I. Introducción
Sin lugar a dudas, la fe religiosa ha recibido ―en las últimas tres centurias― críticas de fondo que apuntan a mostrar que, al menos, sería un comportamiento humano superfluo. Muchas de estas objeciones provienen de pensadores que postulan una determinada concepción de la inteligencia humana. En tal sentido, surge, desde la perspectiva de la fe, la tentación tertuliana del credo quia absurdum. Pues bien, nosotros nos proponemos aquí preguntar si la inteligencia desempeña algún papel en los actos de fe.
Pero dicha pregunta, más allá de estas consideraciones preliminares, tiene que ser justificada. Es preciso explicar por qué resulta necesario dar una respuesta adecuada a dicho interrogante. En concreto, debe explicarse, antes que todo, qué contexto ―cultural y epocal― obliga a plantearse este tipo de preguntas.
1) Vivimos en un mundo opaco: “En este nuevo contexto social, la realidad se ha vuelto para el ser humano cada vez más opaca y compleja. Esto quiere decir que cualquier persona individual necesita siempre más información, si quiere ejercer sobre la realidad el señorío a que por vocación está llamada” (Aparecida 36). Ello es particularmente patente en lo tocante a la transmisión de tradiciones culturales, que se legan de una generación a la otra (cf. Aparecida 39). Para transmitir algo de una generación a la otra se requiere, hoy en día, de argumentos, de razones. No basta con que lo digan los padres, los profesores; en general, los mayores. Ello vale de modo eminente para la fe religiosa. “Sin una percepción clara del misterio de Dios, se vuelve opaco el designio amoroso y paternal de una vida digna para todos los seres humanos” (Aparecida 35).
2) Vivimos en un mundo que requiere del diálogo de las culturas. Debe tomarse aquí el concepto de cultura en un sentido empírico, y se lo ha de entender, de acuerdo a Bernard Lonergan, como: “the set of meanings and values that informs a way of life” (Method in Theology, XI). Dichos significados y valores no se encuentran, hoy en día, cerrados, encapsulados en sí mismos. Antes bien, se permean e influyen de modo recíproco.
Pero toda cultura tiene una dimensión que está vinculada con lo que se puede llamar las ultimidades de la existencia. Se trata de aspectos como un posible sentido total de la vida; la pregunta por el más allá; por lo sagrado y lo profano. Ello no equivale, por necesidad, a una dimensión religiosa, pero sí es un terreno donde priman las creencias. Es aquello que, al interior de una cultura, se acepta como natural y obvio.
Entonces, como hoy las culturas se permean, también acontece esto en el plano de las ultimidades, y se requiere de un ejercicio de discernimiento racional que permita una crítica, e. d., un acto de cribar los valores y las creencias. Pues hay constelaciones que tienen disonancias internas. Como botón de muestra considérese el siguiente tópico: ¿Se puede ser cristiano y antisemita? ¿Cabe ser católico y negar la Shoa? Parece que no.
3) Las preguntas propias de la inteligencia. Digamos, en términos muy generales, que la inteligencia humana es la capacidad de aprehender las cosas como “realidades en sí”, como entes. Pero a partir del siglo XVI la inteligencia ha ido adoptando la forma del pensar científico; y éste, a su vez, se ocupa, única y exclusivamente, de realidades constatables empíricamente. Aun las realidades formales, como los números y los entes lógicos, son considerados desde esta perspectiva.
Consecuencia de ello es que la dimensión no empírica de la realidad no puede constituirse en objeto del pensar científico ni, por tanto, de la inteligencia. Se trataría, según esta visión, de consideraciones meramente subjetivas, de opciones personales que se sustraen de toda reflexión intelectiva.
Si se toma distancia de esta visión moderna del saber, cabe hacerse la pregunta acaso la inteligencia humana es capaz de pensar reflexivamente acerca de realidades como Dios, el destino de la vida humana, el bien objetivo, la posibilidad que, si hay Dios, Dios se revele al ser humano. Sin dar aún respuestas a dichos interrogantes estimamos aquí que la inteligencia humana no puede dejar de enfrentarse a ese tipo de preguntas. Consideramos que se trata de preguntas irrenunciables para la razón. Una de estas preguntas esenciales es, precisamente, la arriba formulada, a saber, si la razón tiene algo que decir en lo que respecta a los actos de fe.
II. El modelo agustiniano
Se debe considerar que la reflexión acerca del vínculo entre inteligencia y fe recorre, en gran parte, la historia del pensamiento. Desde esta perspectiva vamos a considerar que las reflexiones más relevantes pueden ser tomadas como modelos de pensamiento. Entendemos que un modelo es, bien visto, un esquema que presenta realidades de modo estructurado. No son la realidad misma, pero sí formas de acercarse a la realidad. Y se acercan a ella con el propósito de ejercer un señorío intelectual, que permite, a su vez, captar la unidad de lo real. Sin modelos la realidad se torna, en buena medida, caótica.
Uno de los modelos de mayor vigencia histórica en lo concerniente a la relación entre inteligencia humana y fe religiosa es el enfoque platónico-agustiniano. Por eso, lo vamos a examinar en lo que sigue, destacando sus trazos esenciales. Queda, para el tercer momento de esta ponencia, poner de relieve la actualidad de dicho modelo. Ello con el propósito de dar cuenta de los desafíos planteados al comienzo.
Así pues, consideremos el pensamiento de San Agustín, entendido como un modelo neoplatónico de la antigüedad cristiana. En concreto, veamos algunos pasajes del libro VII de las Confesiones[1]. En efecto, allí san Agustín relata sus esfuerzos, en el transcurso de su conversión, por pensar en la realidad divina. Trata de pensar a Dios como sumo, único y verdadero; como realidad incorruptible, inviolable e inmutable. Sin embargo, pese a este reconocimiento, en una mirada retrospectiva, cuyo objeto es la fase inmediatamente anterior a su conversión plena en 386, san Agustín reconoce un cierto “materialismo” en su forma de pensar. “Me resultaba totalmente imposible pensar en sustancias distintas de aquellas que suelen contemplar estos ojos carnales” (1, 1). Todo lo que es concebido por la inteligencia, es pensado como algo material, como algo sensible.
Veamos qué sucede, entonces, cuando ―en esta fase― trata de pensar la realidad divina:
[1,1] “En tal situación, me veía constreñido, si no a imaginar que tenía forma de cuerpo humano aquel ser incorruptible, inviolable e inmutable que yo anteponía a todo lo corruptible, violable y mudable, sí a imaginarle como algo corpóreo, ora esparcido por el cosmos, ora difundido por los infinitos espacios extracósmicos.
Cuanto yo despojaba de estas connotaciones espaciales me parecía la nada absoluta. No era ni siquiera el vacío. Me ocurría algo así como cuando se desplaza un cuerpo de un lugar, y éste queda vacío de todo cuerpo terrestre, acuoso, aéreo o celeste. Queda el lugar, pero vacío. Es como una nada provista de espacio”.
San Agustín nos relata su camino a la plena conversión. Antes de ella no se encuentra en un puro error. Pues ya reconocía a Dios como sumo, único y verdadero. Es más, le atribuye a Dios tres rasgos fundamentales: Dios es incorruptible, inviolable e inmutable (cf. loc. cit.). Asimismo, Agustín acepta en su inteligencia un principio verdadero, a saber, que todo lo que es susceptible de corrupción es peor que lo que no puede corromperse. Lo incorruptible es mejor que lo corruptible. Hasta este punto el camino es el correcto. Se puede decir que ha tomado una buena dirección.
Sin embargo, el propio Agustín reconoce que, en ese momento vital, tiene que luchar contra vanas fantasías o imaginaciones, que a él le parecen –nos dice― una bandada de inmundicias. Pues sus categorías intelectuales sólo le permiten entender a Dios como algo corpóreo, ya sea esparcido por el cosmos, ya sea difundido por los espacios extracósmicos. Estamos, a todas luces, ante una suerte de panteísmo. Dicho en otros términos: aunque la inteligencia de Agustín sea capaz de vislumbrar que Dios es incorruptible, no puede sino pensarlo como algo corpóreo. Pero, ¿qué sucedía cuando intentaba quitarle dichos rasgos espaciales a ese ser incorruptible? “Me parecía la nada absoluta”. Se trata, por tanto, de una situación desesperada para la inteligencia, y así también para la persona en su integridad.
Con todo, dicha tensión se termina resolviendo. Pues de lo contrario tendríamos una escisión entre el pensar y la propia vida. En efecto, san Agustín sale de este “callejón sin salida” a propósito de la lectura de los libros platónicos[2]:
[20, 26] “Pero entonces, después de la lectura de los filósofos platónicos, que me insinuaron la búsqueda de la verdad incorpórea, pude vislumbrar que tus perfecciones invisibles se comprenden a través de las criaturas”.
¿Qué descubre en ellos? La búsqueda de la verdad incorpórea. En otras palabras, que hay un camino que permite transitar desde las realidades sensibles ―las criaturas― hasta las perfecciones invisibles de Dios. Lo importante es aquí el hecho que haya, efectivamente, un camino que puede ser recorrido por todos. [Cita Rom 1, 20]
En relación a este camino desde lo sensible a la realidad incorpórea de Dios, el libro VII de las Confesiones relata lo siguiente:
[17, 23] “De manera escalonada fui subiendo, primero desde los cuerpos hasta el alma, que siente a través del cuerpo. Del alma pasé a su potencia interna, a la que comunican los sentidos las cosas externas y hasta donde tienen acceso los animales. Desde aquí pasé a la potencia racional que tiene como competencia juzgar de las percepciones de los sentidos corporales. Esta potencia racional o actividad que yo tengo, al comprobar que era mudable, se remontó hasta el entendimiento. Arrancó al pensamiento de la costumbre ordinaria que tenía de pensar, sustrayéndose al montón de fantasmas contradictorios, para descubrir qué tipo de luz la bañaba cuando, sin el más ligero asomo de duda, proclamaba la preferencia de lo inmutable sobre lo mudable, para descubrir también el origen del concepto mismo de inmutabilidad, concepto que debía poseer, porque de lo contrario, no antepondría lo inmutable a lo mudable. Por fin, en un golpe de visión estremecedora, llegué al Ser mismo.
Entonces, fue cuando, finalmente, descubrí tus cosas invisibles, que se hacían inteligibles por medio de las cosas creadas, pero no fui capaz de fijar en aquéllas mis ojos, sino que, reavivada mi debilidad por su irradiación, torné a mi vida habitual llevando por todo ajuar la compañía del recuerdo amoroso que se contentaba con aspirar el olor de aquellos manjares que no podía comer todavía”.
Veamos en detalle la subida escalonada que toma su punto de arranque en el mundo sensible y culmina en el Ser mismo. San Agustín menciona cada una de las fases o peldaños, y también la función de cada uno de ellos.
(1) Sube desde los cuerpos hasta el alma, que siente a través del cuerpo. De los cuerpos nada dice, pues se trata de una realidad evidente que no necesita justificación. Son las cosas que están ahí delante de nuestros sentidos: de la vista, ante todo; del tacto; del olfato, etc. Desde allí el conocimiento humano pasa al alma que siente por medio del cuerpo[3]. Debe entenderse el concepto de alma en su sentido clásico-griego, vale decir, como principio de movimiento. Uno de estos movimientos es la percepción, pero que ella realiza por medio del cuerpo.
(2) Del alma sentiente se pasa a su potencia interna[4], y aquí se mencionan dos rasgos de dicha potencia, a saber, es a la que le comunican los sentidos las cosas externas[5], y es hasta donde tienen acceso los animales[6]. Para que el alma sentiente pueda operar, ella requiere de una fuerza interior: los sentidos corporales le comunican ―por el alma sentiente, ciertamente― a esta fuerza las cosas exteriores. ¿Pero es que las cosas externas, como piedras y árboles, puedan entrar al interior del ser humano? No entran ellos mismos, sino sus imágenes sensibles. Más adelante en este pasaje san Agustín las denomina phantasmata, esto es, imágenes. La segunda de las funciones de la potencia interna esclarece más aún este aspecto: se trata de una característica que el ser humano comparte con los animales. Ellos también poseen imágenes internas de las cosas.
(3) El paso al siguiente peldaño va desde la recién mencionada potencia interna hasta la potencia racional[7], cuya función es ésta: juzgar de las percepciones de los sentidos corporales[8]. Se trata de la potencia que hace raciocinios de las imágenes sensibles. Emite juicios –que son verdaderos o falsos― respecto de esas imágenes de la potencia interna.
(4) A su vez, esta potencia racional, que es mudable, se remonta al entendimiento, que es inmutable[9]. Puesto que el descubrimiento de lo inmutable es muy importante para san Agustín, le dedica varias líneas a la explicitación de la función y los rasgos propios del entendimiento. He aquí, entonces, el paso decisivo en lo concerniente a la posibilidad de pensar a Dios como un ser incorpóreo.
Veamos estos rasgos en detalle:
(4.1) Arranca al pensamiento de la costumbre ordinaria de pensar que tiene hasta aquí. ¿En qué consiste ese modo habitual de pensar? En estar sumido en un montón de fantasmas ―e. d. imágenes― contradictorios. Sin el entendimiento el pensamiento humano se tiene que limitar a emitir juicios de las imágenes sensibles, y nada más. Como las imágenes son muchas veces contradictorias, el pensamiento tiene que habérselas con esta turba de imágenes y emitir juicios de verdad o falsedad todo el tiempo.
(4.2) El entendimiento descubre una suerte de luz[10] cuando proclama, con toda certeza, la preferencia de lo inmutable sobre lo mudable. Debemos tener presente que se trata aquí de un esquema platónico, donde la metáfora de la luz desempeña un papel clave. La inteligencia es luz que ilumina la oscuridad de las cosas sensibles, y esa luz tiene que ver con la dimensión inmutable que procede de las ideas (o de lo Uno en Plotino). Hay, pues, una luz que permite descubrir lo inmutable, y que éste ha de preferirse a lo cambiante. En efecto, no habría sujeto de un juicio cualquiera sin inmutabilidad. Si afirmo: “Este perro es negro”, se entiende que dicho sujeto tiene una permanencia más allá de sus propiedades. Ese momento de inmutabilidad es, precisamente, el que descubre la inteligencia.
(4.3) Pero la inteligencia no descubre sólo la inmutabilidad, sino también el origen de ese concepto[11]. ¿De dónde procede? Está ya en uno mismo. “Porque si no lo conociera, de ningún modo lo podría preferir a lo mudable”. Téngase, nuevamente, presente el trasfondo. En este caso, que el conocimiento no es sino recuerdo. Dicho en lenguaje moderno: todo conocimiento supone, de algún modo, un apriori, algo que ya está en la mente ―y en la cosa― antes que un acto concreto de conocer se efectúe. Ese apriori no puede ser cambiante, pues en tal caso no habría verdadero conocer[12].
(5) Finalmente, sucede que el entendimiento se remonta al Ser mismo[13]. Más arriba que el entendimiento inmutable se encuentra aquello que es. Pero este último paso no acontece de modo gradual como en las fases anteriores. Antes bien, aquí se da algo inesperado: “un golpe de visión estremecedora”. Se trata de un golpe que hace temblar. Pues aquello que aquí aparece trasciende toda capacidad del pensamiento humano. Si usamos el lenguaje de la mística no cabe duda que estamos ante un éxtasis; en un absoluto estar fuera de sí; en una noche luminosa; en una ceguera por exceso de luz. La siguiente frase en el texto constituye una referencia a un célebre pasaje de san Pablo: Romanos 1, 20, de modo tal que no debemos considerarlo como un nuevo escalón.
Después del ascenso viene el descenso a la vida cotidiana: “torné a mi vida habitual”. Se puede entender, entonces, que este proceso de ascenso y descenso no es, sólo y exclusivamente, la descripción de un conocido esquema neo-platónico, sino que tiene la forma de una experiencia del propio Agustín. Pero sería una experiencia puesta en palabras mediante un esquema filosófico.
En resumidas cuentas, he aquí las conquistas que a san Agustín le aportó el estudio de los libros platónicos: le insinuaron la búsqueda de la verdad incorpórea, y ello, a su vez, le permitió salir del “callejón sin salida” en que se encontraba respecto de Dios. En efecto, se le hizo patente una vía hacia el Dios sumo, único y verdadero.
III. El modelo agustiniano frente a los desafíos de la fe en el mundo actual
Hemos estudiado el esquema agustiniano, que nos permite responder a la pregunta que guía esta ponencia. Es el modelo neoplatónico de la antigüedad cristiana. Su respuesta es que la inteligencia hace posible reconocer las realidades incorpóreas y permite, por tanto, reconocer a Dios como un ser trascendente. Asimismo, debe destacarse que, para el autor neoplatónico, existe efectivamente una vía que lleva desde el mundo cotidiano que todos conocemos ―en los tiempos actuales, un mundo fragmentado y opaco― hasta la realidad trascendente del Dios único y verdadero. Esencial es aquí que dicha vía es recorrida por la inteligencia. Por cierto, no se trata de una inteligencia que ande buscando a ciegas, antes bien, está guiada por la fe, que ya ha dado su asentimiento a la realidad del Dios único y verdadero.
Recordemos los tres elementos que justifican ―en el mundo de hoy― la pregunta por el papel de la inteligencia en los actos de fe: (1) vivimos en un mundo opaco, que, por tanto, busca un sentido unitario; (2) nos toca vivir un mundo que requiere del diálogo de las culturas, especialmente en lo concerniente a las ultimidades de la existencia; y (3) el hecho que hay preguntas propias de la inteligencia, entre ellas la pregunta por Dios o lo sagrado.
Así pues, ¿qué pistas nos puede aportar el modelo agustiniano para reflexionar acerca del papel que hoy desempeña la inteligencia en los actos de fe?
En relación al primer tópico pone de manifiesto que la opacidad del mundo tiene que ver con la multiplicidad de las cosas. Los entes son muchos y son, además, efímeros. La tendencia actual a una acelerada producción de cosas desechables toma aquí su punto de arranque. Entonces, ante el hecho que la inteligencia humana se deja absorber por dicha multiplicidad, al punto que se pierde en ella, el modelo agustiniano nos invita a un decidido retorno hacia lo uno. Esa unidad adquiere hoy en día la figura de ser unidad de sentido. Y Cristo, Señor del cielo y de la tierra, constituye precisamente tal unidad de sentido para todo lo real[14].
Por su parte, en lo tocante al diálogo de las culturas el modelo agustiniano es, él mismo, una forma de diálogo entre la Revelación cristiana y el paganismo platónico. El esquema agustiniano recoge en sí lo esencial del neoplatonismo, pero ―como el propio san Agustín destaca― deja fuera los elementos de soberbia incoados en las doctrinas platónicas.
Desde esta perspectiva cabe pensar en un tipo de reflexión cristiana que se deje interpelar por los saberes de las ciencias sociales, de las ciencias exactas y formales; en fin, por el rico patrimonio del saber del hombre contemporáneo. No, por cierto, para constituir algo así como un saber ecléctico, sino ante todo con el propósito de formar un modelo de realidad que permita al ser humano ejercer su cuidadoso señorío sobre dicha realidad.
Finalmente, en lo concerniente a los interrogantes propios de la inteligencia, el modelo agustiniano hace patente que un examen, digamos, fenomenológico, de las facultades cognoscitivas humanas lleva al conocimiento desde la multiplicidad de lo sensible a la unidad supra-empírica de Dios. Quiere ello decir que la inteligencia misma tiene una direccionalidad. Pues se remonta, paso a paso, a las condiciones de posibilidad de lo más evidente del mundo sensible, hasta acceder al ser absoluto, que es aquí entendido como la condición de todas las condiciones del conocimiento humano. La inteligencia debe, pues, atreverse a seguir dicho sendero.
Así vistas las cosas, estamos ―finalmente― en condiciones de responder la pregunta que da nombre a esta ponencia: ¿Qué papel desempeña la inteligencia en los actos de fe? La experiencia de la fe se transforma, en virtud del aporte que le hace la inteligencia, en una vivencia humana que logra ver la unidad en medio de la creciente multiplicidad y fragmentación de lo real. Asimismo, esta fe enriquecida por el intelecto permite entablar un diálogo racional entre personas y culturas de opciones vitales diversas. Pues aquello a que la fe adhiere no constituye algo puramente inefable, sino que está, por así decir, abierto a una consideración argumentativa. Está atravesado de logos. Es más: para los cristianos es el Logos mismo. A su vez, todo acto de fe que recoge las preguntas de la inteligencia hace posible que, en la persona en que este encuentro acontece ―este encuentro de fe y razón―, se dé una unidad personal más plena. Así, el acto de fe no se realiza en contra o en lucha contra la inteligencia. Porque, aun cuando ésta siga desempeñando su necesaria función crítica y correctiva, la vivencia de la fe recoge los frutos de tal corrección. De este modo, la fe se torna más auténtica, menos cándida, más madura.
Al fin y al cabo, es insustituible el rol de la inteligencia en el ámbito de la fe.
[1] Traducción de José Cosgaya, BAC, Madrid, 2001.
[2] Probablemente Plotino y Porfirio traducidos al latín por Mario Victorino.
[3] “ad sentientem per corpus animam”. El texto latino de las Confesiones corresponde a la siguiente edición bilingüe alemana: Augustinus, Bekenntnisse, Lateinisch und Deutsch, eingeleitet, übersetzt und erläutert von Joseph Bernhart, Insel Verlag, Frankfurt a. M., 1987, p. 346.
[4] “atque inde ad eius interiorem vim”.
[5] “cui sensus corporis exteriora nuntiaret”.
[6] “et quousque possunt bestiae”.
[7] “atque inde rursus ad ratiocinantem potentiam”.
[8] “ad quam refertur iudicandum, quod sumitur a sensibus corporis”.
[9] “quae se quoque […] erexit se ad intellegentiam suam”.
[10] “quo lumine aspargeretur”.
[11] “unde nosset ipsum inconmutabile”.
[12] Respecto de este tema vale también la pena considerar la siguiente tesis de Leibniz: “Nempe omnis veritas vel originaria est, vel derivativa. Veritates originariae sunt quorum ratio reddi non potest, et tales sunt identicae (sive) immediatae […] Veritates derivativae rursus duorum sunt generum: aliae enim resolvuntur in originarias, aliae progressum resolvendi in infinitum admittunt. Illae sunt necessariae, hae, contingentes. (De libertate; Foucher de C 181)”. Citado en: Heidegger, Martin, Metaphysische Anfangsgründe der Logik im Ausgang von Leibniz, GA 26, Vittorio Klostermann, Frankfurt a. M., 1990, p. 51.
[13] “et pervenit ad id, quod est in ictu trepidantis aspectus”.
[14] “En Cristo Palabra, Sabiduría de Dios (cf. 1 Co 1, 30), la cultura puede volver a encontrar su centro y su profundidad, desde donde se puede mirar la realidad en el conjunto de todos sus factores, […]” (Aparecida 41).