Patricio Donoso
Mayo 2010
Este seminario propone una pregunta no menor al debate nacional ya que pretende articular campos del saber que no siempre han estado bien articulados. Y la pregunta se levanta en el marco de un Congreso de Discernimiento Teológico que procura estrechar los lazos entre la fe y la cultura local y global con la que ésta debe dialogar. Mis reconocimientos a los organizadores de esta iniciativa generadora de reflexiones y de nuevos impulsos de acción.
Cuando Jim Morin, protagonista importante en la organización de este evento, me invita a hablar sobre los OFT y mi experiencia que sobre la enseñanza de ellos he tenido, me pareció una interesante invitación. Más adelante entendí el marco en que esta ponencia sería presentada y dudé seriamente sobre mis posibilidades de estar al nivel de las expectativas de los organizadores. Ciertamente que algo puedo decir sobre los OFT pero, a esta altura de la Reforma, ¿cuánto nuevo puede decirse al respecto que no se haya dicho antes? Entrar, sin embargo, al terreno de levantar preguntas que la educación ha de hacerle a la fe cristiana es entrar a una zona en donde mis competencias son muy limitadas, sobre todo cuando quién las hace es una persona agnóstica alejada hace mucho tiempo de la fe cristiana. Por ello mi entrada dubitativa a esta compleja tarea y mi incertidumbre sobre su resultado.
Hecha esta precisión me embarco, sin embargo, en la búsqueda de algunas reflexiones pertinentes a los propósitos de este Congreso y que tengan fundamento en mi experiencia en formación inicial docente.
¿Cuales son las preguntas de la educación[1] a la fe cristiana?
Me imagino que al concluir este Congreso será posible saber que son muchas las preguntas y saber, además, cuáles de éstas son las más relevantes. Desde mi óptica es interesante iniciar estas reflexiones recordando el hecho básico que es la relevancia del contexto histórico en que se levantan las preguntas, ya que épocas históricas distintas han generado preguntas similares pero con respuestas diferentes.
Muy atrás en la historia no existía nada que pudiese ser identificado con estos procesos que hoy llamamos educación. Las sociedades tenían sus cultos y credos religiosos que se reproducían de acuerdo a pautas y ritos culturales fuertemente internalizados por sus miembros. El sentido de pertenencia y de identidad estaba radicado en la común comprensión religiosa sobre la sociedad y la naturaleza y las instituciones generadas (familias, estructuras de poder, etc.) eran coherentes con esa comprensión compartida. La sola convivencia social garantizaba la educación de las nuevas generaciones sin la necesidad de tener procesos formativos formales.
Con la instalación de las religiones monoteístas y con la necesidad de tener lecturas homogéneas de los textos sagrados de esas religiones, se fue recurriendo a procedimientos formales de transferencias generacionales de los contenidos ortodoxos. La doctrina y los dogmas dominantes se transforman en los contenidos que la educación, en todas sus formas, debe acoger. Los inicios de la escolaridad formal están marcados por las preguntas que la fe inscribe en las dinámicas de las escuelas y que, por cierto, apuntan a la apropiación de esa fe en las nuevas generaciones. El desarrollo del Estado, en tanto institución destinada a articular y proyectar la cosa publica, y las ideas libertarias que se fueron expandiendo por diversas sociedades, pusieron en tensión la, hasta ese momento, in cuestionada relación Estado – religión. Lo laico y lo religioso comienzan una larga trayectoria de dulce y de agraz que nos acompaña hasta el día de hoy. La educación toma rumbo propio siguiendo un sendero de desarrollo en donde las preguntas de la fe empiezan a ser reemplazadas por las preguntas de la razón y de la libertad.
Las décadas recientes nos muestran a las preguntas de la fe coexistiendo con un conjunto de preguntas y demandas que la sociedad le hace al sistema educativo y han quedado arrinconadas en un par de horas semanales durante los 12 años de escolaridad obligatoria. Cuánto y qué sucede en ese breve lapso de tiempo es poco lo que se sabe y mucho lo que se rumorea. Se sabe, eso sí, que es tiempo para el dogma y para la doctrina de aquellos credos optados por los apoderados. Se sabe, también, que los CMO del subsector Religión pone fuerte énfasis en la formación para la trascendencia y la espiritualidad así como, también, debe:
“fortalecer capacidades para un comportamiento personal responsable, regido por principios éticos y que busca permanentemente la realización del amor, la justicia y el bien en la convivencia diaria y la preparación de la persona para su vida espiritual trascendente”.
De este modo tenemos, desde el mundo de la educación, un claro conjunto de preguntas a la fe cristiana. Temas no menores como la formación para la trascendencia y la espiritualidad, formación para la justicia y la convivencia social, quedan instalados, si bien no totalmente al menos parcialmente, en los CMO propios del subsector Religión y, por ello, en espera de un aporte desde la fe cristiana.
Las preguntas compartidas[2]
La sociedad logra, no siempre fruto de consensos, definir los aprendizajes deseados para una reproducción funcional y en armonía con las directrices dominantes. Y aquí adquieren especial relevancia los OFT y el breve, pero contundente, temario que se le asigna al subsector Religión y a la fe cristiana. La expectativa mayor y compartida está en formar personas y ciudadanos con una fuerte convicción ética y valórica, sobretodo en este período caracterizado por algunos como de cambio de época. Por ello, lo que la educación espera de la fe cristiana, por la vía de los cursos de religión que imparte y por la vía de su influencia en la sociedad, tiene que ver con la formación ciudadana en su más amplio sentido, esto es, la formación para la convivencia social, formación en DDHH, formación valórica, formación para enfrentar pacíficamente los conflictos y formación para la espiritualidad y la trascendencia.
Formación para la convivencia social
En efecto, la modernización de las sociedades bajo el impulso combinado de la industrialización, la urbanización y la globalización de los mercados y las comunicaciones es un proceso histórico complejo, que trae consigo profundos cambios culturales y pone a las comunidades y a los individuos frente a nuevos dilemas y desafíos. El mayor de todos parece ser el de cómo adaptarse a las nuevas circunstancias preservando a la vez un sentido de la vida buena, los valores esenciales de la convivencia humana, la identidad de los grupos y las naciones, un orden público de responsabilidades compartidas, un correcto ejercicio de las libertades y la disciplina social requerida para el desarrollo y el despliegue de la creatividad.
En un mundo que cambia rápidamente y genera una alta movilidad individual; en contextos de mercado que obligan constantemente a elegir, frente a medios de comunicación cada vez más diversificados; en un ambiente de información abundante y creciente, dentro de múltiples sistemas que se autogobiernan; en una cultura progresivamente globalizada, la educación es la base común de formación de la ciudadanía y una condición imprescindible para hacer frente a los retos de una economía cuya productividad y competitividad dependen, antes que todo, de la calidad de los recursos humanos del país.
Mirada nuestra época desde la perspectiva cultural y social, es posible comprobar que, en la actualidad, el clima de la convivencia social está siendo progresivamente atravesado por incertidumbres que antaño o no existían o poseían un menor perfil. Para muchos, ya no es tan claro cómo es deseable convivir, ni qué valores han de regir nuestras vidas, ni qué formas de convivencia permiten conquistar lo deseado. Para otros, los patrones de convivencia social están claros y precisos, vienen de la tradición y, por tanto, se trata de que la sociedad los asuma sin vacilaciones. La coexistencia de estas incertidumbres y de estas certezas configura un cuadro de diversidad cultural que, a juicio de algunos, es similar a una crisis moral. Sin lugar a dudas estamos enfrentados a una búsqueda por nuevos paradigmas al interior de la sociedad en su conjunto. El paradigma que está hoy en vías de cambio -- y que privilegia una concepción racionalista del ser humano -- ha dominado nuestra cultura y nuestra convivencia social por siglos. Este paradigma, más allá de sus evidentes aportes al desarrollo científico tecnológico, ha conducido a un profundo desequilibrio entre lo racional y lo emocional, entre los valores y el comportamiento cotidiano. En palabras de Humberto Maturana:
"al declararnos seres racionales, vivimos una cultura que desvaloriza las emociones y no vemos el entrelazamiento entre razón y emoción que constituye nuestro vivir humano, y no nos damos cuenta de que todo sistema racional tiene un fundamento emocional." (6)
Podemos decir entonces, que en la actualidad, el desarrollo de nuestras sociedades se ubica al interior de una crisis de situación. En este contexto, la palabra crisis, más que un desequilibrio transitorio, se entiende como un estado de transformación y de mutación permanentes. Connotación particular quizás de este tiempo es su visibilidad en todos los órdenes y en todos los ámbitos de la realidad social.
Esta crisis se expresa en una crisis de identidad que denota una pérdida del sentido de pertenencia, el desdibujamiento de los límites; en la carencia de un proyecto común unificador de voluntades. Proyecto común que no se define ni en el plano de lo cotidiano, de lo familiar, de lo organizacional, de lo comunal ni tampoco en el plano de los proyectos macrosociales. El desconocer o negar un espacio cultural al que adscribirse; el poder romper las barreras de contención que nos determinan, la incapacidad de hacer propuestas con otros para trazar un futuro consensual que nos comunica con un pasado y un presente, contribuyen definitivamente a la crisis de identidad. La pérdida de la identidad desemboca finalmente en la incapacidad de reconocerse a sí mismo como un ser comunicado con otros. Es la expresión máxima del hombre aislado, desencantado, frustrado, alienado. En consecuencia, la crisis de identidad desemboca finalmente en una crisis de crecimiento personal y social. Se podría decir que es el hombre sin contorno, inmerso en una sociedad sin fronteras.
Crisis de fe, es decir una incapacidad de creer y levantar utopías transcendentes o no transcendentes. Es una crisis de espiritualidad, de asumir desafíos, de desligarse del presentismo. Es la crisis de confianza en un futuro mejor, en la posibilidad de construir una sociedad más humana, de plantearse modelos de salvación, de progreso. Es la crisis que conlleva el desconocimiento que las cosas están ahí "para nosotros, disponibles, a la mano". Es la crisis que nos induce a no tomar ni asumir riesgos y enfrentar posibilidades y alternativas. Es el retorno a la creencia en la nada, en el vacío.
Crisis de valores que se liga con el trastoque de valores, con la pérdida de valores, con la relativización de los valores. También se expresa esta crisis en un desencantamiento tanto con los valores tradicionales, como con los de la experiencia histórica de la modernidad. A los primeros, entre los que se incluyen muchos de los valores universales, occidentales, propios de la vida religiosa y familiar, se los tilda de anticuados, retrógrados e incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos y espacios culturales diferentes. El desencantamiento con los valores propios de la modernización emanan del énfasis que se pone en el materialismo, el consumismo, el hedonismo. Todos los medios justifican el fin. No hay una ética que trascienda a la manipulación, al poder y al control. La crisis mayor radica en la imposibilidad de ofrecer alternativas valóricas, éticas y consensualmente aceptables. Hay una necesidad imperiosa de reconstruir una "escala aceptada". Pero mientras algunos desean hacerlo como un proceso en la acción comunicativa, en el diálogo de las diferencias, en la participación democrática, hay otros, quienes, en una tendencia de imponer -muchas veces por la fuerza- valores sacralizados y totalizantes, creen que la elaboración de valores es ajena a la comunicación, al diálogo, a la participación. Los fundamentalismos, los integrismos, los fanatismos, emergen con fuerza a pesar de que los muros se derrumban.
Crisis epistemológica, que se vincula con la supremacía de la racionalidad instrumental - administrativa - económica que gobierna y penetra al conocimiento en todos los planos de la existencia. En la crisis epistemológica, se constata que son nuevamente los centros del poder mundial los que monopolizan la producción y distribución del conocimiento. Pese a los intentos de globalización e internacionalización del conocimiento, la división social del mismo es desigual y desequilibrada, creando dependencias, inequidades, sometimientos y sentimientos de gran frustración. El conocimiento es sinónimo de poder y faculta para el manejo del control y la manipulación.
Esta situación va acompañada de otro rasgo dramático de la crisis: la desvalorización de la cultura de la vida cotidiana, del desconocimiento de la identidad propia y del conocimiento que se circunscribe a un tiempo y un espacio particular. Se deslegitima todo conocimiento que no responda a los cánones de la racionalidad positivista, al conocimiento que no es cuantificable, ordenable. Por sobre todo, se le resta valor al conocimiento experiencial, particular, íntimo, que no trasciende universalmente.
Entonces, emerge con fuerza y como resultado de la crisis epistemológica, la alienación, la negación de lo auténtico, el rechazo a lo propio. Hay que sumarse a lo ajeno, hay que dar cabida a la adquisición de una cultura que es todavía prestada, a la internalización de valores extraños. La pérdida de la identidad, el trastoque de valores, la incapacidad de creer en el cambio, no son sino expresiones muy visibles de la crisis epistemológica. El círculo de la crisis se ha cerrado.
Además, en este mundo de continuos y dinámicos cambios, también se están originando transformaciones en los diferentes espacios geográficos y políticos; cada uno de ellos con modelos culturales propios, que van conformando un nuevo espacio multicultural, debido, entre otros, a fenómenos como los grandes desplazamientos de grupos humanos que buscan mejores condiciones de vida, el éxodo rural, la velocidad de las comunicaciones y del transporte. Sin embargo, la búsqueda de una sociedad del conocimiento se encuentra – paradojalmente -- interpelada por otra, centrada exclusivamente en el consumo y en la producción de bienes desechables, sin respeto a la naturaleza, y que agrede el ambiente.
En la complejidad de este contexto, la familia "urbana", de clase media, ha visto modificada su forma de vida cotidiana. Los cambios implantados en el ámbito de las relaciones afectivas y de la vida en pareja están acarreando nuevas situaciones de riesgo para la infancia, la niñez, la adolescencia y la juventud, al respetarles adecuados esquemas de referencia valórica. Este hecho apunta evidentes responsabilidades hacia la institución escolar, la que debe suplir la necesidad de atender a la formación de una ciudadanía con niveles de autoestima y autonomía.
Por ello, mi hipótesis de trabajo en estas reflexiones es la siguiente:
La formación para una cultura ciudadana se funda en el reconocimiento, aceptación, desarrollo y promoción de una carta de navegación que ha tomado generaciones construir, a saber, la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
A nuestro parecer, una formación para la moderna ciudadanía ha de fundarse en los derechos humanos, ya que éstos están llamados a hacer un aporte fundamental para proteger y promover el desarrollo cívico y económico de las personas y de las comunidades, y constituir un elemento regulador de las tendencias extremadamente economicistas y pragmáticas que se introducen a la educación como resultado de los procesos de modernización de la sociedad.
Formación en DDHH
Desde nuestra perspectiva humanista, la Declaración Universal de los Derechos Humanos aparece como el mapa orientador de la formación para una cultura ciudadana. Pocas veces en la historia de la Humanidad, un Documento ha sido asumido tan universalmente y ha abierto tantas posibilidades valóricas en el debate interno y externo de nuestras sociedades. Estos derechos son universales por cuanto corresponden a toda persona por el sólo hecho de ser tal y sin ninguna otra consideración restrictiva. Asimismo, ellos implican obligaciones para el Estado, ya que éste puede aplicar su poder sólo si lo hace respetando tales derechos y adoptando medidas que los hagan realmente efectivos.
El debate sobre la formación ciudadana fundada en los Derechos Humanos contribuye a la comprensión de la visión humanista que está implícito en ellos, y promueve en la sociedad el desarrollo de las tendencias humanistas que están en su seno. Desde esta óptica, el asumir en forma responsable el cómo vivir en las sociedades en la perspectiva de los Derechos Humanos implica buscar maneras de viabilizar estos Derechos, y, al mismo tiempo, promover la comprensión sobre la urgencia de no descuidar la formación valórica de los ciudadanos coherente con estos Derechos. Sin embargo,
"esta demanda de coherencia se ve tensionada y resistida en el espacio cultural dilemático en la cual se enmarca. En efecto, el espacio o paradigma cultural de la sociedad moderna es cuna y vivero de los Derechos Humanos, a la par que su propio techo. Conocer este techo genera la oxigenación necesaria para ampliar y robustecer el magnetismo utópico de los Derechos Humanos y, con ello, expandir y superar las limitaciones de este paradigma para generar la viabilidad de una nueva cultura." (7)
Esta búsqueda permanente orientada a profundizar en estos derechos ha caracterizado, particularmente, a estas últimas décadas. Estos derechos han ido evolucionando a lo largo de la historia de la humanidad hasta llegar a transformarse en normas de derecho internacional y del derecho interno de cada país. En efecto, desde que Hamurabi escribió su Código (1730 - 1685 A.C.) con el propósito de "hacer brillar la Justicia para impedir al poderoso hacer mal a los débiles", hasta la formulación oficial de la Naciones Unidas el año 1948, se fue construyendo una concepción de la necesidad de establecer normas consensuales para regular los conflictos de la convivencia social.
La ratificación de esta Declaración por tantos Estados legitima la universalidad de la misma y proporciona una base para una estrategia transcultural reguladora de conflictos. Los principios y reivindicaciones que constituyen las raíces de los derechos humanos son los que consagran las libertades civiles y los derechos políticos. Es la llamada primera generación de los DDHH. Sin embargo, en tanto conquista derivada de las aspiraciones de ciertos sectores sociales determinados, los Derechos Civiles y Políticos son una etapa en la evolución conceptual de los DDHH, pero no la última.
En la medida que la sociedad se transforma, se produce, también, una nueva definición de aspiraciones, nuevos perfiles de conflictos, nuevos estados de conciencia, que llevan a nuevos reclamos y nuevas regulaciones destinadas a garantizar la satisfacción de las necesidades básicas de las personas. En la segunda generación de los DDHH se reclaman Derechos que la persona posee por su calidad de tal y se reivindican los medios para que estos Derechos se hagan efectivos. En consecuencia, obligan a una acción de los poderes públicos que deben arbitrar la creación de esos medios: el derecho a trabajar, a remuneraciones justas, a la seguridad social, a la huelga, a la educación, a la salud, etc. son algunos de los Derechos contenidos en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, sociales y culturales", convenido por la ONU en 1966. En ese Documento se establece que:
"todos los Derechos deben ser desarrollados y protegidos. En ausencia de los derechos económicos, sociales y culturales, los derechos políticos y civiles corren el peligro de ser puramente nominales; en ausencia de los derechos civiles y políticos, los derechos económicos, sociales y culturales, no podrían ser garantizados por mucho tiempo".
La diferencia jurídica entre ambas generaciones de derechos radica en el hecho de que los derechos civiles y políticos son garantías del individuo frente al Estado, y los derechos económicos, sociales y culturales, exigen del Estado una intervención destinada a disponer de los medios para que se hagan efectivos.
En los años transcurridos entre la Declaración Universal y los Pactos que le han sucedido, el mundo presenció un acelerado proceso de descolonización. La breve historia de los nuevos pueblos fue suficiente para demostrar que su autodeterminación fue, en buena medida, ficticia, dado que carecían de los medios para satisfacer las demandas mínimas de sus pueblos. La tercera generación de los DDHH surge de la paulatina toma de conciencia, por parte de los pueblos del mundo no desarrollado, de la necesidad de un cambio en su situación para disponer de los medios que permitan garantizar plenamente la vigencia de los DDHH.
En la Conferencia de Argel (1976), un grupo de países del mundo no desarrollado proclama la Declaración de los Derechos de los Pueblos. En ella plantean la búsqueda de un nuevo orden político y económico internacional, en cuyo contexto pueda darse el respeto efectivo de los DDHH. A esta Declaración se agregan las conclusiones del Simposio sobre Derechos de Solidaridad y Derechos de los Pueblos convocado por UNESCO en San Marino (1984). En este Documento se reconoce la existencia de derechos cuyos titulares son los pueblos, tanto individual como colectivamente, los que en caso de violación de sus derechos tienen
"un deber de defensa que se impone a todos los miembros de la comunidad internacional".
Entre esos derechos se mencionan: el derecho de los pueblos a su existencia, la libre disposición de los recursos naturales propios, el derecho al patrimonio natural común de la humanidad, a la autodeterminación, a la paz y a la seguridad, a la educación, a la comunicación y a la información, entre otros. El corolario de estos derechos es el derecho al desarrollo sustentable,
"de cuya realización se deriva, en efecto, el respeto de la mayoría de los demás derechos y libertades de los pueblos".
Otros pasos de esta evolución de los Derechos Humanos, es la aprobación en las Naciones Unidas (1979) de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la Mujer. En dicho instrumento jurídico se incorpora a las mujeres a la esfera de los derechos humanos. Será en 1989, cuando el Comité para la eliminación de la discriminación contra las mujeres recomiende a sus Estados miembros tomar medidas particulares en el ámbito gubernamental para erradicarla.
Y la historia de este desarrollo conceptual y práctico de la Declaración continúa hasta nuestros días. En esta evolución, se asume una visión integradora y holística de los derechos humanos puesto que se reivindican, en el mismo orden de preocupación, tanto los derechos políticos y civiles, como los económicos, sociales y culturales y los derechos de solidaridad entre los pueblos. La interdependencia entre estos derechos es parte de esta visión, de suerte que, por ejemplo, tanto el derecho a consolidar la democracia participativa, como el promover el desarrollo sustentable, así como el crear las bases para una ética de la responsabilidad solidaria, son parte integral de esta conceptualización de los derechos humanos. En este sentido, hay una aproximación a los derechos humanos no sólo de la óptica liberal ‑ individualista y jurídica sino que se preferencia una visión solidaria e interdisciplinaria.
Se visualizan, además, los derechos humanos como parte inseparable del proyecto político, económico, social, cultural y educacional, que las sociedades están formulando en la actual etapa de modernización y reforzamiento de la democracia. En este sentido, se afirma que los derechos humanos son el referente ético que debe orientar el proyecto de cambio que están viviendo las sociedades y que, además, deben ser el hilo conductor de las acciones cotidianas en que el proyecto de cambio se concretiza.
Sin embargo, el saber de los derechos humanos emerge fundamentalmente cuando se toma conciencia de los conflictos que se generan como resultado de las contradicciones entre un discurso de respeto y una realidad conculcadora de derechos. En efecto, las situaciones vinculadas a los derechos humanos, se hacen conflictivas porque están en juego intereses distintos. Pensemos en las tensiones que surgen entre la libertad y el orden, la libertad y la igualdad, entre el bien común y el bien individual. Desentrañar estas contradicciones, comprender los subyacentes que las sustentan y analizar sus consecuencias, tanto en el plano individual como social, es una tarea central a enfrentar en la formación para una nueva ciudadanía. Esta tarea de problematización de los derechos en tensión estará siempre presente entre un discurso que induce a su cumplimiento y una realidad que los infringe, entre una sociedad que los postula como utopía, y la misma sociedad que en su cotidianidad los atropella.
La existencia de los derechos humanos posee una dimensión universal y una dimensión cultural arraigada en la historia, en las tradiciones y en la cotidianidad de la sociedad. En la complementariedad de estas dos dimensiones se consolida una cultura basada en los derechos humanos. En otras palabras, se está afirmando que la existencia de los derechos humanos no sólo tiene una expresión real en los instrumentos jurídicos que los consagran, sino que también se concretiza en las significaciones y representaciones que personas concretas le otorgan a los derechos humanos en sus vidas cotidianas.
Se precisa que el sentido fundamental de la incorporación de los derechos humanos en la sociedad es servir de referente crítico y cuestionador de las prácticas autoritarias, acríticas y discriminadoras que aún persisten en la cultura social. En este sentido, la formación de una cultura ciudadana se suma al movimiento de la pedagogía crítica que intenta, en última instancia, romper con los mecanismos de reproducción de las desigualdades sociales y culturales y de inequidad a las que la educación ha contribuido históricamente. Todo esto con el propósito de poner a la formación cultural ciudadana al servicio de una práctica democrática y participativa capaz de formar sujetos autónomos, críticos y transformadores de la realidad personal y social.
Se afirma que la formación cultural ciudadana tiene una postura intencionalmente valórica y por lo tanto no es neutra. Los derechos humanos son un referente valórico y, en este sentido, conforman un cuerpo normativo estándar que orientan una moral. Por consiguiente, una nueva cultura ciudadana se pronuncia explícitamente por valores como, el respeto irrestricto a la vida y a la dignidad humana, por la tolerancia y la no-discriminación, por la valoración del pluralismo, la apertura solidaria a la diversidad y a la diferencia, por la construcción de criterios racionales para la resolución de los conflictos en que el diálogo, la comunicación, la solidaridad y la razón deliberativa, se anteponen a la lógica del enfrentamiento, la competitividad y el desencuentro. La formación en estos valores favorece entonces la creación de una sociedad más justa, equitativa y solidaria.
Formación valórica
La formación para una cultura ciudadana es una formación caracterizada por las visiones y tensiones propias de la formación valórica. Definimos la educación en valores como el esfuerzo educativo, que en forma esencial, contribuye al desarrollo de aquellas dimensiones humanas, que aseguran y perfeccionan la evolución de la persona en todas sus facetas, optimizando su perfil humano y facilitando su auto determinación y liberación. Para tal efecto se busca, necesariamente, que la acción educativa incida sobre la dimensión moral de la persona.
De acuerdo con esta concepción, una propuesta de educación en valores para la vida en democracia se convierte en el factor fundamental para que nuestras sociedades complejas y diversas incorporen a los hábitos usuales del niño, del joven, del ciudadano, la dimensión moral que significa vivir en democracia ya que, a pesar de sus limitaciones, la democracia expresa maneras de resolver sus conflictos: maneras dialógicas, críticas y pacíficas y, al mismo tiempo, maneras que posibilitan la creación de principios, normas y comportamientos valóricos válidos para el individuo como persona y para la sociedad como grupo diverso.
De esta forma, la educación en valores para la vida en democracia se convierte en un esencial factor de progreso mejorando la calidad de la vida personal y del colectivo, y permite apreciar, mantener y profundizar la democracia, incorporándola a los propios hábitos personales y de interrelación social. Igualmente, contribuye a conformar sociedades más integradas y participativas, lo cual se realiza a través del conocimiento moral y cívico, la búsqueda y reafirmación de valores que propician la convivencia, la responsabilidad, la tolerancia, la solidaridad y la justicia; promoviendo la formación de individuos solidarios en lo social, participativos y tolerantes en lo político, productivos en lo económico, respetuosos de los derechos humanos, y conscientes del significado del valor de la naturaleza, para la continuidad de la vida.
Pero, al intencionar formar ciudadanos en una cultura de respeto y de colaboración recíproca, entramos en un terreno de gran complejidad pedagógica. Más aún si esta formación se funda en la declaración universal de los DDHH: el ser coherente con estos derechos requiere de los ciudadanos gran capacidad negociadora entre la visión que les da fundamento y las tensiones que su concreción genera. Por ello, numerosas son las tensiones que el proceso de formar una cultura ciudadana debe enfrentar. Entre ellas las siguientes:
Tensión entre la memoria histórica y la utopía.
Los dos extremos de esta tensión están dados por la relación con el pasado y con el futuro, pues la formación para una cultura ciudadana cumple el doble objetivo de mirar hacia atrás para reconocer la historia vivida y mirar hacia adelante para proyectar esta historia hacia la construcción de un tiempo mejor. De ahí que esta tarea asuma el doble desafío de enfrentar las heridas que el pasado dejó abiertas y, a la vez, tratar de afrontar los retos del presente, difundiendo la creencia de que la brecha entre una nueva cultura ciudadana y la realidad, pasada y presente que la conculca, puede desaparecer.
Tensión entre la racionalidad instrumental y la racionalidad axiológica.
Otra tensión que se identifica claramente dice relación, por un lado, con los esquemas científico-tecnológicos modernizantes -- propios de la racionalidad instrumental -- y, por otro, con la racionalidad holística y valórica en la que el saber de una nueva cultura ciudadana se enmarca.
Existe una tendencia a creer que la tecnología, la productividad, el consumo son los elementos fundamentales que el país requiere para su futuro. Sin embargo, una nueva cultura ciudadana nos desafían a construir una sociedad moderna donde no se confundan los medios con los fines. La tecnología, la productividad y el consumo no son fines, sino medios. El fin es la dignidad de la persona humana y de los pueblos.
Los procesos emergentes de modernización de nuestros países, de globalización de la economía y de progreso de la ciencia y de la técnica sitúan, a la formación ciudadana en el centro de los nuevos modelos de desarrollo, estableciéndose la necesidad de reactualizar la cultura ciudadana conforme a las nuevas demandas. La tensión surge precisamente, por la tendencia cada vez más marcada que se observa por absolutizar los esquemas científico-tecnológicos en detrimento de los procesos de formación humanista.
Inmersos en un contexto político-económico en donde el mercado es el que determina y en donde la eficiencia y el adecuado ajuste entre medios y fines es el patrón de valoración, los intentos formativos se ligan a la producción y son, en definitiva, un valor agregado. La educación se convierte, de esta manera, en el instrumento ideal para servir a este modelo siempre y cuando sea capaz de sumergirse en su lógica. Y no sólo se pretende imbuir a la educación en esta lógica sino que a la cultura toda.
Sin embargo, la calidad de la formación ciudadana no sólo tiene que ver con la adquisición de conocimientos más modernos sobre diversos tópicos de nuestra sociedad, sino, principalmente, con la calidad de las relaciones interpersonales, con la calidad del ambiente social y del clima emocional que es capaz de generar.
Tensión entre la mantención y el cambio.
Una tercera tensión que queremos destacar es la tensión entre la mantención y el cambio, entre el tradicionalismo y la innovación, entre el cambio radical y el cambio paulatino. La experiencia ha demostrado que al intencionarse la formación para una nueva cultura ciudadana, quiérase o no, se asume una actitud crítica y cuestionadora que plantea la necesidad imperiosa de producir cambios en el conjunto social. Irremediablemente se interroga y cuestiona la práctica social, la naturaleza de las interacciones entre sus actores, el autoritarismo tan enraizado en las instituciones, etc. Se intenta conocer los mensajes subyacentes en la cultura dominante, los mecanismos que se utilizan para la reproducción de las desigualdades sociales y la distribución disímil del conocimiento, etc.
Sin embargo, el intentar producir transformaciones radicales hace aflorar todas las fuerzas de resistencia al cambio que inmovilizan e impiden que éstos se produzcan, aunque sea de manera parcial. Se ha dicho que las sociedades son muy resistentes al cambio. Las estrategias de cambio total, por lo general, levantan mecanismos de rechazo ya sea abiertos o encubiertos, producen inseguridad y desconcierto. Se impone la necesidad de entrar a negociar entre la mantención y el cambio, entre la transformación total y las modificaciones progresivas. Por ello es que resulta fundamental la incorporación, en la formación ciudadana, del desarrollo de destrezas que habiliten a los actores educativos a la reflexión, al debate y al compromiso en la acción, de manera de ir introduciendo pausadamente alternativas a una cultura dominante poco abierta a la participación.
Formación para enfrentar pacíficamente los conflictos
La formación para una nueva cultura ciudadana es una formación para una nueva manera de enfrentar los conflictos. Los conflictos son un dato de la realidad que no podemos soslayar. Toda propuesta tendiente a formar ciudadanos orientados a resolver no violentamente sus conflictos ha de partir, pues, del reconocimiento de su existencia y asumirlo constructivamente.
Para los efectos de estas reflexiones, hacemos nuestra la siguiente definición de conflicto:
"El término conflicto significa un tipo de enfrentamiento en el que cada parte involucrada (sea ésta una persona, una familia, una clase social, un Estado, etc.) desea ocupar una posición incompatible, parcial o más general, con los intereses u objetivos de la otra parte. La percepción de incompatibilidad de los objetivos determina la manera en que los miembros de una parte llegan a considerar y a tratar a los miembros de la otra. Si los objetivos de una parte sólo pueden lograrse a expensas de los de la otra, sus respectivos miembros desarrollan actitudes hostiles entre ellos."
La presencia del conflicto es una realidad indesmentible que acompaña, con distintos grados de intensidad y de visibilidad, el desarrollo de la sociedad y de las personas. Cualquier estrategia educativa orientada a formar en la perspectiva de resolver pacíficamente los conflictos, debe fundarse en el reconocimiento de este primer dato de la realidad: los conflictos existen.
La visibilidad de los conflictos y el perfil que éstos posean, como sus formas de enfrentarlos, difieren dependiendo de las circunstancias, de las personas, de las culturas: interacciones en circunstancias similares pero con actores diferentes, o con actores similares pero en circunstancias diferentes, etc., pueden o no derivar en conflicto. Y éste es un dato de la realidad: los conflictos poseen una presencia histórica y, por ende, siempre sus sentidos y significados serán históricos.
Otro dato de la realidad es que los conflictos, tal como lo establece la definición que hemos asumido, no son estáticos sino que dinámicos y que su ser está más en la interacción e interrelación que en las contrapartes que entran en conflicto: lo conflictivo radica, principalmente, en el tipo de enfrentamiento y en la dinámica interactiva entre las partes.
Estos datos de la realidad permiten comprender las distintas estrategias que se han desarrollado a lo largo de la historia tendientes a resolverlos y a comprender que lo conflictivo de hoy pudo no haberlo sido ayer ni tiene por qué serlo mañana; o que las estrategias vigentes ayer pueden o no seguir vigentes hoy o mañana; o que los conflictos, si bien siempre tienen cierto grado de presencia, no son inevitables, ni sus intensidades y visibilidades son similares.
Desde esta perspectiva, el carácter de los conflictos no es previsible sino que su previsibilidad depende de la cultura que le otorga su sentido y significado. Al interior de cada época histórica es posible prever el carácter de sus conflictos y comprender las estrategias validadas para resolverlos. Cada época histórica tiene, además, sus propios conflictos imprevisibles, conflictos que van emergiendo en simultaneidad con los cambios históricos y culturales. Ellos son imprevisibles por la ocasión en que emergen, por la forma que adquieren, por el contenido que encierran.
La posibilidad de la previsibilidad histórica de los conflictos ha permitido el desarrollo de distintas estrategias tendientes a regularlos. El avance civilizatorio ha ido acompañado de un avance en los procesos de regulación de los conflictos como su estrategia básica para resolverlos. La regulación se funda en el reconocimiento que las partes hacen de la legitimidad de los intereses de cada cual y de la toma de conciencia sobre los riesgos de los conflictos descontrolados.
En este reconocimiento, las correlaciones de fuerza y de poder son determinantes. La regulación establece las reglas del juego para la resolución del conflicto sobre la base de la búsqueda de un equilibrio de las fuerzas y poderes en pugna. El poder regulador de la sociedad se pone al servicio de una cultura orientada a resolver los conflictos en forma pacífica. Gracias a esta tendencia histórica ha sido posible que los poderes que interactúan conflictivamente vayan cediendo en la lógica de la fuerza y sometiéndose a la lógica de la regulación.
Esta regulación, sin embargo, no es neutra. Los conflictos se han ido regulando no sólo por el poder de la fuerza coercitiva social que ha ido imponiendo esa regulación, sino también por el poder de la fuerza cultural que ha ido legitimando esa regulación. El desarrollo cultural, en su más amplio sentido, se funda en opciones valóricas y en visiones utópicas que gradualmente excluyen la violencia como estrategia recurrente para la resolución de los conflictos.
Este desarrollo regulatorio asume la experiencia multicausal de los conflictos y adquiere, por ello, un perfil amplio y comprehensivo. Si las causas son múltiples y si intervienen dimensiones estructurales y personales, entonces, la regulación debe dar cuenta de esas complejidades y, por ende, la formación cultural ciudadana debe inspirarse y apoyarse en esta historia de las regulaciones sociales.
En este sentido, la formación para una cultura ciudadana, en su búsqueda de resolver los conflictos reguladamente, es un referente valórico capaz de establecer los límites entre una educación excesivamente instrumental y una educación formadora en lo axiológico. A través de ella, se potencia el desarrollo de muchas de las capacidades que se requieren para vivir en una sociedad moderna. Entre éstas podemos identificar las capacidades de:
- Autoconocimiento. Esta capacidad permite una clarificación de la propia manera de ser, pensar y sentir de los puntos de vista y valores personales, posibilitando un progresivo conocimiento de sí mismo, una valorización de la propia persona y en niveles superiores la autoconciencia del yo.
- Autonomía y autorregulación. La capacidad de autorregulación permite promover la autonomía de la voluntad y una mayor coherencia de la acción personal. Desde la perspectiva cognitiva y constructivista, esto significa que es la propia persona la que establece los principios de valor -éstos no le vienen impuestos desde fuera- y que ésta se organiza para actuar de acuerdo con ellos.
- Capacidades de diálogo. Estas capacidades, permiten huir del individualismo y hablar de todos aquellos conflictos de valor no resueltos que preocupan a nivel personal y/o social. El diálogo supone los diferentes puntos de vista e intentar llegar a un entendimiento, a un acuerdo justo y racionalmente motivado.
- Capacidad para transformar el entorno. Esta capacidad contribuye a la formulación de normas y proyectos contextualizados en los que es necesario de poner de manifiesto criterios de valor relacionados con la implicación y el compromiso.
- Comprensión crítica. La comprensión crítica implica el desarrollo de un conjunto de capacidades orientadas a la adquisición de información moralmente relevantes en torno a la realidad, al análisis crítico de esta realidad contextualizando y contrastando los diversos puntos de vista, y la actitud de entendimiento y compromiso para mejorarla.
- Empatía y perspectiva social. El desarrollo de la capacidad de empatía y perspectiva social posibilita al ciudadano incrementar su consideración por los demás, interiorizando valores como la cooperación, la solidaridad, y posibilita el conocimiento y la comprensión de las razones, los sentimientos y los valores de las otras personas.
- Habilidades sociales para la convivencia. Las habilidades sociales hacen referencia al conjunto de comportamientos interpersonales que va aprendiendo la persona y que configuran su competencia social en los diferentes ámbitos de relación. Permiten la coherencia entre los criterios personales y las normas y principios sociales.
- Razonamiento moral. Capacidad cognitiva que permite reflexionar sobre los conflictos de valor. El desarrollo del juicio moral tiene como finalidad llegar a pensar según criterios de justicia y dignidad personal, teniendo en cuenta los principios de valor universales.
Formación para la espiritualidad y la trascendencia
Tal como se plantea en los primeros párrafos de esta ponencia, la relación entre el sistema educativo formal y la formación religiosa ha evolucionado en éstas última décadas. Al optar la educación pública ser una educación laica excluye la posibilidad del adoctrinamiento y la formación en dogmas religiosos. Ello, sin embargo, no significa no estimular “la valoración de la dimensión religiosa de la persona y su apertura racional y afectiva hacia la trascendencia”.[3] Más aún, se trata “del desarrollo de una fe que concite en niños y jóvenes una sólida inclinación por buscar lo trascendente y amar a Dios”.
La opción por la laicidad de la educación pública es de larga data y ha coexistido con la formación religiosa. El carácter laico del Estado se proyecta en sus instituciones y, por cierto, en el sistema público de educación. Pero el hecho de ser laico el Estado no lo transforma en un Estado laicicista, esto es, en un Estado proselitista de lo laico y, por tanto, activo opositor de la formación religiosa. Por ello, la formación religiosa ha estado en manos de algunas iglesias y credos religiosos que han ocupado el espacio educativo con sus propios programas. La decisión por incorporarse a alguno de estos programas depende de la disponibilidad de los mismos en las Escuelas y Liceos y de lo que resuelvan los apoderados. Como éstos últimos suelen escoger fundados en su propia fe religiosa los estudiantes entran, así, al circuito del adoctrinamiento y la catequesis en esa fe. Si a ello se suma que los establecimientos no ofrecen más que una alternativa de formación religiosa, las posibilidades de una formación de la espiritualidad y la trascendencia de las nuevas generaciones sólo es posible en el marco de una fe religiosa que los mismos estudiantes no han elegido, sino que heredan de sus apoderados.
La cultura laica es una cultura que se funda en la razón y que acoge las preguntas que ésta le plantea al ser humano en su recorrido histórico y social por la vida. Su apertura a la diversidad y su rechazo a toda pretensión por verdades universales y metafísicas, tensionan sus relaciones con las miradas religiosas. Pero las mismas preguntas que llevan a las respuestas religiosas se hacen presentes en el deambular racional del ser humano. Por ello, no es de extrañar que la filosofía incursione en los terrenos que parecen propios de la fe religiosa ni que las verdades religiosas entren en diálogo con las búsquedas filosóficas. Más allá de esta vida, qué?...quienes somos en tanto comunidad humana?...cual es el sentido de nuestras finitas existencias?...con qué y con quienes identificarme en este mundo globalizante que diluye los vínculos locales y personales?...cuales son las bases epistemológicas de la fe religiosa?...es posible el desarrollo de la espiritualidad y de la trascendencia sin los fundamentos de doctrina y de dogma que aportan los credos religiosos?...
Estas y otras muchas preguntas permiten acercar la razón con la fe religiosa en terrenos donde todos los seres humanos estamos instalados y que las nuevas generaciones reclaman respuestas con creciente fuerza. El hedonismo, el consumismo, la inagotable fragmentación en identidades cada vez más encerradas en sí mismas, discriminaciones de diverso calibre, pragmatismo extremo en nuestras relaciones, vulnerabilidad laboral y empleos precarios, privatización agobiante de la existencia, etc. etc., son algunas de las tensiones en que nos encontramos como ciudadanos de este mundo globalizante y que generan nuevas miradas de la filosofía y de lo religioso en su sentido doctrinario y dogmático.
Si la palabra religión deriva del latín “religare”, entonces, cabe la pregunta sobre religar qué con qué, quienes con quienes. El carácter laico de la educación pública apuesta a religar al educando consigo mismo, con su cuerpo, con su comunidad, con su sociedad, con la naturaleza. Religar, además, a la sociedad con sus horizontes utópicos, con el cuidado que le cabe con el medio ambiente, con la responsabilidad de todos con todos en un clima de equidad y justicia social, con la calidad de vida como búsqueda estratégica del desarrollo económico y social, etc. Religar lo fragmentado, lo fracturado de lo humano; religar los impulsos por compartir solidariamente el privilegio de ser seres humanos en esta compleja y rica dinámica de la Naturaleza. Todo ello, y mucho más, hacen de la laicidad una noble etapa cultural de la humanidad y de gran parentesco con la religiosidad fundada en doctrinas y dogmas. La laicidad no incluye, ni tendría por qué incluir, la tarea de religarse con realidades fruto de la fe religiosa ni fundamentar la necesidad de religarse con contenidos propios de algún credo religioso. El credo religioso, por su parte, no tendría por qué sentirse amenazado por la distancia que lo laico toma hacia lo religioso. El carácter laico de la educación pone en la agenda formativa el desarrollo de la espiritualidad y la trascendencia de las personas. El significado que ambos conceptos tienen supondría todo un artículo por la complejidad que éstos revisten. En este terreno queda mucho por trabajar y el aporte de distintos credos religiosos es de alta relevancia.
Cierro estas reflexiones dispersas con la clara percepción de que diálogos como éste deben ingresar a la agenda nacional con fuerza y convicción. El construir en conjunto una comprensión sobre la calidad de la educación que queremos para nuestras nuevas generaciones supone abrirse a las miradas de diálogo que se incuban en este Congreso y articularnos muy estrechamente en esta noble tarea que es educar. Gracias por permitirme participar en él.
[1] Para los efectos de estas reflexiones al hablar de educación nos estaremos refiriendo sólo a la educación formal.
[2] Lo que continua se inspira en reflexiones del autor vertidas en otros documentos.
[3] Ver OCMO del MINEDUC