante para la Política. Ésta, en tanto su fiel y servil asistente, conducirá todos los ámbitos de las naciones según las conveniencias productivo-comerciales de las élites. Pues recuérdese que a la naturaleza humana materialista se suma la teoría del “chorreo” de la riqueza desde los ricos al resto de la sociedad. Si los ricos viven con comodidad, tarde o temprano, una parte de su bienestar se derramará al resto de la sociedad. Justamente, el rol del Estado y la Política será darles todas las facilidades a los potentados para crear riqueza y protegerlos para que logren acumular la mayor cantidad posible.
El proyecto religioso puritano fue materializado en específicos conceptos propuestos como los medios de la Providencia: la naturaleza racional de Locke y, luego, la naturaleza emocional de Smith. Ambas ideas cobraban consistencia en los contextos expuestos en los sistemas filosóficos de los propios autores: el republicanismo del filósofo inglés y el mercado autorregulado del escocés. Para ellos y los demás ilustrados quedaba explicado el origen y desarrollo de las instituciones humanas, y al mismo tiempo el comportamiento individual de las personas. De esta manera, los autores propusieron y describieron los tipos de organización social, política y productivo-comercial donde se expresaba mejor aquella forma de ser. O, lo que no ha de haber sido menor para ellos, cómo se materializaba providencialmente el plan o los decretos de Dios.
Esa aceptación y supuesta constatación de un mundo divinamente predeterminado, era fruto del espíritu del Empirismo Puritano británico. Según Locke y Smith, ellos describieron la sociedad real. Es decir, tal como Dios la dispuso desde la eternidad y tal como la gobierna de forma constante para hacer cumplir su plan. En ese sentido, y tomando en cuenta la condición burguesa de ambos pensadores, sus sistemas establecían y/o constataban el manifiesto favoritismo divino por sus preferidos: los burgueses. Ya se expuso que según la interpretación de Calvino de la doctrina cristiana de la predestinación, desde la eternidad y por su insondable e inapelable justicia, la Deidad señaló con la prosperidad y el éxito a sus elegidos. Es más, el reformador detalla un “segundo grado” de elección: de entre los escogidos, hay unos más preferidos en comparación a los otros. Los británicos terminarán proponiendo y aceptando que el mandato general del Génesis (1, 28) rige efectivamente para toda la humanidad. Pero, a su vez, sólo unos pocos ricos accederán a más y mejores medios para darle cumplimiento. Esa diferenciación la habría establecido la voluntad divina y la materializaría la acción providencial.[7]
A partir de tales ideas místicas, los autores legitimaron la desigualdad extrema y protegieron el patrimonio de la burguesía del intervencionismo del Estado, de la competencia de la nobleza y de las pretensiones reformistas o derechamente revolucionarias de los grupos de bajos ingresos. Para ellos, lo mismo que para cualquier puritano burgués de derecha, si Dios había dado más a algunos que a otros —más allá de lo lamentable de la situación—, no era un asunto de incumbencia humana. Menos todavía pretender alterar esa situación por medio de una política radical y/o racional. Ello, además de herético, sería inútil dada la Soberanía divina y, por causas de la degeneración humana, sería irreal o quimérico. La burguesía puritana estaba convencida de que la Deidad, en su ánimo de hacer cumplir sus designios, había preferido su fructificación a la de los otros. Con lo cual, a un tiempo, aquella aseguraba su exitosa multiplicación. La desigualdad extrema perdía la connotación negativa, al ser parte de la voluntad divina y materializada providencialmente a través del sistema político y socioeconómico. He ahí la base de la idea acerca de la existencia de una armonía de intereses —política, social y productivo-comercial— al interior de la sociedad. Mas, para la burguesía y la (derrotada) nobleza era evidente que tal armonía supuestamente general sólo se refería a ellos mismos. Era su posesión de un patrimonio lo que los hacía coincidir en un similar conjunto de intereses.
Por ese mismo fundamento metafísico a favor de la autonomía, no tenían legitimidad las pretensiones intervencionistas o reguladoras. La sociedad política puritano-burguesa se había establecido derrotando al absolutismo y, a la vez, en los deseos y creencias de quienes la instauraron se había cristalizado para siempre. Si bien el movimiento puritano estaba lejos de ser homogéneo en cuanto a un único proyecto político, social y económico, la tendencia que a la larga se impuso fue la derechista.[8] Como bien señalan Harold Laski y R. H. Tawney, en el Liberalismo original la desigualdad extrema es “un artículo implícito de su fe”, donde por la “naturaleza del sistema” se niega a la mayoría la igualdad y la posibilidad de acceder a la propiedad. Por tanto, también se les termina negando la ciudadanía, al ser una doctrina desarrollada por y para las élites poseedoras de un patrimonio que defender. Dicho selecto grupo sería el más interesado en los asuntos del Estado. Pues de la buena marcha de las actividades políticas depende el éxito de sus propios negocios. La libertad, igualdad y la fraternidad o los derechos y la participación política, no eran cuestiones que implicaran a quienes estaban fuera de esa élite. A ellos sólo se les había concedido graciosamente la igualdad jurídica. Y ésta estaba muy lejos de conllevar una real igualdad política. Menos todavía la socioeconómica.
La desigualdad de derechos, es decir, el monopolio de los derechos políticos ejercido por los propietarios, era un supuesto obvio en las islas británicas. Tan evidente que era innecesario argumentarlo y simplemente se lo nombraba dándolo por seguro (Hill 1991. Macpherson 2005). Esos derechos y poder político siempre habían sido usados a favor de la clase propietaria. Y lo seguían siendo. Si bien los Tudor podían haberse preocupado de los pobres, ello nunca implicó verlos como iguales ni pensar en otorgarles derechos políticos. Situación que no cambió con los Estuardo, ni con las siguientes dinastías de fines del siglo XVII y del XVIII. La desigualdad la había sostenido cual un hecho evidente Locke en el siglo XVII, al señalar que el gobierno civil era una organización exclusiva de quienes poseían un patrimonio. Su finalidad era posibilitar “el disfrute seguro de sus propiedades respectivas” y en consecuencia su rol era el de custodio “frente a aquellos que no forman parte de esa comunidad”, es decir, ante los no propietarios. En la siguiente centuria esa manera de ver la sociedad continuaba siendo obvia en Adam Smith:
“Los ricos especialmente se hallan interesados en mantener aquel orden de cosas que sirve de manera eficaz para protegerles en la posesión de sus privilegios (...) El gobierno civil, en cuanto instituido para asegurar la propiedad, se estableció realmente para defender al rico del pobre, o a quienes tienen alguna propiedad contra los que no tienen ninguna” (Smith 2000: 632-633).[9]
No obstante la particularidad del puritanismo, sus dogmas igualmente se utilizaron para sacar conclusiones universales sobre la humanidad y la vida colectiva en general. Si la condición humana se explicaba y residía en una especie de animalidad, los sistemas socioeconómicos y políticos elaborados desde ese supuesto también expresarán una sociedad animalizada. Será una comunidad construida para permitir dejarse llevar por esos instintos materialistas de la forma más fluida posible (pero siempre recordando los resultados diferenciados de esa tendencia). O sea, al ser toda relación social un medio providencial, se entenderá que los asuntos humanos, finalmente, no son asuntos de los humanos. Tampoco serán resueltos por ellos de modo racional y consensuado. En consecuencia, y por necesidad a raíz de esos dogmas, se instauró por medios políticos una sociedad (supuestamente) apolítica. Por extraño que parezca, el orden y la actividad política será fruto de las tendencias naturales de individuos en la búsqueda de su supervivencia. Todo lo cual deriva de la voluntad de Dios y es realizado providencialmente: el fin y los medios de la humanidad son determinados por Él.
Del dogma de la Soberanía Absoluta que implicó la propuesta ilustrada de no intervención de la autonomía, queda en evidencia el por qué los sistemas político y económico modernos parecieran inmanejables para el ciudadano común. Son especies de entes autónomos y suprahumanos, funcionando de forma mecánica, sin que se les deba ni —por cómo fueron construidos a partir de esa lógica autonomista— se les pueda intervenir. El ciudadano moderno debe dejarse llevar por su naturaleza. Está obligado a ello más allá de lo desagradable que pueda ser la situación y de los males que pueda provocarles a él y a su sociedad. Las personas son pequeñas hojas a la deriva, en un inmenso curso de agua imposible de controlar. Para conseguir su propio bienestar, deberán someterse a ese vaivén natural. De esa manera, sin que nadie se lo proponga o lo desee de modo consciente, también se alcanzará el bienestar de la comunidad toda.
Si el autonomismo da lugar a un tipo de vida social atomizada y a situaciones reprobables, deberá entendérseles en tanto simples irregularidades de una realidad manifiestamente beneficiosa. Tal vez no a simple vista, pero a la larga indudablemente benéfica. A pesar de cualquier problema social o “externalidad negativa” y por grave que pueda ser, el bienestar y la felicidad están ad portas. Entre los siglos XVI y XVIII lograr el bienestar y la felicidad era labor de Dios. Desde el siglo XIX a la fecha, es objetivo del Mercado Autorregulado: el disfraz secular con que se cubrió a la divinidad. Tal como ayer, hoy sigue sin ser un problema de las personas. Alcanzar aquellas metas es considerado una inexorable cuestión natural. El misticismo de Adam Smith sigue vivo en la Economía:
“El curso natural de las cosas no puede ser totalmente controlado por los impotentes afanes del hombre: la corriente es demasiado rápida y demasiado poderosa como para que pueda interrumpirla, y aunque las reglas que la dirigen fueron estipuladas con los mejores y más sabios propósitos, a veces generan efectos que escandalizan todos sus sentimientos (...) ¡Qué vano y absurdo sería para el ser humano oponerse o ignorar los mandamientos que le fueron dictados por la Sabiduría Infinita y el Poder Infinito! Qué antinatural...” (Smith 1997: 307 y 309).[10]
[1] El calvinismo posterior adhiere a esa postura: la Soberanía divina y la libertad humana coexisten, pero es algo imposible de comprender por la limitación del entendimiento fruto del pecado original.
[2] En adelante, todo lo referido a la Ilustración se basa en Monares (2005a), donde el tema se ha tratado con mayor extensión y profundidad.
[3] La noción de “pacto” es una concepción hebrea ya descrita en el Antiguo Testamento y es la base de los pactos calvinistas en Ginebra y Escocia en el siglo XVI o Nueva Inglaterra en el XVII. Locke sólo le dio una caracterización particular a una idea religiosa aceptada por la tradición eclesiástica y política reformada.
[4] Entre los reformados ortodoxos existe una crítica a la “teología racional” de la Ilustración: sería una lectura heterodoxa de las Escrituras alejada de su letra o que sobreinterpretó su espíritu. No obstante, como se ve en Locke, los iluministas sencillamente intentaron demostrar las verdades bíblicas por medio de argumentos filosóficos.
[5] Se entiende que estas ideas se apoyarán en la dinámica sociocultural: en los grupos donde la riqueza está constituida por bienes materiales, existe la tendencia a que el poder y control económico reemplace y/o se imponga al puramente político (Polanyi, Arensberg y Pearson 1976).
[6] Cuando el autor habla de “perfección”, debe entenderse como el máximo desarrollo de las capacidades utilitarias en el presente estado de la humanidad o corrupto a raíz del pecado original.
[7] En el caso de los países, el segundo grado de elección implicaría que Dios eligió a los blancos de Europa occidental. Pero, de todos ellos, prefiere a los anglosajones. Y, de entre estos, primero a los británicos y actualmente a los estadounidenses. En Charles Horsman se encuentra una buena exposición respecto a dicha teoría.
[8] En el movimiento puritano existían grupos que hoy, con todo lo vago de los términos en el actual contexto, serían identificados como izquierdistas: los “levellers” (niveladores) representantes de los grupos menos privilegiados y los “diggers” (cavadores) con una postura más radical (Tawney 1959. Hill 1991). Más allá del triunfo del ala puritana derechista, es relevante desmitificar el que de por sí “reformado” sea sinónimo de desigualdad extrema y capitalismo salvaje.
[9] Avanzado el siglo XIX y con mayor razón durante el XX, hará su aparición en la arena política el “pueblo”. Con su conquista progresiva del derecho a voto universal, la homogeneidad requerida para el buen funcionamiento de los modelos burgueses-reformados se alterará y vendrá la reacción crítica de las élites contra las masas denunciando el “yugo de las mayorías” (Habermas 1981. Monzón 1990).
[10] La pertenencia del Marxismo a la tradición moderna significó reemplazar a Dios por un todopoderoso “proceso histórico-natural”. Este, al igual que la Deidad reformada, deja al individuo impotente al ser un mero subproducto de aquel.